La Sociedad de Naciones y la Guerra de España

David Jorge La Sociedad de Naciones y la Guerra de España La única no intervención efectiva aplicada a España fue la no intervención de la Sociedad

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El conflicto de Manchuria en la Sociedad de las Naciones (1931-33) Mi’ ESTRELLA CALLEJA DíAZ* INTRODUCCION El conflicto de Manchuria, que enfrentó

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David Jorge

La Sociedad de Naciones y la Guerra de España

La única no intervención efectiva aplicada a España fue la no intervención de la Sociedad de Naciones Manuel Azaña

La guerra futura, aunque pudiendo en apariencia ser el choque de dos Estados, será el choque, el conflicto, la contradicción siempre dramática en la Historia, de dos mentalidades, de dos concepciones distintas de la vida. [...] Siendo así las cosas, apareciendo tal la situación, conviene preguntarse si es justo continuar hablando como una eventualidad futura, y si no será más honesto considerar la guerra como una realidad existente ante nuestros propios ojos. Los campos ensangrentados de España son ya, en realidad, los campos de batalla de la guerra mundial. Esta lucha, una vez comenzada, se transformó inmediatamente en una cuestión internacional. El agresor ha recibido –esto es una realidad incontestable- una ayuda moral y material de los Estados cuyo régimen político coincide con aquél a que aspiran los rebeldes. Hablo aquí ante una asamblea de hombres de Estado, de hombres de gobierno, sobre cuyas espaldas pesa la responsabilidad del bienestar y de orden en su país. ¿Cuál de entre ellos no comprenderá que nosotros, hombres responsables del porvenir de España, del porvenir del pueblo español, de todo el pueblo español, no interpretamos eso que se llama ‘no intervención’ más que como una política de intervención en perjuicio del Gobierno constitucional y responsable? ¿Cuál de entre ellos no reconocerá que es para nosotros absolutamente inadmisible que se nos quiera poner en el mismo plano que a los que, violando el juramento de honor hecho a la República, se levantaron, con las armas en la mano, para destruir nuestro régimen de libertad?

Julio Álvarez del Vayo Septiembre de 1936: discurso ante la Asamblea de la Sociedad de Naciones

PRESENTACIÓN DE LA INVESTIGACIÓN

La presente investigación aborda el estudio de una de las principales lagunas existentes en la tan abundante historiografía relativa a la Guerra de España: la labor llevada a cabo por los distintos gobiernos de la II República ante la Sociedad de Naciones a partir del golpe de Estado que tuvo lugar en los días 16, 17 y 18 de julio de 1936 y que derivó en una contienda civil, internacionalizada desde no ya desde un primer momento, sino incluso desde su misma preparación (con un papel muy activo de la Italia de Mussolini antes incluso del golpe de Estado, como se expone en la investigación), y a lo largo de todo su desarrollo. Tal es el motivo por el cual aquí se empleará la expresión Guerra de España en lugar de la tan estandarizada como equívoca de Guerra Civil Española. Difícilmente puede comprenderse en su totalidad aspecto alguno del conflicto sin conocer con un mínimo rigor el contexto internacional –determinado por prejuicios e intereses tanto sociopolíticos como económicos, muy especialmente en el caso británico- en el cual se enmarcaron, de principio a fin, los hechos que tuvieron lugar en suelo español. Tras el exhaustivo tratamiento de que ha sido objeto, especialmente durante las últimas dos décadas, el período correspondiente a la II República en guerra (1936-1939), persistía un gran hueco que rellenar, relacionar y explotar desde la perspectiva del bando del gobierno republicano y en referencia al contexto internacional de la contienda: la relación con el máximo organismo de relaciones multilaterales del momento, la Sociedad de Naciones. Sin embargo, no se puede abarcar el papel de la Sociedad de Naciones sin aludir con mucha frecuencia a cuanto sucedía en torno al Comité de No Intervención. La República se vio forzada a establecer en Ginebra una línea de actuación paralela con respecto a Londres. No obstante, la efectividad de esa vía se vio completamente limitada a partir del momento mismo en que Francia y Gran Bretaña desviaron los mecanismos de decisión de suelo helvético. El objeto de estudio de este trabajo, por lo tanto, no es otro que el análisis de la labor político-diplomática llevada a cabo ante la Sociedad de Naciones por parte de los diferentes gobiernos de la II República durante la Guerra de España. Ése es el hilo conductor de las páginas que siguen, y en torno al cual se ha profundizado en la investigación. No obstante, existen otros aspectos en relación con el objeto de estudio cuyo abordaje resulta imprescindible a la hora de comprender el marco global en el cual se

encuadró la política exterior republicana en Ginebra. Ése es el motivo por el que determinados epígrafes proporcionan un respiro narrativo e interpretativo en la tesis. Es el caso del capítulo dedicado a los antecedentes más inmediatos, dentro del marco multilateral, en cuanto al deterioro de la situación internacional (Manchuria, Abisinia y Renania), así como a los epígrafes que tratan los intentos de mediación en la contienda, el papel

desempeñado

en

Ginebra

por

representantes

del

bando

sublevado,

la

contemporaneidad con la Segunda Guerra Sino-Japonesa o el denominado frente del arte y la salvación del patrimonio artístico nacional. La materia prima documental rescatada pertenece fundamentalmente, en cuanto a los centros españoles se refiere, al ya desaparecido –en proceso de transferencia- Archivo del Ministerio de Asuntos Exteriores y de Cooperación (y más en concreto a tres de los fondos allí depositados: los denominados ‘Archivo de Barcelona’, ‘Archivo del Ministerio de Estado’ y ‘Archivo de Burgos’) y al Archivo de la Fundación Pablo Iglesias (donde se encuentran los archivos personales de Julio Álvarez del Vayo, ministro de Estado durante la mayor parte de la guerra y principal rostro de la República en el exterior, y de Luis Jiménez de Asúa, delegado permanente de España ante la Sociedad de Naciones durante los últimos meses de la guerra). También a diversos fondos procedentes del Archivo Histórico Nacional (en especial los archivos personales de Luis Araquistáin y de José Giral –habiendo sido quien esto escribe el primero en haber hecho uso de los mismos, tras su legación por parte de los descendientes del ex presidente del Gobierno y su apertura a los investigadores en enero de 2012-). Se han consultado asimismo algunas cosas muy puntuales en el Archivo Central del Ministerio de la Presidencia del Gobierno, en el Archivo de la Fundación Francisco Largo Caballero y en el Instituto José Cornide de Estudios Coruñeses (en este último caso, correspondencia de Salvador de Madariaga). El trabajo se ha completado con la consulta de la documentación privada del diplomático Miguel Ángel Marín Luna, conservada por su hija en su casa de Barcelona. Fuera de España, se ha trabajado en fondos ubicados en París (tanto los archivos diplomáticos franceses como los fondos personales de Juan Negrín, todavía no abiertos a los investigadores tras su reciente traslado desde la que fuera su casa en la capital francesa hasta la fundación que actualmente lleva su nombre, en Las Palmas de Gran Canaria), Londres, Lisboa, Ginebra, Santiago de Chile y México, D.F., y se han consultado asimismo fondos personales ubicados en archivos de universidades estadounidenses como las de Princeton (New Jersey) –caso del periodista Louis Fischer- o Stanford (California) –caso

del primer ministro francés, Camille Chautemps-, amén de colecciones de documentos diplomáticos de Italia e Irlanda. Todo lo anterior se ha conjugado con diversas fuentes orales relacionadas muy directamente con protagonistas de la historia que se presenta, así como con una bibliografía compuesta por varios centenares de obras escritas en castellano, inglés, francés, italiano y portugués.

INTRODUCCIÓN AL TEMA

No se puede comprender la prolongación de la Guerra de España durante un periodo de casi tres años en clave de estricta guerra civil, sin tener en consideración las verdaderas dimensiones y consecuencias de la ayuda alemana e italiana a los sublevados (desde julio de 1936), así como la posterior ayuda soviética a la República (desde octubre de 1936, y sólo tras la negación de ayuda por parte franco-británica). Y, sobre todo, la no intervención puesta en escena por Reino Unido y Francia de cara a justificar lo injustificable: su rechazo a ayudar a un régimen homólogo como era la democracia española ante una agresión procedente tanto desde el interior como desde el exterior del país, tal y como se establecía en el Derecho Internacional de la época, dentro del cual el Pacto de la Sociedad de Naciones servía de eje sustentando el llamado orden de Versalles. Los combates entre aviones soviéticos y alemanes e italianos en el cielo de Madrid, la guerra civil entre italianos (unos del CTV, otros del Batallón Garibaldi) que tuvo lugar en Guadalajara, los esfuerzos de Moscú por atraer a las democracias occidentales hacia un terreno común de cara a hacer frente al fascismo, la debilidad y los miedos franceses, la evolución británica de la no intervención hasta su desemboque en el appeasement (que apareció en su máxima expresión no en el otoño de 1938 en Múnich, sino más de un año atrás en relación con el conflicto español), las palabras de Franklin D. Roosevelt lamentando la última oportunidad perdida en España para una paz real… El hecho de que ninguna obra haya analizado hasta ahora el rol jugado por la Sociedad de Naciones en la Guerra de España, unido al utilitarismo reduccionista que proporcionan las fechas fijas a la hora de enmarcar la Historia de un modo más estructurado, ayuda a explicar por qué el año 1939 se ha venido considerando, sin debate alguno al respecto, como el inicio de la Segunda Guerra Mundial. Sin embargo, personalidades españolas como Álvarez del Vayo o Negrín anunciaron en Ginebra, desde tres años antes, que una nueva guerra mundial ya había comenzado. El miedo –elemento absolutamente clave en la interpretación de los hechos que configuran la Historia- y no pocos prejuicios clasistas condujeron a los dirigentes políticos de las democracias a ignorar aquellas dramáticas advertencias. La realidad les golpearía antes de lo que imaginaban. Y prácticamente todos –con las únicas excepciones de México, Nueva Zelanda y la Unión Soviética- se hicieron los sordos en el Palais des Nations encuentro tras encuentro.

