La prisión de las sombras

La prisión de las sombras La prisión de las sombras Cristian Arlia Ciommo Arlia Ciommo, Cristian La prisión de las sombras. - 1a ed. - : Séverled,

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La prisión de las sombras

La prisión de las sombras Cristian Arlia Ciommo

Arlia Ciommo, Cristian La prisión de las sombras. - 1a ed. - : Séverled, 2015. 316p. : il. ; 20 x 14 cm. ISBN 978-987-45687-2-0 1. Literatura Argentina. 2. Novela. I. Título CDD A860 Séverled Ediciones Dirección editorial: Ed. Hernán Rozenkrantz Diseño y maquetación de interiores: Mincha Miró / Ed. Hernán Rozenkrantz Arte de tapa: Leandro Aguirre Carro Diseño de tapa: Pablo Baico Ilustraciones: Ciro Fagioli Quedan rigurosamente prohibidas, sin la autorización escrita de los titulares del copyright, bajo las sanciones establecidas en las leyes, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento, comprendidos la reprografía y el tratamiento informático, y la distribución de ejemplares de ella mediante alquiler o préstamo público. © 2014 Cristian Arlia Ciommo © 2014 Séverled Ediciones Independencia 551 6 º - (B1702DUK) Ciudadela, partido de Tres de Febrero, provincia de Buenos Aires. Email: [email protected] Queda hecho el depósito que marca la ley 11.723. Tirada: 600 ejemplares.

Impreso en Argentina - Printed in Argentina

Dedicado a Franco López; un niño a quien le conté una historia que, años después, hizo explotar mi imaginación. A Gaby, que es tal cual como la imaginé. Para Alberto, Liliana, Andrea, Facu y Lucio: porque no imagino una vida sin ellos. También a Susana, Enrique, Florencia y Diego por estar ahí cuando no los imaginaba ni esperaba. A Katty, ese pequeño ser que aún sigo imaginando... más allá de la vida. Y, por supuesto, dedicado también a la prisión y a todos sus prisioneros.

Agradecimientos: Agradezco a la licenciada en Psicología Verónica C. Benítez por todos los comentarios sobre el contenido de esta obra y por el inmenso gesto de prologarla. Su visión profesional ha sido de vital importancia para el desarrollo creativo de mi novela. Al editor Hernán Rozenkrantz, quien ha realizado una meticulosa lectura de cada capítulo y me ha dado ánimo en las horas más sombrías del tan temible “proceso de composición”. A mi amigo, el licenciado en Letras Leandro Ariel Aguirre Carro, por ser mi primer lector, por la ilustración de tapa y por los invaluables aportes que hizo sobre mi obra. Al dibujante Ciro Fagioli por la ilustración de interiores. Logró plasmar con sus dibujos la idea central de cada apartado. A Mincha Miró, por el magnífico trabajo que ha hecho con el diseño de interiores. Al periodista Francisco Luis Mikalonis, por ser mi primer crítico aun cuando La prisión de las sombras era solo un archivo dentro de un procesador de textos. Si no fuera por su persistente insistencia, quizás nunca hubiera comenzado a escribir esta historia. Al Dr. Carlos Lima Coimbra, Director de la biblioteca digital CICALE, con quien compartimos numerosas labores solidarias que, espero, sigamos realizando. Al Dr. Luis Eduardo Delpiano, por aquellas interminables charlas sobre filosofía. A Gabriela Laura González, por aportarme muchas ideas y haberme ayudado a decidir cuáles eran las mejores. A mis profesores de secundaria: Ivana Blautzik y Oscar Osvaldo Raggio. A ella, por incentivar mi gusto por la literatura; a él por inculcarme el hábito de la disciplina. Y a todos los que me escucharon hablar día y noche sobre “mi novela” y me apoyaron cuando ésta era apenas una idea delirante.

Prólogo

Quisiera comenzar por agradecer al autor Cristian Arlia Ciommo (Cris para mí), con quien he compartido largas charlas filosóficas sobre nuestra condición humana y la vida misma, con un mate de por medio y sobre todo con mucho humor, en nuestros intentos de desdramatizar lo anecdótico o contingente, destacar “lo necesario” o también reconocer nuestras miserias, por permitirme acompañar su proceso creativo e invitarme a prologar su libro. Si bien soy licenciada en Psicología, “la psicóloga” o simplemente “Vero” para mis pacientes, nunca nadie (para bien o para mal) me encomendó semejante tarea, la cual me llena de orgullo y, por sobre todo, de alegría. “La prisión de las sombras” nos plantea desde el principio, de la mano de su protagonista, una pregunta fundamental, tan fundamental que resultaría insoportable a cualquier existencia humana tolerarla: “No saber quien soy” en absoluto. Sin nada ni nadie a quién recurrir, ni adentro, ni afuera, en un presente casi inmóvil y el eterno retorno de lo igual en cada minuto de su existencia. Pregunta ante la cual surge su imperiosa búsqueda. Este recorrido imaginario puede interpretarse como metáfora o alegoría dentro de una gran cantidad de variables, dado que no se trata solamente de la historia “narrada”, sino que

