Luciano Andrenacci. Introducción

Buenas prácticas contra blancos móviles1. Límites de las políticas de combate a la pobreza en el Perú y lecciones para la política social de América L

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Buenas prácticas contra blancos móviles1. Límites de las políticas de combate a la pobreza en el Perú y lecciones para la política social de América Latina2. Luciano Andrenacci Introducción El Perú se ha caracterizado por ser uno de los países de América Latina que más decididamente aplicó reformas macroeconómicas acordes con la visión neoclásica, dominante desde fines de los años ’80 y en cuestión hoy. A pesar de los fuertes cambios políticos que se registraron y algunas notas críticas en el discurso político del gobierno de transición de Valetín Paniagua (2000-2001) y del contemporáneo de Alejandro Toledo (2001-2006), no se produjeron cambios fundamentales en políticas económicas y sociales respecto de las estrategias que siguiera el gobierno paraconstitucional de Alberto Fujimori (1990-2000). Todo lo contrario. A lo largo de los últimos tres lustros, el Perú es uno de los países latinoamericanos que más esfuerzos continuados ha hecho en materia de desregulación del sistema de relaciones laborales, de desestatización del sistema de seguros sociales, de aumento y descentralización del gasto público social en educación y salud, y de focalización y eficientización de las intervenciones de política social hacia la población más pobre; siguiendo las recomendaciones que en la materia vienen haciendo los organismos multilaterales de crédito para el desarrollo. Aparece hoy como una paradoja en la opinión pública y la experta, sin embargo, que el crecimiento promedio anual relativamente alto que el país registra no se traduzca en cambios relevantes en la calidad de vida de la población. Los ingresos reales promedios de la población ocupada no mejoran, las economías de la informalidad urbana y la autosubsistencia rural no retroceden, los niveles de pobreza extrema se estancan pero la pobreza abierta sigue aumentando, la desigualdad continúa creciendo. En este trabajo se postula que esto no constituye una paradoja. Los programas de pobreza intervienen sobre una población de riesgo máximo, cubriendo déficits en infraestructura social y necesidades básicas y restaurando parcialmente capacidades de inserción productiva. Ciertamente, los éxitos en la contención de los niveles de pobreza extrema deben atribuirse a estas políticas. Pero el funcionamiento macroeconómico, aún en coyuntura de crecimiento, hace en paralelo de gigantesco motor productor de desigualdad y pobreza, en magnitudes muy superiores a las que cualquier política asistencial podría aspirar a contener. Es comprensible, pues, que los indicadores sociales clave no acusen un impacto en sus magnitudes consecuente con la aplicación de las recomendaciones provenientes del (perplejo) universo técnico dominante de la política social. Esta situación está en el centro del debate contemporáneo acerca de la estructura económica y social de América Latina. Para unos, se trata de déficits, coyunturas adversas y plazos de maduración en la aplicación del modelo de política económica y social que la región abrazó en los ’90. Este polo de opinión suele hacer referencia a la fragilidad del 1

La idea de la pobreza como “blanco móvil” se la debo a Juan Chacaltana, del Consorcio de Investigaciones Económicas y Sociales (CIES) del Perú. El uso que le doy no lo compromete en nada, lógicamente. 2 Quiero agradecer la lectura, los comentarios y las críticas de Diana Alarcón (INDES Washington) a este trabajo.

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crecimiento respecto de la inestabilidad del mercado financiero internacional y a la ausencia de continuidad en las reformas conocidas como de “segunda generación”: aquéllas que estarían dirigidas a la trama institucional de la política pública. Para otros, se trata del efecto lógico y previsible del juego entre una política económica exclusivamente dirigida a incubar mercados y una política social restringida a la tarea de compensación de última instancia para los sectores incapaces de devenir sujetos de los mercados incubados. En este trabajo se ensayan unas hipótesis respecto de estos problemas, dirigidas a proponer una discusión entre usuarios del enfoque de Gerencia Social para la política social latinoamericana. Analizaré el margen de mejora que existe aún dentro del paradigma de prioridad en el combate a la pobreza en el Perú. Sugeriré, sin embargo, que el caso peruano no es precisamente un ejemplo de grandes reformas pendientes. Es, más bien, una muestra de hasta qué punto, frente a la magnitud y a las características de los problemas sociales de América Latina, una política social cuyos únicos pilares sean un conjunto de programas contra la pobreza y la extensión de las coberturas mínimas de educación y salud pública, representa un saludable avance, pero no está a la altura de los desafíos socioeconómicos históricos de la región. Una breve aproximación a la historia socioeconómica del Perú La hipótesis central que quiero someter a discusión es bastante simple. Las reformas económicas y las de política social de América Latina han tenido impactos positivos en aquello que se fijaron como objetivo prioritario. En política económica se buscaba la estabilización macroeconómica, la reducción del déficit fiscal, la restauración de una dinámica de crecimiento del PBI. En política social se buscaba la reducción de la pobreza extrema y la expansión de la cobertura básica de educación y salud. Al mismo tiempo, las reformas han fallado en dar cuenta, siquiera tendencialmente, de los grandes desafíos históricos de la estructura social latinoamericana: la desigualdad socioeconómica y sociocultural; y la vulnerabilidad socioeconómica de la población. ¿De qué manera encaja el Perú en este esquema? En términos de modelos de crecimiento económico del siglo XX, el Perú presenta las tres fases típicas de la mayoría de los países de la región sudamericana: una fase liberal primario-exportadora; un ensayo de industrialización por sustitución de exportaciones con fuerte regulación estatal y un retorno a estrategias de inserción automática en la economía internacional, con Estado prescindente en lo económico, que en el caso peruano significó un retorno a lógicas primarioexportadoras. Las singularidades del Perú vienen de los tiempos y resultados sociales de sus tres fases típicamente latinoamericanas3. A diferencia de sus vecinos del Cono Sur, y de manera homóloga al resto de los países andinos y Paraguay (siendo Brasil probablemente un caso intermedio o geográficamente híbrido), la fase liberal primario-exportadora, proveniente de la consolidación del Estado nacional del siglo XIX, fue particularmente prolongada y tuvo un impacto muy restringido en la incorporación de la población nacional a la dinámica de la economía capitalista. Cuando el Perú debate un cambio de estrategia de desarrollo, a principios de los años ’60, es un país fuertemente fragmentado según clivajes geográficos, etnoculturales y económicos; y su “modernización capitalista” está restringida a la región 3

Ver PARODI TRECE, Carlos: Perú 1960-2000. Políticas económicas y sociales en entornos cambiantes; Lima, Centro de Investigación de la Universidad del Pacífico, 2003.