Ya en fecha tan temprana como octubre de 1938, con el conflicto español todavía en curso, el historiador británico Arnold J. Toynbee se preguntaba si éste consistía en una guerra civil española o bien en una guerra internacional librada en la arena española. La tesis doctoral, que aquí se introduce muy sintéticamente, proporciona una respuesta afirmativa a la segunda hipótesis. Y por lo tanto abre un abanico de nuevos debates: ¿No sería más adecuado hablar de Guerra de España en lugar del uso, tan impreciso como reduccionista, de Guerra Civil Española? ¿Debería la cronología de la Segunda Guerra Mundial ser revisada de algún modo, marcando el conflicto español como su primera fase, más que como un mero prólogo? Las cronologías preestablecidas puedes representar una fuente muy práctica para el historiador, pero no encajan necesariamente con el objetico de desarrollar una rigurosa reconstrucción e interpretación del proceso histórico en sí mismo, que es siempre un complejo “teatro de situaciones”, como lo describió Jean-Paul Sartre. Las conclusiones de esta investigación difícilmente entran en consonancia con dos puntos: la denominación del conflicto español en clave de guerra civil y la cronología tradicional de la Segunda Guerra Mundial. Por otro lado, el presente estudio pretende arrojar nueva luz sobre asuntos que continúan siendo relevantes en la actualidad: el rol que el multilateralismo y las organizaciones internacionales deben o pueden jugar en ciertos conflictos –empezando por las actuales Naciones Unidas-; las trágicas consecuencias que se derivan de una ausencia de solidaridad internacional, así como el compromiso con unos valores y principios democráticos; si un mundo globalizado como el actual necesita una suerte de policía global u otras formas de regulación por otros canales; la validez de conceptos como guerras justas e injustas; y cuestiones relativas a la soberanía nacional, al derecho de autodefensa –así como las pertinentes provisiones de terceros este respecto- y al concepto de legitimidad en sí mismo. En lo relativo a este último punto, uno simplemente puede observar el actual conflicto en Siria, donde las democracias occidentales retiraron su apoyo a los rebeldes bajo el argumento de que estaban recibiendo al mismo tiempo el apoyo de una organización como Al Qaeda. Es algo que no puede sino traer reminiscencias de las excusas de las democracias occidentales ante su negativa a ayudar a la República, escudándose en la ayuda soviética a partir del otoño de 1936, perenne argumento para equiparar tal ayuda con la italiana y alemana a Franco –y, cabe insistir, argumento del que carecían en el momento de poner en práctica la no intervención, anterior a la ayuda de Moscú-.

LÍNEAS GENERALES DE LA INVESTIGACIÓN

La Sociedad de Naciones, tras su nacimiento con el Tratado de Versalles que concretó las condiciones de paz tras la Gran Guerra (1914-1918), constituyó el marco por excelencia para las relaciones multilaterales de su época. Como bien ha indicado Mazower, el organismo de Ginebra representó en su origen algo que iba mucho más lejos que la única suerte de antecedente de semejante proyecto, como podría llegar a ser considerado el Congreso de Viena (1815) y el Concierto Europeo emanado de éste: un puente entre el mundo imperial del siglo XIX y el auge del Estado-nación del siglo XX, cuya esencia multilateral debía ayudar a consolidar la transparencia por encima del secreto y la participación por encima de la exclusión.1 El descalabro de las posibilidades internacionales que pudiera albergar la República comenzó a finales del mes de julio de 1936, con las dudas que invadieron –y dividieron- al gobierno francés presidido por Léon Blum, así como por la incapacidad española para modificar tal postura, en el caso de que hubiese sido posible. Hubieran sido necesarios más esfuerzos en tal sentido desde la jefatura del Estado; un personaje con la autoridad de Manuel Azaña tenía que haberse dirigido de inmediato a París con una determinación aplastante. Sólo una postura así, desde el inicio mismo de las hostilidades, hubiese sido susceptible de eliminar los titubeos galos. No se produjo. El primer ministro, José Giral, se atribuyó a sí mismo la incapacidad de alterar la situación y, tras la consolidación de la no intervención, presentaría su dimisión al propio Azaña.2 La disparidad de actitud entre uno y otro ejemplifica a la perfección los efectos divergentes que la guerra produjo en personalidades que habían caminado de la mano desde incluso los años previos a la instauración de la II República. La determinación de Giral contrastó, durante toda la guerra, con la pasividad de un Azaña desbordado y paralizado por la guerra. La disparidad de fuerzas que componían el Front Populaire, coalición gobernante en Francia desde la primavera de 1936, tuvo como resultado un gobierno débil y fragmentado.3 Y esa debilidad, en relación a la situación que siguió al golpe de Estado en 1

Mazower, Mark: Governing the World: The History of an Idea. London: Allen Lane-Penguin, 2012, pp. 116-119. 2

Testimonio de Ángela Giral Barnés al autor. Nueva York, marzo de 2014. Véase el fundamental testimonio de primera mano de Jules Moch: Moch, Jules: Le Front Populaire, grande espérance. Paris: Perrin, 1971. Y también los siguientes dos estudios: Bonnefous, Édouard: 3

España, tuvo consecuencias en una doble dirección: por un lado, envalentonó a Hitler y a Mussolini, quienes se sirvieron del conflicto español para continuar incrementando a grandes pasos su potencial militar; por el otro, motivó que el gobierno británico tomase en solitario las riendas de las posturas a adoptar a nivel colectivo. Esto último se tradujo en la instigación de la política de no intervención, fundamentada en la farsa de calificar el conflicto español como un asunto interno, lo que en el marco de la Sociedad de Naciones se asumió de muy buena gana, toda vez que contribuía a eludir las responsabilidades estipuladas por el Pacto. Y también en la concreción de tal política en base a la posterior creación del Comité de Londres y en la manipulación del carácter multilateral de un organismo como la Sociedad de Naciones, al que convirtió en inútil por la imposibilidad de adoptar determinación alguna en Ginebra. El artículo 15 del Pacto de la Sociedad de Naciones emplazaba a todos los países miembros del organismo a resolver sus diferencias en base a un arbitraje contemplado en el artículo 13, lo que implicaba renunciar a la guerra. En caso de que una de las partes en disputa tratara de imponerse a la otra por vía de la fuerza, sería sancionada. En el artículo 16 se recogían las sanciones en cuestión: de carácter económico y financiero en primera instancia, pasando a continuación al ámbito militar en caso de necesidad. Las naciones representadas en Ginebra tendrían que poner al servicio de la Sociedad de Naciones las fuerzas necesarias para hacer respetar los compromisos estipulados en base al Derecho Internacional. La intervención en suelo español por parte de Italia y Alemania, y la consecuente pasividad por parte de la Sociedad de Naciones, supuso la respectiva violación de los artículos 10, 16 y 17 del Pacto –los de mayor importancia del mismo, a fin de cuentas-, siendo el primero de los mencionados países miembro de la organización ginebrina. El Pacto, en base a su artículo 10, estipulaba sin ambages: “Los miembros de la Sociedad se comprometen a respetar y a mantener contra toda agresión exterior la integridad territorial y la independencia política presente de todos los miembros de la Sociedad”. Se trataba precisamente del artículo que había impedido a Wilson ratificar la unión de los Estados Unidos a la Sociedad de Naciones, dada la rotunda oposición republicana en el Senado a ratificar el Tratado de Versalles. Las principales objeciones se basaban en la obligatoriedad que tendría que afrontar el país a la hora de salir en defensa

Histoire politique de la IIIe République. Vers la guerre: Du Front Populaire à la Conférence de Munich (1936-1939). Paris: PUF, 1965; Greene, Nathanael: Crisis and Decline: The French Socialist Party in the Popular Front Era. Ithaca: Cornell University Press, 1969.

de cualquier país agredido representado en Ginebra. El aislacionismo, la férrea voluntad de no entrar en terrenos pantanosos internacionales, hizo imposible cualquier acuerdo. Por otro lado, en virtud de su artículo 16, el Pacto contemplaba el recurso a la guerra como respuesta conjunta de los Estados representados en Ginebra frente al agresor. Es decir, el gran problema no estribó en una supuesta incapacidad del organismo para solventar casos como el de España, sino en la falta de voluntarismo por parte de los Estados integrantes del mismo. Otra cuestión diferente es que a ello se sumara otra de las grandes carencias de nacimiento del organismo, como fue la falta de mecanismos adecuadamente estipulados para la aplicación de las sanciones recogidas en el Pacto. Ello dejaba a Ginebra sin autonomía alguna respecto de la arbitrariedad de las potencias. Fue, por lo tanto, la suma de la falta de voluntad por parte de las potencias integradas en la Sociedad de Naciones y de la ausencia de mecanismos efectivos para la aplicación de las sanciones estipuladas en el Pacto lo que terminó por bloquear la capacidad de acción por parte de Ginebra. Por otro lado, tampoco contaba éste con fuerzas armadas propias, pero para ello estaban las de los Estados miembros. Y tampoco parece que hubiera ido tal cuestión en consonancia con las proclamas de desarme generalizado que marcó buena parte de la trayectoria vital de la Sociedad de Naciones. Tanto Azaña como Álvarez del Vayo hicieron referencia a tal déficit de mecanismos para la aplicación de sanciones en sus escritos de 1939, justo tras el final de la contienda en España.4 Esa temprana insistencia en tal sentido no resulta baladí: ambos daban con una de las claves del fracaso de la diplomacia internacional de la época, lo que permitió que ésta fuera viciada y desvirtuada por el appeasement. En el caso de la agresión a Manchuria (1931) se pudo hablar de una preocupante falta de determinación en defensa de la seguridad colectiva y los principios de la Sociedad de Naciones, pero el fracaso de las sanciones a Italia por su agresión a Etiopía (1935), las cuales terminaron siendo levantadas en el mes anterior al estallido del conflicto en España, dejaron al organismo inválido en la práctica de cara a ejercer las funciones principales para las cuales había nacido. Por tal motivo, ni un solo país de los representados en Ginebra solicitó la aplicación de sanciones. Nadie pensó en invocar el artículo 16, el más importante del Pacto. Si a la falta de determinación colectiva en defensa del Derecho Internacional y a la inhabilitación de 4

Azaña, Manuel: “La República española y la Sociedad de Naciones”, en Causas de la Guerra de España. Barcelona: Crítica, 2002, pp. 55-68. Véanse también las referencias en: Álvarez del Vayo, Julio: Freedom’s Battle. New York: Hill and Wang, 1971.

facto de la Sociedad de Naciones al no ser reclamadas unas sanciones cuya justicia y necesidad se hacían evidentes, se unían ciertas simpatías hacia el bando sublevado contra el gobierno español, el fracaso de las gestiones diplomáticas de la República se hacía tan palmario como la impunidad de las agresiones de Italia y Alemania contra la democracia española. En 1936, la Sociedad de Naciones contaba con 51 Estados integrados en la organización, a los que se sumó Egipto en 1937. La República hizo defensa en Ginebra de la causa democrática que representaba. Sin embargo, resulta necesario profundizar un poco más en el análisis en torno a este punto. Sólo alrededor de una veintena de los gobiernos representados en Ginebra eran regímenes de carácter liberal-democrático; casi todos ellos, encuadrados geográficamente en Europa Occidental. Entre el resto de los países predominaban los regímenes conservadores, en su mayoría con un muy acusado autoritarismo. Y Latinoamérica, región tan importante en todo lo relativo a España y que en modo alguno iba a permanecer indiferente ante la cuestión española, se llevaba la palma entre este grupo, con la única clara excepción del gobierno de Lázaro Cárdenas en México. Tal configuración política internacional iba a resultar fatal para los intereses de la República. El mundo en el que se encuadró la Guerra de España difícilmente podía ser más adverso para la causa democrática española. Tal y como ha argumentado Mazower, las elites dirigentes en muchos países se mostraron en aquella época como anticomunistas ante todo, y sólo tras ello demócratas.5 Y el hecho de que no fuese una democracia, sino un régimen tan antagónico a tales valores como lo era la Unión Soviética liderada por Stalin, quien ayudó al gobierno español a mantenerse en pie y luchar durante casi tres años por no ceder ante las fuerzas que atentaban contra lo que los propios españoles habían decidido en las urnas, no hizo sino influir negativamente ante cualquier hipotética valoración de ayuda a la causa democrática española. Por otra parte, entre los gobiernos liberal-demócratas tampoco estaba ausente, ni mucho menos, cierto carácter e influencia conservadora o derechista. Sólo estaba presente en Ginebra un Estado comunista, la Unión Soviética, y dos enteramente socialdemócratas, Noruega y Nueva Zelanda, si bien la socialdemocracia entraba en coalición en otros gabinetes gubernamentales, como eran los casos de Francia o Suecia. De todos ellos, mención especial de dignidad sólo mereció el gobierno

