La memoria y el rostro

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La memoria y el rostro Por Javier Sicilia En el presente texto, escrito para el foro “Interioridad, Subjetivación y Conflictividad Social” que con motivo de la cátedra Alain Touraine realizó la Universidad Iberoamericana de Puebla, Javier Sicilia, siguiendo la parábola de “El buen samaritano”, habla de la elección del otro que Jesús trajo al mundo, como la base del sentido más profundo de la ética, una ética cuya corrupción ha engendrado las formas más aberradas de la destrucción moderna del prójimo. En este texto, Sicilia continúa una reflexión que –basándose en las fuentes espirituales y teológicas de Iván Illich– dio lugar al número anterior de Conspiratio dedicado a la bioética. Recordemos el relato de la parábola de “El buen samaritano” que fundó la noción de prójimo que ha delineado la vida de Occidente: un hombre que bajaba de Jerusalén a Jericó fue presa de unos asaltantes que lo despojaron y lo golpearon dejándolo semimuerto. Pasaron cerca de él un sacerdote y, luego, un levita (dos hombres vinculados con el Templo y con los sacrificios que reconocía la comunidad judía), pero no lo socorrieron. Pasó después un samaritano, es decir, un enemigo para quienes escuchaban la parábola, un vil extranjero que, venido del reino septentrionalde Israel, no hacía los sacrificios en Jerusalén. Ese, sin embargo, se apiadó del hombre, fue hacia él, lo tomó en sus brazos, sanó sus heridas, lo llevó hasta un albergue y pidió que se le cuidara hasta que se restableciera.1 La presencia del otro tiene siempre en nuestra experiencia, y como lo muestra la parábola, un polo negativo y otro positivo. Sartre en El ser y la nada ha explicado admirablemente el primero: el otro, su aparecer ante mí, es, como le sucede al sacerdote y al levita de la parábola, una especie de violencia que limita mi placer, que me despoja de mi pertenencia. Libre, en el espacio neutro de un lugar –un jardín, dice Sartre; el camino que va de Jerusalén a Jericó, dice la parábola evangélica– repentinamente me veo convertido en alguien que ya no se pertenece, que es interpelado por otro. Así, su aparición “en mi entorno –señala Finkielkraut2 al comentar el pasaje sartreano– suscita un doble malestar: su mirada me reduce al estado de objeto y ese objeto se me escapa porque es para el otro [....] „El otro para mí –escribe Sartre– es a la vez el que roba mi ser y hace que haya un ser que es mi ser‟”, un alguien del que quiero escapar. Para Levinas, que muestra el polo contrario, la aparición del otro no es la violencia, es, al igual que sucede con el samaritano, “el feliz encuentro de almas fraternas que se saludan”; el “milagro de salir de sí” para ir al encuentro de otro. Antes de ser el poder alienante y agresivo que experimentan el sacerdote, el levita y Sartre, el otro, para Levinas, es el poder eminente que rompe el encadenamiento del yo a sí mismo, que lo desocupa de sí, que lo saca de su egoísmo, de su onanismo existencial y lo libera del peso de su propia existencia. “Antes de ser mirada –escribe Finkielkraut comentando a Levinas–, el otro es rostro”.3 Una presencia que en su finitud es infinita,

