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LAMENTACIONES Cómo hacer que Dios escuche 3.40–66 James L. May ¿Ha sentido usted alguna vez que Dios no le estaba prestando oído? ¿Le parecía que Dios estaba tan lejos que no se vislumbraba modo alguno de hacer que le prestara atención? Puede que algunas veces se haya sentido como un árbol solitario que está en la cima de una colina expuesta al viento, constantemente azotado por éste, por la lluvia, por la nieve y por el hielo. Las cargas a veces lo inclinan a uno hasta casi tocar el suelo, amenazando con destrozarlo. En esos momentos uno se pregunta cuánto más irá a soportar sin ser desarraigado. ¿Por qué no hace Dios algo? ¿Será que no ve que uno sufre dolor? ¿Será que no le importa lo que le sucede a uno? Jeremías debió de haber estado pensando de modo parecido cuando observaba el dolor de Judá, y sufría el dolor él mismo. A veces habló en plural y a veces en singular. Estas expresiones de dolor no son solamente las de uno que sufre solitariamente. Su angustia personal reflejaba la angustia de toda la nación. Él sabía que Judá no merecía trato especial, pero también sabía que Dios es misericordioso y bondadoso. En esta sección de Lamentaciones, Jeremías reflexionó sobre lo que el pueblo debía hacer para recibir las misericordias de Dios. Ezequiel dijo: Echad de vosotros todas vuestras transgresiones con que habéis pecado, y haceos un corazón nuevo y un espíritu nuevo. ¿Por qué moriréis, casa de Israel? […] dice Jehová el Señor; convertíos, pues, y viviréis (Ezequiel 18.31–32).
¿Qué hacemos cuando deseamos que Dios preste atención? Si uno se ha ido de casa y se ha enredado en un estilo de vida desagradable para Dios, Jeremías revela lo que se debe hacer. ARREPENTIRSE El arrepentimiento es un cambio de la manera
de pensar que lleva a un cambio de actitud y de comportamiento. El verdadero arrepentimiento es un giro de ciento ochenta grados. Jeremías lo explicó en un proceso de tres pasos: «Escudriñemos nuestros caminos, y busquemos, y volvámonos a Jehová; levantemos nuestros corazones y manos a Dios en los cielos» (3.40–41). El primer paso es «escudriñar nuestros caminos, y buscar» (vers.o 40a). El arrepentimiento ocurre solamente cuando nos damos cuenta de que necesitamos cambiar. No es fácil reconocer la necesidad de hacer cambios en nuestro comportamiento y actitudes. Podemos ponernos a la defensiva a la sola insinuación de que necesitamos corregir nuestra manera de pensar y de comportarnos. Este era un problema para el pueblo de Judá. No podían ni reconocer su pecaminosidad ni aceptar su culpa. En lugar de escudriñar sus caminos, escudriñaron los caminos de Dios y lo juzgaron injusto. Escudriñaron a Jeremías, el mensajero, y juzgaron que estaba del lado del enemigo. Les resultaba difícil escudriñar sus propios caminos y vidas. Debemos detenernos para examinarnos a nosotros mismos a la luz de la Palabra de Dios. Su palabra es como un espejo que refleja la verdadera imagen de uno (Santiago 1.21–25). Por medio de la palabra de Dios, nos vemos a nosotros mismos tal como Dios nos ve. Todos tenemos tres imágenes de nosotros: La que tenemos nosotros mismos, la que los demás tienen y la que Dios tiene. Puede que la manera como nos veamos, no sea la manera como Dios nos ve. Otros no necesariamente nos ven como nos vemos nosotros mismos. La única imagen verdadera de nosotros es la imagen que Dios ve. Para poder vernos a nosotros mismos a través de los ojos de Dios, es preciso un intenso estudio de Su Palabra. La palabra «buscar» indica la necesidad de 1
indagar dentro de nosotros mismos usando la «espada del Espíritu» (Efesios 6.17). Cuando nos comparamos con otras personas, obtenemos una imagen distorsionada, porque estamos usando modelos imperfectos. La Palabra de Dios nos compara con Jesús, el modelo perfecto de Dios. Esto es lo que dice: «Haya, pues, en vosotros este sentir que hubo también en Cristo Jesús» (Filipenses 2.5). Cuando fijamos nuestros ojos en Cristo y tratamos de hacer que nuestras vidas se parezcan a la Suya, estamos «mirando […] como en un espejo la gloria del Señor, [siendo] transformados de gloria en gloria en la misma imagen, como por el Espíritu del Señor» (2a Corintios 3.18). El segundo paso que lleva al arrepentimiento es «volverse a Jehová» (vers.o 40b). Por años, Dios envió hombres como Isaías y Jeremías para que les dijeran al pueblo que se volvieran a Él. Los israelitas no les dieron importancia a advertencias en el sentido de que ellos iban en dirección equivocada. ¡Negaban que se habían apartado del Señor, y consideraban que los profetas eran unos fanáticos desquiciados! No fue sino hasta que sufrieron las consecuencias de sus malos