La historia de Sputnik y David

Libros del Rincón La historia de Sputnik y David ÉSTA ES la historia de un caimán, que también se les dice yacaré, lagarto y hasta cocodrilo. Se trat

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La historia de Sputnik y David ÉSTA ES la historia de un caimán, que también se les dice yacaré, lagarto y hasta cocodrilo. Se trata en realidad de diversas especies, pero quitando las diferencias que los conocedores señalan, ésta es, decíamos, la historia de un caimán. Ésta es la historia, que me contó mi sobrino Juan, del caimán Sputnik y su amigo David. Pues muy recién salido del cascarón, y tan pequeño que cabía aun en la palma de la mano, le regalaron este caimán a David, que también era un niño muy pequeño. Él le puso ese nombre, tan sonoro, que al caimán le gustó bastante. "Sputnik", pensó, "es un buen nombre de caimán". Los dos crecieron, Sputnik y David. Su familia educaba a David. David educaba a Sputnik. David aprendió a comer con cuchara, tenedor y cuchillo, a multiplicar, sumar y restar. A escribir. ¡Hasta a dividir aprendió! También supo muchas cosas del padre Hidalgo y de los campanazos y grito de Dolores, nada más no estaba claro si deveras algo le dolía o nada más así se llamaba el pueblo. Sputnik aprendió a beber sidral deteniendo la botella en la boca. Fue varias veces a jugar futbol y daba colazos al balón y hacía gol; corría muy aprisa en línea recta, pero tardaba mucho en dar la vuelta y se tragó el balón dos veces; así ya no se podía jugar con él (ni con nadie, ¿con cuál pelota?). Como ven, Sputnik había crecido bastante.

Él y David se acompañaban y paseaban juntos. Juntos fueron un día a nadar a la alberca y la gente gritó y se salió, protestó además: no querían bañarse con ese animal en la misma agua. Una señora gorda abrazaba a sus hijos, lloraba y se quejaba:

—¡Ese monstruo se los va a comer! —Ya parece, guácala —dijo David. Pero Sputnik los observó y sí se le ocurrió que podrían estar más sabrosos que el balón. David era socio y tenía derecho a llevar un amigo. Los echaron al fin, porque el reglamento prohibía nadar sin traje de baño. —Te voy a comprar uno —consolaba David a su saurio que sí, lloró dos o tres lágrimas de cocodrilo. Como se ve, ya no se trataba de un caimancito sino de todo un don Caimán, de bastante buen tamaño y que, además, no paraba de crecer. En ese pueblo tropical la gente salía en los anocheceres del

domingo a dar vueltas al parque: los hombres en el mismo sentido que las manecillas del reloj, las mujeres en el contrario, para poder saludarse en cada vuelta, y perderse de vista y volver a saludarse. Los novios sí daban juntos una o dos vueltas; se sentaban luego en lo oscurito, para ver girar a los demás. David y Sputnik daban vueltas juntos. Antes de ponerse el sol, las palomas de la iglesia revoloteaban mucho y daban vueltas y vueltas encima de la gente. No siempre eran pulcras y lanzaban feas plastas de caca sobre los pelos de las señoras mejor peinadas o en la solapa de los novios mejor vestidos de dril blanco, o sobre sus guayaberas bordadas.

David y Sputnik se reían mucho de esto, se reían tanto y con tan grandes bocas que en una carcajada Sputnik se tragó cinco palomas distraídas. Quedó con el enorme filo de sus fauces lleno de plumitas, y por eso la gente se dio cuenta y lo comentaron. Hubo pros y contras. —¡Sputnik se está tragando las palomas! —Me alegro, por cagonas, que se las acabe. —¡Pero son la tradición de esta plaza, salen en las tarjetas postales! —Mejor que salga Sputnik. Sus partidarios le compraron unos sidrales y se los bebió, con aplausos. Luego le tomaron varias fotos bebiendo sidral junto a la estatua de Juárez, a ver si así el municipio lo editaba en postal, como gloria del pueblo. David estaba satisfechísimo. (Esa petición no prosperó: al municipio no le parecieron cívicos los caimanes.) Su familia había prohibido siempre que David llevara a Sputnik a la escuela. "No quieren que me eduque", pensaba el caimán.

