LOS RÍOS DEL DUERO EN LA LITERATURA

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LOS RÍOS DEL DUERO EN LA LITERATURA Antonio GARROSA RESINA Confederación Hidrográfica del Duero RESUMEN Los ríos son elementos determinantes de la naturaleza y el paisaje. A su vera se han situado normalmente los asentamientos humanos, por lo que en su entorno se congregan las grandes muestras del patrimonio históricoartístico. Además de subvenir a las necesidades del hombre, los ríos y sus bellezas naturales han suscitado siempre gran admiración, convirtiéndose en fuente de inspiración artística en todos los campos. La literatura y, de modo especial, la poesía corroboran por doquier esta afirmación. En el ámbito hispano-portugués, el río Duero con sus afluentes ha sido, desde hace siglos, un motivo inspirador de primer orden para literatos y poetas, acaso con mayor fortuna en este aspecto que cualquiera de los otros ríos peninsulares. Por ello, con ocasión de este Congreso Internacional de Homenaje al Duero-Douro que celebramos en Zamora, pretendemos reflejar esta realidad mediante el artificio de un imaginario recorrido literario por su curso. Las páginas siguientes lo recrean.

1.- INTRODUCCIÓN A lo largo de la historia de la humanidad, los ríos han sido uno de los factores determinantes para la evolución y progreso de la cultura. Junto a los cursos de agua, por la imperiosa necesidad de este elemento, el hombre ha establecido siempre sus asentamientos, sobre todo a partir del momento en que, abandonando su nomadismo primitivo, prefiere vivir de modo permanente en aquellos lugares donde la caza –y posteriormente la agricultura– le aseguran el sustento. Los ríos son, desde otra perspectiva, elementos de suma importancia en el marco geográfico general y, en este sentido, los paisajes admirables que la propia naturaleza ha ido conformando en el transcurso de los siglos –hasta configurar lo que entendemos como patrimonio natural–, tienen con frecuencia al río como pieza clave que les dota de una personalidad propia. Y el ser humano, que siempre se ha sentido fascinado por la belleza, supo apreciar muy pronto toda la que los ríos y su entorno encierran. Junto a los ríos, donde se sitúan los asentamientos humanos, surgen lentamente las manifestaciones del patrimonio artístico, comenzando por las de tipo más práctico, las relativas a su propia morada, pues satisfecha la necesidad primordial del alimento, el hombre se preocupó desde siempre del vestido y de acomodar un espacio cerrado donde guarecerse de los rigores del tiempo. A partir de los toscos habitáculos en las cavernas, los seres humanos fueron perfeccionando su técnica constructiva, para dotarse de unas residencias cada vez más cómodas y hermosas. Pronto, a las primeras manifestaciones artísticas de la arquitectura, se les irán añadiendo las propias de las otras dos artes plásticas por antonomasia, la escultura y la pintura, amén de muchos rasgos y elementos de las artes menores, hasta llegar a la construcción de los grandes monumentos del arte que a todos nos asombran. Como elementos constitutivos del paisaje y compañeros inseparables del hombre, que siempre se ha servido de ellos, los ríos han sido desde el principio testigos mudos de la historia humana y de sus avatares: tradicionalmente se han venido utilizando como vía de comunicación entre los pueblos; en otras ocasiones marcaron y marcan límites naturales de separación y de defensa; y en otras muchas, seguramente más numerosas, los ríos han provocado grandes conflictos entre los diferentes grupos humanos que se disputan sus aguas.

Bajo todas estas perspectivas, los ríos han sido un motivo constante de inspiración para la literatura, singularmente para la poesía y dentro de ésta para la lírica. Pensemos en la veneración que Francisco de Asís sentía por la “sorella acqua” como pura esencia de los ríos, el mismo sentimiento que aparecerá de forma recurrente en expresiones poéticas admirables como aquella de “Chiare, fresche e dolci acque”, de la Canción CXXVI de Petrarca, o en su libre traslación al castellano: “Corrientes aguas, puras cristalinas” (Garcilaso, Égloga I). Y pasando de la simple consideración del agua a la más amplia de los ríos, sabemos que éstos siempre se comportan como elementos configuradores del paisaje, algo que nos recuerda literariamente Unamuno en su libro Por tierras de Portugal y de España: “Un río es algo que tiene una fuerte y marcada personalidad, es algo con fisonomía y vida propias. Uno de mis más vivos deseos es el de seguir el curso de nuestros grandes ríos, el Duero, el Miño, el Tajo, el Guadiana, el Guadalquivir, el Ebro. Se les siente vivir. Cogerlos desde su más tierna infancia, desde su cuna, desde la fuente de su más largo brazo, y seguirles por caídas y rompientes, por angosturas y hoces, por vegas y riberas. La vena de agua es para ellos algo así como la conciencia para nosotros, unas veces agitada y espumosa, otras alojada de cieno, turbia y opaca, otras cristalina y clara, rumorosa a trechos. El agua es, en efecto, la conciencia del paisaje”.

Como fuente de inspiración literaria, los ríos han tenido una gran fortuna y así sucede con los más importantes de la Península Ibérica: el Tajo, cantado por Garcilaso de la Vega, el Guadalquivir –el Betis de los poetas–, el Ebro y, sobre todo para nosotros, el Duero, esa "agua cabdal"(1) de la que hablan los poetas medievales. Este gran río, Durium-Duero-Douro, como lo llama Unamuno, es el eje natural en torno al que se constituyeron Castilla y el naciente Portugal, y tiene importancia decisiva como vía de desarrollo para los dos pueblos ibéricos. Pero es que, además, al curso hispano-portugués del Duero aparece ligado el nacimiento y desarrollo de dos lenguas romances de amplia proyección universal, el español y el portugués. En efecto, la que hoy hablamos en común los españoles, conocida como una de las grandes lenguas de cultura, tuvo unos orígenes muy humildes, hace ahora poco más de mil años, en los territorios de la Rioja y de la Bureba burgalesa, donde surgen por igual las aguas que, tomando opuestas direcciones, irán a engrosar los cauces del Ebro y del Duero. Pero es en los territorios dominados por el Duero, en la llamada Castilla la Vieja, donde, a lo largo de la Edad Media, la lengua castellana se forja y evoluciona hasta convertirse en el idioma español y adquirir una proyección universal, como vehículo de entendimiento entre los cerca de cuatrocientos millones de personas que integran la comunidad hispanoparlante. En el desarrollo de este proceso tuvieron una enorme importancia los escritores que vivieron y crearon su obra en las tierras del Duero, desde el anónimo juglar del Poema del Cid, hasta los grandes autores de la segunda mitad del siglo XVI, como fray Luis de León, Santa Teresa y San Juan de la Cruz, quienes, al decir de Azorín, terminaron de perfeccionar esa acabada lengua española que muy poco después consagraría Cervantes en El Quijote. Y un proceso similar, aunque algo posterior en el tiempo, es el que se da en torno a Oporto y en las tierras del curso final del Duero, donde, al tiempo que se acuña el propio nombre de la patria portuguesa, se va sucediendo una serie ininterrumpida de escritores lusos –desde el rey don Dionís a los de hoy– que han hecho del portugués una de las lenguas de referencia para la cultura occidental, con cerca de sus cien millones de hablantes. A lo largo de estas páginas, en un imaginario viaje de carácter literario, iremos viendo cómo el Duero-Douro ha inspirado multitud de páginas literarias, muchas de ellas de singular belleza. Pero no sólo el Duero. También sus afluentes aparecen con frecuencia unidos a notables acontecimientos históricos o legendarios, y a las obras literarias que los celebran.

2.- EL DUERO ENTRE SORIA Y VALLADOLID Rastreando el curso del Duero desde el principio como sugería Unamuno, ya en el lugar de su apenas perceptible nacimiento lo descubre Gerardo Diego –y se descubre para el viandante– tras el esfuerzo de la caminata ascensional, en el soneto Cumbre de Urbión: Es la cumbre, por fin, la última cumbre. Y mis ojos en torno hacen la ronda y cantan el perfil a la redonda de media España y su fanal de lumbre. Leve es la tierra. Toda pesadumbre se desvanece en cenital rotonda. Y al beso y tacto de infinita onda duermen tierras y valles su costumbre. Geología yacente, sin más huellas que una nostalgia trémula de aquellas palmas de Dios palpando su relieve. Pero algo, Urbión, no duerme en tu venero, que entre pañales de tu virgen nieve sin cesar nace y llora el niño Duero.

En su camino descendente desde Urbión, mientras arriba queda la Laguna Negra con el misterio de la leyenda en sus aguas, el humilde cauce del Duero va dejando atrás pequeños pueblos: Duruelo, Salduero, Los Molinos. Es la zona soriana de pinares, donde Antonio Machado sitúa los acontecimientos dramáticos de su romance La tierra de Alvargonzález, cuyo fin trágico se consuma en la cercana Laguna Negra. Allí se encuentran los cuerpos del anciano Alvargonzález y de sus dos asesinos, sus propios hijos, que buscan una improbable paz final arrojándose al fondo de las aguas donde tiempo antes habían sepultado el cadáver de su padre. Algunos kilómetros después, justo al iniciar la machadiana "curva de ballesta" en torno a Soria, el Duero se desliza junto a las ruinas de la antigua ciudad de Numancia, cuya gloria cantó Cervantes en la tragedia de igual nombre, haciendo hablar en ella al propio río, que aparece en escena como figura alegórica, acompañado de tres muchachos que representan a otros tantos pequeños afluentes y en diálogo con un personaje similar, símbolo de la futura España. Cuando ésta invoca al "Duero gentil, que con torcidas vueltas/ humedeces gran parte de mi seno" (Jorn. I, vv. 425-426), será el río quien lamente el triste destino de Numancia, aunque se consuela pensando en el recuerdo que los numantinos dejarán para la historia. No es ninguna casualidad que esta tragedia de La Numancia cervantina, en oportuna adaptación de Rafael Alberti, fuera representada en el Madrid de 1937, como símbolo de la lucha por la libertad frente al ejército que se había sublevado contra la República y se acercaba a la capital. Pocas ciudades hay en España tan unidas a su río como lo están Soria y el Duero. Y nadie como el gran Antonio Machado ha sabido captar la melancólica belleza del paisaje soriano, teniendo siempre presente el río como punto de referencia. No resulta fácil imaginar la pequeña ciudad sin pensar en el cauce del Duero, que parece querer rodearla en amplio abrazo, cual si fuera "la corva ballesta de un guerrero"(2) . Las imágenes del río, la ciudad y las tierras de Soria cautivaron el corazón del poeta, como se advierte en los versos de Campos de Castilla: ¡Colinas plateadas, grises alcores, cárdenas roquedas por donde traza el Duero su curva de ballesta en torno a Soria, oscuros encinares, ariscos pedregales, calvas sierras, caminos blancos y álamos del río, tardes de Soria, mística y guerrera,

hoy siento por vosotros, en el fondo del corazón, tristeza, tristeza que es amor! ¡Campos de Soria donde parece que las rocas sueñan, conmigo vais! ¡Colinas plateadas, grises alcores, cárdenas roquedas! ... He vuelto a ver los álamos dorados, álamos del camino en la ribera del Duero, entre San Polo y San Saturio, tras las murallas viejas de Soria –barbacana hacia Aragón, en castellana tierra–. Estos chopos del río, que acompañan con el sonido de sus hojas secas el son del agua, cuando el viento sopla, tienen en sus cortezas grabadas iniciales que son nombres de enamorados, cifras que son fechas. ¡Álamos del amor que ayer tuvisteis de ruiseñores vuestras ramas llenas; álamos que seréis mañana liras del viento perfumado en primavera; álamos del amor cerca del agua que corre y pasa y sueña, álamos de las márgenes del Duero, conmigo vais, mi corazón os lleva! (Estr. VII y VIII)

