Los habitantes del abismo

Mario Halley Mora Los habitantes del abismo 2003 - Reservados todos los derechos Permitido el uso sin fines comerciales Mario Halley Mora Los hab

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Mario Halley Mora

Los habitantes del abismo

2003 - Reservados todos los derechos Permitido el uso sin fines comerciales

Mario Halley Mora

Los habitantes del abismo Exordio En el virtual espacio (si existiere) entre el «realismo mágico» (Arturo Uslar Pietri) y lo «real maravilloso» (Abel Posse), se instalan estas narraciones de Mario Halley Mora. Esto responde más que a una adscripción a modas o escuelas contemporáneas, a la filiación de un impulso intelectual que intenta salvar (con todos los riesgos), la frontera potencial que delimita la imaginación de la fantasía. Es cierto que es muy sutil, convencional y hasta arbitrario diferenciarlas, y que ello obedece fundamentalmente a las respuestas que se den a ópticas filosóficas o teorías estéticas afines, pero si la fantasía es el último tramo de la imaginación y si se la puede connaturalizar con el sueño antes que con los resultados de las representaciones sensoriales y la memoria reproductiva, ella es el ámbito genuino de este libro. Wolfgang Kayser, llamaría a esto «actitud narrativa», por cuanto la misma deviene de la «relación del narrador con el público y con la materia» (objetividad). Y porque ello establece el vínculo esencial con el estilo de la obra. Pero se caería en un error si se pensara que «pivotear» la fantasía, en una narración, confina a ésta, ineluctablemente, a los dominios claramente circunscriptos de la «literatura fantástica», en sus diversas modalidades. Lo que el narrador paraguayo pretende es la comprehensión empática de realidades fantásticas y no la mera aprehensión de fantásticas irrealidades. Decía Aldo Pellegrini que: «La realidad y el hombre son dos procesos que transcurren paralelos y parecen destinados a no encontrarse jamás». J. B. Vico, podría explicar esta aguda observación, como consecuencia de la imprecisión de lo real, que para el pensador napolitano «es justamente todo lo contrario de lo claro y lo distinto». Buscar un punto de coincidencia, parece ser la empresa, unas veces, prometeica, otras veces epimeteica de este libro. Los hitos que enmarcan el recorrido de estas ficciones pueden ser nítidamente enumerados así: lo real mágico, lo mágico real, lo «real maravilloso». Mas el objetivo de Halley Mora no es referencial (la naturaleza, el medio, el hábitat) sino central: el hombre real, que no es precisamente el hombre «normal», ya que como señaló C. G. Jung, corrientemente, este está concebido como hombre «propiamente ideal».

Además Halley Mora percibe con lucidez que el destino no procede «humanamente». Por lo contrario, despliega una conducta irracional e incongruente. Y cuando el destino humano desborda sus propios cauces, su energía inmanente «se estanca y se vuelve destructiva». Esta es la clase de seres que visualiza el narrador paraguayo, que no se conforma con la imagen superficial que estos proyectan, porque la seguridad aparente referida al comer y el dormir, esconde una dimensión acallada, pero no por ello menos feroz, de ambiciones frustradas, apetencias insaciadas y rebeldías contenidas. Poner en la lupa sus causas, formas y efectos, inventariar sus modos, sus tipos, sus géneros, son los cometidos del narrador. «Los habitantes del abismo», es una obra que enfoca más que «todo lo de siempre», «todo lo de nunca» de la realidad paraguaya, es decir, que da cabida a lo que se supone y por eso no se dice, a lo que se imagina y por eso se descuenta. Sólo que el «descontar»de Halley Mora, no es la asunción displicente y pasiva de un asentimiento tácito, sino un intento serio de acendrar la realidad que emerge de la resta de la realidad vivida menos la realidad no vivida, que el autor certeramente, la intuye no menos viviente por ello. «Descontar», también, supone una «decomposición» del lenguaje, una inversión del flujo narrativo, un imperativo comienzo por lo último, un tratamiento «sincrónico» de la materia, que explique por su estructura los procesos de cambio histórico-temporales que la precedieron y no a la inversa. El «abismo» es precisamente en esta narración el sitio donde no existe el «tiempo histórico», donde sigue imperando la cronología de los ritmos de la naturaleza, pero donde, por otra parte, el espacio se transforma y con él, inexorablemente la substancia de la realidad, con la irremediable tensión que ello apareja para la conciencia de los que viven los términos de la contradicción («los habitantes»). La lucha absurda por querer transformar el espacio y sus elementos y querer, sin embargo y contrariamente, detener el tiempo, es la clave angustiante de este cuento, que marca el ritmo de los demás. Pero esta clave no está abordada metafísicamente, sino a través de sus expresiones y símbolos sociales, culturales y políticos. El contrasentido de instituciones obsoletas, las ritualizaciones contraculturales, las prácticas y costumbres subcivilizadas aparecen denunciadas en el discurso narrativo, no ideológica sino moralmente, no programática sino histriónicamente, no racional sino estéticamente. No está, por ello, la obra construida sobre la lógica sino sobre los sueños. Su textura, consecuentemente, en su mayor parte, es paradojal, tiene la calidad irracional del anticuento. En la cuentística de este narrador, es esta obra, su aportación más significativa, más honda, más original. Pero lejos de cerrar un ciclo narrativo, ofrece, más bien, la impresión de abrir otro, como si toda su obra fuera una red expandida de vasos comunicantes, que no se ocluyen nunca, sino que multiplica sus contactos, funda nuevos parentescos, e incorpora nuevos valores. Hecho, por lo demás, harto explicable en un autor de la talla de Halley Mora, que ha encarado su vasta obra como un «proceso» a la realidad paraguaya, con las

falencias propias a esta clase de trámite, pero, también, con hallazgos de piezas excepcionales, que no le son ajenas, y que resultan indispensables e insustituibles en la compulsa histórico-cultural de un pueblo. Padre de su propia obra, tanto como hijo de la misma, Mario Halley Mora, es uno de los escritores más representativos del Paraguay contemporáneo. Roque Vallejos

Los habitantes del abismo Hubo cierta conmoción cuando con el camión que aparecía periódicamente -la última vez, seis meses antes- llegó la nota con la firma del Presidente del Directorio autorizando el traslado a Asunción de don Nicanor Pérez. En realidad, no era un traslado lo que se había resuelto, sino sucedió que allá en la Casa Matriz alguien había recordado que don Nicanor ya tenía como 81 años, y cerca de sesenta como empleado de la firma. Bien podía ser que le esperara una jubilación de sueldo completo, y una fiestecita de despedida, y el obsequio de un reloj de oro, una máquina de lujo de medir el tiempo, que a los 81 años sirve para nada. Para más, y para irritación de todos, don Nicanor se negaba a marcharse. Nadie podía rechazar una resolución sacrosanta de la Casa Matriz. De la Casa Matriz, nada menos. Y no sería aquel viejo arrugado y caprichoso y senil quien pudiera interferir la armoniosa maquinaria, aceitada con obediencia y espíritu empresarial. -Es que no tengo dónde ir... -se quejaba. -Tus parientes... -Me habrán olvidado, o ya no están. Hace más de cincuenta años que estoy aquí. Soy de aquí. Soy de aquí. Soy esto. -Y abarcaba con la mirada las polvorientas oficinas, los depósitos de mercaderías, los inacabables mostradores delante de las inclinadas estanterías. -Con la Firma no se discute -le decían. Y no era una sola voz, sino un coro de voces, donde se distinguía la voz ronca de don Anselmo, Gerente de Sucursal. La voz tabacal de don Narciso, Contador General, y la voz del Jefe de Depósitos, y otras voces atornilladas a la Firma. -¡Soy Jefe del Depósito A! -se defendía don Nicanor.- ¿Quién cuidará del Depósito A? ¿Quién va a hacer el inventario mensual, en triplicado? ¿Quién, quién, quién? Entonces todos se azoraban. No habían pensado en ello. ¿Qué sería del Depósito A sin el control responsable de un Jefe que hiciera mensualmente un inventario por triplicado?

Fueron en tropel detrás del Gerente General que corría a su oficina para darle una nueva lectura a la carta de la Casa Matriz. El gerente General la volvía a leer y los demás la leían por encima del hombro del Gerente General. Se miraron extrañados. La carta no decía palabra alguna sobre quién reemplazaría a don Nicanor en el puesto de Jefe del Depósito A. Era consternante. La propia Casa Matriz produciendo una quiebra en un orden de cincuenta años, de más de cincuenta años. -Señor Gerente General -decía don Narciso, el Contador General, rascándose las peludas cejas como siempre hacía cuando algo le preocupaba-. Sugiero que con el debido respeto elevemos a la Casa Matriz una nota rogando aclaración sobre el punto. Don Anselmo reflexionaba profundamente, y dijo lo que siempre decía cuando no tenía nada que decir. -Racionalicemos. Era como una señal, una clave para que todos callaran y esperaran los resultados de la racionalización que se producía en el cerebro del señor Gerente General. Por fin, don Anselmo continuó: -Existen varios hechos... Cabezas calvas, cabezas grises, cabezas blancas asentían al unísono. Varios hechos. -El primero, que don Nicanor regrese a Asunción -un dedo se elevaba significando el primer hecho. -El segundo -otro dedo-. No tenemos órdenes con respecto a la Jefatura del Depósito A. -El tercero -otro dedo-. Que debemos enviar una carta solicitando instrucciones. -El cuarto -cuatro dedos-. No tenemos forma ni de enviar la carta ni de enviar a Asunción a don Nicanor, porque el camión ya se fue y sabe Dios cuándo volverá. Señores... ¿alguien tiene una idea de la solución que podamos dar a este asunto? Se levantó una mano. Era la forma ritual de pedir la palabra. -Si me permiten... -era don Pablo, el Tenedor de Libros-. Estamos dramatizando mucho -al decirlo se arrugaba con timidez, temeroso de haber sido demasiado audaz. -¡Explíquese! -la orden del Gerente General era tajante. -Sucede que... -vaciló, aspiró aire, se atrevió-. Bien mirado, no es mucho trastorno que el Depósito A quede sin Jefe. Le miraron escandalizados. -Como hace cuarenta años está vacío -susurró el Tenedor de Libros.

Un coro de protestas llenó la polvorienta oficina del Gerente General. Este levantó la mano, requiriendo silencio. -Para conocimiento del señor Tenedor de Libros -la voz de don Anselmo era helada- lo importante no es que el depósito contenga algo, sino que sea Depósito. Está allí ¿no? Es parte de la Sucursal ¿no? Forma parte de la Firma ¿no? Es nuestro trabajo ¿no? Todos asintieron con energía, y un rumor de aprobación se alzó en el despacho, con mayor acento en don José, Jefe del Depósito B, don Rubén, del Depósito C y don Aníbal, del Depósito D, que también estaban vacíos. -Es que sólo pensaba que... -débilmente, don Pablo, el Tenedor de Libros, trataba de defenderse. -¿Está poniendo en duda las atribuciones de la Casa Matriz? -le cortó don Anselmo. -No, no, no -repetía aterrorizado don Pablo. -¡Entonces no se hable más del asunto del Depósito A! -Pero queda el problema de qué hacer con don Nicanor -dijo don José. Otra vez reinó el silencio confuso, dudoso. Una mano se levantó. -Tiene la palabra, don Aníbal -concedió el Gerente General, dirigiéndose al Jefe del Depósito D. -Me pregunto si en los estatutos no hay algo referente a esta cuestión. -¡No tenemos estatutos! -le replicó don José. -Pero los tiene la Casa Matriz -intervino irritado don Pablo- ¡Y puede aplicarse a una Sucursal! -Miró a su contendor con aire vidrioso, y de reojo a don Anselmo, a ver si ese había anotado un punto. -Racionalicemos -decía don Anselmo. Y el silencio se aposentó. Don Anselmo prosiguió: -Es un hecho que la Casa Matriz tiene sus estatutos. Pero... ¿Alguien está enterado si los estatutos de la Casa Matriz dicen que una Sucursal tiene atribuciones para aplicar esos estatutos? Todos bajaron la vista, avergonzados de no conocer los estatutos de la Firma. Don Anselmo tampoco los conocía, pero estaba en Juez y allí se quedaba, aunque le resultaba molesto que todos estuvieran esperando que dijera algo aclaratorio. Oportunamente para él, el reloj de pared dio las siete campanadas de la tarde.

-Hora de cerrar -dijo don Anselmo, y la antigua maquinaria empezó con el ritual de medio siglo, y un poco más. Don Pablo se marchó a vigilar que los dependientes de mostrador hicieran su correspondiente balancete del día, mientras el sereno cerraba cuidadosamente las cuatro puertas que daban al exterior, todas con doble cerradura y además, la barra de hierro de seguridad. Don Narciso fue a instalarse en la Caja, a vigilar el arqueo y comprobar que los ingresos coincidieran con los balancetes diarios. Más tarde recibiría el «parte del día» de los depósitos A, B, C, y D, para entregar después copia de la carpeta de documentos al Tenedor de Libros, y los originales y la suma recaudada al Gerente General, el único que tenía la combinación de la Caja fuerte. Ese día estaba un poco desconcertado porque no atinaba a resolver si debía recibir o no el «parte diario» del inestable don Nicanor, Jefe del Depósito A. Decidió recibir el «parte» y ponerle debajo una observación a modo de constancia, no sea que fuera acusado después de negligencia o de imprevisión. Poco a poco el ceremonial diario se cumplía hasta que la enorme nave del Almacén de Ramos Generales fue quedando vacía y silenciosa. Como correspondía, los dependientes fueron los últimos en marcharse, y don Anselmo, el Gerente General, después de comprobar personalmente la seguridad de las puertas bien cerradas, hizo un gesto de asentimiento al sereno, y este apagó las luces. Durante mucho tiempo, el sereno dormía en un catre, dentro del inmenso almacén, con sus estanterías obscuras y sus mostradores rajados. Pero unos 25 años atrás, descubrió que era supersticioso, y que el vasto recinto parecía una catedral muerta. Además, había crujidos provenientes de las estanterías y del mostrador. Y ese olor de cebollas podridas no resultaba muy agradable al olfato. En la obscuridad, las docenas de escobas puestas en un barril, le parecían brujas de erizada cabellera contemplándolo desde las sombras. Además, aquellas oxidadas latas de carne conservada y sardinas dejaban escapar vapores que brillaban, como almas en pena salidas de sus ataúdes. Los arruinados fardos de tabaco parecían latir como corazones asustados, y el en un tiempo agradable aroma de la alfalfa, se había convertido en olor a estiércol. Entonces decidió llevar su catre al Depósito D, cuya llave tenía en su llavero múltiple, y allí durmió desde entonces, sin cuidarse mucho de que todos daban por sentado que seguía durmiendo en lo que llamaban la «nave», sin conocer nunca la razón de esa denominación fluvial. Esa noche, en el sector Viviendas del Personal nadie podía dormir, desvelados por el problema que había venido a poner una tuerca suelta en los engranajes de la maquinaria que funcionó bien durante cincuenta años, y más de cincuenta años. El más insomne era el causante de este evidente malestar general, don Nicanor. Previendo que el disgusto le produciría dispesias y flatulencias nocturnas, sólo cenó una taza de infusión de hojas de naranjo con leche, y dos galletas. Evitó el ataque de los gases, pero no pudo conseguir conciliar el sueño. De modo que se levantó, cruzó el gran patio de descarga bordeado por un lado por la mole del almacén, y por los cuatro sombríos depósitos A, B, C y D, que formaban juntos los tres lados de un cuadrángulo. El cuarto lado correspondía al sector de Viviendas del Personal, una estrecha fila de casitas dormitorios, entre las cuales sobresalía, por más grande y cómoda, la vivienda del Gerente General.

Don Nicanor cruzó el gran patio, tomó por el pasadizo de Acceso de Vehículos y salió por el portón al camino, o a la calle, o a como se llamara ese enorme trozo de carretera arenosa que pasaba por delante del Almacén de Ramos Generales. Don Nicanor cruzó la calle y se detuvo allí donde debía estar la acera opuesta, pero no estaba, porque sólo estaba la alambrada de La Propiedad, y más allá de la alambrada, un matorral raquítico y algunos árboles de troncos delgados y flexibles que habían sobrevivido después de... -¿Después de qué...? -se preguntaba don Nicanor, que había estado en la Sucursal desde que se fundara. Miró La Propiedad desolada e interminable, bajo aquella luna llena de agosto, un poco fría para sus huesos. -Después del fracaso -se contestó a sí mismo- recordando que... ¿cuántos años hacía? Incontables años. La Propiedad (¿15.000 hectáreas? No lo recordaba muy bien) fue adquirida por una firma, o no, por alguna entidad de vaya a saber qué parte del mundo para instalar allí una Comunidad Rural Modelo (se sorprendió de lo bien que recordaba) con familias de refugiados (o ¿«apátridas»? Podía ser) que en alguna parte de Europa, Hungría o Polonia, o algunos de esos países que siempre estaban en guerra, habían quedado sin país. Vendrían a instalarse allí con sus tractores, sus carros de cuatro ruedas, sus caras rubicundas bajo anchos sombreros y sus mujeres gordas y silenciosas con un pañuelo en la cabeza. Y sembrarían toda la tierra, construirían sus viviendas de madera cepillada, y tendrían corrales para sus lecheras y graneros y caballos de tiro y pozos de agua con sus bombas de viento. Se oiría de noche el prometedor crujido de los maizales y se vería de día perderse en el horizonte el verde ondular del trigal. Quinientas familias, nada menos. En la Casa Matriz de la Firma, alguien pensó que el negocio estaba en instalar la Sucursal en la acera de enfrente de aquel emporio por nacer, y sin perder tiempo levantaron aquella mole del Almacén de Ramos Generales, en rigor, Almacén de Ramos Generales-Frutos del PaísAcopios y Suministros, con sus Secciones de Almacén, Ferretería, Tejidos y Artículos para el Hogar, sus cuatro depósitos, el Acceso de Vehículos con su báscula y sus Oficinas Generales estratégicamente ubicadas para ver por la ventana sur el patio de descarga, por la ventana norte la calle, y por un mirador interior, con vidrios, la nave comercial. También habían proporcionado el camión Dodge, de 7 toneladas con su correspondiente conductor que había muerto como treinta años atrás, y desde entonces el camión empezó a podrirse en el patio de descarga, reposando sobre sus llantas, porque las gomas estaban hecha tiras. La Comunidad Rural Modelo jamás nació. La Propiedad que fuera en principio una apretada floresta padeció de las incursiones que la devastaron. La primera, como 25 años atrás, de los «madereros», que traían tropas de hacheros y cortaban los árboles grandes y se llevaban los troncos en aquellos poderosos camiones. Después llegaron los «leñeros» que acabaron con lo raquítico que habían dejado los «madereros», y finalmente los «carboneros» que cortaban a machetazos lo que quedaba. Con las lluvias, los raudales arrastraban grandes, espesas sopas de barro, y La Propiedad se volvió desolada y arenosa. Pero el Almacén de Ramos Generales persistió, o lo olvidaron allá en la Casa Matriz, o pensaron que desmantelarlo era más caro que sostenerlo, y allí quedó, con su personal envejeciendo y muriendo, su báscula trabada hacía decenios, el camión podrido en el patio y las mercaderías cubiertas de moho y de polvo en las estanterías, donde de vez en cuando estallaba misteriosamente una lata de duraznos en almíbar, ocasionando que el Tenedor de

Libros tomara nota, lo comunicara por escrito al Gerente General, que providenciaba para el Contador General que asentaba en sus libros la pérdida. Don Nicanor miró la mole obscura donde había llegado a los 22 años, y se sintió orgulloso. La Casa Matriz no podía quejarse. No era culpa de la Sucursal que la Comunidad Rural Modelo no se fundara y que los «refugiados» no vinieran. Pero nadie podía decir que la Sucursal no funcionaba como una máquina aceitada, cumpliendo puntillosamente con todos los rituales, aunque los Jefes de Depósito no tuvieran nada que inventariar, la báscula nada que pesar, la Caja una sola moneda de que dar cuenta y los libros Mayor y Diario sólo contuvieran fechas y vacías sus columnas. Pero eso sí, siempre al día La Sucursal se justificaba a sí misma, como un dinosaurio en paz con su conciencia de dinosaurio. De menor importancia era que La Propiedad fuera un erial interminable y que la erosión había secado los arroyos. La Sucursal estaba allí, funcionaba, emplazada en aquella altura donde terminaba una cuesta del camino y empezaba el descenso, como una atalaya dominante de un vasto contorno, aunque ese contorno estaba vacío en diez leguas a la redonda. Por cierto -se decía don Nicanor- a veces se sentía el peso de la soledad (¿o la futilidad?) pero eran sólo momentos fugaces de pesimismo, o de depresión. No le habían mandado a contemplar paisajes, sino a trabajar en la Sucursal, y lo había hecho. Nadie podía reprocharle nada. Habían pasado así algo más de cincuenta años. A veces, la novedad y el alboroto rompían la armoniosa comunidad de disciplina empresarial (cuyo celoso custodio era el Gerente General, al mérito, mérito) cuando aparecía el camión de la Casa Matriz, con un chofer gordo y un auxiliar de Contaduría imberbe, que traía algunas notas y se llevaba una carpeta con las novedades del semestre. Después todo volvía a la normalidad. Una sola vez, conforme recordaba don Nicanor, se produjo la intrusión de aquellos japoneses sobre un alto y monstruoso vehículo lleno de engranajes por debajo, y llevaban rifles e incontables cámaras fotográficas, y se detuvieron delante del Almacén, descendieron del vehículo y entraron en tropel, parloteando palabras de una sola sílaba. La esperanza de vender algo galvanizó a todos, y hasta el sereno rompió la consigna de permanecer de guardia en el patio de descarga para asomar curiosamente la nariz en la nave. Pero eso sí, todos tuvieron la elegancia de no mostrar el desencanto cuando sólo pidieron agua para el radiador del monstruo motorizado. Después volvió la monotonía. ¿Monotonía? -se reprochó don Nicanor. Aquello no era justo. No podía entregarse a la chochez de llamar «monotonía» al trabajo de toda su vida. La Casa Matriz había creado la Sucursal. La Sucursal era la responsabilidad de todos, y entre todos la tenían funcionando. Era lo que se esperaba de ellos, y lo que ellos hacían. Las calificaciones estaban de más, se decía don Nicanor. Un dolor lacerante le atenazó el pecho. Era la tercera vez que le sucedía en una semana. Pero este dolor era distinto, porque contenía un elemento final, un desprendimiento desgarrante. Le ordenaban marcharse. ¿Adónde? ¿Acaso había otro lugar donde la vida era

posible además del Almacén de Ramos Generales? ¿Vida? ¿Acaso le ofrecían vida? ¡Le estaban ofreciendo muerte! La voluntad de la Casa Matriz era que muriera. Semejante conclusión lo deslumbró. Con paso tardo regresó a su dormitorio. Tomó una cuerda, le hizo un lazo que se pasó por la cabeza, trepó a una silla y ató al extremo de la cuerda a la viga. Dio un puntapié a la silla y murió. Don Pablo, el Tenedor de Libros, tampoco podía dormir. Sabía que había tenido razón en su discusión con don José, pero pasaron por alto la lógica de su razonamiento. Estaba irritado. Vivía irritado. No se trataba de irreverencia contra la Firma ni con la Casa Matriz Dios me guarde- sino de algo más denso, más indefinible, que estaba de nuevo allí, y le hacía murmurar «no tiene sentido». Se sorprendió de que aquella voz fuera la suya, y las tres palabras también suyas. Pero de que las había dicho, las había dicho. ¿No tiene sentido qué? Debo estar perdiendo el juicio. Con mis setenta años... a ver si me vuelvo un anarquista. Se levantó de su lecho desplazando las frazadas tibias que se las puso a manera de manta, sobre los hombros. Se calzó los zapatos y salió afuera, con una obscura sospecha de que el «sentido» podía estar allí mismo. Oyó que el viento batía una puerta abierta. Era la de la vivienda de don Nicanor. El pobre viejo está durmiendo en una corriente de aire -se dijo- y fue a cerrar la puerta. Entonces vio a don Nicanor, colgado del techo, y con la silla volcada a sus pies. Algo denso e indefinible se removió en su estómago, tal vez en su conciencia. Levantó la silla y fue a colocarla modosamente alineada contra la pared, en el extremo más alejado de la pieza. Cuando volvía a su vivienda, sólo tenía una idea larval de la razón que le había movido a desarticular el testimonio del suicidio, la silla. Larval -se decía mientras se acostaba en su lecho y se arropaba con la frazada-. Larval, ahí estaba, tenía adentro una larva. ¿De qué? No lo sabía, pero estaba creciendo, le estaba inundando. Se durmió con el temor de tener una pesadilla, como solía suceder en los últimos tiempos. Todos, incluido el sereno, menos los cuatro dependientes que debían permanecer en sus puestos en el mostrador, se apiñaban en la oficina del Gerente General, y don Anselmo leía la nota que se enviaría a la Casa Matriz cuando hubiera forma de enviarla. -Señor Presidente del Directorio. Casa Matriz. Asunción. Con inmensa pena, cumplo en comunicar para lo que hubiere lugar, el fallecimiento de nuestro jefe del Depósito A, señor Nicanor Méndez, con lo que estimo respetuosamente y, salvo mejor parecer de la superioridad, que se dé por cancelada la atenta Nota que ordenaba su traslado a la Capital. Como providencia de emergencia, que ruego a la Presidencia disimular si se tratara de impertinencia o extralimitación de funciones, he tomado las medidas del caso para que el señor José Quiñónez, Jefe del Depósito B interine la jefatura del Depósito A hasta nuevas instrucciones de la Casa Matriz. Con la solidaridad y la pena de todos los señores funcionarios de esta Sucursal hemos procedido a dar cristiana sepultura al leal servidor de la Firma, cuyo espíritu de trabajo y gran calidad humana nos queda como ejemplo y legado para seguir dando a la Firma, lo mejor de nuestros esfuerzos. Atentamente. Anselmo Gamarra. Gerente General.

La concurrencia aprobó con reverentes inclinaciones de cabezas. Pero por primera vez, no había unanimidad. -Señor Gerente General -era don Pablo- quiero felicitarlo por el correctísimo contenido de la nota de la Casa Matriz -vaciló muy poco- pero allí no está toda la información. -¡Cómo que no! -ladró don Anselmo, que se había pasado toda la mañana con la laboriosa escritura de la nota. -La Firma debe saber... -insistió don Pablo. -La Firma debe saber -le interrumpió don Anselmo- que don Nicanor está muerto. -¡A los efectos administrativos del caso! -completó don Narciso, el Contador General. -¿Qué diferencia hay entre uno que muere de un paro cardíaco y otro que se suicida? exclamó don José, el del Depósito B, interino del A. Don Pablo suspiró hondo. La larva, estaba allí, mordiéndole las entrañas, sacando brillo a olvidadas espadas. -Que se labre un acta y que conste mi desacuerdo con el texto de la nota -consiguió articular al fin, sintiéndose de paso irremediablemente lanzado a lo desconocido. Aquello fue como una bomba. En cincuenta años nunca había sucedido nada igual. Don Pablo se sintió como el escarabajo caído en un hormiguero. -La nota no dice nada de la forma en que murió don Nicanor -insistió. -¡Fue un suicidio! -le replicó don José- ¿Ha de ser nuestra sucursal la que arroje una mancilla sobre la Firma propalando a diestra y siniestra que uno de sus empleados se suicidó? ¿Y qué importancia tiene un suicida de 81 años? El apoyo fue unánime, y general la mirada de rencor colectivo que caía sobre don Pablo. Pero la larva le decía que ya estaba en el punto de no retorno. -No fue un suicidio. Fue un crimen -argumentó con arrojo. La segunda bomba había caído con mayor intensidad que la primera. Se desataron las furias, la oficina se llenó de gritos y aullidos enloquecidos. El Gerente General alzaba las dos manos como ofreciendo rendición, pero en realidad estaba pidiendo silencio. Por fin el alboroto se atenuó, cesó, y en las envejecidas caras donde se habían aposentado cincuenta años de pacífica formalidad, había rictus de ira, rubores acalorados, palideces asesinas. -¡Esto es terrorismo contra el buen nombre de la Firma! -aulló sin poder contenerse don José, cuya autoridad moral se veía aumentada al tener dos depósitos a su cargo.

