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LUES, LUMINARIAS, LUJURIA Y LUCRO EN ROMA RENACENTISTA José Enrique Pons 1. Cataclismos inminentes En 1524 ningún romano podía sentirse objetivamente optimista. Desde bastante tiempo antes toda Italia estaba en convulsión. Los astrólogos peninsulares se habían sumado a una alarma que atravesaba Europa, desde que en 1522 se publicó en Venecia la primera edición italiana del Almanaque de Efemérides de Johann Stoffler (FIG 1).
Esa imponente obra se había editado originalmente en 1499 y en ella se advertía que en febrero de 1524 se produciría una conjunción de planetas en el signo de Piscis. De los cenáculos eruditos, donde acaloradas discusiones crispaban a los sabios astrólogos, el debate se había expandido, alcanzando al público general. Todo el mundo debatía ardorosamente lo que semejante cataclismo astral significaría para la humanidad (3) (5). Solamente en Italia, las diversas ediciones del Almanaque superaron las 100.000 copias. Stoffler, basándose en sus predicciones sobre las posiciones planetarias que ocurrirían en los años subsiguientes, pronosticaba para 1524: "Durante el mes de febrero habrá veinte conjunciones pequeñas, medianas y grandes y de éstas, dieciséis ocuparán signos de agua…". Mal podía extrañar, entonces, que se temiera un nuevo diluvio universal. En la polémica participaban "médicos, teólogos, filósofos y todos aquellos que por un
lado o por otro, por sus estudios universitarios, tenían destreza en la técnica astrológica" (3). Las interpretaciones se sucedían contraponiéndose unas a otras: que el matemático sólo hablaba de lluvias copiosas…, que eso indudablemente significaba un diluvio…, que en realidad se equivocaba y que nada ocurriría… Pero lo cierto es que Stoffler estaba convencido de que lo que se avecinaba era una catástrofe universal, aunque con un fin luminoso, porque predijo que lo que comenzaría por lluvias (quizás un diluvio), culminaría con la segunda venida de Cristo, lo que ocurriría el 20 de febrero de 1524 (1). No puede extrañar que entre quienes opinaban sobre estos hechos se vieran médicos. La astrología era en ese entonces ciencia imprescindible para cualquier médico que se preciara. Aún más, la magia, que había sido condenada por la Iglesia en la Edad Media, comenzó a ser transformada a partir del siglo XV, para resultar rehabilitada en el Renacimiento. La razón fundamental para estos cambios fue el conocimiento e interés que despertó el gnosticismo, expuesto sobre todo en la literatura hermética y cabalística (16) culminando en la obra de figuras de la talla intelectual de Pico della Mirandola y, de mayor interés para nosotros, Ficino, que era médico. Ficino había "resuelto" un problema trascendente para su época conciliando la magia con el cristianismo. Esa solución era también trascendente para su vida, ya que cualquier alejamiento muy ostensible de los dogmas eclesiásticos podía significar la hoguera. Lo hizo a través de la separación neta entre la magia demoníaca, reprobable, de la "magia natural", útil y necesaria, ya que captaba y dirigía las fuerzas celestes en beneficio de los cuerpos terrestres (16), entre ellos los seres humanos (FIG 2). Los médicos, por tanto, debían conocer magia y astrología y ello justificaba su opinión autorizada en querellas como las del posible diluvio.
2. El año predestinado Pero regresemos a 1524. Febrero llegó y con él volvió el carnaval. El bullicio de la fiesta hizo olvidar los presagios. La gente se dedicó a los placeres profanos propios de una fiesta que no ocultaba sus orígenes paganos y orgiásticos y lo que debió ser objeto de respetuoso temor, se transformó en cosa de burla: el diluvio fue tema central de los desfiles de carros alegóricos (3). Pero los designios de las estrellas son impermeables a esas minucias. En los mismos días de ese carnaval los planetas se encontraron en su inexorable cita celeste y el destino se materializó en tragedias. Una epidemia de peste sacudió a Europa e Italia no fue excepción. En Milán, donde era usual recordar las epidemias de peste con nombres referidos a acontecimientos contemporáneos, se la llamó "peste de Carlos V", por la proximidad con la invasión de Italia por el Sacro Emperador Romano Germánico (5) (6). El terror ante la peste hizo que quienes podían abandonaran sus ciudades para intentar refugio en el campo, lejos de los enfermos contagiosos, ya que la medicina se demostraba incapaz de vencer el mal (FIG 3).
