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LA ENVIDIA APROXIMACIÓN INTERDISCIPLINAR: DE LA RELIGIÓN AL PSICOANÁLISIS Mercedes Valcarce ∗ Este artículo trata de analizar el concepto de envidia, desde una perspectiva histórica y desde una perspectiva epistemológica, es decir, buscando los fundamentos y motivaciones subyacentes en este sentimiento, refiriéndose a las teorías más representativas en torno a este concepto. También se tratará de recoger los aspectos convergentes y divergentes de los distintos modelos éticos, religiosos y psicológicos que lo han abordado. Todo ello supone el resultado de un trabajo de investigación cuyo objetivo era el análisis, a través de la historia, del reconocimiento universal de la tendencia del hombre a la envidia, presente en el corazón humano. Este primer interrogante conduce, inexorablemente, a la polémica cuestión de si la envidia es innata o reactiva, encontrándose la misma pregunta en todas las disciplinas investigadas, sin excepción. De esta manera, las opiniones más representativas de los estudiosos de cada disciplina hacen girar la totalidad de su concepción sobre la envidia, en torno a este eje común: “innatismo” o “reactivismo”.
El envidioso ¿nace o se hace? Esta pregunta ha suscitado, de forma universal, discusiones muy controvertidas, y tiene que ver con el origen de la envidia. A lo largo de toda la historia, ya sea entre filósofos, hombres de religión o psicoanalistas, se han preguntado si la envidia es innata o si es sólo reactiva, ante cualquier suceso frustrante en la vida del individuo. La primera postura subraya “el adentro” y la segunda “el afuera”. Todo ello es reflejo del milenario interrogante acerca de la naturaleza ∗
Dra. en Psicología. Este artículo se ha realizado sobre la tesis doctoral: “La Envidia. Aproximación interdisciplinar:
de la Teología al Psicoanálisis” dirigida por el Dr. Koldo Totorika Pagalday, en la Universidad de Deusto, Bilbao, 15 de Abril del 2002.
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moral del hombre, y dependerá de la solución metafísica que dé cada autor, para que la respuesta sobre el origen de la envidia vaya en una u otra dirección. Entre los “innatistas” de las disciplinas de la Teología, la Filosofía y del Psicoanálisis, la hipótesis de la universalidad no ofrece ninguna duda. En el campo de la Teología, las grandes Religiones coinciden en concebir un primer momento en el cual no existiría la envidia. Se distinguen, sin embargo, en que las de raíz judeocristiana sitúan ese momento sin envidia, como exclusivo de los primeros padres, en la creación del mundo y del género humano. Pero es a partir de la “caída en el pecado original” cuando la envidia se extendería de forma universal e innata a todos los hombres; mientras que las Religiones orientales, como el Taoísmo, Budismo e Hinduismo, lo ubican en un momento indeterminado de cada individuo, posterior al cual sobrevendría el “olvido” con la consecuente aparición de la envidia: “El budismo no admite la existencia del mal en sí mismo, sino que fundamentalmente es un error y la naturaleza última de todos los seres es perfecta. Esa perfección permanece en el fondo de nosotros incluso cuando se halla oscurecida por la ignorancia, el deseo, la envidia o el odio. No ha existido, como en el cristianismo, ninguna caída en el pecado sino simplemente un olvido de esa naturaleza originaria.” (Ricard, M.: 1998, 195). Podríamos concluir, por tanto, diciendo que las religiones cristiana, judía y musulmana se mueven en esa dirección “innatista” y universal, tal y como lo recoge la extensa bibliografía patrística y el resto de las fuentes consultadas; mientras que para las orientales es “reactiva” o sobrevenida por un “olvido” de la naturaleza original, pero todas coinciden en su carácter universal. En el área de la Filosofía, la mayoría de los autores siguen la línea de pensamiento innatista. Desde los tiempos de la Filosofía antigua, con la concepción del mito de la creación del mundo de Platón, en su obra “Timeo”, muy semejante al pasaje correspondiente al Génesis del AT, hasta Kierkegaard a mediados del siglo XX, casi la totalidad de los filósofos han considerado a la envidia como inherente a la naturaleza humana. Uno de los autores de mayor influencia respecto a este concepto, a través de los tiempos ha sido Aristóteles. Es en sus dos grandes obras: “Retórica” y “Ética Nicomaquea” donde alude de forma profunda a este concepto, dando un tratamiento sustancialmente distinto, a la envidia, en cada una de ellas. La diferencia existente entre ambas consiste en que: en la primera, el planteamiento que analiza las conductas humanas es según unos criterios normativos de las