Don Anselmo volvió a pedir silencio. El silencio cayó, tenso como nunca se había visto en la oficina de la Gerencia General. -Racionalicemos -don Anselmo, y después de una larga pausa continuó-. Debemos pensar en primer lugar, en el prestigio y el buen nombre de la Firma. No somos ni policías ni jueces. Somos leales servidores de la Firma. ¿De acuerdo? Asentimiento colectivo y miradas hostiles a don Pablo. -Lamentamos mucho -su voz se había vuelto paternal- la desaparición de nuestro querido don Nicanor. Y eso es todo lo que la Firma espera de nosotros. Espero que el querido don Pablo sepa comprenderlo por el bien de todos. Miró a don Pablo con mirada mansa, la sonrisa amistosa y las palmas abiertas, como un pastor bonachón que pide arrepentimiento a un pecador. -Fue un crimen -se repitió tozudamente don Pablo. Contemplando los desconciertos, los asombros y las iras que le rodeaban, don Pablo se sintió extrañamente eufórico. Nunca había conocido una sensación semejante y se preguntó si en eso consistía el estar vivo. Tenía la certidumbre de que don Nicanor se había suicidado. Y recordaba su impulso de alejar la silla. No tenía idea de la razón de semejante proceder, pero sí tenía idea del alborozo interior que sentía allá adentro, donde la larva estaba triturando hierros con mandíbulas potentes. -Racionalicemos... La mirada de don Anselmo se clavaba en don Pablo con una extraña intensidad que atemorizaba. Pero la voz era controlada. -Don Pablo -dijo- ¿en qué se funda para creer semejante horror? -Don Nicanor estaba colgado de la viga. La única silla de la habitación estaba muy lejos, en su correspondiente lugar. Don Nicanor no se colgó. Lo colgaron. Todos Uds. son testigos que la silla estaba donde debía estar. Recuerden cuando el sereno dio aviso, acudimos en tropel. Y no había silla, ni nada a qué subirse. Gozaba interiormente de intensa felicidad. Adivinaba la presencia de una sensación de culpa, un embrión de culpa en aquellos que habían visto la evidencia que no querían ver. -¿Y qué se supone que debemos hacer? -era la voz de don Anselmo, que se alzó en medio del silencio, porque las otras voces se habían acallado, atemorizadas por esta aventura que les estaba llevando tan lejos de la normalidad.

-Redactar una nueva nota a la Firma, formando de todo lo sucedido, y alertándola de que entre nosotros hay un asesino. Si no lo hacen, me lanzo al camino hasta encontrar un policía. Ese día, las actividades de la Sucursal fueron un desastre cuyo recuerdo avergonzó a todos hasta el último día de sus vidas. Dos de los dependientes olvidaron firmar los formularios de las ventas del día, el Cajero no sabía a qué atenerse con respecto a rendir cuentas, porque don Narciso, que debía recibirlas, estaba padeciendo de su diarrea nerviosa, y al Gerente General le sobrevino una laguna mental donde se hundió la combinación de la Caja Fuerte. El sereno olvidó poner en las cuatro puertas las barras de seguridad, y don José andaba enloquecido buscando entre las pertenencias del difunto don Nicanor la llave del Depósito A. La perfecta maquinaria de cincuenta años y algo más se reveló ese día enmohecida, bufante, trabada. Fue un alivio cuando la iniciativa personal de don Anselmo se impuso sobre el desorden, obligándose el Gerente General a violar algunas reglas y perdonar ciertas faltas en aras del restablecimiento del orden, o de algo parecido al orden, amenazado por la demencial actitud de don Pablo. Ya era noche cerrada cuando se retiraron a sus viviendas. Don Pablo permanecía despierto, felizmente despierto, ebrio de esa sensación nueva que se había apoderado de él, que trataba de definir, y sólo encontraba una palabra algo insípida: júbilo. Un desmesurado júbilo, como sintió cuando niño, cuando se estaba ahogando en aquella laguna, y pateaba hacia arriba, superficie estaba siempre lejos, muy alta, pero lo logró y saco la cabeza, y respiró aire. Respiró júbilo, como le estaba ocurriendo ahora. A la mañana, lo encontró el sereno. No estaba acostado en su cama. Estaba desparramado, descuartizado como por uñas y dientes múltiples y enloquecidos, como si se hubieran turnado para matarlo una y otra vez, como lo había hecho el sereno cuando era soldado, y se turnaba con sus camaradas para violar a aquella mujer, que se cansó de gritar, o murió, no recordaba bien. «Posdata: Lamento informar al señor Presidente que a poco de redactar la presente nota, se produjo el fallecimiento de nuestro querido Tenedor de Libros, don Pablo Aguilera, por causas naturales atribuibles a la penosa impresión causada por el fallecimiento de don Nicanor Pérez, ya comunicado más arriba. Igualmente don Pablo Aguilera ha recibido cristiana sepultura. Espero instrucciones con respecto a la vacancia producida en la Teneduría de Libros». Don Anselmo estampó una media firma a la posdata, dobló cuidadosamente la nota, la ensobró y la guardó en el cajón de su escritorio, a la espera del camión que llegaría aproximadamente en seis meses, para llevársela a la Casa Matriz.

Diálogo del tiempo

La anciana se sentó en un banco. Sostenía en las manos su mercancía. Vendía flores, que no eran flores, ni eran flores de plástico, sino un trozo de cuerda de cáñamo deshilachado en la punta y abría así sus pétalos rígidos, teñidos de anilina roja, que apenas era rosada. Las había hecho ella misma, como un último intento de decoro, de recibir limosna dando algo en cambio. Era muy vieja, pero no una vieja vieja, sino una niña vieja, con esa cara de doce años que se fue arrugando, pero conservando la calidez de los doce años, y con una mirada también de doce años. Él también era viejo, y que se sentara a su lado en el banco era una casualidad, o simple fatiga. El banco parecía gemir bajo el peso de casi dos siglos, aunque la niña vieja era flaca, y el anciano anciano también. Estaban allí, compartiendo el mismo banco y el mismo cansancio, la niña vieja y el viejo anciano, que lo era, porque resultaba imposible que aquel delta de arrugas fuera una vez una cara lisa, y que en esas hendiduras apagadas brillara un par de ojos. El hombre tenía sobre sus rodillas una cajita de madera, con una tapa, una miniatura de baúl. Levantaba la tapa, miraba adentro y la volvía a cerrar. La mujer no resistió la curiosidad y echó un vistazo al contenido del baulito. No había nada. Aquel curioso viejo guardaba nada en su cofrecito. Y comprobaba una y otra vez que estuviera debidamente vacío. En cierto momento el hombre viejo sorprendió el espionaje de la mujer, cerró con elocuente violencia la cajita y echó una mirada despreciativa a las flores artificiales que tenía en su regazo. Ella adivinó el desprecio, y escondió las flores bajo su rebozo, pero después las volvió a sacar y se puso a acariciarlas con un retintín de desafío. Fue ella quien habló primero. -¿Qué fecha es hoy? La cabeza del viejo se meneó atrás y adelante tratando de atrapar la fecha de hoy, que no le importaba nada, pero debía saberla, porque no saberla era como estar muerto. -23 de setiembre de 1987 -respondió con voz algo ronca, con sílabas resbaladizas en sus encías sin dientes. Ella apartó una flor. -¡Entonces es nuestro aniversario! -dijo sonriendo, y le ofreció la flor. Él tomó la flor y no sabía qué hacer con ella. -¿Nuestro aniversario? -preguntó. -¡Hace cincuenta años! -suspiró ella, como si todos los recuerdos de una vida le rebosaran del alma, y después prosiguió-. Fue exactamente el 23 de setiembre de 1937.

-Sí, suman cincuenta años -dijo él. -¿Pero qué ocurrió exactamente el 23 de setiembre de 1937? -¡Olvidadizo! -reprochó ella.- Fue el día en que no nos conocimos. El viejo trataba de aprehender aquello con su acentuado meneo de cabeza. -Si pudiera explicarme mejor... -Todo el mundo celebra el aniversario en que se conoció. ¿Por qué no celebramos nosotros los cincuenta años en que no nos conocimos? Lo miraba con el aire maternal de quien está enseñando a un niño una aritmética imposible. El viejo no terminaba de poner en su sitio las piezas de aquel inesperado acertijo. Hacía innumerables años que había renunciado al fatigoso ejercicio de pensar. Su mente sólo admitía recuerdos, borrosos, con ternuras diluidas por el tiempo, frutos pulposos de los que sólo quedaban semillas secas. Por fin captó la idea, rozada por una sospecha de locura. Pero decidió ser cortés. -Señora mía... ¿cómo vamos a celebrar un aniversario de algo que no sucedió? -¡Tonto! -dijo ella con una risita como de hada vieja. ¡Estamos aquí porque no nos conocimos! -No es precisamente un final feliz. Ella se enojó y le arrebató la flor. Se arrebujó en su rebozo, sintiendo frío, un frío de cincuenta años bajo cero, y murmurando sobre la pérdida de tiempo de explicar a un hombre senil que dos más dos son cuatro, y que razonar con ese viejo asqueroso era como caerse de culo en el Polo Norte. Sin embargo, fue ella, otra vez quien habló, empeñada en rescatar de la obscuridad a aquel hombre que ni tenía idea del valor de un aniversario. Con aire serio, de maestra severa, requirió: -¿Qué no tiene en esa maldita cajita? El anciano apretó la cajita contra su pecho, temeroso de que la arrebatara, como la flor. -Está vacía -explicó. -¡Por eso pregunto! -su severidad de maestra se acentuaba. El viejo se sintió humillado, como pillado en falta. Debía memorizar qué contuvo en un tiempo el cofrecito. Sólo recordándolo podía explicar qué no contenía ahora, pero su memoria se negaba a formular algo, un retrato (¿de quién?). Un paquete de cartas. No recordaba haberlas recibido. ¿Joyas, dinero? Qué locura. Tal vez sus documentos. Sí, podía

ser eso, de cuando necesitaba probar que él era él y lo que tenía era suyo. Pero ese tiempo estaba muy lejos, más allá del olvido. -Mis documentos -respondió por fin, intimidado. Cuando se dio cuenta, ella ya le había arrebatado la caja. Vieja rápida como un pájaro de rapiña, pensó con ira. Trató de recuperarla, pero ella le apartó la mano con un ademán y abrió la cajita, y miró adentro, y por añadidura, la volteó y la sacudió, comprobando hasta la totalidad la nada que había adentro. Le devolvió la cajita. -Ud. no existe -le sentenció. La ira del anciano aún no se había apagado. -¡Cómo que no existo, señora! -No existe -se empecinó ella. -¿Y quién es el torpe que está sentado a su lado? Yo, yo. Toque, toque. Aferraba las manos de ella y la obligaba a tocarlo. Ella terminó palpándolo metódicamente, con ánimo de asegurarse bien. -Existo, ¿no? -insistió él. -Debo convenir que sí -confesó modosamente, pero enseguida comenzó a alumbrar una risa burlona-. Si es que existe ahora, no sé cómo puede negar que ya existía el 23 de setiembre de 1937. -¡Por supuesto que existía! -¡Y aquél día no nos conocimos! -De eso estoy seguro. -Entonces -la voz de ella era triunfal- es nuestro aniversario. Hoy. Deseó que no le dolieran tanto las rodillas, y que las punzadas en las caderas desaparecieran, para marcharse rápidamente. No pudo, estaba cansado. Además, 1937 fue un buen año, no recordaba por qué, pero fue un buen año. El 23 de setiembre... -El 23 de setiembre de 1937 -dijo ella- yo estaba seguramente detrás del mostrador. Era vendedora de Segura Latorre y Compañía... -...donde un peso vale dos -rememoró él. -Nooo. Eso se decía de la tienda de Gastón y Compañía... -le aclaró ella.

El anciano se sumió en profundas reflexiones. -¿Detrás del mostrador? -preguntó. -Había empezado en 1935 -explicó ella. -¿Y si hubiera sido domingo? -Estaría en el Belvedere, con algunas amigas. Íbamos en el tranvía 2. -Yo trabajaba en la Cervecería. -¿Y los domingos? -la voz de ella tenía cierto matiz de ansiedad. -No recuerdo, dormía. -¿No iba al Belvedere...? -urgía ella. -No recuerdo. Tal vez sí, tal vez no. -¡No iba! -reprochó ella.- ¡Con razón no nos conocimos! -hizo una pausa- ¿Pero por qué me enojo? ¡Gracias a que no iba al Belvedere estamos aquí, a cincuenta años! Es embrollada la vida, ¿eh? Tú eres la embrollada, vieja loca, pensó él. Y decidió no escuchar más disparates. Pero era imposible no oír el parloteo de ella. -Esperar cincuenta años para estar juntos en esta plaza... Él se sobresaltó, la miró. -¿Plaza? ¿Qué plaza? -¡Pero si estamos en una plaza señor! Él miró alrededor. Arena sucia, pedruzcos, un pasto gris, y un montoncito que parecía caca de perro. -Yo diría que es un baldío... -opinó. También ella miró en torno. -O una cancha de fútbol abandonada -prosiguió él. Sintió que ella temblaba, que se aferraba a su brazo, temerosa. -¿Y ahora qué le pasa? -preguntó impaciente.

-Las casas -susurró ella con voz temblorosa- están allí, las veo. -Por cierto que están allí, al otro lado de la calle -aseguró él. -¿Y la gente? -¿Gente? -No hay gente. No hay nadie -lloriqueaba la niña-vieja y se aferraba a él. Una angustia compartida unió a los dos en el mismo miedo y en el mismo frío, que no era el frío de los vientos dentados que venían del Sur, sino un frío de profundidades, de allí donde se produce la resolución final del polvo que vuelve al polvo. La calle sin transeúntes y las casas sin sonidos pintaban sin colores un paisaje de desolación, como de puerto abandonado y sin gaviotas, o como un barco varado que se pudre en aguas espesas. -¿Dónde estamos? -preguntaba la mujer, tiritando una forma de lenta agonía. -No sé. Pero debemos irnos -respondió el anciano. Y se levantó. Y se levantó la mujer, aferrada él. -¿Adónde vamos? -Adonde sea. La niña-anciana miraba a lo lejos. Volvió a sentarse. Conforme, entregada, resignada. Sin ánimo de luchar. -¿No viene, señora? -No podemos -susurró ella, apretando el liviano rebozo contra su pecho. -¡Cómo que no podemos! En algún lugar hay una esquina con sol. O una pieza con una estufa. -Las alambradas -dijo ella. -¿Alambradas? ¿Cómo va a estar alambrada una plaza? -No es una plaza. Y hay alambradas altas por los cuatro costados. ¿No las ve? El viejo rebuscó en sus bolsillos. -¿Dónde están mis anteojos?

-Los tiene puestos. -Caramba -miraba a la distancia- ¿alambradas? -Como en esas películas de los campos de concentración. -No alcanzo a verlas. -Están ahí, y hay torres para los centinelas. Pero están vacías las torres. La voz de ella ya no contenía miedo, sino una forma invencible de fatalidad aceptada, más allá de la realidad y de la rebeldía. -Yo no creo que sea capaz de trepar una alambrada -susurró el viejo y volvió a sentarse junto a ella. Sintió el frío que la estaba congelando. Que le estaba congelando a él también. Se volvió a ella. -Tenía razón, señora. Estamos compartiendo algo muy importante. No sé qué. Pero es importante, antiguo como de medio siglo. -Nuestro aniversario...-musitó ella. Entonces, él le pasó los brazos sobre los hombros. Ella reclinó la cabeza en su pecho, y quedaron en silencio, sintiendo crecer el frío. Y compartiéndolo.

El preso Sospecho que cuando mi amigo Manuel, el Comisario, hizo arrestar a Cleto, por «vagancia y sospecha de latrocinios varios», según asentó en el libro de actas, lo que en realidad quería era mano de obra gratis para pasar dos manos de cal a las paredes de la Comisaría. Por supuesto, Cleto era vago de marca mayor, pero eso en él no era delito, sino costumbre. En cuanto a lo de «latrocinios varios», Cleto le venía de perillas para cargar con la culpa de algunos casos pendientes, como el denunciado por el cura cuando a un mal cristiano se le ocurrió colarse de noche en la Iglesia y usar el confesionario como excusado, que bien podrían ser una venganza por alguna penitencia demasiado severa. También estaban «pendientes de solución» el caso del robo de candelabros de bronce en el cementerio, y el de la puerta de hierro torneado de la Capilla del Barrio San Agustín. Decididamente, el desconocido ladrón tenía algún vicio sacrílego que bien podía empezar con la palabra «necro...», lo que no encajaba con el carácter manso y entregado de Cleto, uno de esos hombres que lo único que pide a la vida, es que la vida lo deje en paz. Por eso

pareció algo exagerado de parte de mi amigo el Comisario que enviara dos hombres armados a arrestar a Cleto, y hacerlo atravesar todo el pueblo con los dos soldaditos apuntando sus fusiles a la espalda del preso. Pero concluyo hoy, aquel gesto de soberbia era un testimonio más de la metamorfosis operada en la personalidad de Manuel, que desde luego, no era policía de carrera, sino sobrino de don Agustín, el Caudillo, a quien le convenía tener por máxima autoridad policial a un pariente y dependiente. El pueblo no era gran cosa como para merecer un policía de carrera, ni Manuel era tampoco gran cosa en ese pueblo a diez leguas de la ruta asfaltada, y dependía de un ramal, en realidad «El Ramal» que era una carretera demasiado barrosa cuando llovía y demasiado arenosa cuando no llovía, y llegar a la ruta asfaltada era toda una aventura. Era uno de esos pueblos viejos rodeado de tierras agotadas y estancias prósperas donde nadie se sentía a gusto y pocos tenían el coraje de irse. Yo tampoco me sentía a gusto ni sentía coraje para irme, y había llegado allí porque el Ministro me llamó a su despacho, me dijo que mi padre fue su protector y amigo, y después, aunque era abogado, el Ministro, no yo, me diagnosticó «una gran fatiga nerviosa» que se adivinaba en mis artículos periodísticos y me recetó una temporada de reposo en San Rafael, un pueblo cuya existencia yo ignoraba hasta entonces. Entendía el mensaje y me vine a San Rafael, no recuerdo ya hace cuántos años. Cuando llegué el Comisario era otro, que me ordenó presentarme a su despacho cada mañana a las ocho, hasta que se cansó de recibirme, informó el Caudillo de mi «comportamiento ejemplar» y levantó la orden, sospecho que para seguir dándose el gusto de levantarse a las once, según era su costumbre hasta que yo llegué. Como es de comprender, la gente, cuyo denominador común era no buscarse complicaciones, me evitaba. Salvo Manuel, a quien su calidad de sobrino del Caudillo le daba ciertas impunidades y privilegios, y los usó para hacerse mi amigo, o más bien, mi discípulo, porque a pesar de que había alcanzado con mucho heroísmo el sexto grado de la primaria y era nada brillante, tenía una pasión enorme de saber, y de paso, me daba a mí el consuelo de enseñar a alguien en ese pueblo donde no saber nada era lo mejor, y donde me aburría a muerte. Había tratado de hacerme amigo del cura, que parecía tan viejo como la Iglesia cuyo origen se discutía, pues unos decían que la fundaron los dominicos, otros los franciscanos y los de más allá los jesuitas. Pero mi intento de trabar relaciones con el cura no prosperó, porque el anciano tenía la idea fija de que el Anticristo había llegado empezando por prohibir la misa en latín. Y era bastante amargado y amargante. Alguna vez pregunté a Manuel por qué, teniendo medios, no había ido a la Capital a seguir estudios secundarios. Y sólo me respondió con evasivas. Más tarde, recogiendo trozos dispersos de conversaciones armé la historia completa. Don Agustín, el Caudillo, había tenido una variedad impresionante de mujeres, pero ningún hijo. Aquello era su corona de espinas, allí donde la masculinidad se demuestra con una siembra de hijos legítimos, naturales, «reconocidos» y bastardos. El robusto Caudillo era tan sensible en ese aspecto, que cuando a un borracho lleno de coraje etílico se le ocurrió llamarle «espoleta vano», que significa infértil, perdió la cabeza, literalmente, porque don Agustín se la arrancó con lo primero que tuvo a mano, una raja de leña que después pasó a ser «reliquia», porque a algún opositor se le ocurrió llamar «mártir» al borracho deslenguado.

Manuel, pues, hijo como era de la difunta hermana del Caudillo, fue criado como hijo único y primogénito por su tío y desde luego, también su heredero político. En tal carácter, lo que más debía hacer era aprender a leer y escribir. Toda la sabiduría que necesitaría en el futuro, la podía abrevar en el «viejo tronco», como decían algunos del Caudillo, nunca supe si por adulonería o por ironía. Pensaba que Manuel no tenía pasta de Caudillo. Había en él cierta flojedad, cierta timidez. Un apocamiento que revelaba un mundo interior maleable y algo vacío de energías. Por eso me sorprendí cuando al morir el Comisario al caer de su motocicleta, designaron a Manuel como reemplazante. Tantas fatigas había pasado yo, leyendo para Manuel, y para mí, a Platón, Rousseau, Julio César y Ortega y Gasset y Unamuno y José Ingenieros durante cuatro años, que si Manuel había captado el uno por ciento de lo trajinado en mis libros, haría un buen Comisario, si bien no estaba seguro de que los grandes pensadores fueran capaces de dar las agallas que necesita un Comisario. Pero fui el primero en felicitarle y expresarle buenos deseos. No me sorprendió por eso que su primera visita oficial fuera para mí. Lo esperaba, pero lo que no esperaba fue el cambio que se operó en mi transparente Manuel. Se había puesto uniforme y botas, y tenía en la mano una fusta inútil, porque no tenía caballo, sino un maltrecho jeep, regalo del tío. Se había erguido tanto que hasta parecía más alto, y cuando hablaba, golpeaba la fusta contra sus botas, como el rabo de un tigre irritado. Casualmente, por la mañana había recibido yo un telegrama de la capital, anunciándome que podía volver, pues «las cosas habían cambiado». Aproveché la oportunidad para comunicárselo a Manuel, filosofando de paso sobre semejante coincidencia. En un mismo día terminaba nuestra relación amigo-maestro-discípulo, yo me marchaba del pueblo y él entraba a la grandeza de la autoridad. Su respuesta me sorprendió. -No, Doctor, Ud. no se me va. Que se emperrara en llamarme Doctor (no lo era) ya me tenía acostumbrado, pero aquello de «no se me va» bastante cuartelero no me sentó bien A un maestro no se le dice «no se me va». Se lo dice a un soldado. Se me pone de centinela aquí. Se me barre bien la cuadra. Ud. Doctor no se me va. Mierda. Aduje que tenía una vida que vivir y una carrera que seguir. Que mi mundo era otro mundo distinto a este, o por lo menos algo más movido. -Ud. se me tiene que quedar, Doctor. -Dame una razón, Manuel. -Necesito un colaborador, y Ud. me viene bien.

No pude menos que reírme. (Ahora, a tantos años, me río de haberme reído.) ¡Colaborador! De maestro a colaborador. -Muy honroso para mí, Manuel. Pero sucede que no puedes impedir que me vaya. Ya me levantaron la penitencia. -No. No le puedo impedir que se vaya. Y rió. No hablamos más del asunto, quedando por sentado que yo me marcharía dos días después, con el ómnibus de los martes. Sin embargo, cuando se fue manejando su jeep y con la fusta colgando de su muñeca, reflexioné sobre la actitud de Manuel. Había sido demasiado tajante en aquello de no se me va, y demasiado complaciente en admitir que no tenía atribuciones para retenerme. Confieso que esa noche dormí algo inquieto, porque este nuevo Manuel cuya alma me parecía un libro abierto, ahora con botas y fusta, me resultaba completamente desconocido. Al día siguiente, lunes, cuando estaba desayunando en mi pensión, oí que un ruidoso diesel se detenía, el motor pareció masticar hierros y se detuvo. Al parecer tenía visita. En efecto, mi visitante era don Agustín, el Caudillo, que entró, robusto, panzón y sanguíneo, con ese peculiar olor suyo que solía parecerme a una mezcla de sobaco y alfalfa. Me puse de pie, como correspondía. -No, no, no. Doctor -me dijo él- termine, termine. Me volví a sentar, le ofrecí asiento, se sentó, estiró las piernas, se cruzó de brazos y me miraba como al conejo preferido que se come una zanahoria. A Dios gracias -pensémañana me alejo de todo esto. Sin embargo, tragué deprisa mi cocido con leche. Me levanté. -Estoy a sus órdenes, don Agustín. -¡No pues! -me pasaba los brazos por los hombros y me envolvía en su fuerte aroma rural- a los amigos no se les da órdenes. En verdad, lo que dijo fue «npue a lo samigo no lendá órdene», pero como tengo la esperanza de que este escrito le sirva a alguien, lo pongo más claro. Notó mi desconcierto, y sonrió. Los dos sabíamos que nuestras relaciones nunca fueron cordiales, porque adivinaba en él una obscura ebullición de celos, en la medida en que quien estaba «formando» a su sobrino era yo con mis libros y no él con sus experiencias prácticas. Sabía además que tampoco le sentaba bien que su sobrino hablara de un tal Platón, y de un Rusó, que parecían tener ideas inconvenientes. De ahí mi desconcierto ante la inesperada cordialidad de ese lunes de mañana. Pero no me dio tiempo de analizar mucho la cuestión, porque me había aferrado del brazo y me llevaba afuera diciendo que íbamos a dar un paseo. Apretujado en la cabina del enorme transporte de ganado, sentado entre el chofer con su desleída camiseta de fútbol y el Caudillo, y respirando esos vapores de gasoil y bosta que inundaban la cabina, sentí cierto temor, y esa pregunta que se hicieron tantos hombres en el

mundo para encontrar al fin una respuesta terrible: «¿Qué me van a hacer estos dos?» empezó a corroerme por dentro. Felizmente, el viaje duró poco. Apenas media hora por un duro y desigual camino de tierra roja. El camión se detuvo y descendimos. Don Agustín, con aire protector, me tomaba de los hombros y me condujo al borde del camino, allí donde empezaba una valla de alambre de púas. -Mire -me dijo, señalando el campo verde, muy verde, que se extendía tras los alambresson ochocientas hectáreas. Buen pasto. Tiene un arroyo. Se puede tener un animal por hectárea, pero sólo hay 200. Su cara se ensombreció de pena porque sólo había doscientas vacas, o toros, o novillos, o lo que fueran. -Muy bonito, don Agustín -le dije por cumplimiento- ¿Pero qué tiene que ver conmigo? -Es de Usted, Doctor, con las doscientas cabezas. El campito tiene título aparte y no hay problema en... -¿Me está sobornando, don Agustín? Me miró extrañado. La palabra soborno no tenía sentido para él. Favor con favor se paga... Considerando que ya estaba todo arreglado se volvió al camión. Subió a la cabina. Yo no. Quedé tieso. Volvió a descender. Sonreía, contento de sí. Papi regalando al hijo un viaje a París. Tanto es así que dijo. -Vamos, mi hijo (ya no me llamaba Doctor), si es una zoncera... Aspiré hondo, no recuerdo si juntando aire o coraje. -Déjeme entender, don Agustín-conseguí hablar por fin- supongo que la idea es que suspenda mi regreso a Asunción. -Más o menos (masomeno). -Y a cambio soy dueño de 800 has. y 200 vacas. -Así es mi palabra, che ra'y (ya no era Doctor, ni mi hijo, era che ra'y). -¿Pero por qué? Arrancó un alto y delgado tallo de pasto, y se puso a masticarlo.

-Manuelito le aprecia demasiado -me contestó, y calló, como si esa fuera toda la respuesta que yo esperaba. Pero no lo era, y callé esperando que continuara, y lo miraba que se ponía colorado, como si tuviera que decir algo y le diera vergüenza decirlo. Por fin habló: -Necesita un colaborador con cabeza. Quiero que llegue lejos: -Pero alguna vez va a ser caudillo. -Más lejos. Quiero que sea dirigente. En ese momento sentí por aquel basto personaje, que no se había hecho así a sí mismo, sino lo habían hecho así, una mezcla de lástima y respeto. Los merecía, en la medida del poderoso esfuerzo de imaginación que hacía, para atisbar el mundo por esa hendidura abierta por la intuición, y ver avanzar en el horizonte vientos desconocidos, aires que no estaban hechos para sus pulmones. Quería que su heredero fuera «dirigente». Y que respirara. Allí entraba yo. El Caudillo reconocía la derrota de su magisterio y la validez del mío. Pero me estaba comprando. De todas maneras -colegí entonces- el asunto no me concernía. Tío y sobrino debían enfrentar sus problemas y yo los míos, que no eran menudos, dado que se hacían síntesis en que yo debía vivir de mi trabajo, no muy bien remunerado si vamos al caso, pero dentro de lo que yo amaba, conocía, o en el peor de los casos, soportaba sin muchos sufrimientos. -Le agradezco mucho su generosidad, don Agustín, pero... -No, no, no -me atajó- no me conteste ahora. Piense un poquito. -Pero si mañana me voy. -En un día se puede pensar mucho, Doctor. Otra vez «Doctor». La confesión de su derrota parecía haber restablecido mi rango. O fue una sutileza increíble en tan tosco personaje. Volvimos al pueblo, me dirigía a la pensión y me puse a embalar mis libros en unos cajones desechados de jabón. Manuel vino a despedirse y a desearme buena suerte, y le conté lo que ya sabía, lo de la oferta de su tío. -Es un buen campito, y el ganado bien surtido. Y hay cincuenta vacas preñadas. El año que viene puede haber unos cuarenta y cinco terneros -comentó simplemente.

