La Virtud formal de la PRUDENCIA por José María Méndez

La Virtud formal de la PRUDENCIA por José María Méndez La prudencia ha sido vista siempre como una virtud formal, es decir, algo que afecta a todas la

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La Virtud formal de la PRUDENCIA por José María Méndez La prudencia ha sido vista siempre como una virtud formal, es decir, algo que afecta a todas las demás virtudes, o en nuestra terminología, valores con un contenido material. Y así, para ser veraces, hemos de ser al mismo tiempo prudentes, pues no a todo el mundo hay que decirlo todo. La prudencia nos hará ponderar en cada caso el derecho a saber que tiene quien nos pregunta. Y para ser justos, también hay que ser prudentes, pues a veces la seca y estricta justicia podría ser injusta. En dos situaciones, exactamente iguales en lo referente a la justicia pura y dura, pueden incidir circunstancias diferentes y que haya que tener en cuenta. Y lo mismo ocurre con todos los demás valores materiales o virtudes. Entre los tratadistas clásicos era costumbre presentar la prudencia como auriga virtutum, como el arte de moderar y armonizar todas las demás virtudes, siguiendo la imagen del auriga que ya usó Platón, aunque en otro contexto. Y Santo Tomás de Aquino indica el carácter formal de la prudencia con su breve sentencia toda virtud debe ser prudente (Q.D. de Virtutibus in communi, 12, ad 23). Pero la prudencia no es la única virtud formal. En nuestro esquema hay tres virtudes formales, que denominamos humildad, constancia y prudencia. Antes de seguir adelante, hagamos una observación sobre la terminología usada en este trabajo. La palabra virtud es acertada para designar estas tres actitudes básicas. En cambio, la palabra valor suele ser entendida habitualmente, y en este texto también, con referencia a una materia o contenido específico. Por otra parte, en nuestra terminología procuramos evitar la palabra virtud referida a los valores materiales, pues éstos no son sólo éticos, sino también estéticos, religiosos, y hasta económicos. Tradicionalmente la palabra virtud se ha entendido por lo general, y se sigue entendiendo hoy día, como algo referido única y exclusivamente a lo ético u obligatorio. Por eso, emplear la palabra virtud como enteramente sinónima de valor llevaría a reducir la Axiología a Etica, y nada más que Etica. O al menos, así pudiera interpretarse lo que se está diciendo. Si bien es cierto que la prudencia encuentra su más frecuente aplicación en la vida ética, su radio de acción se extiende de suyo a toda la vida humana, a todos los valores y no sólo a los éticos. En resumen, aquí reservamos la palabra virtud para las tres actitudes formales y básicas antes citadas, aunque de modo redundante usemos a veces, y para mayor claridad, la expresión virtud formal. Y cuando decimos valor sin más se entiende un valor con contenido o materia. Aunque también se emplee a veces la expresión valor material. Insistimos en estas redundancias para que la terminología aquí usada sea entendida sin equívocos. El adjetivo moral es empleado como equivalente a ético en todas mis obras. Pero en este texto, unas veces es igual a ético, y otras igual a axiológico o relativo a todos los valores y no sólo éticos. Con todo aquí se emplea de modo enfático, y puede suprimirse la palabra moral sin que la frase se haga equívoca. Antes de entrar en el tema propio de la prudencia, a la que hemos situado como tercera virtud formal, digamos unas breves palabras sobre las dos primeras, humildad y constancia. Llamamos humildad a la actitud básica y primaria de aceptar el hecho de que la libertad propia de cada ser humano, o si se prefiere, cada persona, tiene delante de sí un mundo de valores materiales. Eso es tanto como admitir que la razón de ser de nuestra presencia en este mundo no es otra que la de realizar, en la medida de nuestras fuerzas, esos valores. Estamos en este mundo para eso y nada más que para eso; para

vivir los valores. En frase que todos entienden se suele decir que los valores dan sentido a la vida humana. Otra manera de expresar lo mismo es ver los valores como fines objetivos de nuestra vida (Zwecke, en la terminología alemana; en parecido sentido Aristóteles llamaba εργον a la función propia de algo). Lo mismo que un cuchillo está hecho para cortar y no para apretar tornillos -valga este sencillo ejemplo-, el hombre está hecho para vivir valores, y para ninguna otra cosa. Y si a veces rompemos el cuchillo al emplearlo como destornillador, o sea, al usarlo para lo que no está hecho, para lo que no es su fin-objetivo o Zweck, el hombre siempre se destroza a sí mismo cuando no dedica su vida a vivir valores, cuando se aparta de su fin-objetivo. Así pues, se nos ha dado la libertad para hacer el bien; no el mal. No somos libres para hacer el mal. Si hacemos el mal, atentamos contra nuestra finalidad objetiva y más pronto o más tarde tendrán que aparecer las indeseables consecuencias, si es cierto que los valores son fines-objetivos. Decía Santa Teresa que humildad es andar en verdad. La frase no podría ser más certera, si pensamos en la verdad propia del conocimiento axiológico, en el hecho de que los valores -todos los valores y no sólo los éticos- son los fines objetivos de la vida humana. Por tanto, lo primero que hay que hacer para vivir de modo axiológicamente correcto, o si se prefiere, de modo auténticamente humano, es aceptar que estamos en este mundo para vivir valores y nada más que para eso. Eso es la humildad. Es al mismo tiempo un acto del entendimiento y una decisión de la voluntad; afecta a la totalidad de la persona. La segunda virtud formal es la constancia. Supuesto que ya somos humildes en el sentido antes indicado, y que excluye obviamente las caricaturas tan frecuentes del falso humilde, además hemos de ser constantes. No bastan las buenas intenciones, ni es suficiente la buena voluntad. Hay que ponerse manos a la obra. La realización de los valores requiere normalmente esfuerzo, y aún más trabajosa es la perseverancia durante toda la vida en esa tarea por ser mejores. Tenemos que llegar hasta el final de nuestra vida siendo fieles a los valores. Hemos de levantarnos y reemprender la marcha, si es que hemos caído en el camino de esa fidelidad a los valores-fines. Y hemos de reiniciar esa marcha tantas veces como hayamos desfallecido en nuestro itinerario axiológico. Esta porfía en el esfuerzo es particularmente necesaria en ese terreno o sector de los valores éticos, que en nuestro esquema denominamos Valores de Autodominio. Pero la constancia se extiende a todos los valores materiales y no sólo a los éticos. Para vivir cualquier valor material hemos de ser perseverantes y tenaces en la lucha contra nuestras pasiones, y especialmente contra la desidia y la pereza. Es importante observar que estas dos primeras virtudes formales, humildad y constancia, pueden ponerse en relación con la famosa tesis socrática el único mal moral es la ignorancia. Según Sócrates, de la misma manera que basta enseñar a alguien la técnica de tocar la flauta para convertirle en un buen flautista, bastaría también enseñar a alguien en qué consiste la virtud moral para convertirle en una buena persona, en ser humano virtuoso. La virtud puede ser enseñada, es una frase que le atribuyen repetidamente Platón y Jenofonte. En efecto, Sócrates debía ser él mismo tan buena persona, que no le cabía en la cabeza que alguien pudiese hacer el mal a sabiendas. Si alguien lo hace, es porque ignora qué es el bien o en qué consiste la virtud. En su ingenuidad, o en su enorme bondad natural, Sócrates pensaba que conocer la virtud implica ser virtuoso. Si la gente hace el mal, es porque no sabe lo que hace. Lo mismo que si da notas falsas en la flauta, es porque no sabe cómo manejar adecuadamente el instrumento. Por tanto, lo mismo que se puede enseñar la técnica de