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virtudes y los vicios, mientras que en la “Retórica”, queda invertido a favor del punto de vista contrario, según el cual las acciones virtuosas o viciosas resultan del talante y de los estados pasionales de los hombres. Ahora bien, este cambio de un modelo normativo a un modelo de causalidad psicológica procede de la re‐elaboración de temas de la última filosofía de Platón. Lo que “Retórica” afirma de la envidia, reproduce literalmente lo que se dice en “Filebo” 48b sobre la “duplicidad de dolor y gozo maligno” que se dan en el envidioso. Aquí podríamos encontrar elementos parecidos a los que existen entre las teorías psicológicas cuyo enfoque consiste ‐primordialmente‐ en atender a los síntomas de la envidia y aquéllas, cuyo enfoque busca con prioridad las “raíces” de esos síntomas, como el Psicoanálisis. Lo cierto es que por un lado, Aristóteles reconoce la existencia del bien y del mal en el interior del hombre, lo que nos conduce hacia una postura “innatista”, por lo que menciona la existencia de una “naturaleza envidiosa”; y por otro lado, realiza un profundo estudio de la envidia “reactiva” provocada por la frustración que produce la comparación con el envidiado, doctrina que influirá en todos los pensadores posteriores. Existen, sin embargo, autores filosóficos cuyas opiniones divergentes, son dignas de mencionar, como alternativas a la concepción innatista de la envidia. Me refiero a ciertos autores “reactivistas” como Rousseau, Locke y A. Smith que opinan que este afecto no es extensible a todos los individuos. En el caso de Locke, según su concepción del “estado de naturaleza” la envidia innata no podría darse puesto que: “El estado de naturaleza tiene una ley que obliga a todos; y la razón, que es esta ley, enseña a todos los hombres que la consultan, que son iguales e independientes y que nadie debe dañar a otro en su vida, su salud, su libertad o sus bienes, ya que todos los hombres son criaturas de Dios.” (Copleston, F., 1973a: 127). Esto, se podría confrontar con los estudios del célebre científico y etólogo K. Lorenz, sobre “La agresividad en la estructura social” estudios que aplicó a la especie humana, desde sus observaciones en el reino animal y en los que se concluye que: “Sobre la agresividad en particular, parecería que hay dos procedimientos condenados desde el principio al fracaso, que son: 1. Ignorar la espontaneidad esencial de las pulsiones instintivas, representando el comportamiento tan sólo en términos de respuestas condicionadas o incondicionadas,
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y abrigando la esperanza de disminuir o eliminar la agresión, al poner al hombre lejos de toda situación estimulante, capaz de desencadenar el impulso agresivo. 2. El intento de controlar la agresividad oponiéndole un veto moral. La aplicación de cualquiera de estos métodos tendrían ‐y de hecho así ha sido en la historia‐ el efecto de querer reducir la creciente presión de una caldera, apretando con más fuerza la válvula de seguridad.” (Lorenz, K., 1972: 320) En el caso de Rousseau que considera la “civilización” la generadora de la envidia supedita la existencia de un individuo "no envidioso" a la conservación de su estado incivilizado y asocial. El estado de naturaleza hipotético ‐según este filósofo‐ se explicará haciendo abstracción de la sociedad misma. Rousseau imagina al hombre “vagando por los bosques, sin industria, sin lenguaje y sin hogar, ajeno por igual a toda guerra y a todo lazo, sin necesidad de sus semejantes ni desear dañarles.” (Copleston, 1973b: 72). El hombre se retrata así privado de vida social y sin haber alcanzado aún el nivel de reflexión. Un hombre así no tendría cualidades morales pero no por ello ha de ser un vicioso. Es decir, el que no tuviera la idea de bondad, no significa que fuera malo. Spinoza, sin embargo, nos ofrece una opinión completamente divergente con la visión de Rousseau, afirmando que como todo hombre tiene el impulso natural a auto‐conservarse, tiene derecho a valerse de cualquier medio para conseguirlo y a tratar como enemigo a cualquiera que se lo obstaculice. En realidad, dado que los hombres están muy expuestos a las pasiones de la ira, la envidia y el odio en general, “los hombres son naturalmente enemigos”. En su Tratado Político, resume la dinámica de sentimientos, descrita en la “Etica” y que va de la envidia y la ambición, a la guerra de todos contra todos. Así dirá que los hombres están más inclinados a la venganza que a la misericordia, deseando que los demás vivan según el criterio de uno; señala además que el que sale victorioso se gloría más de haber perjudicado a otro que de haberse beneficiado él mismo. Es interesante la opinión que aporta de la eficacia del mandamiento del amor al prójimo propio de la religión cristiana desde su visión de la naturaleza humana, pues declara que éste tiene escaso poder sobre los afectos. (Spinoza, 1986: 81‐82).