que me sobrepasa; un enigma que me solicita, una desnudez. Presente ante mí, frágil, desgarrado, como el hombre herido de la parábola; despojado, y sin defensa, su desnudez avergüenza mi frialdad o mi serenidad; su rostro me llama en su ayuda. Hay en esa súplica algo imperioso. No es piedad lo que me provoca, sino una especie de violencia que me ordena ir en su ayuda, que solicita mi caridad. “No le basta mi compañía cuando me muestra su rostro: exige que yo sea para él y no sólo que esté con él. “Así –continúa Finkielkraut–, no soy primero egoísta o desinteresado, es el rostro en su desnudez, el que me desinteresa de mí. El Bien me viene de afuera, la ética me cae encima y es a pesar de mí que mi ser „se va en pos del otro‟” en el que miro al totalmente Otro. Sin embargo, es ese sentido del prójimo, que sólo se da en el encuentro cara a cara, el que, por una paradoja perversa, al volverse abstracto, no sólo niega la projimidad, sino que nos coloca en el centro del polo negativo que busca escapar del otro, distanciarlo de su solicitud o bien negarlo. En su libro La sabiduría del amor, de donde he tomado las citas, Finkielkraut explica con gran agudeza, la manera en que las abstracciones de la historia –llámense “Dios”, “humanidad”, “raza”, “progreso”, “oprimidos”– han velado el rostro del otro y en su nombre lo han perseguido y asesinado; en nombre de la biología (el nazismo), de la igualdad (el comunismo) o de la libertad (el liberalismo), el otro en su diferencia se presenta como alguien a quien hay que suprimir; es en nombre de lo que Camus llamó “el amor abstracto”, eso peor que el odio, por el que la modernidad ha cometido los más atroces crímenes. No quisiera detenerme en este luminoso estudio, cuanto entrar a partir de la parábola evangélica en la génesis de la construcción de esa abstracción y a partir de allí mirar la destrucción del otro, su velamiento, su supresión como prójimo, no en las ideologías históricas, sino en la corrupción de esa misma projimidad y en las aparentes bondades que la sociedad técnica tiene para esa abstracción llamada hoy “ser humano”, “vida humana”, “ciudadano”, “recurso humano”, “oprimido”, “pobre”, etcétera. La parábola de “El buen samaritano”, junto con la Encarnación –ese acto de escandalosa gratuidad de Dios para con el hombre–, introdujeron, como lo ha señalado Iván Illich en su comentario del Evangelio,4 y lo he comentado en otras partes, una floración inédita en el mundo. No sólo el hombre –es la base del Evangelio de San Juan– pudo amar a Dios, al que vive más allá de todo, en una carne, en una projimidad, sino que introdujo una noción completamente nueva e inédita del prójimo. Hasta ese momento, el hombre estaba constreñido a amar, es decir, a realizar un acto de compromiso total con otro en el marco señalado por sus fronteras étnicas y sus creencias, es decir, por la matriz cultural de su nación. Así, los griegos, por ejemplo, tenían un deber de projimidad con los griegos (xenoi), pero no con los bárbaros (barbaroi); los judíos con los judíos, pero no con los samaritanos –de ahí la primera extrañeza de la parábola evangélica que muestra a dos judíos dándole la espalda al judío herido–. Sin embargo, lo que Jesús enseña con su parábola al maestro de la ley que le pregunta: “¿Quién es mi prójimo?”, y no, como posteriormente se leyó: “¿Cómo debo comportarme con mi prójimo?”, es, dice Illich, que “la relación que acaba de mostrar como la más