contiene una riqueza, un plus en “subtextos” de significaciones múltiples, y creería que tantas como la singularidad de cada uno de sus lectores, quienes además, seguramente sabrán encontrar entre líneas conceptos filosóficos y psicológicos. Psicológicos (cabe aclarar) no por plasmar fielmente su teoría, ya que se trata de una novela y no de un libro conceptual de psicología, pero si por plasmar algo de aquello que llamamos “la conflictiva humana” y los avatares que acarrean nuestras luchas emocionales; ese extraño juego de fuerzas que tantas veces no son necesariamente fuerzas opuestas sino similares, internas y/o externas, más o menos conscientes para nosotros mismos, pero indudables a la hora de emprender una búsqueda, un cambio, deseado pero también temido, aunque más no sea por el simple hecho de resultarnos desconocido. Cada uno de los personajes que aparecen en la historia tienen un porqué y un “para qué” implícitos, ubicados uno por uno con el cuidado y detallismo de un orfebre y sus diamantes. Personajes que posibilitan desarrollar un sinfín de hipótesis y sugieren una resignificacion constante e incluso, algunos de ellos, con una personalidad tan particular que podría hacerlos protagonistas de su propia historia. Pero volviendo a la prisión, me atrevo a preguntar: ¿cuántas veces nos sentimos condenados a una serie de circunstancias, mandatos familiares o socioculturales, a un modo vincular repetido, a un destino que parece imponerse más allá de nosotros y que parecería imposible modificar a pesar de nuestros intentos? Y aunque tal vez un poco menos, ¿cuántas veces comprobamos que basta querer lo suficiente y dar el primer paso ( y los siguientes) para que algo de lo que creíamos dañado pueda repararse, algo se modifique en nuestra perspectiva y podamos accionar para responsabilizarnos de nuestra existencia, dejar de “optar” y empezar a elegir? De todas maneras, esta no deja de ser solo una entre las tantas preguntas y variables, insisto, que me presentó esta

obra. El lector encontrará y se planteará las suyas: de eso se trata y espero se sorprenda tanto como yo. Y como no puedo con mi genio quisiera dejar una pregunta: ¿qué haríamos si al mirarnos descubrimos que finalmente tampoco somos tan diferentes a aquello que tanto criticamos? Lic. Verónica C. Benítez Buenos Aires, enero de 2015

En el tiempo antes del tiempo, solo bastó una prisión para sentenciar a la muerte y su ejército de sombras a vagar en la eterna oscuridad de la desdicha, confinadas para siempre. Más allá de la vida: donde reinan los Altos bajo las órdenes del Justo. Pero algo salió mal y algo poco misericordioso logró escaparle al olvido. Desde entonces espera en silencio la llegada de aquello que espera. Sin apartar la vista de los condenados, aquellos que jamás serán perdonados y que tampoco nunca buscaron el perdón. El susurro de una voz en mi cabeza

Salvación y Condena

1

Era a la vez un recordatorio y una advertencia. Con letras horriblemente talladas sobre la fría piedra. Unas grietas sobre la pared demuestran el paso del tiempo, pero aun así nada parece borrarlo. El viejo rectángulo cae al vacío y se eleva por encima de un único horizonte: un cielo grisáceo y nublado. No existía un paisaje pero tampoco era eso un desierto. Muy a lo lejos se veían pequeños árboles que dejaban pasar la poca luz que parecía escurrirse entre las nubes y reflejaba la miseria de ese instante de inerte calma. Esa imagen parecía la de un valle donde la muerte y el odio aún no habían llegado. O, al menos, mi odio no había llegado. Detestaba todo lo que me rodeaba, ese olor a húmedas hojas que no podía ver, ese imperceptible viento. Ese cielo estático que nunca se sacudía por una tormenta ni resplandecía por la luz de sol. Donde jamás nada pasaba. Pero lo que más odiaba era esa fría roca. A modo de tormento eterno, contemplé el muro agrietado de piedras marchitas y leí una y otra vez en sus caracteres imborrables: “En el tiempo antes del tiempo. Solo bastó una prisión para sentenciar a la muerte y su ejército de sombras a vagar en la eterna oscuridad de la desdicha, confinadas para siempre. Más allá de la vida: donde reinan los Altos bajo las órdenes del Justo. Pero algo salió mal y algo poco misericordioso logró escaparle al olvido. Desde entonces espera en silencio la llegada de aquello que espera. Sin apartar la vista de los condenados: aquellos que jamás serán perdonados y que tampoco nunca buscaron el perdón.” La prudencia me habría impedido avanzar. Me habría aclarado que sumergirme en ese laberinto podría ser mi fin. Un error que enseña a no 19

