LA MUJER DEL PANTANO (relato de mucho miedo)

LA MUJER DEL PANTANO (relato de mucho miedo) Aquella era una tarde normal. Era otoño. El viento soplaba como casi siempre y arrastraba algunos cardos

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LA MUJER DEL PANTANO (relato de mucho miedo) Aquella era una tarde normal. Era otoño. El viento soplaba como casi siempre y arrastraba algunos cardos roldadores por las calles. El día había transcurrido como cualquier otro sábado en el que todos los miembros de la familia pasaban el fin de semana en la casa del pueblo. En la ciudad cada uno atiende a sus obligaciones, aficiones y distracciones, en las que no es necesario, en la mayoría de los casos, estar juntos. Sin embargo en el pueblo se tiene más contacto entre las personas. Sobre todo si se cumplen dos condiciones: que no haya “tele” y que no sea agosto. A los que son “de pueblo”, aunque no vivan en él, les gusta volver de vez en cuando a comprobar si todo sigue como siempre, si hay algo nuevo, si ha crecido más yerba en aquel callejón que ya nadie transita o si a la teja que se cayó hace un mes en la vieja casa abandonada, le ha seguido el resto del tejado. En uno de esos paseos de "inspección", donde también se pasa revista a los lugares donde se forjó la infancia a base de fechorías y tiempo, al pasar por la plaza camino de casa, el padre se acordó, una vez más, de esas infantiles noches de verano en las que después de cenar, a la luz de un foco y rodeados de tinieblas, se contaban historias de miedo. Historias de miedo o películas de terror a cuál más truculenta y con la mayor cantidad de sangre y casquería que la imaginación juvenil, y la de los guionistas cinematográficos de películas de serie “Z”, son capaces de concebir. Pero aquello no era todo. Después de las historias había que volver a casa. Y el que más y el que menos tenía unos cientos de metros que recorrer. Era el camino más largo que alguien pudiera imaginar. Detrás de cada esquina temía encontrarse con Mister Hyde, con algún Zombi a medio corromper o con el mismísimo Conde Drácula en ayunas. Y llegar hasta la habitación requería tanto o más valor. Detrás de cada puerta podía estar esperando un asesino loco con un cuchillo o un trastornado forense con guantes de goma y bata blanca ensangrentada, dispuesto a realizar cualquier extraño experimento, disección o transplante de órgano del que nosotros podíamos ser donantes a la fuerza. Por eso, una vez metido en la cama, se tapaba totalmente y solo asomaba la cabeza cuando el aire bajo las sábanas se volvía irrespirable. Y de repente se despertaba, ya por la mañana, y le inundaba una agradabilísima sensación al ver como los rayos de luz luchaban por entrar en la habitación a través de los postigos desajustados de la vieja ventana. Y entonces se reía de los inconfesables miedos de la noche pasada. Y bajaba a desayunar saboreando cada escalón, con un aire de victoria en el rostro. Porque había vencido al miedo o..., al menos, eso creía. 1

