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CAPÍTULO 7
Sombras de la democracia
PASTOR TIBETANO, DUEÑO DE 1.000 YAKS Y DE UNA ESPOSA ENGALANADA CON COLLARES Y PLATA, Jiren no ha comprendido nada de la versión comunista de la democracia en China. Como los 400 habitantes de Chala, población de la meseta de la provincia de Qinghai, respondió a la convocatoria de la asamblea electoral. Pero la convocatoria había sido redactada por el secretario del Partido Comunista en idioma chino, que el pastor tibetano Caiban no lee ni habla; es posible que a ello se deba el malentendido que persistirá. La región de Qinghai forma parte del Tíbet histórico, pero en 1965 el gobierno chino la dividió en varias provincias con la esperanza de reducir el sentimiento autonomista de los tibetanos. A comienzos de la primavera de este año del Gallo, mientras la nieve comienza a fundirse en las mesetas, los pastores de Chala han obedecido; a caballo y en motos todoterreno las más afortunadas, nin-
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guna familia faltó a la convocatoria. Cuando se es tibetano en China no se elude una convocatoria del secretario del Partido; en este año del Gallo se supone que tibetanos y chinos celebran el cuadragésimo aniversario de la «liberación pacífica» del Tíbet. Pues tal es la expresión en nova lingua comunista que designa la colonización; la fecha conmemorativa fue el pretexto para organizar grandes celebraciones que, según la prensa del Partido, «colmaron de alegría» a los tibetanos. El secretario del Partido que realiza la convocatoria también es tibetano, pero este Cairang, que habla chino, ha elegido colaborar con la administración de la región y el Partido se lo agradece. Cairang se ha beneficiado de un préstamo bancario para adquirir un congelador y un generador de electricidad; este equipamiento le permite vender su carne y su mantequilla salada a mejores precios que los demás pastores, quienes se encuentran a merced de los intermediarios chinos. Mientras Cairang siga siendo secretario del Partido y respete su línea, el banco no le exigirá el pago de su préstamo. Una aventura personal que traduce la manera en que el Partido mantiene sujetos a los tibetanos, aplicándoles un cóctel de represión y subvenciones. ¿Pero no es éste acaso el régimen que se aplica a todos los chinos, aunque los tibetanos reciban una dosis más fuerte, trátese de penalidades o de ayudas?
Marionetas electorales entre los tibetanos Los pastores, sus esposas y sus hijos, sentados con las piernas cruzadas sobre la hierba húmeda, se sitúan frente a la sede del Partido, que es el único edificio de construcción sólida del pueblo y además recubierto con azulejos blancos, signo de modernidad en toda China. Este pueblo no existe realmente, pues los pastores
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viven en tiendas y chozas de barro dispersas por 30 kilómetros a la redonda. El Partido, que hace bien las cosas, ha llevado un equipo de sonido que permite oír el himno nacional chino; los tibetanos se ponen de pie, bien erguidos. A continuación Cairang inicia un prolongado discurso en chino, que evidentemente los pastores no entienden. Pero cuchichean entre ellos y a partir de fragmentos todos se enteran aproximadamente del tema del discurso. Cairang explica, nada menos, que la democracia ha llegado a Chala: ese día se convoca a los aldeanos a designar a su comité local y al jefe de su pueblo. La votación se hará con papeletas secretas. Cairang les muestra que la urna de madera, decorada con papel rojo, está totalmente vacía y que se cierra con llave. Con una mano agita las papeletas: las amarillas son para el comité y las de color rosa para el jefe del pueblo. Los nombres de los candidatos —seis para los cinco cargos del comité y sólo uno para la papeleta rosa— se han impreso con anticipación. El secretario del Partido aclara a los observadores extranjeros y a los periodistas venidos expresamente hasta este remoto rincón de China que los nombres de los candidatos surgen de una concertación previa entre los aldeanos. Los pastores intercambian miradas perplejas. Después Cairang explica el procedimiento del voto secreto; detrás de una pared de barro se ha instalado una especie de cabina electoral que sirve también de letrina. Recuerda que la compra de votos está prohibida —lo cual indica que se realiza con frecuencia— y presenta a los dos policías venidos expresamente desde la capital del distrito para detener a eventuales delincuentes. Cairang percibe que su discurso, declamado con el estilo atronador propio de todos los dignatarios del Partido Comunista, ha dejado de interesar a los asistentes; las mujeres cotorrean, los hombres fuman y circulan botellas de alcohol. Cairang conecta la músi-