5

Mazower, Mark: Dark Continent: Europe’s Twentieth Century. New York: Alfred A. Knopf, 1998.

neozelandés.6 Si a semejante panorama ginebrino se le suma el estricto e innegociable aislacionismo exterior estadounidense, junto a la retracción franco-británica y la creación de un ámbito diplomático paralelo como el del Comité de No Intervención, la ecuación resultante pintaba trágica para la República desde los inicios mismos del conflicto. Todo lo anterior no hace sino situar la Guerra de España en una línea interpretativa más acorde con tesis que tienen muy presente el carácter ideológico de las disputas de la época (uno de cuyos máximos exponentes es el citado Mazower), que con las que reducen tales conflictos a una disyuntiva marxista, simplificada a fin de cuentas en el antagonismo capitalismo contra comunismo (caso de Eric Hobsbawn). ¿Acaso el fascismo y el nazismo son meras variantes del modelo capitalista? ¿Y dónde se ubica el concepto de democracia en esa mera disyuntiva capitalismo/comunismo? Desde luego, no se puede reducir la dramática década de los años treinta a una simple perspectiva de lucha de clases, a riesgo de perder matices más complejos que resultaron esenciales y determinantes. Aquellos años demostraron lo poco riguroso que resulta interpretar la política exclusivamente en base a la economía y a los intereses de clase. Un análisis profundo del significado de la Guerra de España no hace sino reforzar la importancia que tuvieron las ideologías y los valores en la trayectoria histórica del mundo durante las dos décadas que mediaron entre las dos guerras mundiales del siglo XX. La única labor directa que emanó de la Sociedad de Naciones hacia España fue el envío de diferentes comisiones dependientes del organismo o coordinadas con éste. La primera de ellas fue una delegación de higiene (entre finales de 1936 e inicios de 1937), y ya en la parte final de la contienda -y con el continuo impulso de Luis Jiménez de Asúa, delegado permanente de España ante la Sociedad de Naciones desde la segunda mitad de 1938-, se enviaron tres comisiones destinadas a supervisar el avituallamiento de refugiados (iniciativa cuya plasmación final puede considerarse un absoluto fracaso), el control de los bombardeos aéreos sobre el país (efectuado exclusivamente por comisarios británicos que informarían a Londres, y el gobierno británico remitiría un informe a Ginebra) y la retirada de los combatientes no españoles tras el anuncio del adiós de las Brigadas Internacionales por parte de Negrín ante la Asamblea en septiembre de 1938 (la misión en la que más directa y efectivamente se implicó el organismo ginebrino, a través de una comisión internacional que desempeñó una destacada labor sobre el terreno). En el campo franquista 6

Jorge, David: “Bill Jordan: A distant champion for Spanish Democracy”, en Labour History Project, Newsletter 57. Wellington (New Zealand), LHP, April 2013, pp. 21-25.

nunca se renunció a la ayuda exterior ni se permitió investigación de tipo alguno-. La gran ayuda que decenas de miles de republicanos esperaban de la Sociedad de Naciones, como era el envío de barcos a los puertos del Levante que permitiesen su evacuación in extremis, jamás llegó ni a plantearse. Desde la Secretaría de la Sociedad de Naciones se quiso excluir al organismo de las deliberaciones relativas a España, en un claro instinto de supervivencia que, no obstante, se tornó en fatídico para dicho fin. La predisposición franco-británica a aceptar esa exclusión de Ginebra hizo el resto. La única presencia de la cuestión española en el Palais des Nations se debió a los esfuerzos de la propia República, que elevó sus denuncias en el único foro internacional al que tuvo acceso, y a tan contados como dispares –y geográficamente lejanos- defensores de la causa republicana (México, Nueva Zelanda y la Unión Soviética). El Comité de No Intervención suplantó, pues, el papel que le correspondía a la Sociedad de Naciones como principal marco para las relaciones multilaterales de la época. La renuncia al consenso multilateral como fundamento de las relaciones internacionales, en detrimento de un regreso al nivel bilateral, representó la violación y el consiguiente fracaso del sistema de seguridad colectiva. No obstante, tal suplantación de facto no puede servir como justificación a la historiografía –tal y como ha ocurrido hasta ahora- para no analizar qué ocurrió en el seno de la Sociedad de Naciones. El único foro legitimado a nivel mundial por el Derecho Internacional seguía siendo el de Ginebra. Y fue precisamente en tal ámbito en el que se insertaron las notorias implicaciones de países no representados en un Comité de No Intervención en el que se decidió excluir la participación de toda nación no europea. De ahí que la relevancia del papel de los países latinoamericanos, muy especialmente de México y Chile, no se pueda interpretar en todo su significado sin entrar en profundidad en el marco de la Sociedad de Naciones, que es donde desarrollaron sus respectivas directrices de política exterior.7 Lo anterior tuvo lugar por estar dicho comité encabezado por Gran Bretaña y Francia, naciones que eran a su vez las que lideraban la toma de decisiones en Ginebra. París nunca debió de haber aceptado tal iniciativa, no ya por principios, sino por su propio interés, a 7

Ninguna obra publicada hasta el momento ha profundizado en la importante labor de obstrucción del delegado chileno, Agustín Edwards Mac-Clure, para la acción republicana en la Sociedad de Naciones. Para el papel de México, véase el siguiente trabajo publicado recientemente: Sánchez Andrés, Agustín y Herrera León, Fabián: Contra todo y contra todos: La diplomacia mexicana y la cuestión española en la Sociedad de Naciones, 1936-1939. Santa Cruz de Tenerife: Ediciones Idea, 2011.

riesgo de ver su futuro en clara dependencia de la voluntad británica, tal y como ocurrió finalmente, quedando en la más triste soledad. Tal indiscutible liderazgo franco-británico en el Comité de No Intervención motivó que ambos países recomendaran persistentemente –tanto al gobierno español como a los demás Estados representados en el Palais des Nations- que cualquier asunto relativo a España no fuese tratado en el ámbito de la Sociedad de Naciones. No obstante, resultaba perfectamente legal y legítimo –a la par que imposible de evitar por parte de Londres y París- que la República invocase sus derechos como país miembro del organismo, que además seguía siendo reconocido por la inmensa mayoría de los demás Estados miembros. Y, lógicamente, así lo hizo. Lo que denunció Álvarez del Vayo en Ginebra fue la violación del Acuerdo de No Intervención por parte de Alemania e Italia (países que lo habían suscrito) y, por otro lado, el continuo y absoluto desdén hacia el Pacto de la Sociedad de Naciones por parte de Gran Bretaña y Francia (que eran quienes fundamentalmente estaban bloqueando al organismo). Ya en el caso de Renania, en el mes de marzo de 1936, Eden había redirigido las deliberaciones del Consejo de la Sociedad de Naciones, que debían tener lugar como siempre en Ginebra, hacia Londres, “a fin de huir del ambiente sancionista de Ginebra”. 8 Fue un claro antecedente de lo que le esperaba al gobierno español durante la guerra. La prensa, tanto española como internacional, prestó una gran atención a todo lo relacionado con la Sociedad de Naciones, dedicando portadas a las reuniones del Consejo y la Asamblea. Por el contrario, la privacidad de las reuniones del Comité de No Intervención conllevó una repercusión mucho menor en los medios, aun cuando lo tratado en Londres albergaba una mayor trascendencia que las discusiones de Ginebra. En tal sentido, Gran Bretaña y Francia fueron descubriendo, según pasaba el tiempo y se sucedían los acontecimientos, la comodidad y discreción que les proporcionaba Londres para la toma de unas decisiones un tanto vergonzosas, en contraposición con el tumulto de la Sociedad de Naciones, por lo que trasladaron el centro decisorio y pasaron a hacerse los sordos en Ginebra. La propia política de no intervención se funde y confunde con la política de apaciguamiento. Ambas fueron lideradas por Gran Bretaña y secundadas por Francia en primera línea. La línea divisoria puede trazarse en el período comprendido entre la

8

Aires de Oliveira, Pedro: Armindo Monteiro: Uma biografia politica (1896-1955). Venda Nova: Betrand, 2000.

primavera y el otoño del año 1937. Ella marcó un breve tránsito de regreso del centro de gravedad de la política internacional desde el Comité de No Intervención hacia la Sociedad de Naciones. Pero ambas políticas, la de no intervención y la de apaciguamiento (consistiendo ésta última en una suerte de versión actualizada de la primera, algo que nunca se ha resaltado hasta ahora en la historiografía, ya sea española o internacional) se retroalimentaron y formaron siempre parte de un mismo todo conceptual. Sólo desaparecieron entre los escombros provocados por la plasmación sobre el terreno de una nueva guerra mundial que, a los ojos de aquellos que se atrevieron a ver y no a desviar la mirada, ya había empezado en España. La no intervención se prolongó en línea continua, sin interrupción, hasta desembocar en el canto del cisne de la política apaciguadora: los Acuerdos de Múnich. Estos, firmados en septiembre de 1938, han venido siendo considerados como el culmen –cuando no incluso como el momento fundacional- de tal política. Ello constituye un error considerable, pues el appeasement y la no intervención no son conceptos que fuesen separados o separables en momento alguno. Fueron dos las motivaciones que esgrimieron Londres y París de cara a poner en práctica la llamada política de no intervención: por un lado, el pavoroso temor a sufrir en sus propias ciudades una nueva guerra; por el otro, la –nada inocente en el fondo- estigmatización de la República como un régimen de extrema izquierda, cuando no directamente pseudocomunista y sometido a los imperativos moscovitas. Acerca del primer punto, es comprensible que el miedo impida tomar las decisiones necesarias para aplacar los peligros que precisamente originan esos temores. Pero en cuanto a la calificación del régimen republicano, no puede haber excusas: se optó por mentir y engañar a la opinión pública – interna y externa-. ¿Por qué? Por el sencillo motivo de que Gran Bretaña y Francia negaron el apoyo al Gobierno de la República estando éste presidido en aquel momento por una personalidad como Giral, de marcado talante moderado y no precisamente sospechoso de veleidades extremistas de ningún tipo, al igual que ocurría con el jefe del Estado, Manuel Azaña. En el Gobierno Giral no estaban presentes ni comunistas, ni socialistas, ni anarquistas. Por lo tanto, las democracias occidentales no sólo albergaron una nada honrosa actitud para con su homóloga española, sino que en el camino también tergiversaron, engañaron y desvirtuaron el carácter mismo del régimen republicano, cuyo carácter revolucionario consistía en hacer salir al país de un retraso histórico y conducirle a la modernidad imperante desde muchas décadas atrás en el resto de democracias europeas. Ese mismo