Dejó la plaza envuelta en tinieblas. Y, caminando hacia la ventana iluminada de la cocina en la planta baja, echó de menos esa sensación de miedo infantil. De miedo a la oscuridad. De miedo atávico a algo que no se sabe qué es. ¡Que diferentes son los miedos dependiendo de la edad! De niño se teme la falta de cariño, el abandono. Cuando se entra en la etapa de la adolescencia, los temores son, sencillamente, envidiables: monstruos, brujas, marcianos, espíritus, aparecidos. ¡Una gozada!. Porque de mayor los miedos son un asco: la hipoteca que vence, el final de mes, un coche de la Guardia Civil camuflado en una curva, la carta del Insalud con el resultado de la mamografía... el miedo a la tumba “yerta y despiadada”. Por eso son tan bonitos los miedos de joven en el pueblo. Porque en una ciudad se temen cosas concretas: a un delincuente, a un ladrón, a un borracho... pero en el pueblo no es lo mismo. En un pueblo los miedos son diferentes. Intangibles. Inmateriales. Hasta las historias de lobos aullantes y oscuras noches de cellisca en las que alguien tiene que ir a la casa del boticario a por una medicina no son lo mismo en la ciudad. Allí siempre hay una farmacia de guardia, las calles están bien iluminadas e incluso, de vez en cuando, pasa lentamente el coche patrulla de la policía. -------------------------------------------------------------------------------------------------------------A la hora de acostarse, los hijos pidieron, como muchas otras veces, que les contaran un cuento. Y posiblemente influenciado por el recuerdo de la plaza, el padre quiso contar, con el beneplácito de la audiencia, una historia de miedo. Al principio intentó echar mano de los cuentos clásicos más terribles, que bien mirado son casi todos. Vano intento. Hoy en día los niños saben más historias del género que la mayoría de los adultos. Sin embargo no podía desaprovechar la ocasión que le brindaban de demostrar que era un padre con recursos. Fuese como fuese, tenía que salir airoso del entuerto. Y buscando buscando en la memoria, se acordó de una noche de verano en el pueblo, en la que un amigo contó una historia de miedo en una vieja casa que les dejaban. Una historia lúgubre a la luz de una vela, sentados en el suelo, con final de susto y posibilidad de infarto. Era una de esas primeras noches en que los padres dejan a sus hijos volver más tarde a casa. Los unos se quedan pensando en las cosas malas que trae la madrugada. Los otros, la mayoría de las veces, no saben qué hacer con su recién conquistada libertad y matan el tiempo con cualquier trivialidad. El único objetivo claro en esos casos es el de regresar un poco más tarde de la hora acordada y así poder “arañar”, día a día, unos pocos minutos que no sirven para otra cosa que para reafirmarse en su recién estrenado camino hacia la madurez...y hacia las hipotecas.

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Estaban todos en la habitación de matrimonio. Cada cual había encontrado un hueco donde meterse en la enorme cama para escuchar calentito la historia con más comodidad. Con más comodidad para los niños, porque un mayor al que de cuando en cuando le meten un rodillazo en la boca del estómago(¡ha sido sin querer!) o el codo en el ojo (¡perdona, no me he dado cuenta!), no puede encontrarse muy cómodo que digamos. Pese a todo comenzó la vieja historia. El título: “La Mujer del Pantano”. - ¡Pues vaya título -se oyó a coro-, eso no da miedo ni da nada!. - Pero esperad un poco -se defendió el narrador-, que las grandes historias de miedo no se titulan “Te saco las tripas”, “Fiesta Caníbal” o “Te arranco los brazos y te abro con ellos la cabeza”. Las buenas historias de miedo tienen títulos como “El resplandor”, “El exorcista”, “El clavo”, “El Cuervo”, “El Monte de las Ánimas”... - ¡Pues cuéntanos una de esas! - ¡Es que esas no me las sé de memoria y “La mujer del Pantano”... si! - Buenooo... Valeee... ¡Vaya rollo!... Entonces comenzó, por fin, la historia. - Era una vez un pueblo, del que no recuerdo ahora su nombre, en la orilla de un río. Un pueblo pequeño, parecido al nuestro, de calles estrechas y oscuras. Como estaba situado cerca de un monte, de cuando en cuando se oía aullar a los lobos con un sonido que parecía más un lamento. Cuando los lobos bajaban... - ¡Si! ¡Hombre!. ¡Ahora cuéntanos la historia del hombre lobo, que no la habremos escuchado ni cincuenta veces! - interrumpió un pequeño ser tapado hasta las orejas. - Pero... ¿Queréis hacer el favor de escuchar siquiera un minuto sin interrumpir? respondió el paciente padre. En las historias de miedo lo más importante es dejarse llevar por el lenguaje, disfrutar de las palabras, enredarse con los giros, saborear la historia no tanto por su esencia sino por cómo te la cuentan. - ¡Pero es que te enrollas y te enrollas y no vas al asunto! - dijo una voz que procedía de un amasijo de coletas. - Es que las historias de miedo, como todas en general, han de contarse así. De otro modo no resultarían tan atractivas. Imaginaos, si no, la misma historia del hombre lobo contada como decís: era un hombre al que un buen día le mordió un lobo y por las noches, a partir de entonces, se convertía también en lobo y mató a muchos hasta que consiguieron matarle a él. ¡Que! Bonito ¿Eh? Pues no. Así no tiene gracia ni tiene nada. - Pero bueno - intervino la madre -. ¿Estamos contando historias o haciendo un debate sobre literatura de terror? 3