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Lo que resulta verdaderamente interesante es que, para Rousseau, la primera reacción del individuo, cuando desde ese estado natural toma conciencia de la presencia de otro semejante, es la compasión; es esto lo que resulta susceptible de discusión si tomamos como referencia los estudios de la psicoanalista S. Isaacs en su obra “Social development in young children” (1967) en el capítulo referido a la “Hostilidad y agresividad: primera respuesta social”. Esta autora observó que, curiosamente es a través de la envidia subyacente en el impulso agresivo como el niño sale de su aislamiento y toma conciencia de la existencia del otro. Es su primera respuesta social y no la compasión. La hostilidad que encontramos en los primeros contactos del niño con sus iguales, tan distinta de la confianza y amistad, enseguida testimoniada al adulto, tiene sus raíces en las primeras experiencias familiares. En el momento del ingreso en la escuela, los sentimientos y las actitudes respecto a los padres, los hermanos y las hermanas, son transferidos a la maestra y a los compañeros: toda persona mayor está identificada con el padre o la madre protectores; todo niño está considerado como un intruso y un rival. La más primaria situación desde la cual el deseo de posesión surge es la que se produce en el bebé frente al pecho, y dicha situación podría asimilarse a la descrita por Rousseau como “estado de naturaleza”. Según lo descrito por esta psicoanalista la actitud difiere mucho de la compasión sostenida por Rousseau. Y en cuanto al tercer autor que se manifiesta a favor del carácter reactivo de la envidia, el propio A. Smith considera como “arriesgada” su afirmación de que exista la posibilidad de que no haya envidia: “…La conclusión obvia es que nuestra propensión a simpatizar con la tristeza debe ser muy fuerte y nuestra inclinación a simpatizar con la alegría debe ser muy débil. A pesar de este prejuicio me arriesgaré a afirmar que cuando no hay envidia, nuestra propensión a simpatizar con el gozo es más intensa que nuestra propensión a simpatizar con la aflicción.” (A. Smith, 1997:114‐115) (El subrayado es mío). Los autores psicoanalíticos que defienden la universalidad innata de la envidia parten de la afirmación de la existencia de una “pulsión de muerte” como es el caso de Freud y M. Klein. Freud, es ‐cronológicamente‐ el primer psicoanalista que mencionó la envidia como un sentimiento importante en el desarrollo psicoevolutivo del hombre, con su “Teoría de la envidia al pene” (1908). Pero fue en “Análisis terminable e interminable” (1937), cuando asigna a la envidia fálica un carácter biológico e, ‐implícitamente‐ primario. Se puede decir, de forma general, que Freud considera la envidia al pene en la mujer como una fuerza primaria del desarrollo y en esto su teoría es similar a la que M. Klein va a proponer muchos años
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después pero para otro tipo de envidia. Es necesario señalar también, algunas otras diferencias significativas. En primer lugar, Freud no considera en ningún momento, que exista en el varón una fuerza análoga a la envidia del pene en la mujer. También hay que decir que, en Freud, esta envidia primaria no asume el carácter de fuerza destructiva que impregna la teoría de M. Klein. Fue esta última, M. Klein, quien en 1957, publicó “Envidia y Gratitud” donde plantea la hipótesis de la envidia a la fuente nutritiva y primer Objeto del sujeto: el pecho. Declara que: “la envidia es la expresión sádico‐anal y sádico‐oral de los impulsos destructivos operativos desde el principio de la vida y tiene una base constitucional.” (Klein, M., 1969: 25). En su opinión es una manifestación del instinto de muerte, al cual concibe como una fuerza destructiva instintiva interna, sentida como el “temor de aniquilación”. Esta autora plantea que la envidia es constitucional, pero con matices: “Hablando del conflicto innato de amor y odio, yo supongo que la capacidad tanto para amar como para los impulsos destructivos es constitucional aunque también varía individualmente según la fuerza e interacción desde el principio, con las condiciones externas.” (Klein, M., 1969. 24). Y también: “Más allá, sea o no que el niño es adecuadamente cuidado y amamantado, sea que la madre disfruta del cuidado del niño o está ansiosa y tiene dificultades psicológicas, todos estos factores influyen en la capacidad del bebé de aceptar la leche con agrado e internalizar un pecho bueno.” (Klein, M., 1969: 23). Ante la eterna disyuntiva: naturaleza‐cultura, siempre presente en el análisis de todo proceso evolutivo, M. Klein toma partido, no por uno de los factores, sino por resaltar la extraordinaria importancia de ambos: lo innato y lo ambiental, tienen un peso decisivo y similar en importancia, a pesar de que esto se ha interpretado en numerosas ocasiones, erróneamente, sosteniéndose que para ella el factor innato era el determinante. En lo referido a las Teorías Psicológicas “reactivistas”, la Psicología del Yo considera que el yo inicial forma parte de la matriz indiferenciada yo‐ello, por lo cual, no está en condiciones de poner en marcha la relación de Objeto sino que se comporta como un órgano biológico aún en estado rudimentario que funciona según patrones instintivos y donde todavía no cabe la actuación de la envidia, sino hasta un momento posterior a ese narcisismo primario.
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Walter G. Joffe (1969) critica cuidadosamente la posición kleiniana, señalando que la reacción envidiosa requiere que el individuo sea capaz de distinguir entre el self y el objeto. Joffe, sin embargo, considera que el concepto kleiniano de envidia innata está íntimamente relacionado con toda la estructura de su teoría y sería un sin sentido discutirla fuera de su contexto. Este autor dice que, para Freud, los impulsos instintivos eran intrínsecamente irreconocibles y que su funcionamiento sólo podía deducirse a través de los contenidos ideacionales, conscientes o inconscientes; y que, sin embargo, para M. Klein, los impulsos instintivos son reconocibles tempranamente. Lo que según Joffe, para Freud es la representación del impulso, para Klein es una fantasía innata que contiene Objetos o partes de Objetos igualadas con el impulso. Joffe señala también que hay una pequeña distancia para llegar a la conclusión de que la envidia, más que ser un impulso derivado, pueda ser relacionado con un impulso en sí mismo. En la teoría kleiniana el niño no sólo ama y odia desde que nace, sino que expresa, a veces imperfectamente, una relación envidiosa u otras actitudes con el Objeto, de una complejidad extremada. Joffe, W. se apoya en Hartman para desmentir la posibilidad de atribuir al recién nacido una posible intencionalidad: “Hartman alude a esto en 1939: los primeros signos de intencionalidad aparecen alrededor del tercer mes de la vida y marcan un paso crucial en el desarrollo; pero la verdadera comprensión del Objeto aparece definitivamente a los cinco o seis meses y no se completa hasta el año.” (Joffe, W. G., 1969: 539). Entre los autores Psicoanalíticos reactivistas, todos ellos coinciden en que la “frustración” es inevitable y hasta deseable para un buen desarrollo psicoevolutivo, afirmando con todo ello el carácter universal de la envidia. Así, tenemos a los Teóricos independientes de las relaciones objetales, como Winnicott, que afirma: “Si todo va bien, el bebé puede incluso sacar provecho de la experiencia de la frustración, puesto que la adaptación incompleta a la necesidad, hace que los objetos sean reales, es decir, odiados tanto como amados.” (Winnicott, D. W., 1972: 28). Balint (1968) contribuye a esta forma de pensar con su teoría de la “falla básica” que se origina en un “encaje deficiente de las necesidades del niño con la respuesta de la madre”. El individuo experimenta esta “falla básica” como “algo que le falta”, lo cual es, en realidad, el resultado de una discrepancia, durante las fases tempranas de formación del individuo, entre sus necesidades y los cuidados, la atención y el afecto, disponibles en el período pertinente.