La estancia de nuestro poeta en la ciudad se limitó a unos pocos años, que serán los más felices de su vida por su matrimonio con Leonor, la joven hija de los dueños del hotel donde se aloja. Pero este corto período resultó más que suficiente para fijar en su alma, de modo indeleble, el amor más profundo por las tierras de Soria y de Castilla, con su paisaje a veces triste, con sus colinas pardas, con sus campos yermos y, sobre todo, con el río Duero que las vertebra. Tras la muerte temprana de Leonor, al partir de Soria camino de Andalucía, los versos del poema Recuerdos, escritos durante el mismo viaje, a la par que la melancolía del autor, reflejan la hondura de su identificación con el universo que abandona: Oh Soria, cuando miro los frescos naranjales cargados de perfume, y el campo enverdecido, abiertos los jazmines, maduros los trigales, azules las montañas y el olivar florido; Guadalquivir corriendo al mar entre vergeles; y al sol de abril los huertos colmados de azucenas, y los enjambres de oro, para libar sus mieles dispersos en los campos, huir de sus colmenas; yo sé la encina roja crujiendo en tus hogares barriendo el cierzo helado tu campo empedernido; y en sierras agrias sueño –¡Urbión, sobre pinares! ¡Moncayo blanco, al cielo aragonés, erguido!– Y pienso: Primavera, como un escalofrío irá a cruzar el alto solar del romancero, ya verdearán de chopos las márgenes del río. ¿Dará sus verdes hojas el olmo aquel del Duero? Tendrán los campanarios de Soria sus cigüeñas, y la roqueda parda más de un zarzal en flor; ya los rebaños blancos, por entre grises peñas, hacia los altos prados conducirá el pastor. ¡Oh, en el azul, vosotras, viajeras golondrinas que vais al joven Duero, rebaños de merinos, con rumbo hacia las altas praderas numantinas,

por las cañadas hondas y al son de los caminos.

Precisamente por este recuerdo constante y a pesar de que, tras la muerte de su esposa, Antonio Machado abandonara Soria para vivir sucesivamente en Baeza, Segovia y Madrid, sus pensamientos vuelven de modo insensible al alto Duero, comparando con nostalgia sus viajes por Andalucía con el que un día realizara hasta las tierras de Castilla, para hacerse cargo de la cátedra de Lengua Francesa en el Instituto de Soria. Su corazón y su espíritu –lo confiesa emocionado el poeta años después, desde su residencia en Baeza– se encuentran en la tumba de Leonor, allá en el Duero, en el lejano cementerio soriano: ¿Por qué, decísme, hacia los altos llanos huye mi corazón de esta ribera, y en tierra labradora y marinera suspira por los yermos castellanos? Nadie elige su amor. Llevóme un día mi destino a los grises calvijares, donde ahuyenta al caer la nieve fría las sombras de los muertos encinares. De aquel trozo de España, alto y roquero, hoy traigo a ti, Guadalquivir florido, una mata del áspero romero. Mi corazón está donde ha nacido, no a la vida, al amor, cerca del Duero... ¡El muro blanco y el ciprés erguido!(3)

La visión poética de Soria y el Duero quedaría incompleta sin los versos de sabor popular que Gerardo Diego nos dejó en su Romance del Duero, inspirado también en ese conjunto inseparable que forman la ciudad y el río: Río Duero, río Duero, nadie a acompañarte baja, nadie se detiene a oír tu eterna estrofa de agua. Indiferente o cobarde la ciudad vuelve la espalda. No quiere ver en tu espejo su muralla desdentada. Tú, viejo Duero, sonríes, entre tus barbas de plata, moliendo con tus romances las cosechas mal logradas. Y entre los santos de piedra y los álamos de magia, pasas llevando en tus ondas palabras de amor, palabras. Quién pudiera como tú, a la vez quieto y en marcha, cantar siempre el mismo verso, pero con distinta agua. Río Duero, río Duero, nadie a estar contigo baja, ya nadie quiere atender tu eterna estrofa olvidada, sino los enamorados que preguntan por sus almas y siembran en tus espumas palabras de amor, palabras.

Abandonando las tierras del Cid, el ya Duero medio se adentra en la provincia de Valladolid por Peñafiel, donde se alza todavía el castillo de don Juan Manuel, el poderoso y culto sobrino del Rey Sabio. En esta fortaleza trabajó en los últimos años de su vida, dejando para la posteridad esa admirable colección de cuentos reunidos en El Conde Lucanor, con los cuales pretende trasladar al lector u oyente unas enseñanzas útiles y unos modelos de conducta.

3.- CASTILLA NACIENTE EN LA MARGEN DERECHA DEL DUERO Nuestra mirada literaria se dirige ahora a los ríos de la margen derecha del Duero, en el que, como cauce principal, irán a concluir, formando ese todo unitario que describía con acierto Juan de Mena en el siglo XV: Arlança, Pisuerga, e aún Carrión gozan de nombres de ríos; empero, después que juntados llamámoslos Duero, fazemos de muchos una relaçión.(4)

El Arlanza y el Arlanzón en la epopeya castellana El curso de los ríos Arlanzón y Arlanza tiene la máxima importancia para la historia del antiguo condado y del primitivo reino de Castilla. En sus orillas, en efecto, se desarrolla buena parte de la acción que narran las obras literarias medievales con algún fundamento histórico. Así la de Burgos es la tierra cidiana por antonomasia, ligada sobre todo al Arlanzón, mientras que en los territorios del Arlanza suceden los acontecimientos que inspiraron los antiguos cantares de los Infantes de Salas y de la Condesa Traidora, hoy desgraciadamente perdidos en su formulación original, pero conservados en las crónicas y en los versos de los romances. Y en torno al Arlanza se articula el naciente Condado de Castilla y surgen los relatos sobre su héroe fundador. No en vano don Ramón Menéndez Pidal publicó el Poema de Fernán González, compuesto en el siglo XIII, con el expresivo título de Poema de Arlanza(5) . El primer conde independiente de Castilla, Fernán González, es la figura central del poema de clerecía que lleva su nombre. El relato nos lo presenta en permanente lucha contra sus enemigos, los navarros y, sobre todo, los moros, a cuyo mítico caudillo Almanzor derrotó don Fernando en dos memorables batallas, la de Lara y la de Hacinas, libradas ambas en territorio burgalés. Durante los preparativos para esta última, nuestro héroe descubre la primitiva ermita de Arlanza, cuando persigue a un jabalí que se había refugiado entre sus muros. La amistad que entabla entonces el Conde con el anciano Fray Pelayo y la profecía de éste sobre las victorias que obtendrán los castellanos sobre Almanzor son determinantes para la construcción en ese lugar del monasterio de San Pedro de Arlanza, cuyas imponentes ruinas aún pueden contemplarse hoy junto al río, entre Covarrubias y Salas de los Infantes. Si en el Poema de Fernán González predomina el aspecto bélico, en las leyendas de la Condesa Traidora y los Siete Infantes de Salas destaca su contenido trágico. Los sucesos que narran tienen lugar en la comarca de la que hablamos y en la época de Garcí Fernández, el segundo entre los conde de Castilla, hacia finales del siglo X. Sabemos por la historia que el conde Garcí Fernández, al que en ocasiones se le llama “el de las lindas manos”(6) , estuvo casado con la condesa Ava, perteneciente a la familia

pirenaica de los condes de Ribagorza. La vieja leyenda épica, conocida por la prosificación que incluye la Primera Crónica General, habla sin embargo de dos mujeres distintas, nacidas ambas en Francia y las dos infieles a su marido. La primera es doña Argentina, de quien la Crónica escribe muy pronto que “salió mala mujer”, pues abandonó a su marido para seguir a un conde francés. Garcí Fernandez casó después con doña Sancha, hija del seductor de su primera mujer. De esta unión nacerá Sancho García, el tercero de los condes de Castilla. Pero doña Sancha, tras unos años de normalidad conyugal, terminará siendo desleal a su marido y contribuyendo a su muerte, ocurrida mientras luchaba contra los moros en Medinaceli. A causa de su ambición llegó a planear después el fin violento de su propio hijo, el conde don Sancho, que salvó entonces la vida gracias al oportuno aviso de uno de sus monteros, natural de Espinosa, a quien el Conde ennoblece como muestra de agradecimiento y del que descenderán los llamados “Monteros de Espinosa”, encargados por singular privilegio de velar siempre el sueño de los reyes de Castilla y de sus sucesores, los reyes de España. Un carácter más trágico tiene el relato legendario de Los Siete Infantes de Salas. Con una exigua base histórica, la leyenda nos cuenta las bodas celebradas en Burgos entre el noble Ruy Velázquez, Señor de Lara, y doña Lambra, dama de la Bureba emparentada con el conde Garcí Fernández. A las bodas asiste el señor de Salas, Gonzalo Guztioz, casado con doña Sancha, hermana del novio, y los siete hijos varones de este matrimonio con su preceptor, el ayo Nuño Salido. Por un incidente surgido en los juegos de la celebración doña Lambra comienza a querer mal a sus sobrinos, especialmente al menor de ellos, Gonzalo González. Inducido por su mujer, Ruy Velázquez participa de este odio, que irá en aumento de modo inexorable y le lleva a urdir un minucioso plan de venganza. Por ello envía a su cuñado Gonzalo Gustioz al frente de una embajada hasta Córdoba, con una carta para Almanzor en cuyo texto secreto se pide la muerte del portador. Luego Ruy Velázquez se hace acompañar por sus sobrinos, pretextando una incursión bélica por tierra de moros, y los conduce en realidad a una fatal emboscada en los campos sorianos de Almenar, cerca del pequeño río Rituerto y del Araviana que mencionan los romances. Allí, pese a sus derroches de heroísmo, los Infantes y su ayo mueren luchando contra una numerosa tropa musulmana. Sus cabezas y la del preceptor son remitidas a Córdoba, donde el padre, a quien Almanzor no había querido matar, las contempla y las reconoce con horror. Gonza lo Gustioz obtiene después la libertad, al tiempo que la mora que le ha servido en la prisión –una hermana del propio Almanzor, según algunas versiones de la leyenda– espera un hijo de él. Antes de partir para Castilla entrega a esta mujer la mitad de su anillo, mediante la cual podrá reconocerle el hijo que deja engendrado, cuando éste –en caso de que sea varón– tenga edad suficiente para ir a encontrarse con su padre en tierras de Salas. Mientras el viejo don Gonzalo vuelve a Castilla, en Córdoba nace su hijo, que recibe el nombre de Mudarra y será apadrinado por Almanzor. Al llegar a la edad de joven doncel, Mudarra viaja a Castilla en busca de su padre, y allí, habiéndose bautizado y cambiado su nombre por el de Gonzalo, derrota a Ruy Velázquez en singular combate, según se relata en la Primera Crónica General, en la Crónica de 1344, y de forma más poética en el romancero: A cazar va don Rodrigo – y aun don Rodrigo de Lara con la gran siesta que hace – arrimádose ha a una haya, maldiciendo a Mudarrillo, – hijo de la renegada, que si a las manos le hubiese – que le sacaría el alma. El señor estando en esto, – Mudarrillo que asomaba. “Dios te salve, caballero, – debajo la verde haya”. “Así haga a ti, escudero, – buena sea tu llegada”. “Dígasme tú, el caballero, – ¿cómo era la tu gracia?” “A mí dicen don Rodrigo – y aun don Rodrigo de Lara, cuñado de Gonzalo Gustos, – hermano de doña Sancha; por sobrinos me los hube – los siete infantes de Lara, espero aquí a Mudarrillo, – hijo de la renegada; si delante lo tuviese, – yo le sacaría el alma”.