la flauta, también se puede enseñar la técnica para ser virtuoso. Basta poseer esa técnica para serlo. Aristóteles se dio cuenta del error lógico de Sócrates. Este confundió la condición suficiente con la condición necesaria. La frase conocer la virtud implica ser virtuoso, asigna al conocimiento de la virtud, el status lógico de una condición suficiente, o del tipo si esto, entonces también aquello. Pero la idea socrática se hace perfectamente aceptable y comprensible, si la proponemos como condición necesaria, del tipo si no esto, tampoco aquello. Es fundamental la presencia del negador lógico. Aristóteles hace verdadera la tesis de Sócrates, simplemente introduciendo dos noes. Si no se conoce la virtud, no se es virtuoso. En rigor, ni siquiera se puede ser virtuoso. Por todo ello, la ignorancia no es propiamente un mal moral, y aún menos el único mal moral, como creía Sócrates. La ignorancia es más bien un impedimento, o una condición sine qua non, para alcanzar la virtud. Aunque obviamente, la ignorancia querida o consentida pueda luego trasformarse en auténtico mal moral. Pero eso no sucede a causa de la ignorancia como tal, sino por la decisión de la voluntad de permanecer en la ignorancia. Es la ignorantia affectata de que hablaban los moralistas medievales. Por otra parte, esta corrección de Aristóteles a Sócrates nos hace ver cuán necesario es el uso de la lógica para avanzar en el conocimiento de cualquier cosa, y por tanto también en cuestiones axiológicas. Traduciendo todo esto a nuestra propia terminología, podríamos decir que, según Sócrates bastaría ser humildes para automáticamente vivir los valores materiales. Entonces la humildad sería la única virtud formal. Pues por la palabra humildad entenderíamos aquí justamente lo que Sócrates denominaba conocimiento de la virtud, o sea, saber cuántos y cuáles son los valores materiales que dan sentido a la vida humana y cuál es su jerarquía según las dos dimensiones de la altura y la fuerza. En cambio Aristóteles se da cuenta de que, además de conocer la virtud, hace falta algo más, hace falta la decisión de la voluntad, querer ser buenos. Y eso es justamente lo que entendemos aquí por virtud formal de la constancia. El famoso verso de Ovidio video meliora proboque, deteriora sequor -veo lo mejor y lo apruebo, pero hago lo peor- describe de modo bien preciso cuál es la situación del humilde pero no constante, del que deja de hacer el bien por falta de decisión o de empeño en la vida práctica, a pesar de que, teóricamente o en el plano del mero conocimiento, sea plenamente consciente de que hace el mal. La enorme bondad natural de Sócrates le impedía comprender que pudieran existir en el mundo personas como Ovidio. Pero Aristóteles, con su proverbial sentido común, advierte que hacen falta dos virtudes formales y no una sola. Esta observación es importante, pues el tema de las tres virtudes formales hay que ponerlo obviamente en estrecha relación con el problema del conocimiento moral. El conocimiento moral, aplicado a la vida real, es un conocimiento comprometido. Dicho esto, volvamos al tema de la prudencia. Incluso en la situación más favorable en que humildad y constancia van juntas, tampoco eso basta para ascender por la penosa senda de los valores. Se requiere además una tercera virtud formal, que es precisamente la que ahora nos ocupa, la prudencia. El campo de aplicación más corriente de la prudencia es la vida ética. Aunque también hay que ser prudentes en estética, en religión y en economía; en todo el ámbito de la Axiología. Con todo, en este trabajo nos referiremos preferentemente a cuestiones éticas u obligatorias.

La necesidad de la prudencia se echa de ver, de modo más obvio y frecuente, en el carácter dramático que tiene la vivencia ética. Por eso nos referiremos a la prudencia preferentemente dentro de un contexto ético. Pero no olvidemos nunca que la prudencia se extiende de suyo a todo el arco axiológico. Vamos a describir ahora la virtud formal de la prudencia desde tres puntos de vista distintos. Aparentemente se trata de tres enfoques o tres perspectivas que nada tienen que ver entre sí. Pero si vamos al fondo de las cosas, nos daremos cuenta de que se trata más bien de tres maneras distintas de decir lo mismo. Más aún, la suma de estos tres enfoques es justo lo que nos permitirá comprender mejor en qué consiste propiamente la prudencia. El primer enfoque se refiere a la relación entre los valores en cuanto reglas generales y su aplicación práctica a los casos concretos. El segundo enfoque ve la prudencia como el modo de solucionar conflictos de valores. El tercer punto de vista entiende la prudencia como el arte de encontrar los medios más adecuados para conseguir los valores, que ya hemos dicho son fines, y fines objetivos. Veamos el primero de estos tres enfoques. Sócrates y Aristóteles usaban la expresión conocer la virtud. Nosotros diremos más bien conocer los valores éticos. Pero lo importante es esto ¿de qué conocimiento estamos hablando exactamente? ¿Nos estamos refiriendo a un valor material cualquiera en su concepto abstracto o teórico, o más bien a la aplicación práctica de ese valor a una situación concreta de la vida real? Pues se trata de dos maneras muy diferentes de entender la expresión conocer el valor ético. Son dos concepciones completamente distintas de saber sobre temas éticos. Conocer teóricamente el contenido o materia de un valor, como conocer la fórmula química de la aspirina, no nos compromete a nada. Pero conocer cuál es la respuesta que pide de mí tal valor en esta situación concreta, la que tengo delante y en la que ese valor interviene, justo ese saber es el que nos compromete. En efecto, la primera función o uso de la prudencia en ética proviene del reconocimiento de que, si hablamos con rigor, no existe ciencia ética de los casos concretos. Sólo hay ciencia ética de los principios generales de conducta, y como tales hay que entender lo que en nuestro esquema llamamos valores materiales éticos. En la literatura axiológica inglesa ha sido costumbre distinguir entre act ethics y rule ethics (ética de casos concretos y ética de reglas generales). La importancia de esta distinción salta a la vista. La ética de normas abstractas, de valores éticos, de reglas o mandamientos genéricos, dice no matarás. Establece una regla general a la que en principio deben atenerse todos los casos concretos. Sin embargo, la ética no funciona lo mismo que la física o la química, en que la regla general puede aplicarse de modo automático a los casos concretos. La regla dice, el fósforo arde a los 70º C. Cada trozo de fósforo sometido a esa temperatura se comporta de acuerdo con la regla. Con métodos adecuados, siempre se puede aislar el caso puro, el que corresponde exactamente a la regla general. Incluso en sociología o en economía los casos concretos se acomodan a la regla general con un margen de desviación lo suficientemente estrecho para que podamos asimilar esas ciencias a la física o la química. El cumplimiento, al menos estadístico, de la regla general en las ciencias sociales es muy parecido al observado en las ciencias de la naturaleza. Por eso también la economía, y aun algunas zonas de la sociología, son un buen campo de aplicación para las matemáticas, pues las previsiones según cálculos se cumplen aceptablemente. Los casos son casi puros.

