LOMA NEGRA DERECHOS RESERVADOS DEL AUTOR

LOMA NEGRA DERECHOS RESERVADOS DEL AUTOR© Sinopsis Salvador Armero fue un campesino terrateniente, nacido en el inicio del siglo diecinueve, testig

1 downloads 95 Views 184KB Size

Recommend Stories


Derechos de Autor reservados para
Derechos de Autor reservados para “www.AtraeLoQueQuierasATuVida.com” INTRODUCCION Hola, soy Camilo A Gutiérrez Rojas Creador del Programa de Entrena

CONTENIDO. Derechos reservados REXCEL. Derechos reservados REXCEL
CONTENIDO Laminados Decorativos....... Corte.................................... Pegado.................................. Perfilado...................

Todos los Derechos Reservados
L A M U E R T E D E W A L L E N S T E I N S C H I L L E R Todos los Derechos Reservados SCHILLER PERSONAJES WALLENSTEIN. OCTAVIO PICCOLOMINI. MAX

Derechos reservados Aptus Chile
do es er va sr ho ec De r sC pt u sA hi le 4º Básico Unidad Nº 1: Actividad 1 sC “La plapla” hi le Comprensión de Lectura: “La

Derechos reservados Aptus Chile
do sA va er os re s re ch De us C pt hi le do sA va er os re s re ch De us C pt hi le do sA va er os re s re ch De 4 us C

Story Transcript

LOMA NEGRA

DERECHOS RESERVADOS DEL AUTOR©

Sinopsis Salvador Armero fue un campesino terrateniente, nacido en el inicio del siglo diecinueve, testigo directo e ingenuo benefactor de los primeros pasos del narcotráfico en Colombia, dueño de un temperamento agresivo que exteriorizaba ante su familia con el único propósito de hacerse respetar. Siempre mantuvo y creyó en su propia filosofía: “Sumir en el trabajo a cada uno de los integrantes de la familia y alejarlos de los malos pensamientos y del mundo exterior”, para mantener sus decisiones sin ser refutadas. Sus hijos eran esclavos sobreprotegidos con el lema “trabajar para ganarse la vida”. Consideraba que el estudio era para los holgazanes, porque para sobrevivir no se necesitaba educación y que, al pasar el tiempo, sólo comería quien con sapiencia labrara la madre tierra. La palabra comprometida de Salvador era un sello que no necesitaba ser registrado y su espíritu altruista sobresalió ante sus coterráneos y los más humildes de su región, sin pensar en reciprocidades. La familia era sagrada para él, al primero que intentó alterar el mundo sumiso de sus días, encontró la muerte sin tener derecho a ser escuchado ni a pedir perdón. Su ambición por convertirse en un latifundista le hizo abandonar de momento a sus protegidos; fue su gran error y, por ende, el comienzo del final de su existencia. Sintió en carne propia la afrenta más grande que en aquella época se le pudiese causar a un reconocido y respetado padre, que se marchara de la casa una hija a escondidas, con un hombre. Su adolescente hija mayor siempre acató sus órdenes, pero el amor tocó la

ventana de su corazón y despertó un volcán dormido que hizo erupción para darle inicio a una vida diferente, al lado del ser que amaba. Salvador bendecía a sus hijos en el siempre tenso instante de su llegada, con tres palabras: “¡Yo los bendigo!”. Maldijo a su hija cuando escapó y su primer nieto nació como él lo deseó en el momento de maldecirla: “¡No tendrás hijos sino fenómenos!”. Su compañero fiel e íntimo amigo fue el revólver, pero cuando más lo necesitó, se olvidó de él. Decrépito y convencido de que su vida ya no tenía ningún valor, intentó suicidarse dos veces. Terminó los días alejados de los amigos más cercanos, porque no les permitió que lo viesen en ese estado. No creía en Dios, pero después del último intento de suicidio, algo le hizo reaccionar para cambiar de opinión y decir de manera contundente antes de morir, en la premonitoria mañana del 19 de abril de 1948: “Ahora sí creo que hay un Dios que nos manda y nos gobierna”.

