La dieta de los no hola

Sam Pink La dieta de los no hola Traducción de Julio Fuertes Tarín A L P HA DE C AY La dieta de los no hola_3as.indd 5 09/09/13 13:12 AG OSTO DE

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Sam Pink

La dieta de los no hola Traducción de Julio Fuertes Tarín

A L P HA DE C AY

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AG OSTO DE 2010

Se acaba el verano en Uptown, Chicago. Empiezas a trabajar en el depósito de unos gran­ des almacenes muy importantes. El establecimiento aún no ha abierto al público. Cuando vas al cursillo de orientación, ya hay un agujero de bala en el escaparate. Nada más entrar te encuentras con un encargado y un guardia de seguridad que están mirando el es­ tropicio. —Bueno. . . Habrá que arreglarlo —dice el encar­ gado. La tienda es una de las catorce que, entre dos mil en todo el país, se consideran de «altísimo riesgo». Eso es lo que el guardia de seguridad te cuenta en la zona de oficinas mientras esperas con un grupo de gente a que llegue la hora de tu cita. —Sí, tío —dice, dirigiéndose a ti (el único que le devuelve la mirada)—, estamos justo al lado del puto Callejón Sangriento, por eso tenemos que aguantar a gilipollas de todo tipo. Uptown es una puta mierda. Ya verás, ya. El Callejón Sangriento ocupa dos manzanas de esta zona. Está lleno de prostitutas, drogas y violencia. Asientes en silencio al guardia de seguridad. Necesitas un poco de sexo y de drogas, y algo de 7

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violencia también, aunque no sabrías decir en qué orden. Piensas que casi cualquier etapa de tu vida te re­ sulta atractiva cuando ya se ha acabado y ha pasado un tiempo razonable. El guardia de seguridad te dice que, cuando esta­ ban montando la tienda, los jefes de la empresa en­ viaron a gente de Recursos Humanos desde Min­ne­ so­ta y por lo visto los tipos aparcaron en el Callejón Sangriento. Cuando salieron del coche, un vagabundo pasó a su lado y dijo: «Bienvenidos al Callejón Sangriento», se sacó la polla y empezó a menearla delante de ellos. —Y cómo la meneó —preguntas. —Eso, eso, ¿arriba y abajo, de lado a lado, o qué? —interviene alguien más. —Simplemente saludó con la polla —dice el guardia de seguridad, haciendo un movimiento con la mano. Sonríe—. Los de Minnesota salieron a toda hostia por el callejón, gritando y todo eso, cagados de miedo. —Mira hacia abajo tocándose la oreja—. Ah, sí. —Le­ vanta la vista—. Ya podéis pasar. Sigues al grupo y al entrar en la sala de reuniones echas un vistazo a la pistola que el guardia lleva en el cinturón. Todo el mundo se sienta alrededor de una mesa grande mientras la empleada de Recursos Humanos empieza a hablar. Al instante sientes el impulso de levantar la mano y decir: «Sí, cuando este asunto haya terminando yo no quiero estar aquí». 8

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La empleada de Recursos Humanos pone un vídeo sobre prevención de riesgos laborales en almacenes y abandona la sala. En el vídeo, antiguos empleados hablan sobre se­ guridad en el trabajo. Están sentados bajo una luz tenue y describen de qué manera sufrieron accidentes laborales y cómo podrían haberlos evitado. Tú estás sentado en silencio y escuchas, cada vez menos seguro de si en el vídeo suena o no una músi­ ca siniestra. Piensas en preguntarle a la mujer que está a tu lado si también oye una música siniestra. Luego te lo piensas mejor. Da igual lo que te contestara, sería raro. Qué le dirías: «Ah, menos mal que no es cosa mía, no me estaba imaginando esa música siniestra, gra­ cias», asentirías con la cabeza y te darías la vuelta. En el vídeo, una empleada cuenta que una vez se apoyó en un estante bajito para alcanzar algo de un estante alto; la alianza que llevaba se le quedó engan­ chada en el estante de arriba y entonces se cayó y se arrancó el dedo. Dice: «Pensé que podría subirme ahí, cogerlo y punto. Sería sólo un momento: subir y cogerlo. Pero vaya si aprendí. Nunca te pongas de pie en el estan­ te de abajo». Cuenta la historia con las manos en el regazo y al llegar a la parte en que se arranca el dedo, levanta la mano y muestra lo que le queda del dedo. Se te ocurre que parece una zanahoria pequeñita. 9