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ca; las melodías tibetanas interpretadas con ritmo pop atraen la atención general. Las mujeres sonríen, una manera de exhibir su fortuna al mostrar los dientes forrados de oro. La campaña electoral puede comenzar. Cairang presenta al candidato apoyado por el Partido, un tal Caiban, también él criador de yaks, pero dueño del único automóvil de Chala. Y otro que también dispone de un congelador comprado a crédito. Encima de su vestimenta tibetana se ha puesto uno de esos capotes verdes recuperados que hasta no hace mucho usaban los soldados chinos; su atavío despierta envidia, puesto que cuando pasa una nube la temperatura desciende quince grados. El candidato expone detenidamente su programa, en chino pero con un acento tibetano tan pronunciado que los asistentes parecen comprender. Se compromete a no ser corrupto —lo cual indica que la corrupción es la norma—, a rendir cuentas del uso de los fondos públicos que le serán confiados, a empedrar el camino que une el centro del pueblo con la carretera nacional y a resolver de la mejor manera posible las querellas de deslinde de terrenos que enfrentan a las familias de pastores. Por último, jura seguir la línea del Partido Comunista, luchar contra la pobreza y conseguir que triunfe el progreso. Esas proclamas sin sorpresa no arrancan aplausos. La campaña electoral ha terminado y el secretario del Partido distribuye las papeletas de voto. Fue entonces cuando Jiren lo estropeó todo. Se levantó, tomó la palabra sin solicitarla previamente, declaró que se alegraba de la libertad concedida a los criadores de Chala, se lo agradeció al Partido Comunista del cual era miembro ¡y presentó su propia candidatura al cargo de jefe del pueblo! Todo fue dicho con calma, sin énfasis y en idioma tibetano. Después Jiren volvió a sentarse junto a su estupenda mujer, que le sonrió mostrando todos sus dientes de oro. Los pastores también parecieron alegrarse, ¡pero resulta impo-
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sible descifrar la expresión de un rostro tibetano curtido por el sol y por medio siglo de opresión china! El secretario del Partido parecía desconcertado; se retiró a la casa revestida de azulejos blancos para ponerse de acuerdo con las autoridades del distrito. Una hora más tarde salieron todos y se hizo el anuncio de que el gobierno chino respetaba la democracia. Por tanto, los electores podrían agregar a mano en la papeleta rosa el nombre del disidente Jiren. Pero la mayoría de los pastores no sabía escribir y menos aún sus mujeres. «Los que sepan escribir que ayuden a los analfabetos», ordenó el secretario del Partido, visiblemente irritado. Las operaciones, que hubieran debido desarrollarse según una coreografía preparada varios meses antes, se volvieron complicadas; los camarógrafos de la televisión oficial china dejaron de filmar ese desorden. Los cocineros, que habían preparado para los observadores extranjeros un banquete de yak asado y té con mantequilla, se sentían totalmente desamparados. Se pasó a la votación y a continuación se procedió a contar y recontar las papeletas, lentamente y en público; no era posible ninguna acusación de fraude. Pero los tibetanos han interiorizado su colonización: el candidato oficial ganó por amplia mayoría, con dos tercios de los votos. De todas maneras el imprudente Jiren obtuvo un puesto en el comité del pueblo y no se mostró decepcionado: «Es la democracia», dijo. Se había restablecido el orden. Una limusina con los cristales tintados, marca Buick pero fabricada en China, descendió velozmente por el prado y un «cuadro» importante bajó del vehículo. En China la importancia se aprecia por la vestimenta oscura, la camisa blanca, la corbata roja y, sobre todo, la cabellera espesa y negra. Un dignatario comunista, sea cual sea su edad, nunca tiene los cabellos grises y nunca es calvo. El cuadro no se presentó, no dijo su nombre; se
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cuchicheaba que era «director» y que venía de Xining, capital de la provincia. El hombre se apoderó del micrófono y, en el idioma del Partido, con tono marcial y un vocabulario ritual, felicitó a la población de Chala por haber avanzado hacia la democracia en aplicación de las directivas del XVIº congreso del Partido Comunista. Añadió que esas elecciones eran un paso suplementario hacia el desarrollo de China y la demostración del perfecto entendimiento entre todas las etnias, las minoritarias y la han o mayoritaria. Anunció una dotación excepcional de tres mil yuanes —una suma ridículamente insuficiente, incluso en Qinghai— que sería gestionada libremente por el comité electo del pueblo, bajo la tutela vigilante del secretario local del Partido. Antes de volver a subir a su limusina, el «director» aceptó seguir una costumbre tibetana que consiste en sumergir el dedo medio en un vaso de alcohol blanco con el borde cubierto de mantequilla salada y seguidamente unirlo al pulgar y de un golpe esparcir tres gotas en derredor para bendecir la tierra, el cielo y la familia, antes de beberse el resto. El calor que se siente entonces protege del frío y del vértigo que provoca la altitud. El sol ya se ocultaba detrás de las montañas y amenazaba nevada. Rociado con té con mantequilla, el asado de yak y sus despojos rellenos de hierbas desaparecieron en unos instantes. Los pastores se dispersaron rápidamente; cada caballo o moto transportaba a una familia entera. Chala volvió al silencio y al crepúsculo; era uno de los 650.000 pueblos de China en que el Partido decidió instaurar la «democracia». ¿Qué le sucederá a Jiren, el rebelde? Sin duda no lo molestarán debido a su escasa importancia; el comité de disciplina del Partido del que forma parte le dará una lección de moral y nunca obtendrá el préstamo bancario que le permitiría comprarse un congelador.