Pero he aquí que un día el maestro de zoología les dejó como tarea llevar un animalito vivo que pescaran de la naturaleza, para luego disecarlo.

David entendió que disecar era lo que él se hacía al salir de la regadera. Explicó que el maestro exigía la presencia de Sputnik y que debía llevar también una toalla. —Así son las escuelas modernas —dijo su padre, y en su volkswagen metió a hijo y lagarto. Los llevó a clases y una cola verde salía por una ventana y un gran hocico de Sputnik por la otra; así de pasada se tragó cinco algodones de azúcar que un vendedor llevaba en un arbusto portátil de algodones, todos clavados en su vara. Entraron los dos a la escuela, se sentaron; los compañeros habían traído grillos, ranas, mariposas, pollitos, sapos y lagartijas. El maestro fue ahora más explícito y al fin entendió David algo horrible: disecar no tenía que ver con toallas sino con navajas y era despellejar y abrir la panza de los animalitos.

—Yo traje a Sputnik con su toalla, pero no le voy a hacer eso que usted dice. —¿Sputnik? Fue cuando el maestro lo vio, avanzando bastante aprisa hacia él, dando colazos coléricos... —Vamos a ver quién diseca a quién —murmuraba entre sus muchísimos dientes.

El maestro se subió al escritorio. —Si te lo llevas, te pongo diez y en examen final —propuso. Sputnik daba colazos que hacían cimbrar la tarima y el escritorio. —Si no les hacen nada a los otros animales y les pone diez a mis cuates, me lo llevo —contraofreció David. —¡Todos tienen diez, ya váyanse! —gritó el profesor. ¡Que alegría! Salieron corriendo y gritando de gusto. Soltaron a sus animales, que se largaron aprisa, como mejor podían. Las niñas le pusieron un moño a Sputnik en el cuello y otro en la cola; se fueron todos de día de campo y el caimán comió cuarentaitrés sandwiches de varias clases y se bebió quince sidrales. De esa ocasión y de las cosas muy cultas que los niños discutieron, acerca de su nombre, le quedó a Sputnik una noción notable: se enteró de que los soviéticos habían lanzado al espacio una luna artificial bautizada con su nombre. Claro, la imaginó como un gran caimán, veloz en el espacio, compitiendo con las estrellas, muy ocupado en cumplir su órbita y en transmitir saludos a la Luna, cada vez que su gran silueta sauria se recortaba contra esa rueda encendida de pantalla cinematográfica. Ahora viene el momento más triste de esta historia: un episodio que podría llamarse "el error trágico de Sputnik". Trágico, porque él era

una caimán excelente y con cualidades por encima de lo común, pero había una falla en su carácter que le iba a provocar cierta catástrofe. Ya David iba a entrar a secundaria. Ya Sputnik había crecido tres cuartos de metro más. La amistad de ambos seguía siendo estupenda. Hasta iban al cine juntos y Sputnik había sufrido y llorado a torrentes viendo cómo unos parientes suyos eran matados cruelmente por Tarzán, a cuchilladas. David lo sacó del cine, y le explicó: —No te acongojes, al final de la película dos cocodrilos se comen a Tarzán y a esa mona sangrona que anda con él, luego los dos se casan con Jane y son muy felices.

"¿Con Jane?", pensó el caimán, "habrían podido casarse con la elefanta, es mucho más atractiva". (Así es el gusto de los caimanes.) En la casa había un gallinero, lleno de bonitas y gordas aves de corral: pollitos, guajolotitos, totoles gordos y coléricos, gallinotas de variados colores y un gallo concienzudo y autoritario. Sputnik se tendía al sol, abría su bocaza y unos eficaces pajaritos le daban servicio dental: venían a picar y comer todo lo que se le pegaba en los dientotes: se los dejaban como marfil pulido y afiladísimo. Él permanecía después así, para que los paseantes pudieran admirarlos.

