Lujuria. Historia de los afectos

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Lujuria Historia de los afectos

centro universitario de estudios cinematográficos dgapa

:

papiit

Lujuria Historia de los afectos Ensayos de cine y filosofía

Armando Casas, Leticia Flores Farfán, Paul Majkut (coordinadores)

universidad nacional autónoma de méxico méxico ,

2014

© Lujuria. Historia de los afectos. Ensayos de cine y filosofía Universidad Nacional Autónoma de México Centro Universitario de Estudios Cinematográficos Circuito Mario de la Cueva s/n, Ciudad Universitaria, Coyoacán, México, 04510, DF Primera edición: 2014 Fecha de edición: 13 de octubre, 2014 Este libro forma parte del proyecto PAPIIT IN401413-RN401413

«Cine y filosofía. Poéticas de la condición humana», del Centro Universitario de Estudios Cinematográficos suscrito al Programa de Apoyo a Proyectos de Investigación e Innovación Tecnológica (PAPIIT), de la Dirección General de Asuntos del Personal Académico de la UNAM, cuyo apoyo hizo posible su realización. Responsable académico: Armando Casas Pérez Corresponsable académico: Leticia Flores Farfán

Fotografía de portada: La dolce vita (Federico Fellini, 1960) Diseño de portada: Rodolfo Peláez D.R. © 2014, U niversidad N acional A utónoma de M éxico Avenida Universidad 3000, Universidad Nacional Autónoma Ciudad Universitaria, Coyoacán, México, 04510, DF

de México,

ISBN: 978-607-02-5867-1

Prohibida la reproducción total o parcial por cualquier medio sin la autorización escrita del titular de los derechos patrimoniales. Impreso y hecho en México

Contenido



Prólogo Armando Casas Leticia Flores Farfán

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Catálogo razonado de la lujuria

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Alberto Constante

Demostración more geometrico de cómo y por qué Casanova fue un infame santurrón y mojigato Ignacio Díaz de la Serna

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De la perdición de la carne o de cómo la lujuria se disfraza de mujer Leticia Flores Farfán Armando Casas

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La lujuria en el cine de horror. Pánico King Kong

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Jaime García Estrada



Wandervögel, lujuria y el Tercer Reich

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Michael McAnear Retratos de la lujuria en el cine 109 Orlando Merino



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Anulando el deseo: reescrituras en las guías de estudio 135 de Un tranvía llamado deseo de Tennessee Williams Christine Photinos



Blow up y la mirada efectual 147 Francisco Javier Ramírez Miranda



Deseo, robo y Lupin III 163 Ramie Tateishi



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Prólogo

Lujuria (l. Luxuria). f. s. XIV al XX. Vicio que consiste en el uso ilícito o apetito desordenado de los deleites carnales. J. Ruiz, 257, 269, 296d, 1592 a; A. Palencia: Voc., 1490, 64b; S. Juan de la Cruz: Subida al monte Carmelo, 3, 22, 2. // 2. s. XVII al XX. Exceso o demasía en algunas cosas. // Cf. Quij., II-8. Martín Alonso, Enciclopedia del idioma1

El pecado de lujuria aparece consignado tanto en la lista de los 8 vicios malvados del monje Evagrio Póntico (siglo IV) como en la de los siete pecados capitales de San Gregorio Magno (siglo VI) en la que Dante Alighieri se basa para la narración de los tormentos a los que se somete a los viciosos en la Divina comedia (siglo XIV). La lujuria, tal y como se consigna en el epígrafe de esta presentación, implica un desorden y una transgresión del destino establecido por Dios para la especie humana en el Paraíso con relación a la autonomía de la voluntad humana de la voluntad divina. Los hombres deberían vivir de acuerdo con el mandato de Dios de no comer del árbol de la sabiduría pero la seducción, el engaño y la soberbia los llevó a violar el interdicto originario. La caída del Paraíso es la expresión simbólica del abandono divino y, a partir de ese acon Martín Alonso, Enciclopedia del idioma, t. II: D-M, p. 2611, Aguilar, México, 1991.