Otros medios de amparo resultaban igualmente inútiles. La religión oficial, el catolicismo, apenas podía acercar el consuelo de la salvación del alma, pero esa promesa ya no estaba en manos del vicario de Cristo. El 19 de noviembre de 1523 había sido electo papa Clemente VII. El sumo pontífice era por entonces también soberano temporal de los Estados de la Iglesia, por lo cual reinaba sobre los romanos. Pero una peste diferente había caído también sobre Roma, demostrando que la conjunción de tantos astros en Piscis era agobiadoramente funesta. Esa "peste" era la guerra entre Francia y España. Con la última se alineaba el resto de los territorios imperiales, ya que en 1519 el rey Carlos I de Castilla y Aragón había sido electo Sacro Emperador Romano Germánico, sucediendo a su abuelo Maximiliano I, como Carlos V. Esto significó un fracaso para el rey de Francia, Francisco I, que también aspiraba al trono imperial. Pero mucho más que eso, significaba un peligro para Francia, ahora completamente rodeada por territorios imperiales y con abiertas manifestaciones de Carlos reivindicando su derecho a Borgoña y su oposición a las pretensiones de Francia sobre Italia (20). Tan pronto como Clemente ascendió al solio y se hizo evidente que patrocinaría el poder político de su familia (la rama Cafaggiolo de los Médicis), la familia rival Colonna inició una movilización contra él, obligándolo a refugiarse en Castel Sant’Angelo (14), el nuevo nombre para el dodecacentenario Mausoleo de Adriano, que había sido transformado en prisión de estado por Teodorico en 520 y luego en bastión capaz de resistir un ejército. Clemente estaba demasiado ocupado en cuestiones políticas como para preocuparse por las almas que la peste enviaba por miles al más allá. Tampoco aprendió la lección cuando los españoles lo liberaron de su cuasi prisión. Tomó partido por Francia, desestimando las amenazas de guerra que profería el Imperio. Más le hubiera valido tomarlas en cuenta. No sólo hubo guerra, sino que a comienzos de 1525 Francisco I fue hecho prisionero y mantenido en cautiverio en Madrid, y poco después (1527) Roma fue tomada y saqueada por el ejército imperial (20). Como si todo esto fuera poco, no resultaba banal pensar en otra "peste" que amenazaba a toda la Europa cristiana. El martes 29 de mayo de 1453, hacia el mediodía, Constantinopla había caído definitivamente en poder de los turcos y el Imperio Romano de Oriente dejó de existir. El sultán Mehmet II sería desde entonces conocido como "el Conquistador" (18). A partir de entonces, la expansión del Imperio Otomano resultó irresistible y sus conquistas territoriales se sucedieron las unas tras las otras. En 1520 ascendió al trono Solimán y rápidamente demostraría la razón para que la historia lo recuerde como "el Magnífico". El 29 de agosto de 1521 Solimán conquistó Belgrado y en 1522 tomó Rodas tras la rendición de los Caballeros Hospitalarios de San Juan (9). El riesgo de la caída de toda la cristiandad era tangible. 3. Promesas de salvación
En tales circunstancias, no llama la atención que aparecieran profetas y redentores de todo tipo, que ofrecían salvación para almas y cuerpos aplastadas por el peso de tantos castigos divinos. En el mismo febrero de 1524, junto con los primeros casos de peste, llegó a Italia un viajero judío, que solo hablaba hebreo, rezaba y ayunaba mucho. El capitán del barco en el cual viajó, lo puso en contacto con la comunidad judía de Venecia y ese hombre contó a sus jefes que venía de la comarca de Jaibar, al norte de Arabia, donde existía un reino independiente. El rey era su hermano Yosef y él, que se llamaba David, era el comandante del ejército. Como descendía de la tribu de Reuben llevaba el apelativo Reubeni (23). David, según su propio relato, había sido enviado por su hermano el rey, en misión diplomática ante los soberanos