La cocinera ya estaba muy anciana y no veía muy bien. O, quizá, acostumbrada a la presencia del saurio, de tan normal se le hacía invisible. Tiraba puños de maíz, algunos caían en el hocico abierto... Los guajolotes son atarantados y están poseídos por la gula más voraz. Picaban y picaban maíz y lo tragaban dando empujones a las gallinas. El más gordo fue a descubrir una zona llena de granos donde no había competencia. Y...(aquí viene el error trágico) Sputnik cerró la boca. Ahí dentro desapareció el guajolote. ¡Nadie se dio cuenta! Crimen perfecto. Los guajolotes tienen una manía: que si se echan a andar, se siguen derecho, no paran nunca, llegan hasta las fronteras de los países y se siguen... Eso pensó la familia que había hecho su más gordo guajolote. Y lo olvidaron. Ah, pero Sputnik... ¡Qué recuerdos! El sabor exquisito de tal animalón, ese gusto como a tres Navidades, esa delicia como de festín de varios cumpleaños... Unos días después decidió visitar el corral. Primero se esfumaron los totoles. Después las gallinas. El gallo quiso pelear, se lanzó contra Sputnik, él simplemente abrió la boca y el gallo se siguió de frente, hasta dentro. Claro, no salió. Se salvaron dos gallinas que de pronto recordaron su condición de aves y volaron a una rama de árbol. La anciana criada lloró y lloró su gallinero vacío. Hasta se enfermó y hubo que matar la penúltima gallina, para hacerle puchero. En la mesa y a la hora de cenar fue el severo juicio de Sputnik. La hermana mayor pidió bolso, guantes y zapatos y cinturón de piel de cocodrilo. El papá optó por una maleta elegantísima para viajar a Europa. La mamá dijo que en Brasil hacen abrigos de piel de caimán, primorosos. —Y en Tabasco hacen abrigos de piel de mamá, todavía más lindos —gritó David—, y cinturones con pellejo de hermana y maletas de piel de papá.

Nada de esto gustó a su familia. La mamá lloró. —David, ese caimán no te trajo al mundo y lo quieres más que a tu madre. Pero el papá entendió las razones de David. —No hay que matar a Sputnik. Lo llevaremos al zoológico y ahí lo tendrán en una jaula y David podrá visitarlo. De no muy buena gana, esta solución fue aceptada: —Ay, mi cinturón y mi bolso —murmuró la hermana. —Bueno, ay, en fin... Sacrifico mi abrigo... —masculló la mamá. David calló. Corrió a abrazar a su caimán. —¿Qué hacemos? Quieren meterte a la cárcel. ¡Cómo fue a ocurrírsete comerte el gallinero! "Igual que a ustedes", pensó Sputnik, "y nadie los encierra en el zoológico". Pero entendió la situación. Tenía a David abrazándolo, lloroso a pesar de sus trece años, casi montado sobre su lomo. Él también lloraba. Con el niño a cuestas, enfiló hacia la calle. Era el anochecer. Todo el pueblo vio pasar a ese caimán que corría en línea recta, más aprisa que un caballo, y que llevaba montado encima a David. Iban dejando un reguero de lágrimas. —¿A dónde irán? —se preguntaban todos. Iban a los pantanos, que no quedaban lejos. Muy pequeño salió de ellos Sputnik, pero la memoria de los caimanes es tenaz. Se detuvo al filo del agua. Ahí se despidió de David. Quien diga que las lágrimas de cocodrilo no fueron sincerísimas, en esta ocasión, miente.

Un torrente brotó de Sputnik, un lago de David. Luego se despidieron. El caimán se hundió en el pantano; lleno de amargura, se fue a buscar a los de su especie. David, aún llorando, regresó con los de la suya. A los que creen que las relaciones de dos especies tan distintas son imposibles y se acaban, voy a contar lo que siguió. Regularmente, cada seis meses o a veces cada año, iba David a ese lugar a averiguar la vida del caimán y a llevarle sidrales. Él venía y le presentaba a sus esposas, tenía varias y también una inmensidad de caimancitos que brotaban de tantos huevos que sus parejas ponían. Todos eran bellos e inteligentes y poblaron el pantano casi en exceso. Se llamaban Sputnik Uno, Sputnik Dos, Sputnik Tres, Sputnik Cuatro y así seguían hasta Sputnik Trescientosnueve. David aprendió la lección y nada más tuvo dos hijos: Davidcito y Davidcita. Los llevó a conocer a Sputnik y a su familia cuando ya estuvieron en edad, y pasearon a lomo del caimán por todo el pantano. Esto es, no fueron felices para siempre, ni ellos ni los caimanes. Pero nadie lo es. Y en cambio, les daba alegría verse y estar juntos. Eso vale mucho.