Pero es típico de la vida ética que para cada regla moral sea muy fácil encontrar el caso concreto que la contradice. Al mandato o regla general no matarás enseguida oponemos el caso concreto de la legítima defensa. Frente al mandato o regla general no robarás, el mismo Santo Tomás de Aquino afirma que en caso de extrema necesidad es lícito decidir robar, antes que morir de hambre. Más aún, incluso en lo que nos suele parecer la norma moral más estricta, rígida y vinculante de todas -no te suicidarás- nos encontramos con el caso de Santa Pascasia. Durante la persecución de Diocleciano, cuando se llegó al extremo de registrar las casas de los presuntos cristianos, una patrulla de soldados enviados por el juez se presentó en la casa de Pascasia, cuando la joven estaba sola en ella. La orden era llevar a toda la familia ante el juez, para que incensaran a los dioses tutelares de la ciudad, lo que se aceptaba como abjuración pública. Sabido es que muchos cristianos prefirieron la muerte antes que renegar de su fe. Es menos sabido cómo se trataba a las mujeres. En aquel ambiente generalizado de abuso de autoridad, los magistrados hacían la vista gorda, si los soldados violaban a las mujeres cristianas que, al haberse negado a abjurar de su fe, iban a ser ejecutadas. Pascasia sabía muy bien, por tanto, cuál iba a ser su suerte, si los soldados se hubiesen dado cuenta de que estaba sola en casa. Tuvo la suficiente presencia de ánimo para desconcertarlos, pidiendo que esperasen un momento, porque iba a ponerse su mejor vestido para presentarse dignamente ante el juez. Antes de que los soldados pudieran reaccionar, fue capaz de subir a la azotea y arrojarse de cabeza al empedrado, muriendo instantáneamente. Si nos atenemos a la materialidad exterior de su conducta, Pascasia fue una suicida. Y sin embargo se la consideró inmediatamente como santa. Pues el dilema de Pascasia fue éste: o morir violada, pues no pensaba renunciar a su fe, o matarse ella misma para evitar al menos el ultraje de la violación. En todo caso, de lo que no podía escapar era de la muerte, si quería ser fiel a su religión. Por tanto, entre morir y además ser violada, o morir sin ser violada, optó por esto último, dado que de todas formas había aceptado ya la muerte como inevitable. Se entiende bien por qué es fácil encontrar para cada regla ética el caso concreto que la contradice. En ética es prácticamente imposible una situación concreta en que, aparte de la regla moral, no entren en juego aspectos complementarios que complican su aplicación. Son tantos los datos que interfieren en la vivencia humana concreta -las circunstancias, como dicen los moralistas-, que nunca damos con el caso puro. El caso puro se adapta a la regla general exactamente, sin que sobre ni falte nada. Pero la vida humana real y efectiva es tan enrevesada, que el supuesto caso puro está siempre acompañado de adherencias que modifican substancialmente el juicio moral, o incluso a veces lo invierten. El caso concreto puro en ética es imaginario, no existe en la práctica. Ni siquiera se da el caso casi puro propio de las ciencias sociales. En teoría, podemos aislar una regla moral de todas las demás, delimitar con suficiente precisión el contenido o materia de los valores, pero en la vida real lo ordinario es que cada momento concreto de nuestra vida esté afectado a la vez por muchas circunstancias a tener en cuenta. Muchas veces esas circunstancias consisten en la presencia de otras reglas éticas que inciden en la misma acción o conducta. Aparecen entonces los llamados conflictos de valores. Pero como éste es precisamente el segundo enfoque de la prudencia, prosigamos nuestro discurso sobre las reglas y los casos. En efecto, no se trata sólo de las circunstancias. Todavía podemos ir más lejos en nuestra reflexión. Imaginemos dos personas en dos situaciones que, idealmente al menos, suponemos iguales en todos sus detalles. Y se trata también del mismo valor.

Demos por bueno lo que en la práctica no sucede nunca o casi nunca, que todas las circunstancias del caso, absolutamente todas, sean iguales. Parecería entonces que en ambos casos debiéramos dar el mismo veredicto moral, aplicar de modo idéntico la misma regla ética, el mismo valor material. Pero ni siquiera esto es así, si somos rigurosos en nuestro análisis. Incluso en dos situaciones exactamente iguales en todos sus datos externos se trataría de dos personas distintas. Y cada persona humana es única e irrepetible. Para ilustrar mejor esta idea, veamos el caso de Santa Lucía. Por supuesto, es prácticamente imposible que dos personas humanas se encuentren exactamente en la misma situación, y que todas, absolutamente todas, las circunstancias se repitan. Pero dejando aparte esta salvedad, la situación en que se encontró Santa Lucía se pareció mucho a la de Santa Pascasia. Concedamos, al menos de modo teórico, que las situaciones fuesen fundamentalmente iguales. Pues bien, ante la misma situación −la misma al menos en lo esencial− ambas santas reaccionaron de modo diverso, y el pueblo cristiano estimó, y con razón, que ambas acertaron en sus respectivas decisiones, a pesar de que sus conductas fueron, no sólo dispares, sino en realidad opuestas. Se cuenta que Santa Lucía fue pretendida por un joven pagano, pero no aceptó este ofrecimiento. El muchacho, despechado por la negativa de Lucía, la denunció como cristiana. Llevada ante el juez, y dado que se negó a incensar, fue condenada a muerte. De acuerdo con las costumbres de la época antes aludidas, el juez no hizo nada para impedir que, antes de ser ejecutada, Lucía fuese llevada a casa del citado joven. En algunos textos es el mismo juez el que ordena esta violación previa, lo que quizá sea una exageración. En todo caso, la tradición quiere que los bueyes que la llevaban a casa del vengativo joven se negaran a andar, y se decidió entonces llevarla directamente al lugar del suplicio. Pero este detalle carece de relevancia para lo que nos interesa. Lo importante aquí es la frase que se atribuye a Lucía: podréis ensuciar mi cuerpo, pero no podréis ensuciar mi alma. Es posible que Lucía no tuviese una oportunidad, parecida a la que tuvo Pascasia, para burlar a los encargados de conducirla al suplicio. Pero tampoco esto hace al caso. Lo relevante ahora es que podemos interpretar su frase en el sentido de que Lucía no estaba dispuesta a suicidarse por evitar ser violada. Antes que suicidarse, pasaría por aquella vejación. En este mismo sentido interpretó Santo Tomás de Aquino la frase de Lucía, al considerar el caso de una monja forzada contra su voluntad. Pues, cuando esto sucedía, no era infrecuente que la pobre mujer se amargase la vida el resto de sus días con el recuerdo de la afrenta sufrida. Santo Tomás se apoya en la frase de Santa Lucía para tranquilizar la conciencia de la víctima de una violación. Lo que nos interesa ahora enfatizar es esto. Es perfectamente posible que en dos situaciones absolutamente iguales, al menos en lo externo, dos personas tomen decisiones diversas, o incluso opuestas, y sin embargo ambas hayan actuado de modo éticamente correcto. Esto, desde luego no puede ocurrir en física o en sociología, so pena de incurrir en contradicción lógica. Pero sí puede ocurrir en ética, sin que haya contradicción lógica. Esta es quizá la mejor manera de expresar la idea de que, propiamente hablando, no hay ciencia ética de los casos concretos. Y no la hay, porque en las conductas de Santa Pascasia y Santa Lucía queda un resto irreductible a una norma común. En efecto, es característico de la conducta humana personal, singular e individual, el hecho de que nunca quepa encontrar dos casos concretos absolutamente iguales, si tenemos en cuenta lo que significa ser persona. Un caso concreto, con todas y cada una