retraso es el que explica la interpretación desesperada de la oportunidad que se presentaba con la guerra por parte de las masas menos favorecidas en la sociedad, de cara a terminar con los resortes propios del Antiguo Régimen que todavía estaban presentes en la vida española por la reticencia de las clases dominantes a soltar el más mínimo lastre de poder. Ello debe servir también para olvidar por completo las interpretaciones de la guerra que han aflorado, particularmente en Gran Bretaña, basadas en el supuesto carácter sanguinario inherente a los españoles.9 Las capas sociales menos favorecidas en las islas británicas nada tenían que ver con sus homólogas españolas, estando éstas últimas en situación mucho más desesperada, especialmente en la mitad sur del país, e invadidas por la impotencia de no poder alterar el rumbo de la Historia como había sucedido en los países que habían alcanzado la modernidad. Tratar de paliar dicho retraso -aunque el hecho de que fuese de forma tan tardía y desacompasada respecto al resto de las democracias condicionaría decisivamente el propio resultado del intento-, unido a la lucha contra el fascismo ascendente en Europa –a la que irremediablemente tuvieron que hacer frente todas las democracias poco más tarde-, constituyó una extraordinaria motivación en gran parte del país que a nadie debería extrañar en demasía. Claro que tal reflexión no encaja en reduccionismos como los que afloraron entre los aristocráticos círculos de poder británicos. La República puso en práctica, desde el inicio de la guerra (con la petición del primer ministro Giral al gobierno francés) y hasta el final de la misma (tratando sin cesar de lograr un cambio de postura por parte de París y, en última instancia, de Londres), una decidida orientación de su política exterior hacia las democracias occidentales, y no hacia la Unión Soviética. Fue ésa, y no otra, la realidad que marcó la dirección de su política exterior. Moscú era un flotador al que se agarró para sobrevivir. Se seguirán publicando leyendas de lo más variopinto sobre la influencia soviética en la República, pero los documentos de la época matizan los hechos en un sentido bastante diferente. La República recibió ayuda de muy diverso tipo por parte de Moscú, pero Stalin dejó bien claro –y así se lo comunicó por carta al entonces primer ministro, Largo Caballero, el 21 de diciembre de 1936- que 9

Las caracterizaciones en tal sentido enviadas por el embajador –establecido en Hendaya desde los primeros días del conflicto-, sir Henry Chilton, y sobre todo por el cónsul en Barcelona, Norman King, están marcadas por un grado de exageración –cuando no se trata directamente de inventivas- que desprenden ingentes dosis de irracionalidad. TNA (Londres) – CAB/23/85 – 160-161. Para profundizar en el personaje de Norman King, véase el siguiente artículo: Thomas, Maria: “The front line of Albion’s perfidy. Inputs into the making of British policy towards Spain: The racism and snobbery of Norman King”, en International Journal of Iberian Studies. Volume 20, Issue 2. July 2007. Véase también: Viñas, Ángel: La conspiración del general Franco... y otras revelaciones acerca de una guerra civil desfigurada. Barcelona: Crítica, 2012.

España no era campo de revolución y que, por lo tanto, el modelo adecuado para el país no era otro que el parlamentarismo. Es cierto que la Unión Soviética quedó –junto a Méxicocomo la gran defensora de la causa republicana en la escena internacional, pero ello no fue por otro motivo que por la inacción de Londres y París, quienes al mismo tiempo eliminaron la opinión que pudieran albergar las otras naciones con representación en la Sociedad de Naciones, marco legal para las relaciones multilaterales. Stalin apostó por la seguridad colectiva a través de la Sociedad de Naciones, un proyecto internacionalista nacido de forma prácticamente simultánea y paralela a otro internacionalismo como el representado por la Komintern, en el año 1919. Durante los años treinta, Moscú no vio incompatibilidad alguna entre ambos proyectos, algo que se evidenció claramente con motivo de la Guerra de España, conflicto en el que se combinaron las posibilidades que ofrecían ambas vías (la Sociedad de Naciones y la Komintern) en defensa de la República. El fracaso de Ginebra, motivado en gran medida por el appeasement y la hostilidad británica para con la democracia española -causa insuficiente para dejar a un lado sus prejuicios anticomunistas y aprovechar la mano tendida de Moscú-, fraguó un cambio de táctica que Stalin pondría en práctica, apenas unos meses después de terminada la Guerra de España, sorprendiendo a todos al aliarse coyunturalmente con Hitler. Las democracias europeas quedaron así a la intemperie, al igual que ellas mismas habían dejado a la República. Churchill y los conservadores británicos tuvieron entonces que tender la mano a Stalin y dejar a un lado sus prejuicios, so pena de ser devorados por las potencias fascistas. Y nadie se escandalizó por ello. El abandono de las democracias occidentales a España marcó profundamente a un Stalin que comprendió que debía actuar por cuenta propia y en base a la más estricta realpolitik, tras la nula efectividad obtenida tras el ingreso de la Unión Soviética en la Sociedad de Naciones, con el fin precisamente de reforzar la seguridad colectiva. Una vez muerta ésta, ni Ginebra ni la camaradería con Londres o París constituían ya prioridades para Moscú, que había ofrecido cooperación mientras Berlín y Roma apostaban por la agresión.10 En la segunda mitad de la década de los años treinta se perdió, por lo tanto, la alternativa al appeasement, que pasaba por una colaboración entre las democracias occidentales y la Unión Soviética centralizada en Ginebra en base a la seguridad colectiva –salvando prejuicios temporal y pragmáticamente, cuanto menos-. Una colaboración a la que luego se

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Haigh, R. H.; Morris, D. S.; Peters, A.R.: Soviet Foreign Policy: The League of Nations and Europe, 19171939. Aldershot: Gower, 1986, pp. 64-66.

verían empujados los Estados Unidos. En la Segunda Guerra Mundial se vería que ésa era la única vía para derrotar a las potencias agresoras. Resulta muy desacertada la afirmación de Edward H. Carr de que “la fortaleza económica y financiera permitió a Gran Bretaña abstenerse de intervenir en la Guerra Civil Española”.11 No es ese, ni mucho menos, el quid de la cuestión. Lo más importante, como se ha podido ver en la presente investigación, fueron las consideraciones políticas, los arraigados prejuicios y el temor a la posibilidad de que Italia y Alemania llevasen la guerra más allá de las fronteras españolas o a que se estableciesen en suelo ibérico (Gibraltar, Baleares), amenazando la estabilidad europea y los intereses económicos y comerciales de Londres.12 La gran preocupación en Londres era la de crear una cuña entre Mussolini y Hitler, o en su defecto, lograr una suerte de convivencia a cuatro bandas entre Alemania, Italia, Francia y Gran Bretaña, que pudiese hacer frente al gran coco comunista: la Unión Soviética. En París, la prioridad era radicalmente diferente: el bloque de alianzas debería tener como objetivo luchar contra el fascismo. Sin embargo, el apoyo británico fue siempre indispensable para cualquier decisión francesa, desde la advertencia inicial del embajador en París, sir Georges Clerk, de que en caso de intervenir en España, Francia tendría que hacer frente a una futura agresión sin el apoyo británico.13 Ésa fue una de las claves de la tragedia que terminó asolando el continente europeo, empezando por la propia Francia. El Gobierno de la República, presidido entonces por Giral, decidió resignarse a aceptar el hecho, cuasi consumado, de que la cuestión española pasase a dirimirse en el Comité de No Intervención en lugar de en la Sociedad de Naciones. Pero, en cuanto se vio que la eficacia de tal comité era nula (con la descarada intervención de Italia, Alemania y Portugal y, por otro lado y en parte en respuesta, de la Unión Soviética), el gobierno español se decidió finalmente a llevar sus protestas y denuncias al marco multilateral de Ginebra, ya con Largo Caballero en la Presidencia del Gobierno y con Álvarez del Vayo al frente de la cartera de Estado y de la representación en Ginebra.

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Carr, Edward H.: La crisis de los veinte años (1919-1939): Una introducción al estudio de las relaciones internacionales. Madrid: Los Libros de la Catarata, 2004, p. 186. 12 Una constante tanto en las comunicaciones diplomáticas británicas como en las reuniones ministeriales semanales. 13 Berdah, Jean-François: La democracia asesinada: La República española y las grandes potencias, 19311939. Barcelona, Crítica, 2002, p. 205. También: Viñas, Ángel (dir.): Al servicio de la República: Diplomáticos y guerra civil. Madrid, Marcial Pons, 2010, p. 124.

La Sociedad de Naciones constituía el único foro internacional al que el Gobierno de la República tenía acceso. Y, tras resultar evidente que la política de no intervención no funcionaba ni funcionaría en absoluto, pasó a llevar a cabo en la Sociedad de Naciones una denuncia sistemática de la violación del Pacto y de la grave irresponsabilidad jurídica, moral e histórica en que estaban incurriendo la inmensa mayoría de los miembros del organismo. La Sociedad de Naciones ocupó un lugar muy importante en la política exterior republicana durante la guerra. Pero si un rasgo definió la relevancia de la organización fue la intermitencia: en líneas generales, la mayor parte de los gobiernos –incluido el españoltan sólo parecían centrar su atención en Ginebra en aquellos momentos en los que tenía lugar o se aproximaba en el tiempo la celebración de una sesión del Consejo, y muy particularmente cuando ésta tenía lugar de forma conjunta con la Asamblea anual. Se puede comprender que la Sociedad de Naciones ya no representase de forma realista los sueños que siguieron a la Primera Guerra Mundial, en vista de la debilidad del orden mundial emanado de ésta y de los estragos de la crisis económica iniciada en 1929. Con antecedentes como el de Manchuria y, sobre todo, el de Abisinia, las potencias democráticas habían dirigido sus prioridades diplomáticas hacia otros derroteros más individualistas. Pero la no intervención en España no resultó tan sólo censurable desde el punto de vista del Derecho Internacional, sino que su dimensión fue más amplia y general: constituyó un error en la política exterior franco-británica, cuyas consecuencias serían trágicas y a escala mundial.