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El gallo mecánico

Era una zona urbana, no demasiada sobrepoblada y ese taller mecánico estaba instalado en un terreno bastante grande, entre casas y edificios. Tenía un árbol frondoso a pesar de que el suelo era una melcocha honda de aceite de coche y tierra, incrustada abundantemente con tuercas, alambres, pedazos de motor de diversos tamaños y también ciertas dosis de hojalata y vidrio, porque a veces allí mismo comían los mecánicos y dejaban tiradas latas de sardinas,

cascos de refresco o los envases de aceite que ya vacíos rodaban por allí hasta hundirse en el suelo poco a poco.

¿Y cómo vivía el árbol? Pues no era estúpido: había estirado sus raíces hacia el patio de junto, que tenía trozos de jardín; de allí recibía agua y alimento nutritivo, incluso abono que un señor maniático y barbudo prodigaba por la colonia de árbol en árbol. Ese taller ocupaba el espacio donde antes se irguió una pobre casita rodeada de flores. Fue demolida porque alquilar así el terreno vacío era más productivo. Aunque ni aun así cabían nunca tantos coches y muchos esperaban afuera, achacosos y humeantes, a que vinieran allí en la calle los mecánicos, para devolverles la salud. El taller no tenía nombre. Lo cuidaba un perro grandote y poco pulcro, con las patas llenas de aceite y los pelos medio pegosteados. De cachorro le pusieron Canelo, por su color, pero al crecer fue cambiando y acabó negro-gris. Ese nombre, Canelo, hacía pensar en la clientela que la mugre más oscura lo cubría y provocaba bromas muy deprimentes de "Ya báñenlo", como si la negrura natural fuera a quitársele con agua.

Canelo estaba solo ahí, por las noches, cuidando que no viniera algún ladrón. La verdad, nunca habían venido pero Canelo, celoso del deber, había mordido a varios clientes, por las dudas. Y dado que sus patrones eran bien proletarios, con olor a mecánicos, había mordido sólo a clientes ricos y perfumados. Recibió tales castigos de cintarazos que se prometió a sí mismo ya no morder a nadie: "Nunca he visto un ladrón. Sepa cómo será o a qué huelan. Esos riquillos de casimir inglés yo estoy seguro que eran ladrones, trabajaban todos en el gobierno. ¡Los muerdo y me castigan! Pues ahora, que los mecánicos muerdan ellos mismos a quien quieran: Yo no. En las noches voy a dormir dormir, y en el día moveré la cola a todos los que lleguen, a los ladrones en especial." Era un perro rencoroso.

Alguna vez los mecánicos jóvenes vinieron a media noche acompañados por sus novias, para buscar ciertos objetos olvidados en algún coche oscuro: Hallaron a Canelo roncando, ni se movió. El empleo de vigilante y velador que el animal tenía se vio en peligro. Pensaron si sería bueno darle menos huesos o tal vez un tazón de café al anochecer... A un cliente ranchero se le ocurrió la idea: —Es que ese perro está muy solo, se ha de dormir de aburrimiento. Le voy a dar un compañero que lo mantenga despierto.

La semana siguiente trajo como regalo para Canelo: un gallo pinto de orgullosa cresta, gran cola airosa de plumas negras y blancas y espolones medio regulares.