Me reí. -Lo único que sé de los vacunos es que tienen cuatro patas y cuernos... -¿No le dijo mi tío? El campito va con un administrador. Y además nuestro veterinario también va a cuidar. Otra vez me deseó buena suerte y se marchó, sin darme la mano, ni despedirme con un abrazo. El martes a las ocho de la mañana ya estaba esperando con mis bártulos en el cruce. Se suponía que el destartalado ómnibus que venía de San Agustín, llegaría aproximadamente a las 9. Esperé en vano hasta las cinco de la tarde. Acepté aquella irregularidad como normal, porque el añoso vehículo solía tener muchas fallas mecánicas, y eran frecuentes sus ausencias. Sólo mucho tiempo después me enteré que Manuel en persona, con tres soldaditos, había hecho un retén caminero dos kilómetros antes del pueblo, ordenando que el vehículo tomara un desvío cruzando a campo traviesa la Estancia Las Tres Herraduras, y alcanzando por allí la ruta asfaltada. Me resigné a pasar una semana de espera, bastante aburrida, y no sin cierto desaliento, porque recién entonces, un algo reprimido empezó a salir a flote: el sentimiento de que aquel pueblo me asfixiaba que había logrado sostener prudentemente enterrado, pero que asomaba vigoroso con la frustración de mi regreso. Esa Iglesia caduca, esas rezadoras de rosarios que como fantasmas embarazadas cruzaban la plaza rumbo al templo al crepúsculo, las casas que se caían de vieja, las gallinas picoteando el pasto de las calles y los desesperados chillidos de los chanchos que se degollaban, y también la gente que nunca se tomó la molestia de comunicarse conmigo, como si hacerlo fuera comunicarse con el mal, me habían sumido en un aplastamiento de cuatro años. Y quería irme, erguirme, volver a vivir mi vida, y mi trabajo, y mis angustias, y mis expectativas algo confusas, pero expectativas al fin. Fue entonces, en aquel interludio de ocho días de espera, que Manuel hizo arrestar a Cleto, por vago y por supuesto cagador de confesionario y ladrón sacrílego. El miércoles y el jueves, desde los corredores de mi pensión, veía a Cleto trabajar con extraordinaria diligencia, poniendo capa tras capa de cal a las paredes exteriores e interiores de la Comisaría. Quiere terminar pronto para recuperar su libertad -pensé entonces- sin embargo, el trabajo terminó y no soltaban a Cleto, a quien el viernes y el sábado observaba lavando interminablemente el jeep de Manuel. El domingo, aburridísimo, fui a visitar a Manuel a la comisaría, pero no estaba. Charlé con el sub-alcalde, que usaba su gorra de reglamento, pero en la comisaría vestía un pijama y calzaba zuecos de madera. Le hice referencia a Cleto: -¿Por qué no lo sueltan?

-Ya le soltamos. Me pareció que no era así, porque veía a Cleto apilando rajas de leña debajo de una inmensa olla de hierro en el patio. Pintor, lavacoches, ahora era cocinero. El sub-alcalde rió. -No se quiere ir -aclaró. De algún olvidado rincón de mi memoria surgió una frase, no sabía si oída y leída: «El hombre ama la libertad». Miré a Cleto. Qué idea tienes de la libertad, hermano Cleto. Quizás ninguna. Pero tu vagancia irredimible es una forma de libertad. Quizás la más total. ¿Por qué renuncias a ella? Crucé el patio y me aproximé a Cleto, que estaba arrodillado y soplaba los leños que empezaban a humear. Cuando sintió mi presencia, se levantó de un salto y se puso en tiesa posición de firme. Me sentí molesto, no porque Cleto se pusiera firme, sino porque de repente floreció en mí un idiota sentimiento de halago. -Dejate de... -¿cómo se decía? Recordé mis días de servicio militar y ladré:- ¡Descanse! Cleto se aflojó como si dentro de él se hubiera soltado un resorte. -¿Ya no estás preso? -¡No mi doctor! -¿Y por qué no te vas? Me miró como si la idea de irse fuera una locura. -Y... tengo comida y me dejan dormir en el calabozo. Capté la idea de su inmediatez casi animal. Comida, techo, seguridad. Sin mucho esfuerzo había trocado la vagancia por la servidumbre. Me pregunté si le dolía. Me contesté que no. Bienaventurados los pobres de espíritu. El ómnibus tampoco apareció el martes, y tampoco esa vez caí en la cuenta de que Manuel me estaba haciendo trampa. Pero como me parecía insoportable la espera de ocho días más, recurrí a algunos vecinos de las afueras que tenían vehículos, ofreciendo pagar el viaje hasta la ruta. Por extraordinaria coincidencia, todos estaban muy ocupados o tenían sus chatarras en tan mal estado que no se atrevían a aventurarse por El Ramal, y para más, todo el lunes había llovido torrencialmente. Entonces sucedió la desgracia. Mataron a Don Agustín. Le dieron una muerte sin grandeza. Mientras dormía, le redujeron la cabeza a pulpa, a martillazos. Sentí pena por él.

No hubiera querido morir así. Quizás soñaba morir en una trinchera, o cayendo de un caballo, con dos tiros de fusil en el pecho. De un culpable no se tenía ni idea, pero de un sospechoso sí: el hermano de aquel beodo que fuera decapitado por don Agustín con un golpe de raja. No tuve ánimo de discutir semejante teoría, ni a explicar aquello de «justicia poética». Por lo demás, el hombre aquel hizo a su vez su propio análisis del asunto. La forma en que murió don Agustín suponía una venganza. Y él tenía harto motivo para vengarse. Que fuera culpable o no, pertenece a los secretos de Dios, lo cierto es que no perdió el tiempo en desaparecer. Pero no fue muy lejos. La patrulla, al mando de Manuel lo localizó en los grandes esteros del Sur, y lo acribillaron. El cuerpo se hundió en el espeso lodo. Y allí debe seguir. Esperé que se organizara todo, y pusieran el ataúd en la capilla ardiente, para ir a darle los pésames a Manuel. Aceptó mi apretón de manos. Dijo gracias, Doctor, y que él respetaría la voluntad del muerto. Creí que se refería a las cuestiones generales suscitadas por su condición de nuevo caudillo. -Es lo que él hubiera esperado, Manuel. -También en lo del campito. Aquello me pareció inconveniente en semejante ocasión. Permanecí en el velatorio un tiempo decoroso, y volví a mi pensión. No pude dormir, de modo que estaba despierto cuando sentí movimientos en la madrugada, y entró Manuel después, acompañado de un apuesto muchacho que yo conocía de vista, Jorgelino, hijo de un próspero hacendado de la zona, cuyos hermanos vivían una vida regalada en Asunción, pero él prefería la vida de campo. -Perdone que le despierte, Doctor -decía Manuel. -No estaba dormido. ¿Qué pasa? -Jorgelino tiene que hablar en nombre de las fuerzas vivas en el entierro de mi tío. Quiero que le escriba un buen discurso, Doctor. Lo de «quiero» me irritó un poco, pero lo dejé pasar. Muchas emociones estaba pasando mi discípulo velando a un tío después de matar a un hombre. -Con mucho gusto. Se lo debo a tu tío -respondí. Encendí la lámpara y desenfundé mi pequeñita Hermes portátil. Se fueron diciendo que volverían al amanecer. Y entonces me puse a escribir el discurso fúnebre, sin exigirme mucho, aunque sintiendo cierta vergüenza por la enorme cantidad de lugares comunes que estaba apilando en el papel. Pero en ese ambiente y con aquella concurrencia sonarían a versículos de una Biblia política.

Jorgelino envió al amanecer un peón a caballo a buscar el discurso, y que después de guardar con aire reverente el papel en el bolsillo de su campera se alejó al galope. No fui al entierro, pero me contaron que Jorgelino había tenido un gran éxito con su oración fúnebre, y que en la parte de las «banderas enlutadas que se inclinan...», la gente había llorado. Me sentí feliz de haberle hecho un favor a aquel muchacho que en el fondo admiraba, pero al contento sucedió la confusión, cuando a la tarde (el entierro fue en la mañana) reapareció el peón a caballo que se apeó, se despojo respetuosamente del sombrero, y me entregó, de «parte del patrón-í» un pesado paquete y un sobre. El paquete contenía un flamante y monstruoso revólver Smith Wesson Barracuda calibre 38 largo, que sería considerado una joya para quien tuviera inclinaciones por las armas, que no era precisamente mi caso, cuyo odio más grande era al viejo fusil que durante dos años debía cargar y tener limpio en mis días de conscripto. El sobre contenía un cheque por una cantidad asombrosa. No esperaba que mis dotes de escritor se cotizarían tan alto ni que mi fama de «sabio» me significaría en el futuro un tonto y reverencial sentimiento de respeto. Pensé en devolver semejantes regalos. Pero supuse también que aquello sería considerado una ofensa, o peor, que mi obsequiante pensaría que consideraba insuficiente el pago por mi brillante trabajo oratorio. Me quedé el revólver y el cheque. Y el martes apareció el ómnibus. Nadie vino a despedirme, lo que me dolió mucho, porque sinceramente, esperaba que Manuel lo hiciera. En Asunción no me fue muy bien. Mamá había vendido mi sufrido Simca para poder enviarme dinero a San Rafael y no conseguí trabajo en ningún diario, en parte porque no había vacancia. Y en parte porque tenía fama de «meter en compromisos» a los diarios. Incidentalmente, el cheque de Jorgelino me permitió sobrevivir dos meses, con abundante dispendio entre los reencontrados amigotes del Bar San Roque, y cuando el dinero terminó, un amigo, rico, filósofo y apolítico me dijo que «la política es el arte de esperar», y me ayudó a esperar ofreciéndome un empleo (a comisión) de vendedor de seguros. Resulté un fracaso. El seguro más rentable, en cuanto a comisiones, es el seguro de vida. Y confieso que jamás encontré la forma de convencer a nadie de que era ventajoso apostar contra la muerte. Entonces encontré a Jorgelino por casualidad. Tenía un trabajo provisorio como guía y secretario de un yanqui que había venido interesado en instalar una industria (no recuerdo si era de papaína) y se marchaba desinteresado. Mi último compromiso fue conducirlo al aeropuerto, y allí encontré a Jorgelino, de vacaciones, me dijo, que se embarcaba para Punta del Este con una esplendorosa morena. Me abrazó con cordialidad, me preguntó cómo andaba, le dije que así así y haciendo ademán de sacar la billetera me dijo que si podía hacer algo por mí. No sé ahora, si no le pedí un préstamo por vergüenza de mí mismo o por vergüenza de la morena, carne lujosa de departamentos con aire acondicionado y espejos en los techos, que me miraba con lánguida conmiseración.

Aún en la lona, uno tiene su orgullo, y no acepté la ayuda de Jorgelino, llamaron a los pasajeros de su avión, me desinteresé de mi yanqui desilusionado y despedí a Jorgelino. Cuando pasaba la puerta destinada a pasajeros, me dijo con un brillo especial en los ojos, demonio de tentación, el hombre. -Manuel siempre habla recordándote. Y el campito está todavía allí. Ahora él es el caudillo. Te necesita. Y se fue. Esa noche no fui al San Roque, sino a un barcito de la plazoleta del puerto que olía a prostitución y a orina, donde pedí una cerveza y rechacé varias ofertas. Curiosamente, fue una mujer que se ofertaba, la que desencadenó primero una serie de reflexiones, y después una serie de decisiones. La pobre diabla, rechoncha, o mejor, cuadrada dentro de su apretado pantalón vaquero y una remera que estallaba con el peso de dos pechos como sandías, se sentó a mi mesa, descaradamente, y fue directamente al grano. -¿No querés coger, mi amor? La miré. Sapo hembra. Repulsiva, con sus dientes postizos amarillos que parecían el teclado de un piano abandonado. Había un mundo de distancia entre aquella morena hecha a mano que Jorgelino se llevaba a Punta del Este, y este pobre producto de la cloaca. Lo malo era que sólo estaba a mi alcance aquella sifilítica realizada o en potencia. El campito. Ochocientas hectáreas. Doscientas vacas preñadas que ya serían mamá, algunas. Mi oficio de escribidor en situación de paro forzoso, rechazado por el pecado de pensar «con exceso», como me dijo aquel Director que nunca tuvo una idea, pero un instinto formidable para ganar plata. Esa noche, en mi cama, añoré San Rafael, y me dormí. A la mañana siguiente, quemé las 145 cuartillas de la novela que estaba escribiendo, armé mis valijas, y fui a dar un beso a mamá. El viento cruzaba la sala y se llevaba las cenizas de mi novela. -¿Te vas, hijo? -Sí, mamá. Ella conocía de mis angustias económicas. De hecho, nunca supe de dónde sacaba resecos billetes que me ponía en los bolsillos.

-¿Te vas para mejorar? ¿Qué podía responder a aquello? Por una misteriosa asociación de ideas, recordé a Cleto. Ahora lo comprendía mejor, aunque la comprensión me producía un nudo en el estómago. Mi pobrecita mamá, siempre tuvo una fe ciega en mi talento de escritor. Soñaba que había concebido un candidato a Premio Nobel. -¡Pero no dejes de escribir! Un sollozo se disparó en mi estómago y se me hizo nudo en la garganta. Pobre mamá. ¿Cómo explicarte que escribir es como la vagancia de Cleto? -No dejaré de escribir mamá -le debía esa ilusión. Al mediodía, tomé el ómnibus a San Rafael.

El juicio de Dios Había fracasado -por segundo año consecutivo- en los exámenes de ingreso en la Facultad de Ingeniería, y se me abría la triste perspectiva de un año más de espera, entre cursillos de ingreso más o menos eficaces y la tornería de mi padre, que no me reprochaba el fracaso, pero decía que mientras tanto hay que hacer algo útil, y me instalaba al pie del torno más pequeño, en el aburrido trabajo de fabricar bujes y pulir bielas. La situación no se presentaba muy placentera. -Trabajas por el techo y la comida -decía papá, si bien debo reconocer que los sábados me entregaba algún dinero para «diversiones», cuya suma aumentaba con las furtivas aportaciones de mamá que sencillamente, se limitaba a depositar en los bolsillos de mi campera, algunos billetes extras, que provenían de «sus ahorros» de misterioso origen, porque en verdad, ella no trabajaba en nada, es decir, era ama de casa, y lo lógico era colegir que tales ahorros se debían a su sabiduría de administrar el dinero que le proporcionaba mi padre para los gastos del día. Fue entonces cuando se presentó aquel hombre de rostro cadavérico a ofrecerme un trabajo extra. Era dueño de un viejo ómnibus, Volvo Diesel, que quería fuera llevado, rodando, claro, a Puerto Empalme, como a 240 kilómetros de Asunción, sobre el río, allá en el litoral Norte. Me ofreció una suma bastante tentadora, y también la bienvenida aventura de conducir aquel armatoste, y de paso romper la rutina del taller y del torno. Más tarde, las cosas no parecieron tan atractivas, cuando fui a echar un vistazo al vehículo. De gomas, estaba bien, pero todo lo demás era poco menos que una ruina. Los

tapizados de los asientos rotos y los cristales rajados cuando no ausentes. Además, olía a cosa vieja, como olería el cadáver de un camión. -Mecánicamente está bien -me dijo el hombre cadavérico- se le hizo un cambio de aceite, limpieza de filtros y un ajuste de caja de velocidades. Probé el mastodonte dando una vuelta a la manzana. Los frenos eran bastante holgazanes, y la dirección tenía tendencia a desviarse a la izquierda, pero me dije con optimismo que con la ayuda de Dios podría llegar a destino. Sin embargo, la confianza casi se diluyó cuando el hombre cadavérico me dijo: -El problema es que no lo podrás llevar por la ruta asfaltada... La razón era simple. El vehículo había estado como diez años parado. No se habían renovado los papeles municipales ni fiscales, y ni siquiera tenía placas de identificación. Además, estaba en tan ruinosas condiciones que en el primer puesto de la Policía Caminera me sacarían de circulación, de tal suerte que si quería llevarlo a Puerto Empalme, debía tomar la carretera diagonal, poco menos que una sugerencia de camino donde se daban todas las condiciones para hacer fracasar la empresa, arenales larguísimos, arroyos sin puentes, tramos barrosos interminables, y huellas en las picadas del monte que despreciaría un conductor de carretas. Mi afán de aventura y mi deseo de liberarme del torno paterno, triunfaron. Acepté el compromiso. Debería llegar a Puerto Empalme, embarcar el vehículo en una chata. Y ahí terminaba mi trabajo. Me enteré más tarde que la chata lo conduciría río abajo hasta Puerto Alemán, donde el ómnibus sería usado para el transporte de los agricultores de un vasto contorno de Puerto Alemán, sobre el río, donde existían almacenes, una farmacia, ferretería, tienda y hasta una casa de artículos electrónicos. En verdad, el ómnibus había sido adquirido por la Cámara de Comercio de Puerto Alemán, si así puede llamarse a una sociedad pequeñita y amorfa de comerciantes interesados en vender, especialmente en épocas de acopio. No expresé mis dudas sobre la eficacia del servicio que podría prestar el ómnibus recorriendo caminos vecinales, porque eso no me concernía en absoluto. Mi trabajo -y mi aventura- era llevar aquella ruina rodante a Puerto Empalme. Examiné sin mucho celo el equipo de viaje. Rueda de auxilios, un gato hidráulico que perdía aceite, herramientas y un gran cajón de madera conteniendo repuestos, unos pocos nuevos y otros evidentemente usados y al fin de su existencia útil. Mi madre agregó por su cuenta un botiquín de primeros auxilios, y como dos docenas de botellas de agua mineral. Esto, porque desde que había visto en la televisión una documental de Cousteau, había madurado un entrañable horror al agua contaminada. Me puse en marcha a las tres de la mañana, hora de poca vigilancia policial, no fuera que la aventura terminara en su comienzo, por el celo de algún inspector de tránsito, y salía ya de los límites de la ciudad y encaraba el primer tramo de ripio en las afueras, cuando estaba saliendo el sol. Sólo más tarde, comprobé que el aparato de radio del tablero no

funcionaba. No alivió mi irritación que dijera carajo tres veces y diera puñetazos al mudo receptor de radio. Olvidaba agregar que los 240 kilómetros sobre ruta asfaltada, se convertían en 310 por la diagonal. El viejo Volvo se portaba bastante bien, y el motor respondía con potencia, si bien soltaba una humareda espesa y negra, y la caja de cambios hacía ruidos extraños, dándome ocasión de distraerme un poco haciendo el catálogo mental de los mismos. En primera, sentía un latir de diente roto y dolorido. En segunda un gemido cual moribundo pidiendo confesión. En tercera el camión iba a tirones, dudando entre ir adelante o detenerse. En cuarta se afinaba, con un zumbido casi jubiloso de tomar velocidad. La quinta nunca la usé, porque había que ponerla al alcanzar los sesenta kilómetros por hora, y estaba seguro que aunque condujera por el asfalto, sería una hazaña alcanzar los cincuenta. Calculé que ya me había alejado como 180 kilómetros de Asunción, y cuando estaba ponderando la «nobleza» del vehículo que había arremetido contra arenales profundos, galopado sobre roca dura y agresiva, hundido hasta los ejes en el barro sin darse por vencido jamás, salvo las veces que yo me detenía a orinar o a agazaparme tras un yuyal, cuando me di cuenta que el humo del escape ya no era negro, sino azulado, y el motor ya no se mostraba tan vigoroso como al principio. Sin embargo, logré cruzar un arroyo bastante ancho, pero de piso arenoso y plano, y allí el ómnibus se declaró derrotado. Tosió, masculló obscenidades de hierro y se detuvo con un gorgoteo, como dicen que hacen los degollados. Había pasado por parajes distintos, bellos algunos, pero tocados todos por la desolación de los campos y los bosques cuando ningún camino ofrece perspectivas a la aventura de sembrar y cosechar. Ranchos aislados y minúsculos; algunos chicos cazando palomas con sus honditas de goma elástica, carreteros de mirada baja y expresión hostil cuando tenían que ceder la huella al contrincante rugiente. Paisajes hermosos pero tristes, en los que se adivinaba el cauce de los arroyos por el mayor acento del verde de la vegetación. Y gente ausente, salvo aquellos desdibujados hombres sentados en largos bancos a la sombra de una enramada frente al rancho que ostentaba su bandera blanca, que no era señal de paz ni de armisticio, sino de que había «expendio de bebidas». Así, en plural, aunque las bebidas se reducían a poderosa caña clandestina. Examiné el motor impetrando que mis conocimientos mecánicos adquiridos en la tornería alcanzaran para hacer un diagnóstico, y reparar el daño. Lo primero no fue difícil: la junta estaba quemada. Reponerla era más difícil, comenzando por hacer una apuesta contra el destino, revisar el cajón de repuestos, y encontrar allí una junta nueva. La encontré. Todo lo demás sería un tedioso trabajo de aflojar decenas de tuercas, extraer la tapa y reponer la junta quemada. Calculé que me llevaría tres días. Empece a sentirme optimista cuando comprobé que en los alrededores había gente. Cuatro ranchos de adobe que parecían apretujarse unos contra otros, como para defenderse de la vacía soledad del vasto, verde y silente contorno. Alrededor, dos o tres vacas lecheras de ubres arrugadas, gallinas que picoteaban libres, y pequeñas parcelas sembradas al modo que los economistas llaman agricultura de subsistencia, y más bien resultaba de supervivencia.

El primero que se aproximó a ofrecer ayuda fue don Nicasio, hombre avejentado que no parecía hecho de carne, sino de fibras tirantes, sin un solo diente en la boca, que poca falta le hacían, porque nunca sonreía. Le agradecí su buena disposición, y él se limitó a asentir y marcharse. Más tarde, cuando empezaba a obscurecer, se presentó una joven mujer de lindos cabellos rubios que si hubieran conocido de champúes resplandecerían, pero de hecho estaban resecos y enmarañados. Tenía todos los dientes hasta donde podía verse, un bebé en brazos y los pechos erguidos, llenos de leche, observé con cierto escozor libidinoso. Dijo llamarse Nila, Nila-í, supe después. Dijo ser hija de don Nicasio, y que su padre decía que si pasaba la noche en el ómnibus los mosquitos me comerían vivo, que uno de los ranchos estaba deshabitado y podía acomodarme allí. Acepté la oferta y fui a instalarme en la tapera. Obscurecía y no tenía idea de cómo hacer para dormir, cuando se presentó ña Casiana, otra vecina, portando una gruesa manta, una vela de sebo y a sus dos hijos. Carmen, rolliza y mofletuda, y Liborio, que debía ser de otro padre, porque era tan alto y esbelto como redonda y torpe era su hermana. Agradecí su amabilidad a ña Casiana, que sonrió y murmuró un «Jesús pero si es zoncera» y se marchó después de tender la manta en el piso de tierra apisonada y de encender la vela. Los dos jóvenes se quedaron, curiosos, reflexioné entonces; interesados, lo sé ahora. Liborio no era un gran conversador, pero demostraba mucho interés en conocer la naturaleza de la avería del motor, el tiempo que me llevaría componerla y si necesitaba ayuda, todo un rosario de preguntas que respondí cortésmente, que sí, que era verdad que mi destino era Puerto Empalme. Su hermana, apenas pasada la adolescencia, escuchaba absorta, como si de mis respuestas dependieran sus vidas. Tiempo después, supe que en cierto modo, era así. Se fueron, me acosté sin apagar la vela y usando mi campera como almohada, sintiendo en carne propia que en cuanto al acoso de los mosquitos, el ómnibus sin cristales no tenía gran diferencia con aquella tapera sin puertas ni cristales ni nada parecido en las ventanas. El cansancio me adormecía cuando la silueta de Nila-í se dibujó en la puerta, a la luz de la vela. Traía un plato de comida, algo así como un guiso donde flotaban algunos fideos, porotos blancos y unos trocitos de carne. La cuchara apenas tenía la mitad del mango. Sólo entonces me di cuenta del hambre que tenía. Comí con apetito, y dejé que Nila-í me mirara comer, recostada en el marco de la puerta. Terminado el yantar, dudé si aquella comida traída por la silenciosa muchacha, la debía pagar o agradecer. Buscaba la billetera en los bolsillos de mi campera, cuando ella, recogiendo el plato, me decía: -No. Se marchaba y salía por la puerta cuando se volvió y preguntó: -¿Cierto que se va hasta Puerto Empalme? Era la segunda vez que me interrogaban sobre mi destino.

-Cierto -le dije. Me pareció que quería decir algo, pero que lo pensó mejor y se fue sin agregar nada. Apenas amanecía, cuando apareció de nuevo Nila-í, con un jarro de espeso mate cocido apenas endulzado, y dos trozos de chipá de gomoso almidón. Los dejó sobre la mesa y se marchó. Tomé aquel desayuno y me dirigí a encarar mi trabajo de mecánico. El sol prometía ser inmisericorde, y no me resultó extraño que Nila-í apareciera de nuevo trayendo para mi uso un sombrero pirí ancho y algo usado ya. Supuse que había adoptado el papel de hada madrina. Cruzamos el patio del rancho vecino, y allí estaba lo que fue alguna vez un hombre, un hombre sin edad, o con la edad del dolor humano, tendido en un catre, despierto, con los ojos abiertos, pero tan inmóvil que ni movía las pestañas cuando las moscas se posaban sobre sus ojos lagañosos. Evidentemente sufría de parálisis, pero de un tipo que inmoviliza también el alma. ¿A qué profundidad de la resignación había llegado para entregarse hasta a las moscas? -Es don Quitó -me informó Nila-í con su lenguaje corto y seco-. Venía borracho. Se cayó de la carreta y la carreta le rompió su espinazo. Ese mismo día me enteré que aquella señora que desplumaba una gallina era ña Jacinta, esposa del inválido, y que tenían dos hijos, Acela y Amancio, que estaban en el bañado cortando adobe. Cuando llegué al ómnibus me llevé una sorpresa. Don Nicasio me estaba esperando, sentado en el suelo. Sobre un trozo de alfombra que había encontrado en el interior del vehículo, el nervudo viejo había dispuesto mis herramientas con un orden impecable. Una enfermera no lo hubiera hecho mejor con los instrumentos de un médico cirujano. -Gracias -le dije. -Es para que se vaya enseguida -me respondió con acritud. Apretaba los labios sin dientes, como si lo importante para él fuera que arreglara el motor y saliera a la disparada. Manías de viejo, me dije, y empecé la tarea. No es nada fácil aflojar tuercas que llevan veinte años sosteniendo hierro contra hierro, y el trabajo se complicaba por las inadecuadas herramientas que disponía. Pero me estaba dando maña. Y además tenía ayuda. El más diligente, hábil y forzudo era, Liborio, que se metió en mi trabajo como si se hubiera jurado ser útil o morir. Confieso que dos de cada tres tuercas que se aflojaban no cedieron a mis fuerzas, sino a las de Liborio, que tenía unas manos enormes y unos brazos flacos pero duros como acero. Su gorda hermanita tampoco se dejaba estar, cebando incansablemente el tereré con que combatíamos el calor y que se suponía prevenía contra la insolación y la deshidratación. En todo caso, calmaba la sed.