“Si a ti dicen don Rodrigo – y aun don Rodrigo de Lara, a mí Mudarra González, – hijo de la renegada; de Gonzalo Gustos hijo – y alnado de doña Sancha;(7) por hermanos me los hube – los siete infantes de Salas. Tú los vendiste, traidor, – en el val de Arabiana, mas si Dios a mí me ayuda, – aquí dejarás el alma”.

El Arlanzón, por su parte, es el río cidiano por excelencia y la tierra que baña está presente a lo largo de todo el Poema de Mío Cid, en la acción, en el recuerdo y en los propósitos del caballero. Don Rodrigo, el héroe de este relato épico, no pertenece a la alta nobleza castellana, sino que es un infanzón nacido en Vivar, a las orillas del pequeño río Ubierna, donde su familia poseía unos molinos( 8). Los versos iniciales del cantar primero, o “Cantar del destierro” narran los sucesos ocurridos en la ciudad de Burgos y en su entorno. Saliendo de su aldea de Vivar, don Rodrigo acude a Burgos con su hueste, para despedirse de su mujer y de sus hijas, confiadas al cuidado del Abad de San Pedro de Cardeña. Al entrar en la ciudad, cuando Mío Cid se dirige a su posada habitual y encuentra la puerta cerrada, tiene lugar la emotiva escena de la niña que anuncia al héroe las órdenes del rey, razón por la cual nadie se atreve a hospedarlo. Al hilo de los viejos versos medievales (Cantar I, vv. 21-51), Manuel Machado recreó con maestría este episodio en pleno siglo XX, en su conocido poema Castilla.

El Carrión y el Pisuerga, los ríos de Palencia y de Valladolid En lo más alto de la montaña palentina, ya en el límite con Cantabria, tiene su origen el Pisuerga, justo en la cima que se asoma sobre tres vertientes fluviales: el pico celebrado por Gerardo Diego en el poema de su nombre, Tres Mares, alusivo a su situación geográfica y a las aguas que atesora en sus alturas, para que luego sigan sus distintos caminos hacia el mar: Ni una gasa de niebla ni una lluvia o cellisca ni una dádiva de nieve ni un borbollar de fuente candorosa dejo perderse. Madre soy de Iberia que incesante en mi seno nace y dura. A los tres mares que la ciñen, corren –distintas y purísimas– mis aguas. Al Ebro el Híjar, el Pisuerga al Duero y el Nansa se despeña. Tres destinos: Mediterráneo, Atlántico, Cantábrico. Y mi cúspide eterna, bendiciendo –vientos de Dios– España toda en torno.

Y el Carrión, que nace también junto a Cantabria, entre las cumbres de Peña Prieta, Peña Quebrada y Curavacas, dejando tras de sí los embalses de Camporredondo y Compuerto, en su camino descendente hasta Palencia ha prestado su nombre a Carrión de los Condes, la ciudad originaria de la familia de nobles cuya enemistad persigue a Mío Cid, el héroe castellano. Será aquí, a orillas del río, donde, al final del Poema se celebrará el triple combate que enfrenta a los caballeros del Cid con los Infantes de Carrión (Cantar III, vv. 3534-3694). Varios siglos después de los sucesos que narra el Poema del Cid, en esta misma ciudad nacieron dos poetas inscritos con caracteres de honor en nuestra historia literaria: don Sem Tob de Carrión y el Marqués de Santillana. Ambos destacan en la poesía de contenido filosófico, que concuerda muy bien con el carácter austero de la tierra castellana. De modo parecido, pero con superior calidad literaria, se expresará Jorge Manrique, el poeta nacido en Paredes de Nava, cuando, en las Coplas por la muerte de su padre, le hace afrontar con espíritu sosegado la realidad inexorable de la muerte. No parece sino que la estampa del río Carrión en su lento

discurrir, harto familiar para el poeta, le inspirara los bellísimos versos en los que compara el curso de los ríos con el camino que cada uno de los hombres recorre a lo largo de su existencia: Nuestras vidas son los ríos que van a dar en la mar que es el morir; allí van los señoríos derechos a se acabar e consumir; allí los ríos caudales, allí los otros medianos e más chicos; allegados, son iguales los que viven por sus manos e los ricos. (Estr. III)

Casi en paralelo con el Carrión, el Pisuerga por su parte, desde su origen en las alturas del Tres Mares discurre manso y sosegado, estableciendo con algunos tramos de su curso los límites entre las provincias de Palencia y Burgos. En Dueñas el Carrión se hace Pisuerga y entra en la provincia de Valladolid, bordeando la capital por su margen izquierda. Dentro de la ciudad se une al Pisuerga otro río más humilde, acaso el único entre todos los españoles que también se nombra en género femenino, la Esgueva. Por lo menguado de su curso, frente el mucho más crecido del Pisuerga, ha inspirado composiciones satíricas a varios poetas que visitaron la ciudad, entre ellos el cordobés Góngora, que escribe esta burla chocarrera acerca de los dos ríos vallisoletanos, cuando pasan juntos bajo el vecino puente Simancas: Jura Pisuerga a fe de caballero que de vergüenza corre colorado, sólo en ver que de Esgueva acompañado ha de entrar a besar la mano a Duero. Es sucio Esgueva para compañero (culpa de la mujer de algún privado), y perezoso para dalle el lado, y así ha corrido siempre muy trasero. Llegados a la puente de Simancas, teme Pisuerga, que una estrecha puente temella puede el mar sin cobardía. No se le da a Esguevilla cuatro blancas; mas ¿qué mucho, si pasa su corriente por más estrechos ojos cada día?(9)

Precisamente a orillas del Esgue va vivió Cervantes durante los primeros años del siglo XVII, cuando la corte de Felipe III residía en Valladolid, en una casa convertida ahora en museo y centro de actividades culturales. Es probable que Cervantes terminara de escribir aquí la primera parte del Quijote, e incluso se ha especulado con la posibilidad de que en esta ciudad, en el año 1604, apareciera una “primera” edición de la inmortal novela, que sería anterior a la “editio princeps” impresa por Juan de la Cuesta en Madrid, en el año 1605. Pero, en honor a la verdad, nadie ha podido mostrar nunca un ejemplar de esta hipotética y temprana edición. Y con toda probabilidad en Valladolid concebiría Cervantes el Coloquio de los perros, la última y la mejor de sus novelas ejemplares. El escenario vallisoletano de esta pequeña –por su extensión– y al mismo tiempo gran obra de arte queda bien reflejado en su largo título original: Novela y coloquio que pasó entre Cipión y Berganza, perros del hospital de la Resurrección, que está en la ciudad de Valladolid, fuera de la puerta del Campo, a quien comúnmente llaman los perros de Mahudes. Desde el interior del hospital, que se levantaba muy próximo a la casa de Cervantes, los dos perros, dotados de las facultades humanas del raciocinio y el habla durante el espacio de una noche, hacen memoria de sus correrías por

España, desde Andalucía hasta Castilla, levantando así un acta certera y bien reveladora de la sociedad española del momento, con todas sus grandezas y sus miserias. Dos siglos más tarde, en 1817, nace en Valladolid quien llegará a ser el más renombrado poeta español del siglo XIX, don José Zorrilla, conocido en la historia literaria sobre todo por la fama que le deparó su obra dramática más popular, Don Juan Tenorio. Buena parte de la producción poética y dramática de Zorrilla está ambientada en la ciudad del Pisuerga, donde se desarrollan los dos primeros actos de su mejor drama, Traidor, inconfeso y mártir, sobre el personaje heroico y trágico a la vez que fue el rey don Sebastián de Portugal, y la totalidad de El Alcalde Ronquillo.

Los ríos Esla y Tera en León y Zamora La provincia de León es tierra de numerosos ríos que, desde su nacimiento en las montañas de la cordillera Cantábrica, terminan uniéndose en el poderoso Esla. Un primer apunte literario de interés, referido al río Órbigo y a la época medieval, es el representado por el libro que lleva por título El Paso Honroso de Suero de Quiñones. Su autor fue el notario real Pero Rodríguez de Lena y su texto refiere un episodio caballeresco ocurrido por el 1434 en la localidad ribereña de Hospital de Órbigo. En cumplimiento de la promesa efectuada a su dama, el noble Suero de Quiñones permanece durante treinta días junto al puente que cruza el Órbigo en esta población, para impedir que ningún otro caballero pudiera cruzarlo, lo que da lugar a la narración de vistosos lances de honor en los que el héroe siempre triunfa y a la descripción de la magnífica tienda que utiliza durante el tiempo que dura su empresa(10) . Desde los puertos de Tarna, el Pontón y San Glorio, en el norte de León, vienen las aguas del Esla y del Yuso que se unen inmediatamente en el embalse de Riaño. Luego el Esla desciende pasando por Cistierna y por Vidanes y llega hasta la altura de Mansilla de las Mulas, recogiendo por ambas márgenes un buen número de pequeños tributarios. La abundancia de cauces fluviales en esta zona leonesa configura un paisaje de apacibles riberas, verdes prados y aguas que murmuran suavemente en su camino. Éste es el ambiente bucólico en el que, ya desde la antigüedad, suelen enmarcarse los amores descritos en el género de la novela pastoril. Por eso el de León fue el territorio elegido como escenario de la principal muestra de este género en nuestra literatura, Los siete libros de la Diana, del portugués castellanizado Jorge de Montemayor, publicada hacia 1560. El autor trasladó los recuerdos que mantenía vivos desde la infancia –el río Mondego y el Montemor de su nacimiento en Portugal– al paisaje de las riberas del Esla en Mansilla de las Mulas, cerca de la capital leonesa. Tal es el marco espacial donde nos presenta la historia de los amores que se cruzan entre la bella Diana y los pastores Sireno y Silvano, dentro de un paisaje idílico que nos describe en la primera página del libro: “Bajaba de los montes de León el olvidado Sireno … Pues llegando el pastor a los verdes y deleitosos prados que el caudaloso río Esla con sus aguas va regando, le vino a memoria el gran contentamiento de que en algún tiempo allí gozado había … Consideraba aquel dichoso tiempo que por aquellos prados y hermosa ribera apacentaba su ganado, poniendo los ojos en sólo el interés que de traerle bien apacentado se le seguía y las horas que le sobraban gastaba el pastor en sólo gozar del suave olor de las doradas flores, al tiempo que la primavera, con las alegres nuevas del verano, se esparce por el universo, tomando a veces su rabel que en un zurrón siempre traía, otras veces una zampoña, al son de la cual componía los dulces versos con que de las pastoras de toda aquella comarca era loado”.