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de Lima y a algunos enclaves costeños y serranos de economías de commodities y sus áreas de servicios. El dramatismo de esta fragmentación4 es puesto en escena por primera vez en esos años; y el resultado de los intentos de cambio hacia un modelo de regulación estatal del desarrollo fue accidentado. Los intentos de un gobierno civil (Fernando Belaunde, 1963-68) serán seguidos por un decidido salto adelante por parte de una dictadura militar (Juan Velasco Alvarado, 1968-75), bastante singular en el contexto latinoamericano. La experiencia de industrialización guiada por el Estado es, en comparación con el resto de la región, también ambigua. Los fuertes golpes a la exclusiva dominación económica interna de una élite singularmente poco legítima que representaron la nacionalización del crédito, la regulación pública de la inversión privada y la reforma agraria; así como los intentos de independización en el plano internacional, culminaron en desequilibrios políticos y macroeconómicos que en parte parecen haber invalidado aquellos objetivos. Es en este período en que la fragmentación y la exclusión inherentes al carácter dual de la estructura socioeconómica peruana es tomada como problema de política social por primera vez. La creación de un fondo financiador de iniciativas de las comunidades indígenas del país, Cooperación Popular (1963), y la primera Ley de Reforma Agraria (1964) así lo demuestran. El gobierno militar enfrentó estos problemas más decididamente. En 1969 se promulga una nueva Ley de Reforma Agraria, creando sobre los latifundios expropiados un conjunto de Cooperativas Agrarias de Producción (CAP) y de Sociedades Agrícolas de Interés Social (SAIS)5. Entre 1970 y 1971 se regulan formas de estabilidad laboral y de participación de los asalariados en la administración y en las ganancias de las empresas (Comunidades Laborales e Industriales). Una reforma educativa profunda extendió la cobertura del sistema público e introdujo currículas vinculadas a la formación profesional en áreas de desarrollo económico. El Sistema Nacional de Apoyo a la Movilización Social (SINAMOS), por último, intentó (al parecer sin éxito) crear formas de participación popular capaces de (paradójicamente) democratizar el acceso a la política pública de sectores y regiones tradicionalmente excluidos de la participación (comunidades agrícolas, gremios de asalariados y “pueblos jóvenes” de Lima). No defendido por sus supuestos beneficiarios, y víctima de una coyuntura económico y social particularmente difícil, el “experimento” militar cayó en 1975. Una segunda etapa militar (Francisco Morales Bermúdez, 1975-80) y dos gobiernos civiles (Fernando Belaunde, 1980-85; y Alan García, 1985-90) administraron una cambiante sucesión de intentos contradictorios de reestabilización macroeconómica y profundización de la distribución del ingreso, que culminaron igualmente en fuertes desequilibrios, agravados en última instancia por la crisis de las deudas externas latinoamericanas a partir de 1984. El resultado fue una fuerte deslegitimación tanto del rol del Estado en la regulación económica, como del conjunto de las instituciones políticas peruanas.

4 Ver el clásico trabajo de WEBB, Richard y FIGUEROA, Adolfo: Distribución del ingreso en el Perú; Lima, Instituto de Estudios Peruanos, 1975. 5 El impacto de la Reforma Agraria de 1969 es aún debatido hoy. Parodi Trece muestra los parámetros del debate así: se habrían expropiado un tercio de las tierras disponibles; se habrían beneficiado alrededor de un cuarto de las familias campesinas; pero sólo se habría redistribuido entre un 1% y un 2% del ingreso nacional. El estancamiento de la producción agrícola nacional y la desdichada suerte de las CAP y las SAIS (inviabilidad microeconómica y eventual subdivisión en minfundios) agrega negatividad a su evaluación de largo plazo. Ver PARODI TRECE (op. cit.), pp. 122-6).

3

La política social del período 1975-90 reflejó las contradicciones de un país de fragmentación social antigua y estructural, que vivió procesos de modernización capitalista y de integración social singularmente poco exitosos, de aplicación parcial y oscilante, y de impacto extremadamente limitado. Al principio del último cuarto del siglo XX, un tercio de la fuerza de trabajo seguía siendo rural, con ingresos bajísimos; poco menos de la mitad de la población asalariada era informal; y sólo un franja inferior al 20% de la fuerza de trabajo tenía empleo formal público y privado. Consecuentemente, poco menos de la mitad de los ciudadanos del Perú se encontraban debajo de la línea de pobreza. Quince años después, las cifras eran prácticamente similares. La lógica explosión de expectativas de mejora de las condiciones de vida producida por los procesos de cambio social de los años ’60 y ’70 se dio de patadas con una “base económica” demasiado frágil y con una élite política y económica visiblemente incapaz de resolver el desafío que la coyuntura histórica le planteaba. El carácter procícilico de un gasto social excesivamente bajo y una macroeconomía extremadamente vulnerable inauguraron un ciclo vicioso de oscilaciones entre iniciativas populistas de redistribución del ingreso e iniciativas heterodoxas de ajuste fiscal. Ese ciclo vicioso fue acompañado por dinámicas perversas de política social. Mientras la cobertura de la educación pública y el empleo se expandían, por ejemplo, disminuía el gasto total per cápita, aumentaban las desigualdades interregionales, caían las remuneraciones reales de los docentes y la calidad de la enseñanaza pública. La degradación de la instrucción pública era acompañada por un crecimiento de la oferta privada concentrada en sectores de ingresos altos, lo cual naturalmente aumentaba la fragmentación sociocultural del país. La extrema fragmentación del sistema de salud (cobertura baja y concentrada en Lima, seguros sociales limitados a los pocos cotizantes formales), otro ejemplo, no sufrió prácticamente ningún cambio en el período. El gobierno de Alan García (1985-90) ensayó, sin embargo, por segunda vez en la historia del país, un abordaje de estos grandes problemas, intentando conciliar crecimiento económico con distribución del ingreso. La estrategia desarrollada6, como en otras partes de América del Sur, fue el manejo de los precios relativos de bienes (congelamiento) y salarios (aumentos nominales), combinada con la creación de programas sociales específicos (alimentarios, como el “Vaso de Leche” o los comedores populares; de infraestructura social; de empleo temporario y de crédito a tasa subsidiada). Mientras que el control de precios no logró detener la inflación y los aumentos nominales de salarios no evitaron la licuación de su poder adquisitivo, el gasto social se desplomó, como consecuencia de la propia crisis fiscal. Aunque siguen debatiéndose en el Perú actual causas y responsabilidades, el resultado del segundo experimento redistributivo de la historia del país no podía haber tenido peores resultados. La situación de crisis política (pérdida de legitimidad del gobierno) y económica (espiral hiperinflacionaria) incontrolada, como en otras partes de América Latina, llevó a la elección de un gobierno sustentado por una visión “antipolítica” de la tarea de gobernar7 y por un proyecto de reformas de la economía favorables al libre mercado, el gobierno de Alberto Fujimori (1990-2000). La estrategia de los ’90 peruanos, “basada en el libre mercado como asignador de recursos y en el sector privado como motor del crecimiento” 6

Ver PARODI TRECE (op. cit.), pp. 234-41. Ver al respecto el agudo trabajo de LYNCH, Nicolás: Política y antipolítica en el Perú; Lima, DESCO, 2000.

