LA LEGION DE PARACAIDISTAS

LA LEGION DE PARACAIDISTAS Condensación del libro de Ross S. Carter La épica aventura del sargento de paracaidistas estadounidense Ross Carter es eje

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LA LEGION DE PARACAIDISTAS Condensación del libro de

Ross S. Carter La épica aventura del sargento de paracaidistas estadounidense Ross Carter es ejemplo inolvidable de la lealtad entre soldados que padecen, temen y mueren juntos. El Regimiento 504 de la 82ª División Aerotransportada se halló siempre donde era más reñida la lucha: Sicilia, Salerno, Cassino, Anzio, la saliente de las Ardenas. En esta emocionante crónica de sus 340 días en el frente de combate, el sargento Carter nos da uno de los grandes libros de guerra.

A

l fin llegó el día para el cual nos habíamos adiestrado intensamente. La noche anterior el 505, única unidad de paracaidistas llamada a combatir hasta entonces, había descendido en Sicilia y se decía que había sido destrozada: que la mitad de los hombres habían muerto en los aviones o en los paracaídas. Ahora tocaba a mi “Legión,” el Regimiento 504 de Paracaidistas, lanzarse a reforzar esas tropas. Subiendo a los camiones guiamos hacia el aeródromo por el desierto africano erizado de cactos. Al ver en el aeródromo cientos de transportes C-47 –chatos aviones de anchas alas—se nos heló la sangre en las venas y nos dio un vuelco en el estómago. Cada hombre eligió en los rimeros de paracaídas un par que revisó cuidadosamente. Queríamos estar seguros de que funcionarían bien en una noche como la que se nos esperaba. En ese entonces, verano de 1943, el poderío militar alemán estaba casi intacto. Después de explicarnos brevemente el objetivo y probable desarrollo de la operación en que íbamos a tomar parte, nos permitieron retirarnos para que cada cual pudiese revisar sus armas. Siguió a esto el rancho, en que nos dieron pavo, ensalada y helados. Pensé con ironía en la última comida de los condenados a muerte. El huraño Casey, vaquero que en los rodeos había jineteado potros y becerros, afilaba la daga de 28 centímetros. Berkely, el gigantesco sargento que “era el espejo de los hombres y el sueño de las muchachas” y quien siempre estaba contribuyendo a la buena instrucción y al bienestar del soldado, limpiaba con minuciosa escrupulosidad la ametralladora. El Árabe (era natural de una aldea perdida en las montañas de los Estados Unidos, pero le dimos ese apodo en África, por la extraordinaria habilidad con que se adueñaba de mantas, mosquiteros y demás cosas que eran otros tantos lujos en el desierto) sacudía imaginarios granillos de arena de su bruñido fusil. El hercúleo Rodgers, campeón de boxeo de aficionados y muchacho profundamente religioso, leía la Biblia. Tendido a la sombra del ala de un avión, el Rey del Comején –sobrenombre que se había dado as sí mismo nuestro ocurrente ex atorrante—dormía a pierna suelta. Finkelstein nos preguntó sonriendo burlonamente quién se había muerto que veía tantas caras fúnebres. La talla y el peso de este muchacho --un poquito más de metro y medio de estatura, y 52 kilos justos— llenaba apenas los requisitos de admisión del ejército. Fácil le hubiera sido hacerse destinar a cualquiera de los servicios en que es poco o ninguno el peligro. Prefirió, sin embargo, la infantería de aire. El ruido que hacíamos al ponernos los arneses corrió a lo largo de la línea de aviones. En su lugar el paracaídas, abrochadas las bandas de las piernas, firmemente aseguradas las correas del pecho, colgado a la espalda la línea de suspensión, al alcance de la mano la anilla del cable de apertura. Ahora el paracaídas auxiliar, ajustado ambos cierres. El fusil en la funda; las granadas en los bolsillos; la bandolera al pecho, bajo el paracaídas; el salvavidas al cuello; máscara antigás pendiente al costado; el maletín con las raciones, los mapas, el estuche de aterrizaje, al costado opuesto. “Embarcarse en el orden de salto. Hora de saltar: 10 y 43. Señal: Luz verde. ¡Sentarse! Permitido fumar después del despegue.” El rugido de los motores adormece y embota el pensamiento. Levantan nubes de polvo las hélices. ¡Despegamos rumbo a Sicilia! Pasa ante las ventanillas la huyente extensión del desierto. Nuestro grupo aéreo va engrosado como una bandada de ánades que se juntan para emigrar a medida que más y más aviones se unen a nuestra vasta curva. Escalonados en V, formamos una larga flota. Viendo el sol que se hundía recordé el verso de la canción que dice: “Me da tristeza ver morir la tarde.” Crujían las paracaídas con el movimiento de los hombres que se acomodaban para fumar. De pronto asomó Malta allá lejos. ¡Veintidós bombardeos aéreos, y seguía invicta” Parpadean las luces de reconocimiento. Responde un avión con un cohete de señales. Vuelve a reinar la oscuridad.

Una hora después se encendió cerca de la portezuela una lucecita roja. El teniente Toland, comandante de salto, gritó con voz estridente: --¡Levantarse y enganchar! Vacilando bajo el peso del equipo de combate, ajustamos los fiadores de la línea de suspensión. --¡Revisar equipos! –ordenó entonces la voz estridente. Cada hombre inspecciona su propio paracaídas y el del compañero de adelante. --¡Listos! –gritó de nuevo el teniente Toland con esa voz suya incisiva e inolvidable. --Saltaremos al encenderse la luz verde. Anden vivos cuando yo dé la voz. El corazón quería salírsenos del pecho mientras aguardábamos en pie, tensos los nervios, ahuyentando de la imaginación visiones horripilantes. De pronto, allá en el mar, vimos un barco. Se apoderó de mi un cálido sentimiento fraternal que me ligaba a quienes allá abajo estaban prontos a ayudarnos contra el enemigo. Y luego, repentinamente, largas rayas llameantes y rojizas empezaron a cortar y desgarrar el cielo –encima, debajo, en torno nuestro. Amigos o enemigos, los de la costa estaban disparando contra nosotros. Me aguijoneaba el afán de lanzarme al espacio antes de que nuestro avión se convirtiese en llameante ataúd. Dándole vueltas estaba a este pensamiento cuando vi que se encendía la luz verde. El teniente Toland saltó de primero. Luego fue mi turno. Oscilé en el aire, tenso, falto de aliento, sudoroso, hasta que el paracaídas, al abrirse, tiró de mi hacia arriba. La luna llena, que parecía flotar al nivel conmigo, sonreía satisfecha de hallarse a 390.000 kilómetros del infierno hacia el cual iba yo descendiendo. Un doble chorro de balas trazadoras rojas pareció cruzar por entre mis piernas. Las granadas de los antiaéreos, estallando en torno mío, formaban nubecillas de humo en el cielo bañado por la luna. Algunos de nuestros aviones daban tumbos al descender a tierra convertidos en cruces llameantes; otros se detenían de súbito como un pájaro herido en la mitad del vuelo y caían en línea recta; otros más se hacían pedazos en el aire. Mirando por encima del paracaídas auxiliar, que se me había corrido hasta quedarme debajo de la barbilla, vi tierra cubierta de vegetación. A poco aterricé en medio de viñedos. Supuse que la infantería alemana atacaría de un momento a otro y me apresuré a armar el fusil. Del otro lado de una alta tapia distante 15 metros se elevó un doble chorro de balas trazadoras rojas. Soldado bisoño, no caí en la cuenta de que las trazadoras que estaba viendo eran rojas y que los alemanes usaban trazadoras plateadas. Me deslicé hacia la tapia empuñando una granada. En ese momento cesaron de disparar y oí que alguien decía: --¡Buena paliza les hemos dado a esos nazis, compañero! Comprendí entonces que los nuestros habían estado haciendo fuego contra nosotros. Y yo había estado a punto de matar a algunos de esos soldados que acababan de causarnos varios muertos. La mayor parte de los soldados de mi batallón aterrizaron unos cerca de otros. Pero algunos fueron a dar detrás de las líneas alemanas. Esa noche desapareció casi todo un pelotón. El enemigo tomó prisioneros a dos soldados que aún llevaban el paracaídas. Los amarró a un árbol, los roció con gasolina y prendiéndoles fuego los dejó convertidos en antorchas humanas. Esos dos cadáveres calcinados eran símbolo de la salvaje ferocidad que tendríamos que dominar para ganar la guerra. Nunca los olvidamos.

La noche siguiente marchamos en dirección a Vittoria hasta las cuatro de la mañana. Por carecer de los vehículos que en las divisiones de infantería de tierra transportan las ametralladoras pesadas, morteros y municiones, tuvimos que trasportar esos elementos sin más ayuda que la común resolución y los pies sangrantes de más de uno. El hercúleo Rodgers, aunque encorvado ya bajo el peso del fusil, las granadas de mano y dos cajas de munición de ametralladora, añadió animosamente a esa carga una ametralladora.

