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EL MARGINALISMO COLOMBIANO
1.-
LA URBANIZACION DE LOS CAMPESINOS
La formación de zonas urbanas marginales ha corrido siempre paralela al proceso de industrialización. En Europa Occidental, la disolución del orden feudal con la consecuente proletarización del campesinado estuvo en los comienzos mismos del capitalismo industrial. Los campesinos que no entraban a formar parte de la clase obrera ocupada, integraron el "ejército de reserva" que aseguraba la competencia del mercado del trabajo. Las dimensiones de este ejército de reserva se mantuvieron, durante el ascenso industrial, dentro de ciertos límites, y su ampliación desmesurada, propia de las épocas de crisis y contracción del empleo, conllevó siempre graves repercusiones sociales. En Colombia, y en general en América Latina, el crecimiento urbano impulsado por la industrialización ha tenido un ritmo incomparablemente más acelerado que el que conocieron las naciones industrializadas de Occidente. Nuestro desarrollo industrial ha coexistido en buena parte con el mantenimiento de relaciones pastoriles en el campo. El crecimiento de las ciudades no ha impedido que el campo conserve en muchos sectores su atraso secular. El atraso del campo no podía favorecer la ampliación del mercado interior para los productos industriales, y la joven industria manufacturera encontró rápidamente en la estrechez del mercado un freno para su expansión continuada.
Incapacitada para darse un amplio mercado interior, la industria adquirió en un plazo histórico brevísimo carácter semi-monopolista, lo que vino a dar un impulso inesperado al crecimiento del capital mercantil y especulativo. La tierra, en el campo y en las ciudades, se convirtió en un objeto de especulación, lo que representó un desaliento para la inversión productiva en la agricultura y un freno para los planes racionales de urbanización emprendidos por el Estado. Sólo tardíamente, en la década de los cincuentas, conoció Colombia un proceso de incorporación del capital a la agricultura, principalmente en los renglones de materias primas industriales y de productos de consumo masivo en las ciudades. El desplazamiento del campesinado que produjo este hecho económico se vió acelerado por el fenómeno social y político de la violencia, que arrojó sobre nuestras ciudades una ola migratorio imposible de absorber en términos de empleos y de servicios. La industria, con su grado relativamente alto de tecnificación y con el carácter que le confería el hecho de la estrechez del mercado, apenas pudo ocupar una parte ínfima de la nueva población urbana Y fue así como el "ejército de reserva", que en Europa Occidental habla suministrado a la industria naciente mano de obra barata, en los marcos de nuestro régimen económico se ha convertido en un torrente que amenaza todos los valores y todas las instituciones consagradas. La disolución de la pequeña propiedad campesina por la competencia de la agricultura mecanizada y el desplazamiento de aparceros y arrendatarios por la introducción de técnicas modernas en las grandes propiedades, ha producido, como se dijo, una fuerte corriente migratoria del campo hacia las ciudades, principalmente mediante la transferencia de gentes jóvenes que por sus limitaciones culturales se encuentran en gran desventaja dentro de la competencia de la mano de obra urbana.