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4

(Parodi Trece: 19), implicó un drástico programa de estabilización y un conjunto de reformas estructurales prototípicas de la visión neoclásica de los problemas económicos (liberalización, privatización y desrregulación). El período de Fujimori8 tuvo una primera (breve) etapa institucionalmente democrática (1990-92); y una segunda etapa en la que el Poder Ejecutivo concentró la totalidad de la autoridad institucional, de una manera pseudoconstitucional (1992-2000). El programa de estabilización de 1990 puso freno a la inflación, restaurando los equilibrios fiscales fundamentales (controlando la emisión y eliminando el déficit fiscal), y modificando las expectativas de los agentes económicos (estabilizando y liberando el tipo de cambio; y corrigiendo el equilibrio de los precios básicos). A partir de 1991 la estabilización, que había tenido fuertes efectos recesivos, fue seguida por un profundo programa de reformas estructurales, dirigido a crear las bases del nuevo modelo de crecimiento siguiendo las recomendaciones del Consenso de Washington de 1989. Este programa implicó la profundización de la apertura comercial (baja de aranceles y supresión de instrumentos de promoción de exportaciones), la liberalización del mercado de capitales y de la inversión extranjera, la flexibilización del mercado de trabajo y la reforma del Estado (racionalizando la administración pública y privatizando empresas estatales). La disolución del Parlamento y la suspensión de la Constitución, en abril de 1992 (situación a la que se suele hacer referencia como “el autogolpe”), permitió avanzar en otras reformas importantes: la reorganización de la estructura tributaria con eje en el aumento del Impuesto General a las Ventas (IGV), la reestructuración del Banco Central de Reserva hacia la tarea exclusiva de preservar el valor de la moneda, y la puesta al día de los intereses de deuda externa con organismos multilaterales. En el marco jurídico de la nueva constitución promulgada en 1993 que consagraba “la economía social de mercado”; y con una victoria electoral de gran amplitud (64% de los votos), el segundo gobierno de Fujimori fue el ámbito de visibilidad de las consecuencias sociales del nuevo modelo económico. Fue también el ámbito de prueba macroeconómica de un modelo ahora integrado en (y por ende vulnerable a) los vaivenes de una economía internacional a su vez dependiente de las pulsaciones y los flujos del mercado global de capitales. El Perú parece haber sido particularmente vulnerable a los efectos “contagio” y “dominó”9 de corridas del mercado global de capitales desencadenadas por las crisis asiática (1997), brasileña (1998) y rusa (1999). Una crisis propia, consecuencia de las condiciones climatológicas del Fenómeno del Niño (1998), pesó sobre las exportaciones (reducción de volúmenes exportables de agricultura y pesca) y sobre el gasto público (reconstrucción de infraestructura). El modelo económico de los ’90, sin embargo, se consolidó en la opinión pública y en las posiciones de las principales fuerzas políticas del país. Desde la escandalosa caída del gobierno de Fujimori y la huída del país del titular y de los principales funcionarios del Poder Ejecutivo, el gobierno de transición que le sucedió y el actual no han introducido cambios significativos en las estrategias de política pública económica y social en sí mismas. Sí introdujeron modificaciones en sus formas de gestión, privilegiando tácticas participativas al clientelismo directo del Estado nacional que era característico del estilo 8

La información aquí vertida proviene de PARODI TRECE (op. cit.); y de GONZÁLEZ DE OLARTE, Efraín: El neoliberalismo a la peruana. Economía política del ajuste estructural 1990-1997; Lima, Instituto de Estudios Peruanos, 1998. 9 PARODI TRECE (op. cit.), pp. 304-22.

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Fujimori; e iniciando un profundo proceso de transferencia de responsabilidades de política pública a gobiernos subnacionales, que en Perú se denomina “proceso de descentralización”. Es lícito, no obstante, considerar al modelo de política social de los últimos trece años como una unidad de sentido. La política social del Perú (1990-2004) La política social del Perú reformado es un claro y prototípico exponente de la visión dominante en los años ’90 acerca de las “buenas prácticas” en política social10. Todo el eje de la política social gira de los proyectos “universalistas” (que estaban limitados en la práctica al sector formal y la población urbana) a los proyectos focalizados en la población de mayor riesgo, sea para combatir su pobreza crónica, sea para compensar su vulnerabilidad en la coyuntura de ajuste y transformación macroeconómica. El Perú tiene tres ventajas relativas en este giro, respecto de sus vecinos de la región. En relación al Cono Sur (Argentina y Chile), era manifiestamente escasa la legitimidad de las políticas universales existentes, dada la fuerte fragmentación socioespacial del país y la extrema limitación del acceso a la economía capitalista formal. Respecto de sus vecinos andinos (Bolivia y Ecuador), es bajísimo el nivel de organización de la población excluida de la economía capitalista, y su fuertísima exposición a la violencia irracional de Sendero Luminoso, lo cual convirtió al sector de pobres crónicos de la Sierra y a los emigrados a los pueblos jóvenes de Lima, con algunas excepciones (el Sur campesino mejor organizado y más autónomo, por ejemplo) en puntales de apoyo al nuevo modelo. Respecto de varios países de la región (Cono Sur y Brasil), es singularmente bajo el tamaño del gasto público social, lo cual facilitó su reestructuración y reorientación según las nuevas estrategias elegidas. El cambio más notorio, por la profundidad de sus consecuencias, fue la creación (en algunos casos la renovación) de un conjunto de instrumentos focalizados de intervención asistencial sobre los sectores de mayor pobreza y vulnerabilidad. Los primeros intentos tuvieron serias limitaciones debidas a la falta de apoyo financiero externo, en una coyuntura fiscal delicada11. El Programa de Emergencia Social (PES) duró pocos meses y tuvo un impacto muy restringido. Su sucesor inmediato, el Programa Nacional de Apoyo Alimentario (PRONAA, 1992) se convirtió rápidamente en una de las columnas vertebrales del complejo asistencial. Se trata de un programa que intenta elevar el nivel nutricional de la población más pobre, distribuyendo alimentos a hogares con madres grávidas, hijos pequeños y/u otros dependientes, directamente o a través de comedores populares. Otra columna del mismo complejo provino de la creación, en 1991, del Fondo de Compensación y Desarrollo Social (FONCODES). Diseñado como una agencia administradora de fondos con autonomía funcional, criterios de transparencia administrativa y estándares relativamente altos de profesionalismo técnico, el FONCODES 10