Hicimos alto en una viña, distribuimos las centinelas y nos echamos a dormir con el pesado sueño del cansancio. Despertamos al amanecer. Casey se llevó la mano a la barbilla, la retiró manchada de sangre, lanzó un gruñido y reparó en un cascote ensangrentado del tamaño de su cabeza. Un centinela le dijo sonriendo que un avión nazi había dejado caer una bomba al otro lado de la pared al pie del cual se acostó Casey. La bomba había desalojado el cascote que, al pegarle, lo sumió en un sueño más profundo todavía. Ninguno de nosotros, salvo los centinelas, había oído el avión ni la bomba. Mientras avanzábamos a lo largo de la costa del mediterráneo uno que otro avión enemigo entraba en picada y nos ametrallaba, aunque sin ocasionarnos mayores daños estábamos seguros de que esta guerra era la mejor del mundo. Al atravesar las aldeas acudían los vecinos a agasajarnos. Cuando hacíamos alto, los campesinos nos traían de comer y de beber. Los barberos nos afeitaban por un cigarrillo. Muchas jóvenes se dejaban cautivar por una pastilla de chocolate o un puñado de cigarrillos. Hicimos prisioneros más italianos de los que probablemente alcanzaríamos a mantener. Pero no todo era amistad en los italianos. Uno de nuestros paracaidistas que hablaba correctamente el idioma del país iba de batidor de una patrulla de 20 hombres cuando cayó prisionero de una avanzadilla enemiga compuesta de 7 oficiales italianos y un alemán. Un oficial italiano lo interrogó en ingles y el le respondió en italiano. --¡Traidor! Le gritó el oficial a tiempo que echando mano a la pistola se le vaciaba encima. El soldado cayó a tierra maldiciéndolo, y aún moribundo no cesó de insultarlo en italiano. Enfurecido, el fascista tomó una de las granadas que pendían del cinturón del soldado y se la lanzó entre los muslos. La explosión le destrozó el vientre. En esto llegaron los 20 hombres de nuestra patrulla. Entregaron a los 8 oficiales enemigos sendas palas, les mandaron formar en línea y cavar 8 fosas, y los mataron. El 13 de septiembre nos hicieron marchar a un aeródromo. Los jefes parecían tener gran prisa. Comprendimos que algo grave ocurría en alguna parte. El teniente Toland nos dijo que volaríamos al Salerno a reforzar las tropas del general Mark Clark que estaban tropezando con serios obstáculos. Cunado nuestros aviones avistaron la cabeza de playa, encenderían allá un fanal para que nos guiase. Barruntamos que no nos esperaba nada bueno. Nuevamente se apoderaron de nosotros la ansiedad y el temor. Recordando aquel descanso en Sicilia, cuando tanto el ejército como la armada nos acribillaron a tiros, nos preguntamos si no volverían los nuestros a confundirnos con el enemigo. La legión emprendía ahora su segunda gran aventura.

Eran las 3 a.m. del 14 de septiembre de 1943. Habíamos aterrizado con relativa facilidad, pero no sabíamos en que parte de la cabeza de playa estábamos. Brilló de pronto un resplandor vivísimo que lo iluminaba todo en varios kilómetros a la redonda. Una granada alemana acababa de hacer blanco en un transporte estadounidense con cargamento de 300.000 litros de gasolina. Dos días después supimos que el objetivo de nuestro Primer Batallón era una altura designada con el nombre poco poético de Cerro 424. Los alemanes tenían ahí un puesto principal de observación, que nuestra División 36 había tomado tres veces y vuelto a perder, con bajas considerables. A mediodía emprendimos la marcha. Avanzábamos a paso vivo. El sol nos hería de llenos con tal fuerza que sentíamos como si el pecho fuera a estallarnos. Pronto se nos agotó el agua. Teníamos reseca la garganta. Caía la tarde cuando empezamos a subir las colinas mientras silbaban en torno nuestro las balas. El teniente Toland, el Arabe y yo nos hallábamos en una viña, resguardados en una zanja poco profunda,

cuando cayeron en pocos metros, en rápida sucesión, cuatro granadas que arrojaron sobre nosotros una lluvia de piedras y tierra. Por primera vez supe entonces lo que es sentir el verdadero terror. Al rayar el alba, nuestra descubierta, próxima ya a la cumbre del Cerro 424, estableció contacto con el enemigo. Obrando con resuelta prontitud, el batallón se lanzó al asalto y desalojó a los alemanes antes que se dieran cuenta cabal de lo que ocurría. El cerro estaba cubierto de cadáveres de soldados de la División 36. Horrible fue para nosotros el espectáculo de aquel sinnúmero de muertos, muchos de ellos tostados y renegridos por lo intenso del calor. El cadáver de un corpulento teniente tenía los ojos salidos de las órbitas y se había hinchado hasta reventar. Los alemanes habían saqueado su equipo. Cuando empezamos a atrincherarnos, el Arabe, imposibilitado de absorberse en la lectura del libro que nunca dejaba de la mano –La Ilíada y la Odisea de Homero –observó maliciosamente: --Noto que el miedo ha convertido al Rey del Comején en una fiera para la fortificación de campaña. En el campo de ejercicios lo vi muchas veces soltar la pala y quejarse de que el cabo pedía imposibles. En cambio, ahora escarba más ligero que un tejón. --Es que entonces era yo un comején de mentirijillas al que ponían a cavar en simulacros de combate – repuso el Rey forzando una sonrisa--. Pero ahora que la guerra va de verdad soy un verdadero comején, y cavo mi pozo de tirador tan bien como el que más. El Rey del Comején había llevado vida de atorrante por 15 años, hasta que lo llamaron a filas. Caprichoso, sentimental e individualista, hallaba inexplicable y desconcertante el autoritarismo de oficiales y clases. Jamás hasta entonces, había recibido él órdenes de nadie, como no fuesen las ocasionales de algún policía de pueblo. Quizás fuese el deseo de escapar a las duras realidades de la vida militar lo que le indujo a refugiarse en ese curioso mundo imaginario. Lo cierto es que nos anunció un día con la mayor seriedad que él era un comején, el Comején Maestro, el indiscutible Rey de los Comejenes. ¿Qué significaban ni valían ante su realeza los galones de un cabo? El estruendo de las descargas, en su mayoría de morteros, puso fin a las reminiscencias. Nos agazapamos en los posos de tiradores. Un sargento de la plana mayor que había acertado a llegar momentos antes que empezase el bombardeo nos lanzó una mirada despreciativa y dijo: --¡Qué caramba! Tan seguro queda un hombre detrás de un árbol como si se acurruca en esas madrigueras. Y se tendió detrás del nudoso tronco de un olivo. A poco oí una explosión terrible. El sargento yacía detrás del olivo. En el suelo, cerca de él, se veía uno de sus pies cercenado a la altura del tobillo. Los camilleros se llevaron al herido cerro abajo. Salvó la vida. Lo repatriaron, y anda hoy con una pierna de corcho, trabajando como agente de una compañía de seguros. Los alemanes contraatacaron. Sólo habíamos alcanzado a transportar a nuestra posición unas pocas ametralladoras pesadas, y tuvimos que hacer frente al enemigo con los fusiles y las ametralladoras ligeras. Desde sus puestos, nuestros tiradores apuntaban con calma antes de cada disparo. Al cacareo de una ametralladora alemana respondía el certero disparo de uno de nuestros fusiles que lanzaba el huevo que haría callar a esa clueca en su nido. Los muchachos de nuestra Legión se contaban entre los mejores tiradores del ejército. En unos 30 minutos contuvieron el ataque. Los sanitarios alemanes recorrían intrépidamente la zona de combate para prestar primeros auxilios. Los nuestros ayudaron a salvar la vida de algunos heridos alemanes. Unos y otros aunaban sus esfuerzos, en una especie de armisticio tácito. Los soldados que empezaron a combatir en Normandía dudarán que esto pueda ser verdad. Sin embargo, en la campaña de Italia ambos bandos respetaban más la Convención de Ginebra. Antes de Normandía fueron raras las ejecuciones en masa de prisioneros. Cuando los alemanes contraatacaron por segunda vez, nuestros tiradores volvieron a cazarlos uno por uno, como ardillas. Schneider, descendiente de alemanes, había perdido en África su hermano gemelo. Estaba dominado por la obsesión de que se batiría con tantos alemanes en el campo de batalla que al gin

daría con el que lo mató. Al ver avanzar la dotación de una ametralladora enemiga, derribó de un tiro al sargento y les gritó en alemán a los que quedaban: --¡Todos a la derecha, grandísimos brutos! Creyéndose mandados por uno de los suyos, los alemanes obedecieron. (En el tumulto del combate los hombres obedecen a cualquiera que mande como si supiese lo que está haciendo.) Schneider mató tres de ellos, y volvió a gritar: --¡A la izquierda he mandado! ¿Están sordos? Obedecieron nuevamente y mató dos más. Los restantes pusieron pies en polvorosa. Pero los alemanes eran cabeciduros. Atacaron por tercera vez, y volvieron a caer como moscas. Para entonces empezaban a agotársenos los cartuchos. Afortunadamente, un puesto de observación de nuestra artillería, notando que los alemanes se preparaban a atacar por cuarta vez, radiotelegrafió a sus doce obuses de 155, los cuales hicieron 160 descargas contra el enemigo. Con esto quedó rechazado el ataque. Así terminó la acción del Cerro 424, que le costó a mi batallón 21 muertos y gran número de heridos, bajas ocasionadas en su mayor parte por cortinas de fuego, al parecer interminables, de las piezas enemigas de 88 milímetros. Pero infligimos al adversario pérdidas ocho veces mayores que las nuestras. Meses después tomamos prisionero en Alemania a un soldado que estuvo en ese combate. Fue imposible convencerlo de que 500 de los nuestros se batieron victoriosamente aquel día contra tres unidades escogidas de las divisiones blindadas alemanas.