confiarle tanta responsabilidad al azar o al destino. Por el contrario: era un impulso que me arrastraba a través del umbral, la advertencia y la puerta. Solo quería agotar mis interminables días. Solo quería superar la agonía y encontrar algo de paz. Solo quería morir. Morir era algo que no podía suceder allí. Y yo, aunque no tuviera a quién contárselo, era el único que podía probarlo. El perímetro de aquel risco asemejaba a un pequeño patio consumido por el paso del tiempo. Estaría elevado a, por lo menos, miles de metros de aquello que era (o que yo creía que era) “el suelo”. No podía traspasar la elevada pared, una fuerza o tal vez un pensamiento en mi cabeza me lo impedían. Durante jornadas enteras planeaba arrojarme al vacío y ponerle de una vez y para siempre fin a mi tormento, pero era repelido. No podía avanzar mucho más allá; ese cielo me torturaba, era como una pintura estática en la que había llegado a reconocer cada nube. Algunas veces creía que se movían o que aparecía otro dibujo, pero era tan solo mi imaginación. Si es que esta existe realmente. Debería aclarar acaso lo obvio: no existía noción alguna del tiempo. Todos los días y las horas eran partes idénticas de una única jornada eterna. Las horas quietas eran estatuas inmóviles. Debería aclarar que nunca dormía y que ya no recordaba lo que era dormir. Creo que alguna vez lo he hecho, pero de algo estoy seguro: no desde que tengo uso de razón. No tengo memoria alguna sobre mi infancia; estoy aquí desde que lo recuerdo. Nunca contemplé un rostro humano que no fuese el reflejo de mi propia cara en el pequeño pero eterno charco de agua del patio. Creía que no podía morir ni poner yo mismo fin a mi existencia, aunque dudaba de que esto fuera realmente existir: nada se alteraba, excepto mi capacidad para odiar, que crecía día tras día. Odiaba no sentir nada. Tenía recuerdos acerca del dolor, pero nada en ese viejo patio podía provocarlo. Tampoco encontraba belleza en nada de lo que había allí y aborrecía mi reflejo, pero por sobre todas las cosas aborrecía mi voz. No encontraba sonidos más irritantes que mi voz y su eco. La puerta estaba cerrada, diría, bajo mil candados y cadenas, pero se oía en mis pensamientos como otra advertencia. Ad-ver-ten-cia. Odiaba esa 20

palabra. Me parecía irresponsablemente vacía. Hueca y vacía. Mi dilema era cómo salir de aquel patio, cuyo horizonte era el cielo inmenso y apenas una línea de tierra a lo lejos. Sin olvidar la maldita puerta cuyo letrero desanimaba cualquier destello de esperanza en mí y era, gracias a sus fuertes candados, un verdadero estigma. Era imposible avanzar, solo me quedaba esperar. Esperar y resistir. Mantenerme cuerdo. Y pensar lo menos posible, porque odiaba pensar: pasaba gran parte de ese único día pensando. Comenzaba a medir el tiempo en ciclos, cada uno estaba compuesto por recorridos. Contaba todas las combinaciones posibles para recorrer el patio y luego contaba cuántas repeticiones de todas ellas podía realizar hasta que me abordara mi único pensamiento, el tormento existencial de saber que mi vida se basaba en el sufrimiento. Clasifiqué todas las cosas que me hacían sufrir, aunque la mayoría eran aquellas que no podía sentir. Es decir, sufría por no sentir hambre, por no sentir sueño, por no sentir dolor. Sufría por no saber otra forma de tormento que mi único e inagotable pensamiento. No había muchas vueltas para dar en el viejo patio. Lo había visto una y otra vez, por lo que no me resultaba en absoluto desconocido. Si bien era cierto que estaba aquí desde que tenía uso de razón, sentía, muy esporádicamente, un destello de alegría que me sacudía con recuerdos pasados, como el de un perro con gran ánimo y cuyo pelaje era lanudo y estaba mal cortado. Imaginaba, a veces, la cara de una bella mujer con ojos color café. Su rostro se veía difuso en mi imaginación, pero tenía clara la imagen de su cálida sonrisa y de su largo cabello negro como la noche. Admiraba su belleza más allá de no poder determinar claramente sus rasgos. Sentía, al menos, una infinita paz cuando proyectaba sobre mi campo visual esa hermosa figura. Pero a menudo mi paz se marchitaba como una flor y se retorcía como un gusano al ser quemado con cualquier líquido inflamable. Me veía arrebatado por la ira, la bronca y la decepción de no saber qué es... ni qué ha sido. Sentí impotencia, bronca, odio, decepción, tristeza, ira, vergüenza y frustración. Intuía que había sido condenado. Si existían la Salvación y la Condena, la cuestión era simple: yo había sido condenado. Estaba preso en un horrible lugar. Prefería una prisión de 21