de las circunstancias y detalles, nunca se repite en la práctica. Incluso si admitiéramos una absoluta identidad en las circunstancias y detalles de dos casos del mismo problema moral, hay algo más, y ese algo es decisivo. Pues entra en escena nada menos que el protagonista, el sujeto de la acción moral, la persona. Nunca dos personas son absolutamente iguales. Por la sencilla razón de que cada persona humana es única e irrepetible en la historia de la humanidad. La mayor contribución del cristianismo a la civilización universal, a la entera humanidad, ha sido justamente ésta. Cada persona es absolutamente nueva e irrepetible. Unamuno era especialmente sensible a esta obvia realidad. Se cuenta de él que, paseando por el jardín de San Esteban, el famoso Convento de los Dominicos en Salamanca, se asomó al brocal del pozo y gritó a pleno pulmón ¡Yo......! Y cuando le preguntaron por qué hacia eso, dio esta sencilla e irrebatible respuesta: Es para convencerme a mí mismo de que no ha habido más que un Miguel de Unamuno en la historia, ni lo volverá a ver. Por eso mismo gustaba de repetir la incisiva frase de D. Quijote No hay otro yo en el mundo. Así pues, no tiene sentido entender la ética como la aplicación automática de reglas generales a casos concretos. En ética no hay casos puros como en física, ni casi puros como en las ciencias sociales. Más aún, ni siquiera puede haberlos. En efecto, entra en juego la persona humana. Cada caso concreto es, por definición, completamente nuevo e irrepetible en la historia de la entera humanidad. Y por lo mismo, la aplicación de la regla general al caso concreto ha de ser siempre una decisión de la persona, decisión que ciertamente debiera ser prudente. La aplicación de la regla general al caso concreto es el primer aspecto o enfoque de lo que estamos llamando aquí virtud formal de la Prudencia. No es tanto una cuestión de ciencia o conocimiento, sino más bien de arte, habilidad, sentido de la oportunidad, olfato axiológico, saber estar, o como queramos decirlo. No se sabe de antemano cómo hay que actuar en el caso concreto, y ni siquiera pueden existir precedentes. Como mucho, se sabe cuántos y cuáles son los valores que interfieren en ese caso concreto, y es entonces misión de la prudencia encontrar la decisión más adecuada, la que cumpla mejor con todos los valores y con todas circunstancias en presencia. Veamos esto más de cerca con un ejemplo obvio. Sin duda el valor del Respeto a la Vida o la regla no matarás es lo primero para opinar sobre la moralidad de la acción en que un hombre mata a otro. Pero no es lo único. No se puede concluir sin más que todo el que ha matado necesariamente ha actuado de modo éticamente censurable. Puede tratarse de un caso de legítima defensa, en que ningún reproche cabe hacer al agredido que mata antes de ser matado. Alguien se ha visto en una situación tal que no había ninguna otra solución a mano para salir con vida. La alternativa fue ésta: o mataba al agresor inmediatamente y sin pensarlo más o era matado por él. Y lo mismo puede afirmarse de cada regla ética o cada valor ético material. Para cada norma ética o precepto genérico puede encontrarse el caso concreto que la contradice. Se comprende, pues, el enorme alcance de la fundamental proposición no hay ciencia ética de los casos concretos. No está escrito en ningún libro lo que una persona concreta debe hacer en una situación concreta. Aunque ese libro existiera −y podemos recordar aquí la ingenua pretensión de algunos manuales de teología moral de los siglos XVII y XVIII, tan inclinados al casuismo−, y aunque la previsión del moralista hubiese llegado hasta el asombroso extremo de estar consignadas en el libro todas, absolutamente todas las circunstancias y particularidades de mi situación, yo podría adoptar la solución opuesta a la aconsejada por el libro y haber actuado correctamente. Lo mismo que alguien en idéntica situación puede atenerse al libro y haber dado