A fines de noviembre son alertaron para marchar… a alguna parte. Apiñados en camiones, viajamos bajo la lluvia --¡siempre había de llover cuando nos mandaban de un lugar a otro! –hasta el pie de la montaña más alta que había visto en mi vida. Docenas de obuses de 105, de cañones de 155, y de más obuses de diferentes tipos y calibres, disparaban día y noche. Sólo siendo uno más sordo que una tapia habría podido dormir con semejante estruendo. Había también muchísimos tanques. A la cuenta, se trataba de algo muy gordo; lo más gordo en que nos había tocado estar hasta entonces. Nos hallábamos a unos tres kilómetros de Venafro. La infantería había avanzado casi hasta la cumbre: una altura de 1100 metros, desprovista de vegetación. El Cerro 1205, llamado Monte Samucro, fue teatro de uno de los combates más sangrientos empeñados en Italia hasta entonces. En la pelada cima cubierta de lajas estaban atrincherados los alemanes en cuevas, fortines de ametralladoras, pozos de tirador convenientemente disfrazados, y detrás de los peñascos. Cañones de grueso calibre sujetos en sus emplazamientos como gigantescos mastines encadenados nos aguardaban para destrozarnos. En el avance hacia la cumbre nuestra infantería había perdido en algunos sectores la mitad de sus hombres. Nos tocaba relevarla. Sentados en medio del incesante tronar de nuestra artillería, nos dábamos clara cuenta de que íbamos a morir a montones en esos odiosos riscos. Una tarde emprendimos la marcha de siete horas, oprimido el corazón por un peso no menor que el de las armas, pertrechos y raciones que llevábamos a la espalda. Un rastro de cansancio y de sangre –vendajes manchados, botas maltrechas, camillas abandonadas, cascos agujereados –se ofreció a nuestra vista a medida que avanzábamos. Un tramo que corría entre los altos peñascos puntiagudos, y que los alemanes dominaban desde la posición oculta en una cueva, era zona batida sin cesar por el fuego. Granadas disparadas con intervalos de 30 segundos silbaban, caían, estallaban haciendo saltar fragmentos de roca. No había acabado de desvanecerse el eco de una explosión cuando ya atronaba el aire el de la siguiente. Una granada estalló cerca de la cabeza de la compañía. Dejó a dos hombres en el sitio e hirió a otro en la mano. El herido llevaba empapado en sangre el vendaje y rebosante el rostro de satisfacción al cruzarse con nosotros camino de la retaguardia. Si escapaba con vida de unos cuantos disparos más, pasaría la mayor parte del invierno a salgo en un hospital. Lo miramos con envidia, en tanto que un temor sordo y creciente nos oscurecía el alma.

Subíamos al fin por agrias escarpaduras cuya cresta barría fuego de ametralladora. El que se aventuraba a asomar la cabeza tenía suerte si podía esconderse de nuevo con ella sobre los hombros. Los grupos encargados del abastecimiento transportaban agua, municiones, raciones y demás cosas. El camino que recorrían iba quedando sembrado de cadáveres y equipo. Agobiados por el cansancio, sin reparar en los caídos, los sobrevivientes de cada grupo pasaban por encima de los muertos y seguían adelante con su carga. El Segundo Batallón, atrincherado en lo alto del cerro, recibió una noche orden de atacar las posiciones enemigas de la vertiente del norte, que dificultaban el avance. Tocaba a mi compañía cubrir el flanco derecho. Cumplida esa misión, dejaríamos que el Segundo Batallón sostuviera combate y volveríamos a nuestros pozos de tiradores. Habíamos logrado cruzar la cumbre del cerro y bajar unos 300 metros de la vertiente cuando la claridad de las bombas de iluminación inundó de súbito el lugar donde nos hallábamos. Corrimos a agazaparnos entre las peñas. No acabábamos de hacerlo cuando granadas, balas explosivas y proyectiles de ametralladora 42 chocaron y estallaron contra el delgado espinazo rocoso que nos amparaba. Debajo, a nuestra izquierda, oíamos a un oficial del Segundo Batallón llamar a algunos de sus hombres. Cuando el oficial calló, un artillero alemán que manejaba una ametralladora le gritó: --¿Qué desea, capitán, qué desea? --¡Cállate, bellaco, que pronto vamos a romperte el hocico! –gritó a su vez el oficial. Y el alemán, soltando una carcajada, dirigió una ráfaga de muerte hacia el sitio de donde había salido la voz del oficial. Un estúpido compañero nuestro empezó a disparar un mortero de 60 milímetros a pocos metros del lugar donde estábamos. Los fogonazos de tres metros de largo proporcionaron al enemigo un blanco iluminado que llegaba hasta Cassino. Llovieron sobre nosotros más balas explosivas, granadas y balas corrientes que las que habrían cabido en el infierno. Morían los nuestros por docenas a derecha e izquierda. Los que aún quedaban con vida se resguardaban como mejor podían. Pensábamos en los que allá en la patria estarían recordándonos, sin imaginar tal vez la situación por la que atravesábamos ahora. Me llegué a López deslizándome a ras de tierra. --Será prevención mía –me dijo él –pero no me gusta este clima. Está uno expuesto a morir de frío en cualquier momento. No hay derecho a mandar a la tropa a lugares tan malsanos. A su tiempo nos avisaron que el Segundo Batallón no necesitaba ya de nosotros. Nos replegamos saltando como cabras de breña en breña. Precisamente en esos instantes emplazaba el enemigo en el cerro de la derecha una ametralladora contra el fuego de la cual no nos habrían valido las peñas. A la luz de la mañana desplegaron en lo alto de la cumbre una bandera blanca con una cruz roja, para que pudiera procederse a bajar a los heridos. Cesó por completo el fuego, y la quietud que reinaba ahora en estos riscos hizo que nos diésemos cuenta más clara de la especie de fantástico infierno en que habíamos estado. Los alemanes abandonaron sus escondites para asomarse al borde de los peñascos y presenciar la confusión que nos causaba ver a nuestros pobres heridos trabajosa y penosamente transportados por los camilleros. La tregua en el combate nos permitió quitarnos las botas y frotarnos los pies entumidos. También encendimos lumbre para hacer café y cocer raciones de campaña. El Rey del Comején, sentado en una piedra, habló de Angela, su novia, y de la casa que pensaba edificar en Hoboken, a orillas de la bahía. --Muchachos –nos dijo –instalaré en la pared de la sala un bar automático. Sin más que apretar yo un botón, saldrá el bar a colocarse cerca de mi butaca. Angela y yo, arrellanados en la sala, invitaremos a todos los atorrantes a echar una copa. Sé lo que es andar vagando por los caminos con hambre y frío, lo que es verse calado uno hasta los huesos y no tener dónde dormir. Todo el que llame a mi puerta será

bien recibido. Leí una vez unos versos que decían: “Haré mi casa al borde de un camino; seré amigo del hombre.” Olson, acomodado cerca de nosotros en un hoyo, asomó la cabeza y dijo: --Lo que es yo pienso comprarme una taberna en Newark, Nueva Jersey. Todos ustedes podrán beber allí a precio de costo. No digo que gratis, porque conociéndolos como los conozco sé que se beberían la taberna en un par de días.

Nochebuena de 1943. ¡Qué lamentable grupo de hombres el nuestro! Llevábamos 17 días en el cerro, expuestos a temperaturas bajo cero, a lluvias constantes, a vientos glaciales e inconcebible peligro. No habíamos podido lavarnos las manos ni afeitarnos; apenas sí pudimos quitarnos las botas en tres ocasiones. Comido el cuerpo de piojos, devorado el corazón por la tristeza, creíamos cercana nuestra última hora, y a muchos les llegó en efecto. Nuestro pelotón fue sorprendido por una agresiva patrulla de otra compañía. El oficial que la mandaba dio el “¡Alto! ¿quién vive?” y abrió fuego sin aguardar la contraseña. Fue un error involuntario, pero Olson, herido en la ingle por un proyectil 45, expiró sin articular palabra en medio de crueles padecimientos. El día de Navidad, a las cuatro de la mañana, nos dispusimos a atacar a fondo a los alemanes para desalojarlos del cerro. Veinte hombres de otra compañía bajaron a ayudarnos. En tanto que ellos creaban una diversión atacando por el otro lado del cerro, una de las dos escuadras que restaban a nuestro pelotón asaltaría un nido de ametralladoras que conocíamos de tiempo atrás. La otra escuadra quedaría de reserva, pronta a rechazar un posible ataque de los alemanes que habían estado hostigándonos desde un barranco. Berkely y el Rey del Comején avanzaron hacia el nido de ametralladoras. Berkely lanzó una granada. Asomó un alemán y acribilló a balazos al Rey del Comején. En esto hizo explosión la granada y mató al alemán. La ráfaga de otra ametralladora obligó a Berkely a retroceder unos metros. Nuestros muchachos, no obstante hallarse en la zona eficaz de las ametralladoras, disparaban contra el nido, a retaguardia del cual lanzaban los nazis bombas de iluminación que recortaban nuestras siluetas. El fuego de ametralladoras enemigas emplazadas en la vertiente contraria barría la cresta del cerro para prevenir toda operación de flanqueo. Aunque logramos apagar los fuegos de las ametralladoras enemigas, el ataque a fondo no llegó a efectuarse. Corrió después el rumor de que el oficial comandante se había acobardado y no quiso lanzarse al asalto. A eso de las 11 de la mañana de Navidad se presentó un médico militar con una botella de whisky… ¡para toda la compañía! No estuvo en su mano habernos traído más, y le agradecimos la buena voluntad. Cada hombre habría querido beberse la botella entera; sin embargo, todos se limitaron a probarla apenas, por miedo de que no alcanzase para los otros. Algunos rehusaron del todo beber para que sus camaradas pudieran probar unas cuantas gotas. En este punto nuestro coronel –que había venido del Cerro 1205 a ver por qué había fallado el ataque – marchó con dos soldados al nido de ametralladoras, sorprendió a los nazis limpiando el armamento y tomó 11 prisioneros sin haber disparado un tiro. Nos hizo quedar como unos babiecas. La muerte del Rey del Comején nos llegó al alma a todos. Era uno de esos hombres generosos y originales que conquistan la simpatía y el cariño de cuantos lo tratan. Pensábamos con tristeza en Angela y en la hospitalaria casa que ya nunca levantaría él a orillas de la bahía de Hoboken. Esa casa, como la taberna de Olson, fue uno de los tantos sueños muertos en combate.

