La Estrella Que Más Brilla

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LLa a EEstrella strella Q ue M ás B r il l a Brilla Más Que Siempre estamos igual, pensó al cerrar su habitación de un portazo, mientras sus padres en el salón comentaban que hacía tiempo que nada parecía hacerle feliz. Ni su bonita casa a las afueras, con amplio jardín, ni todos los caprichos que le permitían. Ella no veía justo que no la dejaran salir por no vivir en el centro. A ella le daba igual todo lo demás y no lo entendía, cualquier excusa era buena para castigarla. Serían las diez y media, la discusión había empezado en la cena, como de costumbre. Elisa se tumbó en la cama y pensó. Se agobiaba, se sentía encerrada. No comprendía por qué sus padres no eran como los demás. ¡Ni que pidiera volver a las tantas! No podía más, la rutina era demasiado pesada y no la aguantaba ni un solo minuto. De pronto, miró a la ventana, entreabierta, con las cortinas moviéndose por la brisa normal de las noches primaverales. Le pareció una locura, pero sin duda era lo que necesitaba. Colocó dos almohadas bajo las sábanas, apagó las luces y se puso una chaqueta. Salió cuidadosamente por la ventana y miró al suelo. Hasta allí habría unos tres metros, porque su habitación estaba en la planta de arriba. Bajó trepando, agarrándose a las ventanas del piso de de abajo y las enredaderas. Se agachó y pasó arrodillada por debajo de las ventanas del salón. Llegó a la puerta trasera de la gran casa y lo vio claro. Abrió la valla con cuidado y echó a correr campo a través, quería sacar toda la rabia que llevaba dentro. Y corrió, y corrió, hasta que no pudo más. Se detuvo, casi sin respiración, mientras las lágrimas corrían por su inocente rostro.

Se sentó allí, en medio de la nada. Harta de esos padres que la creían aún una niña indefensa. Se tumbó sobre la hierba y miró las estrellas durante una media hora. Miró el reloj. Las doce. Sus padres ya estarían a punto de acostarse. - ¿Elisa?, era su padre mientras golpeaba la puerta con los nudillos. - ¡Elisa! Abrió con cuidado y echó un vistazo a la habitación de su única hija. El bulto bajo las sábanas no le hizo sospechar nada. Su hija ya estaba durmiendo. Pensó en hablar con ella, pero si la despertaba sería peor. Le deseó buenas noches y cerró la puerta. - Si se imaginaran dónde estoy…, pensó mientras se levantaba y se sacudía el pantalón. Pero no se arrepentía. Lo volvería a hacer. Miles de noches más. No le apetecía volver aún a casa. Le gustaba sentirse libre, aunque fuera por unas horas, mirando a las estrellas. Echó a andar, sin saber hacia dónde. - Pero bueno, ¿qué es eso? Era como un bulto…, parecía una mujer mirando al cielo. Se detuvo a pensar. Si era una mujer supuso que también tenía problemas. Sin duda, lo que necesitaba era hablar con alguien. Comenzó a acercarse despacio, haciendo el menor ruido posible. De repente tropezó con una rama y cayó con gran estruendo, justo al revés de lo que planeaba. - Genial, tan torpe como siempre, pensó. El ruido de la caída sobresaltó a la mujer, que se giró rápidamente y se quedó mirando a la chica unos segundos, pensando cómo actuar. Finalmente se acercó a ayudarla. Cuando estuvo a pocos metros preguntó:

- ¿Te has hecho daño?, mientras le tendía la mano para ayudarla a levantarse. - No, muchas gracias, dijo Elisa mientras se alegraba de tener alguien con quien hablar. - Me llamo Elisa - ¡Ah!, es verdad, no me he presentado. Soy Marta. Dime… ¿Qué hace una niña por aquí a estas horas? - Es largo de explicar…estoy harta de mis padres. Hace tiempo que no me llevo bien con ellos. No sé si me entenderá. - Sí, Elisa. Te entiendo mejor de lo que crees. A tu edad me pasaba lo mismo. Hubo un largo silencio. - Bueno… ¿y qué hace usted aquí? - Llevo viniendo a este lugar desde hace cincuenta años, jovencita. Empecé viniendo como tú, escapándome de casa y ya no pude dejar de hacerlo. Es una especie de vicio. - ¿Todas las noches durante cincuenta años?, y ¿no se aburre? - Jamás me he aburrido aquí. - ¿Qué hace para entretenerse? - Mira, alza la vista… ¿Qué ves? - ¡Vaya! ¡Cuántas estrellas! ¡Desde mi casa no se ven tantas! - Quizás sea porque nunca te has parado a contemplarlas. Elisa no respondió. Estaba fascinada. Nunca había visto algo tan maravilloso. Marta la contemplaba y sonreía. Le recordaba a ella a su edad. - ¡Mira! ¿Ves esas cuatro estrellas?, forman un carro raro… ¿las ves? - No, no veo nada… - ¡Allí, Elisa, allí!, dijo Marta mientras señalaba un trozo del inmenso cielo.

