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1. La bruja Fétida
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Fétida miró a Héctor con la boca que se le hacía agua, como demostraban las babas densas y verdosas que se le caían por las comisuras de los labios. —¡Hum, tienes que estar muy, muy, muy rico y tiernecito, niño! —graznó—. ¡Ñam, ñam! ¡Se me hace la boca agua! ¡Ñam, ñam! Héctor se vio en esta situación después de pasar quince días siguiendo a la comitiva de soldados y prisioneros que se dirigían a los territorios del rey Koon.1 Ningún rastreador había tenido jamás una tarea más fácil. En su avance, la comitiva dejaba un a horripilante bruja
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rastro casi indeleble de boñigas de caballo —y no solo de caballo, los soldados del rey Koon no parecían dispuestos a perder tiempo ocultándose tras alguna mata cuando tenían una urgencia—, huellas y toda clase de desechos que, por supuesto, no se preocupaban ni de recoger ni, mucho menos, de reciclar. Los puntos concretos donde el ejército montaba el campamento para pasar la noche quedaban convertidos en auténticos basureros. Héctor podría haber seguido la estela de la comitiva con los ojos vendados, orientándose solo por el olor, y eso que por precaución les había dejado tres días de ventaja. Otro rastro del ejército del rey Koon eran las aldeas que dejaba saqueadas a su paso para aprovisionarse de alimentos y aumentar el número de prisioneros destinados a ser esclavos en la corte. En uno de esos pueblos arrasados, Héctor encontró a un superviviente, un anciano que se avino a compartir con él su comida: un poco de queso rancio y un trozo de pan duro como el feldespato. El anciano sufría una diarrea verbal imparable, dirigida en su integridad contra el rey Koon. —¡El tirano merece la muerte! —declamaba a gritos y gesticulando, un poco ido, como si en vez de a Héctor se dirigiera a un tribunal de justicia—. ¡Espero que los rebeldes acaben venciéndole y le den su merecido!
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—¿Hay rebeldes que luchan contra el tirano? —preguntó Héctor. —¡Claro que los hay! ¡Rebeldes nobles y aguerridos que luchan por la justicia! ¡Cuando venzan, se acabarán los abusos y podremos, por fin, vivir en paz! Héctor simpatizaba con esa idea, indignado y horrorizado como estaba por la brutalidad del ejército que había hecho prisionera a su amiga Bijou. Pero, al mismo tiempo, no podía olvidar a la hija del tirano, la princesa Koona, una niña-guerrera, un par de años mayor que él, que le había salvado la vida cuando se produjo la invasión de Villa Blanca. La imagen de aquella amazona feroz y bellísima, envuelta en su armadura y en un reflejo de luz del sol poniente a lomos de un corcel negro, se le había quedado grabada en la mente. Pensaba a menudo en ella y se preguntaba el porqué sin encontrar una respuesta clara. Después de darle muchas vueltas, llegó a la conclusión de que era precisamente porque le había salvado la vida. ¿Cómo no vas a pensar de vez en cuando en alguien que ha impedido que un guerrero de dos metros de altura y doscientos kilos de peso te convierta en un amasijo de filetes y bistecs limpios para freír? Durante su larga marcha, Héctor se había alimentado básicamente de los desechos de comida
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que dejaban a su paso los soldados del rey Koon y también de algunas bayas y frutos de los bosques, algunos de los cuales habían demostrado poseer enérgicas propiedades laxantes. Por las noches dormía al raso, envuelto en una manta raída que había encontrado en una de las aldeas saqueadas, y trataba de hacer oídos sordos a los ruidos misteriosos, a los murmullos de animales o de Dios sabe qué clase de furtivos seres nocturnos que desvelaban su sueño. Estaba en un mundo mágico. En ocasiones creía ver seres translúcidos que aparecían y desaparecían fugazmente entre los árboles. Un día se topó con un enjambre de diminutas hadas que volaban y se reían de él como si les resultara muy divertido. Una noche le despertó un rumor de voces y descubrió muy cerca de su cara a un grupo de gnomos mirándole con interés y discutiendo animadamente entre ellos. Al ver que despertaba, salieron corriendo y desaparecieron entre las matas. Héctor estaba agotado y, pese al susto, volvió a dormirse enseguida. Al día siguiente no estaba seguro de que no hubiera sido un sueño. En otra ocasión tuvo que dar un rodeo después de encontrar un cartel clavado en un árbol que advertía en grandes letras rojas: «¡Cuidado! ¡Aquí hay vampiros!». Apenas unas semanas atrás, antes de caer en el Agujero, Héctor no habría aguantado ni un minuto