caminos, que reconocieron la necesidad de examinarse a sí mismos y de volverse a Dios. Volverse al Señor es la acción del arrepentimiento. A veces, seguir el camino hacia el progreso espiritual, significa hacer un giro y devolverse al punto en que la vida tomó un desvío. Satanás siempre está a la orilla del camino de la justicia, haciendo con artimañas que tomemos el desvío hacia lo más emocionante o hacia lo que mayor realización promete. Siempre sabe exactamente qué prometer para apelar a las necesidades que percibimos. A menudo tomamos el camino equivocado de buena fe, creyendo que es la dirección en que Dios quiere que vayamos. Satanás espera que vayamos en esa dirección lo suficientemente lejos para que no podamos devolvernos, aunque más adelante nos demos cuenta de nuestros errores. La única solución es volvernos al Señor. No importa el costo; éste no será tan alto como el costo de mantenerse en el desvío. En tercer lugar, para el arrepentimiento es preciso «levantar nuestros corazones y manos a Dios en los cielos» (vers.o 41). R. K. Harrison propuso que una lectura alterna puede resultar más exacta: «Levantemos nuestros corazones, no nuestras manos».1 Sus palabras dan a entender que 1 R. K. Harrison, Jeremiah and Lamentations (Jeremías y Lamentaciones), The Tyndale Old Testament Commentaries, gen. ed. D. J. Wiseman (Downers Grove, Ill.: InterVarsity Press, 1975), 228.
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el pueblo de Dios había estado cumpliendo con las formalidades del culto —probablemente el culto a otros dioses así como a Jehová— pero no lo estaban haciendo de corazón. Eran buenos para levantar las manos, cumpliendo con las formalidades requeridas y fingiendo lo que debían decir, pero no eran tan buenos para levantar sus corazones a Dios. El propio pueblo de Dios había estado levantando sus corazones y manos a otros dioses; ya era tiempo de que volvieran a levantar sus corazones y manos al verdadero Dios. Dios los había entregado en mano de naciones cuyos dioses ídolos ellos habían adorado, pero tales dioses fueron incapaces de ayudarles. Al final se dieron cuenta de ello. El volver los corazones y las manos a Dios insinúa tanto actitud como acción. Con nuestros corazones creemos (Romanos 10.10), y con nuestras manos servimos. ORAR Del mismo modo que Jesús enseñó a Sus discípulos a orar, dándoles un ejemplo (Mateo 6.9– 13), Jeremías instó al pueblo a orar, y les dio un ejemplo de cómo hacerlo: Nosotros nos hemos rebelado, y fuimos desleales; tú no perdonaste. Desplegaste la ira y nos perseguiste […] te cubriste de nube para que no pasase la oración nuestra; nos volviste en oprobio y abominación en medio de los pueblos. Todos nuestros enemigos abrieron contra nosotros su boca; temor y lazo fueron para nosotros, asolamiento y quebranto (3.42–47).
¿Cómo puede uno seguir el modelo señalado aquí? Primero, uno reconoce sus transgresiones y rebeldía (vers. o 42a). La renovación espiritual comienza con el reconocimiento de la inmundicia delante de Dios. Cuando Esdras llegó a darse cuenta de la rebeldía del pueblo, que estaba casándose y dándose en casamiento con las naciones que rodeaban a Judá, él cayó de rodillas, extendió sus manos delante de Dios y confesó los pecados del pueblo, a la vez que reconocía cuán bondadoso había sido el Señor con ellos (Esdras 9.5–15). Más adelante, Nehemías pronunció una oración parecida, reconociendo la sobrecogedora grandeza de Dios y confesando la corrupción del pueblo delante de Él (Nehemías 1.5–11). La oración eficaz reconoce que Dios es todo y que el hombre no es nada sin Dios. En segundo lugar, uno reconoce que su transgresión es la causa de haber sido apartado de Dios, y que Dios no ha perdonado su pecado (vers.o 42b). La ira de Dios persigue a los transgresores hasta
que ninguno quede en pie (vers.o 43). ¿Han sido obstruidas sus líneas de comunicación con el cielo, obstruidas como por una nube que le separa de Dios (vers.o 44)? ¿Hablan sus antiguos vecinos y amigos de usted, como si usted fuera basura (vers.os 45–46)? Cuando el pánico le sobrecoge y la ruina le sobreviene a uno, por causa del pecado (vers.o 47), la solución que tiene a mano es orar como nunca antes lo ha hecho. LLORAR Mientras Jeremías oraba, también lloraba. Esto es lo que decía: Ríos de aguas echan mis ojos por el quebrantamiento de la hija de mi pueblo. Mis ojos destilan y no cesan, porque no hay alivio hasta que Jehová mire y vea desde los cielos; mis ojos contristaron mi alma por todas las hijas de mi ciudad. Mis enemigos me dieron caza como a ave, sin haber por qué; ataron mi vida en cisterna, pusieron piedra sobre mí; aguas cubrieron mi cabeza; yo dije: Muerto soy (3.48– 54).