La información aquí vertida proviene de PARODI TRECE (op. cit.); de PORTOCARRERO S., Felipe (editor): Políticas sociales en el Perú: nuevos aportes; Lima, Pontificia Universidad Católica del Perú (PUCP) – Centro de Investigaciones de la Universidad del Pacífico (CIUP) – Instituto de Estudios Peruanos (IEP), 2000; y de VÁSQUEZ HUAMÁN, Enrique; ARAMBURU L., Carlos; FIGUEROA A., Carlos y PARODI T., Carlos: Los desafíos de la lucha contra la pobreza extrema en el Perú; Lima, CIUP, 2003. 11 El retorno del financiamiento externo de organismos multilaterales en 1993 (luego de la parcial reinstitucionalización del país con la convocatoria de una Asamblea (re)Constituyente) permitió potenciar el complejo asistencial.

6

(Fondo de Compensación y Desarrollo Social) se dedicó a viabilizar inversiones en infraestructura económica y social de áreas predominantemente rurales. Siguiendo el sistema proveniente de la experiencia boliviana de fines de los ’80, el FONCODES utiliza un Mapa de Pobreza de indicadores múltiples (mortalidad infantil, desnutrición infantil crónica, déficits educativo, de ocupación, de vivienda, etc.) que determina una focalización primaria en distritos (en el sistema peruano, la jurisdicción local) con alto número de hogares pobres. Dentro de esos distritos las comunidades locales presentan proyectos que FONCODES evalúa, aprueba, financia y supervisa, a través de una organización básica constituida a esos efectos por representantes de la comunidad, que se denomina núcleo ejecutor. Una de las características más importantes del complejo asistencial es que su gestión fue colocada bajo la órbita de un Ministerio de la Presidencia (MIPRE), creando un circuito de políticas paralelo al tradicional, formado por los Ministerios de Salud, Educación y Trabajo. El MIPRE se caracterizó por depender directamente del Presidente de la Nación. La Comisión Interministerial de Asuntos Sociales (CIAS), coordinada por la Presidencia del Consejo de Ministros (PCM), intentó (con resultados discutidos) articular el resto de los programas y políticas del sector social. Este by-pass institucional, conjuntamente con la construcción de una burocracia tecnocrática y “despolitizada”, permitió acelerar la ejecución presupuestaria en todos los niveles, pero resultó sistemáticamente sospechoso de servir a la acumulación político-electoral del gobierno nacional. Hacia 1993 las iniciativas de política social se formalizan en una Estrategia Nacional de Alivio a la Pobreza, presentada a los acreedores externos del país como una estrategia para garantizar “la igualdad de oportunidades”, que fija como objetivos el aumento del gasto social y un aumento en la eficiencia de su uso. En los Lineamientos Básicos de Política Social fijados a fines del ’94, se agrega el componente de focalización como prioritario, creando sistemas de premios a las agencias públicas que mejoraran su capacidad de gestión. En 1995 el Gasto Público Social se había duplicado respecto de 1990 en términos de porcentaje del PBI y del gasto público total. Los programas focalizados, por su parte, habían pasado de representar el 2% del gasto social a casi el 24%. En el sector educativo, la primera etapa de la administración Fujimori protagonizó un intento, rápidamente abandonado, de transferir la responsabilidad de gestión de los establecimientos públicos a entidades asociativas de nivel local; y de cambiar el financiamiento de los establecimientos públicos hacia al sistema chileno de subsidios por cápita matriculada, conocido como “de demanda”. Frenada la reforma por la fuerte oposición, la política pública educativa (con un aumento del presupuesto real próximo al 100%) se concentró en la construcción y equipamiento de escuelas (a pesar del nivel relativamente alto de cobertura ya existente). Esas tareas, de modo similar al complejo asistencial, fueron desarrolladas por un ente directamente dependiente del MIPRE, por ende paralelo a la estructura ministerial tradicional, el Instituto Nacional de Infraestructura Educativa y de Salud (INFES). Los principales problemas cualitativos de la educación pública (altas tasas de deserción y de atraso, bajas tasas de promoción, regresividad sectorial y geográfica del gasto, brechas de calidad con la educación privada), sin embargo, permanecieron inalterados. La distribución del cuidado de salud en Perú es un interesante proxy de los niveles de fragmentación social. Menos de un 3% de la población canaliza sus necesidades a través de atención privada; alrededor de un cuarto de la población accede a seguros de salud por 7