- Es que estos niños son unos listillos - añadió el padre- y lo único que les da miedo es un examen de matemáticas. Y yo estoy aquí haciendo virguerías para inventarme una historia y, aparte de la dificultad que encierra en sí, tenemos un público interactivo que no hace más que incordiar. Al final vamos a tener que hacer la historia como los culebrones sudamericanos: a la carta. -¿Y eso que es? - dijeron las coletas. - Pues muy fácil. Vamos a intentarlo. ¿Donde queréis que se desarrolle la historia: en un pueblo abandonado, en una casa normal que se vuelve maldita, en un viejo cementerio indio, en las alcantarillas de una gran ciudad o entre los frondosos bosques de unas lejanísimas montañas con un nombre que cualquier persona normal es incapaz de repetir? ¿Cual es el suceso misterioso sobre el que gira la trama: una extraña desaparición, un crimen, muchos crímenes, un animal fantástico que siembra el terror en la zona, un criminal escapado de la cárcel, uno o varios fantasmas que aterrorizan a la población, un lugar recóndito del que nunca nadie ha regresado, la caída de un meteorito con una bacteria mortal, una invasión alienígena... - ¡Ya te estás volviendo a enrollar! - dijo el niño sin orejas. - ¡Y ya estáis volviendo a las andadas! - dijo la madre. - Bueno, el caso es que cuando los lobos bajaban al pueblo... pues... pues... ¡Yo que sé lo que pasaba cuando los lobos bajaban al pueblo! - exclamó el padre entre las carcajadas del respetable. Así no hay quien cuente una historia de miedo, ni de risa, ni de nada. Bueno de risa sí. Por que es la primera vez que veo que el resultado de una historia de terror son carcajadas a discreción. - Bueno, yo creo que ya es más que hora de que cada uno se vaya a su cama y se duerma dijo la madre. - Eso. A la cama -apostilló el padre. - Que no, que no. Que ya no interrumpimos más. Cuéntanos de una vez la terrorífica historia de La Mujer del Pantano, que de verdad no interrumpimos más -dijo uno de los niños lanzando al otro una mirada de complicidad y en un tono en el que se adivinaba que algo estaban tramando. - Pero ahora la cuento rápido, que ya se ha hecho más que tarde. El caso es que el pueblo en cuestión iba a ser inundado por las aguas de un pantano que se estaba construyendo. Las autoridades dieron facilidades a los pobladores para que abandonaran sus casas y se instalaran en otras del pueblo vecino. Poco a poco, todos los habitantes se fueron marchando y, al final, solo quedó un matrimonio en el que la mujer no se quería ir de allí. Los vecinos, familiares y amigos trataron de convencerla de mil maneras para que desistiera de su actitud. Pero todo fue en vano. Ni siquiera el propio marido pudo hacerla entrar en razón.

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Por eso durante una larga temporada vivieron en el pueblo absolutamente solos. Y el marido, que era agricultor, cuando iba a trabajar se encontraba con sus antiguos vecinos y siempre hablaban del mismo tema. ¿Cuando consentiría la mujer en marcharse por fin? Nadie lo sabía. Llegó el invierno y como la presa estaba ya terminada, cada día se acercaba más el agua al pueblo. Cada día que llovía se anegaba un poco más la huerta. Al fin se cubrió toda. Las casas aún estaban lejos. Pero era cuestión de tiempo, y no de mucho, que inundase el agua las primeras calles. Frente a la puerta de la casa estaba la plaza del pueblo y al otro lado una de las calles iba a dar directa al río. Ahora daba a una playa cada día más cercana. La situación llegó al extremo de que el hombre dijo a su mujer que ya no aguantaba más. Que se trasladaba al pueblo vecino. Que aquello no tenía ni pies ni cabeza, porque era evidente que, tarde o temprano, tendrían que abandonar la que fuera su casa durante tantos años. Pero la mujer era testaruda y no daba su brazo a torcer. Seguiría en su casa. En el pueblo vecino la pareja disponía ya de otra vivienda similar a la anterior. Y allí se fue a vivir el marido. Solo. Fue en una tarde de tormenta, bajo un persistente aguacero que le retuvo durante horas en el portal de su vieja casa. Como si los elementos no quisieran que la abandonara. Como si fuese un mal augurio en el día del traslado. Pero pudo más la voluntad que los elementos desatados. Y a pesar de la lluvia, el viento y el frío, el hombre, con su maleta de madera, se instaló esa tarde en su nueva casa. Todos los pertrechos de labranza y herramientas varias que tienen los agricultores, hacía ya mucho que estaban allí. Ahora solo faltaba su mujer. La situación llegó a un punto en que el cura del pueblo fue a hablar con ella, por ver si conseguía lo que otros no pudieron. Pero en vano se mancharon los bajos de la sotana con el barro del camino hasta llegar a la casa. Solo unos pocos metros la separaban ya de las aguas. Y la mujer seguía allí. En último extremo fue la pareja de la Guardia Civil a llevarla por la fuerza. Sucedió el mismo día en que el agua penetró por el umbral e inundó el portal, la cocina y las cuadras. Nevaba cuando la pareja la traía escoltada para dejarla en el nuevo hogar. Ya no hablaba. Traía la mirada perdida. Y no se resistía. Esa misma noche el marido se despertó de repente al oír unos ruidos en la planta baja. Llegó a tiempo para ver a su mujer perderse en la negritud en dirección al pueblo inundado. Volvió para coger un farol y caminó derecho a su antigua morada. Nada más entreabrir la puerta distinguió la claridad de la cocina donde comenzaba a arder un incipiente fuego que la mujer se empeñaba en avivar. Al sentir la presencia del hombre, la esposa le invitó a pasar y le dijo que en poco rato estaría preparada la cena.