¡Llore cuando esté orando (vers.os 48–50)! Que no sean sus lágrimas las del que llora con el fin de obtener lo que desea. Dios no desea el lamento declamatorio de las plañideras, sino las lágrimas sinceras de aquel cuyo corazón está lleno de remordimiento por el pecado. Jeremías, el profeta llorón, llegó a ser un ejemplo a ser seguido por Judá. Sus ojos se inundaron de lágrimas por la destrucción del pueblo de Dios. No había cantidad suficiente de lágrimas lloradas por él que pudieran dar a entender cómo se sentía acerca de la devastación sufrida por Jerusalén. Éstas no eran solamente lágrimas de pesar por la destrucción que ellos sufrieron, sino una manifestación de dolor por la corrupción moral que había dado origen a la corrupción. ¿Qué es lo que hace que uno llore? La vida a veces se pone de cabeza, ¿verdad que sí? Lloramos por problemas pequeños que no deberían preocuparnos, y nos reímos de asuntos que deberían hacernos llorar. Nuestros pecados y los pecados del mundo deberían hacer que lloremos. Las lágrimas no deberían cesar sino hasta que Dios mire desde los cielos, vea nuestros corazones contritos y quebrantados y comience a traer sanidad a nuestras almas enfermas. «La justicia engrandece a la nación; mas el pecado es afrenta de las naciones» (Proverbios 14.34). Cuando el pueblo de una nación llega a ser tan arrogante que creen que pueden elegir sus propios dioses y hacer lo que les da la gana, tal
nación se encuentra en problemas con Dios. No se debe confundir la libertad con el privilegio de hacer lo que a uno le da la gana; jamás ha tenido este significado la libertad. Uno es verdaderamente libre cuando puede elegir hacer lo bueno. Las decisiones arbitrarias en cuanto a qué es lo bueno dan como resultado una pérdida de libertad, porque el criterio humano para juzgar esto, es egoísta, y está sesgado por los prejuicios personales. La justicia consiste en buscar los caminos de Dios y vivir en ellos. Nuestros esfuerzos humanos por andar con Dios son imperfectos, pero Dios puede actuar en la nación y exaltar a la nación cuyo propósito es buscar Su rostro. La tristeza que es según Dios produce dolor que limpia y purifica el alma (vers.o 51). Si el remordimiento es producido por lo que los ojos contemplan, entonces las lágrimas de remordimiento que producen los ojos, podrán tener un efecto purificador en el alma. El sufrimiento del alma es revelado y a la vez reflejado por los ojos. Los ojos pueden revelar la fría dureza de la impenitencia, o el tierno sentir del remordimiento y del arrepentimiento. El corazón tierno, quebrantado por la culpa y la carga del pecado, puede ser sanado por Dios. El remordimiento puede hacernos entrar en razón. El pecado tiene la habilidad de oscurecer la realidad; puede sacarnos del mundo real, y crear un mundo de fantasía. En estos versículos, Jeremías reveló la verdadera situación del alma manchada de pecado. En el versículo 52, se lamentó de que sus enemigos le dieron caza como a ave, aunque no tenían razón para odiarlo. Es aparente que se estaba refiriendo a su propia situación. Jeremías no era la causa de lo que había sucedido a Judá y a Jerusalén. Les dijo la verdad. Trató de salvar sus vidas, pero ellos eligieron deshacerse del mensajero, en lugar de obedecer el mensaje. Les recordó la manera como lo trataron a él y les mostró cómo manejó la situación: invocó a Dios. Si la nación volvía en sí, reconocía sus errores y se volvía a Dios, el pueblo hallaría alivio de su remordimiento. La nación había tratado a Jeremías injustamente, pero Dios tenía causa justa para destruir a Judá. La experiencia del profeta en la cisterna vacía (Jeremías 38.6–13) pudo haber dado origen a las analogías usadas en los versículos 53 y 54, pero estos versículos también describen simbólicamente la profundidad de la aflicción que la nación entera sufría. La muerte que por poco sufre Judá, es descrita gráficamente en las imágenes de alguien que es arrojado a una cisterna o en un sepulcro 3