cristianos de Europa, para conseguir de ellos armas de fuego para reconquistar Israel del poder de Turquía. David rogaba mantener el secreto hasta poder reunirse con el Papa. Aclaraba, eso sí, que él era un simple mortal y que además era un guerrero que había derramado mucha sangre, por eso no era ni podía ser el Mesías. Su proyecto pareció magnífico a la comunidad judía de Venecia, que no quiso quedar al margen de la magna obra proyectada y proveyó todo lo necesario para enviar a David a Roma. Allí, Reubeni fue recibido por el Papa, que se entusiasmó con la idea de la cruzada que eliminaría el peligro turco, pero los acontecimientos políticos que lo agobiaban lo obligaron a desistir. David recorrió otras cortes europeas, encontrando cierto eco en el rey de Portugal y hasta en el propio Carlos V, pero finalmente se hizo sospechoso a la Inquisición, que terminó con sus andanzas encarcelándolo en España hasta su muerte, ocurrida algunos años más tarde, en un momento poco preciso. 4. Pestes en tropel La peste bubónica era una lúes, en el sentido latino del término: "peste", "epidemia", "enfermedad contagiosa". El latín que utilizaban cotidianamente los medios cultos y académicos europeos admitía asimismo el mismo término "lúes" para las calamidades graves, como la guerra o el hambre. Esa designación cuadraba tanto a la nefasta guerra entre estados cristianos como a la aciaga propagación de la infidelidad mahometana por las victorias turcas. Pero la posteridad ha conservado el nombre lúes como sinónimo de sífilis. La "lúes venérea" (peste del amor) era por entonces una recién llegada a Europa. No es este el lugar para discutir si en realidad no existía, aunque desconocida como entidad especial, o si fue "importada" de América. Lo cierto es que la mayor parte de los médicos e historiadores que pusieron atención en este tipo de peste a finales del siglo XV, señalaban que "había aparecido una enfermedad nueva". En la década de 1490 se sucedieron los informes de su detección prácticamente en todas las regiones de Europa. A partir de entonces proliferaron los tratados que se ocuparon de la enfermedad, destacándose diversos autores por sus aportes al conocimiento del mal (Pomarus, Sciphover, Linturius, Sabellicus, Grundbeck, Leoniceno, Torella, Catanée, Almenar, etc) hasta culminar en la descripción ejemplar de Fracastoro (11). En el año de 1524 la sífilis florecía con ímpetu primaveral en Roma. Pero antes de ocuparme de esta definitiva forma de lúes, veamos otra acepción del término latino: "lues morum" escribió Plinio Valeriano, refiriéndose a la relajación de las costumbres. Ya vimos que el Carnaval hizo olvidar al pueblo de Roma el peligro de la peste bubónica, el infortunio de la ocupación militar, las admoniciones sobre el peligro turco y los riesgos de los placeres de Venus. En la vecina Florencia, el gran Macchiavelli compuso un soneto para la fiesta popular, en el cual invitaba a las mujeres toscanas a entregarse a los últimos "placeres de la carne", antes de que el anunciado diluvio las alcanzara (CANNISTRA). No sé si las mujeres de Etruria siguieron su consejo, pero a juzgar por la avalancha de casos de sífilis es más que probable que la "lúes de las costumbres" fuera pan de cada día. Es precisamente de esa época y de esas costumbres que surgen las poesías satíricas y burlescas de Berni. En el mundo devastado por la peste, se subvierten todas las normas de convivencia social, se vive "con nuevas leyes y pactos" y el hombre es "de sí mismo y de los otros señor". Como señala Corsaro, para Berni la peste es la gran ocasión: "aquel siglo de oro y aquel celeste / estado
inocente primero de la naturaleza" en el cual el hombre parece sincerarse milagrosamente de la angustia de vivir, en el último abrazo con la muerte (7). 5. Benvenuto Cellini y la lujuria