LOMA NEGRA CAPÍTULO UNO El amanecer sereno y límpido siente sobre su cintura la humedad del verde aire fresco que lo envuelve, dejándole una sensación azul celeste de alivio y sosiego en este floreciente lugar de vida infinita, donde los árboles, desde el menor hasta el mayor, son poseídos por la sensualidad del enamorado viento que lentamente los adormece y los envuelve en este maravilloso juego de naturaleza. Bailan su propio ballet sin levantar sus dedos. En medio de esta felicidad colectiva se aman. El melodioso viento lanza gemidos de hermandad, aquí no hay ningún cedro soberbio por ser más corpulento, tampoco el complejo del enano de pequeños frutos rojos, ni el desencanto del eucalipto en senectud que pronto morirá y piensa, sabe y siente que aunque pierda el último de sus miembros, la última gota de savia que se extinga de sus delgadas venas le permitirá morir de pie. Los lecheros fuertes y elegantes captan el pensamiento del abuelo y con venias repetidas lo hacen entender: “No te preocupes, venerable anciano, que ya cumpliste como lo dice nuestra Constitución, lo importante es que no morirás famélico, buen abuelo”. El abuelo observa con la mirada sabia de sus mil ojos, un hermoso halcón gris atenazando con sus garras el

brazo de uno de sus nietos; el ave no está sola disfrutando del arreglo y acomodo de su traje, abajo, decenas de armadillos desfilan en círculo sacando y escondiendo sus cabezas entre sus conchas protectoras, levantan las manos para que el viento se adormezca sobre sus endurecidos pechos, muy cerca se encuentra uno superior a todos en contextura; no hace ningún movimiento, su grave mirada se limita a observar de soslayo a sus hermanos que danzan para él; le preocupa más el entorno fuera de su familia, que el homenaje que le rinde su especie. Observa fijamente cómo camina un mediano perro negro que estrella su mirada sobre su concha protectora, es el perro de la Mona Emilia. Entiende que es demasiado grande para retarlo y continúa su camino hacia el arroyo. Por lo pronto, Belisaurio sólo desea tomar agua para no entrar en guerra con el armadillo de la mancha blanca y redonda plasmada sobre su pecho. En el arroyo, los azulejos y los liberales cantan como pocas veces, aferrados a las ramas de un cedro rosado. El viento sopla más fuerte. Súbitamente dejan de cantar, su tono es el pío, pío, de expectativa, cuando descubren sus diáfanas miradas un matrimonio de adolescentes serpientes corales que se aproxima al arroyo; su presencia provoca la estampida de un potrillo blanco que veloz va en busca de la protección de su madre, que, serena, en un brazo del arroyo ve pasar las alquitranadas nubes en bandadas y cómo miran las cristalinas y afrodisiacas aguas del arroyo claudicar bajo

la sombra de los nacederos y helechos gigantes que enseñan sus siluetas sonrientes, como mudas orquídeas en su soledad; el aire esta preñado por la frescura del arroyo, sus gemidos al correr parecen risas ligeras que se alejan como mirlas felices al ver el sol guiñándoles el ojo, mirando el presente del alma y el recuerdo de todo, mesclado con el fuego del encanto de la vida y la felicidad misteriosa de no ver violado este paraíso que contempla el ocultamiento de una enrojecida luz, con las mismas ansias de un nuevo día que aparecerá y así seguir viviendo felices en esta casa sin techo, sin paredes y sin puertas, al amparo de la gracia divina. Sopla más fuerte, de la cresta de un almendro sobresale la corona de un pequeño gorrión de ojos desorbitados; lo vemos al lado de su hermana que no tiene vestido, en un maltrecho nido de residuos de helecho seco. Desesperados, lanzan gritos de auxilio. Lentamente callan; sus sutiles cuerpos experimentan una de las ocho maravillas del mundo, la tranquilidad; llegan sus padres, pálidos, hirsutos, desesperados los besan, los abrazan, lágrimas de alegría se desvanecen en su escaso plumaje; tejen nuevamente las paredes dañadas de la casa de sus primogénitos, extienden sus alas sobre la dulzura de sus hijos y pipían una canción cerrando los ojos, para abrirlos al llegar el alba con el canto de los vecinos, que los verán con un traje mucho más amplio y colorido.