torturas y calamidades físicas antes que estar confinado a una no-existencia. Quería poder envejecer, ver mi cuerpo marchitarse, morir. ¡Morir con dolor! ¡Quería experimentar el dolor! Poder llorar... Sentía una tristeza infinita y no era capaz de verter una sola lágrima. ¡Quiero hacerme daño y no puedo! –pensé–. Nada de lo que me rodeaba podía lastimarme y, lo que sí podía, me repelía y se alejaba. Aunque mi cuerpo se resistía, esa resistencia no me generaba la más mínima incomodidad; era como si otra voluntad me manejara, como si fuese un simple muñeco de trapo. Como si me manejara un dios, o Dios, o Lucifer o... ya no sé de qué estoy hablando. Cada vez más sentía que hablaba sobre recuerdos de vidas pasadas. Ya no creía en Dios ni en Lucifer. No podía morir, ni vivir, ni sufrir ni experimentar placer. Era cautivo de un rectángulo de cemento plagado de imposibilidades. No aguantaba más. Cada instante me pesaba, me consumía por dentro. Era una fogata casi extinta que no terminaba de apagarse. Imaginé muchas formas distintas de morir. Casi todas contemplaban al suicidio como las más felices y eso me daba un sentimiento parecido al placer. Sería como ganarle a mi tormento, poder adormecer mi sufrimiento. Para mí, la muerte sería un descanso: ¡mis días no tenían fin, no podía dejar de pensar! Si hubiese podido, al menos, adormecer mi consciencia o, mejor aún, destruirla muriendo, sería la salvación. Cualquier cosa que me sacara de allí sería la salvación. No imaginaba sufrimiento mayor que el de permanecer allí instante tras instante de este único e interminable día. En el quincuagésimo tiempo del cuarto trillón de ciclos comencé a gritar. Perdí la cordura y comencé a proferir incoherencias. Mezclaba palabras y sílabas. Había reformulado el alfabeto que conocía al menos cien veces desde el último ciclo, hasta que finalmente dejé de contar los ciclos. Llamo “Antes” al tiempo transcurrido hasta que dejé de contar. “Ahora” es el tiempo deforme y amorfo sin referencia alguna. Muchas veces pensé si esta existencia infinita no sería la muerte, si acaso no estaría purgando mis malas acciones de una manera mil veces más cruel de lo que siempre imaginé. Pero me parecía todo lo contrario; que todo aquello poco tendría que ver con la muerte. Hasta veía a la Muerte como a una víctima. Según el letrero fue confinada para siempre, más allá de la vida. 22

Según esas horribles letras había sido sometida y doblegada por “el Justo”. ¿Qué sería eso? Si el Justo era Dios prefería estar a merced de la misma Muerte. ¿Significaría acaso que por fin la vida había triunfado sobre la muerte y el dolor? ¿Significaría que la vida era eterna? Eso no explicaba el aislamiento y la indiferencia que me provocaba todo lo que me rodeaba: no había vida alguna allí. Todo parecía más muerto que si fuera destruido o incinerado. Creía firmemente que hasta la putrefacción era vida. Lo que se pudre es consumido por otros organismos vivos sin olvidar el hermoso detalle: lo viejo le da lugar a lo nuevo. En ese lugar lo viejo era eterno. Todo era eterno como mi maldita suerte. —¡Maldita suerte! —grité, hasta perder la voz. En aquel patio olvidado encontré los placeres de la imaginación. Imaginaba todo cuanto quería y era un pequeño alivio contra mi único pensamiento. Imaginaba miles de personas con mi rostro llamándome Dios (lamentablemente no podía imaginar otros rostros porque jamás había visto otras facciones que no sean las mías.) Luego me imaginaba creando otros miles de lugares, aunque todos finalmente tenían un aspecto muy parecido al de este maldito respiradero. A menudo mi fantasía colisionaba, violenta y abruptamente, contra la soledad de mi patio. Había llegado a personificar a la soledad: imaginaba los largos cabellos negros, la sonrisa resplandeciente, los hermosos ojos café. Llegué a inventarle una voz. Muy apagada, muy tímida... apenas un susurro. A veces la imaginaba caminando a mi alrededor en el patio, bailando conmigo con su rostro difuso. Eso fue lo más cercano a la felicidad que experimenté luego de haber dejado de contar el tiempo. Me convencí de que esa mujer que imaginaba no era producto de mi imaginación. Llegué a pensar que era algún recuerdo, algo que había olvidado a orillas de mi existencia y estaba recobrando en este ocaso interminable. Ella y el perro lanudo eran dos cosas que nunca había visto y que me costaba pensar que las había imaginado así sin más. Debería de haberlos visto en alguna parte, tanto a ella como al perro. ¿Sería acaso un recuerdo de vidas pasadas? O mejor aún, ¿será acaso el recuerdo de mi vida pasada? Estaba decidido a buscarlos. Ella y el perro eran la clave sobre mi pasado, presente y futuro. Solo así lograría salvarme. Necesitaba buscar la salvación o, 23