cotización sobre su salario (a través del ex Instituto Peruano de Seguridad Social, transformado en ESSALUD); y el resto depende de establecimientos públicos nacionales, incluyendo un quinto de la población que directamente no accede a ningún cuidado formal de salud. El gasto público en salud, uno de los más bajos de la región y del mundo, fue el que menos se elevó durante el período en cuestión. Su regresividad sectorial aumentó. La descentralización de su gestión tuvo, sin embargo, un éxito mayor que en el caso educativo. En efecto, se creó una serie de Comités Locales de Administración Compartida (CLAS) para gestionar los puestos locales de salud, formados por representantes locales y un gerente designado por el Ministerio de Salud (MINSA), que administra los recursos provenientes del MINSA y otros propios (incluido el derecho a establecer el cobro de determinados servicios). Como en el caso de otras iniciativas de política social, el sistema es paralelo a (y no confluyente con) los municipios distritales. Los seguros de salud, por su parte, tuvieron una suerte vinculada a las reformas en el sistema de “seguridad social”. La seguridad social peruana, construida en base a un sistema de reparto por solidaridad intergeneracional unificado recientemente (entre 1973 y 1980), sufría problemas parecidos a las sucedáneas de los países de la región: desequilibrio actuarial, ineficiencia en el manejo de los recursos, prestaciones bajas. Siguiendo el modelo argentino, fue complementada en 1993 por un sistema de capitalización individual de ahorros en agencias privadas, las Administradoras de Fondos de Pensión (AFP). El nuevo sistema no logró convencer masivamente a la población asegurada en el sistema público (aunque sí operó un “descreme”: se llevó a los contribuyentes de mayores salarios) ni logró permear en el creciente sector autónomo e informal. Por el contrario, aumentó fuertemente la dispersión entre pensiones; y sobre todo entre pensiones públicas y privadas, haciéndolas funciones directas de las contribuciones individuales. El Instituto Peruano de Seguridad Social financiaba, con el mismo sistema de aportes/cotizaciones, la atención de salud de sus contribuyentes. Transformada su parte de seguros de salud en ESSALUD en 1995, el sistema se amplió a otros trabajadores formales y se complementó con la habilitación para la creación, desde 1997-98, de Entidades Prestadoras de Salud (EPS), empresas opcionales de servicios complementarios que recibirían el 25% de las contribuciones a ESSALUD. La cobertura general de salud del Perú, con estas reformas, agravó su fragmentación. Mientras que siguió aumentando el número de no asegurados, disminuyeron las coberturas tanto de ESSALUD como de los esquemas privados. La creación posterior (2001) de un Seguro Integrado de Salud (SIS), destinado a proveer con fondos públicos una cobertura mínima de los que no acceden a las distintas formas de seguro, no ha demostrado hasta ahora capacidad para revertir las tendencias. En su segundo período, el gobierno de Fujimori anunció una vuelta de tuerca más de las prioridades de su gestión anterior, a través de la Estrategia Focalizada de Lucha contra la Pobreza Extrema para el término 1996-2000. Generalizando la estrategia del FONCODES, el MIPRE trazó un nuevo Mapa de la Pobreza que seleccionó 419 distritos estratégicos en los que residía, según la estadística, el 60% de la población pobre extrema. Sobre esos distritos se concentrarían intervenciones de asistencia social; de infraestructura social en saneamiento, salud y educación; e infraestructura económica en vías de comunicación, riego y energía. Como sugerimos más arriba, los gobiernos posteriores a Fujimori no alteraron sustantivamente las matrices clave de la política social del Perú. Sí implicaron, sin embargo, cambios sustantivos en “la política de la política social”. De manera acorde al 8

tipo de acusaciones que pesaba sobre el líder refugiado en la tierra de sus ancestros, el gobierno de transición de Valentín Paniagua y el democráticamente elegido de Alejandro Toledo modificaron el diseño institucional de la política social, sustrayéndolo del control directo del Poder Ejecutivo. Así, una parte importante de los programas sociales que dependían del MIPRE, incluyendo el propio FONCODES, fueron gradualmente transferidos a un nuevo ministerio creado sobre la base del Programa de Promoción de la Mujer y el Desarrollo Humano (PROMUDEH), suerte de superintendencia de política asistencial, el Ministerio de la Mujer y Desarrollo Social (MIMDES). El proceso de descentralización comenzó a transferir gradualmente, además, responsabilidades de gestión de política social y económica a gobiernos regionales y locales. Instancias de concertación entre actores clave, como la Mesa Nacional (y las regionales) de Concertación para la Lucha contra la Pobreza representaron un salto adelante en la visibilidad y la discutibilidad de la política social; y en sus manifestaciones públicas (“Estrategia de Superación de la Pobreza y Oportunidades Económicas para los Pobres”, 2002) insistieron en la dimensión económica de la pobreza peruana. El diseño general de la política social del país no obstante, es necesario insistir, permaneció sustancialmente inalterado. Una mención merece, sin embargo, en el aspecto específico del menú de programas, la novedad más importante: el Plan de Emergencia Social y Productiva (PESP), conocido como programa “A Trabajar” urbano (Ministerio de Trabajo y Promoción Social) y PES rural (FONCODES), que establecen subsidios monetarios a cambio de empleo temporario en el desarrollo de infraestructura o labores sociales. Estos planes reconocen explícitamente la necesidad de distribuir ingreso monetario en la población desocupada; e indirectamente permiten sobreentender la perplejidad del Estado frente a la falta de iniciativa del sector privado empresarial en términos de crear empleo estable y de calidad. Su existencia autoriza a entrever la aparición de un principio de duda respecto del modelo de política social, pero no es suficiente para suponer que existe un principio de cambio. ¿Es posible realizar una evaluación desapasionada del impacto de la política social peruana de los últimos años? Algunas hipótesis preliminares al respecto se presentan en el siguiente apartado. Claroscuros de la reforma socioeconómica del Perú De manera esquemática, se puede ver que toda la región latinoamericana aumentó notablemente su Gasto Público Social, tanto de manera bruta, como de manera relativa. El Perú no sólo no constituye excepción sino que, por el contrario, junto con Colombia y Paraguay, es uno de los países que duplica su gasto público social medido como porcentaje del Producto Bruto Interno durante la década del ’90.

9

Se suele discutir, en procesos de aumento del GPS, qué parte del mismo es una inercia natural de las variables macroeconómicas y qué parte se debe a la priorización de partidas sociales en el presupuesto público total, es decir, a la voluntad política. En América Latina, la CEPAL asegura que el aumento del GPS se debe en gran parte a la incidencia de decisiones políticas de priorizar las áreas sociales.

Este aumento del gasto público tuvo un impacto positivo (aunque su amplitud sea discutible) respecto de las cifras de la pobreza latinoamericana; y respecto del acceso a 10

servicios públicos básicos. En el caso de la pobreza, puede verse la tendencia a la reducción de la incidencia de la pobreza extrema respecto de la pobreza total. En términos absolutos, sin embargo, ambas pobrezas siguen creciendo.

El Perú es uno de los casos más paradigmáticos de esta tendencia, en la medida en que refleja un fuerte descenso de la pobreza extrema, combinado con un crecimiento de la pobreza total12. P ERU: EV OLUCION DE LAS T AS AS DE P OBREZA MONETARIA Y NO MO NET ARIA, 1985-2002 60

59 57

Tasa de pobreza (%)

5 7 .4

5 4 .1

55 5 3.4

5 4 .8

5 4 .6

5 0 .7 4 8.9

50

4 7 .8 46

45

4 5 .3

4 4 .1 4 1.9

4 1.6

40

Tasa de Po br ez a

Tasa d e Po br ez a

M o n eta ria (LP )

N o M on etar ia (N B I)

3 9.9

3 8 .1

35 1985

1991

1 99 4

1995

1996

1997

2 0 00

2001

2002

Fuente: FONCODES.

12

En el cuadro que sigue asumimos una ligazón directa entre pobreza no monetaria y pobreza extrema, en razón de que el indicador de Necesidades Básicas Insatisfechas (características físicas del hogar y sociales del/los jefes) suele relevar situaciones de pobreza estructural y/o extrema, mientras que el indicador de Línea de Pobreza (ingreso monetario de los hogares en relación al precio de una canasta de bienes básicos) suele relevar el éxito relativo de los hogares en el mercado de trabajo.