también con la decisión axiológicamente acertada. Esto nos hace ver la importancia de ese aspecto personalísimo que caracteriza la virtud formal de la prudencia. Así pues, en primera aproximación la prudencia consiste en adecuar las reglas generales a la situación concreta en que la persona se encuentra. No se puede delegar en nadie ese juicio prudencial, que sólo la persona protagonista de la acción puede hacer. Santo Tomás expresa este primer enfoque de la prudencia con las siguientes palabras: el prudente ha de conocer no sólo los principios universales de la razón, sino también las realidades concretas sobre las que versa su acción moral (II-II, 47, 3). Su enfatiza aquí lo personal. Obviamente la prudencia es y será siempre más incómoda que la ciencia. Lo que se sabe por ciencia, puede llevar la garantía de acertar hasta el cien por cien de probabilidad. Pero lo que se decide por prudencia nunca alcanza tal grado de seguridad. Recordemos que estamos pensando sobre todo en cuestiones éticas; nos referimos a valores estrictamente obligatorios, valores cuya mera omisión es ya culpable. Pues bien, si no hay ciencia ética de los casos concretos, sino sólo decisiones prudenciales, que además hay que tomar necesariamente, ya sea en un sentido u otro, pues a veces no podemos eludir la responsabilidad de resolver de una manera u otra nuestro problema ético, si ésa es la situación, decía, se comprende bien el carácter dramático que tiene la vida ética. Y aquí por dramático entendemos no sólo la tensión o crispación que supone tomar cualquier decisión en la vida, y muchas veces una decisión importante e inaplazable, sino sobre todo el hecho de que no podemos estar completamente seguros de haber acertado. El que aplica correctamente una regla física, o incluso sociológica, al caso concreto sabe de antemano el resultado. Y luego, cuando los hechos se desarrollan de acuerdo con las previsiones, puede saborear la victoria de haber acertado. Pero eso es justamente lo que jamás ocurre en ética. Imaginemos alguien que toma su decisión con las máximas garantías: ha largamente meditado su situación, se ha aconsejado con las personas más ecuánimes y expertas en la materia de que se trate, ha leído los mejores manuales de los casuistas, etc. Y sea toda esa información absolutamente coincidente Pues bien, incluso en esta tan favorable situación nadie puede estar absolutamente seguro de haber acertado. Por la sencilla razón de que es un hecho que ocurre por primera y última vez en la historia universal. No hay precedentes, ni puede haberlos. Se trata un caso concreto, y no hay ciencia ética de los casos concretos. Lo único disponible es la prudencia. Pero la prudencia, en las múltiples y variables circunstancias de la vida, no es el resultado que el físico o el sociólogo obtiene mecánicamente a partir de unos datos. Se trata de una decisión que lleva en sí misma el veneno de duda. Para decirlo de modo gráfico, nadie, ni siquiera el más santo y egregio de los humanos, podrá presentarse ante el tribunal de Dios reclamando o exigiendo el aprobado. Este dramatismo intrínseco de la vida ética implica que nuestras decisiones prudenciales –y por supuesto, también las imprudentes o no prudenciales- están necesitadas de un veredicto superior, que sólo podría emitir una inteligencia superior a la humana, una mente que posea ciencia ética sobre los casos. Tradicionalmente, el Juicio Final de Dios ha sido justificado por la necesidad de que no queden impunes los crímenes que la justicia humana no castiga. Esta exigencia ha estado siempre incluida en el Credo. Desde un punto de vista filosófico su más conocido defensor fue Kant. Era para él la prueba decisiva de la existencia de Dios. El Juicio de Dios es lo mismo que la victoria del Bien sobre el Mal. Si no existiese el más allá, si la muerte igualase la vida del gangster asesino con la del honrado y sacrificado

padre de familia, ni el primero habría sido criminal sino listo, ni el segundo habría sido honrado sino tonto. Por supuesto, este razonamiento ad absurdum es impecable. Pero si pensamos ahora en el margen de duda que deja abierto toda decisión prudencial, por muy prudente que sea, llegamos a la misma conclusión. En este mundo, nunca llegaremos a saber la verdad sobre nosotros mismos, o sea, lo que hubo exactamente de acertado o de equivocado en todas y cada una de nuestras decisiones concretas. Más bien será en ese Juicio de Dios donde llegaremos a saber cuál fue nuestra exacta estatura moral, sólo entonces sabremos la verdad sobre nosotros mismos, una verdad que aquí abajo nos excede, porque no está al alcance de nuestra inteligencia finita una ciencia ética de los casos concretos. Esa ciencia ética de los casos concretos no es humana sino sobrehumana, en realidad divina. En este contexto encuentra su más profundo significado la máxima evangélica no juzguéis y no seréis juzgados. Y si la vida nos pone alguna vez en la incómoda situación de tener que juzgar, como padres o magistrados, la conducta ajena, hemos de hacerlo con miedo, pues nuestros juicios serán a su vez juzgados. Esta idea ha estado siempre presente en la tradición cristiana. Basta recordar el así llamado Don de Temor de Dios. El mismo Señor dice en el Evangelio Os voy a decir a quien tenéis que temer, temed a Aquél que tiene poder para matar y después arrojar a la gehenna. Os lo repito, a Ese tenéis que temer (Lc. 12, 5). Sin duda este temor de Dios ha sido a veces presentado absurdamente como el impotente terror del que está merced de un ser superior, poderoso y arbitrario. Mejor es verlo como la inseguridad del que no conoce aún la sentencia definitiva sobre la totalidad de su vida. Pensemos, para ponernos en el ejemplo más favorable, en el alumno que sabe que ha hecho un buen examen, pero que alimenta aún un margen de duda hasta que vea la papeleta firmada. Tal es la condición humana en este mundo. Incluso la persona más santa vive en esta duda hasta la muerte. Que es otra manera de decir que el hombre posee ciencia ética de los valores, de las reglas generales o principios morales, pero no de los casos concretos, con todos sus detalles y sobre todo con su unicidad absoluta en la historia. No sabe el hombre si es digno de amor o de odio, dice el libro de Cohelet o Eclesiastés (9, 1). Sólo Dios posee ciencia ética de los casos. Sólo El sabe hasta qué punto exactamente hemos acertado o errado. Y esta inseguridad o limitación de nuestro conocimiento ético equivale a lo que tradicionalmente ha sido presentado como don de temor de Dios. Vamos a pasar ahora al segundo de los tres enfoques anunciados sobre la Prudencia. La dificultad del caso concreto proviene ahora de la aparente oposición entre los mismos valores que inciden en una situación concreta. Pero, como tendremos ocasión de observar, al final este segundo enfoque puede equipararse al primero. Consideremos el caso más sencillo, en que entran en conflicto dos valores éticos, y nada más que dos. Pero con la agravante de que la situación es tal, que no se pueden vivir ambos valores en la misma acción. Cumplir con un valor sólo es posible violando el otro. Son frecuentes estas situaciones. No tenemos que ir muy lejos para encontrar ejemplos de esta oposición irreconciliable entre dos valores El ejemplo clásico es el de la legítima defensa. Los dos valores en liza son respeto a la vida propia y respeto a la vida ajena. Respetar mi propia vida implica matar al agresor injusto. Respetar la vida ajena implicaría dejarme matar. Ante todo aclaremos que estos conflictos entre dos valores pertenecen de suyo a la ciencia ética. No caen propiamente en el segundo enfoque de la prudencia. Gracias a los juicios de preferencia entre dos valores, o entre dos antivalores, es posible construir un orden jerárquico objetivo entre las materias valiosas. En rigor, el segundo enfoque de la