- ¡Ah, sí!, ¡Ya lo veo! - ¡Se llama la Osa Mayor! - ¿Y hay más estrellas que formen figuras? - Muchísimas, y si te apetece te las enseñaré todas. Elisa miró el reloj. Casi las dos. Era tarde, así que decidió marcharse. - Marta, es tarde, me voy a casa. ¿Vendrá mañana? - Por supuesto. Vengo siempre. - Pues hasta mañana. Y gracias. - ¿Por qué? - Ha hecho que me olvidara de todo por un rato. Era lo que necesitaba. - No he sido yo. Han sido las estrellas, tienen ese don. Elisa sonrió, mientras se daba la vuelta y se marchaba corriendo. Ahora ya no corría de rabia o tristeza, sino de felicidad. Llegó a su casa, abrió la valla, trepó por la ventana y se metió en la cama. Todo estaba tal y como lo había dejado. No la habían descubierto. No tardó en dormirse. El día siguiente pasó lento, sólo quería que llegase la hora de escaparse para conocer un poco más ese maravilloso mundo que Marta conocía tan bien. Esa noche volvió a salir por la ventana, y a la siguiente, y a la otra. Cada noche iba sabiendo un poco más. Estrellas fugaces, constelaciones, la Vía Láctea, planetas…y todo le maravillaba. Hacía mucho tiempo que nada le hacía tan feliz. Las noches fueron pasando, noches de verano, otoño, invierno…hiciera frío o calor a Marta y a Elisa les daba igual. Ninguna faltaba a la cita que cada noche era diferente. Su relación se iba estrechando cada vez más. Elisa le contaba sus problemas a Marta y ésta siempre sabía cómo hacerte sentir mejor.

Pronto se cumpliría un año desde que se habían conocido. Una noche como otra cualquiera Elisa se dispuso a salir por la ventana como siempre, pero sin saber por qué, esa noche tenía una sensación extraña, una especie de inquietud. Presentía que algo había sucedido. Atravesó el jardín, abrió la valla y echó a correr por el campo. A los pocos minutos llegó al lugar de encuentro. Marta siempre estaba allí, esperándola, pero esa noche no. Elisa se asustó. Volvió a tener esa sensación casi olvidada. Se sintió sola, muy sola. Se tumbó con un nudo en el pecho, preocupada, y observó las estrellas. Cada una de las miles que se pueden ver le recordaban a Marta. Pero había una que esa noche brillaba en especial. Un brillo que le hacía sentir mejor, más segura. Pensó que algo le había pasado a su confidente. - Bueno, no tiene por qué ser grave, mañana me lo contará. Se levantó y volvió a casa. A la mañana siguiente, en el desayuno, su padre trajo el periódico y lo ojeó como de costumbre. Mientras Elisa pasaba las hojas sin demasiado interés, algo le llamó la atención. Una esquela en una esquina, pequeña, sin nada de especial que a nadie le hubiera sorprendido. Pero a ella sí. Era Marta. La tuvo que leer cuatro veces, no se lo podía creer. Aquel día no habló con nadie, pasó realmente lento. Cuando por fin llegó la noche, Elisa se escapó hacia el lugar de siempre. Esta vez no corría. Quizás no quería llegar, no quería encontrarse sola en ese sitio que tanto significaba para ella.

Llegó y lo primero que hizo fue mirar al cielo. La estrella que el día anterior brillaba tanto seguía igual. La estuvo mirando mucho rato y al final lo entendió, ya nunca estaría sola. MARÍA GENERELO 3º A SECUNDARIA

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