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En el camino de regreso de Chala, por la carretera de Xining, los anfitriones chinos del gobierno provincial propusieron a los delegados extranjeros una escala turística; nuestro séquito se detuvo ante la Isla de los Pájaros. Situada en el lago más grande de China, es un punto de descanso para miles de aves migratorias. Se hicieron las habituales fotos y al día siguiente leímos en la prensa internacional que las aves muertas recogidas en esa isla eran portadoras del virus de la gripe aviar, una de las más graves amenazas de pandemia que se ciernen sobre China, junto con la neumonía atípica y el sida; toda la zona estaba prohibida a los viajeros y los que regresaban de ella eran sometidos a cuarentena. Se nos ahorró la cuarentena... ¡sin ningún motivo! No, no se trataba de un intento del Partido de librarse de nosotros; el hecho sólo ponía de manifiesto la inconsciencia del Partido frente a las amenazas sanitarias reales que pesan sobre China y su jerarquía invertida de las prioridades: las elecciones previstas y preparadas desde hacía meses debían celebrarse. Estaba en juego el honor del Partido; renunciar a ellas hubiera equivalido a quedar en ridículo ante los tibetanos y, peor aún, ante los extranjeros. La pandemia podía esperar. La prensa china sólo informó de la muerte de las aves cuatro meses después del suceso...
No, el Partido no evoluciona hacia la democracia ¿Para qué sirven unas elecciones en un país en el que no existe más que un único Partido, en el que está prohibida la oposición, donde la información es sustituida por la propaganda, los debates se ensayan previamente y la crítica es censurada? ¿Por qué razón el gobierno chino, que no es electo, y el Partido Comunista, que se autodesigna, han decidido generalizar las elecciones locales, puesto que así
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lo establece la ley, desde 1980, en todos los pueblos de China? Y, desde el momento en que el Partido considera conveniente que el jefe del pueblo y las asambleas locales sean electos, ¿por qué esta especie de democracia local sólo se aplica en las zonas rurales? En las ciudades, a las que no afecta esta ley, las designaciones se efectúan con la mayor discreción y con la abstención general de los comités de barrio, carentes de poder. En cambio, las elecciones rurales han llegado a ser una prioridad para el gobierno chino. Esta estrategia causa perplejidad y suscita, en la misma China, toda una gama de interpretaciones que van desde el cinismo hasta el optimismo. Una interpretación mucho más compleja es que nadie está en condiciones de analizar los 650.000 pueblos en cuestión y que las situaciones son de lo más diverso. Un observador considerado en China independiente, Li Fan, director del World and China Institute de Pekín, opina que están representados todos los ejemplos, desde el pluralismo auténtico hasta las manipulaciones más sórdidas. Si hay que generalizar, señala que en el norte de China se vota por clanes porque los pueblos están divididos en familias hostiles, mientras que en el Sur la compra de votos determina los resultados. La prevaricación es mucho más intensa cuando los intereses económicos en juego son significativos. En un pueblo tibetano que no dispone de recursos esos intereses económicos son nulos. Pero en las provincias prósperas el pueblo posee sus propias empresas; por lo tanto, el jefe del pueblo se convierte en dueño efectivo de las mismas. Entre el jefe del pueblo elegido por la población y el secretario del Partido Comunista designado por su jerarquía, ¿quién dirige y decide? En esto tampoco existe una regla evidente; todo depende de la relación de fuerzas, del grado de influencia o del dinero. También se encuentran pueblos —un tercio, según el
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ministerio de Asuntos Civiles de Pekín— en los que el secretario del Partido ha sido elegido además jefe del pueblo. ¿El Partido alienta esta confusión de funciones? ¿Desea que sus representantes sean elegidos y de esa manera confirmados por el sufragio universal? Sería una manera de legitimar al Partido Comunista en las zonas rurales; y para el Partido representaría también un modo de depurar a sus cuadros eliminando a los aparatchiks más odiados por los campesinos sustituyéndolos por otros que al menos serían tolerados. Esta política parecería racional, pero, según las provincias, se oyen discursos contradictorios; a veces el secretario es animado por el Partido a presentarse a las elecciones para situar al PC en el marco de una legitimidad democrática y reducir el costo de la administración local (un jefe de pueblo y un secretario del Partido, ambos a cargo de los aldeanos representa una doble carga impositiva). En otras provincias el Partido sostiene el discurso inverso; se me explica entonces que la distinción entre el secretario del Partido y el jefe del pueblo reduce los riesgos de tiranía, obliga a la concertación e introduce una separación de poderes auténticamente democrática. También existen numerosas provincias en las que el Partido ha decidido no celebrar elecciones, o celebrarlas en algunos pueblos pero no en otros, según un calendario que sólo él conoce. De esas infinitas variantes deducimos que el Estado central en China es mucho más débil de lo que parece; si define una línea general, los representantes locales del Partido la aplican a su manera, de acuerdo con sus intereses personales, en función de las influencias y de las relaciones de fuerzas. El centralismo en China es una negociación permanente entre las autoridades de Pekín y los potentados locales del Partido Comunista. Tampoco descartamos la idea de que esta repentina pasión del Partido por las elecciones locales, por primitivas que sean,
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responda al aumento del descontento de los 800 millones de campesinos. Éstos permiten vivir al ejército de aparatchiks que se instala en su pueblo; se calcula una media de un aparatchik del Partido por cada veinte habitantes rurales, una proporción que crece. De manera discrecional, estos «cuadros» aplican a los campesinos impuestos, multas y trabajos obligatorios no remunerados. Los campesinos se sublevan; los amotinamientos, algunos notorios y revelados por la prensa, y muchos otros que permanecerán ignorados para siempre, son la evidencia de un verdadero odio hacia el Partido. Tal vez esas elecciones en los pueblos no sirvan para fundar la democracia, pero son un mensaje del Partido a los campesinos: «En adelante, estamos dispuestos a escucharos». Por lo que hemos visto este mensaje se transmite mal, porque la cultura del Partido no es la del diálogo; las elecciones se gestionan con tal torpeza que parecen impuestas a los campesinos. Es dudoso que, después de haber votado, un solo pastor tibetano de Chala tenga la sensación de haber sido escuchado, muestre más simpatía por el Partido o se una a él. Lo más probable es que experimente la sensación de participar por obligación en uno de esos innumerables rituales impuestos a los chinos desde 1949. Las elecciones locales recuerdan a otras campañas —el «Gran Salto adelante», la «revolución cultural», la «reforma económica»— que han acompasado la historia de la China popular. Por su puesta en escena, las elecciones en el Tíbet hacen pensar en los pueblos y en las fábricas piloto y en otras representaciones teatrales ejemplares de la era anterior. Desde la década de 1960 las consignas han variado, pero el estilo prevalece sobre el fondo y la música, sobre las palabras: el pueblo se doblega, la flexibilidad es la condición de su supervivencia.