11

El éxito relativo de las estrategias de focalización en población pobre combinada con extensión de servicios básicos se puede relevar también con indicadores de educación y salud. Como se puede ver, la tendencia histórica al aumento de la alfabetización ha continuado sin obstáculos; aunque su velocidad disminuye en la medida que la población analfabeta ha quedado reducida a los sectores más “duros” (población rural).

Fuente: PNUD, IDH Perú 2001.

Las enfermedades características de la pobreza (respiratorias e intestinales) han tendido a disminuir en incidencia y como principales causas de muerte en el país, lo cual atestigua un esfuerzo concentrado de expansión de la salud para la población más pobre. 450 Septicemia

Tasa por 100,000 Hb.

400

Tuberculosis

350

Accidentes de tráfico

300

Cirrosis Deficiencias de nutrición y anemias

250

Enfermedades del aparato urinario

200

Enfermedad isquémica del corazón

150

Enfermedades infecciosas intestinales

100

Hipoxia, asfixia y otras afec resp RN Otros accidentes, incluso efectos tardíos

50

Enfermedad cerebrovascular

0 1987

1997

Infecciones respiratorias agudas

Fuente: OPS-OMS Perú.

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De modo que, aún si es muy probable que existan nichos de mejora en la focalización y la entrega de servicios para aumentar, con estrategias de eficacia-eficienciasostenibilidad u otras dichas de “segunda generación”, el impacto de las reformas de política social, se puede argumentar sin temor que es tan positivo como visible. Y sin embargo, hay cuestiones sobre las cuales los nuevos modelos de política social de América Latina carecen de (o se resisten a tener) impacto sustantivo. La desigualdad latinoamericana es, como se sabe, el gran desafío de la política social. Las reformas de los años ’90 no sólo han obtenido poco al respecto, sino que han presenciado el agravamiento de las tendencias o, al menos, han tenido resultados neutrales respecto de las mismas.

Fuente: CEPAL.

Las desigualdades de ingreso se reflejan en las desigualdades de formas de vida. Aquí la cuestión no es solamente cuáles son los mínimos niveles deseables de subsistencia garantizados a los ciudadanos de un país; sino cuál es la tolerancia, reflejada en modelos de política pública social, a la distancia entre la calidad de vida de los ciudadanos menos afortunados y la de los más afortunados.

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Fuente: CEPAL.

Una comparación simple entre evolución del coeficiente de Gini y evolución del GPS muestran el extraordinario trade-off que existe entre gasto social y desigualdad de ingresos en los años ’90 de América Latina; y el carácter prototípico del Perú en el contexto regional.

Fuente: Nohra Rey de Marulanda, en base a BID y CEPAL.

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Y es que las desigualdades de ingreso provienen, dominante aunque no exclusivamente, de la dinámica de la actividad económica regional. Es tal la contundencia de los análisis disponibles, sean estos cuantitativos o cualitativos, que es difícil creer que se siga pensando que la dismunición de la desigualdad y la pobreza serán consecuencia de una segunda generación de reformas de una política social focalizada y exclusivamente compensatoria. Como se sabe, la evolución del empleo en América Latina muestra con gran claridad la índole de la actividad económica de la población que acompaña las tasas de crecimiento del producto bruto desde el inicio del proceso de tranformación macroeconómica de los años ’90. El crecimiento se registra en el sector privado de servicios de la economía; y es mayoritariamente informal y sin cobertura de seguros sociales. Se trata de un gigantesco motor de producción de pobreza y desigualdad.

Consecuentemente, la tendencia es al crecimiento de la esfera de la población ocupada en empleos que conllevan inestabilidad temporal y baja protección social relativa. A esas ocupaciones se las suele denominar precarias, o de alta vulnerabilidad. Es claro que una parte de la vulnerabilidad “objetiva” de la población proviene de un déficit de activos y capacidades. Ese déficit dificulta, obstaculiza y eventualmente imposibilita el acceso a y el aprovechamiento de oportunidades disponibles de generación de ingreso o de mejora de las condiciones de vida. Pero una parte tan importante como ésta proviene de la propia naturaleza de las ocupaciones disponibles. La vulnerabilidad es tanto un aspecto subjetivo de las poblaciones vulnerables como un aspecto objetivo del menú de oportunidades existentes.

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Como se puede observar, el Perú es un caso prototípico de vulnerabilidad estructural alta. Esta vulnerabilidad no se refleja (como es lógico de una sociedad sólo parcialmente salarial y capitalista) en las tasas totales de desempleo abierto, sino en la relación entre el tipo de empleo disponible en áreas rurales y el tipo de empleo disponible en áreas urbanas. Veamos un poco. La dinámica socioeconómica del Perú contemporáneo se puede esquematizar de la siguiente manera. En el Interior, particularmente en las regiones de la Sierra Andina, están las mayores tasas de crecimiento demográfico relativo, así como los peores indicadores de calidad de vida. La actividad económica en estas regiones es predominantemente rural; y está concentrada en minifundios (entre una y dos hectáreas de propiedad efectiva promedio por hogar) cuyo objetivo primordial es la subsistencia13. Como estrategias paralelas destinadas a obtener ingresos monetarios para diversificar el consumo, es común relevar la colocación de productos en mercados de proximidad, la producción artesanal y la salarización informal parcial o estacional. La crisis de esta estructura llega por razones demográficas (en general, un aumento del número de personas en el hogar) o por catástrofes naturales (en general, circunstancias climáticas adversas). La unidad económica aumenta primero la intensidad de las estrategias paralelas (artesanado, salarización parcial), luego expulsa miembros. Agotada la frontera agrícola y los márgenes de salarización local, la migración por razones socioeconómicas se realiza hacia los centros urbanos regionales, o hacia el área metropolitana de Lima. Este 13

Ver GONZALES DE OLARTE, Efraín: En las fronteras del mercado. Economía política del campesinado en el Perú; Lima, Instituto de Estudios Peruanos, 1994.