Pero no sólo infortunios sacudían Roma. También llegaban a ella algunas luminarias de la época, atraídos por el fulgor que, pese a la decadencia y las desgracias, aún aureolaban a la ciudad eterna. En 1519 había llegado Benvenuto Cellini (FIG 4). Este especial personaje, orfebre y escultor de genio, merece un alto en el relato. Nacido en Florencia en 1500 se interesó por la orfebrería desde su temprana adolescencia y a los 15 años ya se destacaba como artista de valía. Otra faceta de su personalidad era la inflamable reacción ante los menores roces personales, lo que le había valido un destierro de seis meses a los 15 años. Durante ese lapso, pasado en Siena y Bolonia, aprendió con destacados artistas, regresando a Florencia dueño de una particular destreza. Su partida a Roma en 1519 no obedeció al atractivo que significaba la ciudad pontificia y la posibilidad de estudiar in situ la obra de Miguel Ángel, a quien admiraba profundamente, sino que lo condujo otro ataque de iracundia, ante la insistencia de su padre para que se dedicara a la
música. Esa estadía duró dos años. Volvió a Florencia en 1521, donde su fama como artista se acrecentó día a día. Pero una nueva querella en 1523, con agresiones físicas a algunos "enemigos", lo obligó a huir otra
vez, para evadir el castigo. Su destino fue nuevamente Roma. Cellini estaba en Roma cuando se desató la epidemia de peste bubónica. Varios de sus colegas, con los cuales convivía en los talleres de orfebrería en que trabajaba, murieron. Nadie ignoraba entonces que el contacto con enfermos era fatal, pero Cellini no era inmune a las tentaciones y caía, como la mayor parte de sus contemporáneos, en la "lúes de las costumbres" que parecía la regla en la época. Con asombrosa ingenuidad, o con impertérrito desparpajo, según se lo mire, narra en su autobiografía el siguiente episodio: "Una noche, uno de mis amigos llevó a cenar a mi casa a una botonera que se llamaba Faustina. Era una mujer hermosísima, aunque de unos treinta años, y llevaba consigo una criadita de trece o catorce. Como la Faustina era cosa de mi amigo, yo no la hubiera tocado por todo el dinero del mundo. Me dijo ella que estaba enamorada de mí, pero yo no quise faltar a la lealtad hacia mi amigo; pero cuando se hubieron acostado, me apoderé de la criadita, que era novicia del todo. ¡Pobre de ella si llega a saberlo su ama!" (4). ¡Pobre de ella…! Y pobre de Cellini, que no supo ver que el rostro de Venus es a veces la máscara de Hades. Poco rato después de su holgorio con la niña (que bien podía ser caracterizado como violación), relata que: "Llegó la hora de comer, y yo me sentí cansado (…); cuando quise llevarme la comida a la boca, sentí mucho dolor de cabeza y me salieron muchos bultos en el brazo izquierdo y un carbunco en la parte exterior de la muñeca. Asustados todos, me dejaron solo en casa con un pobre aprendiz mío, que no quiso abandonarme. Yo sentía que se me oprimía el corazón y estaba convencido de que me iba a morir" (4). No puede extrañar que todos abandonaran al enfermo. Las bubas que aparecieron rápidamente no dejaban lugar a dudas acerca del mal que lo había atacado. Y nadie ignoraba entonces que el contacto con un enfermo era fatal. Nada dice la biografía acerca de lo que ocurrió con la criadita. No sabemos si ella tenía la peste (en cuyo caso deberíamos imaginar que estaba a punto de desarrollar síntomas, ya que mal podría contagiar a Cellini de otro modo), o si el escultor la incubaba por contacto con otro enfermo. En la peste bubónica, los primeros síntomas son cefalea, náuseas, vómitos, dolores articulares y sensación general de enfermedad. Los ganglios linfáticos de las regiones inguinales, axilares o cervicales, se vuelven dolorosos y se inflaman. La temperatura se eleva entre 38,5 y 40° C y se acompaña de escalofríos. Los enfermos presentan taquicardia y se encuentran postrados y letárgicos. Los