Anthony Eden, a la cabeza del Foreign Office, estableció desde el verano de 1936, y a lo largo de la mayor parte del año 1937, un obtuso triángulo de intoxicación Londres-ParísGinebra que resultó verdaderamente eficaz para que se cumpliera la voluntad última del gobierno y los círculos de poder financiero británicos. Ángel Viñas no ha dudado en calificar a Eden, quien con frecuencia sale indemne de responsabilidades en la historiografía referida a los años previos a la Segunda Guerra Mundial, como uno de los grandes sepultureros de la República. El presente estudio no hace sino reforzar tal visión crítica del personaje, toda vez que en su etapa al frente de la diplomacia británica se dedicó a interpretar la voluntad de las mencionadas fuerzas -gubernamentales y financieras- de carácter fuertemente reaccionario. Que cambiase de posición con posterioridad, cuando ya no contaba con poder decisional, es algo que a la democracia española no le sirvió absolutamente de nada, y tampoco a un mundo al cual contribuyó a arrodillar ante la embestida de las potencias fascistas cuando todavía era posible otra actitud. Churchill,

cegado por su visceral anticomunismo, tampoco anduvo a la zaga.14 Ambos terminaron moderando, de una u otra forma, sus posturas respecto a la causa republicana. Ello no justifica el trato excesivamente benévolo y exculpatorio con el que han sido tradicionalmente obsequiados por la historiografía, sin duda teniendo en cuenta la evolución de los acontecimientos y la modificación de posturas con posterioridad a la Guerra de España. Es decir, mediante una construcción retrospectiva de la Historia. La falta de dominio de la situación internacional por parte del primer ministro británico, Stanley Baldwin, propició que cayese de manera casi exclusiva sobre los hombros de Eden la toma de decisiones en materia de política exterior durante el primer año del conflicto en España. Fue ahí cuando Eden pudo haber evitado el abandono de la República y el desplome de la resistencia internacional al fascismo. Su falta de sensibilidad política, cegada por su obsesión de evitar un conflicto a escala europea o mundial, desembocó en un completo fracaso, tanto por los éticamente cuestionables medios dispuestos como por el desenlace mismo de los acontecimientos. Neville Chamberlain, para quien la Sociedad de Naciones ya había dejado de existir en la práctica cuando llegó al poder, se llevó la palma en el desprecio hacia Ginebra. Pero lo cierto es que había sido ya en la etapa Baldwin/Eden cuando se plasmó el hundimiento definitivo del organismo. El momento de mayor grado de susceptibilidad en torno a una intervención por parte de las democracias occidentales en la Guerra de España, concretamente de Francia, fue durante el mes de septiembre de 1937. Es decir, exactamente un año después de la consolidación de las intervenciones e inacciones en el conflicto (las obras de Viñas son apabullantes en la interpretación de que, en septiembre de 1936, la República tenía la guerra perdida ante la retracción de Gran Bretaña y Francia y la ayuda a los sublevados por parte de Alemania e Italia, y sólo la intervención de la Unión Soviética permitió la resistencia durante dos años

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Churchill advirtió al embajador francés en Londres: “Creo mi deber informarle de que, a mi juicio, la gran mayoría del Partido Conservador está muy a favor de animar a los llamados rebeldes españoles. Una de las mayores dificultades que yo encuentro para defender la posición tradicional es el cuento alemán de que los países anticomunistas deben permanecer unidos. Estoy seguro de que si Francia envía aviones y demás al gobierno actual de Madrid mientras los alemanes e italianos hacen lo mismo en sentido contrario, las fuerzas dominantes aquí mirarán complacidas a Italia y Alemania y se alejarán de Francia. [...] Tengo la certidumbre de que, en el presente, la única actitud correcta y segura consiste en una estricta neutralidad con una enérgica protesta contra toda infracción de la misma”. Reproducido en Moradiellos, Enrique: La perfidia de Albión: El Gobierno británico y la guerra civil española. Madrid: Siglo Veintiuno de España Editores, 1996, p. 66

y medio más15), un año antes de los Acuerdos de Múnich y dos años antes del estallido de la Segunda Guerra Mundial. Es decir, los cuatro septiembres consecutivos que constituyeron el mejor reflejo de la penosa decadencia de la sociedad internacional. A la victoria republicana en Guadalajara y la presentación en la Sociedad de Naciones del Libro Blanco –que documentaba la masiva intervención de la División Littorio y los CTV italianos en dicha batalla- por parte de Álvarez del Vayo (mayo de 1937) le siguieron a partir de entonces los primeros éxitos republicanos en el campo de batalla (verano de 1937). Fue en medio de ese panorama cuando, en septiembre de 1937, se convocó la Conferencia de Nyon con el objetivo de poner fin a los ataques efectuados por parte de submarinos italianos en el Mediterráneo, uno de los cuales había afectado a una embarcación de bandera británica. Y a ello se le unió la imponente presencia de Negrín durante aquellos mismos días en Ginebra, presidiendo la Asamblea y enunciando un inmaculado discurso que complementó a la perfección los esfuerzos llevados a cabo previamente por Álvarez del Vayo en el Palais des Nations. 16 Su altura como hombre de

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Viñas, Ángel: La soledad de la República: El abandono de las democracias y el viraje hacia la Unión Soviética. Barcelona, Crítica, 2006; Viñas, Ángel: El escudo de la República: El oro de España, la apuesta soviética y los hechos de mayo de 1937. Barcelona, Crítica, 2007. 16 Negrín centró su discurso, de enorme interés en su integridad, en el inequívoco carácter internacional de la Guerra de España: “La intervención comienza tan pronto como fracasa la táctica de la sorpresa. Ante la incapacidad rebelde para vencer de un solo golpe la inesperada resistencia republicana, Alemania e Italia, queriendo, por lo visto, demostrar que por una vez, al menos, sabían cumplir sus compromisos internacionales, pasan del apoyo político a la rebelión, a sostenerla con las armas. Los envíos de material de guerra alemán e italiano a los rebeldes adquieren en el curso de pocos días un ritmo acelerado. A falta de otra ayuda que conceder por el momento, Portugal ofrece generosamente desde el principio la colaboración ilimitada de sus puertos y fronteras, a fin de reducir en lo posible las incomodidades de transporte. Cuando, en el mes de noviembre, España viene a la Asamblea, la rebelión militar ha dejado ya de ser un asunto español. El Acuerdo de No Intervención, apenas firmado, acusa por sí solo el carácter internacional del conflicto. España sube a esta tribuna, no para hablar de su guerra interior, sino para, con cruda lealtad y en cumplimiento de sus deberes hacia la Sociedad de Naciones, denunciar la existencia en Europa de un estado de guerra. ‘Los campos ensangrentados de España son ya, de hecho, los campos de batalla de la guerra mundial’, dice en esa ocasión quien ostentaba entonces aquí la representación de mi país, y todo lo ocurrido desde entonces ha venido a demostrar gráficamente la justeza de sus palabras. En sí mismo, el Acuerdo de No Intervención, aparte de constituir un atentado flagrante a los derechos de una nación soberana, y de estar en contradicción rotunda con las normas más elementales de la ley internacional, supone la primera concesión, en el caso de España, a la política del hecho consumado, practicada con tan halagador éxito, gracias a la tolerancia de los demás, por los llamados Estados totalitarios. […] La no intervención nace con esa tara fatal. Es una claudicación que ha de conducir luego, a lo largo de la penosa existencia del Comité de Londres, a otras innumerables claudicaciones. Sin quererlo, sus nobles promotores agravan la intervención ya consumada de Alemania e Italia con otra forma de intervención que consiste en atar de pies y manos al gobierno español, impidiéndole proveerse libremente de los medios de guerra necesarios para reducir la rebelión y vencerla. […] Nuestra posición tanto respecto al Comité de Londres como al Comité de Nyon es bien clara. Nosotros no somos contrarios a los acuerdos o pactos regionales, siempre que comprendan íntegramente a los

Estado en aquel momento empequeñeció enormemente a funcionarios, diplomáticos y ministros presentes en la arena ginebrina, así como a los altos representantes de los gobiernos que trapicheaban paralelamente en la vecina Nyon, escondiendo sus vergüenzas de los focos de la Sociedad de Naciones. Francia, que cada vez se veía más sola ante las iniciativas particulares británicas –muy especialmente aquéllas cerca de Italia-, valoró entonces la posibilidad de un cambio de postura, ante lo cual Gran Bretaña acentuó sus presiones sobre París. Se trató de la última esperanza perdida para el gobierno español. Finalmente, la única consecuencia práctica fue la apertura de la frontera para el paso de material de guerra a territorio gubernamental. Pero la República sufrió la triste paradoja de que cuando Francia pareció más dispuesta a ayudar, fue precisamente cuando la Unión Soviética había perdido interés en España con motivo del estallido de la Segunda Guerra Sino-Japonesa. Y, cuando Stalin valoró que Japón no representaba un peligro de las dimensiones que sospechaba en un principio, volvió a girar el cuello hacia suelo español.17 Pero para entonces en Francia había cambiado la titularidad del gobierno, y Daladier fue la última de las desgracias internacionales para la causa republicana. Otros autores han considerado otras dos fechas relevantes a este respecto: marzo de 1938 (tras el Anschluss y el regreso de Léon Blum a la Presidencia del Gobierno de Francia) y septiembre de aquel mismo año (momento en el que el expansionismo alemán se antojaba ya a todas luces insaciable tras la reivindicación de Checoslovaquia). Sin embargo, para entonces ya se podía intuir con cierta claridad que ni Londres ni París se iban a esforzar por salvar de su ahogo a la democracia española. Cambiar las cosas a la altura del año 1938 no parece que fuese ya algo factible.18 ¿Por qué? En el primer caso, el Anschluss se asumió

países afectados. Pero por encima de todo eso está para nosotros el Pacto. Nuestros requerimientos reiterados a la Sociedad de Naciones tienen como base nuestra concepción de que es a ella a quien le corresponde exigir que cada uno cumpla las obligaciones internacionales que se derivan del Pacto, […] Fiel a la posición adoptada desde el primer día, considerando a la Sociedad de Naciones como la expresión jurídica de un sistema de derechos y obligaciones sobre el cual puede únicamente edificarse la paz, España ha comparecido una y otra vez ante vosotros en la Asamblea y en el Consejo, pidiendo nada más que esto: que informada de unos hechos cuyo consentimiento amenazaba a la esencia misma de la alta institución, buscásemos entre todos el modo de ponerles remedio, y de evitar que la Sociedad de Naciones, mal aconsejada por quienes creen que la mejor manera de servirla es ayudarla a cerrar los ojos ante las situaciones difíciles, se nos hundiese cualquier momento en medio del más estrepitoso descrédito moral. […] En las decisiones que pueda tomar la Asamblea está fija muy particularmente esta vez la mirada del pueblo español. Y, con ella, la mirada del mundo.” 17 Viñas, Ángel: El honor de la República: Entre el acoso fascista, la hostilidad británica y la política de Stalin. Barcelona: Crítica, 2008. 18 Pese a ello, Álvarez del Vayo no se cansó de exponer con claridad la situación en Ginebra. En mayo de 1938, declaró ante el Consejo:

en la esfera internacional como un hecho consumado más, en una postura que incluso recordaba a la adoptada exactamente dos años antes en relación con Renania.19 Londres, fundamentalmente, seguía autoconvenciéndose de que había que ser comprensivos con Alemania, la cual se sentía víctima de un gran atropello tras los acuerdos que siguieron a la Gran Guerra. Por otro lado, si bien es comprensible que el regreso de Blum levantase ciertas expectativas en algunos sectores republicanos en un primer momento -pese a no haber saltado en su apoyo en julio de 1936-, la dinámica misma de los acontecimientos hacía muy difícil que diese el paso en la primavera de 1938. En cuanto al otro caso, los Acuerdos de Múnich hablan por sí solos, al reflejar la política de appeasement en su máxima expresión. Resulta inverosímil pensar que Chamberlain pudiera haber tomado otra posición a la altura del otoño de 1938, pero aún en tal supuesto, no hay absolutamente indicio alguno de que la propuesta que pudiese realizar el premier británico a sus aliados incluyese la intervención en suelo español. Ni mucho menos, claro está, la adopción de una postura favorable a la República. El motivo es claro: puestos a elegir, los prejuicios y el neto conservadurismo de las esferas de poder londinense conducían antes hacia un régimen pro-fascista que hacia otro pro-comunista, tal y como ellos consideraban al Gobierno de la República. Por lo tanto, una conclusión que asoma tras este nuevo estudio acerca de la cara internacional de la Guerra de España es que las posibilidades de lograr una intervención por parte de las llamadas potencias democráticas se esfumó definitivamente a partir del mes de septiembre de 1937. Y, con ello, también se fue esfumando agónicamente la vida