prudencia aparece cuando entran en juego más de dos valores. Y obviamente el número de valores implicados en una acción depende de las circunstancias de cada caso concreto. Recordemos, pues, la enorme aportación a la ciencia ética contenida en estos juicios de preferencia. En efecto, todo el mundo comprende que en el conflicto de la legítima defensa hay que dar la preferencia a la vida propia sobre la vida ajena. Pero esto no es sino la aplicación de una regla más general, y se impone exponerla de modo claro y preciso, para comprender bien su importancia. Los conflictos entre dos valores éticos, y nada más que dos, están en íntima relación con la Jerarquía de los valores éticos. Siempre se ha hablado de una jerarquía de valores, de un orden entre las materias valiosas. Pero siempre también se ha concebido esa escala valiosa como unidimensional. Scheler habla de la dignidad o nobleza valiosa intrínseca, de una cierta cantidad de valiosidad que tiene todo valor. Y usa para designar esa sutil realidad la palabra altura (die Höhe). En caso de conflicto, habría que dar la preferencia al valor más alto. Se ponen ejemplos en que se debe sacrificar el valor inferior para conseguir el superior. Y así los valores materiales, ligados a satisfacciones legítimas pero corporales, deben ceder en caso de conflicto ante las exigencias de valores espirituales, considerados más altos. Por ejemplo, una mujer deportista debe renunciar a practicar su deporte favorito, si eso pone en peligro la vida del hijo que lleva en su seno. Está muy extendida la idea de que los conflictos entre dos valores se resuelven dando la preferencia al valor más alto sobre el más bajo. También Hartmann concibe como unidimensional la escala valiosa, sólo que al revés de Scheler en cuanto al sentido dentro de la única dimensión. Por eso, en caso de conflicto, Hartmann, al revés que Scehler, da la preferencia al valor más bajo. Y bien puede afirmarse que acertó por casualidad, sin saber bien lo que decía. En realidad, tanto Scheler como Hartmann mezclan dos problemas distintos: la fundamentación última de los valores por una parte, y su jerarquía u orden por otra. Scheler era teísta y para él el valor más alto de todos es Dios. La valiosidad desciende de arriba abajo. En cambio Hartmann era ateo y ésa es para él la razón última de dar la preferencia al valor más bajo en caso de conflicto. Llega incluso a afirmar que la valiosidad sube de abajo arriba, y por eso el verdadero orden de los valores se establece según la fuerza (die Stärke). Fue lastimoso que, en el ardor de la polémica, ambos autores no se dieran cuenta de que altura y fuerza no se oponen, sino que se complementan. Ambos conceptos se refuerzan mutuamente. Tenemos que pensar siempre en una escala bidimensional de los valores, y no unidimensional como imaginaron tanto Scheler como Hartmann. Muchos siglos antes San Agustín intuyó este carácter bidimensional de la escala axiológica. Ante la pregunta, ¿qué es antes, el amor a Dios o el amor al prójimo? responde: Dei dilectio prior est ordine praecipiendi, proximi autem dilectio prior est ordine faciendi (Tractatus in Ioannem, CCL 36, 174). El amor a Dios es primero en el orden del mandato, pero el amor al prójimo es primero en el orden de la acción. El supuesto amor a Dios del fariseo se reduce a mera hipocresía, si no va precedido, o al menos acompañado, del amor al prójimo. El orden según el mandato es lo que Scheler llamará altura, y el orden según la acción es lo que Hartmann denominará fuerza. Basta asignar a la altura una dimensión vertical, y a la fuerza una dimensión horizontal, para ver cómo ambas se complementan en vez de oponerse. Podemos representarnos el amor a Dios y el amor al prójimo como dos peldaños de una escalera.

El más bajo y fuerte es el amor al prójimo, el primero a subir. Por eso su altura o dignidad intrínseca es menor. El escalón más alto y menos fuerte es el amor a Dios. Sólo se llega a él si previamente se ha subido el amor al prójimo. El amor a Dios tiene que ser más alto, puesto que presupone el cumplimiento del amor al prójimo. La regla general implicada en esta jerarquía de los valores es también objetivamente valiosa. Y además es sencilla de aplicar. Si sabemos ubicar en esta escala bidimensional las materias valiosas, resolvemos los conflictos entre dos valores. En caso de conflicto entre dos valores hay que dar la preferencia al valor más bajo y fuerte. En el ejemplo de la legítima defensa, el escalón más bajo es el respeto a la propia vida, y el escalón más alto es el respeto a la vida ajena. Si no hay modo de cumplir los dos valores a la vez, hay que violar el valor más alto para cumplir con el más bajo. Como antes se indicó, aplicar esta regla general a conflictos entre dos valores, cuando su ubicación en la escala bidimensional es clara, no es propiamente un acto de prudencia. Pues aquí hay ciencia ética a disposición. La escala bidimensional es tan objetiva como un valor ético aislado. Pero la prudencia se hace obligada cuando se trata de tres o más valores. Incluso si se trata de dos valores, y nada más que dos, pueden entrar en juego también otros datos o circunstancias que compliquen la situación. En tales situaciones la regla teórica citada tampoco basta para solucionar el problema, y hay que recurrir a la decisión prudencial. Hay que insistir en que la Jerarquía de los valores no es unidimensional, sino bidimensional, pues es justo la bidimensionalidad lo que la convierte en objetiva. Todo el mundo el mundo admite, por ejemplo, que un asesinato es peor que un robo. Eso, en un esquema bidimensional, supone que el respeto a la vida es un valor más fuerte y bajo que el respeto a la propiedad. La escala bidimensional es objetiva justo porque se asienta en relaciones de orden, o juicios de preferencia, que nadie discute. Según el orden de la fuerza, explicitado en el eje horizontal, primero hay que respetar la vida ajena, y luego podremos hablar de que se respete también la propiedad ajena. La complicación del caso concreto viene ahora, bien de que haya más de dos valores involucrados en la misma acción, bien de que sólo con dos valores las circunstancias hacen imposible aplicar sin más la regla de la mayor fuerza del valor más bajo. En la práctica, el segundo enfoque se reduce al primero. El tercer enfoque de la prudencia es verla como la adecuación de los medios a los fines. En efecto, los fines son los valores materiales, son objetivos y valiosos por sí mismos. Ya hemos dicho que se trata de fines-objetivos (Zwecke). La Prudencia se define entonces como el arte de encontrar los mejores medios, o los más adecuados, para conseguir el fin bueno pretendido, que es la realización de un valor. Este tercer enfoque posee también una larga tradición. Como dice el Filósofo, la virtud moral hace obrar rectamente en cuanto al fin, y la prudencia en cuanto a los medios (S.T. II-II, 47, 5). Cambiemos en esta frase de Santo Tomás la expresión virtud moral por valor ético material, para adaptarnos a nuestra terminología. Como ocurrió con el segundo, también es ahora posible reducir en último análisis este tercer enfoque al primero, si lo peculiar del caso concreto consiste en esclarecer en nuestra conducta aquí y ahora qué es medio y qué es fin. Pero esta tarea no es ciertamente fácil, como enseguida podremos comprobar. Ante todo, observemos que los medios pueden ser de dos tipos. Pueden ser cosas o pueden ser acciones humanas. Emplemos la terminología medios-cosas y mediosacciones. Se exige además que los medios sean indiferentes, o sea, en sí mismos ni valiosos ni antivaliosos. Si fueran antivaliosos, el fin se haría también antivalioso, de acuerdo