cubierto con una piedra. Podemos imaginar a un cementerio con sepulcros marcados por lápidas, o imaginar la situación de alguien a punto de ahogarse que describe el agua cubriendo la cabeza y la sensación de hundimiento, la sensación de que va a perder la vida. Las palabras de Jeremías describen con exactitud las consecuencias del pecado. En otros pasajes de las Escrituras, a las consecuencias del pecado se les describen en términos de «muerte» (Romanos 6.23) y de «separación» entre Dios y el pecador (Isaías 59.2). El profeta estaba instando a los sobrevivientes de la destrucción a mostrar remordimiento sincero por su comportamiento. Les ayudó a entender cuál era su situación y cómo estaba su relación con Dios. En Lucas 15.11–24, Jesús contó la parábola del hijo que tomó su parte de la herencia que le correspondía, se fue a una provincia apartada y vivió en placeres pecaminosos, hasta que su dinero se le acabó. No fue sino hasta que se vio hundido en el lodo del pecado, trabajando como apacentador de cerdos, que entró en razón. No fue sino hasta entonces que se dio cuenta de lo que había hecho, y deseó volver a casa. Estando dispuesto a reconocer que pecó, y que ya no era digno de ser llamado hijo de su padre, empezó a andar el camino a casa para servir como uno de los jornaleros de los campos de su padre. Cuando su padre lo vio venir, corrió a encontrarse con él, lo abrazó, le cubrió con ropas limpias su cuerpo y le puso un anillo en su dedo. El padre anunció a todo el mundo el gozo que le producía el hecho de que su hijo que estaba perdido, había vuelto a casa. Planeó un banquete para celebrar. Este padre representa a Dios, que está siempre dispuesto a perdonar y a recibir a sus hijos e hijas perdidos, cuando ellos vuelven a casa. REFÚGIESE EN LA MISERICORDIA DE DIOS Después, Jeremías apeló a la misericordia de Dios: Invoqué tu nombre, oh Jehová, desde la cárcel profunda; oíste mi voz; no escondas tu oído al clamor de mis suspiros. Te acercaste el día que te invoqué; dijiste: No temas. Abogaste, Señor, la causa de mi alma; redimiste mi vida. Tú has visto, oh Jehová, mi agravio; defiende mi causa. Has visto toda su venganza, todos sus pensamientos contra mí. Has oído el oprobio de ellos, oh Jehová, todas sus maquinaciones contra mí; los dichos de los que contra mí se levantaron, y su designio contra mí todo el día. Su sentarse y su levantarse mira; yo soy su canción. Dales el pago, oh Jehová, según la obra de sus manos. Entrégalos al endurecimiento de corazón; tu maldición caiga sobre ellos. Persíguelos en tu furor, y quebrántalos de debajo de los cielos, oh Jehová (3.55–66).
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No importa cuán deprimido se encuentre uno, Dios siempre podrá oír sus oraciones (vers.os 55–56). Esto es la buena nueva. A veces es necesario oír la mala nueva para poder aceptar la buena nueva. La mala nueva es que el pecado puede sumirnos en las profundidades de la desesperanza, en el fondo del pozo de la inmundicia. Del fondo de ese pozo sale el clamor de los penitentes, y Dios oye ese clamor. Dios oyó a Jonás clamando desde el interior del vientre de un pez que estaba en las profundidades del mar (Jonás 2.2). En uno de los cánticos graduales, Israel pidió a Dios que le oyera, con las siguientes palabras: «De lo profundo, oh Jehová, a ti clamo» (Salmos 130.1). ¡Dios oye los clamores de Sus hijos! Él no va a apartar Su oído de los llamados de auxilio que ellos hagan. ¡Esta es la buena nueva! Dios se acercará y calmará sus temores (vers.o 57). ¿Qué otra cosa podrá ser más espantosa que estar en el fondo de un profundo pozo con una pesada tapa sobre la parte superior? Hay una situación peor que ésta: la del que se encuentra en el fondo del pozo de la corrupción moral y espiritual con el montón de sus propios pecados acumulados sobre él. El pozo de pecado en el que hayamos caído no puede ser tan profundo, ni el montón tan grande, que Dios no pueda oírnos ni socorrernos. El poder y el amor de Dios se demuestran en el hecho de que allí donde el pecado abunda, la gracia sobreabunda (Romanos 5.20). Jesús viene andando sobre los mares tempestuosos de nuestras tormentosas vidas, clamando: «¡Tened ánimo; yo soy, no temáis!» (Marcos 6.50b). Sabiendo que uno es culpable, Cristo se convierte en su abogado y redentor (vers.o 58). Imagínese una escena de tribunal: Usted es culpable, y lo sabe; su defensor lo sabe. Lo único que puede hacer es confesarse culpable y refugiarse en la misericordia del tribunal de justicia —a menos que su defensor haya pagado ya su sentencia y liberado su nombre de todos los cargos. Sólo hay un defensor que alguna vez hizo esto: Hijitos míos, estas cosas os escribo para que no pequéis; y si alguno hubiere pecado, abogado tenemos para con el Padre, a Jesucristo el justo. Y él es la propiciación por nuestros pecados; y no solamente por los nuestros, sino también por los de todo el mundo (1era Juan 2.1–2).