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La teoría del proceso democrático Confieso que la anterior es una interpretación pesimista de las elecciones en los pueblos; el Partido sostiene otra más prometedora, que es compartida por algunos observadores de China, que suelen ser más occidentales que chinos. Se la denomina «teoría del proceso». La retórica del Partido Comunista nunca ha excluido formalmente a la democracia; las primeras elecciones que se celebraron en China, en 1954 y bajo el gobierno de Mao Zedong, fueron pluralistas. Pero debido a la influencia del estalinismo, y cediendo a su propia lógica totalitaria, el maoísmo no tardó en abandonar las apariencias de la democracia pluralista para proclamar una democracia unánime. Desde entonces en China se vota poco, pero cuando se vota es por unanimidad. Cuando Deng Xiaoping sucedió a Mao Zedong no excluyó para el futuro —en 50 años, declaró en 1981— que China volviese a ser una democracia pluralista. ¿Por qué una espera tan larga? Además del temor comprensible a perder el poder, Deng Xiaoping sostenía dos argumentos que siguen siendo la doctrina del Partido. El pluralismo prematuro conduciría a la fragmentación de China e incluso a la guerra civil; como prueba de ello, se recuerda que después de las elecciones libres que siguieron a la revolución republicana de 1911 los integrantes de la pequeña nobleza de provincias y los responsables militares locales se convirtieron en los famosos «señores de la guerra» que arruinaron China y sembraron la guerra civil. ¿Ese escenario de la fragmentación seguida de enfrentamientos internos se repetiría de manera idéntica en caso de elecciones libres? Lo dudamos, porque la China actual es más homogénea que en 1911 y más de lo que lo fue nunca a lo largo de su historia. Las provincias están relacionadas entre ellas, los pueblos se han mezclado con las gigantescas migraciones y la economía
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se ha unificado. El mercado de trabajo y de consumo, la televisión y la escuela imponen progresivamente un idioma nacional y la convergencia de las costumbres. Por otra parte —algo que preconizan todos los portavoces de la democracia—, una China democrática se organizaría de acuerdo con un sistema confederal. Una confederación resistiría al pluralismo más fácilmente que el mantenimiento a toda costa del centralismo. El segundo argumento invocado por el Partido y que justificaría la llegada progresiva de la democracia —comenzando desde abajo, en los pueblos—, es que los chinos no son todavía ciudadanos responsables. Esta condescendencia justifica el alarde de precauciones oratorias y prácticas que acompañan a los escrutinios en los pueblos. Pero no se entiende bien por qué esos mismos chinos que supieron votar en 1913 o en 1954 tendrían necesidad de aprender a hacerlo en 2005. Los indios o los brasileños, para considerar sólo países comparables a China, saben votar sin que un partido tutelar haya tenido que ayudarlos durante 50 años. Más que el pueblo chino, ¿no sería conveniente que el Partido Comunista chino aprendiese a votar y que sus miembros se acostumbrasen a pensar por sí mismos? También ellos, más que el pueblo, deberían aprender a perder unas elecciones, llegado el caso... Otros observadores, que no son comunistas ni chinos, en particular en el seno de dos fundaciones americanas, Ford y Carter, muy activas en China, consideran que las elecciones locales han iniciado un proceso irreversible: el Partido Comunista no lo dominaría y, nolens volens, será arrastrado, a su tiempo, por esa lógica electoral. En nombre de ese optimismo, estas dos fundaciones apoyan las elecciones en los pueblos de China y con ese propósito suministran medios logísticos y asesoramiento a las autoridades locales que las organizan. Tal es el caso en Chala, donde me ha parecido que los cuadros se sentían encantados de demostrar que los tibetanos
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eran libres; por lo demás, la fundación que impulsa el antiguo presidente americano Jimmy Carter ha regalado ordenadores al gobierno local. Sin embargo, a China no le faltan ordenadores; ¿quién es el engañado? ¿El ingenuo Carter o los comunistas atrapados en un engranaje electoral? Aunque sin generalizar, me parece que las elecciones en los pueblos, tal como están organizadas, muestran que el Partido Comunista no piensa de ninguna manera avanzar más por el camino hacia la democracia. Se dudará en particular de la legitimidad de una democracia sin libertad para informarse y organizarse por sí misma.