auténticamente humana no se espera ni se requiere ni se debe [como lo señalaba la ley étnica]: únicamente puede ser una libre creación entre dos seres que sucede sólo si algo llega a mí a través de otro, por otro, en su presencia corporal”, un acto de absoluta libertad. “Mi prójimo –parece resonar en el fondo de la parábola– es aquel a quien quiero y no aquel a quien debo querer”,5 aquel que me interpela, en quien, como diría Levinas, descubro un llamado, una solicitud irresistible. Es el otro, en su carne, en su rostro, el que me interpela y no un mandato, una ley, un abstracción; es una relación y no una regla. Sin embargo, esta nueva relación trajo también al mundo, en su necesidad de preservarla, de llevarla a todos, un género de mal que, como la projimidad, era también inédito; la tentación, dice Illich, “de reglamentar ese nuevo amor fundando una institución que lo garantizara, lo asegurara y lo protegiera”.6 El poder de administrar a los hombres para su bien, el poder, que heredarían el Estado y sus instituciones de servicio –llámense escuela, salud, transporte, vivienda, industria, mercancía– de gestionar sus existencias para hacerlos vivir mejor. Con la Iglesia Imperial y, más tarde, con los Estados seculares, todo un entramado de profesiones, jerarquías y técnicas desarrolladas por el hombre –desde las clerecías profesional y los sacramentos vistos como “instrumentos de salvación”, pasando por los xenodocheia (casas para extranjeros), fundadas hacia el siglo IV, que dieron paso a los hospitales, los orfanatorios, etc.; hasta las profesiones liberales de los Estados modernos, cada vez más diversificadas, con sus recetas (esos sucedáneos seculares de los sacramentos) y sus instituciones de servicios (por las que hay que pagar)–, la caridad, esa relacionalidad, ese ser interpelado por el otro en su rostro y su carnalidad, se volvió un servicio institucional, y al volverse eso hizo que nuestra percepción mirara al otro como un ser impersonal, tan impersonal como la institución mediante la cual le llega algo. Illich lo dice mejor: la transformación de la relación con el otro que trajo el Evangelio tiene dos corolarios. “Por una parte apareció una concepción radicalmente nueva de la relación yo-tú. Si Grecia o Roma antiguas no tenían nada comparable a los hogares para extranjeros ni a otros asilos para viudas y huérfanos, la Europa cristiana no se concibió sin esa vocación profunda de tomar a su cargo, mediante esas instituciones, diversos tipos de personas necesitadas. En eso, la sociedad de servicios responde bien al cuidado de establecer y extender la hospitalidad cristiana; pero, por el recurso al poder y al dinero para proporcionar un servicio, pervierte al mismo tiempo ese acto personal de elegir al otro como prójimo, despojándolo del carácter de libertad que distinguía la parábola de „El buen samaritano‟ y fundando una concepción impersonal del funcionamiento de la sociedad. Así suscita pretendidas necesidades de servicio, forzosamente imposibles de satisfacer [nunca habrá suficiente salud, suficiente instrucción, suficiente energía] y, en consecuencia, un tipo de sufrimiento desconocido fuera de la cultura occidental de inspiración cristiana”:7 la angustia por remediar las necesidades de todos. “Dejar sin ayuda a una mujer, a un hombre o a un niño es el peor de los escándalos para el homo technologicus moderno que, para ello, crea oficinas”.8 Cada vez más ajenos para relacionarnos con nuestro prójimo, exigimos y creamos cada día más y mejores instituciones que lo tomen a su cargo.

De esa manera la sociedad técnica nos ha hecho mirar al otro a través de un velo ideológico que ya no nos permite mirarlo como un prójimo sino como un ser de necesidades. El otro ya no es aquel que, como lo revela la parábola evangélica y lo mostró Levinas, está delante de mí, ese rostro desnudo, insondable, que me solicita, sino un ciudadano, un recurso humano con derechos, una vida impersonal y sin rostro, una abstracción sobre la que, como alguna vez lo hizo la institución eclesial, pueden operarse todo tipo de gestiones para su bien. Si el otro, mediado por las instituciones y sus técnicas, se vuelve una realidad abstracta en nuestra percepción, deja de existir como otro, y su poder imperativo, su llamado a establecer con él una relación, un vínculo, se disipa en función de su imagen. Al recurrir al poder –parafraseo a Illich–, al dinero, a la organización, a la gestión, a la manipulación y a ley para asegurar la presencia social de eso que, a partir del Evangelio, sólo podía ser la libre elección de personas tocadas por ese llamado a ver el rostro de Cristo, del totalmente Otro, para hablar con el lenguaje de Levinas, en el rostro de otro, hemos entrado en una perversión de la fe que fundó a Occidente, y pervertirla es algo mucho mayor que el mal, “es –dice abiertamente Illich– el pecado que se comete al tergiversar la fe mediante una entidad sometida a los poderes de este mundo”,9 al tergiversar el amor, es decir, las relación con la carne de Cristo en la carne del prójimo. Sólo en una sociedad en donde esta perversión se ha llevado a formas técnicas insospechadas, podía haber aflorado, junto a las instituciones de servicio, que nunca podrán incluir a todos, su reverso demencial: no el desprecio del sacerdote y el levita de la parábola evangélica, sino los campos de exterminio, los experimentos genéticos del nazismo –antecedentes de la actual manipulación genética–, la bomba atómica, los ecocidios, las revoluciones, las guerras tecnológicas y los genocidios que nos han acompañado a lo largo del siglo XX y lo que va del XXI. En una sociedad donde, para usar los términos de Heidegger, la técnica y sus instituciones han velado al ser y han convertido a la naturaleza en “un fondo disponible”, el hombre ya no tiene rostro en nuestra percepción cotidiana y, en consecuencia, no tiene interioridad, no lo podemos mirar dentro, como un ser trascendente. Se ha transformado en una realidad abstracta, imprecisa, en un ser sin rostro sobre el que podemos aplicar cualquier tipo de gestión. Ciertamente los relatos que, como lo enseña el Evangelio, guardan la memoria, y gracias a los cuales puedo hablar como lo estoy haciendo hoy, recuperan esa interioridad del otro que la corrupción evangélica nos ha velado. Sin embargo, el relato, ya no preservado en la memoria, sino en el libro – esa tecnología que nació en el siglo XII y permitió la lectura silenciosa–, ha perdido, como lo he intentado mostrar en esta intervención, una presencia en la realidad diaria. ¿Cómo, desde ese locus de la narratividad que nos permite contemplar el adentro del otro en la voz de un autor, pasar a la contemplación y a la presencia de la realidad encarnada del otro en mi vida de todos los días? O, en otros términos, ¿cómo volver, desde la narratividad a esa realidad de la fe que, revelada en el Evangelio, nos permita mirar como el samaritano de la parábola miró al otro? ¿Cómo desde esa narratividad, y en medio de un mundo tremendamente pervertido por los poderes institucionales y sus técnicas, retornar a ese “feliz encuentro de almas fraternas” que Levinas descubre en el origen del encuentro con el otro? Son preguntas que no puedo ni quiero responder.