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Armando Casas, Leticia Flores Farfán

tecimiento, de la lucha permanente que la virtud deberá enfrentar para vencer al mal y sus tentaciones carnales. El pecado de lujuria se liga a todos los excesos de la carne como la fornicación, la lascivia, las orgías, el adulterio, los celos, la inmundicia, lo que implica vivir acorde con el deseo de la carne, es decir, apartados del camino de Dios. La lujuria se ha representado a lo largo de la historia de la humanidad por gran diversidad de artistas y ha sido motivo de reflexión y extravío para teólogos, moralistas y filósofos porque su emergencia no puede dejar a nadie indiferente e intocado. Una de las representaciones pictóricas más célebres sobre el pecado de lujuria se encuentra en el lienzo central de El jardín de las delicias en donde el pintor holandés Hieronymus Bosch (El Bosco, siglo XVI) simboliza la degradación moral de la humanidad mediante la ilustración de los múltiples placeres carnales a los que los hombres se han entregado con la consecuente pérdida de la gracia de Dios. Los textos que integran este libro colectivo son el resultado de los encuentros y acuerdos entre los académicos participantes (profesores de la National University, La Jolla, California, del Centro Universitario de Estudios Cinematográficos y de la Facultad de Filosofía y Letras, ambos de la Universidad Nacional Autónoma de México) del seminario del proyecto de investigación «Cine y filosofía. Poéticas de la condición humana» perteneciente al Programa de Apoyo a Proyectos de Investigación e Innovación Tecnológica (PAPIIT IN401413RN401413), auspiciado por la Dirección General de Asuntos del Personal Académico de la Universidad Nacional Autónoma de México, de hacer de la lujuria el segundo pecado capital motivo de nuestra reflexión y análisis (el primer volumen de este proyecto está dedicado al pecado de avaricia). En ellos se aborda y da cuenta tanto de la teorización filosófica del pecado de lujuria como del abordaje cinematográfico y audiovisual de los excesos de la carne. Del cine y la televisión a la filosofía, del relato a la definición, de la narración al concepto, de Evagrio Póntico hasta Deleuze pasando por San Agustín, Santo Tomás y Michel Foucault, del texto bíblico hasta El último tango en París atravesando la monstruosidad de King Kong y los ava10

Prólogo

tares del placer sexual en algunas películas mexicanas de destacados directores como Buñuel, la lujuria es analizada desde una perspectiva interdisciplinar que enriquece su abordaje y enmarcada en la reflexión más amplia de la condición humana en donde se cobijan todos los afectos y aflicciones propios de los hombres. Armando Casas, Leticia Flores Farfán y Paul Majkut (coordinadores)

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Leticia Flores Farfán* Armando Casas**

De la perdición de la carne o de cómo la lujuria se disfraza de mujer

Padre nuestro, que estás en el cielo, santificado sea tu Nombre; venga a nosotros tu reino; hágase tu voluntad  en la tierra como en el cielo. Danos hoy nuestro pan de cada día; perdona nuestras ofensas como también nosotros perdonamos a los que nos ofenden; no nos dejes caer en la tentación, y líbranos del mal. Amén.

Afirma Salvador Elizondo en Moral sexual y moraleja en el cine mexicano que el cine nacional, desde sus orígenes y con pocas excepciones, ha sido «un cine de moraleja, y lo que es peor, un cine de moraleja condenatoria».1 En las distintas películas de las que da cuenta Elizondo se encuentra como telón de fondo tanto la concepción simplista y maniquea de la oposición irreductible entre el bien y el mal, como el legado del catolicismo tradicionalista en donde se contraponen las figuras de la esposa-madre a la de la prostituta, la de la Virgen a la femme fatale, la de la pureza sin mácula a la de la perdición y la lujuria. En el imaginario femenino dominante en Occidente

* Facultad de Filosofía y Letras, UNAM. * * Centro Universitario de Estudios Cinematográficos, UNAM. 1 Revista Nuevo Cine, núm. 1, p. 1.

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Leticia Flores Farfán, Armando Casas