“Al gobierno español y a su pueblo se le impide, contra toda razón, el procurarse material de guerra necesario para defender las dos causas nacionales que son la existencia misma de todo pueblo libre: su independencia y las instituciones liberales y democráticas que se ha dado en ejercicio legítimo de su soberanía. Difícilmente se encontrará en la Historia un ejemplo de mayor y más brutal injusticia. Pero a la injusticia tiende a sumarse el error político, ya que la no intervención es la carta blanca que se da a dos países europeos cuyas tendencias agresivas están a la altura de su potencialidad militar, para hacerse con un mínimo esfuerzo los dueños y señores absolutos de Europa. No se me alcanza, señores del Consejo, cómo el futuro histórico de nuestro período agitado podrá jamás comprender que precisamente los países europeos cuyos intereses vitales, e incluso su propia existencia, se encontrarían amenazados si la agresión germano-italiana contra España triunfara, se hayan puesto de acuerdo para impedir el aprovisionamiento de armas de algunos centenares de miles de españoles que han decidido, con un valor al que rindo homenaje aquí, oponer su fría y firme determinación a la invasión extranjera, y que están decididos a que España no pierda ni su independencia ni su libertad.” 19 Fue el mexicano Fabela el único en protestar por la anexión de Austria a Alemania. Lo hizo con tanta energía como soledad. Archivo Histórico Diplomático de la Secretaría de Relaciones Exteriores (México, D.F.) – III/381/53.

de una II República que sólo podría ya darle la vuelta a la situación en el caso de que estallase la tan previsible guerra a escala europea. Cambiando de tercio, la ausencia de los Estados Unidos en la Sociedad de Naciones fue un lastre demasiado pesado para el organismo ginebrino. Había sido el propio presidente estadounidense, Woodrow Wilson, quien impulsó la creación de un marco idóneo para el establecimiento de un sistema de relaciones multilaterales que condujesen al diálogo como sustituto del enfrentamiento armado. Estallado el drama en España, y pese a las simpatías últimas que se pudiesen albergar en Washington para con la causa republicana, se optó por seguir la tónica aislacionista imperante en una opinión pública todavía adormecida por el trauma de la Gran Guerra y la gestión del New Deal tras la severa crisis económica de 1929, cuyos estragos todavía estaban a la vista.20 Las posiciones que fueron tomando con el Gobierno de la República los restantes actores internacionales de peso (Gran Bretaña, Francia y la Unión Soviética) asentaron esa no intervención estadounidense, de la cual se arrepentiría Roosevelt tras el desastroso ridículo de Chamberlain en Múnich y coincidiendo con los últimos días de la contienda española. Para España llegó tarde el cambio de rumbo de la Casa Blanca, pero la experiencia y la asunción de esa carga de responsabilidad motivó su posterior entrada decisiva en la Segunda Guerra Mundial. El estudio del marco multilateral que representaba la Sociedad de Naciones ha servido para conocer algo mejor el papel de aquellos países no europeos en la Guerra de España. La mayor atención que ha merecido el Comité de No Intervención 21 en comparación con la organización de Ginebra se presenta, pues, como una muestra del marcado eurocentrismo que domina la historiografía. La postura de los países latinoamericanos, de una hasta ahora completamente ignorada Nueva Zelanda, o la contemporaneidad con los conflictos sinojaponés e ítalo-etíope han sido olvidados en la inagotable bibliografía sobre el conflicto de España, que no fue una mera cuestión europea, sino mundial. También en la época se hablaba del temor ante el estallido de una nueva guerra europea, como si la tensión no fuese también palpable en Japón, China, los Estados Unidos o México, por no hablar de las posesiones coloniales de las grandes potencias, repartidas por todo el globo terráqueo: desde África hasta Asia pasando por Oceanía. Entonces y ahora, Europa ha pecado de no 20

Katznelson, Ira: Fear itself: The New Deal and the Origins of Our Time. New York: Liveright, 2013. Además de las abundantes referencias en obras generales acerca de la dimensión internacional del conflicto, como las de Enrique Moradiellos, Ángel Viñas o Jean-François Berdah, véanse en concreto el estudio pionero de Schwartz y el más reciente de Stone: Schwartz, Fernando: La internacionalización de la Guerra Civil Española: Julio de 1936-Marzo de 1937. Barcelona: Planeta, 1971; Stone, Glyn A.: Spain, Portugal & The Great Powers, 1931-1941. Nueva York, Palgrave Macmillan, 2005. 21

abrir sus miras más allá de la extraordinaria, pero no exclusiva, cultura del Viejo Continente. En Ginebra tuvieron un especial protagonismo los países latinoamericanos, toda vez que en el Comité de No Intervención sólo fueron admitidos Estados europeos. Pero difícilmente podía Latinoamérica mantenerse al margen de los dramáticos acontecimientos que habían estallado en la antigua metrópoli, con la cual mantenían estrechos lazos tanto de sangre como históricos y culturales. Destacaron, muy por encima del resto y en direcciones diametralmente opuestas, México y Chile. México apostó por el Derecho Internacional, garantía legitimadora de la Sociedad de Naciones, desde una posición fundamentada tanto en los principios y valores propios como en la defensa de los intereses de aquellos países con una menor cuota de poder en el panorama internacional, lo cual afectaba directamente al propio país azteca, con un régimen salido de un proceso revolucionario y temeroso ante los peligros que pudieran acechar desde el exterior. Este último factor se antoja como un elemento clave de cara a comprender en toda su dimensión el fervor con el que el Gobierno Cárdenas defendió la causa republicana. En no pocas ocasiones, el tono de las denuncias mexicanas por la agresión que sufría la República fue mucho más lejos del de los propios representantes españoles, obligados a tragarse su indignación e impotencia y moderar sus discursos, en aras de que las democracias occidentales tuviesen el camino despejado para saltar en su ayuda si llegaba el momento en que al fin se decidiesen a hacerlo. O, dicho con las palabras de Marín Luna, “acallados seguramente con el señuelo de promesas para un futuro próximo si no provocaban situaciones de las que ciertas potencias no podían salir airosas”.22 Chile, por su parte, antepuso consideraciones de carácter ideológico a la legalidad internacional y a los poderes democráticos. A ello se sumó desde el inicio mismo del conflicto un ingrediente que resultó clave: la masiva presencia de asilados en la embajada de Chile en Madrid.23 Tal factor reforzó la aversión de los conservadores chilenos hacia el gobierno español, a la par que motivó la unión de consideraciones de tipo práctico e ideológico, en base a la cual Edwards trató de deslegitimar a la República en el ámbito ginebrino. Un organismo multilateral como lo fue la Sociedad de Naciones, y como en la actualidad lo es la Organización de las Naciones Unidas, se ha fundamentado y se fundamentará en 22

Archivo privado de Miguel A. Marín Luna (Barcelona) – “El asilo durante la Guerra Civil Española”. Manuscrito, 1980. 23 Moral Roncal, Antonio Manuel: Diplomacia, humanitarismo y espionaje en la Guerra Civil española. Madrid: Biblioteca Nueva, 2008.

base a una combinación de realismo e idealismo. Se puede decir, pues, que mientras México apostó por la vertiente más idealista –aunque tampoco exenta de importantes consideraciones realistas-, Chile se decantó por el camino del pragmatismo. La explicación del idealismo mexicano, cuyos fundamentos morales están muy lejos de ser producto de una interpretación inocente, ya que están corroborados por documentación primaria de muy diverso tipo, como ha podido verse a través de varios ejemplos en estas mismas páginas, así como en los volúmenes de correspondencia publicada de Bassols y Fabela con Cárdenas- se puede explicar mejor si se tiene en cuenta la herencia de la Revolución de 1910 y la creencia en las posibilidades reales de cambios profundos. Chile, por boca de su delegado Edwards, abogó por reforzar la no intervención, en la que sólo eran admitidos países europeos. ¿Aceptaba Edwards –siempre en excelentes términos con Londres- una minoría de edad para Latinoamérica, considerando que debía ser regida sólo por sus elites? Lo cierto es que el representante chileno contradecía él mismo sus palabras con sus actos: la intervención de Chile en la suerte de España fue muy activa. 24 Y en el caso del conflicto español, así como del resto de conflictos internacionales de los años treinta, Chile estuvo nutridamente acompañado en su postura, mientras que México se desgañitó las más de las veces en penosa soledad. Pero en tales posiciones no se dirimía solamente una política exterior nacional, sino también la definición del rol de Latinoamérica en el mundo.

Sobre el papel de la República en Ginebra Si bien el caos diplomático –con numerosas defecciones y dudas- al que tuvo que hacer frente Augusto Barcia en el Palacio de Santa Cruz justifica en parte la parálisis republicana al inicio del conflicto, lo cierto es que no se mostró la necesaria fortaleza y solidez de cara al exterior durante el mes y medio posterior al golpe de Estado. Ello provocó el establecimiento del Comité de No Intervención, organismo que iba a falsear un Derecho Internacional que, fortalecido a la par que respaldado por la Sociedad de Naciones, lógicamente tenía que haber amparado al gobierno democrático español. El Gobierno de la República cayó en dos trampas tendidas por las democracias occidentales: la primera fue la aceptación de la creación del Comité de No Intervención 25,

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Archivo Histórico del Ministerio de Relaciones Exteriores (Santiago de Chile) – 1563. Aceptación de la que incluso se lamentó abiertamente el delegado mexicano, Isidro Fabela, en carta dirigida al presidente Lázaro Cárdenas en mayo de 1937. El diplomático mexicano apuntó a presiones 25

con Barcia al frente de la cartera de Estado durante el Gobierno Giral; la segunda, ya con Álvarez del Vayo en el Palacio de Santa Cruz como cara exterior del Gobierno Largo Caballero, fue la aprobación de la instauración de un sistema de control que impidiese la llegada de combatientes extranjeros a España.26 El Gobierno se limitó a abogar por el estricto cumplimiento de dicho plan, con el cual se preveía que la victoria sería factible. Aunque difícilmente hubiesen cambiado las cosas para la República en el plano internacional, la aceptación de ambas propuestas fue un error. En cuanto al primer punto, el artículo 5 del Pacto contemplaba el posible “nombramiento de comités para investigar cuestiones particulares”, bajo regulación por parte de la Asamblea o del Consejo. El gobierno español debió de haber acudido a tal artículo con el fin de, cuanto menos, conducir la creación del Comité de No Intervención hacia dentro del ámbito ginebrino, tal y como estaba previsto y contemplado en el propio Pacto. Por otra parte, estuvo lento en exceso a la hora de exigir la disolución de un Comité de No Intervención cuya eficacia era a todas luces nula. Se limitaron a pedir que la no intervención se reforzase y se cumpliese estrictamente, en lugar de reclamar que se pusiese fin a semejante farsa. Jamás se hicieron serios esfuerzos por establecer un sistema de control que diese resultados, ni tampoco por lograr la retirada de los combatientes extranjeros de ambos bandos (finalmente, las Brigadas Internacionales terminaron abandonando España a finales de 1938, mientras que Hitler y Mussolini nunca se quisieron dar por aludidos, manteniendo su apoyo a los sublevados hasta el último instante de la contienda). El papel de Julio Álvarez del Vayo como ministro de Estado fue adecuado en base a las circunstancias. Argumentó e incidió con una hábil mezcla de respeto y contundencia. Fue siempre consciente de que, para la República, la Sociedad de Naciones representaba una oportunidad única. Salvo los tres errores ya mencionados, y cuya importancia es verdaderamente muy difícil de delimitar sin caer en el campo de la historia-ficción, el papel desempeñado por el Gobierno de la República en Ginebra fue también positivo. En por parte de Gran Bretaña y Francia como única causa capaz de explicar tal aceptación. Sánchez Andrés, Agustín y Herrera León, Fabián: Contra todo y contra todos: La diplomacia mexicana y la cuestión española en la Sociedad de Naciones, 1936-1939. Santa Cruz de Tenerife :Ediciones Idea, 2011, pp. 190191. 26 En relación con el plan de control acordado en el comité londinense, Álvarez del Vayo declaró en Ginebra que el gobierno español aceptaría “una política rigurosa de no intervención”, lo que Fabela calificó, de nuevo en carta a Cárdenas, como “malaventurada declaración contradictoria”, añadiendo que “la actitud de México, marcada por usted, resulta más noble y gallarda. México contra el mundo entero, y aun contra la misma España…”. Carbó, Margarita: Ningún compromiso que lesione al país... Lázaro Cárdenas y la defensa de la soberanía. México, D.F., Centro de Estudios de la Revolución Mexicana “Lázaro Cárdenas” A. C. – Plaza y Valdés, 2002, pp. 33-34.