con el principio malum ex quocumque defectu. Y si lo valioso es usado como medio, estaríamos instrumentalizando un valor, tratando como medio lo que es un fin en sí mismo. No hay dificultad, si se trata de medios-cosas, en asignar esta situación al ámbito de los valores económicos, dando por supuesto que las cosas son de suyo indiferentes, ni valiosas ni antivaliosas. La Economía es definida entonces como la ciencia de los medios-cosas. Y esta noción de medio-cosa hay que entenderla en un sentido amplio. No sólo comprende los objetos e instalaciones que cubren nuestras necesidades más elementales y hacen nuestra vida más cómoda -los bienes en la jerga economica- sino también las instituciones jurídicas. En nuestro esquema, una institución jurídica es vista como una cosa. El Derecho, entendido como el conjunto de las instituciones jurídicas vigentes, pasa a formar parte de la Economía como ciencia de los medios. Se podría llamar prudencia jurídico-económica a esta adecuación de los medioscosas a fines valiosos. Conseguir que la economía se ponga al servicio del hombre y deje de ser inhumana, que las organizaciones políticas y sociales estén inspiradas por los valores, eso sería su contenido o tarea. Pero dejemos este enorme problema social al margen de nuestra exposición, pues nuestro tema es la prudencia personal, no las perspectivas sociales de los valores. Pasemos, pues, al complicado asunto de los medios-acciones, cuando el medio empleado para un fin, que aquí suponemos siempre valioso, consiste en una acción humana. El problema es delicado porque ahora el medio de que hablamos no es nunca indiferente. Es excepcional considerar una acción humana como indiferente. Ordinariamente estará afectada por valores, ya sean éticos o estéticos. Limitémonos por tanto al supuesto de que las acciones usadas como medio sean valiosas, pues de lo contrario todo el conjunto se haría antivalioso, conforme al citado principio malum exquocumque defectu. Veamos las dificultades en el supuesto de que tanto los medios-acciones como los fines sean ambos valiosos. Aparece ya el problema, por ejemplo, en la acción humana de trabajar, cuando ésta no produce un artefacto, sino que es la acción misma lo que se cotiza en un mercado. Eso es lo que entendemos por medios-acciones. Se trata de la ocupación diaria de la mayoría de la gente hoy día, de los servicios en la jerga de los economistas. En el denominado sector terciario, lo que es objeto de comercio son justamente acciones humanas. En problema está en que la misma acción humana parece ser a la vez medio y fin. El trabajo humano es en sí mismo un valor ético. Pero es también objeto de compra y venta. Y lo es cada vez más, a medida que la eficacia tecnológica hace que la agricultura y la industria den ocupación o empleo a menos personas y la mayor parte de los trabajos sean servicios. Se trata de lo que podríamos llamar paradoja del trabajo, o en sentido más amplio paradoja de la acción humana. En cuanto valor ético, el trabajo es un fin. El hombre se eleva como persona moral mediante el ejercicio del trabajo. Pero ese trabajo es también un medio para satisfacer necesidades económicas y la acción humana misma de trabajar se compra y se vende en un mercado. Así pues, en este tema de las acciones humanas como medios hemos separado dos supuestos completamente diferentes. Primero, lo que se considera medio no es la acción humana como tal, sino su resultado externo. Segundo, lo que se considera medio es la acción humana como tal. En el primer supuesto el que compra una mesa no atenta contra la dignidad del trabajo del carpintero. No compra su acción de trabajar como tal, más bien el resultado externo de su acción, el llamado producto. No hay ningún inconveniente en este primer

supuesto, ya que se trata de medios-cosas. En la jerga económica se suele usar el término bienes. Pero en el segundo supuesto, en los servicios económicos, cuando lo que se compra es la acción humana como tal, el problema se complica. Ya no se trata de un facere, sino de un agere, para expresarlo con terminología escolástica. El producto no se separa de la acción de producir. A su vez, este segundo supuesto cabe estudiarlo desde el punto de vista del que recibe el servicio, o desde el punto de vista del que presta el servicio. Hablemos de acciones ajenas y propias. En cuanto a las acciones ajenas, esta paradoja se resuelve tal como lo hizo Kant, distinguiendo entre medio y mero medio (reine Mittel). La acción ajena será para mí medio, pero no mero medio. Cuando el peluquero me corta el pelo, su acción es, a efectos puramente económicos, un medio-acción. Pero yo no debo tratar al peluquero como mero medio, como si no tuviera otro valor que el de servirme o satisfacer alguna necesidad o interés mío. Según nuestra terminología, diríamos que el cliente ha de tratar al peluquero viviendo con él todos los valores éticos de respeto y de justicia que aparecen en nuestra Tabla de valores éticos. Veamos ahora el segundo supuesto desde el punto de vista del que presta el servicio. Ahora se trataría de la prudencia que incluso debe tener el que hace algo bueno ahora, para que luego su acción también sea buena. Pero si aceptamos que los valores éticos son fines en sí mismos, en principio nunca podremos instrumentalizados o considerados como medios por muy valioso que sea el fin buscado. El problema está en cómo conseguir que la acción propia, o la realizada por quien presta el servicio, sea a la vez medio y fin, y que su condición de medio-acción sea para él compatible con su condición de valor-fin. Anticipemos que este problema no tiene solución teórica plenamente satisfactoria. Como admite el mismo Santo Tomas, todo acto humano deliberado es bueno o malo en el individuo concreto (S.T., I-II, 18, 9). Por tanto, en condiciones normales, cualquier acción humana es portadora de valores propios o valiosos por sí mismos, ya sean éticos, estéticos o religiosos. Una acción humana desconectada de todos los valores, o indiferente, es excepcional. Pero la vida nos impone encadenar intencionalmente nuestras acciones unas con otras. En efecto, en la medida en que cualquier acción humana concreta está afectada por valores propios, esa acción es un fin y no puede ser medio. Y sin embargo, constantemente encadenamos nuestras acciones de ahora para conseguir fines en el futuro. Constantemente estamos pensando voy a hacer hoy esto para obtener mañana aquello. La Etica a Nicómaco de Aristóteles comienza precisamente con la descripción de las acciones humanas en cuanto cadenas de medios para obtener fines futuros. En principio, en cada acción nuestra atención debiera dirigirse a los valores propios que inciden en ella y nada más. Los posibles valores de mañana no debieran entrar en consideración. Mi acción de ahora ha de concentrarse en vivir los valores que ahora tengo delante. Hay que vivir los valores de cada día, sin convertirlos en medios para valores futuros, por excelentes que éstos últimos puedan ser. Y sin embargo, no podríamos vivir sin establecer constantemente relaciones de instrumentalidad o utilidad entre nuestras acciones de hoy y de mañana. Constantemente empleamos la proposición para. Estudio para aprobar; salgo a la calle para comprar el periódico, etc. etc. La regla estricta de que los valores propios jamás sean tratados como medios, puesto que son fines, aplicada con todo rigor y sin ninguna concesión, haría nuestra vida imposible.