Anzio, batalla memorable en la historia, quedó grabada con caracteres de fuego en el cerebro de quienes allí combatieron. Fue en la cabeza de playa de Anzio donde empeñó la Legión la más reñida de sus acciones de guerra; y también donde los alemanes definitivamente empezaron a temerle a la infantería del aire. A eso de las 11 de una fría y borrascosa mañana de enero navegaron hacia tierra las lanchas de desembarco de la Legión. La aparente tranquilidad hacía presumir que todo iba a ser fácil. Pero esto mismo nos ponía nerviosos. Porque esas apariencias engañosas suelen ser presagio de grandes pérdidas. La aparición de un bombardero de picada desencadenó el infierno. La bomba estalló a metro y medio de la proa levantando en alto la embarcación y lanzando hacia el cielo una columna de agua aceitosa. Quedamos cubiertos de aceite por varios días. Supimos que nos mandarían a atacar el Canal de Mussolini, uno de los puntos peores de Anzio. Logramos cruzar el canal y procedimos a establecer avanzadas del lado del enemigo con varias casas italianas de sólida construcción distantes unas de otras cosa de 300 metros. Los hombres a quienes tocaba ir a esas casas, inmediatas a las líneas principales de combate, quedaban en situación muy parecida a la de quien en una tormenta tuviese que empuñar un pararrayos en lo alto de un cerro. Una noche salimos de patrulla el teniente Toland, el Arabe, Berkely, Casey, tres hombres más y yo. Todos llevábamos uniformes oscuros. Habíamos avanzado sigilosamente unos 1500 metros en terreno enemigo y estábamos a un campo distante como 90 metros de la carretera, cuando una voz gutural gritó “¡Alto!” en alemán. Nos tendimos en tierra. Volvieron a darnos el alto en tono más recio. Después hicieron fuego. Con gran sorpresa nuestra, no pasaron cerca las balas. Era evidente que a la izquierda, a alguna distancia, alguien más estaba inquietando al nervioso centinela. Segundos después desde el otro lado de la carretera, abrió fuego un tanque contra la cabeza de playa. Nos arrastramos hacia la cuneta. El estrépito de las descargas y el silbido de los proyectiles nos desgarraban los oídos. Cien metros a la izquierda saltó de un camión un grupo de soldados que empezaron a cavar zanjas a cosa de 50 metros de donde estábamos. Un soldado que iría según imagino a satisfacer una necesidad, tuvo la mala suerte de pasar cerca del extremo de nuestra línea. Como boa que cae sobre su presa, Casey acogotó al solado, lo degolló con la daga de 28 centímetros y lo tendió en tierra sin hacer el menor ruido. Al oír acercarse el paso acompasado de herradas botas permanecimos inmóviles, temerosos de que una tos, un estornudo, un crujido revelase nuestra presencia. Berkely empuñó una granada y preparó el fusil; los demás, nuestros fusiles ametralladoras. Cuatro soldados alemanes que portaban ametralladoras pasaron frente a nosotros, el más cercano a 25 centímetros de nuestras cabezas, marchando a riguroso compás. Hicieron alto en el cruce de la carretera y lanzaron un cohete que iluminó todo el contorno. Evidentemente sabían que se había infiltrado una patrulla enemiga. Por fortuna, lo profundo de la cuneta nos ocultaba bien. Estábamos cercados. Si caíamos prisioneros nos fusilarían; acaso después de habernos torturado para vengar al compañero que degolló Casey. Tras de comunicarnos de boca a oído diversos planes, el Arabe propuso una estratagema digna de haber sido ideada por Ulises y cantada por Homero. --El enemigo cree que estamos tratando de escurrirnos a nuestras posiciones como perros que huyen con rabo entre piernas después de una paliza. Me parece que debemos echar por esa maldita carretera pisando recio, como si fuese nuestra. Los alemanes pensarán que somos de los suyos, y cuando nos den el alto y se acerquen a pedirnos la contraseña los haremos polvo. Al teniente Toland le pareció bien la estratagema. Avanzamos, pues, en marcha con compás y con el alma en un hilo. A poco Berkely señaló disimuladamente al otro lado de la cuneta. Cuatro soldados nazis, uno

de ellos apoyado en una ametralladora, nos estaban mirando. Seguimos adelante, pisando recio, vista al frente, aunque observándolos de reojo. Nuestra audacia había engañado a los alemanes. Pero ¿Habrían encontrado al que mató Casey? Si así fuere, estarían alerta en los bosques que debíamos atravesar. Se me heló la sangre al ver en la carretera, frente a nosotros, un soldado alemán. El Arabe hizo intento de disparar pero cambió al punto de parecer. Continuamos marchando hacia el canal, que no tardamos en cruzar sin novedad. Acabábamos de vivir una aventura de ésas que parecen invenciones de los novelistas. Nos estrechamos las manos, húmedas todavía de un sudor frío.

A la una de aquella inclemente madrugada lluviosa salvó nuestro batallón el angosto canal y se internó en tierra de nadie. Mi pelotón iba de cabeza de vanguardia. Nuestras órdenes eran matar alemanes. Nunca volvió a sernos tan fácil como esa noche matar o tomar prisioneros a los alemanes sin que nos causaran bajas. Parecían tan ofuscados que sólo hacían fuego a trechos e irreflexivamente. Acostumbrados a disputarles el terreno palmo a palmo, la ocasión nos venía de perillas y sacamos de ella el mayor partido posible. Rodgers disparó contra una zanja y tomó dos nazis prisioneros. Hirió a otro cuando le apuntaba a Finkelstein y lo tomó también prisionero. A Gruening, que andaba como lobo en busca de presa, le hicieron fuego desde un pozo de tiradores; lanzó allí una granada y despachó a dos enemigos. Duquesne hizo blanco en otros dos o más que disparaban contra él desde un almiar; y derribó después a dos motociclistas en el cruce de la carretera. Olfateando con ávida nariz el olor del combate, el Arabe vadeó el canal para intentar un flanqueo. Al azomar la cabeza por encima de la yerba vio tres cañones antiaéreos de 20 milímetros emplazados a unos 50 metros. Acordándose de un cuento en que un vaquero mata a un bandido disparando contra su escondite para que las balas lo hieran de rebote, el astuto Arabe dirigió sus disparos de manera que los proyectiles rebotasen de la cresta del parapeto a los cañones. Después de la octava descarga dio un grito estentóreo: “Kamaraden, heraus!” y asomaron un par de brazos en alto y una cara pálida, a los que siguieron en rápida aparición los de 29 hombres más. Un joven capitán alemán se adelantó hacia el Arabe y le dijo en buen inglés: --Estoy herido. El Arabe entregó sus prisioneros a unos ingenieros paracaidistas que andaban cerca. El Segundo Batallón rebasó nuestras líneas, alcanzó su objetivo y copó una compañía alemana. Había tomado posiciones en unas zanjas, con la compañía alemana ya prisionera, cuando la artillería pesada del enemigo empezó a bombardearlo. Los proyectiles hacían blanco a diestra y siniestra. El comandante del batallón llamó al capitán de la compañía alemana y le ordenó: --Forme su gente en la carretera y hágala marchar y contramarchar en orden cerrado. El capitán vaciló en obedecer a causa del bombardeo. --¡Maldito estúpido! –rugió el mayor –haga lo que le mando o es hombre muerto! El capitán formó entonces a sus hombres en la carretera y los hizo marchar y volver a marchar debajo del fuego de los cañones. En el puesto de observación alemán notaron lo que ocurría y mandaron suspender los fuegos. Una compañía del Segundo Batallón avanzó en terreno descubierto causando grandes bajas a los alemanes y arrollándolos de continuo, hasta que contraatacaron los tanques enemigos. Faltos de armamento antitanque, los nuestros no tuvieron más camino que tenderse en las zanjas a aguardar lo que viniese, que en casos tales suele ser lo peor.