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El hombre no supo reaccionar. El hogar se encontraba algo elevado sobre el nivel del suelo, pero el fuego no tardaría en apagarse porque el agua no dejaba de subir. Lenta pero irremediablemente. De pie en la cocina, con los tobillos totalmente sumergidos, contemplaba a la tenue luz del farol, cómo su mujer se movía con inusitada soltura por la que fuera durante tantos años su cocina. Manejando imaginarios cacharros y aliñando pucheros que solamente ella veía. La escena se desarrollaba al límite de su resistencia cuando, de repente, la mujer se sentó en el suelo encharcado y con un gesto amable le invitó a hacer lo mismo para disfrutar de lo que en su imaginación era, sin duda, una suculenta cena. No aguantó más. Dio media vuelta rápidamente y fue al pueblo en busca de ayuda. Comenzaba a clarear el día cuando volvió a entrar por la puerta seguido de la benemérita, el médico, el alcalde y algunos buenos vecinos. Pero no encontraron a nadie. Solamente se apreciaban los restos apagados del fuego mortecino como única prueba que pudo presentar el hombre de que lo que decía era verdad. No se volvió a tener noticia de la mujer. Algunos viajeros en noches de nevada aseguraban haber visto lo que se les antojaba una silueta femenina a la orilla del pantano, en las inmediaciones de lo que fuera el viejo pueblo. Pero nada más. Los días pasaban lentos pero llegó la primavera. Y el deshielo hizo que se cubrieran totalmente las casas. Solamente la iglesia dejaba ver su torre, orgullosa aunque sin campanas, por encima de las aguas. Con el verano llegaron los días largos, la luz y la algarabía de las fiestas. Y después de recoger la cosecha ya se había amortiguado levemente la historia de La Mujer del Pantano, aunque circulara en verso por algún pueblo de la comarca en uno de esos cartelones de viñetas que los ciegos llevan por las plazas para ganarse el comer diario. Las aguas bajaron y al final del otoño, que vino muy seco ese año, se pudo caminar de nuevo por las calles del pueblo inundado. Muchas casas se habían caído y otras estaban a punto, pero ello no impidió a nuestro hombre que, todos los días que pudo, fuera a su antigua morada a buscar a su mujer. En vano. Y llegó, de nuevo, el invierno. Al marido, todavía no se sabía si viudo, los días se le pasaban rápido con los quehaceres ordinarios. Las noches eran otra cosa. Cada ruido nocturno le parecía un susurro, cada rozar de 6