bubones crecen hasta alcanzar el tamaño aproximado de un huevo de gallina. En los casos que no son fatales, la temperatura comienza a descender al cabo de unos cinco días, y se normaliza en unas dos semanas. En los otros, se produce la muerte en unos cuatro días (22) (25). Cellini sabía que su sensación de muerte inminente era realista. Sin embargo ocurrió un hecho fortuito: "En esto pasó por la calle el padre de mi aprendiz, que era médico del cardenal Jacobacci, y mi aprendiz le dijo: -Venga padre, a ver a Benvenuto, que está un poco enfermo en cama. Sin figurarse cuál podía ser mi disposición, se acercó a mí en seguida, me tomó el pulso y vio lo que hubiera preferido no ver. Volviose rápidamente hacia su hijo, y exclamó: -¡Oh, hijo traidor! ¡Me has arruinado! ¿Cómo puedo volver ahora a ver al cardenal?" (4). Sin embargo, antes de retirarse, el médico dio un medicamento a Cellini. En realidad, era muy poco lo que la medicina de la época podía hacer, aunque intentó lo que pudo (FIG 5). Un
cronista catalán, Père Gil, que presenció la epidemia cuando la misma alcanzó su ciudad, relató meticulosamente las manifestaciones y la manera en que se trataba a los afectados: "Al principio, los médicos no acertaban en la curación porque sangraban y hacían guardar dieta, y no remediaban ni el grano ni la vértula. Después, a costa de muchos que murieron, comenzaron a acertar el tratamiento no sangrando y dándoles caldo de gallina o polla cada dos o tres horas, alternando con cordial o triaca con agua escozonera. Los cirujanos aplicaban a los granos medicamentos para matarlos y a las vértulas les aplicaban ventosas para hacerlas salir al exterior y luego las maduraban con emplastes y si no se abrían por sí mismas, las abrían con lanceta o cauterio de fuego. Aplicaban también aceites a la cabeza de los pacientes para evitar que estos se volviesen frenéticos y pítimas al corazón y otros medicamentos (…). " (22). Fuese por el medicamento que recibió, porque la evolución era la propia de un caso no fatal, o porque en realidad se tratara de otra enfermedad y no la peste, Cellini curó. Si realmente era peste, su caso fue una excepción. Hay datos de que en los primeros cuatro meses de la epidemia, sólo en Milán habían muerto 50.000 personas y llegarían a 100.000 al cabo de dos años (5). 6. Berengario da Carpi y el lucro En las circunstancias aciagas que signaban el año de 1524, fracasaban los socorros de la religión, los esfuerzos de los médicos y las promesas de
iluminados. Eso no significaba que no se socorriera a los desgraciados que enfermaban; algunos buenos médicos hacían lo que podían (aún a riesgo de propio contagio) y algunos buenos sacerdotes socorrían a quienes se preparaban para su tránsito (aún a riesgo de correr idéntica suerte). Pero seguramente tanto unos como otros no eran parte de las clases pudientes, que podían permitirse emigrar a la campiña, donde aires sin miasmas admitían esperar la atenuación del peligro. Es precisamente a los poderosos a quienes se acercaban otros salvadores, pregonando su aptitud para sanar el cuerpo. Así llegó a Roma Berengario de Carpi (1460 – c. 1530) (FIG 6). Berengario será nuestra segunda luminaria. Y esto se justifica ampliamente. Giacomo Berengario da Carpi que había nacido en 1460, llegó a Roma precedido de una bien ganada fama como anatomista, cirujano y clínico. En la primera de esas condiciones, después de largos años de meticulosas disecciones, había corregido el tratado de anatomía de Mondino, redactando lo que se constituiría en un "manual" para el estudio de la anatomía, en uso durante