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en esas condiciones. Habría chillado, habría salido corriendo enloquecido, agitando los brazos y sin ver nada, hasta estamparse contra un árbol o despeñarse por un precipicio. O quizás, simplemente, se habría quedado patitieso a causa de un ataque de pánico. Pero con el cambio de la realidad en la que vivía también se estaban produciendo cambios en su carácter. Ya no era el chico apocado que jamás se hubiera atrevido a alzar la voz ni a llevar la contraria ni tan siquiera a sus compañeros de clase (por no hablar del director del colegio o de su antipática profesora, la señorita Babar). Era como si hubiera crecido tres años en pocas semanas. Pero, aun con este cambio, pasaba miedo y en más de una ocasión había llorado al recordar a sus padres y su vida anterior, que si bien no era satisfactoria, resultaba mucho más tranquila y predecible. ¡Cómo echaba de menos la monotonía diaria! ¡Incluso las burlas de sus compañeros, las pequeñas traiciones de sus amigos y las privaciones por las que pasaban él y su familia en su destartalado hogar, conocido como La Casa de las Ollas, récord Guinness absoluto de goteras por metro cuadrado cuando llovía! ¿Qué eran unas simples bromas pesadas y unas vulgares penurias económicas al lado de brujas, magos, piratas feroces, monstruos y ejércitos brutales con guerreros cercenacabezas? El
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eslabón de cristal que llevaba en una bolsita de gamuza colgada al cuello, oculta bajo la ropa, había perdido su magia y su poder de devolverle sano y salvo a casa. Pese a que lo sabía, lo había frotado de nuevo en innumerables ocasiones, como si fuera una lámpara mágica, pero sin ningún resultado. Lo mismo habría dado que frotara una piedra del camino. Estaba condenado a seguir allí. Héctor cayó en el Agujero —el nombre que sus propios habitantes daban a su mundo— cuando trataba de encontrar un tesoro que, en teoría, podría solucionar de una vez por todas los problemas económicos de su familia. El Agujero era un mundo paralelo, separado del nuestro hacía siglos, y en él todo lo que nosotros conocemos como supersticiones y supercherías era espantosamente real. Magia, brujería, hechizos, monstruos, maldiciones... todo bajo el poder del salvaje rey Koon. La archienemiga de Héctor en el mundo real, la superpija Federica Schröeder, alias Bijou, también había ido a parar al Agujero. Héctor habría podido escapar y volver a casa haciendo uso del eslabón de una cadena mágica que le había arrebatado a la bruja Helena Lagardera, pero Bijou había caído prisionera del ejército del rey Koon y, pese al encono que existía entre los dos, Héctor no se había sentido capaz de abandonarla para siempre en aquel mundo de pesadilla. El eslabón solo abría la
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Puerta entre los dos mundos la primera vez que lo tocabas. Y esa oportunidad ya había pasado. La Puerta se había abierto y cerrado ante sus ojos; él se la había quedado mirando como un pasmarote, y allí seguía. Ahora, Héctor no tenía ni idea de cómo se las apañarían para emprender el viaje de regreso en el supuesto improbable de que consiguiera rescatar a Bijou. En teoría, la única manera era encontrar y apoderarse de todos los eslabones de la cadena mágica, siete en total, tarea que se le antojaba imposible. Y más si tenía en cuenta que el rey Koon también deseaba encontrar los eslabones, la cadena completa, que les permitiría a él y a su ejército de