Al entrar el Esla en la provincia de Zamora deja enseguida a su derecha la ciudad de Benavente, donde recoge al Órbigo y poco después al Tera, que viene desde los montes de Sanabria, muy cerca de donde se encuentra la localidad de San Martín de Castañeda. El lago próximo, las cercanas ruinas de un antiguo monasterio cisterciense y la leyenda de una ciudad

sumergida en el fondo de las aguas son el escenario sugerido a Unamuno para su novela San Manuel Bueno, mártir. El propio autor confiesa esta relación paisajística en el prólogo, pero añade que su Valverde de Lucerna no se inspira ni en San Martín ni en ninguna de las pobres aldeas cercanas. Y en el prólogo incluye los versos que escribió tras su visita a Sanabria: San Martín de Castañeda, espejo de soledades, el lago recoge edades de antes del hombre y se queda soñando en la santa calma del cielo de las alturas, la que se sume en honduras de anegarse, ¡pobre! el alma.

San Manuel Bueno, mártir es la novela más personal de Unamuno, en cuanto que su protagonista, el párroco don Manuel, vive atormentado por un drama interior paralelo al ocasionado por las inquietudes espirituales que angustiaron al autor. Don Manuel lleva una vida ejemplar y ejerce en grado heroico la caridad con sus feligreses, entre los que tiene fama de santo. Pero se ve acosado por un profundo desasosiego, pues en el fondo de su alma no cree en la resurrección de los muertos. Y así, cuando durante la misa diaria debe recitar el credo, calla al llegar a este punto comprometido de la profesión de fe, dejando que el murmullo de los fieles cubra su silencio. De ahí que, para Unamuno, su don Manuel fuera un mártir en vida. A partir de Puebla de Sanabria el Tera discurre hasta confluir al suroeste de Benavente con el caudaloso Esla, que poco después ensancha de modo espectacular su cauce en el larguísimo embalse de Ricobayo. Y en la margen opuesta del río se sitúa Tábara, donde nació el gran poeta León Felipe, que habría de morir en el exilio mejicano. El recuerdo de su tierra y de su cielo está latiendo en el poema “Como aquella nube blanca”, incluido en el Libro Primero de Versos y Oraciones de Caminante: Ayer estaba mi amor como aquella nube blanca que va tan sola en el cielo y tal alta… como aquella que ahora pasa junto a la luna de plata. Nube blanca que vas tan sola en el cielo y tan alta junto a la luna de plata… vendrás a parar mañana igual que mi amor en agua… en agua del mar amarga…

Por la misma época escribía León Felipe en Méjico aquellos versos que llevan el significativo título de Revolución, con los que reivindica la igualdad esencial entre los hombres sobre la base de elevar la dignidad de los más humildes. El breve poema dice así: Siempre habrá nieve altanera

que vista el monte de armiño… y agua humilde que trabaje en la piedra del molino. Y siempre habrá un sol también, – un sol verdugo y amigo– que trueque en llanto la nieve y en nube el agua del río .(11)

4.- LA MARGEN IZQUIERDA DEL DUERO HACIA LA NUEVA CASTILLA A medio camino entre Valladolid y Tordesillas, se une al padre Duero por su margen izquierda el Adaja, que lleva consigo también las aguas del Eresma. Los dos se han juntado en la provincia de Valladolid tras haber recorrido con amplitud las de Ávila y Segovia, dejando a su paso por ambas capitales motivos abundantes para la inspiración literaria, que en esta tierra castellana encarna la esencia del “amor a lo divino”. La literatura española, a partir de Garcilaso de la Vega, ha sabido cantar como ninguna otra los sentimientos más profundos del amor humano, escenificándolos con frecuencia en un marco pastoril, a la orilla de caudalosos ríos de aguas cristalinas, con verdes riberas que invitan a la ensoñación y a las confidencias amorosas. Pues bien, estos sentimientos amorosos que brotan del corazón de los pastores se espiritualizan algunas décadas más adelante, de modo que, utilizando el mismo lenguaje literario, sirven para explicar –o al menos para intentarlo– las experiencias inefables de otro amor más elevado, el que se establece entre el alma del cristiano y Dios. En la segunda mitad del siglo XVI Teresa de Jesús y Juan de la Cruz, los dos escritores nacidos en Ávila –a la vera del Adaja ella, él a la del más humilde Zapardiel–, sirviéndose del lenguaje humano, llevan al grado de perfección más elevado la expresión literaria del amor divino. Santa Teresa lo hará en una prosa admirable y San Juan se explica en sus maravillosos poemas que, prescindiendo incluso de su sentido espiritual último, constituyen la cumbre de la poesía erótico-amorosa española de todos los tiempos.

El río Adaja en Ávila y el Eresma en Segovia Desde la margen izquierda del Adaja, a la altura del lugar conocido, en recuerdo de Teresa de Jesús niña, como “Los Cuatro Postes”, la ciudad de Ávila, con la torre de la catedral sobresaliendo por encima del cinturón amurallado, se aparece al observador, en palabras de Unamuno, como “una casa, una sola casa, Ávila la Casa”, acertada expresión con la que el escritor se refiere a la pequeña ciudad, en su libro Andanzas y visiones españolas. La paz nocturna de esta ciudad medieval (“Ávila, la noche”) es el motivo principal que inspira el soneto Quietud amurallada, donde el poeta leonés –de Astorga– Leopoldo Panero refleja su particular visión de Ávila: ¡Oh suelta piedra gris del yermo frío! Ávila está desnuda junto al cielo. Fugitiva del tiempo, toca el suelo para dar a sus alas nuevo brío. Contra el agua sonámbula del río, las torres transparentan su desvelo, y el corazón inmoviliza el vuelo de las cosas lejanas, sueño mío. Mi sueño son y mi total tristeza; y mi límite son frente a la nada;

y es mi consuelo amar, Ávila pura… ¡Que la nieve defienda tu pureza, el agua tu quietud amurallada, y tu absoluta paz la noche oscura!

En torno a este poema de Panero otro poeta contemporáneo de gran sensibilidad, Jacinto Herrero Esteban, abulense de nacimiento y de vivencias todas, asumió el reto de componer un rosario de catorce sonetos, glosando en cada uno de ellos un verso del que acabamos de transcribir. Así surgió la serie poética que publicó con el título unamuniano de Ávila la Casa(72) , cuyo soneto relativo al verso nº 5 habla del río Adaja a su paso por la ciudad: Adaja va, lentísima corriente por tu dorada piel embellecida, lamiendo con su lengua tanta herida como el tiempo te hizo. Bajo el puente recita el agua casi balbuciente la flor de los romances, la perdida canción. Intenta luego en la crecida aprender otro ritmo, ese estridente crujir de llantas sobre el puente nuevo. Aprender de este tiempo lo preciso para no envejecer. Hay un desvío en aceptar tu imagen del Medievo: inmóvil y hecho flor quedó Narciso contra el agua sonámbula del río.

Pero en el plano literario y por encima de cualquiera otra referencia, es preciso destacar que en Ávila nace Teresa de Jesús y allí pasa la mayor parte de su existencia terrena. Durante veinte años vive en el monasterio de la Encarnación, teniendo cerca el río Adaja y de frente, a través de la ventana de su celda, la vista de su ciudad amurallada con la torre de la catedral, una imagen que seguramente le inspiraría la del castillo almenado, base alegórica para la composición de su obra literaria más perfecta, El castillo interior, o Las Moradas. Pocas veces se refiere en su obra Santa Teresa –tampoco lo hace San Juan de la Cruz– a ríos concretos de la geografía que conoce. No obstante, el agua en abstracto, considerada como fuente de vida, será un elemento de capital importancia para la creación de sus imágenes literarias, y en este sentido sí que se refieren a ella con frecuencia los dos escritores místicos. Así habla la Santa abulense del agua vivificadora, cuando explica que “el árbol que está cabe las corrientes de las aguas está más fresco y da más fruto” (Moradas, VII, 2, 9). Y de un modo más claro podemos observar su afición al agua como elemento de referencia para la construcción de símbolos literarios, cuando explica los grados de la oración sirviéndose de la famosa alegoría del huerto (término real de la comparación con el alma del cristiano) y los diferentes modos de regarlo (las sucesivas fases de su perfeccionamiento por medio de la oración), que la Santa expone en el siguiente pasaje del Libro de la Vida: “Pues veamos ahora de la manera que se puede regar [el huerto] para que entendamos lo que hemos de hacer, y el trabajo que nos ha de costar ... Paréceme a mí que se puede regar de cuatro maneras; o con sacar el agua de un pozo, que es a nuestro gran trabajo; o con noria y arcaduces que se saca con un torno –yo la he sacado algunas veces –, es a menos trabajo que estotro y sácase más agua; o de un río o arroyo; esto se riega muy mejor, que queda más harta la tierra de agua y no se ha menester regar tan a menudo, y es a menos trabajo mucho del hortelano; o con llover mucho, que lo riega el Señor sin trabajo ninguno nuestro, y es muy sin comparación mejor que todo lo que queda dicho”. (Vida, 11, 7)

La consideración del agua como fuente de vida, el recuerdo en suma del “agua viva”(13) , se encuentra también en los poemas de San Juan de la Cruz. El Cántico espiritual registra, entre otras, las referencias a “los ríos sonorosos” (estr. 14), y a las “puras aguas” que manan en

lo más alto del monte (estr. 36), y que aparecen como el último elemento material mencionado en la composición (estr. 40). Poco antes, en una habilísima traslación del famoso romance de Fontefrida sobre la tórtola y su proverbial fidelidad amorosa, el poeta sitúa en las cercanías del río el lugar para el encuentro solitario de los amantes: La blanca palomica al arca con el ramo se ha tornado, y ya la tortolica al socio deseado en las riberas verdes ha hallado.(14)

Pero donde la poesía sanjuanista culmina la exaltación del agua como fuente inagotable de vida es en el Cantar del alma que se huelga de conocer a Dios por la fe, pequeño poema en el que la fuente se convierte en símbolo de la eucaristía, origen y centro de la vida del cristiano, cuya luz brilla con seguridad hasta vencer las tinieblas de la noche: ¡Qué bien sé yo la fonte que mana y corre: aunque es de noche! Aquella eterna fonte está escondida, que bien sé yo dó tiene su manida, aunque es de noche.