al menos, salir de ese patio. Me detuve a pensar durante un largo rato. Imaginaba a la pequeña mascota paseando todo el tiempo y a ella, con el rostro cada vez más nítido, persiguiéndola y riendo. El perro saltaba y se paraba sobre sus patas traseras y ella lo reprendía. Le gritaba y el perro parecía hacerle caso. Le apartaba el húmedo hocico cuando se volvía fastidioso. Yo sonreía, era realmente algo muy hermoso. El perro y su dueña eran lo único vivo allí. A pesar de no ser reales, no habían sido contaminados por ese terrible hedor a fracaso. Todo lo que me rodeaba era sinónimo de fracaso. Era así como me turnaba entre la luz y la oscuridad, la salvación y la condena. De sonreír imaginando a la muchacha y su perro pasaba abruptamente al deseo de gritar y llorar. Era como una moneda: ambas caras opuestas pero la una no tenía lugar sin la otra. Recordé que solía tener amor por los libros. Traté de recrear su forma, su aspecto, su olor. Venían a mi mente detalles acerca de todos los libros que había tenido, pero inmediatamente caía en la cuenta de que probablemente eran imaginados. Tomé una piedra suelta del piso y comencé a escribir unas pocas palabras. Mi mano, incontrolable, trazaba débiles caracteres sobre la fría piedra. Sentí impotencia: cualquier cosa que pudiera decir resultaría una banalidad comparada con la solemne advertencia que pendía del rectángulo de piedra que estaba junto a la puerta. La única puerta. Así, a modo de burla escribí: “En el tiempo en el que a nadie le importa, no fue suficiente con disponer de un horrible patio abandonado para fastidiar a un idiota; también había que atormentarlo con un único pensamiento. Idiotizarlo para siempre, más allá de lo que él recuerde acerca de la vida que nunca tuvo y en donde ya no hay absolutamente nada. Pero algo salió mal, el pobre idiota no encontró la respuesta. Desde entonces espera en silencio hasta el fin de los tiempos. Porque nada recuerda y nada puede hacer. 24

Es tan solo un idiota.” Sonreí. Era un pequeño placer que me permitía: fastidiar al único rastro de un ser pensante (real) que ha interactuado conmigo. Esas letras debieron ser escritas por alguien. Me pregunté mentalmente quién había podido escribir esa horrible advertencia, cuando de repente me di cuenta de algo: yo le había puesto un nombre, había dicho que era una advertencia. No era una amenaza ni un aviso. Tampoco una fábula ni una leyenda. No era un relato de ficción ni una simple metáfora. Yo le había puesto un nombre: ad-ver-ten-cia. Pero... ¿una advertencia sobre qué? ¿Qué debía advertirme? Algunas veces, las respuestas más simples son las más efectivas. Otras, son únicamente respuestas simples que nos inducen a equivocarnos. Yo di por hecho que ese letrero me advertía sobre lo que habría detrás de esa puerta. Pero supuse que nada, nada de lo que pudiera separarme esa puerta de hierro oxidado, podía ser peor que lo que yo estaba viviendo. Cada instante era testigo de mi inminente necesidad de cruzar esa puerta. Me estremecí. Salté sobre ella, sobre los candados, sobre el cartel. Comencé a golpearla. Le propiné centenares de golpes pero para mi sorpresa no solo la puerta seguía intacta... ¡mis puños también! Allí fue cuando me pregunté si la advertencia no sería acaso un acertijo; si de resolver el mensaje oculto en esas horribles letras sobre la piedra lograría cruzar al otro lado, donde me esperaría la hermosa mujer de cabellos negros. Pensar en la muchacha me generaba curiosidad. No puedo definirlo mejor: curiosidad. Sabía que era de esperarse experimentar otras cosas, pero me sentía incapaz de describirlas. No podía siquiera imaginar absolutamente nada que representara placer. No imaginaba lo que era una caricia. Sé que era algo que había hecho, pero hoy no imagino o al menos olvidé cómo era. No puedo figurarme como sería un beso de esa doncella morena. No puedo sentir ni un solo deseo de lujuria. No tengo la más mínima facultad de poder recordar, imaginar ni sentir nada de todo lo inmenso que ello significa. Estaba parado justo frente a la puerta. Comencé a girar en círculos, me detuve unos instantes a pensar. Exploré la piedra de las paredes. Busqué algún 25