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Esto trae como resultado que el individuo pase de una interacción saludable con los Objetos externos a un apego patológico a sus Objetos fantaseados. (Likierman, M., 1987: 182). El Cognitivismo, se adhiere a aquellas corrientes psicológicas reactivistas que hacen depender a la agresividad de la frustración pero no menciona, en la bibliografía consultada, a la envidia. Sin embargo, también se ha interesado por la agresividad como un tipo de relación entre los individuos, particularmente importante. No existen textos referidos concretamente a la envidia pero sí estudios referidos a la agresividad entre niños por la posesión de un objeto, que podría ser la manifestación de ese impulso. Delval, J declara que: “a veces predomina el interés por el objeto, pero otras es el deseo de afirmación, una conducta que quizás tenga que ver con la jerarquía, pues la obtención de un objeto similar no resuelve el conflicto, sino que el niño busca imponerse al otro”. (Delval, J., 1994: 426). Esto recuerda notablemente, a los estudios realizados por la psicoanalista S. Isaacs en 1933, respecto a los deseos de propiedad, en los cuales subyace el deseo de “ser más fuerte y más poderoso” y cuya motivación no es gozar del objeto ‐como ambos autores reconocen, pues si fuera así bastaría un objeto similar‐ sino destruir la posibilidad de que el otro sea igual o superior, lo cual conecta esta actitud con la envidia. El Conductismo, de acuerdo a sus presupuestos básicos y teniendo en cuenta que no menciona la envidia sino sólo los celos, su fundador, J. B. Watson, afirma que: “La vida emocional del hombre se establece gradualmente por acción del ambiente; hasta ahora el proceso de su construcción ha sido improvisado o equivocado. Las diferentes formas de conducta han ido desarrollándose sin examen por parte de la sociedad, (...) es posible establecer las reacciones emocionales de una manera planeada.” (Watson, 1976: 188). Este autor considera que los celos son: “una parte de la conducta cuyo estímulo es de amor (condicionado) y cuya respuesta es la ira.” (Watson, 1976: 187). Sin embargo, es muy posible que si su fundador no considera los celos como universales y además, cree en la posibilidad de que sean susceptibles de ser reeducados si es que existen, modificando simplemente el estímulo que los provocan, es porque Watson no tuvo en cuenta en sus experimentos, que los niños podían estar utilizando poderosos mecanismos inconscientes de defensa, para no actuar sus reacciones celosas, fuertemente reprimidas.
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Otro tema que resulta ser de interés común interdisciplinar respecto a la envidia es el siguiente:
¿Qué puede haber de peligroso en la envidia, que permanece siempre semejante y que ha conducido a todos los hombres de todas las culturas a condenarla y prohibirla, en definitiva, a sentir una profunda aversión hacia ella? La respuesta de todos los campos investigados ha sido unánime en explicar lo mortífera y destructiva que resulta la envidia. Es por eso, que tanto las distintas religiones como los diferentes autores filosóficos, a continuación de definir la envidia, subrayan de forma notoria el daño que ésta supone para el envidioso y para el envidiado. En el AT se alude al envidioso como “alguien que se tortura a sí mismo”(Sir 14, 3‐18) y, en la doctrina de los Apóstoles se recoge la idea de la “envidia suicida”, que es aquella que ocasiona la muerte del propio envidioso, y la “envidia homicida” que da muerte a los envidiados. En la Patrística los ejemplos son innumerables: “el vicio más funesto, el cual no hace el más mínimo daño a los de afuera, pero destruye al que la posee.” (San Basilio). San Cipriano describe teatralmente el aspecto peligroso del individuo envidioso: “De ahí proviene ese rostro amenazador, aquel mirar torvo, aquella palidez de la faz, aquel temblor de los labios, aquel rechinar de dientes, aquellas palabras mordaces, aquellos desenfrenados improperios, aquellas manos dispuestas a la violencia y al asesinato, armadas sino con el cuchillo, sí con la saña y el odio del furor.” (San Cipriano, 1964: 322). El Budismo, en el Dhammapada, en el capítulo dedicado al “loco” ‐que representa al envidioso‐ describe a éste como un ser que se hace daño a sí mismo y a los demás. Los males que le acarrea su forma de ser son el engreimiento, la insensibilidad, la falta de concentración y la destructividad. La diferencia entre las diversas disciplinas es que, la Teología y la Filosofía subrayan principalmente el mal que la envidia produce al envidioso y/o al envidiado, mientras que el Psicoanálisis pone su foco de atención, en el daño que la envidia produce sobre el envidioso y ello porque es esta disciplina la que profundiza más sobre la influencia de la envidia en el desarrollo psicoevolutivo del individuo.