Si el Adaja, con su nacimiento y la mayor parte de su andadura por la provincia de Ávila, es el río más ligado a la personalidad de Teresa de Jesús, también la ciudad de Segovia y su río, el Eresma, tienen relación con los dos escritores carmelitas. En Segovia funda Teresa de Jesús uno de sus conventos reformados en 1574. Fray Juan de la Cruz la acompaña en este viaje fundacional, y es posible que por entonces compusiera las coplas que comienzan con los versos “Entréme donde no supe” y “Vivo sin vivir en mí”, con una estrofa inicial estas últimas casi igual a otra de la Madre Teresa. Durante su última estancia en Castilla, entre 1588 y 1591, siendo prior de Segovia, edificaría Fray Juan el convento de los carmelitas donde reposa para siempre, muy cerca de la confluencia del Eresma con el Clamores.

Salamanca y el Tormes La sierra de Gredos abulense es la fuente principal de donde se alimenta la corriente del Duero por su margen izquierda. Sus elevadas cumbres, de nieves casi constantes, separan las cuencas del Duero y del Tajo por allí donde nacen sus dos grandes tributarios, el Tormes y el Tiétar, como recuerda don Miguel de Unamuno en una composición de su Cancionero: Tiétar, Tormes, Tajo, Duero, mellizos de las Castillas; madre Gredos sus dos brazos desparrama y acaricia sobre hueso, carne parda, que sangre y sudor hostigan.

Acompañando al Tormes pasamos por El Barco de Ávila, con el puente romano y el castillo de Valdecorneja que lamen las aguas del río. Luego se le une el humilde Becedillas, que viene de la peña de Neila y pasa por Becedas, escondiendo acaso todavía en sus entrañas el idolillo que la joven Teresa de Jesús hiciera arrojar allí al agua, para deshacer los hechizos amorosos con los que una mujer tenía atenazado el corazón del cura de este pequeño lugar(15) .

Pronto el Tormes abandonará la provincia de Ávila para entrar casi al tiempo en tierras salmantinas. En el camino hasta su unión con el Duero en la frontera portuguesa deja a la derecha dos poblaciones importantes, Alba de Tormes y Salamanca, especialmente unidas a su curso y a la producción literaria que el mismo río ha inspirado desde siempre. Garcilaso de la Vega es el cantor del Tajo y de la ciudad de Toledo donde nació. Pero también escribió versos dedicados al Tormes, por la vinculación que mantuvo con la familia del duque de Alba. Varias de las obras de Garcilaso están escritas en honor de alguno de sus miembros, como las églogas primera y tercera. El Tormes aparece así algunas veces en la poesía garcilasiana, como ocurre en la Égloga II, cuya parte central canta la historia de amor imposible entre los pastores Albanio y Camila. La égloga se desarrolla con el paisaje bucólico del Tormes como telón de fondo y seguramente fue representada –al menos en parte– ante los duques, bien en su palacio de Alba o en algún escenario natural junto al río. De su larguísimo texto de casi dos mil versos recordamos la descripción, puesta en labios del pastor Nemoroso, de la apacible ribera del Tormes y de la villa de Alba elevándose sobre sus aguas: En la ribera verde y deleitosa del sacro Tormes, dulce y claro río, hay una vega grande y espaciosa, verde en medio del invierno frío, en el otoño verde y primavera, verde en la fuerza del ardiente estío. (vv. 1041-1046)

Y en la villa ducal de Alba de Tormes murió Teresa de Jesús en Octubre de 1582, en aquella noche larga como ninguna otra en la historia, que enlazó el día 4 con el 15 de aquel mes, al entrar en vigor ese mismo día la reforma del “calendario juliano” decretada por el papa Gregorio XIII. De regreso de su última fundación en Burgos y después de pasar unos días en Valladolid, desde Medina del Campo se dirigió Teresa a Alba, enferma y contra su voluntad, obedeciendo un mandato inspirado en las consideraciones humanas que a ella le tenían tan sin cuidado. Soñaba con marchar a su convento de Ávila tan pronto como mejorara algo su salud. Pero la enfermedad pudo con ella y, al sentir la certeza de la muerte inminente, abandona sus sueños viajeros confiando –“¿Y aquí no me darán un poco de tierra?”, con esto sólo se conforma– en que allí mismo habrá un pequeño lugar para su enterramiento. Con Salamanca y el Tormes se relaciona la novela picaresca española, pues en esta ciudad –y se puede decir que en su río– nació Lázaro, el protagonista-narrador de la primera obra del género, El Lazarillo de Tormes. Conforme él mismo confiesa al comenzar su relato: “Pues sepa Vuestra Merced ante todas cosas que a mí llaman Lázaro de Tormes, hijo de Tomé González y Antona Pérez, naturales de Tejares, aldea de Salamanca. Mi nacimiento fue dentro del río Tormes, por la cual causa tomé el sobrenombre, y fue desta manera: mi padre, que Dios perdone, tenía cargo de proveer una molienda de una aceña que está ribera de aquel río, en la cual fue molinero ... y estando mi madre una noche en la aceña, preñada de mí, tomóle el parto y parióme allí; de manera que con verdad me puedo decir nacido en el río”(16).

A la Universidad de Salamanca y a la misma ciudad castellana estarán unidas para siempre la figura y la obra de Fray Luis de León, el sabio agustino nacido en 1527 en Belmonte (Cuenca), que fue catedrático de Exégesis Bíblica y está considerado como uno de los grandes maestros de la literatura española. Su principal obra en prosa, De los nombres de Cristo, se desarrolla bajo la forma de un extenso diálogo que mantienen tres frailes agustinos –uno de ellos, Marcelo, representa al propio autor– aprovechando el asueto de la fiesta de San Pedro y lo apacible del tiempo, a finales de Junio. Los tres personajes consumen su ocio conversando sobre los diferentes nombres con los que se designa a Cristo en las páginas de la Sagrada Escritura, dentro de un marco espacial bien apto para el diálogo sosegado, el de la cercana

huerta de “La Flecha”, que los agustinos poseían en la misma ribera del Tormes, aguas arriba de Salamanca. El lugar nos lo describe Fray Luis en los siguientes términos: “Era la huerta grande, y estaba entonces bien poblada de árboles, aunque puestos sin orden; mas eso mismo hacía deleite en la vista, y, sobre todo, la hora y la sazón. Pues entrados en ella, primero, y por un espacio pequeño, se anduvieron paseando y gozando del frescor; y después se sentaron juntos, a la sombra de unas parras y junto a la corriente de una pequeña fuente, en ciertos asientos. Nasce la fuente de la cuesta que tiene la casa a las espaldas, y entraba en la huerta por aquella parte, y corriendo y estropezando parecía reírse. Tenían también delante de los ojos ... una alta y hermosa alameda. Y más adelante, y no muy lejos, se veía el río Tormes, que aún en aquel tiempo, hinchiendo bien sus riberas, iba torciendo el paso por aquella vega. El día era sosegado y purísimo y la hora muy fresca”(17).

Esta admirable recreación en prosa del “locus amoenus”, del lugar tranquilo y atractivo de “La Flecha”, coincide en esencia con la que, de forma poética, encontramos en la primera y más conocida de las poesías originales de Fray Luis, la Oda a la vida retirada. El último gran maestro de la Universidad de Salamanca, ya en el siglo XX, ha sido don Miguel de Unamuno. Nacido en Bilbao en 1864, su incorporación en 1891 a la cátedra universitaria salmantina de Filología Griega y sus largos años como Rector de la Universidad, marcaron para siempre el curso de su vida hasta su extinción en la triste Nochevieja de 1936. Con toda verdad podemos decir que desde su llegada a Salamanca, y sin perjuicio del amor constante por su Vizcaya natal, para Unamuno Castilla sería su tierra, Salamanca su ciudad y el Tormes su río. Esta triple relación de afecto se aúna de modo admirable en la estampa poética que titula con el nombre de la ciudad, Salamanca: Alto soto de torres que al ponerse tras las encinas que el celaje esmalta dora a los rayos de su lumbre el padre Sol de Castilla; Miras a un lado, allende el Tormes lento, de las encinas el follaje pardo cual el follaje de tu tierra, inmoble, denso y perenne(18).

Como un motivo recurrente volverán a mostrarse estos sentimientos hacia el final de la vida del autor, en un breve poema titulado Agua del Tormes, que revela cuán profundamente arraigadas están las imágenes salmantinas en el corazón del poeta: Agua del Tormes, nieve de Gredos, sal de mi tierra, sol de mi cielo, pan de la Armuña mollar y prieto, leche de cabra del llano escueto, puestas de soles de rosa eterno, sombra de encina que espeja el Puerto ...

Y no podríamos terminar esta rápida visión del Tormes desde Salamanca sin recordar el soneto que don Miguel escribe precisamente con este título, El Tormes, señalando los hitos fundamentales en el curso del río abulense y salmantino: Desde Gredos, espalda de Castilla, rodando, Tormes, sobre tu dehes a, pasas brezando el sueño de Teresa junto a Alba la ducal dormida villa. De La Flecha gozándote en la orilla,

un punto te detienes en la presa que el soto de Fray Luis cantando besa y con tu canto animas al que trilla. De Salamanca, cristalino espejo, retratas luego sus doradas torres, pasas solemne bajo el puente viejo de los romanos y el hortal recorres que Meléndez cantara. Tu consejo no de mi pecho, Tormes mío, borres.