Trabajamos toda la mañana y no avanzamos mucho. La maldición de los motores es que para desmontar una pieza hay que desmontar tres que dificultan la tarea. Pero Liborio ayudaba, y hasta se había conseguido una vara tubular de hierro, que había sido un trozo de arado, que servía de palanca a nuestras casi inútiles llaves inglesas. Don Nicasio no cesaba de mirar con el aire impaciente de «a ver si cuándo terminan», y Nila-í, sentada bajo un naranjo agrio, sacaba el pecho blanco y rotundo y amamantaba a su bebé. Al mediodía comprobé que la gallina sacrificada por la esposa del paralítico era en mi homenaje, o para darme fuerzas, según se mire. Mi almuerzo, que tomé en la mesa de la buena señora puesta a la sombra de un mango, y cuidando de dar la espalda al pobre enfermo, consistió en un nutritivo puchero de gallina, con dos trozos de mandioca suaves como manteca. No comían conmigo. Me miraban comer, una situación que siempre resulta algo molesta, pero razonaba entonces que no era momento ni lugar para remilgos de ninguna naturaleza. Ña Jacinta me miraba inquisitivo desde el otro extremo de la mesita. Esperaba oír de un momento a otro la consabida pregunta sobre mi destino en Puerto Empalme. Pero ya lo sabía, porque la pregunta que seguía era: -¿Va a tardar demasiado para arreglar su camión? -Dos o tres días -dije con optimismo. Injustificado, porque de hecho tardé 12 días. Al retomar mi trabajo por la tarde, tuve dos nuevos ayudantes, hijos de ña Jacinta, Acela, que de mala manera arrebató a Carmen su tarea de servir el tereré. Tenía cómo imponerse, pues era alta, robusta, con enérgicos pómulos indios y porte casi varonil y espigado. Si no fuera por los pechos y cierta gracia al caminar, en Asunción podría pasar por un travesti. Toda una ruda trabajadora de los ásperos bañados, amasadora del barro rebelde y cortadora de adobes. Me dio lástima la gordezuela Carmen, desplazada de su apasionada tarea poco menos que por la fuerza bruta. Y no sentí extrañeza cuando Nila-í, al ver el papel que asumía con insolencia Acela, le diera al bebé que lloraba unas palmadas en las nalgas en vez de darle el pecho, y se marchara con aires de enojo. Comencé entonces a intuir que en aquel paraje abandonado de Dios, estaban aflorando inesperadas tensiones. Aquellos viejos querían que me fuera lo más pronto posible. Los jóvenes se desvivían por ayudar. Los motivos se abrieron paso lentamente en mis razonamientos. El resorte que soltó las tensiones era yo, o mi vehículo. Pero la razón última estaba en Puerto Empalme, a cientos de kilómetros de allí, donde terminaba esa carretera que me estaba matando, y se abría la ancha perspectiva de la vía fluvial, sin límites al norte y al sur. Aguas arriba, la oportunidad, y aguas abajo, más allá de donde el río se precipita al Paraná y el Paraná desemboca en el Río de la Plata, la aventura. Yo era la tentación para los jóvenes y la maldición para los viejos que quedarían librados a su suerte. Sin los jóvenes, la tierra moriría de hastío, y los viejos de necesidad. ¿Quién diablos, con perdón de Dios, me había arrastrado a esa situación? El breve caserío estaba allí desde el principio del tiempo. Forzando el concepto, era una comunidad, un trozo de humanidad que estaba destinado a vivir o sobrevivir, siguiendo el

indoblegable curso del destino. ¿Debemos intervenir para alterar el curso de las cosas? ¿Cómo es que el bien para unos es el mal para otros? ¿Cómo es que la libertad se funda en la desesperación de los abandonados? Todo lo que presumía se confirmó esa noche, después de consumir la cena que con talante rencoroso me trajera Nila-í. Me aprestaba a acostarme, cuando entraron sin mayor ceremonia Liborio y Amancio. Como que yo estaba sentado sobre mi frazada en el piso, se sentaron en cuclillas, frente a mí, con sus miradas escondidas en la sombra de las alas de sus sombreros. -Queremos ir a Puerto Empalme -dijo Liborio. -Podemos pagar -agregó Amancio. Metían las manos en los bolsillos, sacaban rollos de astrosos billetes, y lo ponían en el piso, frente a mí. El fajo de billetes de Liborio era mucho mayor que el de Amancio. Adiviné más que vi la mirada asesina de Amancio, y no me sentí inclinado a apostar por la integridad de Liborio. Decidí aplastar lo que podría ser una larva de violencia. -Guarden su dinero -les dije- si los llevo no será por dinero. Vacilantes, embolsaron su dinero. -¿Pero nos vas a llevar? -inquirió Liborio. -No sé -respondí sinceramente. -¿Por qué no ha de hacernos ese favor? -insistía Amancio. ¿Favor? ¿A quién? ¿Contra quién? ¿Con qué derecho? -Quiero dormir -dije, me acosté, les di la espalda y apagué la vela. Oí el rumor de sus ropas cuando se iban, elásticos como gatos. Pero no dormí, porque cuando empezaba a hacerlo, sentí compañía sobre la frazada. Era Acela, cuyas manos me hurgaban la entrepierna. Mi vida sexual, hasta entonces, había sido algo promiscua para un joven de 21 años. Pero a través de ella había aprendido que todo consistía en poseer a una mujer. Esa noche aprendí algo nuevo y atemorizante: que uno puede ser poseído por una mujer, que después de dejarme exhausto hasta el desfallecimiento, pegó un salto, se arrodilló, desnuda en la frazada, y me susurró: -¿Me vas a llevar a Puerto Empalme? De modo que era eso -murmuré- y volví la espalda. Pero la aventura de esa noche no terminó ahí. Al instante siguiente de marcharse aquella insaciable amazona, estalló afuera

el alboroto. Me asomé curioso. Dos hembras luchaban como gatas y se escupían insultos increíbles. Acela y Nila-í. Me acosó la necesidad urgente de terminar con el maldito motor. Parte de la mañana siguiente la dediqué a curar, con el botiquín de primeros auxilios de mi madre, un terrible arañazo que dividía en dos las mejillas de Nila-í. Sólo pude desinfectar y vendar sabiendo con cierta frustración que aquella cara requería unas suturas, o empezaría a volverse vieja en torno a una cicatriz. Mientras fungía de paramédico, Nila-í me clavaba los ojos en la cara. -¿Me vas a llevar a Puerto Empalme? -No sé. Y por favor, no se te ocurra hacerme compañía esta noche. -Soy mejor y más limpia que Acela. Y tengo leche. Me produjo una revulsión profunda. Sexo con leche, de lo sublime a lo bestial. Sexo con lactancia tardía y viciosa. Se adueñó de mí el asco. Por mí mismo porque la idea me había excitado. Pero la rechacé, consciente de que toda esa oferta malsana respondía a un poderoso anhelo de libertad. Dios perverso, qué problemas nos planteas. -¡Guárdate tu leche para tu bebé! -le respondí de mal modo. El bebé. -¿Quién es el padre? Se encogió de hombros como diciendo que podría ser cualquiera. Terminé la inexperta curación, unté la herida con una pomada de antibiótico, puse gasas desmañadas y cinta adhesiva encima. Recordé que un pedicuro que me extrajo una uña encarnada me recomendó que no mojara la herida, e hice la misma recomendación a la muchacha. Después fui a trabajar con el motor, con el ferroso don Nicasio sentado a la sombra, Liborio y Amancio esperando impacientes, y Acela, la de nombre de cierva esbelta y sexualidad de tigresa, con el tereré listo, ante la mirada llorosa de Carmen, observando a prudente distancia. Trabajamos duro hasta el mediodía y sintiendo hambre me encaminé al rancho de ña Jacinta, dando por sentado que lo de la sopa de gallina se repetiría. Pero no era así. -No hay comida -me dijo de mala manera. -Le voy a pagar, ña Jacinta. -Si le hago comida, capaz que le pongo veneno.

Me miraba con odio. Ya estaba enterada. Yo le iba a arrebatar a sus hijos. Al menos eso pensaba ella. Salvó la situación Amancio, que escamoteó de su madre un poco de miel de caña y un trozo de queso maloliente, y me los trajo. Durante las noches siguientes, las visitas de Acela se repitieron. A veces no sentía ganas, otras sentía asco, y además experimentaba el bloqueo que se produce cuando se tiene conciencia de ser observado desde las sombras. Observado por Nila-í. Quería rechazar a aquella hembra caudalosa, pero no lo hacía, me entregaba a ella, quizás por el temor de llegar alguna vez a Puerto Empalme con la mitad de la cara en ruinas. Ña Casiana, la madre de Liborio y de Carmen, también me negaba comida, lo que ya no fue problema, porque Acela se había adueñado de mí, y entre sus obligaciones incluyó la de alimentarme hasta el hartazgo con huevos fritos en grasa de cerdo, y grandes cantidades de mandioca. Era su ejercicio de un señorío sobre mí, pero era un señorío del tipo que no se acepta, sino del que se huye. Sucedieron hechos que parecían querer conducir a desbordes de la violencia, como cuando don Nicasio molió a palos a Nila-í, que protegía a su bebé contra su vientre, se inclinaba y ofrecía la espalda sumisa a los garrotazos del padre. O como cuando pude ver a la obesa Carmen, arrodillada sobre sal en el piso de su rancho, y a Liborio arrebatando con fuerza de las manos de su madre una fusta que ella blandía contra el hijo, y perdía la fusta y caía al suelo, desparramando sus viejas trenzas desechas. Ña Jacinta exudaba rencor, sabiendo que su hija dormía conmigo, y que Amancio lo hacía en el ómnibus, con un gesto terminante de comunicación rota con la madre. El clima se había vuelto espeso y el aire me parecía irrespirable. Pecador y fornicador por añadidura, rogué a Dios que me ayudara a terminar con el estúpido motor. Y se sucedieron días de tenso trabajo, hasta llegar al día aquel en que don Nicasio no estaba haciendo su guardia permanente a la sombra del árbol. Pregunté por él y me dijeron que había salido a cazar con su rifle. Un miedo frío trepó por mi espinazo cuando me enteré de que el sombrío viejo tenía un rifle, y el temor creció cuando a lo lejos sonaron disparos y fue como un zumbido que pasó sobre mi cabeza. Caí sentado instintivamente. -Es una avispa -me dijo Liborio. Amancio asentía. Era una avispa. Pero los tres sabíamos que era una bala. Un mal tiro o un buen tiro de advertencia. Trabajamos desde entonces, hasta de noche. Finalmente, asenté la tapa sobre la nueva junta y empezamos a apretar tuercas con afiebrado frenesí. Dos días después el trabajo estaba terminado. Era ya de noche, y recién entonces se me ocurrió averiguar si la batería había conservado su carga. Conecté los polos con un alambre, y saltaron unas chispas debilitadas. Sólo Dios sabría si en la batería había fuerza para girar el motor de arranque. No hice la prueba esa noche, ni fui a la tapera. Quedé a dormir en el ómnibus, rogando que no apareciera Acela.

Sentado en uno de los asientos rotosos, cavilaba. El problema de los jóvenes que querían marcharse y de los viejos que no aceptaban la condena a la soledad, ya me había sobrepasado. ¿Arrancaría el motor con la débil batería? ¿Llevaría a mis desagradables pasajeros? Entonces, las cosas se iluminaron, y cerrando los ojos y uniendo las manos cargué sobre las espaldas de Dios toda la responsabilidad. Sí el motor arrancaba con la batería saldría disparado a la mayor velocidad posible. Si no arrancaba, necesitaría de todo el que tuviera voluntad y fuerzas para empujar el ómnibus. Todos, mujeres, Carmencita, y aquellos grises habitantes de los bañados con los poros llenos de arcilla. Arrancaría así el motor, y que subieran todos los que querían marcharse de aquella lenta asfixia. Me liberarían para liberarse. Amanecía. Me senté al volante, introduje la llave de contacto y la giré. En el tablero se encendieron lucecitas verdes, rojas y amarillas. Aspiré todo el aire que necesitaba mis pulmones, y tiré del botón de arranque...

La quiebra del silencio Empezaba a caer la noche sobre el pueblo. De la iglesia salía el rumor del mujerío rezando el rosario. El centinela de la Comisaría dormitaba apoyado en su fusil y con la cara infantil casi escondida dentro de su casco de plástico. Las vacas dormitaban en la plaza, echadas sobre sus enormes panzas, y rumiando su vieja pereza. En el taller y herrería de don Facundo, una linterna daba luz y otra luz más intensa, azul, se desprendía del soplete que soldaba hierros bajo un camión elevado sobre tacos de madera. En la Seccional, dos hombres jugaban a las damas, y el mayor movimiento estaba en el Bar Billar El Arribeño, cuyo orgullo era la mesa de billar recientemente adquirida, a esa hora bastante nutrida de jugadores y mirones. El silencio crepuscular hubiera sido completo si no fuera por el golpe de los maderos sobre las bolas del billar, y la lejana música de los altavoces del Club 15 de Junio, anunciando el baile y elección de reina del próximo sábado. Entonces llegó el visitante. Manejaba un automóvil azul lustroso, pero cubierto de polvo. Lo vieron detenerse en la posada, entrar, volver a salir a recoger unos bultos de la baulera del coche y regresar

adentro. Poco después reapareció, se sentó al volante e introdujo en el patio el vehículo que estacionó debajo de un árbol. Mucho más tarde, el oficial de patrulla llegó a la pensión y preguntó a don Segundo si había registrado los documentos del viajero. Azorado, el posadero confesó que se le había olvidado. Prometió que mañana a primera hora cumpliría con su deber administrativo. -¿Es gringo? -preguntó el oficial. -Parece -dudó el posadero-. Habla bien el castellano. No agregó que aquel hombre, de pelo demasiado largo para su gusto, y con barba que bien mirada era bastante sospechosa, todo de extraño color cobre, hablaba bien el castellano, pero con voz lenta, pausada, pensada, «como si pensara en otro idioma y hablara el nuestro». -¿Trajo equipaje? -Una valija y un bulto -contestó el posadero. -¿Bulto? ¿Dijiste bulto, don Segundo? -Sí. Un bulto -lo pensó mejor- o una funda. O un estuche grande. -Y extendía los brazos y abría las palmas para indicar el tamaño del bulto, o la funda, o el estuche. El oficial salió al patio, atravesando el comedor a esa hora desierto de clientes. Observó el automóvil debajo del árbol. Sonrió. En ese árbol dormían las gallinas, y el auto se estaba cubriendo de salpicones de mierda. Regresó a la posada. Mirando pensativo al posadero. -Así que un bulto... -habló como para sí. -Bastante alargado -informó el posadero, que veía asomar una sospecha en los ojos del oficial e intuía que mejor era colaborar. -¿Dónde está? -En la pieza de arriba, con balcón. El oficial subió las escaleras, tras hacer señas a los dos soldados de la patrulla que lo esperaran abajo. No le daría motivo al posadero, ni a nadie, para pensar que era un flojo. Golpeó la puerta, y esta se abrió enseguida. La gran flauta -pensó el oficial- parece Tarzán. El hombre con su cabello largo y su barba que parecía haber retenido la luz de la luna, estaba desnudo, salvo un calzoncillo anatómico. Alto y musculoso. Sonrió con mansedumbre. -¿Señor?

-Quiero pasar. El hombre se hizo a un lado, pasivo, sonriente, tenso como quien quiere paz con el mundo y consigo mismo. El comisario penetró en la habitación, donde había una lámpara encendida. -¿Sus documentos? El visitante asintió. Hurgó en un bolsón de mano que decía «Eastern» y sacó una libreta verdosa y se la pasó al oficial. El oficial la examinó a la luz de la lámpara. Carajo, en inglés. Empezó a hojear y vio sellos de distintos tonos de azul, de verde, y hasta de rojo que decían Tel Aviv, Hong Kong, París, Amsterdam, Tokio. -Soy canadiense, señor -le ayudó el extraño. -Ya vi eso -respondió el oficial, que realmente no había visto más que aquellos sellos-. Canadá. Mucho frío por allá -opinó, irritado de ser considerado un ignorante, y él conocía Canadá, porque había visto una película con trineos tirados por perros y con la gente que se hundía en la nieve hasta las rodillas. Le devolvió el documento. -Mañana se me anota abajo. Dio un vistazo circular a la pequeña pieza. Allí estaba, negro, alargado, lustroso, el bulto, o funda... Se tensó. Sin disimulo, soltó el broche de la pistolera. -¡Siéntese en la cama! -¿Cómo dice, señor? -no cesaba de sonreír. -¡Que se siente en la cama! -Sí señor -obediente, el atleta se sentó en la cama. Cuidando de no dar la espalda a aquel hombre que mentalmente ya había bautizado Tarzán, el oficial se acercó a la mesa donde reposaba el bulto, o funda... o lo que fuera. Tenía un larguísimo cierre de cremallera, de uno a otro extremo. Comprobó que la empuñadura de su revólver estaba a mano, y de un tirón, corrió el cierre de la cremallera. Adentro era de un suave terciopelo rojo, y sobre el rojo, brillaba deslumbrante un instrumento musical. -Es una trompeta -se oyó la voz modulada con cuidado que venía de la cama. -Conozco lo que es una trompeta -respondió irritado el oficial-. ¿Es músico?

-Digamos que sí -el hombre sonreía. El oficial extrajo el instrumento. Olvidó un poco su empaque de autoridad. Aquel metal dorado era cálido, amistoso, perfecto y bello, pulido y suave, de carne de mujer aparecida en sueños, con cuatro botones de plata para una túnica de sonidos. -Es lindo...-murmuró, y regresó la trompeta al estuche, y decidió marcharse. Ya en la puerta se volvió. -¿Hasta cuándo se queda? -No sé. Poco satisfecho con esta respuesta, descendió la escalera. Don Segundo lo miraba con miedo y curiosidad. -Era una trompeta -le informó el oficial. -¿Es norteamericano? -preguntó el posadero. -De por ahí cerca. Y se marchó a continuar su ronda nocturna, seguido por los dos soldados, enojado por el ruido que hacía uno de ellos cuando masticaba la galleta que llevaba en los bolsillos, que le impedía pensar en aquella cosa de carne de oro, dormida sobre terciopelo rojo, como debe dormir la Diosa de la Música -dudó- si la Música tiene Diosa. -¡Sí señor, un bife grande con cuatro huevos fritos! No señor tocino no hay. -No. Jugo de naranja no pero le puedo hacer jugo de pomelo, de allá del patio... Sí, señor. Su auto está lleno de caca de gallina, señor. El hombre sonreía despreocupado. Y comía. Y bueno, que se agarre un cólico cerrado, si quiere, y que su auto se llene de porquería esta noche. Y el posadero volvía a lo suyo. El hombre terminó su desayuno y salió a caminar por el pueblo. En el Bar Billar alguien dijo que el gringo ese parece que tiene pila, le mira a uno y sonríe. Una vendedora en el mercado, de vieja a vieja, le murmuraba a otra que «O yoguaitépa Nuestro Señor Jesucristo pe». Y el rumor creció en el mercado, y se aposentó en las cocinas, paró las máquinas de coser, circuló entre las viejas que bajaban la voz en susurros reverenciales. El hombre se parece mucho a Nuestro Señor Jesucristo. El golpeteo sobre los morteros de madera cesó y la molienda de maíz tuvo una pausa. En alguna olla de hierro el chicharrón se iba quemando, y la jalea de guayaba se pasaba de punto en los hervidores de cobre. Y un santo quedó sin su vela y un difunto sin su aniversario. El horno de barro sobre estacas perdía su calor acumulado. Corredores

quedaron sin barrer, y las aguas del cántaro sin renovarse, y los huevos no fueron recogidos de los yuyales. Doña Luz, orgullosa de su blancura fue a visitar a su comadre y se olvidó de su sombrilla eterna. Don Servando se fue furioso al Establecimiento después del imperdonable mate frío que le sirvió ña Cayetana, con aire ausente y distraído. Oyoguaitépa Jesucristo pe... Reían las jovencitas irreverentes y decían que Nuestro Señor no maneja autos y que el hombre era churro como en el cine, deseando más que nunca ser elegidas reinas del 15 de junio. El oficial, sentado en su Comisaría y con su deber de saberlo todo, no cesaba de pensar en el hombre aquel. Y en su trompeta. Con su instinto afinado de autoridad, parecía asomarse a una conclusión inquietante. Con la llegada de este hombre, algo estaba cambiando. O algo se estaba quebrando. Lo malo era que no sabía qué. Decidió no decirle nada al Comisario, porque al final de cuentas, no tenía nada que decirle. Pero la inquietud volvía. Había más gente por las calles. Más ruido y más ventanas abiertas en las casas. Y se hablaba más, como si el hombre hubiera hecho un agujero en viejos diques de silencio. Miró por la ventana, y hasta el cura había perdido su costumbre de estar ausente, porque se le veía pasear por la plaza, meditando, con las manos cruzadas sobre sus flacas nalgas. Paseando, sin prisa, dándose tiempo a pensar más hondo. Lo inesperado sucedió al caer la noche. El hombre salió de la posada con la trompeta en la mano. Cruzó la calle y penetró en la plaza, donde antes había pasto, que las vacas se habían comido, y un «parque infantil» con tobogán y hamacas que colgaban destrozados, pero sobrevivía un banco despintado, sobre el pedregullo suelto de lo que debió ser la Avenida de la Iglesia. El hombre se sentó en el banco, se llevó la trompeta a los labios, y emitió un sonido áspero. Un chiquillo, valeroso, descalzo, y con mundos de inocencia en los grandes ojos abiertos se había acercado al músico. Él le sonrió, se levantó, hizo una reverencia y murmuró: -Bienvenido al concierto. Volvió a sentarse, y decía al chiquillo: -El Réquiem, de Mozart. Y después, agregó: -Es música para los muertos. Fue demasiado para el niño, que huyó a llevar la noticia. El extraño tocaba para los muertos.

Entonces la música empezó, y el pueblo y las cosas y las personas quedaron detenidas en el tiempo. Un taco de billar quedó a medio camino. En la Iglesia el rumor llegó apenas susurrado al «Ruega por nosotros, pecadores...» y se diluyó. El cura perdió el hilo de las cuentas del rosario. Todo quedó pendiente del purísimo sonido del metal, el cielo y la tierra se volvieron música, y la música era un enorme lamento que era la suma de todos los lamentos por todos los muertos. Gentes se aproximaban, convergían en silenciosa, espectral procesión hacia aquella fuente de sonidos doloridos e impetuosos, y un círculo humano, respetuoso y silente, rodeaba al extraño, que tenía las mejillas rojas y los tendones del cuello tensos, y los ojos cerrados para mirar mundos más allá del mundo y oír silencios más allá del silencio de las estrellas del cielo. Dentro de la iglesia, al rumor de los rezos reemplazó aquella vibración que rajaba el alma con puñales de cristal, para que las almas perdieran sus viejas cáscaras y se asomaran al borde de un abismo de luz de donde surgía una tentación de maravillas, y del conocimiento de la verdad última de lo sobrenatural. Ni el mismo cura escapó a la seducción, contenía la respiración e inspiraba de a poco, como si quisiera respirar la música que flotaba en el aire y se adueñaba de todo. Manto espeso de dulce tragedia, resignación iluminada, peso funerario y triunfal al mismo tiempo, genio que no vence a la muerte pero la viste de majestad, el Réquiem de Mozart se abatió sobre aquella inocencia cruel y raigal del pueblecito perdido, y la mujer y el hombre, la anciana y la viuda, sintieron que sus muertos estaban allí, en medio de las sombras, respirándoles en la nuca un aire cálido de tristeza y salvación. Terminó la música. Y un silencio más ensordecedor que todas las ovaciones de todos los teatros, premió al músico, que sonrió, hizo una reverencia y se alejó con su paso largo con rumbo a la posada. La multitud no se dispersó, rodeando el banco vacío. Una anciana se santiguó. El Presidente de Seccional quiso decir «I porá», pero se le atragantó la palabra. Y el oficial se alejaba deprisa hacia la comisaría, bajando la visera de la gorra sobre los ojos, no sea que vieran que le corrían lágrimas, y más curioso que nunca de saber qué diablos estaba pasando en el pueblo. El día siguiente, en la posada, el extraño comía en una mesita que pidió se colocara en el rincón más alejado. En otra mesa almorzaban el Presidente de la Seccional, el Juez de Paz y el Comisario, y en otra más alejada, un robusto chofer de camión ganadero con dos ayudantes, bulliciosos al principio, pero algo inquietos después al observar que el Comisario, el Juez y el Presidente hablaban en susurros, consideraron prudente hablar también ellos en susurros. En una cuarta mesa, el oficial que tenía delante sólo una botella de cerveza, se preguntaba por qué aquellos tres hombres llenos de poder hablaban con voces tan quedas. Y se hubiera reído si no fuera inconveniente cuando llegó a la conclusión de que la presencia del gringo los sobrecogía, como a él.

Poco después llegó el cura, se dirigió directamente a la mesa del extraño que estaba devorando su postre, una piña entera, y enjugándose la boca y la barba húmeda con la servilleta se puso respetuosamente de pie. -Por favor, siéntese -pidió el cura. -Usted primero, Padre. El sacerdote se sentó frente al hombre, unió las manos sobre el mantel. -Lo de anoche fue hermoso. -Gracias, Padre. -¿Piensa seguir tocando? -No le entiendo, Padre. ¿Perdón? El cura sonrió azorado. -Perdóneme a mí. ¡Preguntar a un músico si seguirá tocando! Es tonto. La pregunta es si piensa seguir tocando en el mismo sitio y a la misma hora. -Sí, hora. El extraño iluminó su perpetua sonrisa. -Perdone que me ría, Padre. Un médico, allá lejos me dijo que me olvide de la hora o me volveré loco. Por eso estoy aquí, el lugar más aproximado al lugar donde no existe el tiempo -rió-. El médico me decía que tengo el cerebro intoxicado de tiempo, y de prisas, y de relojes, y camarines y grandes telones de terciopelo. El oficial, que no perdía palabra, se platicaba a sí mismo que el diagnóstico y la cura habían llegado tarde. El pueblo, su pueblo, un lugar donde no existe el tiempo. Locura. -Entonces le diré de otra manera, señor -decía el cura- comprendo que Ud. toca, como... -No encontraba la idea. -Como un acto de liberación, Padre. Toco cuando siento ansias de tocar. Entonces, no me pregunte dónde y a qué hora. -Entiendo, entiendo -decía el cura, que sólo entendía a medias- ¿Pero me aceptaría un ruego? -Sí, Padre. ¿Qué?

-Si siente ganas de tocar a la hora en que mis feligreses rezan, por favor, aguante un poquito, hasta que terminen. -Lo haré, Padre -contestó con humildad el músico. El sacerdote se levantó, le estrechó la mano. -Gracias. Es Ud. un buen hombre. Y un gran artista. -Soltó la mano del músico, hizo un ademán para marcharse, pareció vacilar, se volvió de nuevo al hombre y preguntó-. ¿Es Ud. católico? -Creo en Dios, Padre. -¿Qué Dios? -No puedo describirlo, Padre. A veces veo su rostro reflejado en mi trompeta. No es nada chistoso, se decía malhumorado el cura. ¿Se había burlado de él? ¡La cara de Dios en la trompeta! Regresó a la Iglesia. Loco. Definitivamente loco, coincidió con él, sin saberlo, el oficial. La tarde del mismo día, las rezadoras parecían distraídas, con el oído atento a los sonidos de afuera, y al cura no le sentó nada bien semejante conducta. Entretanto, en la plaza, el círculo se iba macizando en torno al banco vacío, pero el músico no apareció ese anochecer, ni en el del siguiente, ni en el del siguiente. Un sentimiento de vacío entristeció el corazón del pueblo, y al quinto día, ya no había gente esperando frente al banco de la plaza. A los siete días, la rutina había vuelto, y más o menos los pocos que pudieron entender las explicaciones del oficial, también tuvieron una idea de la conducta del músico. -Es un gran artista, pero tiene stress -explica a el oficial, y callaba, esperando que esa palabra bárbara, stress, penetrara en las mentes de sus oyentes. Él conocía su significado, pues se lo había dicho el mismísimo cura-. Es una enfermedad de la cabeza -continuaba- de repente se piensa y de repente no. De repente se hace y de repente po se quiere hacer. El cerebro funciona medio caprichoso. Al hombre le da un ataque cuando ve un reloj -esto último lo había inventado por su cuenta, y después finalizaba con una sentencia inapelable-. Desde luego, todos los artistas son medio locos. En los días siguientes, todo el mundo hablaba de «stress». La enfermera de Puesto de Salud aseguraba que era consecuencia de tomar demasiado pastillas. En plena sesión de la Seccional, el Consejero Honorario, de ochenta años, y que había perdido un ojo en 1947, decía que es como «una lepra del pensamiento». Su esposa, ña Emerenciana, oía las explicaciones y decía que el stress era como cuando el pombero toca a los perros, que amanecen enloquecidos, y aseguraba que al gringo seguro que le tocó el Demonio.

Llamó también la atención que desde la visita del sacerdote, el hombre se había encerrado en la pieza, donde el posadero le llevaba la comida. Y las almas supersticiosas pensaban que su demonio había quedado con miedo. Todo empezó a renovarse cuando cerca de la medianoche, irrumpió el oficial en el Bar Billar, anunciando que el extraño estaba sentado en el banco de la plaza. Unos acudieron en tropel, otros fueron a despertar a sus mujeres. El cura se enojó cuando el sacristán le arrancó de su placentero sueño, pero se levantó y sin sotana, salió a la plaza. Cuando llegó, la concurrencia ya era numerosa, esperando, en silencio, mientras el músico, con la mirada perdida, pasaba una franela sobre el lustroso metal de la trompeta. Y todos lo notaron. La barba y el cabello mucho más crecidos, las mejillas antes lozanas, de un desvaído grisrosado y los ojos hundidos, como si tuviera fiebre. Pareció recobrar algo de su apostura entre inocente e irónica cuando se puso de pie, hizo una reverencia y murmuró: -Bienvenidos al concierto -sonreía. No es su sonrisa de siempre -observó el oficial-. No sonríe, muerde la sonrisa. -Louisiana -decía el músico-, tierra de algodones y de esclavos negros que soñaban con su perdida Patria africana. Querían lanzar a la cara de Dios su tristeza infinita. Y encendían fogatas en la noche y cantaban con lamentos de leones ciegos. Hombres y mujeres asentían respetuosos. El sacerdote sintió un escalofrío. Lamento de leones ciegos. La totalidad de la tristeza. -Pero Dios, o sus dioses de troncos labrados no alcanzaban a escucharlos -continuaba el músico-. Y entonces un negro encontró una trompeta, bella como esta, sopló, y allí estaba el sonido para los oídos del cielo, o de todos los cielos que inventa el hombre para no perder la esperanza. El oficial se preguntó si no era llanto lo que brillaba en los ojos del extraño. -Damas y caballeros... -no tomó asiento. Tocó de pie, soplando con una energía inconcebible y girando, retorciendo el cuerpo esbelto, apuntando el instrumento al norte, al sur, al poniente y al occidente, al paraíso y al infierno, con esa poderosa protesta de almas múltiples y encadenadas, precipitando rebelión, ira, alegría que llama a una esperanza lejana. Y entonces cada hombre, cada mujer, anciana, viuda, niña, soldado y civil, sintieron suyos esa música, que hablaba un idioma que por fin había encontrado una traducción en cada soledad, en cada asfixia, en cada presentimiento de otro espacio donde el aire que se respira no es pecado sino límpido y puro. El hombre terminó de tocar. Miró demudado cada rostro de la concurrencia, se sentó en el banco, y se echó a llorar como un niño, y la gente asistía al llanto con la misma reverencia con que había escuchado la música.