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De acuerdo con lo anterior, relativo a la obligación que siente el hombre de defenderse contra esa envidia, que universalmente percibe como peligrosa, podríamos preguntarnos: ¿Existe correlativamente a la prohibición universal de envidiar, un mandato de amor a los demás, en sus diferentes expresiones, tanto en las distintas religiones como en los modelos éticos, filosóficos y psicológicos investigados? ¿Qué medios proponen los sistemas religiosos y éticos para terminar con este oscuro sentimiento y cómo explica el Psicoanálisis ese tipo de mecanismos de defensa que utiliza el individuo en su lucha por extirpar tan peligroso afecto?
Acerca de la contraposición de la envidia al “deber de amar”. El que el hombre, ante la profunda aversión que siente hacia su impulso envidioso, al que experimenta de modo peligroso, se vea obligado a defenderse de él, imponiéndose el “deber de amar”, ha sido objeto de análisis en este trabajo, tanto en las disciplinas de la Teología y la Filosofía como en el Psicoanálisis. En la Religión judeo‐cristiana, ejemplos de ello los tenemos ya en el AT, en el propio Decálogo, que no puede ser más explícito cuando establece el orden de los mandamientos, empezando por el del amor y terminando por prohibir la codicia (en la cual subyace la envidia). El Génesis al exponer el pecado del diablo y de Adán y Eva contrapone el amor de Dios a la envidia de aquéllos. En el NT también existen numerosos ejemplos, siendo el más representativo el conocido “Himno de la Caridad” de S. Pablo, en Corintios 13, donde opone la envidia a la caridad: “la caridad no es envidiosa”. En la Patrística se encuentran también innumerables ejemplos, como el de S. Cipriano, cuando se expresa en estos términos: “La envidia es la causa por la que se viola el amor fraterno.” (Cipriano, 1964: 321). También las otras Religiones recorren un camino parecido respecto a esta contraposición. El Islamismo, en el Corán, recomienda “refugiarse en Dios (amor) y del envidioso cuando envidia.” (Sura 113). La caridad es, para el Budismo, sinónimo de pureza de espíritu, dominio de uno mismo, moderación y pureza de acción frente a la corrupción del espíritu que constituye la envidia. En el “Dhammapada” aparece la figura del mendicante como aquél que ha desterrado o aplastado la envidia y tiene caridad en su interior. El Hinduismo propone el conocimiento de las tendencias que hay que dominar y recomienda el ejercicio de las virtudes contrarias. La
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exigencia hindú de “verse libre de la dualidad” refleja, implícitamente, la oposición entre envidia y caridad. En la moral de Confucio el precepto del amor al prójimo, como regla de vida opuesta a la envidia, ocupa un lugar central. Los grandes maestros del Taoísmo, Lao Tsé y Chuang Tzú, contraponen también “el hombre caído” al “hombre perfecto” al cual definen como aquél que conserva la vida (que es ya en sí mismo una forma de amor) y no la arriesga por la codicia. De modo muy expresivo, se dice en el c. 18 del Tao: “Cuando faltó la armonía, entre los parientes, inventaron la piedad y el amor.” También la Filosofía abordó este tema de la oposición entre envidia y caridad, sobre todo antes de que esta disciplina se independizara de la Teología. Ya la Filosofía antigua, con Platón y Aristóteles, expresa los conflictos evidentes que ocurren en el interior del alma. Platón en su obra: “Fedro”, con la célebre metáfora de los corceles y el auriga, que siglos después retomaría Freud, establece la comparación del elemento racional con un auriga y de las otras dos partes con un tiro de dos corceles (Platón, Diálogos III: Fedro, 246a). Uno de los corceles es de buen natural, el elemento vehemente que es el aliado de la razón. El otro es el malo, el elemento apetitivo, que son los deseos del cuerpo, amigo de contrariar e insolentarse; y, mientras el buen caballo es guiado fácilmente porque acata las órdenes del cochero, el caballo malo es indócil y tiende a obedecer las voces de la pasión sensual, por lo que hay que refrenarle y castigarle con el látigo. Así pues, Platón considera que, frecuentemente, rivalizan dentro del hombre distintos móviles de la acción. Aristóteles, al definir la envidia, en su obra “La Retórica”, contrapone ésta al amor, pues la describe como “pesar por el bien ajeno” siendo el amor “alegrarse por el bien de los demás”. Además la describe como “impedimento de la compasión”. San Agustín en su obra “Confesiones” define la envidia como un vicio situado en el alma que sólo puede desaparecer por la “gracia divina que hace triunfar el bien sobre el mal”. Santo Tomás en su obra “Suma Teológica” la considera un mal que debe ser evitado, contraponiéndolo al bien que ha de ser perseguido. Más tarde, el propio Bacon analizará la envidia junto con el amor declarando que “persiguiendo fines contrarios, son las únicas afecciones del alma capaces de hechizar y fascinar” recuperando el tema de la mirada y la envidia de la Mitología. Además el elemento de la “fascinación” ha sido puesto de relieve respecto a la envidia en otras ocasiones a través de los tiempos. Por ejemplo en el trabajo del psicoanalista C. Sopena, Amadeus, (1985) sobre