líneas generales se hizo lo que se podía hacer. Y de una manera muy digna. Lo prueba el hecho de que, a día de hoy, y aun conociendo el resultado final de la contienda y lo que sucedió después, resulta harto difícil suprimir, añadir o modificar en algo los discursos pronunciados en Ginebra tanto por el ministro de Estado, Julio Álvarez del Vayo, como por el presidente del Gobierno, Juan Negrín. El discurso de éste último en septiembre de 1937 fue inmaculado. Francia incluso llegó a replantearse su postura, pero Gran Bretaña pronto la ató nuevamente en corto. En dicha Asamblea de la Sociedad de Naciones se agotaron los últimos cartuchos republicanos en el marco multilateral. -El digno papel de Álvarez del Vayo como rostro exterior de la República; y ya desde antes del nombramiento de Negrín como primer ministro. Apenas un par de semanas después de la formación del Gobierno Largo Caballero –y su nombramiento como ministro de Estado-, en septiembre de 1936, pronunció un gran discurso en Ginebra, anunciando el estallido de una Segunda Guerra Mundial en suelo español. Por supuesto, él se convirtió en buena correa transmisora de la política exterior de Negrín, con la que él siempre estuvo de acuerdo. Pero no necesitó que le escribiesen las comas ni mucho menos, como se ha extendido ampliamente. Contra lo que se ha dicho en su época (por testimonios de dudosa fiabilidad siempre, por cierto) y lo que han repetido no pocos historiadores –sin aportar evidencia documental alguna, dicho sea-, Álvarez del Vayo estaba en las antípodas de ser un inútil. El primero en expandir tal especie fue su concuñado Araquistáin, que era precisamente uno de los que menos se enteraban de lo que pasaba. Pese a lo que le pese al propio Araquistáin27, o a Burnett Bolloten28 y sus variopintos seguidores, Álvarez del Vayo actuó como un hombre de Estado durante el período correspondiente a la guerra. ¿Por qué no se estableció de inmediato una delegación permanente ante la Sociedad de Naciones? Esta investigación ha esclarecido este espinoso y hasta este momento desconocido asunto, que reviste una importancia mucho mayor de la aparente. Se trató del primer tira y afloja entre Manuel Azaña y Juan Negrín, como respectivos presidentes de la República y del Gobierno. Apenas habían pasado dos meses desde el nombramiento del segundo como primer ministro, cuando ya afloraron disputas en cuanto a competencias. Probablemente Azaña llegó a pensar, en un primer momento, que Negrín sería un primer ministro dócil y que toleraría sus iniciativas ejecutorias, las cuales de ningún modo estaban 27

Archivo Histórico Nacional (Madrid) – ALA – Correspondencia. Véase también: Araquistáin, Luis: Sobre la guerra civil y en la emigración. Madrid: Espasa-Calpe, 1983. 28 Bolloten, Burnett: La Guerra Civil Española: Revolución y Contrarrevolución. Madrid: Alianza Editorial, 1997.

amparadas por la Constitución de 1931 en vigor. Pero éste, quien consideraba sin lugar a dudas a Álvarez del Vayo como el candidato idóneo para ocupar ese hipotético puesto permanente a orillas del lago Léman, y de acuerdo con su entonces ministro de Estado, José Giral, se plegó a una postura intermedia mediante la cual Álvarez del Vayo continuase liderando la representación española, aunque no fuese en virtud de una presencia fija en Ginebra. De tal modo, Rivas Cherif, quien estaba bien lejos de gozar de la confianza del Gobierno debido a sus propios (de)méritos conspiratorios, no se postularía como candidato lógico al puesto, con la larga mano impulsora de Azaña tras él. En aquel momento se optó prudentemente por no enfrentar a Gobierno y Jefatura del Estado. Más tarde se vio que Azaña no se plegaba a una postura conciliatoria como la del ejecutivo, y el enfrentamiento se hizo inevitable. La República sufrió las consecuencias, y la primera de ellas se encuadró en el terreno diplomático y, más concretamente, en la labor a llevar a cabo de cara a agotar las posibilidades ante la Sociedad de Naciones. Resulta evidente que la creación de tal puesto hubiese sido una medida muy beneficiosa para la labor española en suelo helvético. La República no contaba con un gran número de diplomáticos profesionales, pero sí los suficientes como para poder llevar a cabo una labor diaria adecuada en Ginebra de la mano de un delegado permanente de prestigio, tarea que a duras penas podía colmarse con los viajes puntuales del ministro. En lugar de ello, se mantuvo a esos valiosos funcionarios en puestos secundarios, sin función alguna de relevancia. El mayor ejemplo de ello fue el de Miguel Ángel Marín Luna, cuya extraordinaria capacidad –demostrada con aplomo al servicio de las Naciones Unidas durante su largo exilio- fue desaprovechada. Mención aparte merece el caso de Cipriano de Rivas Cherif como cónsul general en Ginebra. Su colaboración con los representantes del Gobierno en la Sociedad de Naciones fue nula, y si se mantuvo en su puesto hasta mayo de 1938 no fue por otro motivo que por su parentesco e íntima amistad con Azaña. Evidentemente, con el jefe del Estado no se podía romper sin que la República quedase desnuda en su legitimidad de cara al exterior. Por muy comprensible que para uno pueda resultar la tolerancia de Azaña con respecto a su cuñado, no fue una actitud propia de un hombre de Estado en un contexto como en el que estaban teniendo lugar las iniciativas del cónsul. El presidente de la República erró por completo en este triste episodio, que perjudicó notablemente tanto la imagen como la acción en el exterior del régimen que encabezaba. Azaña, gran intelectual y personalidad única en la Historia de España, había sido el rostro indiscutible de la República en tiempos

de paz. Él representaba el progreso que tanto necesitaba España para actualizarse hacia su propia época, dejando atrás una secular tradición de sombra que no dejaba ver la luz que guiaba a la Europa próxima. Sin embargo, ese hombre brillante se bloqueó al estallar el horror delante de sus narices en julio de 1936. Su cabeza no podía asumir una guerra, y menos en el país del cual había pasado a ser jefe de Estado apenas unos meses antes. Azaña se sintió inevitablemente responsable de algo; y es posible que ese algo que le traumatizó, fuese su actitud dubitativa en las horas iniciales del golpe militar, en las cuales se perdió definitivamente la posibilidad de abortar el mismo. Había confiado la presidencia del Gobierno a alguien cercano a él, Santiago Casares Quiroga, cuyo papel ante los anuncios de rebelión fue nefasto, mucho más propio de un mero irresponsable que de alguien capaz de lidiar con la presidencia de un gobierno. Pero si Casares Quiroga tendrá que cargar para siempre con su ridícula actitud frente a la sublevación, es evidente que a Azaña tampoco se le puede eximir de su propia parte de culpa. Quizás, en el fondo de su conciencia, él nunca se lo perdonara a sí mismo. El 18 de julio de 1936, España tenía a un irresponsable como presidente del Gobierno, pero también a una mente brillante como presidente de la República, siempre implacable con todos... por lo que seguramente también lo fuese consigo mismo durante los cuatro últimos años de su vida. Ello le llevó a conducirse de error en error a lo largo de la guerra. Negrín le necesitaría, pero Azaña nunca colaboró con él. Estaba dándole el puntapié final a su propia obra: la República y lo que ésta significaba.

Sobre el desplome de la sociedad internacional y sus consecuencias La presente investigación, insertada en el análisis de las relaciones internacionales durante la segunda mitad de la década de los años treinta, afianza la consideración de la Guerra de España como primera fase de la Segunda Guerra Mundial. No obstante, todavía hay grandes nombres de la historiografía contemporánea que afirman gratuitamente lo contrario, desligando ambos conflictos; eso sí, sin apoyar tales aseveraciones en la menor evidencia documental. Es el caso de Zara Steiner, para quien “la Guerra Civil Española no fue la primera fase de la Segunda Guerra Mundial”, e incluso se permite añadir que la propia República no quería que la cuestión española se saliese del marco del Comité de No

Intervención.29 Stanley G. Payne, con mayor extensión pero repitiendo carencia de argumentos, aboga por la misma línea30, ya presente en clásicos como A.J.P. Taylor31, generadora de una polémica sin paragón en la historiografía por otras aristas que se salen del foco de este trabajo, en la cual se afirma –casi huelga decir que sin ningún tipo de argumento ni de análisis mínimo previo- que “la única consecuencia seria” de la Guerra de España fue el debilitamiento de Italia dada su gran implicación en la contienda. Siendo totalmente cierto tal punto relativo al país transalpino –como ya se ha indicado en estas mismas páginas-, considerar que ésa fue la única consecuencia “seria” del conflicto es, sencillamente, ridículo. La política de appeasement, encabezada por Gran Bretaña, terminó con la vida de la Sociedad de Naciones. A su vez, ésta derivó al compás de la mano de su secretario general y de la mayor parte del núcleo central de una Secretaría que se comportó con gran irresponsabilidad y cobardía durante las sucesivas crisis de los años treinta, y muy en particular en las relativas a Abisinia y España. Londres, con la Sociedad de Naciones como instrumento, hundió con su diplomacia a Abisinia y a la República, a la que de nada sirvió su destacado papel en Ginebra en tiempos de paz. Dicha diplomacia estuvo, hasta prácticamente 1939, encaminada siempre hacia un encuentro con Mussolini y la Italia decidida y en orden –un orden con monarca, además- que éste había logrado establecer. Tal hecho no impidió que, de forma paralela al abandono por parte de los gobiernos, decenas de miles de voluntarios procedentes de todos los rincones del mundo se enrolasen en las Brigadas Internacionales y acudiesen a España a ofrecer su vida en virtud de la causa republicana, enaltecida en todo el mundo a la categoría de una lucha internacional contra el fascismo. Cuando estalló el conflicto en España, la Sociedad de Naciones ya tenía su certificado de defunción bajo el brazo, con sello en Abisinia. A efectos jurídicos de inhibición ante el cumplimiento de las obligaciones del Pacto, resultó clave que el primer antecedente 29