Para visualizar esta idea, encadenemos las acciones humanas con flechas horizontales, que están por la partícula para. Usaríamos entonces un lenguaje económico o utilitario. a → b → c → d ....... En cambio emplearíamos un lenguaje prudencial, si viviéramos menos preocupados por el futuro y más atentos al momento presente, si siguiéramos la máxima evangélica cada dada día tiene su propio afán. Hemos de resistir la tentación de hacer algo bueno ahora, no por respeto al valor que tenemos delante, sino únicamente porque nos sirve de trampolín para conseguir algo mañana, incluso aunque ese algo sea también valioso, y hasta más valioso. Los valores-fines nunca pueden ser instrumentalizados o tratados como medios. Pero al mismo tiempo no podemos evitar hacer ahora las cosas con la vista puesta en alguna finalidad a conseguir en el futuro. Esta es la paradoja de la acción humana. Para solucionarla, se suele recurrir a la llamada rectitud de intención. Hemos de hacer el valor de hoy, porque en es sí mismo valioso, independientemente de que sirva o no de medio para otros valores futuros. Cada valor propio es valioso por sí mismo y como tal debe ser tratado. Hablando de la gratitud, nota Séneca: no he de ser agradecido porque espere inclinar a otros a que me dispensen sus favores viendo que sé agradecerlos. Soy agradecido, cuando procuro realizar una acción que considero hermosa y noble (Cartas a Lucilio, 81). La rectitud de intención exige no considerar jamás una acción humana valiosa como medio para nada. Suprimamos por tanto las flechas horizontales y visualicemos la deseada noinstrumentalización de los valores con flechas verticales, que apuntan a los valoresfines. La motivación de nuestra conducta en cada momento irá dirigida a aquello que da sentido a la vida a la vida humana, a los valores-fines que nunca son medios para nada. Valores-Fines

a b c d Cabe presentar la prudencia, en su sentido tradicional de adecuación de los medios indiferentes hacia valores-fines, como el arte de combinar el respeto a los valores de cada momento con el inteligente y eficaz encadenamiento de nuestras acciones de ahora hacia consecuencias valiosas en el futuro. Ser prudentes sería entonces el arte de manejar a la vez el lenguaje económico y el lenguaje prudencial, de forma que seamos eficaces en lo económico y correctos en el cumplimiento de los valores de cada momento, sin instrumentalizarlos nunca hacia nada, al menos en nuestra intención. Arte ciertamente difícil y sin embargo necesario en la vida. El opositor que estudia con denuedo para un examen que tendrá lugar dentro de muchos meses, si es suspendido, se sentirá con la conciencia tranquila, porque cumplió bien su deber de estudiar. Que no llegue el éxito esperado no desvaloriza el esfuerzo que hizo antes. Su acción valiosa no pierde su mérito porque haya resultado luego inútil o ineficaz en cuanto medio. El se elevó como persona moral, viviendo el valor ético del trabajo, mientras estudiaba. El valor de su trabajo no proviene de su posible utilidad hacia nada. Es un valor propio. Y al mismo tiempo hacía bien al soñar con el éxito, y hasta puede que psicológicamente esta esperanza estimulase su esfuerzo. No sería humano estudiar ahora sin pensar siquiera en para qué se estudia. Y si el éxito llega, tampoco por eso el mérito de su trabajo habrá aumentado por haber resultado útil. Su estudio fue valioso por sí mismo y no por sus consecuencias, aunque éstas fuesen favorables.

Instrumentalizar los valores hacia consecuencias futuras, incluso si son muy valiosas, constituye la esencia del utilitarismo. Completemos este tercer enfoque de la prudencia con unas palabras sobre al moral utilitaria, que tanto arraigo tiene en la mentalidad anglosajona y tan potentemente influye hoy día por desgracia en nuestra tradición más latina, más clásica y más humana. Nos servirá también para reducir este tercer enfoque al primero, como ya hicimos con el segundo. Recordemos una conocida cita de Max Weber. Toda acción ética puede ajustarse a dos máximas fundamentalmente distintas y hasta opuestas. Puede orientarse de acuerdo con la ética de la convicción o conforme a la ética de la responsabilidad..... Hay una diferencia abismal entre obrar según la convicción religiosa de que el cristiano obra bien y deja las consecuencias en las manos de Dios, o según la máxima de la responsabilidad, que ordena tener en cuenta las consecuencias previsibles de la acción ("El político y el científico", Madrid 1984, 8ª ed, 163) Weber no cae en la cuenta de que la ética en cuanto ciencia o conocimiento, como ética de reglas o valores, es justamente lo que él llama ética de la convicción. En cambio la inclusión de las consecuencias futuras y previsibles en nuestra decisión de hoy no es ciencia ética o acto del entendimiento; se trata de un juicio prudencial o acto de la voluntad. Weber lo llama ética de la responsabilidad, pero en rigor no es sino la virtud formal de la prudencia. Si el utilitarismo consistiese en la recomendación de que se tengan en cuenta las consecuencias en el ejercicio de la prudencia, no habría nada que reprochar a este consejo, ni a un utilitarismo del caso concreto. Pero si el utilitarismo hace depender teóricamente la moralidad de una acción de los valores que se espera aparecerán las consecuencias de mañana, por encima de los valores de la acción presente, la que hoy está en nuestras manos, entonces se trata de una doctrina radicalmente falsa y equivocada. Y no digamos si por consecuencias, en vez de los valores que en ellas pudieran aparecer, entendemos la conveniencia del protagonista de la acción. Por muy negativas o desventajosas que esas consecuencias sean mañana, los valores que ayer justificaron una acción valiosa nunca se convertirán en antivalores. Al contrario, el mérito moral crece justo por la previsión de consecuencias futuras perjudiciales para estos héroes morales. La introducción de las consecuencias no atañe a la ética de reglas o valores, a la única ciencia ética posible, sino a la prudencia, a la aplicación de esas reglas generales o valores materiales al caso concreto. El error básico de Utilitarismo está en presentarlo como ciencia y no como prudencia. Todo esto implica volver a nuestro primer enfoque de la prudencia, el que proporciona la mejor definición posible. Las consecuencias futuras, y los valores o antivalores que en ellas puedan darse, sólo son un dato para la decisión prudencial. Pues aparte de las consecuencias habrá otros elementos a considerar. En conclusión, a pesar de las divisiones y subdivisiones que nos hemos visto precisados a introducir, el tercer enfoque de la prudencia queda subsumido en el primero. Bienvenidas sean tales disquisiciones, si al menos han servido para llegar a esta conclusión simplificadora. Dado que hemos llegado a idéntico resultado con el segundo enfoque, terminemos afirmando que la mejor definición de la prudencia sería ésta: adecuación inteligente y sincera a la vez de los valores a la situación práctica concreta. Inteligente, porque se supone apoyada en un suficiente conocimiento teórico de los valores. Y sincera, porque la intención de la voluntad va dirigida a los valores de cada momento, y nada más que a ellos.

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