mucho tiempo (con múltiples ediciones y traducciones), en el cual recurrió a las ilustraciones anatómicas: "Comentario cum amplissimis additionibus super anatomiam Mundini" (1521) y poco después publicó su opus magno: "Isagogae breves perlucidae ac uberrimae in anatomiam humani corporis a communi medicorum academia usitatae" (Bolonia, 1522, 1523 y volvería a publicarse póstumamente en Venecia, en 1535). A Berengario se debe la descripción del apéndice cecal, del timo, del seno esfenoideo, de las relaciones entre la vena porta y la vena cava y de la médula espinal (17) (19) (21) (24). Su aporte a la anatomía ginecológica y obstétrica fue trascendente, ya que demostró la unicidad de la cavidad uterina. Con justicia, O’Malley ha calificado al "Comentario" como "el más importante predecesor de la ‘Fabrica’ vesaliana" (19) y Premuda lo ha considerado "el más avanzado de los prevesalianos por sus inquietudes de vanguardia en el campo anatómico" (21). Como cirujano, ejerció en Bolonia entre 1502 y 1527. Se destacó en el tratamiento de fracturas de cráneo (17) y revitalizó la utilización del trépano de corona, cuyo uso explicó en el "Tractatus de fractura calvariae" (1518) (10). Como médico, había producido una excelente descripción de la función y la patología valvular cardiaca (17) (24). Pero para el propósito de la presente historia, es de destacar que fue uno de los primeros en utilizar el mercurio en forma de fricciones externas, para tratar la sífilis (26) (27). La razón para su arribo a Roma se parece a la de Cellini, él también llegaba huyendo. En Bolonia la Inquisición lo indagaba por ciertas doctrinas que había emitido acerca de la generación. Sin embargo, en Roma no tuvo problemas en tal sentido. Ya fuera por su fama europea, o por la promesa que para muchos poderosos significaba su presencia y su arte médico, no sufrió persecución. Pero no fue la peste la que movió su compromiso con la práctica médica, sino la sífilis. Pinctor señalaba que la enfermedad había estallado en Roma en el mes de marzo de 1494, después de la entrada del sol en Aries, reiterando esa suerte de designio ineluctable que vinculaba los males de la humanidad con los fenómenos celestiales. Recordemos que Berengario ya era reconocido por su propuesta de tratar la lúes venérea con fricciones mercuriales. La historia no registra con precisión cómo inició Berengario su práctica de tratar sifilíticos, pero Cellini ha dejado una descripción que permite hacerse idea: "Este notable hombre emprendió, entre otras curaciones, la de los casos más desesperados del ‘mal francés’. Y como en Roma padecen esta enfermedad muchos sacerdotes, principalmente los más ricos, se dio a conocer curando admirablemente dicha enfermedad con ciertos perfumes; pero antes de empezar la curación, la ajustaba con los enfermos por un precio que ascendía a centenas y no a decenas de escudos" (4), Cellini desliza en esa frase varias afirmaciones que merecen detenimiento. En primer lugar, hace ver el respeto generalizado que despertaba Berengario, incluso entre quienes no eran médicos (como es el caso del propio escultor). No solamente en este momento se refiere a él como "notable hombre", sino que en la anécdota que motiva este episodio dentro de su autobiografía, aparecen reiteradas adjetivaciones admirativas: "cirujano famoso", "hombre eminente", "maestro", "admirable hombre". En segundo lugar, utiliza una de las designaciones recientemente impuesta para la sífilis: "mal francés". Esta fue la forma en que los italianos llamaron a una peste que creían había sido traída a la península por los invasores franceses. En tercer lugar, se refiere al tratamiento mediante fricciones ("perfumes") y da nueva justificación al asunto de la lujuria. La curia romana, especialmente la más encumbrada, había caído entonces en una relajación de costumbres tal, que obispos, cardenales y hasta papas mantenían amantes y reconocían hijos a la vista y paciencia de todo el mundo. Mal podría llamar la atención, entonces, que entre los eclesiásticos se dieran múltiples casos de contagio de la sífilis. Y, finalmente, justifica otro de los términos del título: "lucro". Este refiere tanto a la circunstancia de que era a cambio de privilegios (en dinero o en prerrogativas de todo tipo) que