se encuentran por un lado aquellas mujeres que guían su actuar cotidiano con los principios morales de obediencia, abnegación, recato, pudor, discreción, fidelidad, castidad, es decir, las buenas mujeres que saben que su destino es vivir por y para un hombre, a la sombra de su padre, de su esposo o de sus hijos varones; del otro, la mujer perversa, rebelde, insumisa, infiel, impura, voluptuosa y sensual que atenta contra todos los valores morales cristianos y pone en riesgo de manera permanente la armonía de la sociedad burguesa mexicana, autoritaria y patriarcal. Una buena esposa, acorde con la Guía de la buena esposa supuestamente escrita en 1953 por una partidaria de la ideología conservadora de la España franquista llamada Pilar Primo de Rivera (1907-1991),2 debe cumplir con ciertas reglas básicas de comportamiento para lograr la felicidad de su marido y, por tanto, de su matrimonio. Independientemente de la autenticidad del texto y de su autoría, la pertinencia de exponerlo se debe a que quien quiera que lo haya escrito sintetiza de manera por demás esclarecedora las cualidades y la forma de actuar que en varias décadas han sido consideradas obligadas para toda mujer que aspire a cumplir cabalmente con sus deberes de esposa y madre. Las once reglas para conseguir ser la esposa que «él siempre soñó» son: 1) Tener siempre la cena lista; 2) Lucir hermosa, fresca y reluciente; 3) Distraerlo con inteligencia y dulzura; 4) Limpiar la casa hasta dejarla reluciente e impecable; 5) Hacerlo sentir como en el Paraíso cuidándolo para que se sienta cómodo en un espacio cálido y ordenado; 6) Tener a los niños siempre arreglados y limpios para que él se sienta orgulloso de sus «pequeños tesoros»; 7) Cuidar que cuando llegue a la casa haya paz y silencio para que descanse del ajetreo del trabajo; 8) Verse siempre feliz como recompensa a su esfuerzo; 9) Dejarlo que hable de sus preocupaciones antes que hablarle de las propias pues las de él son más importantes; 10) No quejarse de que vaya a divertirse y no llegue a dormir porque requiere distraerse; 11) No saturarlo con cosas insignificantes porque él tiene cosas más 2 En .

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De la perdición de la carne o de cómo la lujuria se disfraza de mujer

relevantes que atender. Esta concepción de la esposa-madre va aparejada con la del marido como proveedor del hogar, líder o jefe de la casa, hombre fuerte y responsable que sabe disciplinar y enseñar reglas de conducta a los hijos para mantener el respeto y la jerarquía entre los miembros de la familia, y paz y orden en el hogar. El modelo del vínculo marital consagrado funda sus lazos en la fidelidad, la perseverancia y la fecundidad, y en el paradigma de la buena esposa y madre que en el imaginario nacional se expresa con la representación de la madrecita santa, la cabecita blanca, la jefecita buena, es decir, la mujer tierna, amorosa, pura que dedica su vida al cuidado de los suyos y al cumplimiento cabal de sus obligaciones como ama de casa. Dicha representación se soporta en la apropiación de la narrativa religiosa del texto bíblico en donde se establece la primacía y superioridad ontológica del hombre sobre la mujer por el lugar que ocupa éste en la cronología de la creación divina. Como «No es bueno que el hombre esté solo», tal y como dice Yahvé Dios en el capítulo 2 del Génesis,3 Dios hizo que el hombre se durmiera profundamente para quitarle una de sus costillas, rellenar el «vacío con carne» y crear así a la mujer. Dios llevó luego a la mujer ante el hombre y exclamó: «Esta vez sí que es hueso de mis huesos y carne de mi carne. Ésta será llamada mujer porque del varón ha sido tomada». Hombre y mujer son una sola carne, es decir, un solo cuerpo unido por un lazo familiar tan fuerte que podrán estar desnudos el uno frente al otro sin sentir vergüenza. Y ese hombre y esa mujer estarán bendecidos por Dios quien les dirá «Sed fecundos y multiplicaos». Hagamos un alto en esta historia para no dejar pasar la sorpresa e inquietud que el relato conlleva: ¿sexo en el Paraíso? San Agustín pareciera aceptar esa posibilidad, afirma Michel Foucault,4 pero dista mucho de concebir la sexualidad edénica como la describe en el Libro XIV, Capítulo XVI de La ciudad de Dios,5 es decir, como aquella 3 Biblia de Jerusalén. 4 Michel Foucault, «Sexualidad y soledad», en Obras esenciales. Estética, ética y hermenéutica, pp. 225-234. 5 Obras completas de San Agustín, XVII. La ciudad de Dios, 1988.

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Leticia Flores Farfán, Armando Casas