-Pobre hombre, merece consuelo -se dijo el oficial. Pero el cura se había adelantado, pues ya estaba sentado al lado del músico, le pasaba un brazo protector sobre los hombros y le murmuraba que Dios tiene un consuelo para cada dolor y que debemos orar juntos y... Pero el músico no pareció oír, se levantó y se dirigió a la pensión, con la trompeta brillando a la luz de la luna. Desde entonces, el músico no paró de tocar. Siempre a medianoche, sin perder nunca su cortesía algo cínica, para el gusto del oficial, y con «esa cara que se muere cada día», según escribía el sacerdote en su cuaderno de notas, que alguna vez serían sus memorias. Con un trozo de Carmen, de Bizet, incendió las almas varoniles y el oficial se vio así mismo a caballo y con armadura en un desfile triunfal, llevando en pos una ristra de cautivos encadenados. Los pulmones se ensanchaban hasta una dimensión celeste y triunfal con Aida, de Verdi. Otra noche, los hombres entrevieron entre brumas azules como vapores de una nube caída, la silueta y el rostro de una mujer, suma de todas las mujeres y síntesis de todos los sueños, que se llamaba Leonora, cuya belleza inalcanzable había pintado con música un tal Beethoven, sordo, según el músico, que había dicho también que «hay que ser sordo a todos los sonidos para alcanzar el límite del verdadero sonido» (apuntes del sacerdote) que nadie entendió, pero todos presintieron que era una verdad absoluta. -Me quebranta el hombre -decía el posadero-. Hace días que no come. El oficial se preocupó. Había empezado a ¿respetar?, ¿querer?, ¿venerar?, al hombre extraño que desparramaba genio en el pueblo. Consultó con la enfermera del Puesto, que no supo darle una explicación satisfactoria. Y entonces coincidieron en opinar que todos los artistas son medio locos. O medio divinos, se dijo para sí el oficial, recordando alguna lectura olvidada. A medianoche, a la hora exacta de medianoche, cosa rara en un enfermo de la cabeza que odiaba los relojes, colegía el oficial, ya se encaminaba el músico al banco de la plaza. Aquella puntualidad inquietó al soldado, como que la medianoche es la hora de los rituales misteriosos. Bah, cosas de películas de miedo. Su público estaba esperando, un poco inquieto porque en el cielo pesaban nubes de tormenta, y relámpagos destellaban en el horizonte. El músico probó su instrumento disparando algunas notas. Después, tras la acostumbrada inclinación ante el público, anunció. -La Marcha Fúnebre de Beethoven.

Lo de fúnebre no sentó bien a nadie. La noche era muy obscura, el cielo muy iracundo. La muerte parecía demasiado cerca. Pero el músico no se dio por enterado. Empezó a tocar. Y a caminar. Tocaba caminando al mismo ritmo que su música, cruzó frente a la Iglesia, encaró la calle, dobló en una esquina, después en otra. Era obvio ya que el concierto era para el pueblo, cuyas casas más importantes rodeaban la Iglesia. Tocaba aquella música estremecida, triste y marcial, como para la muerte de los héroes. Y su auditorio, compacto, silente, marchaba tras él, siguiendo el mismo paso, aterrado por esa apertura de las puertas de un más allá temido. El cura no se sumó al auditorio caminante. Es una procesión malsana bajo las iras del cielo -se decía-. Es una procesión de la muerte. Y se sobrecogía cuando estallaba el trueno como un enojo de Dios, pero oh fuerzas diabólicas, la música era más que el trueno. Un trueno interior germinando en el silencio de los sepulcros. La lluvia cayó torrencial y la procesión se dispersó, pero el músico siguió tocando, y de la trompeta salía un gran gorgoteo de agonía. El cura se hizo la señal de la cruz y corrió a refugiarse en la Iglesia, y allí estuvo hasta que la música cesó, ahogada por el torrente que caía de las alturas. Lo encontraron muerto en la mañana mojada de lluvia e iluminada por un sol lavado. Fue simple, prosaico, siniestro. Había puesto en marcha el motor de su automóvil, conectó una manguera al escape, cerró las ventanillas y aspiró muerte hasta morir. El oficial encontró dinero -dólares- en el equipaje, y se lo entregó al Juez de Paz. Hubiera querido quedarse con la trompeta, pero se la llevó el Presidente de Seccional. Se le hizo un entierro decente, con gente, mucha gente, muy silenciosa, que aún tenía en los oídos aquella marcha fúnebre bajo el tronar del cielo. El automóvil quedó a cargo del Juez de Paz como «arma homicida». Lo guardó por un tiempo decoroso, y como nadie se presentó a reclamar, empezó a usarlo como propio. Entonces el pueblo empezó a vivir un tiempo de ausencia. Nadie se sentaba en el banco porque allí estaba ese vacío que nunca, nadie, podía llenar. La rutina volvió, pero el recuerdo persistió como un anhelo callado y compartido. Un frío anochecer de agosto, fue el sobresalto. Hendía el silencio el sonido de la trompeta, grosero, torpe, pero era la trompeta. El pueblo enmudeció. El Presidente de Seccional sonrió. -Es mi hijo, que está procurando aprender a tocar la trompeta -explicó. Y entonces se inauguró una larga espera. Tal vez con el tiempo, el muchacho llegaría a tocar como el extraño. Era cuestión de esperar. Y entretanto, vivir.

El rally

El motor rugía, con la encadenada energía de ciento cuarenta caballos aprisionados en sus entrañas trepidantes. El volante en mis manos se sacudía en el límite de la sumisión y de la rebeldía, y en esa armoniosa y bruta al mismo tiempo estructura de metal, de engranajes exactos y de energía obediente a mis pedales y mis palancas de cambio, gozaba de esa sensación de señorío de sentirme alborozado Rey de la Creación, y Rey también de lo creado por el hombre, especialmente, esa máquina, esa bestia competitiva y vigorosa con sus grandes faros como ojos fuera de las órbitas en el supremo esfuerzo de obedecer a mi voluntad y mi coraje. En el cristal del parabrisas había la opacidad que era la impronta del camino hostil, mezcla del barro pegadizo y del polvo sutil que se levantaba de la tierra como una neblina espesa de tierra convertida en gas por los pisotones de las cubiertas reforzadas, con «alma de acero» como decía el anuncio. El paisaje del Chaco pasaba veloz y uniforme, como una película corta que se pasa en círculos. Maleza espinosa, palmas chatas y aguerridas, duras y con aspecto de sobrevivientes. Ramaje retorcido, torturado, follaje gris-verdoso como si nunca la clorofila pudiera completar su ascensión hasta el verde glorioso. Una Naturaleza a medio hacer, o a medio morir, donde las cosas más que vivir, parecían sobrevivir bajo un sol inmisericorde y con raíces desesperadas hurgando en la sequedad arcillosa del suelo.

Un horizonte azul y plano, sólo me mostraba a ratos la mancha de la polvareda volátil que producían los otros coches que venían detrás o que iban adelante, pero todo eso era telón de fondo. Los protagonistas éramos yo y mi bestia. Mi corazón era un velocímetro, mi mente un cuentakilómetros, y el conteo de las revoluciones en el panel era la síntesis de mi audacia, alegre de aproximarse a los números rojos de peligro, de alcanzar la frontera de la rotura, de la quemazón de válvulas, del cilindro que se rasga o del pistón que sale disparado como una bala de cañón. No me importaba que estuviera rezagado o en los primeros puestos. Vivía solamente el milagro de tener en la suave presión de mis pies aquella fuerza domesticada y dócil, poder de devorar esteros, de hacer saltar en astillas la dureza seca del arbusto, de reptar por el barro con furiosas embestidas y una bamboleante borrachera de energía, que me hacía sentir como Dios capaz de convertir el polvo en bruma que salía disparada hacía el cielo como un petulante desafío a los otros, los dioses reales que me estarían mirando estupefactos. De pronto, en medio de la espesura espinosa, aquella recta de piso seco, como de talco impuro, donde habían quedado estampadas las huellas de los que iban delante. Aquello excitó mis sentidos. Qué desafío aquella recta como trazada para aproximarse a la victoria o caer en el abismo. No lo pensé mucho. Estaba allí para competir, para ser Dios entre Dioses, y no para vacilar. Apreté con euforia como de drogado el pedal del acelerador, las agujas saltaron enloquecidas, el rugido del motor sonó a ira y a lamento, las ruedas motrices se aferraron al polvo movedizo, y la bestia se lanzó en demencial impulso hacia adelante, mordiendo, tiempo y distancia, cantando mi divinidad descubierta, vibrando con una alegría viril que sublimaba el significado de mis testículos.

Ciento veinte, ciento treinta, ciento cuarenta, ciento cincuenta, la aguja del velocímetro trepaba triunfal y la del cuenta-revoluciones descendía hacia el rojo de las siete mil. Una aguja embriagándome, otra pidiendo tregua. Pero la recta deslumbrante a la luz del sol no era un camino, era una tentación cósmica, un deseo más que sexual de poseer lo inalcanzable, de violar lo imposible. Ciento sesenta, ciento setenta. Y abruptamente, el pequeño matiz desafinado en aquella bella sinfonía de poder y de gloria, un gemido de hierro, una tos metálica como de caballos asfixiados, un gran suspiro de una tropilla vencida convertido en humo, espeso que vomitaba el motor, y el pedal que ya no respondía, la velocidad declinante, el número rojo como diciéndome «te lo dije». La bestia vencida rengueó, se arrastró, gimió, hizo unos últimos esfuerzos de saltar adelante con desvaído ímpetu, y se detuvo al final. Para mí, había terminado la carrera. Adiós divinidad diluida en esa grotesca soledad de vencido. Descendí del coche. La Naturaleza salvaje me miraba en silencio, indiferente a ese ensayo de un loco que se creyó Dios, y tan poco Dios ya, que pensaba sólo en conseguir ayuda. No había visto vivienda alguna en los kilómetros recorridos. Quizás más adelante encontrara compañía humana, y caminé por aquel trazo recto que derrotó a mi bestia. El camino hizo un recodo, y allí había una pulcra cerca de madera, y un portón, y allá lejos, en medio de esa soledad que era como una devastación de la vida y de lo viviente, la casa. Una casa fuera de lugar, como de estampa de navidades nórdicas, con su techo agudo para escurrir la nieve, su chimenea que nunca lanzaría humo, su jardincillo vigoroso y florido, intruso en ese campo de desolación y muerte en vida. Y sobre todo, la pintura, blanca en los marcos de las ventanas, roja en el tejado, verde violento en los pilares de las galerías, florida en las cortinas de las ventanas. En el fantasmal silencio, se me abrió paso el pensamiento de que aquella casa estaba fuera del tiempo y del lugar. Un absurdo violento en la monotonía consagrada del paisaje siempre igual y siempre hostil, algo disparatado como un sueño. Recuerdo que me repetí tres veces una frase tonta. «Imposible de creer». Sin embargo estaba allí, y tan absorto estaba yo, que no la vi a ella. Digo ella, porque nunca conocí su nombre. Era «ella», síntesis de todas las «ellas» que el hombre sueña, busca, explora y convoca con esa desesperación idílica que todos llevamos a lo largo de los años. Pantalón vaquero ceñido, una camisa suelta, y unas botas extrañamente masculinas, de caño corto. Sobre la cabeza, un sombrero de anchas alas, una de ellas graciosamente recogida, como los soldados australianos. Y rubia, trigalmente rubia, nórdica como su casa, la cara perfecta y los ojos verdes acentuadamente oblicuos, como si llevara en la sangre heredada de ancestros europeos la mancilla de un violador mongol que asolara allá lejos y hace tiempo su pueblecito cantarín y alpino. La miré, me miró, pero esos ojos tan perfectos no tenían vida. Posaba su vista en mí, pero sólo parecía ver lejanías más allá de mí, más allá del Chaco, más allá del mundo. Se apoyaba en el cerco de madera con una actitud que no decía nada, como si la aparición de un corredor a pie, con su ridículo casco en la mano y su caliente traje antiflama fuera para ella cosa de rutina. Cuando quise hablarle, simplemente se volvió y fue hacia la casa. Flotó hacia la casa. Truco burlón de la reverberación del sol o de mi imaginación. Ella se deslizaba por el sendero, y desapareció dentro de la casa. Yo tenía sed, mi cabeza ardía con aquellos innumerables grados al sol que estallaban sobre el contorno derrotado. ¿Ella? ¿Visión? ¿Delirio? No. Definitivamente

no. Las hadas y las náyades no visten pantalón vaquero ni usan sombreros australianos. Además, estos no son los verdes prados de Irlanda ni las obscuras selvas de Baviera. Es el Chaco, donde todo es real, empezando por el sufrimiento de la Naturaleza y la resignación del hombre. Escuché el ruido de un motor, y vi aparecer detrás de la casa un tractor conducido por un hombre inmenso y rubio, llegó al camino, saludó, le relaté mis desgracias y se ofreció a ayudar. Lo hizo remolcando mi bestia maltrecha durante 16 kilómetros, hasta una solitaria estación de servicio. Me senté a su lado, con la mente, con mis fibras llenas de «ella». -¿Su hija...? -¿Hija? Dijo así: ¿hija?, como si la idea de tener una hija fuera insólita, una quiebra en el orden cronométrico de su vida. -¿Su esposa? -Muerta. Esta tierra mata. Y se calló. Hosco, no se sentía obligado a dar información. Estaba dando ayuda, y en ese territorio de elementales angustias, eso bastaba. Para él, no para mí, prisionero de un hecho que no sabía era realidad, sueño o pesadilla. -Pero esa chica... -¿Ud. vio una chica? Preguntó con el tono de quien dice que uno no puede ver una chica, o no debe ver una chica, o que la chica no existe. Insistí con desesperación. -¡La vi! Elevó la vista al cielo, y murmuró: -Este sol tiene fuego del infierno. ¿Lo sabía? Y ya no habló más. Depositó mi chatarra, y se alejó. Más tarde llegó el furgón con el equipo de auxilio y el mecánico que miró el motor primero, y después a mí, con reproche. Me dijo que había que traer un motor nuevo de Asunción, y que me despidiera de la competencia. Convinimos en lo de traer el motor nuevo. Los del equipo de auxilio subieron a la camioneta. Yo no. -¿Vamos? -Me quedo.

¿Por qué dije «me quedo»? Hay decisiones que el hombre no toma, las toma su destino. Esas dos palabras: «me quedo» eran desde hace mucho tiempo, desde que un gen ciego empezaba a elaborar un hombre y su finalidad, el trazo, la encrucijada, la alternativa que me empujaba a un descubrimiento necesario, impostergable. Ella. Debía esperar por lo menos cinco días el retorno del equipo de auxilio, y el silencioso encargado de aquella estación de servicio consintió en darme cama, un catre, y comida. Al día siguiente, pasaron como trombas los rezagados, y cuando el último coche se perdía y se convertía en un surtidor de polvo, encontré en mi profundidad un sentimiento nuevo, el de la soledad. No tenía idea de ella hasta aquel momento mágico en que la conocí en su insondable dimensión, como de abismo que está vivo pero parece morir minuto a minuto. Miraba a la bestia vencida y me preguntaba si al morir ella no había muerto algo de mí mismo, algo elaborado y artificioso como el coche mismo, esa máquina que me había seducido y se murió de hartazgo después de devorarme por dentro, dejándome hueco. Hueco no. Mejor «vacío», pero un vacío lleno de promesas. Un vacío para llenarme de «ella». No recuerdo en qué momento lo decidí, pero de pronto era de noche y yo estaba en camino, rumbo a aquella casa que no debía estar allí, pisando con pies desnudos las elaboradas huellas de cubiertas estampadas en el polvo. Quien no conoce la noche en el Chaco, no conoce La Noche, no la pausa de la luz, sino la pausa de la realidad que reposa atenta, con sueño liviano de tigre, guardando la latencia de sus iras y de sus ferocidades en una musculatura tensa y vibrante aún en el reposo. Avanzaba por el camino y me adentraba en la noche irrepetible que no era la noche de los páramos cenagosos ni de los desiertos castigados por el viento helado. Por la noche del Chaco, como de ancha soledad dormida a la vista indiferente de miríadas de mundos muertos en el cielo. ¿Soledad dormida? Me desdigo, porque era soledad en vela, en el límite del sueño y la conciencia, con un latido de vida reducido a una pulsación mínima, cruelmente deliberada, vida poderosa arañando con uñas vegetales y burlonas las fronteras de la muerte, de la muerte de las cosas y quizás de mi propia muerte. Diez y seis kilómetros no es una medida de espacio sino una medida más trascendente cuando la cita es con el misterio, y arrebujados en el misterio, el amor con un rostro desconocido, un deseo que pasa por el sexo y desde el sexo se proyecta a las estrellas; o simplemente quizás una compañía para una soledad que me parecía irredimible, salvo con «ella». Mucho antes de llegar a aquella curva, la noche primordial empezó a desnaturalizarse cuando un sonido extraño, intruso, se introdujo en mis oídos. Música. Flautas, violines, bronces y una percusión apasionada y enloquecida. Reconocí aquello. El Bolero, de Ravel, allí, en el corazón del Chaco, en el ombligo olvidado del mundo. Me aproximaba vislumbrando aquella cerca pintada de blanco, y la música crecía, retumbante, poderosa, sin tener sitio en la soledad fantasmal, pero abriéndose paso con un ímpetu majestuoso, alimentándose de sí misma, como queriendo reemplazar aquella creación de un Dios ya fatigado, por la creación del hombre en un momento de fulgurante delirio.

Apoyado en la cerca me entregué al absurdo. Una sola ventana iluminada en la casa, y saliendo de ella, la música torrencialmente sensual, atrapándome, sorbiéndome, elaborando en mi imaginación la figura semidesnuda de «ella», los muslos flexibles, el vientre cimbreante convocando simiente, de cabellera suelta y rubia, danzando sobre aquel cuadrado de luz, que no era luz, que era mármol, que no era mármol, que era losa, sí, una losa. Funeraria, tapa de un sepulcro sin leyendas dolientes, porque debajo estaba yo, con mi muerte sin memoria. La música cesó y volvió la realidad a imponerse al delirio. Y náufrago es esa realidad, yo, presintiendo que atravesar la cerca era cruzar una frontera hacia lo irremediable, deseando, dudando, con presentido alborozo del encuentro y con reverente temor a aquel entorno sin razón, injerto alpino en el Chaco, donde verdad, mentira e ilusión se confundían en una espesa crepitación de lo arcano. La luz de la ventana se apagó y cayó el telón sobre mis fantasías. Invitación, incitación, quedaron sin motivos. El faro se apagaba, la casa desaparecía en la noche, y detrás de la cerca bien podía no estar aquella casa, sino más noche, vacía, vigilante, infinita. Volví a mi somero refugio de la estación de servicio. Confieso que a la noche siguiente, y a la siguiente, y a la siguiente, volví a hacer aquella caminata de alucinado. Y todas las noches, se repetía lo mismo. El Bolero interminable, espeso, pulposo, que se me metía adentro para ponerle el latido de sus parches a mi soledad. Porque no podía verla, ni me atrevía a atravesar la cerca, temeroso de entrar en alguna dimensión desconocida donde la ilusión se revelaba solamente, eso, ilusión, y no existía camino de retorno. En mis caminatas de regreso, tenía la cabeza llena del pegajoso Bolero, y en los dientes y en los puños un insulto que me repetía una y otra vez, cobarde, cobarde. Co, un paso, bar, otro paso, de, el tercero. Llegué a preguntarme cuántas sílabas hirientes se contienen en 16 kilómetros. Había llegado a interrogar al hosco encargado de la estación de servicio. Sí, conocía a «don Güilen». Gringo loco, mennonita blasfemo apóstata de la hermandad cerrada. Whilhem. ¿Cómo se llamaría «ella»? Greta, Ingrid, Karen, Gudrdum, un sonido gutural para una música viva, para un prado verde en un valle de montaña con ovejas y pastores niños. -Ahí hay una mujer. -¿Hay? -me interrogaba él. -¡La vi! -Entonces hay. -¿Pero no la viste? -¿Por qué tengo que verla?

-Es una mujer. ¿No te interesa una mujer? -Tengo una. Lo sabía. Una india obesa que en ese mismo momento, sentada en cuclillas, observaba el paso de una apretada nube de avispas volanderas. Su universo era aquella estación de servicio, su entorno, su trabajo, su india, su supervivencia. Ingrid, Karen, Greta no formaban parte de su inmediatez. Pobre hijastro de la soledad. Fue el quinto día de mi espera que decidí ir de día a-la-casa-que-no-debía-estar-donde estaba. Mal día, ventoso y polvoriento, con una neblina seca que se mete en los poros. Llegué cerca del mediodía. Entreviendo desde lejos la frontera blanca trazando rectas en la bruma movediza. La cerca, la casa desdibujada, como una postal empujada hacia el olvido. Sólo se oía el viento sacudiendo el follaje chato y espinoso, y en el fondo de ese rumor un golpeteo apagado. Maldito Bolero, esta vez no, esta vez no, por el amor de Dios. Dios me oyó. No era música, eran cascos de caballo, un galope que se aproximaba no sabía de qué dirección, pero de pronto estuvo allí, real, material, corporizado, un caballo blanco de crines blancas y cola blanca, bravío, atravesando la bruma como el caballo de un ángel vengador. Un ángel, «ella», esbelta amazona de cabellera rubia y suelta, oro inmancillado por el polvo. Pasaron veloces a mi lado, atravesando la cerca no sé cómo, si saltándola o desmaterializándola, pero ya se perdían allá lejos, detrás de la casa, galopando hacia algún territorio intocado, que era y no era. Llamé con desesperación a mi cordura. No delires, la viste, tienes en las narices el olor agrio y vital del sudor del caballo, en tu mente una imagen recogida por la retina, y en las vísceras ese latir especial que desarticula tu corazón en presencia, real, real, de «ella». El golpeteo de cascos se apagó. Y con él me apagué yo, temeroso de haber sobrepasado las fronteras de la locura. Quise echarme al piso, hacerme un nudo, defenderme de la burla de lo imposible y arrugarme en la última fortaleza de la posición fetal. Y lo hice. -¿Qué le pasa? Abrí los ojos. Y allí estaba Whilhem, con un rifle en una mano y un venado muerto sobre los hombros, venturosamente real, macizo, humano, y de este mundo, surgido de la vorágine de polvo, pero con voz, con presencia, y con un venado muerto que aún goteaba sangre. -¿Se siente mal? Sentí vergüenza y me alcé del polvo. -No. Gracias. Sólo un pequeño desmayo. -Es el viento norte que nos hace agua por dentro, agua, no sangre. Maldita explicación que yo no pedía. La que yo no necesitaba.

-Ingrid... -¿Ingrid? -¡Cómo se llame! -¿Quién? -¡Pasó montada en un caballo blanco! Miró alrededor. -Este viento trae locura. -¿Me está diciendo que estoy loco? -Le estoy diciendo que este viento es malo. -No me eluda, por Dios. Dígame sí o no. ¿Existe «ella»? Me observó pasivo, sonriendo. Vi que tenía grandes dientes amarillos. -¿Existe Ud.? -me dijo, y se alejo con su carga sangrante. No recuerdo haber hecho el camino de vuelta, pero de pronto tuve a la vista la estación de servicio, y la camioneta, y el mecánico con dos ayudantes que descargaban cuidadosamente un motor nuevo. No tardaron mucho en montarlo sobre el chassis, apretar tuercas y unir cables. Al día siguiente el motor arrancó. Probamos el auto. Andaba. La bestia había renacido. -Nos vemos en Asunción. No te pases de revoluciones que el motor es nuevo. Adiós. Se fueron. Me volví al encargado. -¿Cuánto le debo? -Ud. debe saberlo, patrón. Le di dos billetes de mil, que se los metió en los bolsillos sin mirarlos. Pensé que hubiera hecho lo mismo si le pasaba una bolsa de monedas de oro. Allá él con su universo de dormir, comer y copular con su india obesa. Arranqué. El motor rugía, pero todo lo demás ya no estaba. Hacía milenios que en ese mismo asiento me sentía Dios. Quizás andando. Puse en primera, dejé que el embrague se disparara cuando pisaba con furia el acelerador. La bestia saltó hacia adelante y encaró el

camino. El camino del Rally, no el del regreso, y el viejo alborozo volvió, porque estaba enfilando hacia una espesura espinosa, donde se abría aquella recta como para aproximarse a la victoria o caer en el abismo. Una recta como de talco impuro... y apreté con euforia como de drogado el pedal del acelerador... vibrando con una alegría que sublimaba el significado de mis testículos... ciento veinte, ciento treinta. El velocímetro enloquecido. Una tentación cósmica, ciento sesenta, ciento setenta, el matiz desafinado en la bella sinfonía, caballos vencidos, incinerados en las entrañas del motor. Humo espeso, la bestia derrotada. El cielo mostrando la polvareda de los que iban adelante o venían detrás. Descendí del coche, caminé buscando ayuda, y en un recodo, vi una pulcra cerca de madera, y una casa que no debía estar allí, pero estaba, y sentada en la cerca una muchacha rubia que...

Las llaves de la sombra Esther Landaburu El atardecer caía sobre la inmensa casona para agregar sólo silencio al silencio. Porque aún cuando el sol de Diciembre caía oblicuo sobre ella, parecía generar por sí misma sombras que la envolvían en un tenue manto de melancolía y de ausencias. En el descuidado y arbolado jardín, la última lagartija se había deslizado veloz bajo los pedazos de yeso que alguna vez habían sido una Diana Cazadora corriendo hacia una fuente, que ya estaba seca y mohosa y hacía mucho tiempo, no susurraba su canción de agua. En la noche que llegaba, otras esculturas de yeso permanecían trabajosamente sobre sus pedestales invadidos por el matorral, el viento susurraba en los copudos árboles, y los grillos empezaban a chirriar un nocturno concierto, mentiroso anuncio de una lluvia que nunca llegaría. La casa estaba rodeada por una alta verja de hierro que se extendía a lo largo de toda la cuadra. Dos portones, uno en cada extremo, entrada y salida de una senda para vehículos, ya comida por el matorral, mostraban sus gruesas cadenas aseguradas por herrumbrados candados cuyas llaves se habían perdido allá en el principio del tiempo. Sólo el portón frontal, más pequeño, mostraba un candado que por lo menos tenía el brillo de lo cotidianamente usado, y de ese portón, partía un caminito que llevaba a las escalinatas de mármol color difunto de la entrada. Al cerrar la noche, una luz brilló, pálida, en una sola de las innumerables ventanas ciegas de la planta alta. Poco después, esa luz se apagó hasta que se encendió otra, en la planta baja. Esther había cumplido su rito de todos los crepúsculos. Cuando se fue la luz del día y ya no pudo leer, encendió la lámpara, se miró al espejo componiéndose los cabellos grises, sonrió para sí preguntándose para quién se aderezaba el peinado. Apagó la luz, y descendió por la ancha escalera en sombras hasta el gran salón, con todos los muebles, antiguos, pesados, forrados de desvaída cretona, y fue a sentarse, como todos los días, como todos los años, frente al piano.

La casona no se llenó de música. El «Sueño de Amor» de Liszt escapaba por los resquicios de la gruesa puerta frontal como un jadeo de vida fatigada, o como un eco encadenado que de pronto suelta sus amarras y escapa para diluirse tenuemente en las sombras. Los dedos de Esther acariciaban el teclado, y la música surgía del piano, y más que amores, parecía convocar fantasmas, reptando por las escaleras y fluyendo por pasillos en sombras, sin respuesta en las puertas cerradas, sin poner luz a los ojos de los retratos, sin despertar ni el eco de un suspiro en los dormitorios polvorientos. Para la misma Esther, el «Sueño de Amor» no era fuente del sueño y el regocijo de quien domina los secretos del teclado. Era una sucesión de notas y nada más. Eran los sueños de un hombre que ni siquiera se los llevó a la tumba, sino los dejó allá en la frontera de la juventud, en esa tumba viva que abre la vejez, cuando los sueños dejaron de ser. -Aquí me tienen, queridos fantasmas, tocando el piano. Tocando para nadie. Ni para mí misma. ¿Por qué lo hago? Porque mi auditorio de fantasmas se ha sentado en los rincones. Se han sacudido sus polvos y sus telarañas, y han venido a mentirse vida. Esta vida que surge del piano, que no es vida, porque los fantasmas no tienen corazones que se hinchen de gozo, y de espera y de ansias cuando Liszt evoca el jardín iluminado por la luna, y una mujer con capelina de raso y rostro de pétalo que espera y tiende el oído para escuchar el rumor de los pasos del amado, por la avenida. Liszt suena en vano, porque suena a ilusión, y la ilusión es privilegio de los jóvenes, pero apenas el peso de un sudario para los muertos. En los dedos de Esther, corriendo sobre el teclado, no hay la rigidez de la rebeldía, sino la blandura de la aceptación. -Mamá, papá, escuchen. Es Liszt, pero no aquel otro que tocaba Ricardo, con su cara de 17 años arrebolada de placer, mientras vos, mamá, juntabas las manos sobre tu vientre, como bendiciendo a tus entrañas que acunó a ese hijo maravilloso, y vos, papá, con una mano atrás y otra adelante, como Napoleón, incapaz de retener el brillo de orgullo que se te derramaba de los ojos, y la casa era soleada, con su jardín y su fuente y sus estatuas pulidas, y el Ford estacionado frente a la escalinata, como oliendo los jazmines y las rosas que convocaban a las abejas de alas doradas. Sí, papá, mamá. Ricardo tocaba otro Liszt. No este... La melodía se detuvo abruptamente. Las manos ajadas, surcadas de venas azules, descansaban sobre la falda. El piano enmudeció, la sólida casa sin emitir un crujido. Los recuerdos volvían, arrolladores, y se abrían camino hasta los labios de Esther que más que cantaba, susurraba... -«Robusto el cuerpo, la frente siempre erguida, alegres vamos, en pos de tu pendón...» Y la letra se perdía en el olvido y la música de La Madelón, rebautizada Patria Querida, sonaba marcial en el piano.