ladrillo suelto, alguno diferente. Al menos una pista, pero todo fue en vano. Una pérdida de tiempo. No podía hacer nada. Intenté tirar de las cadenas, que eran pesadas y se encontraban en un estado deplorable. Algo me dice que todo ello es mucho más antiguo de lo que yo siquiera pude imaginar. Hablo del tiempo antes del tiempo. Me detuve a pensar unos instantes. —El tiempo antes del tiempo... —dije en tono pensativo. Se me ocurrió que hablar del tiempo antes del tiempo era suponer un absurdo. No era precisamente un filósofo, pero comprendía perfectamente que algo con determinadas características que todas ellas forman una categoría... no podían preexistir al mismo conjunto de características. Algo que existe no puede existir antes de que exista. Si tales ambigüedades pudieran andar libremente, podríamos considerar que la vida y la muerte son dos de los tres estados y que el tercero sería la vierte, un estado de vida y muerte. —En el tiempo antes del tiempo... en el tiempo antes del tiempo… ¡Odio este acertijo y todo lo que hay en mi cabeza! El único tiempo que recuerdo es el que está en mi mente y es independiente al otro tiempo… Existe previamente a él, transita en otra dirección, adquiere otras formas… Preexiste a toda noción de tiempo… Todo lo que estoy sufriendo ahora es atemporal e inconmensurable; no existe el tiempo antes del tiempo… ¡Solo existe el tiempo que aún no pasa en mi cabeza! —concluí a gritos. El letrero de la advertencia se desplomó sobre la piedra. Las cadenas se aflojaron y los candados cedieron, todo ello ante mi atónita mirada. No podía creer lo que estaba sucediendo. Estoy aquí desde que lo recuerdo y nunca había imaginado que esa puerta podía abrirse. Ahora estoy aquí, frente a la puerta oxidada, desnuda. Ya no la visten esos pesados candados; era un acertijo, no una advertencia. El tiempo antes del tiempo es aquel que transcurre en mi cabeza. Lo había descubierto. Toda la euforia que sentía cedió de inmediato en cuanto comprobé que la puerta aún no podía abrirse. Parecía tan oxidada que el hierro se había soldado al marco. Fue así como volví a sumergirme en el letargo de mi lenta extinción. En la agonía constante. En el pensamiento latente, pero… ¿qué es un pensamiento latente? –me pregunté. Tenía más preguntas que respuestas, aunque algo de todo aquello era obvio: lo que estaba pasando no era normal. Sabía que algo andaba mal. Me 26

había quedado en un rincón del olvido, lejos de todo lo que me hace humano. Lejos de todas las emociones y sentimientos, a la deriva en un mar de tristeza. No sabía qué hacer. Mi único pensamiento era un parásito que me consumía. Se alojaba en mi cabeza y comenzaba a provocarme de manera inconclusa. Era imposible entregarme a la locura: ella no estaba, simplemente no existía en esos momentos. El perro no podía guiarme cual lazarillo fuera de esa maldita puerta. No había nada más allí. Ese cielo se cernía sobre mí y me amenazaba como un recuerdo permanente. Escuché ruidos de grillos y, por primera vez en millones de ciclos, el cielo cambió del eterno gris a un rojo fuego. Un ocaso siempre es algo para celebrar. Al fin había algún indicio de cambio. Pero de todos modos seguiría prisionero allí; nada podía salir (ni entrar) por esa puerta. —Condenado caminando —grité con tristeza. Y eso era lo que sentía: mucha tristeza. Pero aun así... era incapaz de llorar. De repente tuve un pensamiento algo siniestro: hundía un cuchillo de hoja afilada (o quizás una navaja) en la garganta de un pobre idiota. Pero, como ya he dicho, era incapaz de personificar nada (a excepción de la muchacha) sin otro rostro que no fuera el mío. Mi perverso pensamiento seguía en marcha. La sangre brotaba por todos lados. Mis manos sudaban sangre continuamente, la imaginé correr por todas partes. Entonces sucedió algo distinto. Mi pensamiento cobró vida y escapó de mis deseos. La persona, cuyo rostro era idéntico al mío y a quien yo estaba asesinando, me sonreía y me miraba malignamente. —En la mañana o en la tarde —dijo con una sonrisa—, incluso antes de que vos llegues. Antes de todo, estoy yo. Siempre estoy yo. Siempre voy primero. Y al decirlo parecía disfrutar de un placer extraño. Lo solté horrorizado. La sangre se había vuelto negra y sus brazos y piernas se desprendieron de su cuerpo. Desperté de un sueño. Estaba soñando despierto porque claramente no podría dormir jamás en ese lugar. Estaba alucinando. No había bebido agua desde que tenía memoria, pero 27