Un grano de arena en el camino del Partido Otro paisaje, otro clima: a 2.000 kilómetros al sur de la meseta tibetana, los granjeros de la provincia de Guizhou comparten la pobreza con los pastores de Qinghai. En Chala se vive difícilmente de la cría del yak y de la venta de mantequilla. En Maguan, cada familia sobrevive gracias al cultivo del arroz irrigado en minúsculas terrazas. A los que se muestran estupefactos ante el milagro económico se les recomienda visitar esta provincia de Guizhou, donde el ingreso por habitante es del orden de 100 euros al año, no hay electricidad, se desconoce la mecanización, las escuelas son raras y los dispensarios inexistentes. Los aficionados al exotismo se alegrarán de encontrar allí una China eterna: el campesino detrás de su búfalo, las mujeres rehaciendo los pequeños diques de tierra bajo la mirada de los antepasados y en torno a las montañas rocosas salpicadas de estelas funerarias. La China inmensa es una suma de épocas y culturas diferentes; sólo el Partido Comunista es uniforme. Después de las elecciones de Chala asistí en Maguan a otro avance irresistible de la democracia local, en esta ocasión una reu-
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nión del comité del pueblo. El comité de Maguan había sido elegido a razón de un delegado por cada 35 familias entre una población de 3.000 habitantes. Por lo tanto, la asamblea era importante: una especie de democracia directa a imagen de la de un cantón suizo, convocada en la plaza pública, al aire libre, frente a la sede del Partido. Igual que en Chala y en todas partes, el Partido ocupa un edificio revestido de azulejos blancos, signo de una modernidad carente de estilo, la de los aparatchiks sin gusto ni criterio. En una pizarra negra, escritas con tiza, podían leerse las noticias locales: en primer lugar figuraba el número de mujeres encintas, su nombre y el momento de su embarazo. Este hecho no debe interpretarse como una solicitud especial por la maternidad en la provincia de Guizhou, sino como la aplicación severa, sustentada en la delación y las sanciones, de la política del hijo único. Para sustraerse a ella, algunos aldeanos de esta provincia se hacen pasar por tibetanos o yi, etnias minoritarias que escapan a la norma del hijo único; intento vano en general, porque la policía conoce la estratagema. El «cuadro» que presidía la asamblea de Maguan se parecía como una gota de agua a su colega de Chala: los mismos cabellos negros, la misma entonación, el mismo vocabulario e idéntico triunfalismo. Zheng era un hombre del pueblo, con estudios, como lo son la casi totalidad de los cuadros. El Partido no es en absoluto a imagen de la sociedad: sobre 60 millones de miembros, sólo cuenta en su seno con un 5 por ciento de campesinos, mientras que éstos representan el 80 por ciento en el conjunto de la población china. El número de obreros que pertenecen al Partido es insignificante y no deja de bajar; las mujeres apenas representan el 10 por ciento de sus integrantes y ninguna ocupa cargos con responsabilidades reales, locales o nacionales. Como había hecho Cairang en Chala, en Maguan Zheng se felicita por el «avance de la conciencia democrática», por el «gran
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impulso hacia el progreso» y por la «eliminación de la pobreza» que surgiría de esa asamblea. Los delegados fuman, pensativos, sin decir nada. Zheng pasa al orden del día que justifica esta reunión excepcional; aquí la asamblea se reúne sólo una vez al año, frecuencia que es la norma para la mayoría de las instituciones «electas». El papel de una asamblea en China no es discutir, sino apoyar en público las decisiones que el Partido ha adoptado en secreto. A la entrada del pueblo de Maguan se veía antes un estanque con un dibujo que evocaba un paisaje de montaña a la manera de las antiguas pinturas chinas, pero esa propiedad colectiva se ha convertido progresivamente en un vertedero público. Los peces murieron y las lentejas de agua recubren el estanque, en el que flotan pajitas de plástico. Zheng sostiene que este atentado contra el progreso más que a la estética daña considerablemente a la reputación de Maguan; por lo tanto, considera conveniente que la asamblea tome una decisión acerca del futuro del estanque. El secretario del Partido propone rellenarlo con tierra y transformarlo en jardín público «para los viejos, que bien se lo merecen». Cinco o seis asistentes alzan el brazo para tomar la palabra y elogiar la sensatez del secretario del Partido. Todo se desarrolla como estaba previsto. Después, como en Chala, el PC no puede reprimir una nota discordante. Un aldeano muy anciano, vestido con una guerrera azul de la época de Mao Zedong, toma la palabra sin haber sido invitado a hacerlo. Saca de un bolsillo un texto redactado para la circunstancia; se trata de un poema, una evocación del estanque que antes fue la gloria del pueblo. Habría bastado con profundizarlo y limpiarlo para que volviesen los peces y el Maguan de mañana se pareciese al de ayer. Zheng está furioso. Sus superiores, llegados expresamente de Guiyang, la capital, se reúnen en conciliábulo. Zheng anuncia que habrá que votar porque existen dos proyectos opuestos. ¿Hay que rellenar o profundizar el estanque? Se vota mediante papeletas secre-