-¿Recuerdan? Pasaban desfilando, cantando, niños casi, con botas altas, y la sonrisa desafiante a la invitación de la muerte venida del Chaco. Mamá, llorabas, papá no, pero tenía la nariz roja del que muerde el llanto para que no escape por los ojos. Y Ricardo iba con ellos, alegre de cambiar el marfil del teclado por las limaduras de hierro de las ametralladoras... «El lema del valor, que siempre ha de seguir, la raza paraguaya es vencer o morir». Y murió. Y con él, murió su Liszt, y cuando quise revivirlo para ahuyentar el luto que no se iba nunca de la casa, sólo logré soltar los perros de la pena que nos aullaban por toda la casa y por toda el alma. Calló la canción guerrera en el piano, y fue otra vez Liszt. Esther miró a las sombras. Adivinando la presencia del tío Jacinto. El «Sueño de Amor» calló, las manos recorrieron el teclado como buscando la punta de un recuerdo, y de pronto, tomó forma el bolero, pegadizo, meloso... -Tío Jacinto, solterón empedernido. Te teñías el pelo y los bigotes, y no eran negros, sino con el color del cobre. Te aferrabas a la juventud como un náufrago se aferra al madero. ¿Recuerdas? «Nosotros, que nos queremos tanto, debemos separarnos sin preguntar por qué». Bailabas con la gracia de tus largas piernas de zancudo, y usabas aquellos zapatos bicolores, marrón y blanco, como Fred Astaire. Y eras Fred Astaire, y en cada jovencita que asías con impudicia de vejete, difícil de ocultar, por la cintura, soñabas en ella a Ginger Rogers. ¡Cómo vivías tus pobres sueños, querido tío Jacinto! Y allí te hubieras quedado, niño viejo de bigotes de cobre. Te hubieras quedado en eso de vivir del dinero del papá y de tus sueños de bailarín avejentado. Pero quisiste darte el lujo de tener ideales. Tal vez porque eras viejo y no querías morir bailando boleros de miel. Y 1947 te ofreció una bandera. Y vos, querido tío regalador de bombones y profesor de la buena vida, te pusiste aquel feo uniforme y aquel birrete con una cresta colorida, como un gallo de pelea, y te fuiste a morir en una batalla sin nombre en un estero sin nombre, por una bandera que te mentía un destino heroico, y te atrajo a ese grotesco final de soldado para un petimetre de salón... Las manos abandonaron el teclado y volvieron a descansar en las faldas de Esther. Y Esther era toda recuerdos. Y los recuerdos eran una sucesión de adioses. El cáncer se llevó al padre, y la tristeza a la madre. Rosalía, radiante en su noche de bodas con aquel diplomático guatemalteco. Rosalía que partía tras su andariego de lujo. Rosalía, en el puerto, que la abrazaba llorando y decía que nos escribiremos siempre, hermanita. Y primero fueron las cartas, después postales, y por fin, nada. -Papá, mamá, no sé ni siquiera si Rosalía vive. No encontró respuestas en las sombras. Sólo el sonido del viento cruzando en el follaje de los árboles, parecía modular un nombre: Sofía. La menor, un vivo y fragante estuche de alegrías. Lozana y vital, parecía destinada a brillar en los jardines, y arremeter con su risa en ristre disipando a la tristeza como a bandadas de palomas negras. Pero un día se apagó aquel fuego. El color de sus mejillas perdió su lustre de manzana, y anunció: -Me llama Dios.

Se fue a un convento, y ahora es superiora de otro convento, en un gris, frío y ventoso valle del sur de Chile. -Y quedamos solos -le decía Esther al piano. Dueña de todo, de la casa enorme, del inacabable dinero en el Banco, de los fantasmas, y de su vejez. Más tarde, apagó la lámpara y se marchó a la cocina, donde se preparó un emparedado de queso, y bebió un vaso de leche. Llenó el gran vaso de agua para sus dientes postizos, y caminando en la obscuridad, de memoria, subió las escaleras rumbo al piso alto, donde tenía su habitación. Entró, encendió la luz, depositó el vaso de agua sobre la mesita de noche, y volvió a descender al salón. Comprobó el cierre de la puerta de entrada, y por costumbre, el de aquellas ventanas de cortinas arruinadas que nunca se abrían, pensando para sí que soy una maniaca, comprobando si estas ventanas soldadas por la herrumbre están bien cerradas. Volvió a subir por la ancha escalera, alivianó su paso por el pasillo, y fue a llamar con los nudillos la puerta del dormitorio de sus padres. -Buenas noches, papá y mamá. Siguió su camino rumbo al dormitorio, entró, y poco después se metía bajo las cobijas recordando que el refrigerador estaba casi vacío y que mañana iría al supermercado. -Tendré algo que contarte, papá. Y se durmió. -Papá... hoy fui al Banco. Retiré algo de dinero. Hice las compras en el supermercado... -¿Cómo está la ciudad? -Hostil. -Antes era amable. ¿Por qué hostil? -Porque el mundo es hostil. -Explícame eso, hija. -No puedo. El violinista tampoco me lo pudo explicar. -No sé de qué violinista hablas... -Me pidió dinero cuando salía del supermercado. No tenía trabajo... -¿Y su violín? -Lo vendió. Ya no le servía. Ya no podía tocarlo.

-¿Por qué? -Le pisotearon las manos y le rompieron los dedos. -¿Quiénes? -El mundo hostil. Me dio lástima, pero más lástima me da el mundo que le rompe los dedos a los que hacen música. -¡Vamos! Un caso aislado... -Ningún ser humano es un caso aislado. -¿Cómo era el hombre? -Un derrotado. -Hija, también en mis tiempos debían existir derrotados, para que existieran los victoriosos... -Es que, papá, siento que ahora ya no existen victoriosos. Sólo sobrevivientes. Y no me digas «que para que existan sobrevivientes deben existir muertos», ya lo sé. -¿Y vos, hija? -¿Yo, qué? -¿Sobrevives o mueres? -Simplemente vivo. -¿Para qué? -Eso mismo me pregunté cuando le di un billete al violinista. Quise saber qué relación existe entre él, que no tiene nada, y yo, que todo lo que tengo lo reduzco a nada. Sabes, papá, cometí una inconveniencia, invité a cenar al violinista. -A tu edad ya no es inconveniencia. -Claro... me olvidaba que vos estás muerto y que yo estoy vieja. Me da ganas de tocar para él el piano. -Quizás te agradezca más la música que el billete. -¡Qué va...! me agradecerá más la cena que la música. Ya te dije, es un derrotado. -Si sólo aspira comer, es una derrota total. No sé qué puede enseñarte.

-Tal vez el sabor de la derrota. -Curiosidad malsana, hija. -No, siento que es el principio de una búsqueda. -¿De qué...? -No sé. Pero «búsqueda» es una palabra linda. Significa movilidad. Como lubricar los huesos de mi alma... y hacer algo. -¿Qué? -Algo, simplemente algo. ¿Por mí misma tal vez? -Todo lo que hacemos, hacemos por nosotros mismos. Egoísmo visceral. Después empezamos a buscar nuestras justificaciones. -¡Qué descreimiento hay allá donde estás, papá...! -Lo trajimos hecho de allí donde estás... hija.

Mateo Ramírez Mi viejo solía decirme que tome nota de todo. Y se me quedó el vicio. Tengo un montón de apuntes, cuadernos, libretas, sobres usados, y hasta algunas servilletas de papel. Y lo más irónico es que los guardo en el estuche del violín. Del violín que ya no está, de modo que el estuche parece un ataúd de donde han robado al muerto. Muerto. El violín muere cuando no existe quién lo toque. El violín vive sólo cuando suena, llora, ríe, pinta, hurga almas y vagabundea por los circuitos de la conciencia. Mi violín no era un Stradivarius, ni yo un virtuoso, pero formábamos una unidad. El hombre y el violín, no el hombre y la música, porque la música es el resultado. Aquel orangután que me pisoteó la mano, mató mi mano, y mató al violín, y mató la música. Y me mató a mí, de la manera más cruel, porque me mató y me dejó vivir. ¿Por qué no me mató y me mató de una vez? ¡Pobres apuntes estos! ¡Lo que tienen que recoger! ¿Dónde estaba? En nada. Tomar apuntes es como divagar. Sólo que es más divertido. Además, la mano demuestra que todavía sirve. Ya no pulso el arco. Pulso el lápiz, y en vez de salir música, salen palabras. Toco palabras. Único en el mundo, aquí está Mateo Ramírez, concertista, solista de palabras. Al final, no es poca cosa, pero no suficiente para sacarme de encima esta no-vida que me arropa y me humilla, que me llevó a empujones por esa posta suicida de primero no creer en nada, después en la gente, después en mí mismo, elaborando una fórmula cuyo resultado final es cero. Lo malo es que el cero no tiene conciencia, y yo sí. Y soy un cero con conciencia.

Para lo que me sirve. Si la conciencia sirve sólo para decirnos que estamos en el pozo, mejor no tenerla. Mejor ser un cero-cero. Ayer me desperté con hambre y con resaca. Una combinación horrible, sobre todo cuando en la mesa no estaba el pan que dejé anoche (se lo llevó la rata esa, la peluda, la más atrevida) y en la botella de Parapití no había una gota. Ni pan para el hambre ni más resaca para la resaca. Vaya día ayer. Me levanté de la cama, y al levantarme se movió el aire a mi alrededor y subió a mis narices un olor a orina vieja. Mi olor. Una vez olí lo mismo en el hospital, cerca de la cama de un anciano enfermo. Yo huelo así. Pero no soy anciano. Tengo la edad para oler a agua florida y loción Madera de Oriente, u otra porquería semejante. Pero huelo a anciano, estoy viejo por dentro y el viejo que está en mí me sale por los poros y se pega a mis calzoncillos. Qué asco. Qué resaca. Qué hambre. El sol había alcanzado las patas de la mesa y parecía decirle levántate y anda a la cucaracha que aplasté la noche anterior. Cuando el sol alcanza la pata de la mesa, son las diez de la mañana. Bueno, para mí las diez de la madrugada. Hora de salir a buscar algo, para comer o para chupar, la suerte dirá. Y salí después de frotarme la cara con la toalla mojada, sin resultado alguno, porque los pelos de mi barba se pusieron de punta y cuando los malditos se erizan, erizados quedan. Crucé la ciudad, y me encaminé a la Plaza Uruguaya. En eso, soy como el caballo que sueltan lejos y vuelve solo a la querencia. Mi querencia es la Plaza Uruguaya. Me suelten donde me suelten, voy a la Plaza Uruguaya, de noche para divertirme insultando a las putas y comprobar hasta dónde llega su paciencia. Algunas estallan enseguida y buscan una piedra. Otras ríen como diciendo que todo lo que yo inventaba en términos de insulto, ya le habían dicho antes, y que les resbalaba. Esas son las más antipáticas, porque no tienen salvación. Por lo que a mí me importa. Se instalan en las sombras, las mujerucas esas. Y viene un coche, se estaciona como agazapado. Y trato de adivinar si el hombre va a dirigirse al kiosko en busca de un Shakespeare, o se va a dirigir a las sombras en busca de una Marilú. Eso es lo que me atrae de la Plaza Uruguaya. En metros de acera apenas, la síntesis de nuestras opciones. O la luz imperecedera del conocimiento o la caída a ese valle de perdición que se abre entre los muslos macizos de una prostituta barriguda. Bueno, opción para otros. Yo no sé si ya estoy por encima, por debajo o demasiado lejos de esas cosas. Me resbalan, como dijo aquel refinado artista. A veces doy en la verdad cuando digo que ese va a buscar un libro. Otras me equivoco, y sigo en el ejercicio hasta que me aburro, y me voy y le pego un susto al homosexual que también se instala en las sombras al acecho de lo suyo en esa plaza mágica, acercándome por detrás y disparándole al oído la onomatopeya de un pedo soberbio, un pedo de Gargantúa, y él se mata de furia y yo me mato de risa (otra síntesis de nuestras opciones) y me voy caminando por ese universo cuadrado que también tiene su síntesis en esa calle donde es legal subir de contramano. Bueno, ¿síntesis de la plaza o síntesis de toda la maldita ciudad? Qué sé yo. Pero cuando fui ayer, no era de noche, sino la media mañana. Con hambre y con sed. Y me detuve en la esquina a interrogar a la Diosa Fortuna. ¿Dónde estaría más propicia la bondad humana? ¿Entre el gentío vago-proletario del centro de la plaza, con sus lustrabotas impertinentes, sus vendedoras de chipá, sus campesinos desconcertados y sus buhoneros que vendían relojes japoneses fabricados en Brasil y armados por los coreanos en sus lúgubres sótanos de Vista Alegre, o en alguna compasiva ama de casa que salía con sus compras del supermercado? Me decidí por la bondad burguesa y crucé la calle dirigiéndome al supermercado, sintiendo sobre mí la

mirada hostil del veterano cuidador de coches para quien la Guerra con Bolivia había terminado hace cincuenta y dos años, pero él la prolongaba, contra mí. Es cierto que una vez quise disputarle el trabajo, pero me demostró que no en vano era uno de los que habían corrido a naranjazos a los bolivianos. Me corrió a palos a mí. De modo que mantuve una prudente distancia, y él hacía sonar su silbato organizando el tránsito, sin dejar de vigilarme. Observé a una vieja que salía con un bolsón bastante raído. La observé porque ella me observaba a mí. Me sorprendió. Tenía aspecto de cualquier cosa, menos de generosa, con su astroso bolsón que no hablaba de abundancia. Pero me miraba con insistencia. Pensé en una ninfomaníaca tardía, pero deseché la idea evaluando mi aspecto que debía parecer repugnante hasta a una ninfomaníaca tardía, lo que no es mucho decir en favor mío, pero la verdad es la verdad. -¿Qué le pasó en la mano? -era ella, que se había acercado y me miraba directo a la cara. -Tocaba el violín -le dije haciéndome el gracioso- pero un crítico escribió que yo tocaba como un chimpancé. Lo malo es que tuvo razón, y entonces emprendí a mordiscos con mi mano. -Sólo pretendo ayudar -me dijo con reproche, y se fue. Quedé arrepentido. Aquella buena señora no merecía la sorna. Tenía una mirada mansa. Su interés parecía genuino. Además, olía a orina como yo. O a polvo y a moho. La seguí y la alcancé. -Disculpe, señora -le dije, y ella se detuvo. Proseguí: -Lo del violín es verdad. -¿Y su mano? Miré aquella mano izquierda agarrotada, y la derecha, con los dedos apuntando donde no debían. -Mis manos pagaron culpas ajenas. Pero ajenas de verdad, porque hay culpas propias que no son realmente culpas, sino pasiones que nos instalaron en el alma para morir por una bandera o ser mutilado por un «ismo» que miente un sentido a la vida. Me lo demostró un caballero de mucho peso con hierro en los tacos del zapato. Entonces volví a Asunción, no sé para qué, porque el rencor no tiene fronteras. -¿Y ya no puede tocar? -me preguntó ingenuamente. -Señora, cuando uso el tenedor no sé si va a parar a mi boca o a mis narices. Así de torpes quedaron mis manos. ¿Se imagina? Manejar un arco es delicado como el beso de una mariposa a un lirio. -Terminó como violinista y nació como poeta. Tenga, joven.

Y me tendía un billete impresionantemente bello de mil guaraníes. No lo tomé. -¿A cambio de qué? -pregunté, desconfiado. Me miró de pies a cabeza, y leía en sus ojos la pregunta de qué diablos puedo sacar de este despojo. Y tomé el billete. Dije gracias y me fui presuroso. Comida y bebida. No, en orden inverso, bebida y comida. Hay que respetar las prioridades. Dios mío, que cínicos nos vuelve la miseria. Giré para saludarle cuando se iba. Pero no se había ido. Me había venido siguiendo. Me detuve cortésmente. Levanté elegantemente la ceja derecha como hacía antes, cuando tocaba el violín y vestía bien, y con ese gesto preguntaba ¿sí? -Ocurre que vivo entre fantasmas -me dijo seriamente. -Todos vivimos entre fantasmas -le seguí la corriente, porque si era loca, parecía del tipo manso. Además, un poco de mi tiempo valía sus mil guaraníes. -Me refiero a fantasmas reales -me explicó con paciencia. -Señora, sea lógica, si son reales, no son fantasmas. La realidad del fantasma es la irrealidad -me pregunté dónde había leído tal disparate, pero quedaba bien para la ocasión. -No me entiende -replicó- lo que quiero decirle es que los oigo con el oído, pero sólo los veo con la mente, tal como eran cuando estaban vivos, y no eran fantasmas. -¿Consultó un médico? -¿Médico? ¿Para qué? -Vamos... oír voces. -¡Pero si las voces están allí! Pensé aquello tan vulgar de cada loco con su tema. Además la dama de desteñida vestimenta y con olor a encierro parecía inofensiva. -De acuerdo, las voces están allí -le dije-. Vinieron del cielo y... -¡Pero si nunca se fueron! Me miró con el aire superior de quien siente lástima por el asno con quien está hablando. -¡Por supuesto! ¡La realidad es que soy un pobre iletrado en esta cuestión de fantasmas confesé, mohíno. -No todos podemos saber de todo -me consoló con bondadosa comprensión, y prosiguió:

-¡Oiga! -algo se le había ocurrido de repente-. ¿No quiere venir a cenar en casa? ¿Sí? Es Ud. muy gentil al aceptar mi invitación. Yo no había aceptado la invitación, en primer lugar porque no quería complicarme la vida de ninguna manera, y luego porque no me atraía la idea de conversar con unos comensales fantasmas. Pero no pensé en el significado social de la cena, sino en el significado proteínico de una comida gratis, y lo dejé correr. -¿Mañana a las ocho de la noche? -me consultó. -Sí. ¿Dónde es? -No queda lejos. Vamos, se lo mostraré. Y empezó a caminar. Yo detrás de ella. Arrugando en el bolsillo el billete. Tomó por España, luego caminó por las calles paralelas a las vías del ferrocarril, pasamos junto a los vagones abandonados del Cambio Grande, nos separamos de las vías y cruzamos haciendo equilibrios la avenida Artigas, y por fin, en un callejón diagonal, que lógicamente no debía estar allí porque no conducía a ninguna parte, ni tenía salida, llegamos a la casa. -Es aquí -me dijo- mañana a las 8. Abrió el portón que chirriaba y caminó por la avenida hacia aquello que debió ser ampulosa escalinata de mármol en otros tiempos. Miré aquella casona guardada por hierros y silencio. El jardín convertido en matorral, las altas rejas terminadas en punta de lanza, y los árboles apretados, donde sólo faltaba una liana y Tarzán viajando por ellas. Y no estuve ya muy seguro si aquello de los fantasmas no sería verdad, después de todo. Entré al primer almacén que encontré en mi camino, compré un robusto pedazo de salame, pan, y una botella de caña blanca. Y regresé a mi cubil, fiel a la última norma sobreviviente: no emborracharme jamás en público. Sería el punto final.

Esther Landaburu Como una concesión al visitante, Esther quiso encender el farol que iluminaba el portón y la avenida de entrada. Pero comprobó con desconsuelo que la bombilla estaba quemada, o que ya no había bombilla ni farol.

El violinista llegó puntualmente a las ocho. Ella vio su sombra vacilante allá en el portón y le gritó que entrara. El violinista avanzó y encaminándose al encuentro de su anfitriona, notando que tenía el mismo vestido desteñido de la víspera, pero por lo menos se había peinado, y el polvo de arroz de su cara disimulaba un poco el olor a vejez. Se alegró de haber traído aquella flor, que se la ofreció galantemente. -Muy amable -sonrió ella, complacida. -Es más valiosa, porque fue robada de un jardín con perro guardián -dijo él. -¿Cómo, cómo? -Es sencillo, mi distinguida dama. Comprar una flor es un acto comercial. Robarla es un acto de coraje. Deposito en sus manos la flor, y a sus plantas mi coraje. Y pongamos en claro algo importante, señora, no estoy bebido. -Y se ha afeitado esa horrible barba de ayer. -Otro homenaje a su persona. -Pero no nos quedemos aquí, pase -y se hizo a un lado. -¿No va encender la luz? -La luz está encendida. El violinista miró aquel único foco encendido en la araña que pendía del techo, redimiendo de la inutilidad a una veintena de camaradas definitivamente muertos, y entró en la gran sala. Vio el piano que se había salvado del amortajamiento general de los muebles, y la gran mesa tendida con un grueso mantel, y unas veinticinco sillas de alto respaldo alrededor. Pero sólo había cubiertos en la cabecera y el sitio a la izquierda. Menos mal -pensó el hombre- con sillas para los fantasmas vaya y pase, pero si les pone cubiertos, me voy. Estaban de pie, en ese sitio de tantos sillones y divanes prohibidos, sin saber qué decirse, con el desconcierto del primer encuentro. Por fin, ella rompió el hielo. -¿Toco algo para Ud.? -dijo, señalando el piano. -No, por favor, señora. La música me duele. -Comprendo. ¿Una copita? -¿De qué? -¿De anís?

-No, gracias -y rió por dentro. ¡Anís a un tomador de caña! -No sé qué otra cosa ofrecerle -dijo ella, compungida. -Se acostumbra a ofrecer conversación -contestó él, retirando dos sillas de la mesa, y ofreciendo galantemente una a ella. Ella se sentó, y él hizo lo propio. Ella mirándolo como esperando que iniciara la conversación. -¿La casa es suya? -preguntó el violinista. -Sí. -Y... ¿vive sola? -Sí, y no. -Claro, los fantasmas, -pensó él. -¿No se siente un poco sola? -Sí, y no. -Claro, entiendo. -No, no entiendo nada. Usted está pensando en la compañía de los fantasmas. Yo sólo me refiero a la compañía. -De sus recuerdos... -No, de presencias. A los sepulcros van sólo los despojos. El resto queda impregnado a las casas. El violinista sintió un escalofrío. Aquella gentil y sosegada locura tenía su perturbadora lógica. Deseó no haber venido. Ni por la comida. -¿No nos estamos poniendo demasiado lúgubres? -Lo entiendo. Todo esto sólo incita a pensar en el pasado. -Lo dice bien. También nosotros nos sentimos impregnados de pasado, señora. -¿Le desagrada? -Me da frío.

-Estamos en verano. -El frío que siento me viene de adentro. -Hábleme de Ud. -¿Por qué me invitó? Ella reflexionó un momento. Sus ojos se cerraron y se meció como en trance, con las manos unidas en la falda. -Podría decir que fue una ocurrencia del momento -explicó ella. -¿Y por qué no lo dice? -Porque no sé si fue una ocurrencia del momento. Sospecho que Ud. es la punta de una madeja. -Supongamos que empiece a tirar suavecito de la punta de la madeja. ¿Qué espera que salga? -Acontecimientos nuevos, presumo. -Los acontecimientos nuevos tienen razones, tienen sentido, consecuencias. -Eso creo. -Cree... ¿o quiere? -¿Qué pretende decirme? -Si está buscando liberarse de los fantasmas. Ella rió. -¡No! Supongo que trato de darles satisfacción a mis fantasmas. -¿Cómo? -Dando un sentido a mi vida. Él la miró y pensó tristemente que empiezas mal, mi querida señora, invitando a tu casa a un violinista sin violín, y borracho. -Empieza mal, empezando conmigo.

Ella calló. Las sombras apenas iluminadas por la solitaria bombilla de la melancólica araña de cristal, parecían espesarse a su alrededor. El violinista miró en torno, y vio el bulto de los muebles cubiertos, y las escaleras que iban al piso alto y que se perdían en la obscuridad, como si condujeran al abismo, o a otra dimensión donde la nada se paseaba de la mano de la soledad. ¿Qué sentido, sentido a qué podría buscarse en este sepulcro mayúsculo? Se preguntó. Y la pregunta afloró. -¿Qué entiende por dar sentido a su vida? -¿Por qué me interroga? -preguntó a su vez ella, con irritación. -Porque soy la punta de un ovillo, ¿recuerda? Usted me involucra en su búsqueda. Quiero saber cuál es mi papel. -Su papel es cenar conmigo. -Ese es un anzuelo. Mordí. Conforme. -¿No ha pensado que la ciudad perdió la razón? -No entiendo, pero digamos que sí. -Devora a los más débiles, ¿no se dio cuenta? -No he pensado en ello. --A los que no puede devorar, destruye. Como a Ud. Ud. es una basura. Un despojo. -Yo también. -Tiene una casa inmensa. -Y un alma atrofiada, como sus manos. -De modo que la razón es... -Que compartimos algo. -¿Una identidad? -Y tal vez un deseo de rebelión. -Yo lo ahogo en una botella. -Y yo en la obscuridad y en el silencio. Pero... ¿lo logramos? -Digamos que no. ¿Qué propone?

-Propongo comer -dijo ella con aire grotescamente travieso, y se levantó para marcharse a la cocina. Si algo es capaz de poner perplejo a un zombi como yo, es que todavía estoy vivo -se dijo el violinista-. No es mala noticia, concluyó. Cenaron. Nada parecido a un banquete. Una sopa espesa y tostadas crocantes con manteca. El violinista no se quejó. Con respecto a su menú de salame y pan, aquella comida caliente era casi un lujo o al menos, eso pensó. Ella estaba acostada, a punto de dormirse, cuando la voz surgió de las sombras. -Recuerda que tienes 67 años, hija. -No es un romance, mamá. -¿Qué es? -La punta de un ovillo. -Eso oí. No tiene sentido. -Lo que no tiene sentido es la soledad. No tiene sentido este enorme cascajo vacío. No tiene sentido el dinero del Banco. Quiero que el violinista venga a vivir aquí. -¡Jesús! -¡Y otros como él! -¿Cómo qué? -Derrotados, marginados, golpeados, vencidos. -¿Para darles una nueva oportunidad? -No, para que sus heridas no sigan doliendo. Pienso que el derrotado que vive allá afuera, sufre, porque debe mirar siempre de abajo para arriba. Si aquí está entre iguales no sufrirá nada, y mirará de frente, de miseria a miseria. -¿Y qué pretendes con eso? ¿Ser la reina de una corte de los milagros? -Mamá, nunca me comprendiste. -Tampoco ahora, hija.

-Ya no importa. Recuerdo a papá cuando hablaba con orgullo de su linaje. Soy la última. Papá merece que su abolengo se extinga en una llamarada, aunque sea en una llamarada de locura. -¿Piensas morir rodeada de miseria? -La miseria es también el último escalón del linaje humano. Todos tendremos algo en común. Nos reuniremos en paz para esperar el final. Daremos la espalda a... afuera. Nos reiremos de los que nos lastimaron. -¿Y dónde van a guardar el odio que traen? ¿En el desván? No se puede, hija. El odio está en nuestros poros, en nuestros ojos y en nuestros huesos. -No les exigiré que guarden su odio. Tienen derecho a ejercerlo. Y aquí nadie les tapará la boca cuando lo gritan. -Hija, creo que estás loca. -Yo también lo creo, mamá. Pero pienso también que la locura es lo único capaz de sostenerme cuerda. -Debiste casarte. -Tuve tres novios, ¿recuerdas? Al primero lo ahuyentó papá, porque era pobre. Al segundo lo ahuyentase vos, porque aunque era rico no tenía apellido. Y al tercero lo ahuyenté yo, no recuerdo por qué. -¡Qué cosas, Dios! Buenas noches, hija. -Buenas noches, mamá.