no creo que fuera producto de ello. El tiempo se esfumaba entre momentos de agonía y tormento. A cada instante parecía despertar de una pesadilla, pero sabía que era imposible que aquello fuera un sueño. No estoy dormido, jamás lo estuve y mientras no cruce esta puerta sé que nunca dormiré. Ni moriré. Ni tampoco sufriré de otro tormento que no sea mi único pensamiento. Decidido y con total desesperación me abalancé sobre la puerta y empecé a patearla con la certeza de que permanecería inalterable. Para mi sorpresa, algo sí cambió: el piso se decoloró y aparecieron unas baldosas de laja que se insertaban encima del cemento gris. Eran dieciséis baldosas colocadas una junto a la otra en dirección diagonal. Miré con escepticismo la piedra y la puerta, la puerta y la piedra. Me senté en el piso y luego de unos instantes me recosté mirando en dirección al firmamento. El cielo rojizo alternaba intermitentemente con el gris. De nuevo alucinaba. Mi cautiverio era ya insoportable. No tenía fuerzas para gritar ni para hacer nada. Sentí pena de mí mismo, pero por sobre todo, odio, mucho odio. Odiaba mis manos, mis pies, mis piernas. Odiaba cada parte de mi cuerpo. Pero lo que más odiaba eran mis pensamientos. Lo más profundo de mi mente. Tenía ganas de vengarme. —¡Por todo lo que me hicieron! —grité, apretando los dientes con fuerza. Me sorprendí ante mis propias palabras. ¿Quién me había hecho algo? ¿Por qué atribuía mi mala fortuna a una persona? ¿No podía acaso ser parte del acontecer? “Las cosas pasan... no hay magia, ni fe en eso” –pensé. No hay ninguna otra voluntad frente a mí ahora. Estoy solo. Desde que recuerdo estoy solo. Y si antes he conocido el milagro de la compañía de otros, es algo que murió. Murió y fue sepultado por el tiempo en las orillas de mi existencia, en los confines de mi destierro. No hay verdad ahora. Es todo presente. Mi castigo es atemporal. —Solo espero que mi condena acabe pronto. Siento tanta bronca que podría desbaratar todo este lugar con mis dos puños… 28

Es así como sin más golpeaba todo cuánto tocaba. Mientras más azotaba a los objetos de mi entorno, más resplandecientes parecían; en ese lugar estaba prohibido destruir las cosas. Nada allí podía ser destruido… ni yo. Me dirigí hacía la elevada vista y miré nuevamente los árboles que asomaban a los lejos. Pensé. Estaba por comenzar a escribir un dulce poema cuando unas oscuras palabras asaltaron mi mente: “Azkur, prisión de fuego y sombra.” Me sorprendí hablando incoherencias como un desquiciado. Inmediatamente me atacó otro horrible pensamiento: un lugar aún peor que este, en donde se esclavizaba y torturaba en forma aún más brutal. En donde los presos abandonaban toda esperanza. Algún reino salvaje en donde el único aspirante al trono era un retazo de cuerda con un fuerte nudo. Entonces volví a escuchar otras palabras en mi mente: Prisión de fuego y sombra Esclavitud de los impíos y muerte de los mundanos Soledad absoluta en donde nadie te nombra Tortura y codicia son ciudadanos Ya nada ni nadie conserva su forma No hay perdón, alivio ni piedad En el reino en cuyo trono reposa la horca. Sentía escalofríos. Después de mucho tiempo, ese pensamiento logró despertar un horrible sentimiento en mí. Pensar en una prisión, peor aún, en un lugar en donde solo marcharan los condenados de las prisiones me hizo considerar que quizás sí existía un lugar aún peor que este. El día agotaba mis sentidos, era un peso incontrolable que poco a poco me arrinconaba y arrastraba a un lugar distante. Comencé a ver borroso y me movía lento. Bajo qué embrujo me encontraba, no pude deducirlo. Solo supe que una vez más, algo cambiaría. Mis pensamientos se interrumpieron: ¿estaría desapareciendo? 29

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Desperté y era de día. Sí, me había quedado dormido, mientras dormía anocheció y cuando desperté ya estaba por amanecer. Me levanté con una mezcla de júbilo y calma. ¡Había dormido! Y solo yo sé lo reparador que fue eso. Tanto tiempo internado en la vigilia, sometido a mi propia consciencia y luego poder dormir… ¡Era el bálsamo que necesitaba! Estaba feliz y alegre con mis pensamientos en orden. Ya no divagaba desesperado rumiando suposiciones: ahora veía todo de otro modo. Caminé por el pequeño patio y puede comprobar que el charco de agua al fin se había evaporado. El sol me estaba quemando y por primera vez me alegré de comprobar que sentía el calor y el dolor. Ya no había fuerza ni pensamiento alguno que me alejaran de las cornisas que daban hacia al vacío. Miré hacia abajo y contemplé que estaba a una altura mayor de la que hubiera podido imaginar. Estaba, aparentemente, en la cima de una montaña que fue demolida y atravesada por un túnel –que solo podía cruzarse por esa puerta–. No tenía herramientas para poder cavar o perforar la ladera en donde estaba. Pero, de todos modos, me parecía imposible que un ser humano sin ayuda de alguna máquina infernal pudiera siquiera perforar esa dura piedra. Todo había cambiado. El aire estaba renovado. Ya no tenía deseos de autodestruirme. Sentía que estaba vivo por alguna razón. Atribuí algo de eso al destino. O a una causa primera. O a ella. No volví a dejar de pensar en la mujer de ojos color café. Ahora podía dormir y soñar con ella. O recordarla... o imaginarla. O quizás estar con ella en otro tiempo y otro lugar. Comenzaron a brotar hojas y raíces en medio del patio. Tenía muchas ganas de comer algo, aunque no sabía qué. Recordaba o imaginaba muchas cosas, pero los sabores se me mezclaban y a menudo solo me contentaba imaginado texturas. Aromas y sabores eran un remolino en mi memoria. Nada podía hacer para asignarle a cada cosa su lugar. 30