Los Mark IV y Mark V avanzaron estrepitosamente inclinando los cañones para disparar contra las zanjas en que los nuestros estaban con el alma en un hilo. Un alemán abrió la escotilla del tanque, sacó fuera la cabeza de rubio buen mozo y sonrió diabólicamente diciendo en inglés: --Salgan de sus zanjas, muchachos, se acabó el juego. Los alemanes tomaron prisioneros 50 de los nuestros. Nunca más supimos de ellos. Un soldado que había escapado oculto en unos matorrales nos contó el episodio. Nuestro pelotón avanzó a lo largo del canal, con el agua en la rodilla, renegando al tropezar con témpanos de hielo. Pocas horas antes, un reemplazo recién llegado al pelotón, Johnson, muchacho rubio de cara aguileña, le había dicho a su compañero Alexander al entregarle 5000 libras: --Hoy me matan y para nada necesitaré ese dinero. Gástatelo en Nápoles cuando vuelvas allá después de esto. Y cada vez que tomes un trago, tómate otro por mí, que te estaré viendo. Alexander aceptó el dinero a más no poder. Un casco de granada alcanzó a Johnson en la nuca y se la destrozó. Sentí que se me oprimía el corazón al recordar el presentimiento del pobre muchacho y verlo a él ahí, encogido en el agua que iba tiñéndose de sangre. Alexander cumplió al pie de la letra la recomendación del amigo muerto. Llegaron muchos reemplazos, todos magníficos muchacho, recios como mulas e inexpertos como solteronas. Nos daba tristeza tener que llevarlos a combatir. Muchos de ellos morían antes de haber aprendido a aprovechar el escaso margen de seguridad que la suerte concede al soldado veterano. Y moría del modo más estúpido: por haber pisado una mina, por el disparo accidental de un arma, por el desplome de un pozo de tiradores mal construido. En el primer combate solían morir apiñados. He de decir, sin embargo, que los que sobrevivían a las primeras pruebas cobraban experiencia igual a la de todos nosotros; adquirían rápidamente ese sexto sentido, tan intangible y siempre tan despierto, del soldado veterano. Aunque estos caían aisladamente, y no en montón como los bisoños, no por esto dejaba de cumplirse en ellos la ley de las probabilidades, y quedaban en el campo de batalla a pesar de lo expertos que estaban ya. Siete de esos jóvenes reemplazos se habían instalado en un cobertizo techado de paja. Al pasar por allí un día, viendo el riesgo en que se hallaban, les aconsejé que se fabricasen un abrigo con techo de palos recubierto con una capa de tierra, lo cual los resguardaría de los proyectiles. Con temeridad hija de la ignorancia creyeron que lo remoto del peligro no valía la pena de que se tomasen ese trabajo, y continuaron en su cobertizo haciendo café y añorando la patria lejana. En la tarde siguiente una granada atravesó el techo de paja. Cuando llegamos, todos los siente muchachos yacían moribundos en torno de la estufa de gasolina. Dispersas en el suelo del cobertizo había 14 piernas. De cuantas escenas espantosas vistas en 340 días en el frente de combate se grabaron en mi memoria, ninguna escena más horrible y patética que ésa. Los Batallones Primero y Segundo de la Legión avanzaron poco después hasta las elevadas orillas del Canal de Mussolini, en las que acamparon por 63 largos y penosos días. En sus posiciones de los Albanos, los alemanes comían tranquilamente salchichas y berzas agrias, y concentraban a voluntad sus certeros fuegos de todos los puntos de cabeza de playa. Estábamos de espaldas al mar y sitiados por ambos flancos, pues nuestra artillería con frecuencia concentraba sus fuegos primero al oeste, luego al norte y en seguida al este. En las orillas del canal se trabajaba intensamente en obras de fortificación de campaña. Un soldado excavaba una zanja de metro y medio de profundidad, que consideraba suficiente para abrigarse, hasta que las balas de los obuses enemigos empezaban a abrir agujeros todo alrededor; entonces ahondaba la zanjas hasta un metro y 80 centímetros. Al siguiente bombardeo la ahondaba hasta dos metros. Y así

continuaba hasta que encontraba agua y tenía que suspender. Buscaba entonces unos cuantos palos gruesos, se ingeniaba para hacerse con ellos un techo y lo cubría de tierra. No perdíamos el tiempo. Una noche lluviosa y fría nuestro pelotón mató unos 10 alemanes y tomó 33 prisioneros. Lo que parecía infundir más respeto a los alemanes era la forma, desconcertante para ellos, en que nos las habíamos con sus patrullas. Por hallarse nuestras avanzadillas distantes hasta 200m unas de otras, alemanes armados de pistolas ametralladoras se deslizaban de noche sin mayor dificultad y recorrían por horas enteras nuestras posiciones. Tan bien disfrazados estaban nuestros puestos avanzados, que solo por casualidad daba el enemigo con ellos. Si los dos o tres hombres de alguno de esos puestos veían adelantarse una patrulla de veinte alemanes, la dejaron pasar y telefoneaban al retén y sembraban de muertos alemanes del campo. Tomamos prisionero a un alemán. Que se quejó de nuestra manera de guerrear en términos muy halagadores para nosotros. --Tenemos hombres y armamento de sobra –decía el alemán--. Ardemos en deseos de pelear y no nos importa batirnos con la mayoría de los estadounidenses. Pero ustedes, verdammt yanquis, son unos locos. Cuando los atacamos la semana pasada, sabíamos por nuestras patrullas que en esa línea tenían ustedes nada mas que un puñado de hombres. Nuestra artillería abrió en fuego y atacamos después. Rompieron ustedes entonces los fuegos y nos hicieron caer como moscas. No se nos da nada hacerle frente a la infantería regular. Pero Dios nos libres de estos demonios de paracaidistas.

De avanzada en avanzada, de hombre en hombre corrió el rumor. Cada uno de los que lo oían aumentaba con hilos de su propia cosecha el ovillo de las suposiciones: “Un soldado del Segundo Batallón dijo que por lo que había dicho alguien que vio ciertos papeles en el comando del Regimientos es casi seguro que nos sacarán pronto de Italia. La División 504 está para salir de Anzio para Nápoles, y de Nápoles la mandarán a Inglaterra.” En este rumor había bastante verdad. A la noche siguiente nos replegamos a la playa. Si durábamos uno o dos días más, quedaríamos para contarlo. Hubo un crujir general de vértebras cuando los hombres pudieron enderezar el espinazo por primera vez en muchos días. A la otra mañana, mientras me servía una taza de café en la cantina, uno de los que allí estaban, soldado de infantería, empezó a refunfuñar: --¡Quién fuera paracaidista! A ellos los mandan a pelear unos pocos días y los relevan. Son los niños bonitos del ejército. ¡Y les dan un sobresueldo de 50 dólares mensuales además! --¿Qué habrán hecho ésos para que merezcan irse de temporada a Inglaterra? –dijo un soldado de las tropas recién llegadas mientras nos embarcábamos en el transporte--. Nosotros estamos peleando desde hace dos semanas en esta cabeza de playa, y no hay ni esperanza de que nos releven. ¿Por qué hemos de ser los que lo hagan todo en esta maldita guerra? --¡Basta de hablar tonterías! –respondió a esto un veterano de la 3ª División--. Los que están embarcándose son del 504 de paracaidistas de infantería. Han combatido más tiempo del que ustedes llevan bajo banderas. Han estado en Sicilia, Salerno, Volturno, Cassino y Anzio. Ni con una máquina de sumar alcanzarían ustedes a contar los alemanes que ellos han quitado de en medio. Con que ¡a callar antes que uno de esos muchachos se enfade y les aplaste las narices!

Nuestro barco zarpó rumbo a Nápoles, donde pasaríamos dos semanas deliciosas antes de seguir a Inglaterra. Cambiar de las resecas cuestas de Italia a los verdes campos de Inglaterra fue para nosotros la gloria. El cercano campo de golf, los setos vivos, los árboles, las flores, las hortalizas, los pastos, la naturaleza toda que ofrecía a la vista los más variados matices del verde, nos encantaban tanto como lo fresco del clima.