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proceso se agudizó en los ’90 por la tragedia desencadenada por el enfrentamiento entre movimientos guerrilleros y Fuerzas Armadas Peruanas, que compitieron en niveles de violencia y saqueo de comunidades campesinas14. La única alternativa a la migración interna hacia las ciudades capaz de competir en oportunidades de ingreso es, por el momento, la actividad agrícola cocalera, una gran parte de la cual es combatida por sus vínculos con el narcotráfico. Las características de la actividad económica en las regiones urbanas del Perú establece un filtro poderoso a la entrada de migrantes internos en mercados de trabajo formales. Como en la mayor parte de América Latina, las regiones urbanas presentan altos niveles de actividad en comercio informal, caracterizado tanto por cuentapropismo o autoempleo como por empleo no registrado, ambos inestables y de bajos ingresos. Así, pese a que el ingreso monetario promedio y el acceso a servicios básicos en regiones urbanas se diferencia netamente de los del interior, las ciudades presencian un fuerte crecimiento de la población en situación de pobreza por ingresos. Todo este proceso se puede ver ilustrado por las cifras de empleo desagregadas en ámbitos geográficos. Como muestra el cuadro siguiente, el desempleo es eminentemente urbano, mientras que el subempleo es más fuerte en áreas rurales. El subempleo por ingresos es más importante que el subempleo horario. Y aún en zonas urbanas, el empleo “adecuado” apenas alcanza a la mitad de los ocupados.

La situación, asimismo, se refleja en lo que podríamos denominar “dinámica de la pobreza”, es decir el análisis del conjunto de razones que desencadenan en la población peruana procesos de empobrecimiento; o que explican situaciones de pobreza de larga data. El siguiente cuadro muestra varios aspectos interesantes de la composición y la dinámica de la pobreza en Perú. Tres de cada diez pobres se ha empobrecido por algún evento, lo cual 14

Ver COMISIÓN DE LA VERDAD Y RECONCILIACIÓN: Informe Final; CVR, Lima, 2003.

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permite inferir la relación entre pobreza proveniente de inserción vulnerable en el mercado de trabajo y pobreza estructural de larga data. La mayor causal relativa de empobrecimiento es el choque económico, que aparece reflejado como problema incluso entre los no pobres.

Fuente: INEI, 2001.

Un interesante trabajo innova en las formas de comprender la heterogeneidad y multidimensionalidad de los problemas sociales en el Perú; y sirve para insistir aún más sobre el punto de este escrito. Carlos Aramburú y Carlos Figueroa construyeron un heurístico “Índice de Exclusión Social Relativo” (IESR) en base a una encuesta realizada por el Centro de Investigaciones de la Universidad del Pacífico (CIUP) en más de 2.000 hogares de cuatro departamentos estratégicamente escogidos (Lima, Cuzco, Cajamarca y Loreto)15. Las conclusiones permiten echar una mirada no sólo sobre los déficits en activos, capacidades y oportunidades que explican la pobreza peruana, sino en las brechas al interior de la misma. El IESR fue construido con un aspecto de carencias objetivas y uno de visiones subjetivas. Respecto del componente objetivo, en el ámbito educativo sobresalen las brechas entre jefes de hogar urbanos y rurales; y las brechas entre jefes varones y mujeres. En salud, las brechas aparecen en atención preventiva, en el acceso a controles prenatales y a estrategias de planificación familiar. La falta de acceso a una vivienda adecuada y a servicios de agua potables, desagüe cloacal y luz eléctrica influye en la calidad de vida y por ende en las capacidades productivas. La encuesta muestra, sin embargo, que los programas asistenciales llegan, y de manera bastante plena, al grueso de la población pobre extrema. Por el contrario, los pobres extremos encuestados argumentan no tener acceso ni a programas de empleo, ni de capacitación laboral. La mitad de los encuestados tienen ocupaciones estacionales o eventuales; y del 25 al 38% que tienen ocupaciones estables, entre el 36 y el 57% trabajan sin contratos. Del componente subjetivo del índice se desprende que la enorme mayoría de los afectados privilegian como demanda los microcréditos (en zona urbana) y los 15

ARAMBURU L., Carlos y FIGUEROA A., Carlos: “El desafío de enfrentar la desigualdad de la pobreza extrema en Perú”; en VÁSQUEZ H. et altrii (op. cit.).

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programas generadores de empleo e ingreso (en zona rural). Independientemente de la potencialidad de una política focalizada en el ámbito del empleo temporal y del microcrédito, el tipo de demanda de los afectados muestra el ámbito en el cual deberían producirse cambios para que sus condiciones de vida fuesen afectadas. Ese ámbito es el mercado de trabajo o la trama de oportunidades de negocios: la demanda es por obtener autonomía como sujetos de economías capitalistas. Utilizando la misma encuesta, Enrique Vásquez16 profundiza en la percepción que los pobres extremos tienen de sus necesidades prioritarias. El estudio muestra que para el 33,2% de los jefes de hogar y para el 37,9% de los líderes comunales, la necesidad prioritaria es la existencia física de un trabajo. De las otras necesidades, la vivienda y el agua no alcanzan al 20% de las preferencias. Respecto de las formas de satisfacer las principales necesidades, más del 50% de los jefes de hogar eligen seguir trabajando, buscando otro trabajo o accediendo al crédito. La pregunta clave es ¿está el eje de la política social asistencial compensatoria a la altura de las circunstancias que argumenta combatir? ¿cuánto más es posible hacer en el ámbito de los sujetos afectados sin intervenir en la estructura de oportunidades? La hipótesis que quiero someter a discusión es, a esta altura, relativamente clara. Los instrumentos de política social que estamos promoviendo tienen una serie de incuestionables impactos sobre la pobreza extrema y la cobertura de servicios sociales básicos. Pero, aún cuando son aplicados efectiva o tendencialmente de acuerdo al conjunto de parámetros que consideramos apropiados, ese impacto se detiene frente a la matriz de desigualdades y de vulnerabilidad socioeconómica de la población, que son los principales “atributos” de la estructura social latinoamericana en general y peruana en particular. En este sentido, es difícil decir que el Perú sea un caso de fracaso de estrategias de políticas contra la pobreza. Los notorios avances en contención de pobreza extrema a través del desarrollo de infraestructura social; y de aumento de la (ya amplia) cobertura educativa y de salud pública no habilitan a tratar a Perú como un caso de fracaso. Retomando lo señalado en un principio, quiero someter a debate la idea de que los objetivos de política social que nos fijamos no sean quizás asequibles con el conjunto de instrumentos que proponemos. Este déficit tiene a mi entender, por lo menos, dos dimensiones. Una de ellas proviene de la relación entre política sociales. Como suele insistir Diana Alarcón desde el punto de vista de la economía de los activos sociales, la simple ampliación de la cobertura de servicios no alcanza para mejorar la valoración de los activos de los pobres en el mercado; y por ende no redundan en una ampliación genuina de la relación que subrrayó Amartya Sen entre activos, capacidades y oportunidades. Otra dimensión proviene de la relación entre políticas económicas y políticas sociales. Sin una activa promoción de mercados, empresas capitalistas y empresas sociales, simplemente no habrá oportunidades para los pobres, independientemente de cuánto extendamos los servicios básicos, cuánto ingreso monetario podamos transferir, o cuántos programas de capacitación o recapacitación laboral ideemos. En síntesis, si la política social sigue siendo concebida como una mano izquierda del Estado, compensatoria de situaciones extremas y tecnificada sólo en su capacidad de detección de la pobreza extrema, no estamos dando con el núcleo duro de la pobreza y la

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VÁSQUEZ H., Enrique: “Demanda social de los más pobres: una visión desde las comunidades”; en Idem.