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tas y, cosa curiosa, nadie se interesa por el recuento. Zheng puede proclamar que los partidarios de rellenar el estanque han arrasado; el progreso se ha apoderado de Maguan, aplastando al poeta de guerrera azul. Imaginar un rebelde en ese anciano sería excesivo; él idealizaba una China perdida de la cual no se sabe si se remontaba a los emperadores o a Mao Zedong. ¿No era un grano de arena que venía a bloquear la mecánica autoritaria del Partido? China rebosa de granos de arena como éste que a veces se agrupan y constituyen en revueltas pasajeras contra las exacciones y los abusos del Partido. Sobreviene un incidente adicional que Zheng no ha programado: el técnico encargado de la sonorización, en lugar de poner el himno nacional hizo que sonase La internacional. La grabación con coros, que debe datar de la década de 1970, resucita la era de Mao Zedong. Los delegados que, como los numerosos aldeanos llegados de todos los pueblos de los alrededores, han asistido a la reunión, se quedan desconcertados. ¿Deben ponerse de pie? Cuando suena el himno hay que ponerse de pie, pero cuando se trata de La internacional, que no se escucha desde hace veinte años, no se recuerda el protocolo. Sin dudarlo mucho, los delegados se retiran de la plaza pública y la letra de La internacional queda sofocada por los pregones de los comerciantes que han retornado a sus puestos. Es día de mercado en Maguan y en el aire se huelen los olores mezclados de tripas de cerdo, legumbres saladas y paja fresca. La próxima asamblea se reunirá dentro de un año. Todo esto resultaría pintoresco si Maguan no fuese uno de los pueblos más pobres de China, si sus tiranos locales no se tomasen por demócratas y no se congratulasen por sus avances imparables. Esta reivindicación no es de orden técnico, sino político; las verdaderas decisiones las toma el Partido a nivel de distrito y los aldeanos de Maguan saben que su secretario no es más que un simple
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peón. Ellos desearían también fijar el orden del día sin tener que aceptar lo que propone Zheng. Por lo tanto, saben que se burlan de ellos al reunirlos sólo una vez al año para arbitrar sobre una laguna de patos, mientras el pueblo no tiene electricidad, carretera, agua potable, escuela ni dispensario. Saben que a su gobierno no le faltan recursos; a escasa distancia, a través de valles y montañas, una autopista atraviesa de este a oste toda la provincia de Guizhou. Una autopista casi vacía porque el peaje sólo es accesible a los burócratas, mientras que los camioneros deben seguir transitando por las viejas carreteras, llenas de baches pero gratuitas. En Maguan también se sabe que los cuadros del Partido de la provincia han huido a Australia, enriquecidos, después de haber desviado una partida de fondos para la financiación de la autopista. La información circula mediante el rumor, como en todos los pueblos de China, puesto que esos escándalos no aparecen en una prensa oficial que nadie lee; los campesinos conocen la naturaleza del régimen, sus rituales y sus mentiras a partir de las experiencias vividas. Pero la inmensidad de China y la fragmentación de la información nacional no les permiten relacionar su experiencia personal con una visión global del régimen y del estado del país. «¿Le gustaría elegir al gobierno chino?» Con frecuencia he formulado esta pregunta y siempre me he enfrentado al silencio de los campesinos. En efecto, el temor al Partido los disuade de responder, pero, más allá del miedo, el Partido impide que la China de los pueblos llegue a abarcar mentalmente un tema tan amplio.
El reformismo, una teoría de los pequeños pasos Nosotros, observadores externos, tentados de analizar la situación de los chinos tomando como parámetro nuestra historia y nuestras
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costumbres, ¿subestimamos el avance de China hacia la libertad? Esas elecciones locales, a pesar del Partido, ¿no permiten a los chinos saborear la democracia? Ya hemos dicho que esa es la convicción de las fundaciones americanas en China y también el análisis de algunos militantes chinos de los derechos humanos que se definen como «reformistas» más que «liberales». Entre esos temerarios hay abogados, una profesión nueva en China, lo mismo que el derecho y su codificación, también de reciente creación. La mayoría de los abogados se ocupan de causas comerciales o de asuntos civiles que no incordian a las instituciones políticas; pero algunos, muy pocos, utilizan los procesos y los tribunales para hacer que avance el Estado de derecho. «Pierdo casi todos mis casos», confiesa uno de esos abogados, Pu Zhiqiang, activo en Pekín, especializado en los procesos de prensa. Los periódicos se arriesgan a denunciar la corrupción de empresas o cuadros del Partido; éstos entablan juicios por difamación, una manera de hundir a los periódicos con multas o suprimiendo su titularidad si no ceden a la intimidación de las dependencias de Seguridad o del departamento de Propaganda. El abogado Pu pierde, pero pleitea; gigante atronador, no es un hombre al que se haga callar fácilmente. En el ambiente de la prensa se ironiza sobre su corpulencia, dando a entender que si la policía no lo detiene es porque harían falta diez hombres para cogerlo. Según Pu, lo importante es pleitear. Al llevar esos casos ante los tribunales introduce poco a poco en la sociedad china las nociones de derecho, de procesos y de justicia; también espera desestabilizar a los magistrados, atenazados entre sus argumentos jurídicos y las instrucciones de su verdadero jefe, el secretario del Partido. La paradoja de que se vale el abogado Pu es que en China el derecho existe; en China hay una Constitución, leyes y decretos, pero nadie se atreve a exigir su aplicación. Puesto que desde 2004 la Constitu-
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ción menciona los derechos humanos, Pu los invoca, aunque en principio ese texto no conceda derechos reales a los ciudadanos; pero citar los derechos humanos, basarse en la Constitución, forma parte de su pedagogía democrática. También debe destacarse que la acusación jurídica de un jefe de empresa o de un dirigente político en un régimen en el que se toman decisiones sin que jamás se sepa quién las toma, hace avanzar la noción de responsabilidad personal; al desvelar las malversaciones, la corrupción y la violencia impuesta a los ciudadanos, Pu da a conocer nombres y a veces los destruye. Algunos periódicos a los que ha defendido han ganado juicios por difamación y obtenido reparación económica. En juicios similares, propietarios de apartamentos en la ciudad y de terrenos en el campo injustamente expropiados han obtenido indemnizaciones. Pu gana porque el Partido ha ordenado a los magistrados que le dejen ganar. ¿No le convierte en rehén del Partido demostrar con sus escasas victorias que en China los procesos son reales, los jueces independientes, la prensa libre y la propiedad garantizada? Pu admite que se trata de un juego, lo mismo que las elecciones locales. Pero en ese juego, ¿el Partido no terminará por ceder al Estado de derecho porque el pueblo habrá descubierto sus virtudes? Por consiguiente, cualquier pequeño paso que conduzca en esta dirección será útil. El reformismo del abogado Pu es compartido por un disidente destacado, el líder obrero de Tiananmen, Han Dongfang, refugiado en Hong Kong después de haberse pasado dos años de cárcel en China. Porque en 1989 se empecinó en organizar un movimiento sindical en China, a Han se le suele calificar de «Lech Walesa chino», comparación que él rechaza. Según Han, Solidaridad fue un sindicato político cuyo objetivo era derrocar al régimen comunista, mientras que él se ocupa de la defensa de los derechos de los