5.- EL CURSO DEL DUERO ENTRE VALLADOLID Y PORTUGAL Tras dejar a su derecha la capital vallisoletana y la localidad de Simancas (con el impresionante Archivo que guarda la historia europea de los siglos XVI y XVII), el río continúa su camino hacia Zamora y la frontera portuguesa, llevando en su curso también los recuerdos de lejanos acontecimientos históricos. Con lento y sosegado discurrir el Duero llega a la villa de Tordesillas, manteniendo entre sus aguas dos referencias históricas y dejándonos percibir, envueltos en el murmullo de su curso, los ecos de una áspera polémica literaria. En efecto, en una casa-palacio de Tordesillas tuvo lugar, en Junio del año 1494, la negociación y rúbrica del histórico "Tratado de Tordesillas" (fruto del arbitraje pontificio zanjado con la Bula Inter coetera del papa Alejandro VI), en virtud del cual España y Portugal, las dos naciones regadas por el Duero, se repartieron el continente americano recién descubierto por Colón y delimitaron sus respectivas zonas de influencia. Este tratado internacional tuvo entonces una importancia máxima y sus consecuencias subsisten hasta hoy, en el orden político y en el lingüístico, pues la división entonces sancionada marca la separación, en América del Sur, entre los países donde se habla el español y el portugués. Las ruinas conocidas como "Casas del Tratado", que languidecían como mudo reproche, han sido reconstruidas en estos últimos años, rescatando para la cultura un edificio histórico que ahora se dedica a la promoción de los estudios hispano-portugueses. Otro palacio cercano, cuyos balcones también se abren al Duero, ocultaría entre sus muros años después, durante casi toda la primera mitad del siglo XVI, el lento marchitarse de una reina triste, doña Juana I de Castilla, encerrada en Tordesillas para llorar la muerte de su esposo don Felipe. Salvo las fugaces visitas de su hijo el Emperador Carlos, o las más interesadas del cardenal Adriano y de los capitanes comuneros en el verano de 1520, ningún acontecimiento interrumpió su largo retiro, dedicado en silencio a los rezos y a la contemplación del paisaje desde la torre donde habitaba. Por largos años sus lágrimas quisieron acrecentar el caudal del Duero, mientras con mirada ausente seguía el curso fugitivo del río. Así la imaginó Manuel Machado, en el soneto Doña Juana la Loca, dedicado a la figura de esta Reina cuya razón se vio alterada por la desgracia y la soledad: Hierática visión de pesadilla, en medio del paisaje está plantada –alto el brial y la color quebrada– la reina doña Juana de Castilla.(19)

En el ámbito literario y una vez que nuestro recorrido nos ha llevado con el Duero a Tordesillas, debemos recordar la aparición en Tarragona, en el año 1614, del Segundo Tomo del Ingenioso Hidalgo Don Quixote de la Mancha, compuesto, según se lee en la portada de esta primera edición, "por el Licenciado Alonso Fernández de Avellaneda, natural de la vida de Tordesillas". Cervantes recibió con enorme disgusto la noticia de esta publicación, tanto más

cuando en el prólogo el autor le zahería con rudeza a cuenta de su edad avanzada y de la falta de su mano izquierda, acusándole de haber atacado por envidia al gran Lope de Vega en la primera parte de su ya famosísima novela. Hasta tal punto afectó a Cervantes la aparición de este libro que en el verdadero Quijote, cuya segunda parte ultimaba por entonces, cambió el rumbo del personaje y el curso y la duración de su historia, para contradecir expresamente la de Avellaneda y dejar por mentiroso a este desconocido autor. Por último hizo que don Quijote muriese, no sin antes recuperar plenamente la razón y el sano juicio, para que nadie –ningún otro Avellaneda– se atreviera a proseguir las aventuras de su héroe. Nunca conoció Cervantes quién pudo ser este Alonso Fernández de Avellaneda y mucho menos si fue o no natural de Tordesillas. Sí tuvo por cierto que este nombre no era el verdadero del autor y sospechó que el apócrifo pudiera corresponder al mismo Lope de Vega, o a cualquier otro escritor del círculo próximo al dramaturgo. De ahí que, en el prólogo de la segunda parte del Quijote, publicada en 1615, dirigiera sus dardos críticos hacia la conducta personal de Lope, al tiempo que se defendía con orgullo de los ataques recibidos: "¡Válame Dios, y con cuanta gana debes de estar esperando ahora, lector ilustre ... este prólogo, creyendo hallar en él venganzas, riñas y vituperios del autor del segundo Don Quijote, digo, de aquel que dicen que se engendró en Tordesillas y nació en Tarragona. Pues en verdad que no te he de dar este contento. Lo que no he podido dejar de sentir es que me note de viejo y de manco, como si hubiera sido en mi mano haber detenido el tiempo ... o si mi manquedad hubiera nacido en alguna taberna, sino en la más alta ocasión que vieron los siglos pasados, los presentes, ni esperan ver los venideros. He sentido también que me llame invidioso, y que como a ignorante, me describa qué cosa sea la invidia; que, en realidad ... de dos que hay, yo no conozco sino ... a la noble y bien intencionada; y siendo esto así ... no tengo yo de perseguir a ningún sacerdote y más si tiene por añadidura ser familiar del Santo Oficio; y si él lo dijo por quien parece que lo dijo, engañóse de todo en todo; que del tal adoro el ingenio, admiro las obras y la ocupación continua y virtuosa"(20) .

Bajo la forma amable de una finísima ironía, estas últimas palabras esconden un reproche acerado, pues con la aparente alabanza a "la ocupación continua y virtuosa" del célebre autor dramático, está aludiendo al escándalo provocado por el ejemplo nada edificante de un Lope ya cincuentón y sacerdote, que sigue viviendo amancebado con Marta de Nevares. Antes de abandonar la provincia de Valladolid, el Duero dibuja con su curso una amplísima uve, en cuyo vértice y muy cerca de la localidad de Castronuño, se forma el pequeño embalse de San José. A su paso va fecundando la vega de Toro y acariciando por su margen derecha esta Ciudad de doña Elvira, de acuerdo con el nombre que le han dado la historia y la tradición. Un viejo romance del siglo XV que comienza “En las almenas de Toro”, recuerda (con algunos rasgos desfigurados) la imagen de la hija menor del rey don Fernando I, la pasión amorosa que despierta en su hermano don Alfonso, las aspiraciones de éste sobre la ciudad y su primera confrontación con Rodrigo Díaz de Vivar, de donde arranca la enemistad entre ambos que se relata en el primer cantar del Poema del Cid: En las almenas e Toro – allí estaba una doncella, vestida de paños negros – reluciente como estrella; pasara el rey don Alfonso, – namorado se había de ella, dice: "Si es hija de rey – que se casaría con ella, y si es hija de duque – serviría para manceba". Allí hablara el buen Cid, – estas palabras dijera: "Vuestra hermana es, señor, – vuestra hermana es aquella".

Ya en Zamora volvemos a encontrarnos con algunos de los personajes del romancero y con la geografía que recorre el Duero desde su paso por la ciudad de Toro. El romance histórico de la partición de los reinos tiene como protagonista a la infanta doña Urraca cuando irrumpe en el aposento donde agoniza su padre el rey Fernando I, que acaba de repartir los

territorios entre los hijos varones y responde a las quejas airadas de su hija ofreciéndole la ciudad de Zamora como remedio de un olvido imperdonable: "Calledes, hija, calledes, – non digades tal palabra, que mujer que tal decía – merecía ser quemada; allá en Castilla la Vieja – un rincón se me olvidaba, Zamora había por nombre, – Zamora la bien cercada; de un lado la cerca el Duero, – del otro Peña Tajada, del otro la Morería, – ¡una cosa muy preciada! ¡Quien vos la tomare, hija, – la mi maldición le caiga!" Todos dice amén, amén – sino don Sancho que calla.

Estos personajes y los acontecimientos históricos que nos recuerdan aparecen otra vez, como muestra evidente de la pervivencia del romancero a través de los siglos, en los versos – también en forma de romance– que Unamuno dedicó a la ciudad del Duero: Zamora de Doña Urraca, Zamora del Cid mancebo, Zamora del rey Don Sancho, ¡ay Bellido traicionero! Zamora de torres de ojos, Zamora del recio ensueño, mi románica Zamora, poso en Castilla del cielo de las leyendas heroicas del lejano romancero, Zamora dormida en brazos corrientes del padre Duero.

Pero la aparición del Duero en la poesía relacionada con Zamora no es privativa en su temática del pasado lejano medieval, sino que llega hasta nuestros días, como sucede en la obra del poeta zamorano Claudio Rodríguez, desaparecido hace unos pocos años. En la elegía que dedica a su entrañable amigo Eugenio de Luelmo, "que vivió y murió junto al Duero", como destaca a continuación del título, los versos nos hablan de la identificación entre el flujo de la existencia humana del amigo y la corriente viva del Duero a la que aquélla se acompasó: La muerte no es un río, como el Duero, ni tampoco es un mar. Como el amor, el mar siempre acaba entre cuatro paredes. Y tú, Eugenio, por mil cauces sin crecida o sequía, sin puentes, sin mujeres lavando ropa, ¿en qué aguas te has metido?(21)

Y los recuerdos de su infancia ya lejana, la serenidad necesaria, el sentido de la justicia, la liberación de la soledad, todo ello lo volverá a encontrar el poeta en su ciudad, cuando de retorno a ella percibe, sobreponiéndose a otros muchos, el sonido inconfundible de su río, fuente de inspiración para el poema que titula precisamente así, El ruido del Duero: Pero hasta aquí me llega, quitádmelo, estoy siempre oyendo el ruido aquel y subo y subo, ando de pueblo en pueblo, pongo el oído al vuelo del pardal, al sol, al aire, yo qué sé, al cielo, al pecho de las mozas y siempre el mismo son, igual mudanza. ¿Qué sitio éste sin tregua? ¿Qué hueste, qué altas lides entran a saco en mi alma a todas horas,

rinden la torre de la enseña blanca, abren aquel portillo, el silencioso, el nunca falso? Y eres tú, música del río, aliento mío hondo, llaneza y voz y pulso de mis hombres. ¡Oíd cómo tanto tiempo y tanta empresa hacen un solo ruido! ¡Ya ni esta tarde más! Sé bienvenida, mañana. Pronto estoy: sedme testigos los que aún oís. Oh, río, fundador de ciudades, sonando en todo menos en tu lecho, haz que tu ruido sea nuestro canto, nuestro taller en vida. Y si algún día la soledad, el ver al hombre en venta, el vino, el mal amor o el desaliento asaltan lo que bien has hecho tuyo, ponte como hoy en pie de guerra, guarda todas mis puertas y ventanas como tú has hecho desde siempre, tú, a quien estoy oyendo igual que entonces, tú, río de mi tierra, tú, río Duradero.

El hechizo de esta vieja ciudad castellana no alcanza sólo a los zamoranos. De forma irresistible toca también a quienquiera que se acerque a ella con alma de poeta, como le ocurre al bilbaíno Blas de Otero, cuando expresa la emoción profunda que le produce el paseo por el Duero en la bellísima “Canción cinco” del libro de poemas Que trata de España: Por los puentes de Zamora, sola y lenta, iba mi alma. No por el puente de hierro, el de piedra es el que amaba. A ratos miraba al cielo, a ratos miraba al agua. Por los puentes de Zamora, lenta y sola, iba mi alma.(22)

Desgraciadamente, no siempre el uso que los humanos hacemos de los ríos es el correcto, esto es, el aprovechamiento racional de sus aguas como fuente de vida desde el punto de vista material, y el gozo sensorial y anímico que la contemplación de sus bellezas nos depara. Como respuesta a los abusos que soportan, en ocasiones la naturaleza y el río muestran su poder desafiante con los desbordamientos catastróficos y las inundaciones consiguientes. En prevención de tantos males, haciendo gala de una gran preocupación ecológica y pidiendo disculpas a un tiempo por los excesos del hombre, el profesor zamorano Agustín García Calvo conjura al Duero en unos sentidos versos de su libro Más canciones y soliloquios, de 1988: Te lo pido por tus barbas padre Duero, ¡sálvalos de la riada! Bien entiendo que te haya rebasado la paciencia tanto insulto de las huertas y las fábricas arrojando sus espumas moquiblancas Sus abonos malrojizos, a tus aguas. Bien lo entiendo; pero basta

padre Duero, ¡sálvalos de la riada. A los pobres que en tu fe los Barrios Bajos habitaban y que a saco has entrado por sus casas y que pescan en tus pozas los pucheros, los jergones de las camas! Padre Duero, ¡sálvalos de la riada!