En general, todo ello se ha reflejado en un aumento vertiginoso de la desocupación abierta o disfrazada, tanto en las zonas rurales, como en las urbanas. Existen en los campos colombianos más de medio millón de jornaleros a la búsqueda de empleos en épocas de siembra y cosecha de algodón y arroz, situación que durante muchos años contribuyó a crear un clima de violencia en vastas regiones del país. La desocupación disfrazada cobija a gran parte del campesinado minifundista, es decir, a cerca de un millón de pequeños propietarios cuya capacidad de trabajo se encuentra desaprovechada por la limitada extensión de sus parcelas, aproximadamente la mitad de las explotaciones rurales colombianas tienen menos de 5 hectáreas, lo cual resulta in suficiente para ocupar la fuerza de trabajo del cultivador y su familia. Del lado de las ciudades la situación puede considerarse todavía más grave. La descomposición del campesinado, que lo expulsa de su medio tradicional de existencia, y la atracción por parte de las ciudades, cuyo prestigio se propaga a través de todos los medios de comunicación y cuyas promesas resultan ilusorias, se conjugan para producir una corriente migratorio que finalmente absorben las áreas urbanas que superan los 100.000 habitantes. De 100.000 habitantes a comienzos del siglo, Bogotá pasó a 300.000 en 1938, a más de un millón y medio en 1964, y a más de dos millones en 1967. Medellín y Cali que a comienzos del siglo tenían respectivamente 50.000 y 30.000 habitantes, son hoy ciudades millonarias. Las zonas marginales urbanas son conformadas en buena parte por migrantes campesinos, que con breves escalas en centros semiurbanos, pasaron en una generación de una forma de vida tradicional al torbellino de nuestras principales urbes. 2.-
LOS SEGREGADOS SOCIALES
Una clase social se define por el lugar que sus integrantes ocupan en relación con los medios de producción y distribución.
La relación de propiedad con la tierra forma las clases de los grandes terratenientes, de los medianos y de los pequeños propietarios rurales. La relación de propiedad con el capital, según que éste revista la forma de equipos de producción o de distribución, define las clases de los industriales y los comerciantes. El pueblo que carece de tierra y de capital, se reparte entre diversas clases y subclases según el tipo de relación contractual, que sostenga con los propietarios- asalariados industriales, peones agrícolas, aparceros. Los sectores marginales de la población están compuestos por proletarios que ni siquiera en calidad de asalariados pueden entrar en contacto con los medios sociales de producción y distribución. No forman as! una clase social, y ni siquiera una subclase, sino que conforman el pueblo anónimo y disperso que deambula desesperanzadamente por los campos y se aglomera en la periferia de las ciudades sin servicios, ni higiene, ni educación, ni trabajo. Son desintegrados, en el sentido más estricto de la palabra. No reciben ni el "beneficio" de la explotación asalariada. Con las clases trabajadoras, las relaciones de este pueblo marginado, antes que ser de solidaridad, son relaciones de una competencia de antemano perdida por las oportunidades de trabajo. Su inexistencia económica determina por supuesto la falta de una conciencia de clase o siquiera de grupo. Fuera de las múltiples tragedias y quejas individuales, que nadie oye y que apenas se conocen cuando su explosividad las hace dignas de la crónica roja de los periódicos, el pueblo marginal no está en situación de reivindicar nada ni de perseguir social o políticamente un fin determinado o una solución específica para sus problemas. Carece así de toda iniciativa histórica, de todo dinamismo propio, por más que su situación sea la más desesperada. Los actos de fuerza a través de los cuales buscan imponer un mejoramiento de su suerte adoptan aquí, cuando aparecen, la forma de una violencia personal incalíficada, que en nada modifica la situación social de quien la ejerce.
También las organizaciones laborales tienden espontáneamente a segregar a estos sectores marginales de la población. Ante todo, está el hecho económico de la limitación de la oferta de trabajo en relación con la población proletarizada. En estas condiciones, cuando tener un trabajo se convierte en una suerte de privilegio relativo, la competencia entre los diversos sectores del pueblo termina por eliminar todo resto de solidaridad. A ello se suma la distancia cultural, bastante notable, que separa a los obreros industriales de los sectores marginales. Clásicamente, en épocas de crisis sociales, las clases trabajadoras se levantaban como la vanguardia del pueblo y capitaneaban en la dirección del cambio social a las masas urbanas de trabajadores independientes, de desempleados, marginados y desintegrados. La clase obrera era, en principio, la vanguardia del pueblo. En cierta forma, prestaba su conciencia de clase y su capacidad de plantear reivindicaciones sociales a los grupos que por su dispersión y marginalidad no podían hacerlo por sí mismas. En nuestro país, es dudoso que esta situación, que fue corriente en los grandes movimientos del siglo XIX europeo, pueda repetirse. Un abismo separa a las clases trabajadoras de los pobladores marginales de las ciudades. No sólo por lo ya dicho en relación con la competencia por las escasas oportunidades de empleo, sino probablemente porque la reducida dimensión numérica de los obreros industriales, comparada con la dimensión de los sectores marginales urbanos, impide que pueda organizar, dirigir y controlar un vasto movimiento que abarque a todos los sectores populares. Es el peso relativamente reducido que tiene la clase obrera industrial dentro del pueblo, lo que probablemente impide que juegue el papel de vanguardia que una vez le asignaron los teóricos del cambio. Es casi seguro que si la clase obrera pretende encabezar un movimiento popular de cambio o de simples reformas sociales, antes que arrastrar al pueblo urbano se vea desbordada por éste y envuelta en una agitación caótica de la que no queden más que destrucciones.