En cuanto supieron que acampaba cerca de la ciudad un regimiento de tropas escogidas estadounidenses, las muchachas de Leicester acudieron en bandadas, como langostas a un prado que respetó la sequía. Del lado allá de la cerca, las lindas inglesitas de mejillas de rosa no nos quitaban los ojos de encima. En el campamento hubo que redoblar la vigilancia para que no nos saltemos la cerca sin aguardar el reparto de los uniformes de salida. Espumajeábamos, pataleábamos, sacudíamos la cerca. Por fin nos dieron los flamantes uniformes y tomamos atropelladamente la puerta. Cometimos en Inglaterra más de una bellaquería –por todas las cuales doy disculpas a cuantos ingleses acierte a leer estas líneas –pero la peor fue la de pegarles la sarna a los vecinos de Leicester y sus alrededores. Casi todos los hombres del 504 habían contraído la enfermedad en Italia. Y como haberlo sabido los médicos del Regimiento nos habrían hecho perder en la cuarentena de una o dos semanas de un tiempo precioso, conminamos a los sanitarios de cada pelotón, bajo terribles amenazas, a no decir ni palabra de eso. Estando ellos aquejados del mismo mal y no menos deseosos que nosotros de ir a la población, convinieron en todo. Como no teníamos síntomas notorios de sarna en las manos ni el cuello, pudimos rozarnos con los confiados ingleses. Transmitimos la sarna a las muchachas, que a su vez contagiaron a sus familiares y a sus amigos. Confieso que daba risa ver a las inglesitas frotarse disimuladamente la cadera o rascarse a hurtadillas la bien torneada pierna, sin sospechar que nosotros sabíamos de sobra, por experiencia propia, lo que les estaba sucediendo. Fue una mala pasada la que les jugamos a esas muchachas; pero estoy seguro que les habría mortificado más vernos a nosotros en cuarentena. Por fin, cuando los ingleses estaban ya rasca que rasca, enteramos a los médicos militares de nuestra enfermedad. Tomaron enérgicas medidas para combatirla; pero como los ingleses habían contraído ya la sarna, no nos pusieron en cuarentena. Los que quedábamos curados examinábamos con experta mirada de conocedores a las muchachas antes de invitarlas. No valieron, sin embargo, precauciones para impedir que muchos volviésemos a contagiarnos. Nuestra luna de miel tocaba a su término. Cuando llegamos a Inglaterra estaban ya bastante adelantados los preparativos para el Día D. Rodgers y 24 más de los nuestros respondieron al llamamiento de voluntarios para destacarlos a Normandía. Al darles el último apretón de manos se nos encogió el corazón. El gran Rodgers era moral y materialmente uno de los puntales más firmes de nuestro pelotón. Tenerlo a mi lado yendo de patrulla o estando de avanzada, era sentirme seguro. --Sé prudente –le recomendé. --Lo seré lo más que pueda, Ross; pero tal vez no valga serlo en esta ocasión –repuso él, y se alejó. El 504 no había vuelto a saltar en paracaídas desde Salerno. Nos tocó ahora un programa de prácticas de descenso en paracaídas, gimnasia, empleo de todas nuestras armas. De las marchas de ocho kilómetros fuimos pasando gradualmente a las de 65. Todo esto nos endureció físicamente a pesar de las juergas que corríamos. Con éstas y otras llegó y pasó el Día D –6 de junio de 1944. Muy de mañana un ronroneo ensordecedor de motores me hizo asomarme a mi carpa. Vi cientos de aviones que volaban hacia Normandía. Pasé el resto del día y parte de la noche nervioso y cavilando. Temía por Rodgers y los otros compañeros. Mis temores resultaron ciertos: murieron 17, entre ellos Rodgers. La noticia de su muerte sumió a nuestro pelotón en una tristeza más sombría que la niebla de Londres. Al mismo tiempo nos ensanchaba el ánimo la satisfacción que se experimenta al sentir que puso uno su fe en quien la merecía. Rodgers cayó como bueno. Según supimos, quitó de en medio 40 alemanes apostados en la Iglesia de Saite Mére antes que un tirador enemigo lo matase a él de un balazo en la cabeza. Muchos de nosotros nos sentimos culpables hasta cierto punto de su muerte. Si nos hubiéramos ofrecido para ir con él y los otros voluntarios, tal vez le hubiésemos salvado la vida. Juramos vengarlo en forma terrible.

Después de muerto Rodgers se recibieron varios pares de excelentes calcetines de lana que le enviaba la mamá. Los guardamos para usarlos solamente en el combate. Al tenerlos puestos imaginábamos que nuestro compañero se hallaba con nosotros en cuerpo y en alma tomando parte su venganza. Para ese entonces el número de compañeros invisibles igualaba casi al de los visibles.

La armada aérea que intentaría el mayor lanzamiento de paracaidistas visto hasta entonces oscurecía el cielo por cientos y cientos de kilómetros al volar en largas formaciones curvas. Eran las 10 a.m. del domingo 17 de septiembre de 1944. El 21º Cuerpo de Ejército del Mariscal Montgomery atacaba por Holanda, y conforme al plan de campaña tres divisiones aerotransportadas debían adelantarse, tomar tierra simultáneamente y apoderarse de todos los puentes importantes. Mientras trasvolábamos la tierra inglesa, ronroneantes los motores, animosos ciudadanos apiñados en campos, calles y tejados nos decían adiós. Pasado el Zuider Zee, nuestras formaciones atrajeron nutrido fuego de las baterías antiaéreas. Algunos de los aviones de combate que bajaron en picada en dirección a los fogonazos para ametrallar al enemigo, doblaron las alas en mitad del aire como codorniz herida por el cazador y cayeron envueltos en llamas y humo. Un proyectil hizo bambolear nuestro avión. ¡Dios mío! ¡Tener que continuar sentados en nuestros puestos dentro del enorme transporte aéreo, como muñecos en un salón de tiro al blanco, mientras el enemigo disparaba contra nosotros! No veía la hora de saltar, de pisar tierra. Y me tocaba saltar de último. Si hacían blanco de nuestro avión me estrellaría con él. ¡Perra suerte! Al fin me lancé al espacio. Se abrió el paracaídas. Miré hacia abajo buscando tierra con los ojos. ¡Qué tierra ni qué nada! Iba derecho a la mitad de un lago. Empecé a maniobrar desesperadamente las líneas de suspensión. Hasta el último tirón, que me llevó a aterrizar a cosa de un metro y medio de la orilla, creía que me ahogaría sin remedio. A los 15 minutos nuestra compañía avanzaba hacia el Puente de Grave. Hallándonos a 500 metros, en terreno descubierto, una tremenda explosión lanzó el puente por los aires. Los fragmentos que volaban en todas direcciones hirieron a algunos de los nuestros. Nos agazapamos en una zanja poco profunda en el campo barrido por fuego de ametralladoras. Como ya habían volado el puente, que era nuestro objetivo, aguardaríamos en la zanja hasta que cayese la noche. En cuanto uno de nosotros sacudía una mata, las ametralladoras disparaban hasta dejar sólo el tocón. Duquesne y Gruening, sintiéndose con ganas de broma, se entretuvieron en agitar a ras de la zanja cuanto hallaban a mano, para atraer así el fuego del enemigo. En cuanto lo conseguían, se tendían boca arriba para ver cómo barrían las balas a los cantos de la zanja. Al día siguiente marchamos canal arriba para atacar el Puente 10. El enemigo lo había abandonado. Los sonrientes habitantes se empeñaron en formar largas colas para desfilar e irnos estrechando la mano. Perdida la paciencia, Duquesne estalló al fin: --Si no dejan de apretarnos la mano, empezaré a besar a las mujeres. ¡Así nos dejarán en paz! Reparando en dos lindas holandesas, evidentemente mellizas, ambas ojiazules, de abultado seno, labios de guinda y simpática expresión, que se adelantaban hacia él, dijo Duquesne: --¡Aquí es donde pongo fin a la cordialidad holandesa! Hizo perder el equilibrio a una de las muchachas sacudiéndole calurosamente la mano; le rodeó el flexible talle con el brazo izquierdo y unió su boca a la de ella en beso interminable mientras los allí presentes reían y aplaudían. Cuando dio por terminado el beso, la otra hermana adelantó la fresca y graciosa boca. De nuevo besó Duquesne. Al terminar este segundo beso, la que recibió el primero estaba aguardando turno. La estratagema había resultado contraproducente… con gran satisfacción de Duquesne.

La jornada fue memorable para los muchachos de nuestra compañía. Cercaron 267 alemanes en el Puente de Nijmegen y sus inmediaciones y no dejaron escapar uno solo con vida. Los calcetines de Rodgers nos habían traído suerte, y a él, venganza. Todos los que los llevaban puestos se distinguieron. Y nuestra Legión fue la primera unidad estadounidense que cruzó el Rin. Pero la suerte es inconstante, y rara vez favorece por mucho tiempo en la guerra. Llegó la de malas con un recio bombardeo de artillería al que siguió un ataque de tanques. Cinco Mark VI de 60 toneladas avanzaron desde una población vecina, apoyados por fuerzas de infantería. Los largos y bruñidos cañones semejaban trompas de monstruos prehistóricos. Lo alto de la carretera detrás de la cual nos abrigábamos era lo único que impedía a los tanques tirar por línea recta contra nosotros. La infantería alemana, que había aprendido a temer nuestra puntería, se mantuvo alejada del combate. Como el terreno a espaldas nuestras era plano, si los tanques llegaban a la carretera estábamos perdidos. Preguntándonos estábamos si los alemanes optarían por tomarnos prisioneros o por ametrallarnos a todos, cuando Towle –un muchacho callado y de gran sangre fría –acudió presuroso con su bazuca. Quiso la suerte y el propio sino de Towle que entre los provistos de bazuca fuese Towle el único que no había agotado sus cartuchos. --Aquí es donde me gano yo la Medalla del Congreso –dijo irónicamente. Y arrastrándose hasta la carretera, empezó a apuntar, a hacer fuego, a dejarse resbalar talud abajo, a cargar y a arrastrarse hasta otro punto para disparar de nuevo. ¡Un solo hombre armado de una bazuca haciéndoles frente a cinco fortalezas móviles de 60 toneladas cada una! En cuanto asomaba Towle en un punto de la carretera, los alemanes barrían ese punto con el fuego de sus piezas de 88 y de sus ametralladoras. Por fin el valeroso soldado obligó a los tanques a replegarse sobre la población. Su intrepidez había salvado a nuestra compañía y la margen izquierda del Rin. Minutos después cayó Towle mortalmente herido por una granada. Fue el único soldado de nuestra división a quien le concedieron la Medalla del Congreso… póstumamente. No tardaron los tanques en volver. De nuevo nos ensombreció el ánimo la perspectiva de que la noche nos hallaría muertos, o prisioneros comiendo salchichas y berzas agrias, si no recibíamos pronta ayuda. Rostros y lugares queridos desfilaban por mi memoria. Veía la casa paterna en Virginia, la universidad de Lincoln en que pasé mis días de estudiante, el cuarto que ocupaba en la granja y bajo el cual estaba el establo de las vacas… Tal vez en este mismo instante estuviese mi madre escribiéndome una carta en que me diría: “Cuídate mucho y no te expongas sin necesidad.” Nos avisaron que nuestro capitán había pedido a los ingleses que acudieran a socorrernos con sus tanques, pero dudamos que el socorro legara a tiempo. Eran las cuatro de la tarde y sabíamos que para los ingleses es sagrada la hora del té. En esto llegó del lado de la carretera creciente estrépito. ¡Eran los ingleses! Pronto asomaron seis tanques Churchill. Nos pegamos al fondo de las zanjas, seguros de que ele enemigo redoblaría la intensidad de sus fuegos. Los tanques ingleses entraron en acción con la misma calma que si estuvieran en el campo de ejercicio. Pusieron fuera de combate tres Mark VI en menos de lo que se dice; hicieron blanco con una granada perforante en la casa convertida en fortín de obuses; barrieron con fuego de ametralladoras cuanto enemigo había a la vista. Cumplida su misión, los valerosos jinetes de la caballería mecanizada se volvieron por donde habían venido. No olvidaron, sin embargo, hacer alto en un bosque cercano para tomar el té. Habían realizado en gran escala una hazaña de salvamento como las de los jinetes del antiguo Oeste norteamericano. A la mañana siguiente nos revelaron.