Intentar hacerlo sería caer en los mismos esquemas planificadores y de gestión que he criticado y del que las aulas, las agencias gubernamentales y no gubernamentales y las publicaciones, están llenos. Si tengo algo que decir, es sólo a título personal y desde la experiencia de mi fe en el Evangelio. El único locus donde yo vivo el hermoso encuentro del otro, es en la poesía y en la amistad. Una y otra son misterios del compartir, de esa relacionalidad donde dos o más seres nos reunimos fuera de la esfera pública y sus poderes –en una casa, en la soledad de la escritura (que es un diálogo con el otro que nos habita), en un salón de clases, donde no medie el proceso gestivo de la calificación y demás operaciones técnicas de la enseñanza, o frente a una mesa y un buen café– para entablar un vínculo personal, cara a cara, es decir, para crear, a través de un compartir, una interioridad separada del afuera, la creación de un común, de un “yo” plural donde, como en la parábola de “El buen samaritano”, algo llega a nosotros a través de otro. Es en esa gratuidad de la filia donde he crecido y donde he dado lo mejor de mí. No sabríamos en nuestros días llegar a la amistad si no es mediante un exorcismo de las mediaciones institucionales y técnicas que nos envuelven. Sólo exorcisándonos de ellas podríamos crear un ambiente propicio para su arribo: un ambiente no restrictivo. Una hermosa imagen de ese ambiente donde la amistad florece la preservan los relatos de la hospitalidad anteriores a su institucionalización: la de tener siempre un cabo de vela, un pedazo de pan y un lecho por si Cristo toca a nuestra puerta en la carne de otro; la de estar abierto al rostro del otro que nos llama. Pero no idealicemos. Un gran espiritual del siglo XX , Jean Vanier, ha dicho que vivir en comunidad, es decir, con otro, es una carga terrible, una ruda penitencia, pero también una hermosa fiesta. Es la vía de la parábola: permanecer fieles, soportarnos en lo que cada uno tenemos de insoportable y duro, y amarnos en lo que de hermoso hay en el otro. Esto, en un mundo sin rostros y sin projimidad, es ya bastante. Además opino que hay que respetar los Acuerdos de San Andrés. Notas 1 Lc. 10, 29-37. 2 Alain Finkielkraut, La sagesse de l’amour, Éditions Gallimard, París, 1984, p. 26. La traducción es mía. 3 Ibid., p. 33. La traducción es mía. 4 Iván Illich & David Cayley, “ L‟Evangile ”, en La corruption du meilleur engendre le pire, Actes Sud, Francia, 2007. La traducción es mía. 5 Ibid., p. 88. La traducción es mía. 6 Ibid., p. 83. La traducción es mía. 7 Ibid., p. 88. La traducción es mía. 8 Ibid., p. 94. La traducción es mía. 9 Ibid., p. 94. La traducción es mía.

Revista Conspiratio 06.

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