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la “fascinación envidiosa” que ejercía Mozart sobre Salieri: “por eso la admiración, que puede ser despertada por el virtuosismo del otro, se tuerce hacia la fascinación (...) en el caso de la envidia lo que priva no es la palabra sino la fascinación que se da en el registro especular y que inmoviliza al tiempo y enmudece al sujeto.” También Spinoza sigue la misma línea de análisis de las emociones que él llama “fundamentales”, entre las que menciona la envidia y el amor: “envidian a quienes les va bien, y ello con tanto mayor odio cuanto más aman la cosa que imaginan posee el otro”. Hobbes y todos los filósofos seguidores de la doctrina del “contrato social” buscan en la creación de una sociedad organizada, el control (mediante leyes), de la natural disposición del hombre para la guerra y la envidia, en las cuales depositarían su deseo de buscar la paz. Contraponen la envidia esencial del hombre a su deseo de conservación, que es en sí mismo una forma de amor. Voltaire considera la envidia “una pasión muy natural” pero la opone a la “ley fundamental” de “no ofender a los demás y buscar lo que es agradable para uno mismo siempre que no implique injuria a los semejantes.” Rousseau, de acuerdo con su filosofía de que “el hombre es bueno por naturaleza”, situaría el amor como anterior a la envidia, pero manteniendo su contraposición. Kant, por último, define la envidia como “la tendencia a ver con dolor el bien de los demás” lo cual sería directamente contrario al imperativo categórico de amor entre los hombres, que él traduce por este: “obra de tal modo que trates a la humanidad, en tu persona o en la de los demás, siempre y al mismo tiempo, como un fin y nunca, meramente como un medio.”
Medios para erradicar la envidia según las Religiones y la Filosofía: la posición psicoanalítica. Es imprescindible subrayar que el Psicoanálisis ante el funcionamiento envidioso, señala el carácter principal de la oposición de dos tendencias: aquella que experimenta el continuo deseo de dar salida al impulso envidioso y aquella que lo retiene por el horror que el propio impulso le inspira. Esta oposición de las tendencias es difícilmente solucionable y conduce al sujeto a una postura ambivalente respecto al Objeto envidiado. Ello podría explicar la actitud directamente contraria, la del amor reactivo hacia lo que pudiera ser potencialmente envidiado, que es una de las hipótesis de este trabajo. Y es que el Psicoanálisis coincide, con todos los grandes sistemas éticos y religiosos en que la prohibición que pesa sobre la envidia
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es, claramente, consciente; pero lo que esta disciplina aporta como novedoso es que, la tendencia prohibida, que perdura insatisfecha, es por completo inconsciente y el sujeto la desconoce en absoluto. Por ello, se ponen en marcha los mecanismos de defensa que el Psicoanálisis define como aquellas operaciones “inconscientes” dirigidas a proteger al Yo de la ansiedad producida por la tensión que originan nuestros deseos primitivos inconscientes y en definitiva, a evitar que lo reprimido pase a la conciencia. Freud en su obra “Sobre algunos mecanismos neuróticos en los celos, la paranoia y la homosexualidad” (1921), había hablado de este mecanismo psíquico particular de la “formación reactiva”, que consiste en una actitud de sentido opuesto a un deseo reprimido y que se ha constituido como reacción contra éste: “Así habremos hoy de señalar un nuevo mecanismo conducente a la elección homosexual de objeto, aunque no podamos todavía indicar en qué proporción contribuye a producir la homosexualidad extrema manifiesta y exclusiva. El material de observación nos ha ofrecido varios casos en los que resulta posible comprobar la emergencia infantil de enérgicos impulsos celosos emanados del complejo materno y orientados contra un rival, casi siempre contra un hermano mayor del individuo. Estos celos condujeron a actitudes intensamente hostiles y agresivas contra dicho hermano llevadas hasta desearle la muerte, pero que sucumbieron luego a la evolución. Bajo el influjo de la educación, y seguramente también a causa de la impotencia permanente de tales impulsos, quedaron éstos reprimidos y transformados en tal forma, que las personas antes consideradas como rivales se convirtieron en los primeros objetos eróticos homosexuales. En uno y otro lado existen al principio impulsos celosos y hostiles que no pueden alcanzar satisfacción, surgiendo entonces sentimientos amorosos y sociales de identificación como reacciones contra los impulsos agresivos reprimidos.” (Freud, S., 1948: 1015). J. Laplanche, analizando el concepto de “formación reactiva” en la obra de Freud, “Inhibición, síntoma y angustia” (1925), insiste en la relación existente entre la pulsión y la formación reactiva siendo esta una expresión casi directa del conflicto de dos mociones pulsionales opuestas, conflicto ambivalente en su raíz: “...una de las dos mociones que se enfrentan, por lo general la moción amorosa, se ve enormemente reforzada, mientras que la otra desaparece.”(Laplanche, J., 1996: 164) Una de las cuestiones que han surgido durante la investigación es si tales formaciones reactivas pueden extenderse más allá del ámbito patológico. En la obra de Freud, “Tres ensayos sobre la teoría sexual” (1905), se establece el papel que desempeñan las “formaciones