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Piensas en preguntarle a la mujer que está a tu lado si a ella también le parece una zanahoria peque­ ñita. Te lo piensas mejor. Al otro lado de la mesa, un hombre afeminado con coleta y pendientes de aro dice: —Ay, Dios, no, mirad esa cosa. Jesús, María y José. Cuando se da cuenta de que lo estás mirando, am­ bos sonreís. La empleada que supervisa la orientación laboral vuelve a la sala. Lleva una caja llena de bolsas de gominolas y un paquete con bricks de zumo. Sus pechos se agitan por encima de los cartones de zumo. Ésta sí que es buena, piensas, no muy seguro de si es por los pechos temblorosos o por los zumos. Da igual una cosa que la otra. —Vale, aquí tenéis —murmura al tiempo que repar­ te las gominolas y los bricks de zumo. Todo el mundo da las gracias y se pasan las cosas unos a otros. Estás sudando. Quieres que termine el verano. Casi se ha terminado. Nunca terminará. Mientras te comes las gominolas, piensas: «Voy a traerme el martillo a Chicago». No sabes muy bien qué significa eso. En el vídeo, otra persona cuenta que estaba en­ ganchando una cuerda de goma a una cosa y se le es­ 10

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currió; el gancho le sacó el ojo y también le astilló un poco el hueso de alrededor. Dice: «Bueno, fui a enganchar la cuerda ahí arriba y, zas —da una palmada—, directo hacia mí. —Hace la forma de un gancho con el dedo y lo pone cerca del ojo—. Se me clavó justo aquí». Su ojo de cristal se mueve un poco hacia un lado. Va a llorar, piensas. Quizá lloró justo después de parar la grabación. Da lo mismo, es difícil saberlo. Es un buen actor. Otros empleados e historias se suceden. Algunos vídeos con narración de fondo muestran la manera más segura de llevar a cabo algunas tareas. Por ejemplo: si hay una tele en un estante alto, nunca intentes tirar de ella y cazarla al vuelo. En lugar de eso, busca una escalera. Y no te inclines mucho cuando estés en lo alto de la escalera, porque podrías caerte y golpearte la nuca contra el suelo del almacén, con lo cual tu cerebro quedaría gravemente dañado, como le pasó a ese otro tío del vídeo que ahora apenas puede hablar. Y no metas la mano en la trituradora de cartón, porque podría arrancarte los brazos. No te toques los ojos después de manipular una caja de detergente abierta. Asientes, sentado a la mesa grande en compañía de los otros recién contratados. En silencio, coméis gominolas y bebéis zumo, cons­ cientes de que mientras trabajéis juntos os vais a re­ cordar unos a otros como los que hicieron el cursillo el mismo día. 11

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Otro empleado cuenta la historia de cómo se rom­ pió la espalda. Te das cuenta de que estás preocupado. Algo malo va a suceder. Te vas a hacer daño. ¿Estás preparado? Es imposible que lo estés. Te tocarás los ojos después de manipular una caja de detergente abierta. Te arrancarás un dedo o te sacarás un ojo. Vas a quedar hecho papilla. Muerte por aplastamiento. Ésta sí que es buena, muerte por aplastamiento, piensas, absolutamente seguro de lo que quieres decir. Te comes otra gominola mirando fijamente a la pa­ red que hay tras el televisor. Un cansancio tan pesado que es como estar sucio. Es como si la suciedad flotara desde dentro de tu cuerpo hacia el exterior de la piel, arriba y afuera a través del cuero cabelludo. Hace falta agua, piensas. Hace falta dormir. Hacen falta putas, pistolas y drogas. El aire acondicionado se pone en marcha en la sala de reuniones. Te calma. Casi soluciona todos los problemas que puedas lle­ gar a tener jamás. Casi te hace darte cuenta de que no tienes proble­ mas, o de que los problemas son una enorme lotería de gente que gana y pierde, que suma y resta, y que todo el mundo debería darse a sí mismo un trato pre­ 12