Steiner, Zara: The Triumph of the Dark: European International History 1933-1939. Oxford: Oxford University Press, 2013, p. 216. 30 Payne, Stanley G.: La Europa revolucionaria: Las guerras civiles que marcaron el siglo XX. Barcelona: Temas de Hoy, 2011. La línea interpretativa de dicha obra entra en perfecta coherencia con la acentuación del carácter endógeno del conflicto español expuesto en una de sus obras anteriores: Payne, Stanley G.: El colapso de la República. Madrid: La Esfera de los Libros, 2006. Lo que ocurre es que en ninguna de las mencionadas obras se basa la interpretación en fuentes primarias de relevancia; y, en los casos concretos en que éstas son empleadas, se hace con sesgo, selección y contextualización ad hoc de extractos que van mucho más allá de la sospecha. 31 Taylor, A.J.P.: The Origins of the Second World War. London: Penguin, 1961 (1963 reedition with new preface).

hubiese tenido lugar en un lugar tan alejado del punto de mira occidental como lo era Manchuria. Lo que se presentaba en España sólo podía ser una oportunidad de resurrección. Pero, nuevamente, los artículos 10 y 11 del Pacto fueron violados sin contemplaciones, produciéndose “una agresión externa contra la integridad territorial y la independencia política” de España, pero sin que el Consejo ginebrino dispusiese medio alguno de cara al cumplimiento de la obligación de intervención estipulada en tal artículo. La Guerra de España, al igual que el conflicto ítalo-etíope, sí fue efectivamente “un motivo de preocupación para toda la Liga” (o cuanto menos para casi toda), pero ninguna medida prudente y eficaz fue tomada para salvaguardar la paz en España, sino que tales medidas tuvieron como objeto poner en cuarentena al enfermo bélico de turno, que en esta ocasión era la democracia española. Al igual que había ocurrido con los antecedentes de Manchuria, Abisinia y Renania, en Ginebra se cedió y se permitieron márgenes interpretativos más allá de lo inevitable; es decir, se llevó a cabo una puesta en práctica del Derecho Internacional en carácter extensivo en lugar de restrictivo. En España, la inhibición de Ginebra se hizo más palmaria gracias a la política de no intervención. Tal y como ya resumió el jurista español José Quero Morales en 1937, la abstención de la Sociedad de Naciones en pro de la política de no intervención demostró “la imposibilidad de establecer normas de acción internacional eficaces cuando la mala fe guía a algunos de los Estados que las han pactado”.32 Nunca se resaltará lo suficiente la lección que Hitler extrajo de todos estos antecedentes, que le llevó a emprender con decisión su agresiva política imperialista que derivó irremediablemente en la Segunda Guerra Mundial. Si había un modelo al cual seguir, ése ya no era el del decadente imperio británico, sino el de la imperialista Italia de Mussolini. Curiosamente, y según avanzó la guerra en España, la admiración se invirtió con motivo del descarado expansionismo alemán durante el año 1938. La reciprocidad de la admiración entre Roma y Berlín consolidó, en suelo español, el Eje al cual se uniría el Japón imperialista, que a su vez llevaba ya casi una década afanado en montar un nuevo orden en Asia. A finales de aquel mismo año, Mussolini alentó y justificó ante el conde Ciano los bombardeos sobre la población civil de Barcelona bajo la premisa de que tal actitud aumentaría su alineamiento con una Alemania que amaba “la guerra total y sin reglas”, tal y como ha puesto de relieve Christopher Duggan en una muy novedosa obra, en

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Quero Morales, José: La política de no-intervención. Barcelona: Instituto de Estudios Internacionales y de Derecho Comparado, 1937, p. 19.

la que también recoge el enfrentamiento entre no pocos millares de italianos en suelo español y el tabú que ha constituido dicho episodio en Italia desde entonces.33 El posterior trauma del nazismo, con la absorbente figura de Hitler, apagó la luz sobre el honor de Italia como gran destructor del orden internacional entre 1935 y 1937. Los horrores de la Alemania nazi han desvirtuado un tanto la interpretación de la época, dado que la progresiva degradación de la sociedad internacional de la época tuvo más que ver con las sucesivas injerencias de Italia en otros países. Las agresiones de Hitler tuvieron lugar en un margen cronológico relativamente estrecho: a excepción del caso de Renania, que fue un caso un tanto aislado y diferente a los demás, lo cierto es que Alemania no estuvo en el origen del golpe de Estado español, y sus agresiones –excepción hecha con disimulo en España- no tuvieron inicio hasta marzo de 1938, con motivo del Anschluss. Es decir, apenas año y medio antes del estallido de la Segunda Guerra Mundial. Por el contrario, Mussolini se dedicó a erosionar España desde la misma proclamación de la II República en la primavera de 1931. Y ni el golpe de Estado de julio de 1936 en España, ni el enfrentamiento armado que le siguió, pueden entenderse sin la mano decisiva del Duce. En los primeros meses de 1936, el Frente Popular ganó las elecciones en España desbancando a la coalición de derechas, en tanto que Italia liquidaba el conflicto en Abisinia. Cuando en junio de 1936 la Sociedad de Naciones levantó patéticamente las sanciones impuestas a Italia, la veda de la impunidad se abrió definitivamente. Nunca se ha hecho hincapié en tal episodio, absolutamente decisivo para comprender la deriva del mundo de la época. Lo que sucedió en el Palais des Nations en aquel inicio de verano de 1936 no fue una anécdota o un hecho menor más. Fue una victoria absoluta de Mussolini, que se pasó a creer Julio César redivivo, e interpretó su papel histórico en clave de demostración de fuerza en contraste con una sociedad internacional débil. He ahí donde cabe encuadrar la decisiva implicación transalpina en la sublevación de mediados de julio

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Se llegaron a dar casos como el de un profesor que, regresado de combatir en suelo español –donde había perdido un ojo- como miembro del CTV, se vio interrumpido en su heroica narrativa por la incómoda curiosidad de una niña que le preguntó si había tenido que enfrentarse directamente con otros italianos en España. El profesor le preguntó de dónde había sacado que hubiese italianos en el otro bando, a lo que su alumna respondió que era vox populi y hasta lo recogían algunos periódicos. El docente salió por la tangente diciendo que, en el caso de que hubiese italianos entre los enemigos, no los había podido identificar debido a que salían corriendo. Duggan, Christopher: Fascist Voices: An Intimate History of Mussolini’s Italy. London: The Bodley Head, 2012, p. 170. La respuesta no deja de ser de lo más irónica, toda vez que si alguien corrió despavorido del frente durante la Guerra de España, esos fueron los fascistas italianos en Guadajalara, una actitud que llegó incluso a motivar comentarios muy despectivos entre los españoles franquistas.

–sin la cual el golpe de Estado hubiese fracasado irremediablemente-, así como la posterior intervención, masiva y descarada, de unos 80.000 hombres italianos en suelo español. Se puede simbolizar la trayectoria de la Sociedad de Naciones durante los años treinta en una especie de escalera progresiva hacia el precipicio: en Manchuria, la violación del Pacto había tenido lugar muy lejos, por lo que no convenía desviar demasiado la vista para provocar un conflicto; en Abisinia, el problema tenía lugar lejos -en África-... pero a un mismo tiempo cerca -en Italia-; en España, el drama estaba ya al lado... y con invitados no españoles. Las tres potencias que constituyeron el Eje en la Segunda Guerra Mundial coinciden, lejos de ser por casualidad, con los tres agresores en los años 30 (Japón, Italia, Alemania). Fue en España (tras Manchuria, Abisinia y Renania) donde se perfiló y consolidó la alianza de los agresores. Manchuria abrió la veda de la impunidad de la violación del Derecho Internacional y de toda solidaridad multilateral (circunstancias idóneas por su lejanía cultural y geográfica: el otro), Abisinia mató a la Sociedad de Naciones y en España se perdió la ocasión de resucitarla, a la par que representó el inicio de la Segunda Guerra Mundial por muy diversos motivos: por la intervención ítalo-alemana del lado de los sublevados en el golpe de Estado y en la guerra que le siguió -unida a un apoyo diplomático japonés-, por la consolidación del Eje en suelo español, por la ayuda soviética a la República, por la puesta en pie de la no intervención y del Comité de Londres... Podrían añadirse más factores, pero estos fueron los fundamentales en el ámbito internacional del conflicto. El capitán británico Liddell Hart afirmó que la contienda que tuvo lugar en suelo español fue la primera ocasión desperdiciada para destruir con un coste mínimo de esfuerzo y de pérdidas las dictaduras de Hitler y Mussolini.34 Para aquellos que no cerraron los ojos ante las ruinas de la democracia española, tal fracaso colectivo vino a confirmar la impotencia de los ideales y de la integridad de sujetos individuales, por digna y significativa que fuese la suma de los mismos, frente a los poderes políticos nacionales e internacionales. También para aquellas comprometidas personas, una nueva guerra mundial había comenzado en julio de 1936, y no en septiembre de 1939.

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Citado en: Moradiellos, Enrique: La perfidia de Albión: El Gobierno británico y la guerra civil española. Madrid: Siglo Veintiuno de España Editores, 1996, p. 302.

La Sociedad de Naciones murió de la mano de la República española. A partir del final del conflicto español, el organismo dejó de existir en la práctica. Si bien sobre el papel siguió existiendo hasta el final de la Segunda Guerra Mundial, cuando tuvo lugar su extinción oficial para dar nacimiento –con sus restos- a la Organización de las Naciones Unidas, lo cierto es que a partir de enero de 1939 –último encuentro contemporáneo al conflicto español- se suprimieron las reuniones y la actividad periódica de los órganos políticos –no los meramente técnicos- del organismo. La presente investigación aspira a enriquecer la visión sobre aspectos esenciales como el valor real de la democracia y sus debilidades y peligrosas imperfecciones, el significado de una institución supranacional y multilateral en un mundo crecientemente interconectado, o las herencias interpretativas de la Historia que nutren los debates sobre el pasado en nuestros días, en una constante dialéctica con la formación de identidades en España. El prominente rol que el miedo juega en períodos de crisis –y cuyo papel absolutamente decisivo en el desarrollo de la Historia no parece calibrarse nunca de forma suficiente-, la ausencia de solidaridad derivada de lo anterior y los prejuicios de clase condujeron a los líderes de las democracias occidentales a ignorar los dramáticos vaticinios de los representantes de España en Ginebra. Y estos se convirtieron en realidad mucho antes de lo que las democracias occidentales podían imaginar, confiadas en apaciguar a un insaciable tigre ya fuese con carnaza española, etíope o china. Es decir, de aquellos actores más débiles cuya integridad la Sociedad de Naciones debía garantizar en virtud del sistema de seguridad colectiva que debía regir el mundo surgido de Versalles.

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