Estábamos en Alemania. La compañía había ocupado una posición particularmente vulnerable, en terreno descubierto, el día que Willie Mullins recibió aquella carta de su esposa. Una carta que minó

nuestra moral más de lo que hubieran podido hacerlo todas las balas enemigas, todos los aguaceros y todas las penalidades. Willie vivía enamorado de su mujer. La estimaba lo bastante para sobreponerse a todo y permanecer sordo al llamamiento de las tentadoras. Acudía el primero cuando iban a repartir el correo. Leía y volvía a leer las cartas de su mujer, las cuales llevaba siempre consigo hasta que la lluvia, el sudor y el fango las volvían ilegibles. Le mandaba a su esposa cuanto dinero podía economizar, destinado a la cuenta de ahorros con que comprarían, cuando él volviese, una casita. No le había cruzado siquiera a Willie por la imaginación que la adorable jovencita que se sentaba en sus rodillas, y jugueteaba con sus cabellos, y le acariciaba los entornados párpados, y lo besaba tiernamente en la comisura de los labios pudiese llegar a serle infiel jamás. Willie, como muchos otros soldados, estaba batiéndose por ella, por la vida bajo un régimen de libertad, que su mente candorosa asociaba con los fines de la guerra. Acababa Willie de regresar del puesto avanzado donde pasó la noche. Una noche agotadora en que abundaron los sobresaltos, los ruidos alarmantes corrientes en tales casos, y aumentados en éste por los silbidos de los nuevos cohetes diabólicamente ideados para crispar los nervios. Muchas veces durante esa noche vio Willie desvanecerse la imagen de la casita que le sonreía en la mañana. Berkely le entregó la carta. La leyó Willie dos veces, con ojos que querían salirse de las órbitas. Luego la tiró al suelo, la pisoteó. Después le disparó un tiro. En seguida, agitándolo en alto, gritando, llorando, maldiciendo, corrió hacia las líneas enemigas, describió un gran arco de círculo, volvió acesando y echando espumarajos. --¿Cuestión de faldas, Willie? –le preguntó el Arabe. --Lee esto. ¡Léelo para que lo oigan todos! –repuso Willie entregándole la carta. El Arabe leyó:

--“Queridísimo Willie: tengo que darte una noticia buena y mala a la vez: estoy encinta. ¡La vida sin ti era tan dura, amor mío! No puedes imaginarte las penas que e pasado. Si tú me hubieras querido de verdad, habrías encontrado manera de volver a mi lado. Creo que tú sabrás comprenderlo todo. Será hasta cierto punto una alegría encontrarte con un bebé cuando vuelvas ¿verdad que sí, Willie? Anda, escríbeme; dime que volveremos a ser tan felices como antes. Tuya con todo mi amor.” El Arabe resumió muy bien lo que todos sentíamos cuando dijo al concluir la lectura: --No le contestes, Willie. ¡No vuelvas a pensar en ella siquiera! --¡No puedo, Arabe! ¡Nunca podré olvidarla! ¡La quiero! –repuso Willie. De repente le arrebató al Arabe la carta y empezó a correr describiendo grandes círculos en tanto que repetía a gritos: --¡La quiero! ¡La quiero! Esa misma noche se volvió loco Willie Mullins y tuvieron que llevárselo a retaguardia con camisa de fuerza. El episodio nos envenenó el alma. En largos meses de penalidades, de sangre, de muerte, casi todos habíamos colocado en el altar de nuestros ensueños a alguna mujer de la cual hicimos viviente símbolo de fidelidad y pureza. Cuando el Rey del Comején se ponía sentimental y nos hablaba de su Angela; cuando el mismo Arabe, lector infatigable de Homero, recordaba a las maritornes que pasaron por su vida, tanto uno como otro trasmutaban inconscientemente en fragancia de virtud y de ternura las perfidias e impurezas, ciertas o imaginadas, de sus dulcineas.

Me tocó ver a más de uno de los que se llevaron, como a Willie, con camisa de fuerza. Mientras pudieran estar seguros de que los sacrificios y las penalidades que pasaban en la guerra los hacían acreedores, cuando menos, a que la mujer que dejaron al otro lado del mar les fuese fiel, los hombres lograban en mayoría de los casos sobreponerse al infierno de la guerra mecanizada. Pero cuando una carta cruel mataba su fe, esos hombres experimentaban un derrumbe moral que en algunos casos era completo y definitivo.

Al cabo de seis semanas seguidas en la línea de combate tomamos los camiones que nos llevaron a Francia, donde acampamos cerca de Reims. Estaríamos allí un par de meses dándonos buena vida. Comíamos y bebíamos abundantemente, y no nos faltaban permisos para ir a Reims, a París, a la Riviera, a Inglaterra. Los paquetes de aguinaldos llegarían a tiempo y festejaríamos la Navidad en debida forma. Así las cosas, el 17 de diciembre de 1944, estando reunidos los antiguos del pelotón haciendo planes para una fiesta de Nochebuena por todo lo alto, cayó entre nosotros como una bomba el nuevo comandante de la compañía. --Muchachos –nos dijo –vamos a entrar en acción. El enemigo ha roto nuestras líneas. Estén listos mañana a las ocho con equipo de combate. ¡No tendríamos Nochebuena! Lo que tuvimos fue el combate de la Saliente de las Ardenas. Revisamos el equipo y nos dispusimos a partir. El ambiente era de descriptible melancolía. Cuanto sabíamos era que la situación de una parte del ejército aliado era comprometida. La suerte nos había favorecido tan continuamente que bien podíamos temer que pronto se cansase de hacerlo. Hombres como Duquesne, Gruening, Berkely, Finkelstein, Casey, el Arabe, Winters y yo habíamos escapado ilesos de una guerra en que el 200 por ciento de los reemplazos de nuestra compañía quedaron en el campo. Éramos prófugos de la ley de las posibilidades, Y ahora, mirándonos unos a otros, nos preguntábamos a solas: “¿A cuál le tocará esta vez?” Escribimos cuatro letras en casa diciendo que estábamos bien y haciéndonos muchos planes para Navidad. Concluimos deseándoles a todos felices pascuas y manifestando el optimismo de rigor acerca e la pronta terminación de la guerra. Luego nos acostamos a revolvernos en la cama y a pensar. Nos desayunamos a las cuatro en la cantina de la Cruz Roja. Muchos de los muchachos hablaban a gritos y reían con frecuencia tratando de olvidarse de la tensión nerviosa que les resecaba la garganta. Sorbimos el café ansiando que nos librara de la angustiosa sensación de vació en el estómago. Míseras fichas del tablero de los campos de batalla, viajamos todo un día con su noche en camión, empapados por la lluvia; nos agrupamos en la mañana nebulosa y fría del 19 de diciembre, y marchamos por la nieve fangosa hasta sentir entumecidos los músculos y deshechos de cansancio los pies. En la tarde del 20 de diciembre la viveza del fuego enemigo nos obligó a ocultarnos detrás de unos árboles. A las ráfagas de ametralladora se unían de cuando en cuando disparos de obuses de 20 milímetros cuyas granadas quebraron las ramas de las copas de los árboles. El Arabe, después de observar con interés de psicólogo al nuevo comandante del pelotón –un teniente que recibía ahora su bautismo de fuego –se volvió a mí para decirme: --Bisoño, pero parece que promete. Empezaba a atardecer cuando el comandante del pelotón reunió a los suboficiales. --A pocos cientos de metros de la orilla de un campo que hay al lado opuesto de este bosque ha improvisado el enemigo un blocao –dijo el teniente--. Esta noche, a las 7 y 30 avanzará el pelotón de tiradores. Ustedes cuidarán de que las líneas se muevan ordenadamente. Vamos a rebasar ese blocao que defiende la carretera, a tomar la población que está detrás y a sostenernos allí. Eso es todo.