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ferente cuando se relacionara con otras personas, que a su vez harían lo mismo, creando así la justicia. Te tragas una gominola pensando: «Justicia». Alguien te da un golpecito en el brazo. Te vuelves hacia la persona que tienes detrás. —Eh. Cómo va eso, chaval —dice con una sonrisa. Tiene los dientes pequeños y muy separados, y los ojos también pequeños y muy separados. Tiene mal aliento, aunque tú también. El suyo es peor, piensas. Pero no mucho peor. —Han dicho que van a poné un sitio pa comé aquí también —dice, sonriendo todavía—. De verdá. —Joder —susurras con una sonrisa. —Síeh —dice. Luego baja la cabeza y levanta las ce­ jas—. Así no hay de ir al Macdonal tos los días y eso. —Joder —susurras con una sonrisa. —¿Va-le? —dice, dándote en el brazo. Se ríe miran­ do al suelo y moviendo la cabeza de lado a lado. Se mete en la boca otra gominola—. Voy a que me den más chucherías de éstas, eh —dice, tocándote el brazo para señalar que la conversación ha terminado. —Chucherías —dices, como si estuvieras diciendo «adiós». En el vídeo está hablando otra persona distinta. Te has perdido la primera parte de su historia y no sabes lo que le ha pasado, pero tiene la cabeza como abollada. Estás comiéndote una gominola y mirando un ví­ deo de alguien con la cabeza abollada. La tristeza te impulsa a querer ser útil a los demás. Como si la felicidad fuera egoísmo. 13

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* Después de la orientación laboral te vas a casa. Sudando un sudor nuevo que se asienta encima del viejo. Al otro lado de la calle, enfrente de tu apartamen­ to, hay un cementerio. Siempre que pasas por delante te gustaría saber todo lo que fuera posible saber sobre las personas que están enterradas ahí. Todo, desde la talla de zapatos que gastaban en oc­ tavo hasta el insulto más gratificante que jamás pro­ pinaron o recibieron en público, pasando por su nota media del año previo a la universidad o su peor expe­ riencia en una noche de Halloween. Entras en tu apartamento y te tumbas en el suelo de tu habitación. Hay ropa, libros, basura y dibujos diseminados. Un museo que has creado tú. La moqueta huele bien. Un perfume que has creado tú. Una toalla de baño doblada bajo tu cabeza. Una almohada que has creado tú. Te tumbas y sonríes. Piensas que esto te reconforta. Y piensas que eres una persona sumamente prote­ gida, aunque no te sientes muy seguro de lo que im­ plica estar protegido. Y no tienes motivo de queja. Suenan las sirenas en la calle mientras te quedas dormido. 14

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El primer esfuerzo por dormirte solamente te sir­ ve para unos treinta o cuarenta minutos. ¡Pero luego! Consigues quedarte dormido varias veces conse­ cutivas y hasta bien entrado el día siguiente, emplean­ do sólo dedicación y pura voluntad. Pensando, al mismo tiempo, en lo fantástico que es. Es como rodear un planeta cubierto completamen­ te de agua en una serie de saltos. Hundiéndote en el lodo cada vez que aterrizas. —Es muy agradable saltar y hundirse —balbuceas antes de volver a esforzarte en dormir. Ríes, casi boca abajo sobre una toalla de mierda, sudada y llena de migas. A cada esfuerzo le sucede otro esfuerzo fabuloso. En el futuro, un profesor de historia señala un mapa en su aula y dice: —Lo que se conoce como el Esfuerzo Para Dor­ mir tuvo lugar aquí, en el Medio Oeste de los Estados Unidos de América. —Y luego enseña una foto tuya a la clase. Se acaba el verano en Uptown, Chicago. Te hace feliz que tu vida se desarrolle de la mane­ ra exacta en que se está desarrollando. Lo hace día a día, así que es imposible no sentirse como una simple mirada aleatoria que levita sin nin­ gún control. Una levitación sin equilibrio hacia el futuro de la levitación sin equilibrio. Un pasajero de algo sin piloto. Descubres que las cosas suceden de una manera 15

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determinada y aceptas el hecho de que, a fin de cuen­ tas, esto va a estrellarse. Durante el último año has sido empaquetador de alimentos, camarero, canguro, empleado de la ofici­ na de censos y ahora mozo del depósito de uno de los grandes almacenes más importantes de Estados Unidos.