—Vaya. Eres mío —dijo Canelo muy satisfecho. —Soy de mí mismo y de las fuerzas inteligentes y amorosas de la vida y del sol —dijo el gallo— ¿Por qué tuyo? —Porque eres un regalo que me dieron. —Nadie puede regalar lo que no es suyo. Fui traído a vivir contigo y acepté, eso es todo. ¿0 a poco tú eres de alguien? —Guau, guau, soy de mis amos los mecánicos. Amo a mis amos, los reverencio, los respeto, los quiero y soy de ellos. Me compraron con MUCHO dinero, me otorgan huesos y caricias, los obedezco, ¡soy de ellos! —Mmm... —dijo el gallo y pensó: "Este perro es imbécil" pero calló, para no crear, de entrada, malas relaciones. Preguntó luego: —¿Y... si tú eres de ellos, no habrá algo que sea tuyo?

—Sí, si, guau, guau: los coches descompuestos, las herramientas, el taller, todo es mío. Pero voy a prestártelos. También es mío el árbol: puedes usarlo cuando quieras. Las hojas del árbol pensaron con cólera: "perro cochino" pero el gallo entonces dijo: "¡Gracias!" y de un vuelo se plantó en una rama y allí aleteó y cantó a todo pulmón. —Bonita voz —dijo Canelo—. Ahora vas a oír la mía. Y se soltó aullando en muchos tonos y volúmenes hasta que un vaso de agua que le arrojaron los mecánicos lo hizo callar. —No aprecian, nunca han tenido buen oído para la música, pobres —explicó Canelo.

Cantó el gallo al atardecer. Cantó en la noche, varias veces, para anunciar cambios en el tiempo para exaltar a las estrellas, también para añorar su corral del rancho, sus gallinas... La verdad es que lo habían desterrado para llevar en vez de él un gallo joven y de mejor raza. "Racistas, sucios racistas", pensaba el gallo. "No va a cuidar a mis gallinas como yo, ni a ser justo con todas, ni a fecundar todos los huevos... y digo, ¿no les va a dar vergüenza la horrible monotonía de tantos pollos iguales entre sí, cuando conmigo salían variados?" Claro que el perro veló gran parte de la noche. Se dormía y al poco rato lo despertaba un tremendo quiquiriquí. El mejor fue para anunciar al sol: —¡Sal, padre y patrón creador, resucítanos de la noche, rompe los malos sueños, jálanos hacia ti a los que volamos, llénanos las pupilas con tu significado profundo, haz crecer otro poco a los árboles y a las

plantas! ¡Que viva el sol! ¡Y que viva la luz!

Los mecánicos encontraron a Canelo ojeroso de desvelo. Lo felicitaron, lo premiaron, pero al gallo le trajeron un desayuno exquisito: semillas de maíz, pedazos de tortilla remojada y unos granos artificiales pero muy ricos, de harina de pescado y polvo de huesos.

Un gallo normalmente tiene el día muy ocupado: debe buscar hierbitas y gusanos para su enorme familia (entre doce y cuarenta esposas y entre siete y veintisiete hijitos). Pica el suelo, encuentra, llama, reparte con justicia. Debe dar picotazos a las peleoneras, poner ejemplo de valor y dignidad a los pollitos, dar las horas de levantarse, retirarse, reposar, dormir, debe defender el gallinero de pajarracos intrusos o animales inmundos como las ratas, atraídas por las deliciosas sobras de comida que él, como buen jefe, gusta después de todos o al margen, y siempre menos que los demás. Observar el sol y las nubes, descubrir sabrosos hormigueros o gusaneras, éstas y muchas otras cosas forman el día de un buen gallo. El del taller se encontró en un vacío muy desagradable. Quiso rascar: salían tuercas y engranes en lugar de lombrices; las uñas se le quedaban enterradas en el suelo pegosteoso. El primer día, llamó al perro a comer maíz y Canelo se rió y se rió y en cambio invitó al gallo a roer huesos por pura burla. Después, durante dos o tres días se trataron glacialmente.