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reactivas” en el desarrollo de todo individuo humano, en cuanto se construyen durante el período de latencia, estableciendo diques psíquicos contra el displacer resultante de la actividad sexual. En ese sentido, Freud subrayó el papel que desempeña este tipo de mecanismo de defensa junto con la sublimación, en la edificación de las características y de las virtudes humanas como la moralidad. También M. Klein menciona entre las distintas defensas, a las “tendencias reactivas”, que persiguen ‐sobre todo‐ fines reparatorios y se dirigen contra las pulsiones agresivas: “Otra defensa mencionada por M. Klein en el caso de Rita es la represión del deseo incestuoso hacia el padre y del odio hacia la madre, sustituyéndolo por una sobrecompensación (amor exagerado hacia la madre).” (Del Valle, E., 1986: 219). Y también: “(...) podemos ver a la madre cocida y comida, y a los dos hermanos repartiéndose su carne (...) Pero semejante manifestación de tendencias primitivas es seguida invariablemente de angustia, y de acciones que muestran el intento del niño de reparar y enmendar lo que ha hecho. A veces trata de reparar a los mismos hombres y trenes que acaba de romper. A veces, su actividad de dibujo o de construcción expresa esas mismas tendencias reactivas.” (Klein, M., 1994: 183) (El subrayado es mío). En este trabajo se ha preferido adoptar el significado aportado por A. Freud a las “Formaciones reactivas” en su obra “El yo y los mecanismos de defensa” por tratarse de una noción más amplia, referida a toda clase de impulsos y no sólo los agresivos. Sintetizando todo lo anterior se puede afirmar que, por un lado, es cierto que una de las defensas posibles frente a la envidia, ampliamente estudiada por el Psicoanálisis y confirmada por la lectura de todas las fuentes citadas pertenecientes a sistemas éticos muy dispares, es la “formación reactiva” patológica frente a ese afecto, imponiéndose el “deber de amar”, con el objetivo de reprimir el impulso envidioso, en cuyo caso, se trataría de una defensa “exitosa” en tanto que los elementos que intervienen en el conflicto, tanto la representación envidiosa como el “reproche” que ésta suscita, son globalmente excluidos de la conciencia a favor de la virtud moral de “amar al prójimo” llevada al extremo. Sabemos que, desde el punto de vista clínico, las formaciones reactivas pueden adquirir el valor de síntoma por lo que representan de rígido, de forzado y de compulsivo, por sus fracasos accidentales, y por el hecho de que a veces conducen directamente al resultado opuesto al que conscientemente se busca (summum ius, summum injuria).
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Todo ello se refiere a la existencia en el campo religioso y filosófico, de posturas fundamentalistas que tienden a exigir una gran rigidez en la actuación de los medios propuestos. Teniendo en cuenta lo anterior, los mandatos de las diferentes religiones tendentes a erradicar la envidia tales como “la obediencia al mandato divino” propio de la Ética Cristiana y Musulmana; “el cultivar aquellos estados de conciencia que nos traerán exclusivamente resultados saludables, reprimiendo los de tendencia contraria” del Budismo; o también “adecuarse al orden cósmico ejercitando las virtudes contrarias” del Hinduismo; “el vencerse a sí mismo mediante la costumbre” del Confucionismo, el propio “no hacer” del Taoísmo para “no crear apetencias que luego no se puedan satisfacer, pues más vale ignorar lo que no se puede lograr” podrían responder, utilizando un vocabulario psicoanalítico, a mecanismos de defensa inconscientes, como pueden ser, la “represión”, las “formaciones reactivas” y la “negación”. La Filosofía moderna, en su progresiva emancipación de la Teología, se decantó por la razón como medio para erradicar la envidia. Pero podría ser que esta razón estuviera al servicio de los mismos mecanismos de defensa citados, como la represión, la negación, las formaciones reactivas, etc. Sin embargo, es muy importante, tener en cuenta que las ideologías propias de cada religión, las vive cada adepto de acuerdo con los aspectos sanos y menos sanos de su personalidad, de tal modo que, aquellos que presentan mecanismos de defensa más extremos seguirán posturas fundamentalistas caracterizadas por la rigidez y la saturación que podrían dar lugar a verdaderas formaciones reactivas patológicas y no con fines reparatorios frente a la envidia; mientras que, aquellos que vivencian su religión o su filosofía como fruto de un largo proceso de elaboración desarrollan una forma de vivir sus valores religiosos y éticos con la lucidez, propia de los místicos de todas las religiones, acercándose de esta manera a la reparación que conduce a la elaboración de dicha envidia dejando de vivenciarse el “mandato de amar” como una “reacción” rígida y compulsiva, contra la envidia y sí como un fruto de la elaboración de la misma. De esta manera, los Sufíes, Gandhi, los grandes Maestros orientales y los Santos cristianos, entre otros muchos, incorporarían un elemento más al esfuerzo a realizar por el individuo para erradicar la envidia. Se trata del “Amor” como energía interna que moviliza las tendencias de “vida” presentes en el hombre, contrarrestando de esta manera las tendencias tanáticas del mismo. Podrían tratarse entonces, de mecanismos de “reparación” sana, basados en el