Los sectores marginales, de esta manera, ni siquiera pueden tomar prestada la conciencia de clase de los trabajadores. Pero su situación desesperada mantiene abiertos sus oídos para toda palabra que se dirija a ellos con promesas de cambio. Los aventureros políticos encuentran aquí, siempre, un terreno propicio para sus fines poco claros. Los políticos de la negatividad, que dicen lo que no quieren pero se reservan cuidadosamente lo que quieren, tratan de convertir la ciega desesperación de estos sectores en la fuerza material de su demagogia sin principios. De la misma manera que en el pequeño tráfico comercial los sectores marginales son las víctimas preferidas de toda suerte de trucos, en la vida política están expuestos a las estafas más despiadadas, en su calidad de fuerzas de choque de causas que no osan decir su nombre y que nada tienen que ver con sus verdaderos intereses. La energía de los sectores reducidos a la impotencia tiene un carácter irruptivo y sólo conoce las soluciones instantáneas. Como toda energía sin cauces, la mayor parte del tiempo simplemente no existe, para de pronto brotar catastróficamente por cualquier resquicio. El menor incidente callejero -un agente del orden que sujeta a un criminalpuede producir el estallido. Lo que antes era un sopor en la miseria, una suerte de adormecimiento, abre paso a una verdadera furia popular. Todos los símbolos del poder y la riqueza, de la propiedad, del orden y de la seguridad, son objeto de esta pasión destructivo ante todo, el muro y el cristal. El capitalismo se tiene así como destruido en su fachada más superficial y material. Pero el capitalismo cualesquiera que sean sus fallas históricas, por más que en su versión subdesarrollada acentúe sus defectos, es un orden social, y sólo puede ser tocado por un movimiento que tenga un orden mínimo y una idea mínima del orden que se trata de instaurar.
Las orgías que de tarde en tarde agotan la energía de la población marginal son tan estériles como aquellas a que se entregan los niños terribles de la burguesía sólo un poco de vidrios rotos, de edificaciones sucias y semidestruidas, que abren transitoriamente un frente de trabajo a aseadores, barrenderos, y a algunos artesanos calificados. El estado, con sus escasos recursos presupuestases, poco puede hacer para mejorar la suerte de estas gentes y por darles la sensación de pertenecer a un conglomerado humano que vela por cada uno de sus miembros. Y esto no sólo es así en los países subdesarrollados, por más que aquí la impotencia estatal sea mucho mayor. Solucionar por medio de inversiones sociales el problema de vivienda, de higiene, de servicios, de educación, de una vasta población suburbana que carece de empleo estable, es una empresa que desafía hasta el poderío económico de las más grandes potencias capitalistas. En pocas palabras, en este campo la inversión social hecha por el estado no puede ser, en el mejor de los casos, más que un tibio correctivo, y la solución sólo podría ser hallada a través de modificaciones del orden social económico que permitan ocupar de manera productiva a la población marginal. Abandonadas, hasta donde ello es inevitable, por el estado, estas gentes carecen también del concepto de patria y de nación. Ningún valor positivo de orden comunitario hace más humana su existencia.