Debido a que Cristo le ha redimido a usted para Él, al dar él la paga que merece el pecado suyo, Él puede ahora ser su abogado defensor. Por lo tanto, usted no es dueño de sí mismo, «porque usted ha sido comprado por precio […]» (1era Corintios 6.19–20; NASB).
Él le vengará delante de sus enemigos (vers.os 59–66). Jeremías sabía por qué Dios ya había permitido que Judá fuera llevada cautiva a Babilonia. También sabía que un día, Dios vengaría a Su pueblo. Ya él sabía cuánto tiempo transcurriría para que Dios hiciera esto. Esto fue lo que escribió en Jeremías 25.11–12: Toda esta tierra será puesta en ruinas y en espanto; y servirán estas naciones al rey de Babilonia setenta años. Y cuando sean cumplidos los setenta años, castigaré al rey de Babilonia y a aquella nación por su maldad, ha dicho Jehová […].
Exactamente setenta años después, Babilonia fue destronada por el Imperio Persa. El rey Ciro de Persia dictó un decreto autorizando el regreso del pueblo de Judá a su tierra natal, donde podrían por fin reconstruir su nación y restaurar la adoración a Dios. En Esdras 1.1 dice que esto se hizo «para que se cumpliese la palabra de Jehová por boca de Jeremías». Con este conocimiento anticipado, Jeremías describió la opresión que sufriría Judá a mano de sus enemigos. Sabía que Dios había visto las maquinaciones de éstos, y había oído los dichos y designios de ellos así como sus canciones de burla. Jeremías y Judá eran los temas de las canciones que sus enemigos cantaban en las calles. Jeremías sabía que Dios les retribuiría según sus obras, por causa de Su justa naturaleza. En los últimos dos versículos, él pidió a Dios que les hiciera lo que él ya sabía que Dios haría. Deseaba que el pueblo supiera que Dios se encargaría de los babilonios a
su debido tiempo. Es tranquilizante saber que no tenemos que vengarnos de los que nos han hecho mal. El deseo humano de tomar represalias —el deseo de hacer con otros como han hecho con nosotros, o peor que ello— tan sólo sirve para intensificar el conflicto. Si ponemos en las manos de Dios el trato injusto que recibamos, Él podrá manejarlo y lo manejará muchísimo mejor de lo que nosotros podríamos. Puede que no lo haga cuando nosotros deseamos que lo haga, pero se encargará de ello de un modo justo e imparcial. Esta es la razón por la que Pablo enseñó a los romanos, citando de Deuteronomio 32.35, lo siguiente: «No os venguéis vosotros mismos, amados míos, sino dejad lugar a la ira de Dios; porque escrito está: Mía es la venganza, yo pagaré, dice el Señor» (Romanos 12.19).
¿En qué consiste el mensaje? Existe una manera de hacer que Dios escuche: Dios nos escucha cuando nosotros lo escuchamos a Él. Cuando Dios se le apareció a Salomón, después de la dedicación del templo, Él le aseguró a Salomón que sus oraciones habían sido oídas. Entre las enseñanzas que le dio Dios a Salomón, estaba cómo se puede hacer que Él escuche cada vez que le hablemos. Dios dijo: «[…] si se humillare mi pueblo, sobre el cual mi nombre es invocado, y oraren, y buscaren mi rostro, y se convirtieren de sus malos caminos; entonces yo oiré desde los cielos, y perdonaré sus pecados, y sanaré la tierra» (2o Crónicas 7.14).
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