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reconocimiento de la realidad interna, en la vivencia del dolor que esta realidad causa y en la adopción de una acción adecuada para remediarla, permitiendo así, la vivencia del “amor al prójimo”, sin necesidad de una “formación reactiva” como defensa inconsciente y patológica. El propio Psicoanálisis confirma esta posibilidad tanto entre los “innatistas” como M. Klein y Freud, como entre los “reactivistas” como Fairbairn que es comentado por Guntrip, de este modo: “Si desde el comienzo el bebé siente envidia del pecho bueno de la madre y desea destruirlo porque él no lo posee, en este caso parecería haber poca esperanza de que aparecieran relaciones de amor de un tipo realmente durable y, parecería más bien, que todo el amor debería funcionar como una defensa contra la envidia y el odio reprimidos.” Por el contrario, este autor, apoyándose también en Fairbairn, defiende que es muy importante ayudar al paciente a reconocer que “el odio no es lo primario, que siempre por debajo del odio está el amor, si uno penetra suficientemente en profundidad.” (Guntrip, H., 1971: 308). Asimismo, la propia M. Klein se refiere a los mecanismos de reparación de esta manera: “Hasta en el niño pequeño se observa cierta preocupación por el ser amado (...) Junto con los impulsos destructivos existe en el inconsciente del niño y del adulto una profunda necesidad de hacer sacrificios para reparar a las personas amadas que, en la fantasía han sufrido daños o destrucción.” (Klein, M., 1968: 73). Para esta autora la reparación, desempeña un papel fundamental en la posición depresiva. Son las angustias propias de esta posición las que suscitan la reparación, que junto con el examen de la realidad, constituyen uno de los métodos principales para sobreponerse a la angustia depresiva. En la posición depresiva, si todo sucede satisfactoriamente, el cuidado recae sobre el destino del objeto amado “bueno” y no se reduce a asegurar la supervivencia del niño manteniendo una madre que lo sustente y lo cuide, si bien este puede ser un aspecto de la angustia. La reparación nace del cuidado real por el Objeto, de un penar por él. Puede suponer un gran autosacrificio en el mundo externo, donde han sido proyectados unos objetos dañados. Además, M. Klein, al principio distinguió la reparación de la sublimación, concepto que ya había abordado Freud, en su obra “Un recuerdo infantil de Leonardo da Vinci”, (1910), por ejemplo. Por eso, al principio Klein, consideraba a la sublimación como la conversión de impulsos libidinales en habilidades refinadas y creadoras, y sin embargo, la reparación, aunque también se dirigía a los impulsos, consistía más en la fantasía de enderezar los efectos de los
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componentes agresivos. Ahora bien, a su juicio, también era importante apuntar la interacción entre los impulsos agresivos y los libidinales: “El curso del desarrollo libidinal se ve de este modo estimulado y reforzado a cada paso por el impulso de reparación y, en definitiva, por el sentimiento de culpa.” (Hinselwood, R. D., 1992: 532). La reparación, sería para esta autora, resultado de la confluencia de los impulsos instintuales opuestos, y no el mero desplazamiento de un impulso libidinal sobre un representante socialmente aceptable, como es el caso de la sublimación. Sin embargo, cuando M. Klein aflojó su compromiso con la teoría clásica, la idea de sublimación perdió importancia, mientras que la idea de reparación se desarrolló y se convirtió ‐para ella‐ en la clave de los procesos de maduración que abren el camino para salir de la posición depresiva. Por eso terminó considerando que el altruismo inherente a la reparación es una captación de los impulsos instintuales por canales sociales. Es, en consecuencia, una categoría de sublimación, y por ello puede hacerse derivar de una reparación una posible sublimación. Esta sería el medio por el cual impulsos instintuales pueden canalizarse en aplicaciones socialmente constructivas y la culpa se canalizaría a través de la reparación. Esta podría constituir la base teórica de la vivencia del “amor al prójimo” como resultado de una reparación adecuada contra el impulso envidioso. Para finalizar, mirando el conjunto de los resultados obtenidos en torno a la prohibición universal de envidiar, se puede concluir que uno de los fundamentos podría hallarse en que todo aquello que se halla severamente prohibido es porque constituye una tendencia profunda del corazón humano, puesto que no habría necesidad de prohibir lo que nadie desea realizar; y si bien todas las grandes religiones y corrientes filosóficas coinciden en prohibir este impulso envidioso, no puede uno dejar de pensar que esa lucha entre prohibición y tendencia, provocaría una fuente inevitable de conflictos, ya que la tendencia continuaría subsistiendo. Sin la prohibición de envidiar, la tendencia habría penetrado en la conciencia y habría impuesto su realización. Es aquí donde radica la ambivalencia frente a este sentimiento, al cual se le reconoce pero a la vez se le quiere negar en las personalidades y sistemas más rígidos, imponiendo el mandato del “amor universal”, en el sentido mencionado más arriba de “formación reactiva” patológica, o “reparar” en los sistemas más flexibles para poder dar paso a la vivencia auténtica del “amor al prójimo”.
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Por lo tanto, conforme a todos los campos investigados se ha podido comprobar: que la existencia de la envidia no se reconoce universalmente, aunque las excepciones son muy pocas como se explicó detalladamente; que tal tendencia es prohibida por todos los sistemas éticos y religiosos, que el Psicoanálisis localiza dicha tendencia en el inconsciente y que la orden o mandamiento del “amor universal” se puede explicar y justificar, por una actitud ambivalente, con respecto al impulso envidioso.
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