A partir de Zamora el Duero llegará pronto a la frontera de Portugal, cuya raya determina a lo largo de un centenar de kilómetros, entre el Salto de Castro y Barca d’Alva, la localidad portuguesa separada de la provincia de Salamanca por el cauce del Águeda.

6.- ... Y EN PORTUGAL, O DOURO Una vez que el río se adentra en territorio lusitano, serán otros escritores y poetas quienes, en el otro romance peninsular tan parecido al nuestro, canten al paso de sus aguas que, camino ya del mar océano en Oporto, fecundan la tierra donde se producen los más famosos vinos de Portugal. Pero incluso hasta allí, hasta el mar de Lusitania, llega con el Duero la palabra hecha poema en los versos de Unamuno, que siguen los pasos del Tormes amado hasta su abrazo con el Duero y a través de éste llevan al poeta a su encuentro con el pueblo hermano: Gredos, Gredos, Almanzor, el Tormes Piedrahíta del Duque, Barco de Ávila, Torreón de Alba, Salamanca dorada. Soledad de Ledesma, Fermoselle ceñudo, mi entrañado Duero cantando en las entrañas de Portugal y España.

Siempre se ha dicho que nuestros ríos de la vertiente atlántica, sobre todo el Duero y el Tajo, hermanan a los dos países por los que discurren sus aguas. Con finísima ironía refleja esta realidad el gran escritor portugués José Saramago, cuando, precisamente en el lugar donde el curso del Duero se convierte en frontera entre Portugal y España, en la vieja ciudad de Miranda do Douro, comienza el relato literario de su Viagem a Portugal. Y no por casualidad, este viaje lo inicia sobre el río –que allí es portugués y español a un tiempo– recordando la hermandad natural que ha de superar diferencias entre los dos pueblos. El viajero –el autor– expone su pensamiento bajo la forma de una parábola o sermón a los peces: “Nunca tal se vio en memoria de guardia de frontera. Éste es el primer viajero que en medio del camino para el automóvil, tiene el motor ya en Portugal, pero no el depósito de gasolina, que aún está en España, y él mismo se asoma al pretil en aquel centímetro exacto por donde pasa la invisible línea de la frontera. Entonces, sobre las aguas oscuras y profundas, entre los escarpes que van doblando los ecos, se oye la voz del viajero predicando a los peces del río: ‘Venid acá, peces, vosotros, los de la margen derecha, que estáis en el río Douro, y vosotros, los de la margen izquierda, que estáis en el río Duero, venid acá todos y decidme cuál es la lengua en que habláis cuando ahí abajo cruzáis las acuáticas aduanas, y si también ahí tenéis pasaportes y sellos para entrar y salir. Aquí estoy yo, mirándoos desde lo alto de este embalse, y vosotros a mí, peces que vivís en esas confundidas aguas, que tan pronto estáis en una orilla como en otra, en gran hermandad de peces que

unos a otros sólo se comen por ... hambre y no por enfados de patria. Me dais vosotros, peces, una clara lección, ojalá no la olvide yo al segundo paso de este viaje mío a Portugal’” (23) .

El curso del Duero en su tramo fronterizo y el que sigue desde su entrada en Portugal hasta que recoge las aguas del Támega, marca al este y al sur los límites de la denominada región de Trás-os-Montes, acaso la más pobre y retrasada del país. Más adelante, después de haber recogido las aguas del Sabor, por la margen derecha llega hasta el Duero el río Tua, otro de sus afluentes importantes en tierra lusa. El curso de ambos, delimitando un espacio acotado por cauces fluviales, que se prolonga por el norte hasta el pequeño Tinhela y por el oeste hasta el Pinhao, es precisamente el marco geográfico escogido por José María Eça de Queiroz, el gran novelista portugués del siglo XIX, como escenario donde viven los personajes de su última novela, A Cidade e as Serras (La ciudad y las sierras). El protagonista, Jacinto Galión, joven heredero de una antigua familia de hidalgos portugueses, vive en París, la ciudad donde ha nacido, disfrutando de la compañía de algún compatriota como su inseparable amigo Fernandes (el narrador de la novela), de todas las comodidades de la exquisita civilización finisecular francesa y de unos medios económicos que le facilita el inmenso patrimonio de sus mayores, que se pondera ya en la primera página de la novela, antes de hablar de la finca familiar, situada en el pequeño lugar de Tormes, muy cerca del río Duero y dentro del paisaje fluvial aludido: "Su casa y finca señorial de Tormes, en el bajo Duero, cubrían una sierra. Entre el Túa y el Tinhela, en cinco largas leguas todo el terreno le pagaba arriendo"(24) . Un acontecimiento desgraciado –y bien conocido para nosotros– en sus viejas propiedades portuguesas (la riada que inunda su finca con la casa solariega, y dispersa los restos de sus antepasados), impulsa a Jacinto a emprender un viaje hasta el Duero, para conocer su tierra, supervisar las obras de reconstrucción de la iglesia y procurar, de nuevo, un digno entierro para sus muertos. Pero el proyectado viaje para una estancia de pocas semanas en la tierra de sus mayores terminará siendo un viaje definitivo, pues la vida en el campo, con el encanto de la sierra, el río, la casa solariega, la comida natural de siempre y, finalmente, el amor, le hacen revivir y terminarán por conquistar a Jacinto, que se olvida de las antiguas comodidades y de su tediosa existencia parisina. Ya durante el viaje, apenas el tren que los transporta siguiendo el curso del Duero entra por Barca d’Alva en territorio portugués, el narrador Fernandes sacude a su amigo Jacinto que duerme plácidamente: – ¡Despierta, hombre, que estás en tu tierra! ... ¡Mira el río! “Rodábamos por la vertiente de una sierra, sobre peñascos que parecían desmoronarse para formar profundos terraplenes cubiertos de viñedo. Abajo, en una llanura, blanqueaba una casa noble, de opulento reposo, con la capilla hundida en un huerto de naranjos. Por el río, cuya agua espesa y torva se quebraba contra los peñascos, descendía, con la vela hinchada, un enorme barco cargado de pipas de vino. Más allá, nuevos terraplenes de un verde pardo, con olivares que parecían pequeños en la amplitud de las montañas y subían a confundirse con otros peñascales que se esfumaban blancos y llenos de sol, en la fina abundancia del azul. Jacinto se acariciaba los pelos lacios del bigote”. – El Duero, ¿eh...? Es interesante, tiene grandeza.

Un poco más al norte, por la ribera del río Corgo, que se une al Duero en Peso da Régua, hay otro lugar de inexcusable referencia literaria. Se trata de Vilarinho de Samardã, pequeña población serrana de Trás-os-Montes,. Allí pasó su juventud y parte de la edad madura el escritor Camilo Castelo Branco. Al conocimiento de la naturaleza y de las gentes que viven en este rincón, se une la sólida formación que adquiere por esa época, gracias al interés de un sacerdote cercano a la familia. Ambos elementos se reflejan en su obra más importante, Amor de Perdição (Amor de Perdición), la novela romántica tan apreciada por Unamuno y la crítica española de su tiempo. A través de sus protagonistas, el joven Simón Botelho y su amada Teresa Clementina de Alburquerque, el libro nos ofrece un atinado análisis de la pasión amorosa y de sus efectos. Nos encontramos ante una peculiar recreación, en el siglo XIX, de los amores de Romeo y Julieta, con el mismo final trágico –Teresa muere de pena en el

convento de Oporto donde la ha encerrado su padre, y Simón morirá unos días después en el barco que le lleva desterrado hasta la India, por haber dado muerte al primo de Teresa con quien el padre quería casarla–, y con el añadido de otro personaje femenino aún más pasional: la joven Mariana, enamorada también de Simón, a quien se entrega hasta la consecuencia última del suicidio, arrojándose al mar abrazada al cadáver de su amado(25) . Al fin el Duero rendirá su viaje ibérico en el Atlántico, dentro de ese mar que acoge por igual a todos los ríos que discurren hacia su inmensidad. Y por fin nuestro río viene a morir – aunque nunca de modo definitivo– en Oporto, el puerto surgido junto a la primitiva aldea de pescadores que se llamó Cale, de donde deriva –Porto Cale, Portucale– el nombre de Portugal, que se consolidó en la Edad Media para el país que configuraba por entonces su identidad nacional, como recuerda Camoens en Os Lusiadas: “Lá na leal cidade donde teve/ origen(como é fama) o nome eterno/ de Portugal ...” (Canto VI, estr. 52)(26) . Aquí mismo, en este lugar que visitó en repetidas ocasiones, en el mar de Oporto donde se sume el Duero, Unamuno compuso los versos del pequeño poema titulado precisamente con el nombre eterno del que habla Camoens, Portugal. En este homenaje poético al país vecino, evoca a la nación portuguesa en atinada y brillante idealización: Portugal, Portugal, tierra descalza, acurrucada junta al mar, tu madre, llorando soledades de trágicos amores, mientras tus pies desnudos las espumas saladas bañan, tu verde cabellera suelta al viento –cabellera de pinos rumorosos– los codos descansando en las rodillas, y la cara morena entre ambas palmas, clavas tus ojos donde el sol se acuesta solo en la mar inmensa, y en el lento naufragio así meditas de tus glorias de Oriente, cantando fados quejumbrosa y lenta.(27)

7.- FINAL A MODO DE CONCLUSIÓN Hemos llegado al final de nuestro viaje por los ríos del Duero. A lo largo de sus etapas hemos visto cómo todas las corrientes fluviales, además del fin principal de carácter práctico al servicio del hombre, cumplen otros cometidos culturales y espirituales de gran importancia. Con frecuencia, como sucede en el caso de las tierras de la vieja Castilla, de León y de Portuga l, los ríos que las riegan serán un elemento definitorio de su esencia y personalidad, como nos recuerda Antonio Machado, refiriéndose a Castilla en su sentido más amplio: Castilla la gentil y la bravía, la parda y la manchega. ¡Castilla, España de los largos ríos que el mar no ha visto y corre hacia los mares; Castilla de los páramos sombríos, Castilla de los negros encinares!