se concedían títulos eclesiásticos o nobiliarios y dignidades políticas, militares o administrativas, como al hecho de que quienes tenían pocos escrúpulos lograban pingüe ganancia esquilmando a ingenuos o desesperados. Berengario era una luminaria de su tiempo, pero también era un ladrón de guante blanco. En Roma ganó sumas considerables mediante su tratamiento de la sífilis. Su vinculación con Cellini, en cambio, fue por razones artísticas, aunque redundarían posteriormente en nuevos embustes. Pero sigamos ese relato en palabras del propio escultor: "Tenía aquel hombre eminente grandes conocimientos en dibujo, y un día, al pasar por mi tienda, vio casualmente algunos que yo tenía expuestos, entre ellos los de algunos vasos originales (…). El maestro Giacomo quiso que se los hiciese de plata y yo los hice muy complacido (…). Aunque aquel admirable hombre me pagó muy bien, fue cien veces mayor la gloria que con ellos conseguí, pues los mejores orfebres declararon que nunca habían visto nada tan bello ni tan bien hecho" (4). Descontando la cuota de inmodestia del genial orfebre, seguramente su obra para Berengario era de gran valor artístico, puesto que estando algo después Cellini en Ferrara, le mostraron copias de sus vasos, que el médico había hecho creer que había obtenido de un noble romano como pago por haberlo curado de la sífilis. Varios artistas de renombre le hicieron saber a Cellini que consideraban que se trataba de piezas muy antiguas y de inapreciable valor. Esto enorgulleció al verdadero autor, pero no se le creyó cuando afirmó haberlos cincelado, por lo cual Cellini debió dibujarlos nuevamente, ya que Berengario se había llevado los dibujos originales. Con este nuevo trabajo Cellini volvió a ganar mucho dinero y su fama se acrecentó. Esa presencia de Berengario en Ferrara obedeció a su certeza de que en Roma podía llegar a ser perseguido e incluso ajusticiado. Pese a que el Papa le había rogado que permaneciera a su servicio, el astuto médico, conocedor de que su tratamiento para la lúes era inoperante, se dirigió a la corte de Alfonso I, duque de Ferrara, quien lo protegió hasta su muerte (el 24 de noviembre de 1530). Casi con picardía, Cellini relata así esta partida de Berengario: "Era persona muy astuta, e hizo bien en marcharse de Roma, porque pocos meses después todos aquellos a quienes asistió empeoraron tanto, que estaban cien veces peor que antes. Si se hubiese quedado allí, le habrían matado" (4). 7. Destinos He repasado cuatro procesos que coincidieron en un momento particular de la historia de la ciudad eterna. Es hora de despedirnos de nuestros protagonistas con una breve mención a la manera en la cual prosiguió la historia de cada uno de ellos. La vida de Cellini continuó siendo interesantísima hasta su muerte en 1571. A lo largo de ella su prestigio se acrecentó, a medida que su genio producía obras magníficas. La autobiografía que ha centrado gran parte de mi relato, con su mezcla de aventura, desparpajo y talento, inspiró a muchos autores del romanticismo, entre ellos Berlioz, que compuso una ópera basada en ese diario. El tropezón erótico con la criadita pasó a ser un mero episodio en la milenaria historia de la lujuria humana, que obviamente no se apagó pese a la amenaza de la sífilis. Ese flagelo, en aquel tiempo tan ominoso como lo es hoy el SIDA, no desalentó las expansiones genésicas, tan acuciantes entonces como siempre. Gran parte de la historia de todas las épocas está transitada por hechos en cuya base se encuentra el irrefrenable impulso por saciar el deseo carnal. Berengario ganó también su lugar en la posteridad por su descollante papel en la historia de la medicina. Pese a su error de intentar tratar la sífilis con fricciones mercuriales, este metal