guerreros y magos adueñarse del mundo paralelo. Día tras día, en su persecución del ejército del rey Koon, Héctor había ido viendo cambiar el paisaje: de la llanura prelitoral, verde y moteada de modestas colinas, con un paisaje mediterráneo y luminoso, a bosques frondosos, casi impenetrables; después un árido desierto volcánico y, finalmente, una zona de lagos, ciénagas y helechos especialmente tétrica, cubierta de día y de noche por la bruma. Anochecía y Héctor estaba tratando de hacerse a la idea de que tenía que dormir en aquel lugar fantasmal. La rutina de cada día: buscar un sitio más o menos seco, envolverse en la manta y, su-
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mergido en dos palmos de bruma, cerrar los ojos y tratar por todos los medios de no ver, oír ni imaginar nada. Sabía que le costaría conciliar el sueño. Entre otras cosas porque aquel día apenas si había encontrado comida y tenía mucha hambre. Y, entonces, como una respuesta a esa sensación, notó el olor. Un aroma fantástico, inconfundible a carne asándose, que, instantáneamente, multiplicó por diez la sensación de hambre que le atormentaba y le hizo salivar como a los perros de Pavlov, los del experimento. Al principio, el aroma era débil, casi imperceptible, pero a medida que lo iba siguiendo automáticamente, como un sonámbulo, ganaba en intensidad y contundencia. ¿Podía ser que hubiera alguien cerca preparándose la cena? ¿Tal vez —ojalá no— soldados rezagados del rey Koon? O, mejor, ¿quizás algún campesino amistoso, como aquel anciano de la aldea, que no tendría inconveniente en compartir su cena con él? No se oían voces. Solo se percibía el olor. Y el aroma le conducía hasta un bosquecillo sembrado de matorrales con pinchos que se le enganchaban a los pies intentando ponerle la zancadilla. Hipnotizado como estaba, ni siquiera reparó en que los árboles de aquel bosque estaban todos retorcidos y que sus ramas no tenían hojas, aunque
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se tratara de robles, que las conservan a lo largo de todo el año. De hecho, estaba internándose en lo que podría ser descrito como el cadáver de un bosque. Ahora, el aroma era tan intenso que casi lo notaba más en el estómago que en la nariz. Llegó a un claro y entre las tinieblas descubrió que allí había una cabaña de madera de paredes pringosas y techo de paja. Alrededor de la casa había huesos esparcidos. Por el tamaño, a Héctor le pareció que podían ser humanos. No tuvo tiempo de asustarse. De pronto, aquel aroma suculento se convirtió en un olor nauseabundo. Y del cielo —de lo alto de un árbol— cayó algo sobre él y lo atrapó. Héctor gritó. Primero pensó que había caído prisionero de una telaraña gigante, y esa idea, asociada a la de una araña gigante y peluda avanzando hacia él dispuesta a extraerle todos los jugos vitales, se le hizo insoportable. Enseguida, cuando abrió los ojos, descubrió que se trataba de una red. Una trampa. Cuanto más se movía, más se enredaba en ella. Oyó una especie de graznido. Y ante él apareció una bruja. Una bruja de verdad, no como la que había conocido semanas atrás en Villa Blanca, Helena Lagardera, que tenía un aspecto agradable y había sido razonablemente amable con él, sino una bruja que cumplía escrupulosamente con todos y cada uno de los requisitos de
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sus colegas más asquerosas de los cuentos infantiles. Vieja, encorvada, desaseada, vestida con harapos, la boca desdentada, los labios blanquecinos agrietados y babosos, el pelo gris en guedejas alrededor de su rostro de nariz puntiaguda. Y verrugas, cómo no. Muchas verrugas de todos los tamaños y formas imaginables. El graznido era, en realidad, la risa de la bruja. Se inclinó sobre Héctor y, al hablar, proyectó sobre él una vaharada de aliento pútrido. —¡Antes atraía a los niños con aroma a chocolate! —dijo sin dejar de reír—. ¡Pero sabía que contigo funcionaría mejor el asado! —y, muy complacida, agregó—: ¡Hum, tienes que estar muy, muy, muy rico y tiernecito, niño! ¡Ñam, ñam! ¡Se me hace la boca agua! ¡Ñam, ñam!