El tiempo cambia, el viento parece detenerse tenso, el cielo está inquieto, se cubre de nubes grises que vienen y se van, se abrazan formando torbellinos que semejan dragones gigantes que se desvanecen dejando una mancha oscura y espesa, como cientos de canecas de petróleo crudo derramadas en uno de nuestros ríos, ante el mutismo y la desolación de los que allí viven, por la incuria de los seres inteligentes. Llega la última hora del atardecer con truenos acompañados de descargas eléctricas, que intimidan a muchos de los seres que habitan esta vereda en la falda de una grandiosa montaña de riscos ancianos y místico silencio. Vemos algo más de una treintena de casas, distantes entre sí hasta una décima de kilómetro: se llama Loma Negra. Al norte, al sur y al oriente tiene montañas. Al occidente, cinco kilómetros bajando, se divisan cientos de viviendas con techos de cinc, teja de barro o madera, en un pueblo de más de doce mil habitantes llamado San Francisco. La noche se presenta, el granizo y la lluvia hacen refugiar a los transeúntes de este terruño. La quinta casa de Loma Negra es extremadamente grande, construida en ele, sus puertas labradas en fino cedro negro, igual que las tablas de las paredes de más de cincuenta centímetros cada una; el piso y las tres ventanas son del mismo material; y el techo sostenido por gruesas vigas de pino es de pura astilla de nogal.

La casa descansa sobre una veintena de piedras aplomadas, perfectamente acomodadas. Faltan pocos minutos para las siete de la noche. Llueve torrencialmente en Loma Negra. En el desván de barandas de un metro de altura se aprecia una luz amarillenta desprendida por una lámpara a gasolina que ilumina el interior; en un extremo del mismo, que también se utiliza como comedor, una mesa rectangular de grandes dimensiones cubierta por un mantel rojo de plástico, adornada con flores en el centro y los extremos. No hay ninguna de color azul. Todas sus alcobas son independientes; el último cuarto tiene dos ventanas, una en el interior y otra hacia el camino real. La oscura y misteriosa noche extiende su manto gélido para que nadie la observe. La casa no está sola. En la cocina, sentadas en una larga banca de madera burda, hay cinco personas: tres niños de diez, doce y trece años, y dos niñas de catorce y quince años. Impacientes, se estrechan entre sí cuando arrecia la tempestad. Ajena por completo, como si no escuchara nada, vemos a la madre de estas criaturas, de treinta y cinco años colombianos (veinti cinco argentinos), cuya estatura no supera el metro con sesenta y cinco centímetros; su piel blanca enseña

unos ojos claros que hacen juego con el color castaño de su frondosa cabellera que acaricia sus aplanados glúteos. Asegura su cabello a la altura de su cuello con una tira de franela roja. Es delgada, pero cada uno de sus movimientos muestra vigor y agilidad; sus grandes ojos de mirada firme descansan bajo la sombra de unas cejas pobladas que sobresalen en un rostro ácido, adornado de un gigantesco lunar ígneo carnoso en el centro de su mejilla izquierda. Se llama Mercedes. Sin mirar a sus hijos, deja escuchar su endurecida voz de militar, motivando a los tímidos campesinos aspirantes a reclutas para que se despojen de sus ropas a la hora del examen físico. Hace incorporar a su hija mayor y le ordena preparar café para su padre, en la hornilla de barro y adobe, que nos deja escuchar la dulce melodía de una llama que sonríe en los carbones de leña de guayabo. Se escuchan los pasos acelerados de un brioso corcel invadiendo el interior de la amplia vivienda. Todos los adolescentes exclaman casi en coro: — ¡Llegó mi papacito! Se acomodan en el desván para ver la figura de un hombre que se apea con prontitud. Acerca el empapado e inquieto animal hasta el alar y salta la baranda con gran agilidad. Con seño fruncido mira la entrada de la cocina decorada con hollín en la parte superior. Llegan sus cinco hijos hasta él, se arrodillan como cualquier