--Carter –dijo el Arabe –los calcetines de Rodgers se me han caído de los pies a pedazos. No me siento con suerte. --Mira, Arabe, yo tengo puesto esos calcetines y Berkely otro. Pero de nada nos valdrá esta vez. Nos llegó la hora. --Hombre, Carter –apuntó el intrépido Finkelstein –tenía mejor idea de ti. Ya verás que vuelves sano y salvo de la guerra. Serás entonces profesor de historia, y tus alumnos renegarán de la hora en que no te despacharon los alemanes. Los relojes que habíamos estado consultando a cada momento señalaron la hora. Los 33 hombres de nuestro pelotón, que iba de vanguardia seguido por otros dos pelotones, avanzaron bosque adentro. Pronto estuvimos en la orilla del campo que cruzaban de trecho en trecho las alambradas. La línea de tiradores que avanza por un terreno como ése es blanco ideal para las ametralladoras. Oí a Duquesne decirle a Gruening en voz baja: --De ésta no escapamos. Estábamos ya en terreno descubierto. Las alambradas nos impedían avanzar simultáneamente y guardar los intervalos. Habíamos recorrido casi la mitad del campo cuando empezó la danza. Miles de balas trazadoras, tan vistosas como mortal era su oficio, atravesaron el espacio describiendo fosforescentes curvas que al entrecruzarse convirtieron la noche en día y los hombres en blancos de carne y hueso. Llenaban el aire amarillentos relampagueos, silbidos de proyectiles disparados por las piezas de 20 milímetros, tableteos de ametralladoras, explosiones de granadas que llovían sobre nuestra retaguardia. En momentos en que yo salvaba la alambrada frente a la cual, a distancia de pasos, estaba Finkelstein, la explosión de una granada de 20 milímetros lo envolvió en llamas. Nuestra línea vaciló. Oí como en sueños el vozarrón de Berkely que gritaba: --¡Adentro, muchachos! ¡A acabar con ésos que nos han matado a Finkelstein! Avancé sin darme clara cuenta de lo que hacía. Un par de metros a mi izquierda un sarta de balas trazadoras buscaba blanco. Una pieza de artillería de campaña disparaba metódicamente contra el centro de nuestra línea. Los obuses seguían bombardeando los dos pelotones de sostén. Las ametralladoras barrían el terreno frente a nosotros. Marché hacia delante haciendo fuego. Las detonaciones de mis disparos se perdían en el estruendo general sin que alcanzase a oírlas. --¡Me pegaron! El que lanzó con voz quejumbrosa este grito era el Arabe. Estaba tendido en un charco de sangre, casi frente a mí. Me arrodillé al lado del veterano para prestarle los primeros auxilios. --No vale la pena –suspiró--. Diles a los compañeros, si alguno escapa de ésta, que yo hubiera querido hacerlo mejor. Al seguir adelante tropezaron mis pies con su inseparable Homero. Un proyectil había partido casi en dos el libro, que estaba todo manchado de sangre. Lo puse en el pecho de mi compañero. Palpé luego el corazón. Ya no latía. Crucé los brazos del héroe sobre su querido libro y marché de nuevo contra el enemigo. Maldiciendo como un loco disparé y disparé hasta que el recalentado fusil me quemaba las manos. Iba aproximándome al sitio de donde partieron los disparos que habían dado cuenta de Finkelstein, del Arabe y a lo que imaginaba, de la mayor parte de mis compañeros. Vi dibujarse confusamente en la oscuridad tres hombres que acechaban al pie de una ametralladora. Volví a cargar el arma y avancé. Una ráfaga de

proyectiles pasó rozándome. Cuando estuve a unos pasos de la ametralladora los tres hombres salieron huyendo. Puse una rodilla en tierra y disparé ocho balas casi a boca de jarro. Luego me tendí y rodé por tierra para escapar a los disparos de una pistola ametralladora. Encontré a Casey acribillado a balazos. Había caído a pocos metros de un nido de ametralladoras de calibre 42. Cuatro soldados de la SS yacían muertos allí. Rugiendo de cólera marché hacia la derecha y encontré a uno de los sargentos de la Compañía B tratando de reorganizar su pelotón bajo el fuego de los vagones antiaéreos que formaban el blocao del enemigo. --¡Vamos, muchachos! –gritaba el sargento--. ¡Tenemos que tomarnos esa población! Todos a una nos lanzamos en dirección a una siniestra mole que taladraba la oscuridad con sus fogonazos, y contra los metálicos costados de la cual rebotaban silbando nuestros ineficaces proyectiles. Saltando a resguardarme en una zanja, distinguí seis monstruos iguales a ése, que emplazados en círculo vomitaban balas de ametralladora y de cañón de pequeño calibre. A tres metros, al otro lado de la carretera, había un carro blindado. Observé que su cañón de 20 milímetros había cesado de disparar e imaginé que estaría encasquillado. Un par de manos levantaron la escotilla del tanque y vaciaron una pistola ametralladora. “Ya te arreglaré yo la próxima vez,” dije para mis adentros. Preparé una granada de mano, me arrastré al costado opuesto del tanque y quedé en acecho. Sentí, aunque no había oído el más leve ruido, que estaban abriendo la escotilla, y me incorporé a media para lanzar la granada. Antes que pudiese intentarlo siquiera, una granada de mano me pegó entre las paletillas y rebotó como una pelota. Cruzando de un salto la carretera fui a dar contra una alambrada en el cual quedé enredado. Al estallar la granada sentí que algo me entumecía los hombros y la espalda. Me aterró ver que el carro enemigo retrocedía hasta colocarse frente a mí. “Van a acabar conmigo pensé-. Me habían visto y por eso tiraron la granada.” Me daba ya por muerto cuando paró el motor, se abrió la escotilla y salieron tres hombres. Desembarazándome en parte de los alambres de púas, me eché a la cara el fusil y disparé hasta derribar a todos. Cuando me puse en pie tratando de ver mejor sonó a mi espalda el horrible tableteo de una ametralladora. Me pareció que me atravesaban el brazo derecho con un hierro candente y vi saltar un chorro de sangre del grueso del pulgar. Empecé a gritar frenéticamente pidiendo primera ayuda. Veía candelillas moradas y rojas. Cuando recobré el conocimiento, Ciconte, de mi pelotón, estaba arrodillado cerca de mí. Me quitó la pelliza y la guerrera, me aflojó el cinturón, me aplicó un torniquete en el brazo. De pronto lo vi echar mano al fusil y disparar rápidamente. --¡Ese alemán no tratará otra vez de pillar descuidado a nadie! –dijo en tanto que arrodillándose de nuevo a mi lado me ponía una inyección de morfina. Creo que me desmayé cada 50 metros cuando iba camino al hospital de primera sangre. En los momentos lúcidos preguntaba por mis compañeros. De los antiguos quedábamos con vida Berkely, Winters y yo… si no moría desangrado. Desfilaron por mi pensamiento todos los que conformaban mi pelotón al principiar la guerra. Empezó a apoderarse de mí una languidez adormecedora. A la voluntad de vivir que había sostenido mis piernas vacilantes sucedían desfallecer anhelos. Se me aflojaron los músculos y me desplomé. ¿Por qué había de seguir viviendo si tantos hombres mejores que yo habían muerto? Mientras yacía postrado sin fuerzas ni ánimo para moverme, tuve una alucinación extraordinariamente vívida. Estaba tendido a la vera de uno de los caminos por los que marchó la Legión en Italia. A la distancia asomó en un recodo una columna de soldados. Avanzaban en dirección hacia mí. Cuando estuvieron más cerca noté que, a juzgar por el uniforme, era día de revista o de salida. Cosa rara, las botas de los soldados no hacían el menor ruido al pisar el cascajo. Esforcé la vista tratando de reconocer a algunos de ellos, pero a todos parecía cubrirles la cabeza y la cara un capuchón de niebla. En esto, cuando el que marchaba a la

cabeza pasó frente a mí, se disolvió el capuchón y reconocí a Hastings, el primer muerto que tuvo nuestro pelotón. Me sonrió sin acortar el paso. Luego fueron desfilando Olson, el Rey del Comején, todos los demás. Guardaban en la columna el mismo orden en que habían ido muriendo. Todos iban sonrientes y como si llevaran prisa de llegar a alguna parte. El Arabe, que iba casi de último, me dijo sonriendo: --Ross, si te das prisa podrás alcanzarnos. Al volver en mí estaba tratando de ponerme en pie. Me pregunto si sería que en mi delirio quise ir tras los fantasmas de mis compañeros. A los pocos pasos me desplomé de nuevo. Al ir perdiendo el sentido me di vagamente cuenta de que empezaba a nevar.

Epílogo Por Boyd G. Carter (hermano del autor) Al caer de una soleada tarde del año de 1947, Berkely, el paracaidista de quien se habla en esta historia, subía conmigo la colina de Virginia donde se halla un pequeño cementerio de familia. Berkely se detuvo ante una sepultura recién cavada, saludó y permaneció en posición de firmes por varios minutos mientras le corrían las lágrimas por las atezadas mejillas y le temblaban los labios y la barbilla. En la lápida se la sepultura había esta inscripción: Ross S. Carter 9 de enero de 1919—17 de abril de 1947 Paracaidista de la 82ª División Aerotransportada Berkely y yo fuimos a sentarnos al pie de un árbol. Por largo rato guardamos silencio. La vida tiene muchas ironías. Pocas, sin embargo, comparables a ésta: Ross Carter, mi hermano, combatió en Salerno, en Cerro 1205, en Anzio, en la Saliente de las Ardenas, en innumerables acciones de guerra. En todas lo respetó la muerte. Ya de vuelta en nuestro hogar, enfermó de cáncer y murió. Quedaron de él los originales de este libro. Empezaba a hundirse el sol en el horizonte. El sargento Berkely se levantó y me dijo: --Voy a despedirme de Ross. De nuevo permaneció unos minutos en posición de firmes ante la sepultura. Al reunirse conmigo me dijo: --He conocido a muchos valientes, pero en esta colina reposa el más valiente de todos.

Ross Carter

T. L. Rodgers

Finkelstein and Homer

Selecciones del Reader’s Digest – Febrero de 1952 Transcribido por Rony Cruz Mendoza – 13 de Enero del 2010

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