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desigualdad latinoamericana, que se encuentra en los sucesivos fracasos de nuestros modelos de desarrollo económico. A modo de cierre, unos términos del debate: los márgenes de maniobra “dentro” y “fuera” del paradigma de las reformas Un debate caro a los especialistas latinoamericanos en política social es el que provoca una mirada analítica sobre las formas efectivas que adquirió la política social de nuevo tipo puesta en práctica en América Latina. Es habitual escuchar que los fracasos relativos que se produjeron en algunos países se habrían debido a déficits en la micropolítica de la política social, frecuentemente asociada a lo que se denominó “segunda generación de reformas”. Así, el aumento del gasto público social no habría estado acompañando de una mayor eficacia en la focalización (capaz de aumentar la efectividad de la llegada de fondos a los sectores más pobres) o de una mayor eficiencia en la administración de recursos (capaz de reducir la filtración “política” de iniciativas). Asimismo, cierta irracionalidad asociada a la política de corto plazo, a la ausencia de participación o a la no aplicación de herramientas de planificación estratégica, habría restado sostenibilidad a los proyectos y a la inversión en infraestructura social, en educación y salud, por ejemplo. Es cierto que la focalización peruana muestra índices de no llegada a potenciales receptores o de filtración a receptores no focalizables. La focalización territorial, naturalmente, debe convivir con este tipo de errores, puesto que los potenciales beneficiarios y los no focalizables no están distribuidos en el territorio de manera homogénea. Se sabe, por otro lado, que un excesivo énfasis en los errores de focalización puede tener efectos no deseados en forma de estigma y aumento inaceptable de formas de control social. Asimismo, es lento el proceso de “despolitización” (en sentido estricto, “deselectoralización” de la administración de recursos de política social. Por las formas de la política peruana de los ’90 y el lazo de legitimidad extraconstitucional que demandaba el gobierno, la relación directa entre Poder Ejecutivo y población pobre se transformó en una práctica común y en una fórmula institucional estable. Se están haciendo notorios esfuerzos por profesionalizar la política social y reducir la filtración “política” de iniciativas. Pero el camino es lento y largo. También es cierto que hay una notoria falta de racionalidad del conjunto en el complejo de políticas contra la pobreza, asociada al corto plazo de las iniciativas, a la ausencia de participación y control ciudadano y a la no aplicación de herramientas de planificación estratégica. Naturalmente, esto resta sostenibilidad a los proyectos y a la inversión en infraestructura social, en educación y salud, por ejemplo. Es de notar que también segmenta al extremo el conjunto de intervenciones asistenciales, generalmente con el consenso implícito o el desinterés explícito de los propios organismos financiadores. Este breve diagnóstico muestra los márgenes de avance que las reformas de segunda generación en política social podrían tener. Coincido con Fabián Repetto17 en que la gran 17

Ver REPETTO, Fabián: “Capacidad estatal: requisito necesario para una mejor política social en América Latina” (inédito); en donde se retoman a través del enfoque de gerencia social sus preocupaciones clásicas expresadas en REPETTO, Fabián: Gestión pública y desarrollo social en los noventa. Las trayectorias de Argentina y Chile. Buenos Aires, Prometeo, 2002.

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mayoría de las iniciativas en política social, a favor o en contra del modelo de reformas de los ’90, no han entendido esta dimensión. Esa no comprensión ha coadyuvado en la pervivencia de dinámicas institucionales perversas, déficits enormes de capacidad estatal, tanto política como administrativa; y, en última instancia, la inexistencia de una “autoridad social” capaz de imponer cambios de prácticas suficientemente relevantes. La tematización de estas cuestiones, sin embargo, no necesariamente interroga un tema igualmente central, que es la lógica, en términos de formas de financiamiento, criterios de distribución, estrategias de focalización y modos de articulación entre política económica y política social. Se argumenta aquí que sin cambios estratégicos en el modo de funcionamiento de la economía y de la política social que neutralicen la capacidad socialmente desintegradora de las pautas de crecimiento y distribución del ingreso consolidades en los ‘90, el panorama social actual seguirá siendo un rasgo estructural del país, y la perennidad de las formas de legitimidad de la distribución de activos y oportunidades en la población seguirán siendo una cuestión de tiempo. Lo que está en cuestión es lo que Carlos Molina sugiere llamar “modelo de protección para pobres”18. En este sentido resulta de interés discutir qué implica para el enfoque de gerencia social una más decidida asunción intelectual de las consecuencias de la dinámica socioeconómica latinoamericana de los últimos años (dinámica que además se está reflejando en las opciones políticas de, por lo menos, una parte importante de América del Sur). Nuestro enfoque se caracteriza por buscar un equilibrio entre aproximaciones críticas del modelo de política social y la promoción de estrategias y herramientas gerenciales apropiadas para mejorarlo. El argumento central ha sido la inseparabilidad de ambas dimensiones. Un enfoque exclusivamente analítico, típico dilema del observador, es insuficiente para buscar impactos en la gestión. Un excesivo énfasis en las herramientas técnicas, típico dilema del protagonista, las vacía de sentido. Si en algo es rescatado el enfoque de gerencia social que el INDES ha intentado sistemáticamente introducir en la gestión de política social latinoamericana es precisamente en esta mutua dependencia de la mirada analítica y la actitud práctica. En tal sentido, es notorio el énfasis puesto por el INDES en estrategias y herramientas de gestión. Pero probablemente es insuficiente la discusión en torno a modelos alternativos de política económica y social, con capacidad para plasmarse en recomendaciones de programas y proyectos. El continente de sentido “políticas de combate a la pobreza” debe ser problematizado en función del asunto de la desigualdad. Esta problematización podría partir de la idea de que la desigualdad no es un problema exclusivamente económico, sino ético-político. La búsqueda de estrategias capaces de tener impacto en la desigualdad no es, por ende, un problema exclusivamente técnico, sino de modelos de política social y de representaciones de ciudadanía. Lima, abril de 2004

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MOLINA, Carlos: “Modelo de protección para pobres”; INDES, Washington (inédito).

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