beato mirando dos trozos de madera atravesados y, con las manos unidas, le dicen al unísono:

derecha de trémulos dedos, una humeante tasa esmaltada, inundada de aromático café:

— La bendición, papacito.

— Tome, papacito

Con tono áspero les responde, despectivamente:

— dice la cándida ninfa tímidamente.

— ¡Yo los bendigo!

— Salvador la recibe mirándola a los ojos.

Seguidamente, le quitan el empapado sombrero de paño negro y sus enlodadas botas de cuero que le llegan a las rodillas. Es un hombre fornido, de estatura media, blanco, luce un corte de cabello miliciano que deja descubiertas sus grandes orejas muy cerca a sus negros ojos de parpados rasgados. La entrada de sus fosas nasales las cubre un espeso mostacho negro que oculta el labio superior. Su dentadura con seis dientes de oro al frente demuestra poderío entre los habitantes de esta privilegiada partícula de tierra. En su cintura sobresale su inseparable amigo, un revólver 38 largo, compañero inseparable de este hombre llamado Salvador Armero, de cuarenta y dos años colombianos y un metro con sesenta y ocho centímetros de estatura. Aparentemente, Salvador disfruta de las últimas gotas de agua que bañan su propiedad, mirándolas sentado desde un tronco perfectamente cortado, que le sirve de butaca. Aparece Ester, afanado, en su mano

— Ester siente temor. Antes de creer que es su padre el que la observa, piensa que es un miembro de la Santa Inquisición que quiere condenarla a morir en la hoguera, por haberse limpiado los glúteos con unas páginas del Antiguo Testamento, abandonadas en la plaza de mercado de San Francisco. Un escalofrío navega por toda la virginidad de su cuerpo, al instante de girar su cabeza tratando de mirar el caballo, para evadir esta mirada que siente como la ponzoña de un alacrán. En un extremo de la vivienda, Carmelita, la hija menor, se olvida de la pertinaz lluvia y sin abrigarse baja la silla del caballo de su padre con gran esfuerzo. El vendaval amaina. La tranquilidad después de la tormenta invita a los presentes al recogimiento en medio de la sabia naturaleza; el canto de los grillos en el vergel llega hasta los oídos de Salvador, que recuesta su voluminosa espalda en las tablas de la pared; de uno de

los bolsillos delanteros de su camisa saca un tabaco, mientras detiene su mirada sobre la lámpara a cuyo alrededor decenas de libélulas practican un rito muy particular en torno de la caperuza; de la secreta del pantalón extrae un encendedor rojo y prende el puro; aspira y expulsa el humo tratando de alcanzar los insectos con el apestoso olor del tabaco, cuyo sabor amargo sólo sus entrañas y dientes áureos son capaces de resistir. Súbitamente, sus fulgentes incisivos aprisionan el tabaco y se levanta del banco, como político al recibir la no aprobación de un contrato, y deja escuchar el desafío en su voz: — ¿Lucas, hizo lo que le ordene? Como un sumiso relámpago aparece Lucas, el tercero de sus hijos, con trece verdades a cuestas; tiene puestas botas pantaneras de caucho y pantalones cortos sin bolsillos. Atiende el llamado de su padre, mirando las huellas que deja el paso de los años sobre el piso enmaderado. Con el rostro empapado de humildad, levanta la visera de su roja cachucha y responde: — Sí, papacito, ya lo hice — e inclina la cabeza ante el padre, que le mira con desdén —. Marcos y Juan cumplieron sus obligaciones. En el umbral de la puerta de la cocina, se encuentra un niño de la misma estatura de Lucas; es un año menor, lleva puesto un sombrero de paja cuyos bordes