Tal es la Castilla noble y guerrera y el Portugal que hemos visto al paso acompasado del Duero y sus afluentes. Ellos alivian la sequedad de la llanura castellana, vista cada año por el mes de Junio como un ininterrumpido campo de trigales de oro, en sintonía cromática con el

oro de los castillos que aparecen aquí y allá en el paisaje castellano. Y pues hemos dejado constancia de cómo los poetas cantan a nuestros ríos, vamos a recapitular ahora nuestro viaje haciéndonos acompañar una vez más por los versos del feliz poema unamuniano DuriumDuero-Douro, título bien expresivo de la esencia de este río, que nace latino y español en Soria, para acabar portugués y latino en la mar océana de Oporto: Arlanzón, Carrión, Pisuerga, Tormes, Águeda, mi Duero. Lígrimos, lánguidos, íntimos, espejando claros cielos, abrevando pardos campos, susurrando romanceros. Valladolid; le flanqueas, de nieblas le das tus besos; le cunabas a Felipe consejas de comuneros. Tordesillas; de la loca de amor vas bizmando el duelo a que dan sombra piadosa los amores de don Pedro. Toro, erguido en atalaya, sus leyes no más recuerdo, hace con tus aguas vino al sol de León, brasero. Zamora de Doña Urraca, Zamora del Cid mancebo, sueñan torres con sus ojos siglos en corriente espejo. Arribes de Fermoselle, por pingorotas berruecos, temblando el Tormes acuesta en tu cauce sus ensueños. Frejeneda fronteriza, con sus viñedos por fresnos, Barca d’Alva del abrazo del Águeda con tu estero. Douro, que bordando viñas vas a la mar prisionero, y coges de paso al Támega, de hondas s audades cuévano. En su Foz Oporto sueña con el Urbión altanero; Soria en su sobremeseta, con la mar toda sendero. Árbol de fuertes raíces aferrado al patrio suelo, beben tus hojas, las aguas, la eternidad del empeño.

Nuestro camino se ha terminado. Siguiendo el itinerario natural de los ríos nos hemos trasladado desde Soria hasta Oporto, y desde las cumbres montañosas de Palencia, León o Ávila hasta el propio curso del Duero. Y hemos realizado el recorrido dejándonos acompañar por escritores y poetas, con paso lento y tranquilo, como suele serlo casi siempre el de los ríos, deteniéndonos a recordar lo que se ha escrito sobre ellos, como hacemos ahora al concluir con un bello poema de José García Nieto. Es el que titula “A orillas del Duero” –un calco del rótulo

acuñado años antes por Antonio Machado–, que aparece incluido en su libro Geografía es amor, por el que obtuvo el Premio Nacional de Literatura en 1957. El autor refleja aquí el largo viaje del Duero desde Urbión hasta Oporto, pasando por Zamora, y traduce en emocionada poesía los recuerdos de su infancia en la pequeña localidad soriana de Covaleda, apenas surgido de las cumbres el recién nacido Duero: En esta orilla donde, niño, sientes tu más claro nacer, tu origen frío la nevada caricia de tus fuentes, ancha vena de España, mi alto río, tu clara voz en mi garganta quiero, tu propio corazón, dentro del mío. Rondas de pinos traen de tu venero un santo y seña de oro castellano a los álamos verdes de Salduero; Cuando todo es silencio en Soria, queda tu sangre rumorosa entre los hielos que bajas desde Urbión a Covaleda. Sobre ti van los hombres y los cielos; contigo, peregrina, va Castilla; contigo van los surcos y los vuelos. Si pájaros anidan en tu orilla, brazos hay que levantan su morada con paredes jugosas de tu arcilla. Duero de la montaña y la llanada, Duero de la oración y del sosiego, Duero de la alta voz precipitada, en esta vecindad mi alma te entrego, y a tus ojos de luz madrugadora doy mi pobre mirar, mi paso ciego. Yo sé que con la antorcha de una aurora, mayor de edad y en puertas lusitanas te han de besar las torres de Zamora. Ya no llaman a guerra tus campanas; tu espada, que otro tiempo dividía a las gentes en moras y cristianas, hoy es, bajo este sol del mediodía, una lengua que lleva mansamente por Castilla y León su melodía, un cristal renovado y permanente donde la tierra sin cesar se asoma, donde se entrega sin dudar la fuente... A Urbión le cubre un pecho de paloma; deshecho en ti se vuelve mensajero, y al mar diciendo va, de loma en loma, que en hombros del amor se acerca el Duero.(28)

Naturalmente, este repaso literario no ha sido ni puede ser completo. Avivando los recuerdos se encontrarán pronto tras referencias literarias a nuestros ríos, tan interesantes como las que aquí hemos recogido. Y no olvidemos que estos mismos caminos fluviales pueden recorrerse tras las huellas de otras manifestaciones culturales –la historia, el arte, la etnografía– y el resultado será igualmente fecundo, por la importancia en el pasado y en el presente de las tierras del Duero para el proceso paralelo de construcción de España y de Portugal, por la inmensa riqueza de su patrimonio artístico y monumental, y por ser aquí donde se gestaron las dos lenguas principales en las que todos los habitantes de la Península nos entendemos.

NOTAS (1).- “Cabdal”, como equivalente en castellano medieval a “caudal” o “principal”. Así define Berceo a nuestro río en el v. 272a de la Vida de Santo Domingo de Silos, “Travessaron Duero, essa agua cabdal”. Y en el anónimo Libro de Alexandre, del siglo XIII, leemos en el v. 2580a: “Tajo, Duero e Ebro, tres aguas muy cabdales”. (2).- Así describe reiteradamente Machado la curva que el Duero forma en torno a Soria, como ocurre, por no citar más de un ejemplo, en el v. 20 del poema A orillas del Duero. (3).- “Los sueños dialogados”, soneto II. Del libro Nuevas Canciones. Este poema, al igual que los demás versos de Antonio Machado que reproducimos, están tomados de las Poesías completas, Madrid, Espasa-Calpe, 1997. (4).- El Laberinto de Fortuna, copla CLXII. (5).- Con es te rótulo aparece la edición del Poema que incluye en su libro Reliquias de la Poesía Épica Española, Madrid, Espasa-Calpe, 1951, pp. 34-180. (6).- La razón de este curioso apelativo aparece en el capít. 730 de la Primera Crónica General. Sin perjuicio de su bravura y arrojo en las batallas, el conde don García tenía unas manos llamativamente blancas y hermosas, por lo que sentía vergüenza de que se mostrarlas ante las mujeres y así las llevaba enguantadas en su presencia. La historia de la Condesa Traidora se narra en éste y en los capítulos sucesivos de la Crónica. (7).- “Alnado”, equivalente a “hijastro”, o hijo adoptivo. (8).- Por eso al final del Poema (Cantar III, v. 3379), Asur González, el hermano mayor de los Infantes de Carrión, se refiere de modo desdeñoso al Cid cuando exclama: “¡Fosse a río d’Ovirna los molinos picar!”, esto es, “Váyase al río Ubierna, a trabajar en sus molinos”. (9).- Núm. 105 de los Sonetos completos de Luis de Góngora, ed. de Biruté Ciplijauskaité, Madrid, Castalia, 1969. (10).- Puede verse este curioso libro de Rodríguez de Lena en edición de Amando Labandeira Fernández, Madrid, Fundación Universitaria Española, 1977. (11).- Los textos están tomados de la Obra Poética Escogida de León Felipe, ed. y selección de Gerardo Diego, Madrid, Espasa-Calpe, 1977. (12).- Jacinto HERRERO ESTEBAN: Ávila la Casa, Salamanca, Álamos, 1969. Éstas y otras composiciones publicadas en libros anteriores fueron recogidas posteriormente en Los poemas de Ávila y Solejar de las aves, Ávila, 1982, edición de donde se toman las citas que recogemos. (13).- El tratamiento del agua en Santa Teresa y en San Juan de la Cruz tiene casi siempre este sentido evangélico del “agua viva”, concepto que aparece en labios de Jesús durante el diálogo con la samaritana, junto al pozo de Jacob (Juan, 4, 10). (14).- Cántico, estr. 35. Las citas poéticas de San Juan de la Cruz se toman del libro Lira mística, Madrid, Editorial de Espiritualidad, 1977, que recoge las poesías completas de los dos santos carmelitas, en edición de Alberto Barrientos y José Vicente Rodríguez. En cuanto al romance de Fontefrida, puede verse su texto en El Romancero Viejo, ed. cit. de Mercedes Díaz Roig, p. 233. (15).- El episodio lo narra Santa Teresa en Vida, 5, 4-6. Hasta este pequeño rincón, en el extremo suroccidental de la provincia de Ávila, llevó su padre a Teresa, cuando tenía veinte años y se encontraba gravemente enferma, buscando el remedio en una famosa curandera del lugar, después de que los médicos hubieran fracasado en el intento. Sin haberse curado aquí tampoco, Teresa regresaría a Ávila en situación de enfermedad terminal. (16).- Lazarillo de Tormes, Tratado I, ed. de Alberto Blecua, Madrid, Castalia, 1972. pp. 91-92. (17).- Introducción a De los nombres de Cristo, ed. del P. Félix García, Obras completas castellanas de Fray Luis de León, Madrid, Editorial Católica (BAC), 1957, 2 volúms., tomo I, p. 410. (18).- Fragmento de “Salamanca”, incluido en Poesías Completas de Miguel de Unamuno, ed. de Manuel García Blanco, Madrid, Escélicer, 1966, pp. 178-179. Todas las citas poéticas de Unamuno que reproducimos están tomadas de esta edición. (19).- Versos iniciales de “Doña Juana la Loca”, soneto incluido en el libro Museo. Apolo, ed. de Margarita Smerdou, Madrid, Editorial Magisterio Español, 1977.

(20).- Prólogo de la Segunda Parte del Quijote, ed. de Juan Bautista Avalle-Arce, Madrid, Alhambra, 2 volúms., tomo II, pp. 9. (21).- Versos de su libro Alianza y condena, incluidos en el estudio de Dionisio Cañas sobre Claudio Rodríguez, Madrid, Ediciones Júcar, 1988, p. 147. De aquí se toma también la siguiente cita del poeta. (22).- Blas de OTERO: Verso y prosa, ed. del autor, Madrid, Cátedra, 1978, p. 81. (23).- José SARAMAGO: Viaje a Portugal, trad. española de Basilio Losada, Madrid, Alfaguara, 2001., p. 13. (24).- José María EÇA DE QUEIROZ: La ciudad y las sierras, trad. esp. de Eduardo Marquina, Barcelona, Bruguera, 1984, p. 5. La siguiente cita de esta novela está tomada de la misma edición, p. 133. (25).- Puede leerse esta interesante novela de Camilo Castelo Branco, en trad. esp. de Ángel Fernández de los Ríos, Barcelona, Planeta, 1990. (26).- “Ya en la ciudad de donde tener debe/ origen (como es fama) el nombre eterno/ de Portugal, armar el leño leve/ manda el que el timón tiene del gobierno”. Luis de CAMOENS: Os Lusíadas, ed. bilingüe portuguesaespañola, con trad. de Aquilino Duque, Madrid, Editora Nacional, 1980. (27).- Este poema, que hace el núm. XXV entre sus Poesías sueltas, lo compuso don Miguel, conforme a la nota cronológica que escribe al pie, durante su visita a Oporto, el 26 de Junio de 1907. Poesías completas de M. de U., ed. cit., p. 821. Se trata de una traslación poética de lo que el mismo Unamuno había escrito en prosa unos meses antes, en el artículo dedicado al poeta portugués Eugénio de Castro, que encontramos en el ensayo unamuniano Por tierras de Portugal y de España, Madrid, Espasa-Calpe, 1969, p. 10. (28).- José GARCÍA NIETO: Geografía es amor, editado junto con Tregua y La red , Madrid, Espasa-Calpe (Colección Austral), 1982.

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