Sería placentero entonces pasar algún tiempo más allí, pudiendo al menos dormir un poco. ¡Ojalá hubiese podido comer algo! Empezaba a sentir hambre, algo que hasta hace no muy pocos ciclos no podía. Ahora era más fácil contar el tiempo: me refería a él en amanecer, mediodía, ocaso y oscuridad. Me sentía algo feliz. Empecé a tararear una pegajosa melodía de piano que vino muy pronto a mi mente. “Me encantaría salir de este lugar” –pensé–, pero tampoco era tan malo permanecer cautivo ahora. Fueron pasando los días y sentía que el clima me había perdonado o, al menos, me había olvidado. Todo se veía mucho más feliz allí. El patio abandonado parecía verse más lindo ahora. Muy grande fue mi sorpresa cuando al cabo de muy poco tiempo pude ver un ruiseñor que sobrevolaba el viejo patio (a miles de metros de altura). ¿Era eso posible? Sí, en ese lugar lo era. Había pasado a convertirse en un frondoso jardín lleno de vida. Pájaros, hormigas, lombrices, arbustos, frutos y flores estaban en cada rincón del antiguo patio. El clima era agradable, especialmente por las noches. Por encima de la puerta comenzó a fluir una hermosa cascada y luego de muchísimo tiempo volví a beber agua. Todo era magnífico ahora. Ya no maldecía mi mala suerte. Ya no había un único pensamiento, porque todo era nuevo y por descubrir. Observaba largo rato a las hormigas. Contemplaba al ruiseñor con su belleza magistral. De repente sentí mucha alegría, fuerza y esperanza. Sabía que no iba a morir solo. Al menos tenía todo ese magnífico mundo sobre mis narices. Era comenzar de nuevo, el despertar de todo lo bello. Creo que al reconciliarme con el patio me reconcilié conmigo mismo. Era esa cuota de autoestima que necesitaba. El patio reflejaba en mí parte de su esencia y viceversa. Sería más lógico pensar que mi estado emocional afectaba mi visión sobre el patio. Pero preferí pensarlo así entonces. El patio había cambiado y por primera vez en mucho tiempo reflejaba alegría, esperanza y un sinfín de cosas. Ya habían pasado varias semanas desde que había amanecer y ocaso en el patio. No recuerdo mucho de la noche porque prácticamente me la pasaba durmiendo hasta que amanecía. En la noche anterior volví a soñar con la mujer de ojos café y cabellos os31

curos. Caminaba hacia mí. Su rostro era aún menos difuso. Podía ver cómo se le formaban unos simpáticos hoyuelos en las mejillas. Se reía y me miraba con dulzura. Pero el sueño dio un giro: El perro lanudo, que normalmente me festejaba, comenzó a gruñir. En mi sueño su cabeza se agigantó notablemente y comenzaba a morderme. La sangre brotaba por mis piernas, entonces tomé un palo e intenté disuadirlo para que no siguiera mordiéndome, pero no cesaba. No me hacía caso. Lo golpeé en la cabeza y volvió a atacarme. Tomé una piedra del piso y apunté a uno de sus ojos. Lo dañé, pero seguía atacándome. Entonces, como si fuera un cuchillo, le enterré la piedra puntiaguda en la garganta y la giré de lado a lado. Inexplicablemente brotaron lágrimas de mis ojos y comencé a llorar como nunca lo había hecho antes. Sentía angustia y tristeza. No sé qué significaría eso pero algo debía significar. Me defendí y maté a un ser vivo. Sabía que era un sueño, pero nunca había experimentado ni en sueños la tristeza y la culpa de tener que matar en defensa propia. Mi visión se transformó en pesadilla. Pasaron varios ciclos antes de que recobrara la calma. Otra vez me encontraba sin hambre ni sueño, pero por lo menos podía tratar de comer algo e intentar dormir. Me quedé dormido por un breve lapso, pese a no estar cansado. Al levantarme noté que el viento había comenzado a soplar más fuerte mientras yo descansaba. El cielo volvió a ser gris, pero esta vez no era calmo: varios relámpagos surcaban el cielo de un lado a otro iluminando, por un instante, todo mi pasado. El agua empezó a caer muy lentamente y, lo que había comenzado como una ligera llovizna, poco a poco se convirtió en una tormenta.

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