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asalariados engañados en China. Desde su base de Hong Kong observa los conflictos laborales que se producen en el Continente y trata de resolverlos utilizando las leyes chinas que, como en el caso de los derechos humanos, existen pero no se aplican. Desde Hong Kong, selecciona los conflictos ejemplares y persuade por teléfono a los huelguistas para que renuncien a la violencia y defiendan su causa ante un tribunal. Su organización, China Labour Bulletin, apoyada por sindicatos occidentales, paga los honorarios de abogados reclutados en Pekín, los únicos que son lo bastante independientes como para enfrentarse a los magistrados de provincia. ¡En China el 70 por ciento de los procesos se llevan a cabo sin abogado! Una mezcla de presiones mediáticas, alegatos y negociaciones permite a veces a los obreros obtener indemnizaciones después de un accidente de trabajo o de un despido sin causa. A la escala de China estas victorias son minúsculas, pero cambian la vida de muchos demandantes. Como Pu, Han elogia la virtud pedagógica de estos pequeños triunfos que consiguen que los obreros pasen del sentimiento de revuelta al descubrimiento del derecho. ¿Esos obreros que él inicia en el derecho, emigrantes explotados por patrones en connivencia con el Partido, son verdaderamente los mejores discípulos? Hay una senda estrecha entre la confianza concedida a jueces sin independencia, la invocación de leyes confusas y la despolitización preconizada por su movimiento, con sede fuera de China y apoyo extranjero. Por táctica o por convicción, Han Dongfang también insiste en su anclaje en la izquierda, una nueva izquierda china, según señala, que no es hostil al Partido Comunista pero que desearía apartarlo de su «deriva neoliberal» para volver a llevarlo hacia un socialismo auténtico. A pesar de lo que se piense, Hang Dongfang y Pu Zhiqiang participan de la gran efervescencia de las mejores conciencias, que
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consideran el advenimiento de un Estado de derecho deseable y posible. En apoyo de su reformismo, observan que en China ha surgido una nueva generación de magistrados, con frecuencia mujeres, decididos a ejercer su cargo con independencia y a luchar contra la corrupción. Una politóloga francesa, Stéphanie Balme, compara a esos nuevos magistrados con la generación de los «jueces de las manos limpias» que en la década de 1980, en Italia, expulsaron a la Mafia de la democracia; se trata de una comparación osada, puesto que Italia era una democracia pluralista. Además, el camino será largo; en el año 2005, el 97 por ciento de los sospechosos que comparecieron ante un tribunal criminal fueron condenados. Dos tercios de ellos no contaron con la asistencia de un abogado y los únicos testimonios aceptados fueron de policías. De momento, la principal función de los tribunales es la de confirmar el orden social, no imponer el reinado de la justicia. Esto no desalienta a los reformistas; un joven universitario de Chengdu, Wang Yi, es quien ha teorizado más explícitamente su enfoque. Yi considera que la legitimidad del Partido Comunista en la propia China es nula, pero que no tiene intención de abandonar el poder ni de reformar el régimen desde arriba, a la manera de Gorbachov. Por lo tanto, quedan dos vías para encaminar a China hacia la «normalidad democrática»: la de los «liberales», que postulan un enfrentamiento directo —como Yu Jie, disidente del interior, o Wei Jingsheng, disidente del exterior—, y la de los «reformistas», sector al que él pertenece. Los reformistas utilizan todos los medios legales a su disposición para crear un Estado de derecho y lograr el surgimiento de una sociedad civil evitando el enfrentamiento político con el Partido. Ninguna de esas acciones emprendidas por los reformistas cuestiona directamente el poder del Partido, lo que les permite conseguir algunas victorias legales. Ese reformismo ahorraría a China los peligros de la violencia, sea la del Partido
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o la del pueblo enfurecido. Al final de esta larga marcha hacia el Estado de derecho, los chinos se constituirían en una sociedad política consciente y el paso a la democracia llegaría a ser la conclusión natural de la modernización de China. ¿Cuántos años son necesarios para llegar a esa normalidad? Wang Yi calcula que deberán transcurrir treinta años; entonces él tendrá 75, la edad de las responsabilidades. Esta teoría reformista provoca perplejidad, pues supone que a lo largo de esos treinta años no se producirá ningún incidente que enturbie la relación entre reformistas y comunistas. Sin tener en cuenta que ese reformismo no está exento de condescendencia «confucionista» hacia el pueblo; igual que los comunistas y los neoconfucionistas, Wang Yi considera que el pueblo debe ser educado por los expertos y los intelectuales antes de decidir democráticamente lo que le conviene. ¿Pero es posible juzgar desde el exterior? El novelista Mo Yan me dijo: «Hemos sufrido tanto que cualquier pequeño paso hacia la luz es sentido como una inmensa liberación». Nosotros, que no hemos vivido ese sufrimiento, debemos entender a Pu Zhiqiang, Han Dongfang, Wang Yi y Mo Yan, tanto como a sus hermanos de lucha partidarios de un concepto más radical de la democracia.