llegaría a ocupar un lugar destacado en la historia del tratamiento de la lúes, hasta el advenimiento de los quimioterápicos modernos, especialmente la penicilina. Las pillerías de Berengario no logran oscurecer las facetas superiores de su vida. El lucro, al que dedicó no pocos esfuerzos ni menor astucia, condujo a un último gesto: el legado de su fortuna a su protector, el duque de Ferrara. La suma ascendía a 40.000 escudos, una cantidad impresionante para la época. Pero como en tantas otras historias, la luz que irradian algunos personajes y acontecimientos descollantes, deja en las sombras a otros protagonistas, de destino patético, por la indiferencia con la cual son ladeados por las crónicas. Basta pensar en las miles de víctimas de la peste y de la sífilis, en las esperanzas frustradas de quienes fueron estafados con la quimera de un tratamiento salvador, y en una especial víctima de la lujuria que no movió a interés a ningún estudioso: ¿qué habrá sido de la criadita de la Faustina, aquella casi niña a la cual Cellini avasalló, seguramente sin delicadeza de orfebre? ¿Habrá contraído la peste después de ser atropellada? ¿Habrá muerto a consecuencia de ese malhadado contacto con un enfermo? ¿O habrá contribuido a la historia anónima de la lujuria, entregándose por unos pocos dineros a quien la requiriera; o a la historia del lucro, obviamente de otros, proxenetas, alcahuetes o rufianes; o a la de la lúes, como una más de las tantas víctimas? BIBLIOGRAFIA 1. ANON. Making sense of Christ’s return. Retrieved from www.bridgewood.org (Accessed 20/07/2005). 2. ARMELLINI M. Le chiese di Roma dal secolo IV al XIX. Ciudad del Vaticano. Tipografia Vaticana, 1891. Retrieved from: http://penelope.uchicago.edu/Thayer/I/Gazetteer/Places/Europe/Italy/Lazio/Roma/Rome/ churches/_Texts/Armellini/ARMCHI*/2/Borgo/1.html (Accessed 23/08/2005). 3. CANNISTRA’ C. L’astrologia in Toscana nel ‘500. Retrieved from: www.cidaregioni.it/cidaregioni/it/Toscana/convegno_2000/astrologia_in_toscana_nel_50 0 (Accessed 12/07/2005). 4. CELLINI B. Mi vida. Buenos Aires. Centro Editor de América Latina, 1971. 5. COLUSSI P. Cronologia di Milano dal 1501 al 1525. Retrieved from: www.storiadimilano.it/cron/dal1501al1525 (Accessed 11/07/2005). 6. COLUSSI P. Il Lazzaretto e I Cappuccini di Porta Orientale. Retrieved from: www.storiadimilano.it/citta/Porta_Orientale/lazzaretto (Accessed 12/07/2005). 7. CORSARO A. Francesco Berni e la cultura del primo cinquecento. Retrieved from: www.Nuovorinascimento.org (Accessed 12/07/2005). 8. DE SANTO NG, BISACCIA C, DE SANTO LS, DE SANTO RM, DI LEO VA, PAPALIA T, CIRILLO M, TOUWAIDE A. Berengario de Carpi. Am J. Nephrol 1999;19:199-212. 9. FREELY J. En el serrallo. La vida privada de los sultanes en Estambul. Barcelona. Paidós, 2000. 10.GRANJEL LS, RIERA J. Cirugía del Renacimiento. Italia, España, Inglaterra. In: LAIN ENTRALGO P. (Editor). Historia Universal de la Medicina. Barcelona. Salvat, 1972 ;IV :164-171. 11.LANCEREAUX E. Traité historique et pratique de la syphilis. Paris. Germer Baillière, 1873. 12.MACDONALD H. Berlioz. Buenos Aires. Javier Vergara, 1989. 13.MAHE J. Peste. In: DECHAMBRE A, LEREBOULLET, L. Dictionnaire encyclopédique des Sciences Médicales. 2eme Serie. Tome 23. Paris. Asselin et Houzeau; G. Masson, 1887:641-746. 14.MICHELETTI E. The Medici of Florence. Florence. Becocci, 1995. 15.MIRANDA S. The Cardinals of the Holy Roman Church. Retrieved from: http://www.fiu.edu/~mirandas/cardinals.htm (Accessed 23/08/2005). 16.MORENO TONELLI J. Algunas consideraciones sobre la magia natural de Ficino y su incidencia en el arte del Renacimiento italiano. Montevideo. Departamento de Publicaciones de la Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación, Universidad
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