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En el trabajo tienes que llevar una camisa roja y unos pantalones caqui. Escaneas cosas con un lector de códigos de barras y luego las cargas en carros. Sacas del almacén lo que la gente va comprando en la tienda y lo pones en unos carros para que los dependientes lo repongan. Tienes veintisiete años y ganas cincuenta cénti­ mos más de lo que marca el salario mínimo de Illi­ nois. Cada hora te sale a ocho dólares con setenta y cin­ co céntimos. A veces te imaginas a ti mismo en una habitación sin pintar, la puerta cerrada con llave, y cada vez que pasa una hora, la puerta se abre y una mano misterio­ sa arroja al interior ocho dólares con setenta y cinco centavos, se oyen unas carcajadas, recoges el dinero del suelo con rapidez y vuelves a tu esquina. En el trabajo sólo hay que hacer dos cosas: esca­ near y cargar. Es divertido. Todo lo que has de hacer para ser un triunfador es llevar una camisa roja, escanear cosas y cargarlas. Otra meta importante es evitar que el resto de em­ pleados del depósito te apunte a los ojos con el láser del lector. 17

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Porque duele que te apunten con un láser en los ojos. Estás preocupado por si eso te despierta de este coma. Preocupado de que te vaya a encantar. Quién sabe. En el trabajo te descubres haciendo lo que se debe hacer. Quedándote absolutamente en blanco, comunicán­ dote lo menos posible con tus compañeros. —Qué te pasa en el pelo, está como. . . mojado aún de la ducha —te dicen. —No, es que lo tengo graso —dices. —Uf, qué asco —te dicen. —Puede ser —dices. Barriendo cuatro almacenes por planta, huyendo de cualquier conversación. Dirigiéndote a los otros trabajadores sólo lo im­ prescindible para constituirte como un objeto dife­ rente a los demás objetos. A veces crees que la gente se sorprende cuando ha­ blas. No porque lo que dices sea interesante, sino por­ que pensaban que en la habitación no había nadie más. Como si aparecieras de la nada sujetando una es­ coba. (Incluso a ti te sorprende a veces, admítelo.) No hay conversación. La última que recuerdas en el trabajo fue simple­ mente una encargada que, mientras tiraba la basura, 18

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dijo: «Anda, no me había dado cuenta de que estabas aquí», y tú soltaste un ruidito para demostrar que la habías oído. Pero eso no puede considerarse una conversación. En el trabajo también tienes que tirar la basura. Metes las cajas rotas en la trituradora y luego las destrozas apretando un botón. Siempre que echas las cajas a la trituradora dices: «Muere. Muere. Muere». A veces a un volumen audible, otras no. Lo primero te produce la misma sensación que lo segundo. La trituradora chilla mientras destroza las cajas. Muere. Muere. Muere. —Muere. Muere. Muere —dices, y observas el aplas­ tamiento. Es agradable ver cómo mueren las cajas. Muere. Muere. Muere. A veces, cuando ya han cerrado los grandes alma­ cenes, vacías la trituradora y aprietas el botón cuan­ do no hay nada dentro. Entonces el mecanismo que aplasta las cajas se de­ tiene un poco por encima del fondo y luego vuelve a subir. Últimamente te basta con pensar que quizá cuan­ do la trituradora intenta aplastar el fondo vacío, con el aire aplastado se abre horizontalmente un nuevo universo. Y que quizá todos esos átomos aplastados de aire se abren horizontalmente a un nuevo plano material de posibilidades. 19

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Y puede que hayas sido absorbido por él sin que ni siquiera te haya cambiado la expresión. Basta con pensar en eso.

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