las ramas de los chopos una conversación, cada vez que el viento se colaba silbando por las desajustadas puestas de la casa, creía oír una llamada. No se podía vivir así. Todo empeoró el día en que un viejo vagabundo llegó al pueblo pidiendo limosna. La tarde acababa de caer cuando se oyeron golpes en la puerta. Bajó las escaleras de forma aturullada, casi perdiendo el equilibrio. Al abrir la cancela apareció ante él la desastrada figura del personaje que le pedía, por el amor de Dios, algo para comer y sitio para dormir. Si hubiera sido noche cerrada le habría acogido por caridad. Pero consideró que aún le quedaban casas mejores donde solicitar favor y únicamente le entregó un hatillo con algunas viandas. Al día siguiente encontraron su cadáver flotando entre las casas del viejo pueblo. Al remordimiento por no haber acogido al viejo esa noche, se unía el pesar por la mujer desaparecida. El hombre ya apenas salía. No llegaba a terminar con diligencia las tareas del campo por regresar a casa antes de anochecer. Y oía voces. Y sufría. Y sentía como, día a día, se estaba volviendo loco. Aquella última noche hubo tantos o más ruidos que las anteriores. Por fin le pareció oír que llamaban a la puerta. Pero no era la primera vez que bajaba en vano en estos meses terribles y pensó que sería, una vez más, el viento, los chopos o un gato que ha tirado algo a pesar del sigiloso caminar que los caracteriza. Esta segunda vez era inconfundible. Alguien había llamado a la puerta. Bajó las escaleras con precaución. Atendiendo por si volvían a llamar y se identificaba el visitante. Pero nada. No abrió. Pego la oreja a la puerta y así pasó un rato. Los nuevos golpes atronaron esta vez en su oído y aceleraron su corazón de repente, de tal forma que casi se le sale del pecho. - ¿Quién es? -se atrevió a preguntar. Pero nadie contestó. Al poco rato otra vez golpes. Iba a volverse loco. Estaba totalmente aterrorizado. No se atrevía a abrir. Pero si no lo hacía acabaría totalmente trastornado o víctima de un ataque de nervios. Por fin, tuvo el valor suficiente para entreabrir la puerta y mirar afuera con la escasa luz de la vela que apenas hería las tinieblas del exterior. A unos pocos pasos de la puerta, firme, vistiendo unos harapos mojados y con una mueca en el rostro que más parecía de otro mundo que no de este, estaba frente a la casa... - ¡¡¡La mujer del Pantano!!! - gritaron a un tiempo los niños, recibiendo los padres el susto que pretendían dar a los hijos. 7

Mientras los mayores se recuperaban del sobresalto, los menores literalmente se partían de risa atragantándose y tosiendo entre carcajadas. Todo el silencio guardado durante el relato no era más que una preparación para el momento oportuno en que, a dos voces y a gritos, tenían que decir la frase final. -------------------------------------------------------------------------------------------------------------Ya era demasiado tarde para cualquier otra cosa que no fuese acostarse. Y tras una batalla de cosquillas final como “castigo” por la jugada, cada uno fue a su cama recordando entre risas la situación. Al poco rato todos descansaban. El silencio reinaba en la casa. Únicamente el padre permanecía levantado, comprobando que todo estuviese en orden para acostarse y esperar al nuevo día. Pero al ir a cerrar los postigos de la ventana de la cocina, creyó ver una sombra deslizarse a lo lejos. Y para no delatarse en su acción con el ruido de la puerta, apagó la luz y saltó por la ventana de la cocina en dirección a la plaza. Sabía que no podía ser nada misterioso lo que llamó su atención. Quizá fuese un gato o un perro... o quizá un lobo. Pero quiso sentir de nuevo aquel miedo atávico, visceral, irreal... infantil. Se acercó hasta la plaza para intentar recoger algún eco de aquellos relatos de la infancia. Algo que hubiera quedado en el aire de aquellas historias de miedo que tanto le gustaron. Quizá se tropezara, en algún oscuro callejón, con algún personaje de aquellas películas de terror. El viento de la noche se metía entre los pliegues de su ropa y, de vez en cuando, le provocaba un escalofrío que aprovechaba para imaginar que era de miedo. Recorrió el camino hasta la puerta de la vieja casa donde quizá durmiesen todavía los miedos sentidos bajo aquellas sábanas frías en colchones de lana. Y sintió que se le humedecían los ojos porque solo halló la oscuridad. ¿Dónde encontraría aquellas sensaciones de miedo de las noches de verano, cuando se desgranaban, apacibles, los violentos e incipientes secretos de la vida? El viento en la cara, de frente, resonaba en sus orejas cuando creyó ver entre la oscuridad de la noche, corriendo, a lo lejos, desbocada, una silueta que no supo distinguir. Quizá fuese la sombra de su propia infancia... o la de La Mujer del Pantano. ------------------------------------------------------------------------------------------------------------

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