Mateo Ramírez Extraña, la dama. ¿Loca? No sé. En todo caso nunca supe qué es la locura. Pero si es loca es «loca mágica», porque su locura tiene un sentido, y que se atormenten los sicólogos tratando de interpretar esto. Pero basta que yo me entienda. Además, cuando ya no usamos ninguno de los valores de la Sociedad, los habitantes del abismo fabricamos nuestros propios valores. La cena no fue epicúrea. Pero no estaba mal, y sentí tanta placidez de barriga ahíta, que por fin consentí en que tocara el piano para mí. Toca horrible. Un mono bailando sobre el teclado, pero ejecutaba en todos los sentidos, a Schubert y me miraba sonriendo con los ojos y con los labios invitándome a compartir la dulzura de aquel tormento musical. Tal vez en otro tiempo tocaba pasable, pero esos dedos enfermos apenas podían aferrar las perlas celestes de Schubert. Le di una alegría merecida con un aplausito cortés, y una sonrisita feliz que significaba algo así como un ¡bravo!, íntimo y enano, para

uso de dos. ¿Por qué me burlo de quien me alimentó? ¿Y qué quería de mí? Claro, compañía humana, un tesoro en esa soledad inmensa, aunque provenga de mí. ¿Por qué me desprecio? Soy un ser humano. Mutilado, pero humano, al final de cuentas. Pero aquel orangután no se dio por enterado. Cuando un hombre cae preso ya no es un hombre, es una res. Terroristas de mierda, me decía. Yo le replicaba que no señor, no soy terrorista, porque el terror me enferma, soy violinista, hago música, no hago pum. Además, mi querido señor, soy extranjero, vine a perfeccionarme aquí, no vine a ponerle bombas a nadie, se lo juro. ¿Así que violinista? me decía, y agregaba a ver cómo suena esta flauta, y me pateaba en las bolas, y decía contá, contá, desgraciado, contá muerto de hambre, contá pajuerano. Y yo no sabía qué contar y agarrándome los testículos ardientes le suplicaba que por favor dígame qué quiere que le cuente y se lo contaré todo, y le pondré moñitos a la historia. Entonces él me decía que Tania cantó, indio de porquería. Yo no sabía quién era Tania, pero me asustaba, porque tenía nombre de espía, nombre de guerrillera. No conozco a Tania, señor. Me miraba y yo apretaba las piernas y escondía los huevos en los pliegues de mi trasero. ¡Tania durmió contigo anoche, desgraciado! ¡Tu bulín era un aguantadero! ¡Tenía la bomba en la valija! Me estaba hablando en marciano. La que durmió conmigo anoche era Alicia, o al menos así me dijo cuando la vi en la cafetería y me sonrió con esa sonrisa de esta noche podemos dormir juntos, ñato. Y tenía una valija, y bien podía ser Tania. Forniqué, señor, pero de todo lo demás soy inocente. Tania me usó. Pero el orangután me miraba con el aire ofendido de quien siente su inteligencia menoscabada. Y ahora quiero el resto, decía. Quería nombres, una lista de mis compinches, dónde conseguimos el explosivo. Qué explosivo, qué compinches, mi querido señor. Y entonces él me mostraba una foto, de una niña muerta, con una pierna arrancada. Mirá lo que le hicieron, desgraciado muerto de hambre, y estaba a punto de llorar sobre el cadáver de la nena, y para consolarse me dio otra patada que casi me arranca el pene y caí al suelo, y él me pisaba la mano derecha y giraba el taco para asegurarse de que mi mano moría aplastada como si fuera una gran araña, y yo aullaba, y el canturreaba que voy a dejar a este violinista como para que sólo toque el tambor, y solamente el tambor, y su taco de hierro pasaba a mi otra mano, mientras yo pedía piedad a las paredes y lloraba a moco tendido la muerte de mis manos. Llorá, llorá, paragua flojo, decía el orangután. Y cuando el dolor llegó al extremo y ya no tuve nada que perder porque había perdido mis manos me levanté y le dije todo lo que quería, le di nombres falsos y proveedores falsos, inventé un diplomático argelino que nos proveía de explosivos, y le grité en la cara que adoraba el estampido de las bombas, y gozaba cuando la carne volaba y la sangre se aplastaba en las paredes y corría por la acera, y que bien podía matarme, pero él, el orangután, no se salvaría, porque estaba en la lista, juzgado en ausencia por un tribunal de enmascarados y que llegado el momento, sería ejecutado con un taco de dinamita en el culo. Increíble, pero vi el temor en sus ojos. Cobardía de verdugo, vieja como el mundo y vieja como el placer insano de provocarle dolor al prójimo. Me entregó a otro orangután, y fui pasando de orangután en orangután, dejando una fisura de costilla aquí, una uña arrancada allá, una clavícula rota más adelante, hasta que me tocó uno que me creyó, o me tuvo compasión, y me dijo aquí están tus papeles, volá a tu país de comemandiocas y dale gracias a Dios que estás vivo. ¡Ah!, y se me va bien calladito. Me marché bien calladito. Pero lo que no calló fue mi odio. Suena a queja de violín difunto, con un arañar de cuerdas que me estremece los dientes como si masticara piedras. Un odio que al final se va diluyendo, porque me sorprendo a veces pensando algo así como qué se le va a hacer, el mundo es el mundo, nacemos condenados a muerte, y los más infelices, a la muerte en vida. Me tocó a mí, porque me acosté con Tania, tan cálida en la cama, tan

femenina en sus caricias, tan tibia y dulce en la cueva gentil de su vientre, y tan monstruo que al día siguiente, puso la bomba que destrozó a aquella niña, y redujo mis manos de violinista a las garras que apenas sostienen el lápiz.

Esther Landaburu Como todos los viernes, había ido al cementerio a visitar a sus difuntos. Aunque ella consentía muy en el fondo de su conciencia que lo que realmente hacía era abrir el panteón y descender a esa cripta obscura donde hasta el tiempo está muerto, y limpiar prolijamente aquel estante vacío donde alguna vez vendría su propio ataúd. Terminada la tarea, se sentaba a meditar rodeada de aquellos cajones de bronce verdoso y desvaídos lustres y respirando sin congojas aquel aire estancado en la última esclusa antes de la eternidad. Salió del camposanto y la vida hecha de arranques, frenadas, aceleradas y semáforos autoritarios le golpeó la cara. Decidió, como siempre, volver caminando a su casa. Cruzó la calle y pasó frente a las severas paredes del Buen Pastor, de donde no salía rumor alguno, como si las cautivas estuvieran también condenadas al silencio, y siguió su camino. Pronto abandonó la ancha avenida para caminar por serenas y estrechas calles secundarias, donde se alzaban las residencias de gente de viejo abolengo, o de nuevos ricos que iniciaban su camino hacia futuros abolengos. ¿Por qué no? -se dijo-. En alguna parte debe nacer la aristocracia, y no está mal empezarla con mucha plata. Iba a pasar frente a un Instituto de belleza, que sabía regenteado por un homosexual de delicadas maneras, cuando vio salir del negocio a una dama, que caminó presurosa en la misma dirección que ella. Apretando el paso, Esther se puso al paso de la mujer. -Buenas tardes -saludó gentilmente. La otra se detuvo, entre curiosa e intrigada. -Buenas tardes, señora, ¿qué desea? -Yo, ya no deseo nada, a Dios gracias. Al menos nada que me pueda arreglar ese maricón de allí dentro. -Le pregunto qué desea de mí, señora. -Nada deseo de Ud., pero puedo darle algo. -¿A mí? ¿Qué? -Compasión, solidaridad. De mujer a mujer. -¡Por Dios! ¿Quién le dijo que necesito compasión?

-Su aspecto. Sus años. La dama rió divertida. -¿Mis años? -¿Cuarenta... cuarenta y cinco? -¡No veo que le importe! -Y su angustia. -¿Me está tomando del pelo? No tiene aspecto de loca, ni de mendiga. Ud. parece una buena y mansa abuela. ¿Por qué me ofende? ¡Angustia! -Escúcheme, lo tengo aprendido. Una mujer joven viene a un Instituto de belleza por coquetería. -¡Vaya descubrimiento! -Una mujer vieja viene por desesperación. La mujer calló, sus manos se alzaron hacia su rostro maquillado. Toqueteó su pulcro peinado. -¿Qué sabe usted? ¿Quién la envió? -A la primera pregunta: todo. A la segunda, nadie. -¿Sabe todo de mí? -Sé lo que me está mostrando. -¡Explíquese, señora! Y Esther le explicó todo. -Señora, Ud. no tiene una cara. Tiene una máscara sin vida. ¿Cuántas veces se hizo tirar los colgajos y planchar las arrugas? Dejó su cara en un quirófano y se compró esa careta viva, sin expresión. ¿El precio de qué, mi buena señora? Creo adivinarlo. El precio de la tranquilidad. Pienso que Ud. tiene mucha plata, y veo su anillo de casada. Piensa que su oficio es ser bella y su salvación ser joven. -Y si fuera así... ¿qué? -Los maridos saben aritmética. Y mucho más para contar los años.

-¡Dios! ¿Es usted una gitana? ¿Una bruja? -Soy una vieja arrugada que conoce la vida. La mujer contempló pensativa a aquella extraña anciana. ¿Qué había dicho? ¿Desesperación? ¿Tenía que ofenderse y mandarle al diablo? Pero... ¿y si tuviera razón? ¿No estoy tratando de retener la juventud acaso? ¿Para qué? ¿Para evitar el fracaso? Pero... ¿el fracaso ya no está instalado en casa? ¿Qué estoy haciendo, el payaso? ¿Un payaso de cara tirante y canas teñidas y pestañas aceitadas? Esta bruja los vio. ¿Y él? ¿Los habrá visto? Los payasos son para hacer reír. ¿Se estará riendo de mí? ¿Cuándo me toca es para sentir las vibraciones de mi amor y de mi deseo o para palpar la flacidez de mi carne? ¿De dónde ha salido esta vieja horrible? ¿Qué quiere? Su reacción la sorprendió a ella misma. -Señora -dijo- vivo cerca... ¿me acompaña a tomar un café? -Me encantaría. -Vamos, por aquí. Caminaron juntas por las lisas aceras de baldosas y aspirando el perfume acentuado de los jardines al atardecer. Llegaron a la casa, brillante, blanca, florida, presuntuosa, escuchando con soberbia el rumor de una fuente artificial que se deslizaba entre piedras traídas de los cerros y los helechos arrancados de la espesura, con un rumor híbrido, de sonido musical de agua al saltar de piedra en piedra mezclado con el eficiente latir de una bomba centrífuga escondida entre los peñascos. -Nuevos ricos -sentenció Esther, para sí misma. Cuando entraron en la casa, su opinión se confirmó. Nueva casa, sin historia. No huele a recuerdos, ni a almidones antiguos ni a terciopelos añosos ni a polvo perfumado por el tiempo, ni a bronces de aliento dulce-amargo ni a mármoles, ni a la humedad a la que se quedan pegados los flecos del tiempo. Huelen aún a pintura, a lustramuebles en spray y a pino de embalar. Eso, eso. Esta casa está recién desembalada. Rió para sí misma, satisfecha de su clarividencia, que tenía algo de maligna, pero en el fondo, tenía dulzura. Contempló el salón. Suntuoso y vulgar -se dijo. Muebles de diseño moderno, pero eso sí, todo cedro, todo cristal. Y los cuadros. -Dios mío, el dueño de casa es un adicto a la potencia, o al poder -reflexionó. La dueña de casa la dejaba mirar. Pensó que quizás me quiere castigar aplastándome bajo el peso de este lujo, y asustándome con estos cuadros en las paredes. Potencia. Poder. Allí estaban. Un velero abriéndose camino en un mar furibundo. Y no se sabía si había más fuerza en el velero que en la tormenta. Y a su lado un diploma de reconocimiento. Más

allá, caballos de poderosa musculatura galopando en tropel en las praderas. Parecía oírse el trueno de los cascos. Y a su lado, un pergamino de gratitud. En la pared siguiente, encima de la enorme bocaza de la chimenea, un león de airosa melena y afiladas garras cortando la huida veloz de una gacela, clavándole las uñas en los flancos. Y a su lado brillantes medallas sobre aterciopelado paño rojo. Sobre la repisa de la chimenea, un cañón de bronce desafiando al mundo, y un elefante de porcelana con la trompa en alto y una pata a punto de aplastar algo, a la Humanidad, tal vez. Más allá una espada de Samurai, en su lujosa vaina. Más poder. Y por fin, el sello del credo católico y apostólico romano del dueño de casa, San Jorge atravesando con su lanza al demonio. -Su marido es un hombre de éxito. -¿Cómo lo sabe? -Sencillamente, lo sé. -¿Tomamos café? -Puede ser en la cocina -dijo Esther- el café me sabrá más a café. Pasaron a la cocina. Esa noche, Esther contaba a su padre que había encontrado otro náufrago. -¿Los coleccionas? -la voz de su padre sonaba irónica. -Algo así -respondió Esther, y trató de dormirse, pero sabía que no podría hacerlo. El café siempre la desvelaba.

Rosanna Querido diario. Es fantástico y amargo lo de la vieja solterona. Es una persona que sabe mucho y quizás tenga algo de bruja porque me leyó, sí, me leyó como si yo fuera un libro, sí, como un libro me abrió y me leyó y me dijo lo que yo sabía pero me negaba a saber que sabía. Ahora le veo a Adrián como es verdaderamente, debe ser bruja, digo yo, porque ahí estaba la verdad, lo que digo el fracaso y la desilusión, porque nadie me va a negar que me rompí el alma con el desgraciado, no era más que cantor de orquesta y yo una tipa loca que le llevó el apunte porque tenía esa voz que parecía miel y las chicas se encantaban y yo me ponía celosa y decía que esa voz era sólo para mí, y le decía dejá la orquesta mi amor y estudiá, mi sueldo de Jefe de la Sección Costura da para los dos. Y nos casamos nomás, y yo trabajaba y él estudiaba, yo trabajaba doble y él estudiaba doble y qué felicidad era vivir sin necesidades y qué fiesta cuando él volvía de su examen me abrazaba y besaba y me decía saqué cuatro mi amor y nos íbamos a la parrillada a comer un asado y a tomar una botella de vino y así se recibió como abogado y salimos a comprar los trajes, los zapatos y

las camisas que debe ponerse un abogado porque yo le decía quién te da un pleito con esa facha y nos reíamos y yo le decía pronto voy a dejar la fábrica y me quito el espiral y vamos a tener un hijo y me voy a quedar en casa a cuidarle, pero él me decía que espere y no me apure porque recién comenzaba y yo decía que tenía razón y no dejaba mi trabajo y él se iba a buscar su primer pleito, y me besaba al salir y me decía que ruegue para que agarre una Sucesión bien gorda. Pero la cosa no salía así, y anduvimos lo mismo tres años y no traía dinero casi nada y lo único que cambió es que yo no mantenía al estudiante sino al abogado sin pleito, hasta que la cuestión se puso fea cuando el patrón nos reunió y nos dijo que este contrabando de mierda está matando nuestra linda empresa y con el dolor de su alma tenía que reducir personal, y primero le tocó a las costureras solteras y después a las casadas sin hijos y así nomás me vi en la calle. Qué situación fea pasamos, y nos mudamos una casa más chica, por el alquiler, y él traía el dinero a puñitos que no alcanzaba para nada, y yo tenía que salir a hacer de todo, encargada de limpieza del tercer piso del Banco Platense, y me daban ñandutí en consignación para vender a los turistas de los hoteles e hice de todo menos putear a Dios gracias, y todo por este infeliz de mierda. Yo le hice gente, y yo le alimenté y le puse en el camino, y creí aquella vez que terminaban las vacas flacas cuando me dijo que el Dr. Celestino le hacía llamar y que le soplaron que era por un cargo, y era un cargo efectivamente y esa noche me agarraba de la cintura y me hacía bailar y yo le preguntaba qué era su trabajo y él me decía qué trabajo mi amor, el trabajo es lo de menos, alrededor del Dr. Celestino da vueltas la plata y vas a ver cómo tu marido se sube a la calesita. Claro que subió nomás porque en menos de dos años teníamos una casa propia y un auto, y no me hacía faltar nada, pero nada de sacarme el espiral. Por la falta que hacía porque se olvidaba por meses de satisfacerme y cuando yo le preguntaba qué pasaba me decía que estaba mortalmente cansado, porque el Dr. Celestino era generoso pero exigente y tenía que vivir pegado a él, que andaba de aquí para allá sin cansarse nunca y con aquellos amigos que andaban a los codazos para andar cerca del Dr. Celestino, y él no podía permitir de ninguna manera que le dejen atrás. Y no se quedó nada de atrás, porque se pegó al Dr. Celestino como una estampilla, y su vida no era su vida sino la vida de la sombra del Doctor, y su casa no era su casa sino la posada donde dormía si el Dr. Celestino no le llevaba o no le mandaba en alguna misión. Y otra vez nos mudamos de casa, pero alquilada porque ya comenzó la construcción de esta casa de porquería, y también empezó mi destrucción porque el tipo ya tenía plata y ya tenía poder y la plata y el poder no brillan nada si el muy macho no tiene alquilado un departamento donde tiene alquilada una modelo jovencita de 18 años más puta que modelo, y después otra y otra porque donde hay plata las chiquilinas puercas vienen volando como moscas hacia la miel y él se revolcaba con su dinero y la carne joven, y yo caminando para vieja, pero diciendo pobre, que es como todos los hombres que cabezudean y se desquitan de la miseria, pero después se cansan y vuelven al hogar, por lo menos al hogar, porque familia no le di porque cuando me quité el espiral y conseguí como por compasión que me haga el amor yo ya estaba seca, o ya estaba vieja. Dios mío, yo no quería ver eso, ni cuando el desgraciado le reemplazó al Dr. Celestino en el puesto y se convirtió en otro Dr. Celestino que se hace lamer por los adulones y le hace temblar a sus contrarios, y se va a Miami o a Camboriú con la podridita de turno, y yo dale que dale con mi esperanza y gastando plata en el Instituto de belleza y haciéndome planchar esta cara inútil en Buenos Aires. Y todo para qué, para que venga esta vieja loca sabia maligna generosa como mi Ángel de la Guarda que me dice que estoy vacía, que estoy vencida y que soy «la vieja», y la risa de mis amigas y la compasión de los extraños, como de esa vieja. Esa vieja que me dijo que voy a verle otra vez, porque ella tiene una

salida para mí y escapar de esta miseria de vivir y no vivir en este lujo podrido que no me sirve de nada.

Mateo Ramírez Miro a mí alrededor y el inventario de mi miserable pieza de pensión me golpea la cara como un insulto. La cama sin elásticos, el colchón que huele a claudicación, la mesa coja, la única silla que a la vez me sirve de percha, y haciendo de ropero, mi querida valija de cuero, en el suelo, recuerdo de tiempos mejores. La patrona me sirve comida sólo cuando se la pago al contado, es decir, casi nunca. Para cagar, debo bajar por una escalera de caracol de las que ya no se ven, y alcanzar la letrina y felicitarme si no está ocupada, porque somos muchos los pensionistas. A veces me es más cómodo hacerlo aquí mismo, sobre un papel diario, hacer un paquete y llevarlo después. Dios mío, qué bajo cae uno cuando cae. Será porque no hay intermedios ni medias tintas. Se cae o no se cae. Lo diferente está en la miseria, que unas veces es física y moral. Otras sólo moral. Y otras sólo física. Y quizás haya más, y si hay más, acumulen sobre mí todas las miserias del mundo, y todavía sobrará espacio. Vaya que estoy masoquista hoy. Pero la razón del inventario de mi pieza no es el masoquismo, sino la invitación de la vieja loca. Quiere que me mude a su casona. La idea me atrae, porque ella dejó bien sentado que no había compromiso alguno de mi parte. Sólo vivir allí, compartir su comida. Vivir en cualquiera de las piezas, entrar y salir cuando se me antoje. Nada de podar ligustrinas ni regar el césped ni destupir cañerías ni cambiarle cueritos a las canillas. Le pregunté la razón y me dijo que ninguna. Que no se moriría de pena si me negaba ni de alegría si consentía. Simplemente te estoy reclutando, me dijo. Y no entendí qué quería decir. Quizás ella tampoco se entienda. Lo cierto es que me invitó, y aclaró que no sería el único, porque ya tenía otro candidato, en realidad, otra candidata. Quizás otra bala perdida como yo, porque la intención se nota. Esta señora parece empeñada en alguna misión. Cierro los ojos y la veo dándole al remo en un bote salvavidas, recogiendo náufragos. Náufragos. La palabra no es mía, es de ella, cuando me pidió que la ayudara. Lo dijo más finamente pero entendí su pedido como algo así que saliera a recoger escoria humana y se la llevara. De modo que de reclutado me estaba haciendo reclutador, y trato de entender y me hago un lío. Filántropa (?) no es, ni tiene el tipo maternal de la gran dama que vive haciendo caridad, porque ni ella es gran dama ni su caridad esponjada de olor a cirio de altares. No. Ni caridad, ni solidaridad. Simplemente que hay sitio de sobra en su casa y ella lo ofrece, pero para merecer vivir en esa gran mansión hay que demostrar que de ninguna manera se merece vivir en una gran mansión o que ni siquiera se merece vivir. Le pediré explicaciones más adelante. Mientras tanto, mi dilema es si le hablo o no le hablo de mi descubrimiento, es decir, de Vitalino, un candidato más que ideal para ser reclutado. Cualquiera que diga que lo encontré en la Plaza Uruguaya, da en el clavo. Estaba tan harapiento que a su lado yo parecía un caballero listo para ir al Centenario en una fiesta de Nochebuena. Nunca vi sujeto más calvo. Ni un pelo, y me dije que Dios es grande al privarle de cabellos, porque, sucio como era, los hubiera tenido grasientos y enmarañados. Tampoco tenía dientes. Y allí terminaban sus carencias, o mejor dicho, allí empezaban, porque el resto no era nada, es decir, era nada con figura humana. Ochenta años. Un traje negro que ya tenía color de tierra, camisa que fue blanca, corbata que fue corbata, y zapato

que fue zapato. A pesar de todo, en esa misma vestimenta que ya no era, había un deseo de integridad, de conservar una estampa, de lucir como una persona respetable. Claro, con lamentable resultado, porque no hay nada más triste y desalentador que la elegancia reducida a ruina. Estaba sentado en un banco de la plaza y sostenía en la mano una cajita de ballenitas. Le pregunté estúpidamente si vendía ballenitas, miró mi facha, llegó a la conclusión que yo estaba lejos de necesitar ballenitas para el cuello, y no me contestó. Me senté a su lado, y nos pusimos a mirar nada. Que ese es uno de mis secretos. Si quiero ver gente voy a otro sitio. Si quiero ver nada voy a la Plaza Uruguaya, quizás porque todo es transitorio, la gente y los jardines que se pisotean. Sólo son permanentes esas lamentables copias de estatuas griegas, que si tienen alma, la deben tener saturadas de rencor por el sitio donde han venido a parar. -Lo suelo ver por aquí -me dijo de pronto. -Yo no -le contesté. Guardó un silencio de dos minutos, y luego señaló: -No es nada raro. La gente ve sólo lo que quiere ver. -¿Quién quiere ver a un viejo vendedor de ballenitas? -De acuerdo, no es un espectáculo. -Ud. tampoco. ¿Qué le pasó a sus manos? -Un accidente. -Mejor hubiera perdido las bolas. Las manos son importantes. Al menos creo yo. Me obligué a pensar qué habría sido de mí, cómo hubiera tocado, convertido en un violinista castrado. Tema de reflexión que dejé para después. -Aparte de vender ballenitas... ¿qué hace? -No hay «aparte de vender ballenitas». Todo es vender ballenitas. -¿Y el resto? -¿Qué resto? -De su tiempo... -¿Qué tiempo? No quería hablar. No, no tenía de qué hablar. Si un hombre ya ni da valor al tiempo, es que ha perdido todo. Pero vivía. Tenía vida. Y la vida no se detiene en el tiempo como un

tren averiado en una vía muerta. La vida continúa, aunque sin objeto, por inercia, rodando por una pendiente que termina en una fosa, pero rodando. El movimiento se demuestra andando. La vida también, aunque sea andando hacia la tumba. -Mire, don -le dije en un tono un poco irritado-. Usted vive, ¿no? Viene de alguna parte y no me diga para dónde va, que ya lo sé. -Me cago en su filosofía -me replicó. Manera no muy refinada de decirme que le dejara en paz, mirando nada. Viviendo nada. Pero para mi sorpresa, abrió una pequeña compuerta en su hermetismo. -No tengo sitio en ninguna parte -me dijo. -¿A qué se refiere? -A mi edad. Soy culpable de ser viejo. Y me juzgaron, todos, en el fondo de su corazón, y me condenaron a la soledad. -¿Dónde vive? -Con mi hija y mi yerno y mis nietos. -Entonces... ¿de qué soledad habla? -De la peor. La de estar acompañado y no ser tenido en cuenta. La de sentarse en una mesa y ser mirado como una molestia. La de enfermarse y oír que cuando traen el remedio de la farmacia murmuran a ver si cuándo revienta. -¿No le aman? -¿Amamos lo que nos molesta, lo que nos irrita? Esta mañana estaba sentado aquí mismo, y vino a sentarse a mi lado un soldadito que escuchaba una radio portátil. Hablaba alguien que decía que en 1940 la esperanza de vida era de 51 años, y que ahora es de 65 años. Esperanza de vida, ¿se da cuenta? ¿A eso se reduce la esperanza? ¿A acumular años? ¿Años para qué? ¿Eh? ¿Para qué? ¿Me da una respuesta, señor filósofo? -No se las tomé conmigo, señor. Además no sé qué respuesta quiere. -Si los años que acumulamos son vacíos... ¿de qué sirven? ¡Esperanza de vida! ¡Qué pelotudez! -¿Debo entender que vive rodeado de gente insensible? -No, que vivo rodeado de gente, simplemente. Ante la vejez, son todos iguales. Quizás ven en nosotros lo que serán ellos dentro de algunos años. Y no nos rechazan a nosotros, rechazan la vejez, la apartan de su camino y de su vista. Y tienen razón. Llegar a viejo,

amigo, no es la culminación de una esperanza. Es el cumplimiento de una maldición. ¡Esperanza de vida! -Parece que quiere dar la impresión de que es Usted un caso perdido. -En todo caso, soy un caso -y se rió sin alegría y sin dientes de su juego de palabras. -¿Cómo ha llegado a esto? -No llegué. Fui traído, empujado por los años. -¿Años de qué? -Años, sencillamente años. -Pero dentro de los años se contiene nuestra historia. -¿Y Ud. quiere conocer la mía? -¿Por qué no? -No existe. Me sentí algo así como burlado. El viejo me estaba tomando del pelo, o realmente era un caso perdido, tan perdido que había renunciado a su historia. -¡Vamos! -dije-. No me va a hacer creer que no tiene historia. -Yo no dije eso. Sencillamente ocurre que hay hombres con historias que vale la pena recordar, y hombres cuya historia es mejor olvidarla. -¿Su caso? -Mi caso. -¿Por qué? -Porque mi historia es lisa, ancha, infinita. Un desierto plano. Un desierto para tártaros que siempre vienen de alguna parte y van a ninguna parte. No hay aristas, no hay montañas, manantiales ni palmeras ni playas, nada. Dios desperdició una vida en mí. Se la hubiera dado a otro. -No, no, no -negué tres veces-. Usted me toma del pelo. No existen hombres sin historias. Aunque haya tenido una infancia nauseabunda y una podrida juventud, ha tenido infancia y juventud. Ahí está su historia. -Es que no recuerdo.

Estaba empezando a sulfurarme. -Vamos a poner en claro algo. ¿Se está burlando de mí? -Mírese la facha, hombre. ¿Merece que alguien se tome la molestia de burlarse de usted? -Ahora me ofende. -¡No me diga que todavía tiene capacidad de ofenderse! Pero le he dicho la verdad levantó solemnemente la mano- de basura a basura. -¿Nada de nostalgia entonces? ¿La primera comunión? ¿El chocolate en casa de la tía? ¿Nacimientos y muertes? ¿Cunas y tumbas? ¿Sufrimientos y alegrías? -Nada. Todo alisado por el tiempo, o por la arteriosclerosis que se metió en mi cerebro como cupi'is que comieron mi memoria. -Ud. finge. ¿Cómo es tan lúcido como para hacer tan bien el idiota? Ud. habla bien. Me engaña. Un hombre que olvidó su historia también olvida su experiencia. Y Ud. es pozo de experiencias. -Piense lo que quiera. -Pensaré que Ud. es un misterio. -¡Qué cursi! -No tanto. A lo mejor Ud. nació simplemente para ser un misterio. -Tal vez no tanto. En realidad, recuerdo algo. Creo que en mi juventud fui anarquista. -¿Y después? -No hay después. No puse bombas, ni escribí poemas iconoclastas, ni aceché a nadie en la noche con un puñal bajo la capa. -¿Y cuándo dejó de ser anarquista? -¿Quién le dijo que dejé de serlo? -¿Lo sigue siendo? -¿Por qué no? Lo que uno fue, lo es siempre. Le voy a contar un secreto. Cuando veo un mitin político siento ganas de poner una bomba. ¿Pero dónde voy a conseguir una bomba yo? Entonces me mezclo entre la gente y suelto un pedo. A propósito, si una habilidad tengo es lanzar flatulencias a voluntad, como si tuviera una garrafa en la barriga.

Recién entonces me convencí de que desde el principio, el viejo aquel se estaba dando la gran fiesta conmigo. Lo curioso era que hacía de la verdad un crudo patetismo y del patetismo un arma para agredir y burlarse. Mezclaba realidad y fantasía, dolor y burla, desconsuelo e ira. Y el resultado daba un anciano impenetrable. Pero eso sí, de rica vida interior, tal vez una riqueza abonada por gusanos, pero riqueza al fin. Por eso lo anoté como candidato, y le pedí su dirección. De alguna manera, este caballero senil con la velocidad mental de un esgrimista, haría buena pareja con la vieja loca que recogía escoria en su casa, sin saber por qué, ni para qué. De suerte que le pedí su nombre para anotarlo. -Vitalino Suárez -me dijo.

Esther Landaburu Escribió en su libreta: Mateo Ramírez. Rosanna. Suspiró. Sólo dos nombres. Sonrió después porque pensó que ya vuelvo a tener familia. Familia de carne y hueso. Mateo no tiene otro camino que venir y también Rosanna. Pero son pocos, se decía, y como de costumbre, hablaba sola. -Son pocos aún. Porque yo no los elijo. Tienen que venir, algunos rodando, otros perseguidos por la ciudad que no los acepta, o los acepta y los encasilla, hasta que se rebelan, como Rosanna. Pobre Rosanna. Ya sé de qué terminará huyendo, pero no sé de quién. Claro, de su marido, el exitoso Adrián Salinas. Qué caso, señor mío, el éxito. Eleva al marido y aplasta a una mujer. Suerte que no me casé. No, lástima que no me casé, pero hubiera sido horrible tener un marido de éxito. Pienso que una mujer casada puede competir con otra mujer por su marido. Pero no puede competir con el éxito, porque el éxito lo trasplanta a otro mundo, donde lo convierte en otro hombre, extraño, distante, siempre con prisa. De irse, no de regresar. Pobre Rosanna. Esta noche voy a tener el gusto de conocer a su Adrián. Da una conferencia no recuerdo sobre qué. Pero vale la pena ir, conocerlo, porque al final de cuentas, le voy a arrebatar su mujer. Salió de su casa cuando empezaba a obscurecer, y salió temprano, porque pensaba ser de las primeras en llegar para ocupar un buen sitio, para ver y escuchar. Mientras caminaba por las calles atestadas del centro, iba murmurando para sí misma... -Señor Adrián Salinas. Qué fácil es decir su nombre mil veces escrito en los diarios y cien veces repetido por las radios. Ud. tiene el honor de contar en su auditorio con la presencia de Esther Landaburu, la última de los Landaburu, la última flor de un más refinado linaje que el de Adrián Salinas, a quien imagino, Dios me perdone, como hijo natural de María Salinas y padre desconocido. Se detuvo en una esquina. O sus pensamientos la detuvieron, porque surgió de lo profundo de su conciencia una pregunta que merecía su atención.