Errando entre los coches o subido en su rama, el gallo veía pasar lentamente horas vacías. Cantaba más de lo normal, lo cual gustaba mucho a los mecánicos y a los vecinos. Esos quiquiriquíes en la madrugada hacían soñar a los durmientes que del asfalto de la sucia ciudad brotaban flores, que el aire se limpiaba, que a los enfermizos gorriones habituales y a las palomas poco pulcras se unían zenzontles y calandrias y que todos volaban y cantaban sin que ninguno cayera muerto de asfixia. Trepado ahí en su rama o dando saltitos entre los coches, el gallo vio cómo su cola se deslucía, las plumas pegajosas y raleantes ya parecían el penacho de una vedette arruinada. Inútil rascar. Atacar a picotazos a alguna descarada rata, pero Canelo era más terrible ante ellas. Platicar recuerdos con el perro y a veces dormitar la siesta sobre su lomo, para gusto de algunos clientes ociosos que les tomaban fotografías. Desde su rama pues, el gallo empezó a observar el trabajo del taller: él, que tenía tan buena relación con la mecánica de los astros, bastante más compleja que la de un coche, pronto vio de qué se trataba todo. Rotaciones, explosiones de energía, combustiones, bandas o alambres comunicando movimientos, energía; piezas pequeñas y perecederas ajustando minúsculos ciclos de orden... Al más joven mecánico, llamado Enrique, se le cayó una vez un tornillito y nada que lo encontraba. Fastidiado, el gallo vino y en vez de dárselo, con el pico lo puso en su lugar. Luego hizo otros pequeños ajustes y cuando Enrique alzó la cara el coche ya había sido reparado. El gallo se volvió a la rama y el joven se quedó con la boca

abierta y el gesto a medias hasta que su padre, que no tenía buen carácter, lo despertó de un bofetón. —¡El gallo compuso este coche! El padre suspiró: un maestro mecánico voluminoso que gustaba de asustar y agredir a su clientela. "Habrá que mandar con el doctor a este muchacho. No nació así, ¿se le irá a pasar o será que ya debe casarse?" No se habló más del asunto. Hasta que un día les trajeron

un enigmático Perestroika, flamante coche soviético muy potente y bonito pero bastante diverso de los usuales Ford y Volkswagen. El maestro lo tomó como cosa personal: desatornillaba aquí, jalaba alambres por allá y no acababa de asimilar aquello. El gallo lo observaba, con fastidio: una máquina fácil, clara, infantil casi: harto de ver torpezas voló al motor y empezó a meter pico y espolones. En menos que él mismo cantaba, el coche estaba con el motor andando, ronroneando muy suavemente. El maestro quedó como una enorme estatua, los ojos extraviados, la boca abierta. Su familia entera, llorando, tuvo que venir a sacudirlo durante veinticinco minutos. Cuando al fin pudo hablar dijo: —El gallo compuso el coche. —¿No me digas? ¿De veras? —le preguntó Enrique muy sarcástico.

Después de ese día, el gallo se dedicó a la mecánica pero no siempre: sólo cuando algo verdaderamente difícil se presentaba. Clientes había que a propósito enredaban los cables de sus coches o le echaban arena a los motores, sólo por ver trabajar al gallo. Creció la fama del taller, empezaron a dar servicio por cita previa solamente. Al gallo le han hecho un techo bonito, de tejas, en el árbol y le han traído una gallina que también esté a su lado, porque en algunos aspectos el perro no era la compañía perfecta. A Canelo, por sugerencia del gallo, le hicieron una perrera de caoba con música estereofónica a ciertas horas; ambos disfrutan de alimentación selecta y finas atenciones. Y en un rincón, donde antes había un acumuladero de fierros y basura, hay ahora un jardincito minúsculo pero con suelo de tierra y arena, lombrices importadas del campo y flores con gusanos sabrosísimos. Ante la gran celebridad del gallo, al perro le consuela el orgullo de decir a todos, a ladrido pelado: —Este gallo es mío. Me lo regalaron a mí. Yo le enseñé el oficio. Lo cual al aludido le importa poco. Él siempre había encontrado bastante tonto al pobre Canelo. —Es inocente —le decía a la gallina—, no te fijes. Cuando canta el gallo se oyen aplausos en toda la colonia. Y el taller ya tiene un letrero primorosamente pintado que le da nombre. Se llama ahora "El Gallo Mecánico".

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