Cuando los chinos votan para elegir a «Supergirl» Atento a la venidera libertad en China, a menudo me pregunto si miramos en la dirección correcta. ¿El legalismo, el reformismo, la resistencia, la protesta y la disidencia son los elementos clave del cambio? ¿Lo que cambiará a China es un texto crítico difundido por internet, un SMS, un cartel, un proceso, una mesa clandestina? ¿Esta China no cambiaría más rápidamente de lo que imaginan los
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militantes demócratas y el Partido Comunista, pero siguiendo otros caminos distintos de la política clásica, diferentes de las evoluciones ya conocidas de la dictadura hacia la democracia liberal? Algunos piensan en la religión; ¿pero por qué no pensar en los medios de comunicación de masas? Admitamos por un instante que la señorita Li Yuchun, de veintiún años, señala el camino de la libertad más claramente que cualquier intelectual o militante demócrata. A lo largo del verano del año del Gallo 400 millones de chinos han vibrado celebrando el culto de la señorita Li a espaldas del Partido, de sus censores y de los intelectuales que ignoraban su nombre y su existencia. Li, una muchacha de la provincia de Sichuan, fue una de las 200.000 candidatas de un juego televisivo copiado de «American Idol», un concurso de cantantes aficionadas creado en Estados Unidos y reproducido según una fórmula idéntica en todo el mundo. En China, una modesta emisora que transmite vía satélite, la Televisión de Hunan, adaptó este entretenimiento popular bajo el título de «Supergirl»; el concurso es patrocinado por una empresa privada, El Yogur Mongol, lo cual acentúa el carácter poco cultural y apenas nacional de la aventura. En cada etapa de la competición entre las cantantes aficionadas, de semana en semana, fueron sumándose más espectadores hasta llegar a 400 millones en la final. En esa última emisión los telespectadores eligieron a la ganadora votando mediante un SMS; la señorita Li obtuvo cuatro millones de votos, resultado electoral que ninguna autoridad del gobierno alcanzó nunca en China, a pesar de que para votar por SMS hay que pagar, lo cual constituye un sufragio censatario y limita el número de votantes. La aventura de la señorita Li no trascendería el mundo del espectáculo si no estuviésemos en China y si el Partido Comunista, impactado por esas cifras, no hubiese tomado posición para enun-
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ciar la interpretación correcta, la verdadera moral de «Supergirl». Al día siguiente de la elección de la señorita Li como ganadora del codiciado título, un editorialista de la prensa oficial sostenía que su epopeya revelaba la nocividad de la democracia. ¿La señorita Li no se había presentado como candidata «espontáneamente, sin educación artística», lo cual era «un mal ejemplo para la juventud china»? Mal ejemplo también porque iba vestida con tejanos y camiseta negra y cantaba en español e inglés. Sus electores estaban más errados que ella misma porque habían votado por una muchacha no profesional, «que apenas sabe cantar» y «que no era la más hermosa». Este editorialista, un tal Raymond Zhou, atacado por la prensa de Hong Kong, consideraba necesario volver sobre este asunto para precisar que su opinión era «autorizada» tras haber consultado a «medios culturales». Después de la descodificación, Raymond Zhou expresaba la línea del departamento de Propaganda, del que depende su periódico, el China Daily. Es verdad que la señorita Li Yuchun, una joven desgarbada con un ligero aspecto masculino («chico frustrado» en palabras de Raymond Zhou), con un peinado estudiadamente desordenado y con un carácter más seguro que el tono de su voz, de ninguna manera correspondía a los cánones estéticos y artísticos normalizados, sin asperezas, que la televisión pública china, CCTV, impone cada sábado por la noche a sus telespectadores. El Partido acertaba en su interpretación: la elección de la señorita Li constituía un amotinamiento. Y a través de la voz de su editorialista, el departamento de Propaganda concluía: ¡he aquí adónde conduce «la democracia sin preparación»! Los chinos librados a sí mismos, en lugar de un robot mecánico, habían elegido a uno de ellos para representarlos.
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