han sido deshilachados por las manos justicieras e implacables del paso de las horas; su semblante es idéntico al de su hermano, pero su mirada es dura como la de su padre. Responde como si tuviera vinagre en la punta de su lengua: — Sí, papacito, ya lo hice. Salvador siente que sus órdenes han sido cumplidas al pie de la letra. Experimenta el orgullo de ser padre cada vez que sus decisiones se cumplen a cabalidad. Durante dieciséis años de unión libre con Mercedes, no recuerda la menor queja de sus hijos, tampoco de su mujer; esto le hace creer que es un auténtico modelo de padre y jefe de hogar. Se acerca a la baranda hipnotizado por el voluble firmamento que se despeja sin prisa alguna, aparecen coquetas estrellas iluminando el amplio sendero que disfrutan decenas de luciérnagas dibujando grandes círculos, ascensos y descensos vertiginosos con todas sus baterías conectadas para el reconocimiento de sus rutas; una pierde el control e impacta la frente de Salvador, haciéndolo escapar del encanto del tenue titilar de los luceros. Vuelve y piensa en sus protegidos. Considera que el éxito en su hogar se debe a la forma como lo guía, sin dejarles el menor tiempo disponible para que piensen en algo indebido. Al final concluye: “En los países donde más se hace trabajar, hay menos

rebelión”. Al instante, alguien muy adentro le grita con voz de capataz: “¡Tus hijos están desocupados!”. Sus pasos lo conducen al cuarto más cercano; vemos varios empaques con café seco y una pila del mismo sobre el piso, entonces estremece la madera de su casa con las vibraciones de su voz de toro reproductor en celo: — ¡Marcos, Lucas y los desocupados! ¡Necesito este café escogido! — Sí, papacito —responden todos. En esta vivienda jamás se ha visto un reloj de pared o algo similar. Son las ocho de la gélida noche, la anuncia el moderno transistor rojo de tres bandas, propiedad de Salvador. Los tres hermanos inician la tarea sentados en las heladas tablas del piso. Salvador descansa en su cuarto; vive solo, una amplia cama de pino al lado de una pequeña mesa donde reposa un candelero de barro, la escopeta calibre 28 estilo fusil, el transistor rectangular de cuatro baterías redondas y grandes. Está tumbado sobre el antiguo tálamo que aún conserva el olor de las lágrimas y el sabor del sudor de sus voces tiernas en medio de agitados respiros, en la tibia noche de luna llena de Salvador y la umbría alba de Mercedes al sentirse desflorada. En la cocina, Ester y Carmelita se apresuran para terminar las últimas labores de la jornada. Son las diez de la noche.

Salvador está dormido, pero reacciona al sentir los pasos de sus hijas que entran en sus dormitorios; se incorpora mirando a los varones, bañados por la luz amarillenta de la lámpara, escogiendo la pasilla del café, en medio del cabeceo constante de jubilado leyendo noticias políticas: — ¡Es hora de acostarse! —exclama Salvador. La mitad de la noche cierra sus ojos por el intenso frío. Bajo el tablado del piso se escucha el ladrido lánguido de Pandolfi, un perro albo de ojos grises, corpulento, que con una leve mueca atemoriza a sus contrincantes. Las tres de la helada madrugada, los gallos la anuncian, la calientan y la celebran. Se avecina una jornada de rutina en Loma Negra, especialmente en casa de Salvador.

Continua Capitulo dos Para adquirir el libro completo Ingrese a www.camilotijera.com

CAMILOTIJERA©LOMANEGRA

Get in touch

Social

© Copyright 2013 - 2024 MYDOKUMENT.COM - All rights reserved.