-¿Todavía sos suficientemente mundana como para ser hostil al éxito ajeno? ¿Envidia, Esther? -No -se contestó a sí misma-. Curiosidad. Pido perdón por haber pensado que Adrián Salinas es un bastardo. Aunque bien podría serlo. Y no soy hostil al éxito, sino a los recursos que se usan para llegar al éxito. Me parece oír a papá cuando digo esto. Solía decir que hay que distinguir entre un hombre de carrera y un hombre que corre. El que corre llega primero. Yo era joven y no le entendía. Ahora sí, pobre papá, tan sabio para sentenciar y tan diestro para ganar dinero. Curioso, mi papá. Pero aquí estamos. Veamos cómo es este señor Adrián Salinas. Llegó al moderno edificio en cuyo salón de actos iba a dictar su conferencia Adrián Salinas. Le desalentó mucho encontrarse con un gentío que se apretujaba en la entrada del salón, pero para su agradable sorpresa, el salón estaba vacío, de modo que tuvo la comodidad de elegir un buen asiento en la primera fila. Un hombre joven, flaco, de ojos saltones y con el pelo erizado como si estuviera soportando un ventarrón se sentó a su lado, la miró con sus grandes ojos de desvaído color celeste y le preguntó: -¿Señora, es Ud. de la claque? -¿Qué claque? -¡La claque! -repitió furioso el joven que parecía poseído de una energía eléctrica que le salía por los poros. -Por favor, joven, no se enoje, pero no sé de qué claque me habla. -Entonces... ¿Por qué diablos se sienta en primera fila? ¿Está ciega? ¿Está gagá? revoleaba las manos de dedos pálidos y largos, se mesaba los cabellos, se recuperaba la saliva que mojaba los labios al hablar con nerviosos lengüetazos-. ¿No ve la gente apretujada en la entrada? ¿No ve? ¿No ve? -Dígame, joven ¿Está Ud. enfermo? -Podrido, señora, podrido es la palabra. -Púdrase todo lo que quiera. Pero no se las tome conmigo. -¡Pero Ud. ha venido a sentarse en la primera fila! -aulló el joven, que parecía a punto de sufrir un ataque-. ¡Mire, mire! Allá en la entrada. El gentío. Nadie ha venido a sentarse, porque hay que estar allí afuera, a ver si no se da la suerte de que Adrián le vea al llegar, le pase la mano al llegar, tome nota de que ha estado en su conferencia. -Ah, y Ud. supone que... -¡Supone! ¡Supone! ¡Lo sé!

-¡Ya!, la primera fila es para los amigos... -¡La claque! ¡La corte! ¡El entorno! ¡El círculo áulico! -Le agradecería que no me escupa tanto. -¡Es que está en la primera fila! -lo decía como si fuera un pecado mortal, y él un sacerdote fulminando anatemas. -Sí, sí, ya sé. Y Ud. considera prudente que me traslade más atrás. -¡Prudente! -lanzó una carcajada que rebotó por todo el gran salón, y se peinaba los cabellos con los dedos y los cabellos volvían inexorablemente a su posición vertical. Esther se levantó de su asiento, caminó por el pasillo entre las butacas. Estuvo a punto de sentarse en la tercera fila, pero lo pensó mejor y se sentó en la quinta. Miró al joven y vio que este a su vez la miraba con aire aprobador. Ella trató de hacerse oír. -¿Y Ud. es de la claque? La risa de aquel eléctrico joven de ojos saltones explotó esparciendo una neblina de saliva. Menos mal que me alejé, pensó la mujer. -Si no es la claque... ¿Por qué está ahí? -No me pregunte por qué, sino para qué. -Está bien, para qué. -Para que me echen. -De modo que es masoquista. -No, no soy masoquista -ahora se ponía travieso, riendo entre dientes, y empujando tanto los ojos hacia afuera que Esther temía que saltaran como el corcho de una botella de sidra. Adivine lo que soy -se había levantado para ponerse de rodillas sobre la silla y acodándose en el respaldo como en un balcón. -Soy mala para las adivinanzas, joven. -¡Qué abuela estúpida! ¿No se me ve que soy un resentido? Prefirió callar. Aquel pobre muchacho posiblemente estuviera demente. Soy un resentido. Nadie dice «soy un resentido», y menos, como este pobre diablo frenético por nada. Debe ser un poeta, pensó, atenta a aquello de los poetas son en general un poco locos. Había decidido cortar la conversación tan poco ortodoxa, pero se dio cuenta de que el joven

la tenía enfocada con sus afiebrados ojos interrogantes. ¿Qué había dicho? Que soy un resentido. Estaba esperando una respuesta, u otra pregunta. -Espero que se le pase pronto... Saltó como si le hubieran herido de una pedrada, descendió de la silla y se aproximó a paso de carga. Traía violencia, y Esther tuvo miedo. Pero el joven se detuvo frente a ella, con los brazos en jarras y una expresión ofendida. -Señora -dijo, con rabia apenas contenida- ¡el resentimiento no es un resfrío que pasa pronto! ¡Es un veneno que nos corroe las entrañas! ¡Un tóxico! ¡Y una droga! ¡Eso! ¡El resentimiento es una droga, y yo soy un adicto! ¿Qué le parece? -Es cosa suya... El muchacho iba a replicar, cuando observó que la gente empezaba a entrar, como un torrente siguiendo la huella luminosa de Adrián Salinas. Velozmente, fue de nuevo a sentarse en la primera fila, en busca de su extraña satisfacción de ser echado de ella. Lo echaron. Y vino a sentarse junto a Esther con una expresión de felicidad en la cara. Es masoquista, se dijo Esther. Está tragando la humillación con el deleite de un tigre masticando un trozo de carne. Habló el presentador, haciendo el elogio del conferenciante. Cuando terminó, el joven le susurró al oído a Esther. -¿Oyó? Al lado de nuestro Adrián, Nietzsche es una caca de pajarito. -Mire que es resentido Ud. -Gracias -agradeció como un cumplido. El Dr. Adrián Salinas inició su charla, ante un silencio casi religioso. Duró dos horas, y un cerrado aplauso rubricó el final. Esther se abrió paso trabajosamente entre el gentío. Cuando llegó a la calle, se encontró de nuevo con el desmelenado muchacho. -¿Qué le pareció? -requirió el joven. -¿Y qué le pareció a Ud.? -preguntó a su vez Esther. -Habló mucho -dijo el joven. -Eso oí.

-Y no dijo nada. -Pero los aplausos... -¡Los aplausos! ¡Los aplausos! -exclamó escandalizado el joven, zarandeándola de los brazos. Ella se soltó de sus garras. -Mire que si se pone impertinente... -Perdón, señora. No puedo con mi genio. Pero Ud. debería ser un poco menos lela. Si yo voy a su casa y bato mis palmas en el portón... ¿la estoy aplaudiendo? ¡No! ¡No tengo una razón para aplaudirle! ¡Estos papanatas tampoco! -Pero aplaudieron, ¿no? -Sin razón. -¿Cómo? -Por misión. ¡A-lie-na-ción! Escuche -miró alrededor como si fuera a decir un secretoestamos tan saturados de vaciedades que ya no buscamos la idea de aplaudir. Buscamos el momento, y a quién. Clarito. ¿No? -Ud. pretende saber mucho, joven. -¿Pretende? ¿Dijo pretende? -su cara se había puesto roja como si hubiera recibido un bofetón- ¡No pretendo, doña, sé mucho! Soy Doctor en Historia y Licenciado en Filosofía. -Pero le echaron de la primera fila. -Me echan de todas partes. Es que los efectos pasaron a ser causas y las causas efectos. Y si Ud. no entiende, me importa un pito. Me entiendo yo. Y a propósito, señora... ¿qué le pareció nuestro conferencista? La miraba como si su vida misma dependiera de la respuesta. Si elogio a Adrián, me mata, pensó Esther. Y pensó también que Adrián no merecía elogio alguno. Y otra vez vino en su ayuda su padre, sentencioso, con las manos en los bolsillos y sacando la panza para ostentar con mayor garbo la cadena de oro del reloj. ¿Qué había dicho su padre? Ah. Sí. Hay hombres hechos y hay hombres fabricados. -Me parece un hombre fabricado -dijo. -¡Señora! Me descubro ante su sapiencia.

-No es mía, es de mi padre. -¡Entonces me descubro ante el genial caballero! -Murió hace tiempo. -¡Me descubro ante su memoria! -Le agradezco. Y ahora, joven dígame por qué es Ud. un resentido. -Me agrada Ud. abuela. Fíjese, hasta me ha calmado. La invito a tomar algo y Ud. paga. -¿Siempre anda así...? -¿Cómo? -¿Tan... frenético? -Debo estar medio loco, señora. Yo persigo un sueño pero al mismo tiempo me persigue una jauría. Y me angustio doble, porque el sueño está demasiado lejos y la jauría demasiado cerca. Dios se burla de mí, señora. Él organizó el mundo entre cazadores y cazados. Yo soy cazador y cazado al mismo tiempo. ¿Pero tomamos o no tomamos el bendito café? Caminaron juntos unas cuadras. Ella observando a su extraño nuevo amigo. Él, con las manos en los bolsillos, la corbata torcida, el cabello color tierra erizado, los ojos como contemplando una escena espantosa. Entraron a un restaurante. Ella pidió un café, y él un café con leche con gran cantidad de medias lunas que devoró en segundos. Satisfecho, eructó sin pudor alguno. -Cuénteme. Es Ud. joven. ¿Tiene padres? -Uno que engendró y otra que me parió. -No hable así. -Me crió mi abuela. Ellos se separaron. Figúrese. Se ayuntaron, me plantaron en el mundo. Ella dijo que esta vida no es vida y se fue. Él dijo... ¿y qué hago yo con este mocoso? El mocoso era yo. Me entregó a su madre, mi abuela, y también se marchó. La obsesión de mi abuela era que yo fuera un «hombre de provecho» y rezaba para que el nieto no le saliera tan amoral como la madre y tan hijo de puta como el padre. Bueno, por «hombre de provecho» ella entendía un joven educado, instruido, con un buen puesto y con un buen sueldo. Fue generosa conmigo. Me ayudó a estudiar, bendita sea su memoria. -¡Por fin se ha vuelto humano!

-¿Por mi abuela? Mire, si estoy sentado aquí, es porque Ud. es sedante. No es abuela, pero es abuela. Me calma, me seda. Estoy aquí, tranquilo, en paz, cuando debería estar en otro sitio, pateando algo, puteando contra alguien, escupiendo contra algún monumento. Mi abuela... es lo único digno en mi vida. Murió y me desencadené. Ya no tenía a quién rendir cuentas. Ya no tenía ante quién avergonzarme. Galopo por la vida como un potro al que le han puesto un cigarro encendido en el ano, dando coces y relinchos. No me puedo detener, maldita sea la inteligencia. -¿Maldice la inteligencia? -Es el cigarro encendido en mi ano. -¡Vaya! -Me ha robado la paz, me ha robado el sosiego. Me prohíbe la quietud y la reflexión. -Pero, hijo, la inteligencia es... -No me diga, no me diga. -¡La inteligencia ilumina, señor mío! -Exacto, doña. Ilumina. ¿Y qué me dice si le digo que mis poderosos faros sólo me muestran que estoy hundido hasta el cuello en la mediocridad? ¿Y que si no soy mediocre yo también, me ahogo? ¡Pero tengo que vivir en el mundo!, ¿no? Y se pregunta... ¿por qué no me adapto? ¿Y qué es la adaptación, le pregunto yo? ¡Rendir pleitesía a la mediocridad, inclinarme ante los Adrián Salinas! ¡Pero no puedo! ¡La inteligencia nos suelda el espinazo, señora! ¿Qué me dice? -Que le compadezco mucho, joven. -Gracias, abuela. -¿Vive solo? -Sí, en mi casa y en la calle y en el mundo. -Necesita compañía. -Pienso ir a buscarla al Manicomio. Cuando no se encuentra la razón en ninguna parte, la locura ha de ser buena compañía. -No. Ud. necesita a su abuela. -Ya no está. -Puede encontrar otra.

-¿Ud.? -¿Por qué no? -¿Pero... no me encuentra insoportable? -No encuentro nada que un poco de compañía no pueda curar. -No trabajo. No tengo dinero. -No necesita trabajar y yo tengo dinero... -¿Qué me está proponiendo? -Casa, comida, compañía, y si quiere llamarme abuela, llámame. ¿Cómo se llama? -Víctor Lazarte. El joven la miró con aire de duda. En el afiebrado mundo que se había creado en torno, aquella mujer parecía fuera de foco, absurda como un sueño, sin sentido como una divagación de borracho. Casa, comida, compañía. ¿Y paz? -¿También me dará paz? -¿Qué es la paz, joven? -Estar contento de estar aquí y ahora. -El aquí y ahora, se los puedo dar. La paz tendrá Ud. que encontrarla. -¿Y cómo es el aquí? -Una casa vacía y grande, llena de fantasmas. -¿Fantasmas? Seres sin carne, huesos, ni apetitos ni competencias, ni postergaciones, ni injusticias, ni hombres fabricados ni claques de primera fila. ¿Por qué no? -Acepto, señora. Lo dijo con un tono de finalidad. Pero ni él mismo, sabía si por fin había alcanzado la ilusión, o si la jauría lo había alcanzado a él.

Víctor Lazarte

Abuela, soy Víctor, tengo que contarte. Perdona que no me ponga de rodillas, porque soy tanto hueso que me duele. Así que me siento, aquí, delante de lo que queda de vos. No te traje flores, ni una vela. No tienen significado, abuela. Sólo nosotros dos, y la tumba en este laberinto que ni siquiera huele a la sacralidad de la muerte, sino a la bestialidad de la caca. Tengo que pensar, tengo que averiguar, abuela, en la motivación profunda de los que defecan en los cementerios. Pero divago, abuela. Y me olvido de pedirte perdón. No tengo empleo, no soy un joven brillante, pretendí mostrar que soy inteligente, que tengo talento, y me miraron como si estuviera loco. Perdí mi empleo porque llegué diez minutos tarde, abuela. Bueno, los diez minutos no fueron la causa, sino la reacción del Jefe, que me dio una filípica por llegar diez minutos tarde. Yo le pregunté sencillamente qué significaba diez minutos en la vida de un hombre, y me salió con un sermón sobre la disciplina, la puntualidad, el deber, la contracción al trabajo. Y yo le dije, conforme, pero no me explicó qué significa diez míseros minutos de llegada tardía, y me dijo que no eran los diez minutos, sino mi «rebeldía», mi poco interés en el trabajo. Me dio rabia, y le pregunté si qué significación merece él cuando permanece quince minutos en el baño. Se ofendió. Me echó. Así es la cosa, abuela. Pretendo que todo sea lógico y me miran como un bicho raro. Defiendo mis puntos de vista y me echan. Debo ser un anormal en mundo de normales o un normal en un mundo de anormales, pero no quepo, no encajo, no me acomodo. Pienso, racionalizo, abuela, me pregunto qué voy a hacer de mi vida, o con mi vida, y siempre llego a la conclusión de que tratar de amoldarme a las circunstancias es como tratar de meter un paraguas en una caja de zapatos. Debo estar loco, abuela. Herencia. Algún desarticulado gene materno o algún gene zurdo paterno, y me hicieron al revés, quiero que el mundo sea armonioso para que yo pasee cantando por sus avenidas, y el mundo quiere que yo sea una lagartija que huya por sus sótanos. ¿Puede ser la herencia, abuela? No hay respuestas. Metempsicosis, transmigración de las almas. Heredé un alma que vino a encarnarse en mí, abuela, pero se equivocó de camino, se equivocó de época. Debió aterrizar en la Edad de Oro, pero pegó un tropezón y aterrizó aquí, estúpida condenada a ser un alma forastera de su tiempo. Vaya, vaya, abuela, que suerte la mía. Extranjero en el mundo. Aprendí el idioma, aprendí la palabra, quise comunicarme. ¡Pero no aceptan mi voz! «No recibimos voces aisladas joven. Vaya a mezclar su voz con el rumor, los aullidos, los hurras y los vivas y podrá entrar». Me sulfuré y salí a buscar descontentos para unir mi grito al de ellos, pero me encontré con que los descontentos están mudos. Parece que la furia no se grita, abuela. Se traga. Mala suerte. No me convocan, pero lo mismo voy, y apenas digo «oiga, yo...» me miran escandalizados. No comprendo por qué, hasta que alguien me explica que «yo» es una mala palabra. Y me reprocho: ¿Quién soy yo para ser yo? Debo fundirme lo más rápidamente posible en la turba, la claque, la organización, el grupo, el círculo. Volverme sin nombre, como una abeja en un panal, y contribuir con mi zumbidito propio al gran zumbido. Pero no puedo. Soy demasiado yo, enfermizamente yo, místicamente, apasionadamente yo. Integridad o locura. No sé. Pero apareció la vieja señora, no quiere ser mi abuela, pero no le molesta que le diga abuela. No me pone en entredicho, no me juzga, no me compadece, no me ama ni me odia, ni me aprecia ni me desprecia, pero me acepta. Por fin alguien me acepta. Dormiré bajo su techo y comeré de su mesa. Yo no sé por qué. Y sospecho que ella tampoco. Un caso raro, abuela. La gente tiene razón para hacer algo. Ella hace las cosas por inercia, o porque no hay otra cosa que hacer. O por alguna razón profunda que no atino a comprender. Pero no me preocupa. Alguien me ha tratado como un ser humano. Una experiencia nueva. Vale la pena investigarla.

Vitalino Suárez -Escúchame, hija, aunque fuera por una vez. Por favor, deja de pelar esas papas y escucha a tu padre. ¿Me estás escuchando? No, por favor, no me mires con fastidio. No me duele nada. ¿Quieres dejar de pelar esas malditas papas? Está bien, hijita, no te enojes, sigue dándole a la papa, a la bendita papa, pero escúchame. Encontré un nuevo amigo. ¿Da risa, verdad? A mi edad un nuevo amigo. En realidad, no lo encontré, tropecé con él, o él tropezó conmigo. Tipo raro, es violinista, pero no tiene manos de violinista. Sus manos parecen las garras de una comadreja, pobre. ¿Me estás escuchando, hija? Te dije que tiene el pobre las manos de una comadreja y no me preguntas cómo es eso. No tienes curiosidad o yo te provoco fastidio. Qué pena, hija, antes no nos tratábamos así. ¿Qué se hizo del cariño?, ¿hija? No me digas adónde fue, ya lo sé. No vamos a lastimarnos con reproches. Deja que tire esas cáscaras en el basurero. Así. Pero debes escucharme, hija, porque quizás sea la última vez que hablemos. ¿Por qué me miras así? ¿Qué veo en tus ojos? No alarma, parece alivio. Presumo que estás adivinando que me voy. No al más allá, toco madera. Me voy de esta casa. Ahora sí que veo alivio en tus ojos. No te reprocho. No soy lo que se dice un adorno en tu casa, lo sé desde hace tiempo, y aunque tu casa es en realidad mi casa, es tu casa. Yo tengo el título, y vos y mis nietos la posesión, y eso vale más. El título es un papel, hijita, la posesión es una impregnación de la vida en las paredes y en los rincones. Antes estaba impregnada de mí y de tu madre. Aquí nos mudamos cuando nos casamos. Después ella se fue y las paredes dejaron de oler a su piel y a su jabón de baño. Quedó mi olor a soledad, y al sudor de mi esfuerzo, a mi trabajo. Cuando ella se fue, me quedaste vos, hija. Y te casaste con el bueno de José. Tuvieron hijos y empezaron a impregnar todo de vida nueva. No encontré más aquel viejo olor del viejo amor y la antigua compañía, como del almidón de los encajes. Cambiaron los muebles. ¿Me quejé yo? ¿eh? Respóndeme, hijita, no me quejé, aunque buscaba el olor de la madera vieja y aspiraba y aspiraba a plástico y pegamento. Cosas que duelen muy en la intimidad, hija. Ya no había esencias leves que me suscitaran recuerdos, sino efluvios nuevos, talco Jhonson para el bebé. Desodorante en spray. Con tu mamá usábamos limón. ¿Me estás escuchando? ¿Quieres dejar de hacer tanto ruido con esa maldita batidora de huevos? Te dije que no me quejé, porque todo andaba bien. Yo iba al trabajo y molestaba poco, y sonreía cuando notaba que era cada vez menos propietario y cada vez más huésped. Así es la vida, me decía y me digo. Pero el desastre empezó cuando hicieron el acto aquel. Me entregaron un reloj de oro y un pergamino y con palmaditas de afecto me dijeron que era una pena que me fuera, que iban a sentir mucho mi ausencia, pero que merecía un descanso. Yo había peleado. Le dije al patrón que una cosa es merecer el descanso y otra es no querer el descanso. Porque a mis 65 años el descanso era una condena. A enmohecerme y envejecer de veras, a tener realmente la edad que se tiene, y que se oculta mientras uno tiene una razón para vivir. Pero me jubilaron nomás, con aquel sueldo que entonces era potable, y ahora apenas da para una camisa nueva, de costurera, no de marca. ¿Quieres que te ralle el queso? Está bien, tal vez no sirva ya ni para eso. Pero sígueme en lo que te estoy diciendo, hija, porque es importante. Te decía del asunto aquel de la jubilación. Muerte laboral, pero más dura que la muerte-muerte, porque uno vive pero no sabe para qué. Los esquimales son más inteligentes. Cuando los viejos ya

no pueden salir a cazar y las viejas ya no pueden parir, les arrancan los dientes y los sientan a mascar pieles de oso, para ablandarlas. Yo me jubilé, nadie me dio una piel de oso para mascar. Y el tiempo, querida hija. El tiempo del viejo que no tiene nada que hacer, un Sahara entre el amanecer y el crepúsculo, una nada que camina arrastrando los pies a través de las horas. Las horas todas iguales, porque lo mismo da que sean las nueve de la mañana o las cinco de la tarde, porque nadie espera nada de uno, ni siquiera uno espera nada de sí mismo, sólo mirar el reloj y ver que pasan las horas y preguntarse para qué pasan y decirse una mentira, como «qué me importa», mentira, porque importa. Los objetos materiales no tienen peso en el vacío. Yo tampoco tengo peso en el vacío, y el que no tiene peso no tiene substancia. ¿Me estás escuchando, hija? Conocí al violinista con manos de comadreja. Sujeto raro. Me invitó a vivir en una gran mansión. No la suya. De una señora que no sabe por qué hace lo que hace. Pero si entendí bien, vive rodeada de fantasmas y quiere cambiar un poco y vivir rodeada de candidatos a fantasmas, como yo, como él, y no sé cuántos más. Acepté el convite, hija. Y cómo duele ese alivio que brilla en tus ojos. No. No. No. No lo niegues. Hay amores que terminan en un tolerable sosiego. Hay amores que terminan en la irritación. Como el tuyo. Pero el mío no, hijita. Te amo tanto que voy a privarte de mi presencia. Y saldremos ganando los dos. Porque estando aquí molesto y causo enojo. Si me voy seré un recuerdo y pensarás en mí con cariño, como se recuerda a los muertos. ¿Me has oído? ¿Y esas lágrimas, hija? Llora, si quieres. Es el recuerdo que nos queda para protestar contra la vida que nos hace como nos hace.

Mateo Ramírez Conté a Esther que el viejo Vitalino aceptaba vivir en su casa. No me preguntó cómo era, pero lo dije. Por lo menos debes preguntarme cómo es el Vitalino ese, le dije y me respondió que le bastaba que hubiera hecho buenas migas conmigo. Insultante, en el fondo, porque daba por sentado que la derrota atrae y la derrota y los vencidos tienden a amigarse. Y a ella le bastaba eso. Que el que fuera a su casa ya no tuviera dónde ir, y punto. He decidido mudarme el sábado. Seremos muchos al parecer, una tal Rosanna, belleza decrépita y alma rebelada según Esther, y un joven demasiado brillante o demasiado loco, Esther no lo sabe, pero le basta saber que su brillo lo exilia o que su locura le cierra puertas. Y yo. Vaya equipo que vamos a formar. Y Esther tendrá su satisfacción de abeja reina, si tal fuera su intención. Una colmena humana, pero no de abejas laboriosas, sino de seres humanos a los que la vida convierte en zánganos. A mí, en el fondo, me duele formar parte de este equipo. Si no hubieran destruido mis manos, hubiera sido otro, estaría tocando en una sinfónica, o en una orquesta de cámara, o sería un solista de renombre. Como soñaban papá y mamá. Suerte que murieron antes que mataran mis manos, porque entonces sí que se hubieran muerto de pena. Hijo único, yo. Papá tocaba el platillo en la Banda del Instituto. Pobrecito papá. Amaba la música y toda la música que hacía era batir los platillos, y estoy seguro que era mucho más feliz cuando tocaban una marcha, porque en las marchas el protagonista es el platillo, y ponía cara triste cuando tocaban alguna melodía que sólo requería del platillo en el crescendo final. Quiso ser violinista. No pudo, y terminó tocando el platillo. Entonces soñó que yo fuera violinista, y aquello fue toda armonía, porque yo también quería ser violinista, y él me miraba practicar y decía que de mis manos saldrían

las más bellas melodías que sus torpes manos jamás pudieron arrancar. Mamá nos dejaba hacer. Mi buena mamá, era del tipo de mujer que es feliz cuando otros son felices, aunque le estuvieran arañando los oídos con los berridos de un violín infante. Mamá, al tomar estos apuntes, te recuerdo y te amo, y te pido perdón por este cuchitril donde he venido a parar, y por la botella y el salame, y hasta por la rata peluda que se come mi cena y me mira con descaro como diciéndome no te temo mutilado de porquería. Y te pido perdón porque he llegado al punto de pedirte perdón, porque sé que estás esperando aún, allá en tu lecho de madera y piedras, a que tu hijo triunfador te lleve en un día de Difuntos una serenata mágica florecida en las cuerdas y el arco del Maestro Mateo Ramírez, tu hijo, tu orgullo, la gloria viva surgida de tus entrañas y el hombre de éxito empujado a la cumbre por la pasión de papá, y por el manso cariño de mamá. No pudo ser. Si existe un cielo donde reposan las almas felices, papá sería la excepción, un alma en pena en los paisajes dorados del paraíso, porque las manos de su hijo ni siquiera dan para batir el platillo. ¿Por qué, por qué, por qué me hicieron esto? Papá me enseñó a amar al mundo y a la vida, y por amor quise ponerle a la vida una corona de sonidos y consolar el miedo, la angustia y el sufrimiento del mundo con el bálsamo de mi música. ¿Con cuántas Tanias tropiezan los pobres de espíritu en el mundo? Me dijo que se llamaba Alicia. Y nos encontramos, así como así. Yo con mi violín en el estuche y ella con la bomba en la valija. Yo sólo soñaba con ser pájaro y brisa de una mañana de setiembre y agua que corre sobre piedra y reunir toda la sinfonía de las cosas hermosas en una sola nota mayúscula que llevara la rúbrica de Mateo Ramírez, artista. Ella llevaba la muerte en su valija. Cuesta creer que Dios nos hizo a su imagen y semejanza. ¿Qué semejanza tiene Tania con Dios? ¿Y qué semejanza tengo ahora yo con Él? ¿Me quiso igualar con Tania dejando que ella sembrara estruendo y muerte y condenándome a mí a sembrar silencio y amargura? ¿Por qué Dios da autoridad a los orangutanes que pisotean las manos de los violinistas? ¿Dónde diablos está la semejanza del hombre con su Creador? No sé. Qué tortura, madre mía. Quisiera tener una charla mano a mano con el orangután que pisó mis manos. Le enseñaría a torturar. Le enseñaría el sufrimiento más refinado que se puede infligir a un hombre. Obligarlo a descreer de lo que creyó. Vaciarlo de su fe. Convertirlo en una duda viviente, en una llaga viviente que sangra soledad, desamparo y furia. En fin, ahora voy a tener compañía. Esther se está saliendo con la suya. No sé de qué se trata, si de una araña maligna que ha tejido su trampa para atrapar bichos que extraviaron su vuelo, o simplemente una loca mansa que quiere dar sentido a su vida dándoselo a la vida de los demás. ¿Pero... qué sentido puede tener cambiar la libre miseria de las calles por la sombría seguridad de una casona vieja? ¿Comida, techo? ¿Qué más?

Esther Landaburu -Papá... ¡Ya tengo una familia! -Sí, ya tienes una familia, hija. -La casa volverá a vivir, papá. -Sí, volverá a vivir.

-Rosanna será Rosalía, Víctor será Ricardo, Mateo el tío Jacinto y Vitalino serás tú. Yo seré mamá. -Sí, hija, vos serás mamá. -Papá, hablas como un eco. -Los muertos somos un eco. -¿Lo apruebas? -Lo apruebo. Adiós, hija. -¿Qué es eso de adiós? Papá... ¡Papá...! PAPAAÁ! ¿Mamá? ¡Mamamamamamamamá! Desde afuera, la casa tenía el mismo aspecto de siempre. Nada mostraba que vivieran allí cinco personas. ¿Vivían? ______________________________________

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