experiencia gobernada por una pasión incontrolable que «excita a todo el hombre», que se adueña por completo de su cuerpo y de su alma por el exceso del apetito de la carne, y que hace que en el momento de llegar a su plenitud desaparezca toda «la agudeza mental y hasta su conciencia». La sexualidad que conlleva la pérdida de control de la voluntad y de la autonomía racional es la que se originó a partir de la expulsión del Jardín, es decir, con la Caída, cuando el hombre pecó de soberbia y se alejó de Dios. A partir de ese momento el hombre será consciente de su desnudez, sentirá vergüenza y temor de sus partes obscenas que ahora se regirán por sí mismas, de manera autónoma, como testimonio innegable en su propio cuerpo del pecado de rebeldía que lo alejó de Dios. «Antes de la Caída, dice Foucault siguiendo a San Agustín, el cuerpo de Adán y cada una de sus partes obedecían perfectamente al alma y a la voluntad. […] No conocía la excitación involuntaria»;6 con el pecado, el hombre pierde el soporte divino de su voluntad y da comienzo la larga historia de lucha de la razón y la virtud para mantener bajo control la intensidad del juego del deseo, la tentación y el pecado. La ética sexual cristiana otorga un valor elevado al matrimonio, la monogamia, la fidelidad y la procreación condenando por consecuencia la prostitución, el adulterio, el divorcio, así como todas las prácticas sexuales contra natura tales como el incesto, la homosexualidad y el bestialismo. La sexualidad decente se obtiene acatando los valores de esta estricta normativa moral y propugnando por una severa contención libidinal o control de los movimientos autónomos de los órganos sexuales y las desviaciones del alma que se deja dominar por ellos, es decir, la lujuria. En el imaginario occidental este modelo de comportamiento sexual decente encuentra su expresión más clara en el pasaje de Francisco de Sales, citado por Michel Foucault,7 relativo a la sexualidad del elefante:

6 Michel Foucault, «Sexualidad y soledad»..., p. 232. 7 Ibidem, p. 229.

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De la perdición de la carne o de cómo la lujuria se disfraza de mujer

Voy a contaros un aspecto de la honestidad del elefante. Un elefante no cambia nunca de hembra y ama tiernamente a la que ha escogido, con la que no obstante se aparea sólo cada tres años, y sólo durante cinco días y de modo tan secreto que nunca es visto en este acto. Pero bien se le ve, sin embargo, el sexto día en el que, antes de cualquier cosa, va derecho a algún río y se lava todo el cuerpo, sin querer en modo alguno volver a la manada sin estar antes purificado. ¿No se dan aquí bellos y honestos humores en una bestia, por los que enseña a la gente casada a no entregarse en exceso a los placeres de los sentidos y de la carne?

Más claro, imposible. El sexo sólo puede tener lugar para los fines que le son propios, es decir, para la procreación y la conservación de la especie. Sería preferible, afirma San Agustín, engendrar a los hijos sin el ardor pasional que convulsiona al hombre pero dado que es necesaria la unión carnal para la reproducción de la humanidad, no será pecado el sexo, como indica Santo Tomás,8 si «el uso de los goces carnales tiene por objeto la conservación de todo el género humano». La teleología aristotélica que sigue el tomismo implica aceptar que cada cosa está conveniente y racionalmente ordenada según el fin que le es propio y, por ello, no hay pecado si se actúa con base en ese fin: «el uso de los goces carnales puede existir sin pecado alguno, si se hace con el debido modo y orden, cual conviene al fin de la generación humana». Hay sexo bueno y sexo malo, sexo virtuoso y sexo pecador, sexo con amor y sexo pasional, sexo para tener hijos y sexo desenfrenado y lujurioso que busca únicamente el placer extremo. Esta concepción de la sexualidad decente es propia de una idea del matrimonio como sacramento, de la unión conyugal como un pacto sagrado monógamo y para toda la vida. El matrimonio cristiano, tal y como lo establece San Pablo en sus epístolas según expone William Graham Cole en Amor y sexo en la Biblia,9 reclama la entrega total, con devoción y sacrificio, entre marido y mujer. La pareja deberá vivir unida en y por amor, y su unión no se fundará en lo puramente sensual y sus acercamientos carnales buscarán el nacimiento 8 En , II-II q. 153. 9 Amor y sexo en la Biblia (versión en español de Anna Murià), pp. 257-258.

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de los hijos y la consolidación del vínculo familiar. El matrimonio cristiano, continúa Cole, debe ser ejemplo de orden y felicidad: Cada pareja, pues, tenía que cumplir una función misionera; mostrar un matrimonio como Dios se propuso que fuera. Esto significaba que el hombre era la cabeza de familia y que la mujer aceptaba su autoridad. Pero esa autoridad siempre era ejercida con amor, lo mismo que la autoridad de Cristo sobre su Iglesia era expresada por el amor. En su sumisión, la mujer emulaba a Cristo, que «humillóse a sí mismo, haciéndose obediente» (Filipenses, 2:8). Las mujeres debían «estar sujetas a vuestros maridos, como conviene en el Señor», pero a los maridos se les ordenaba: «Amad a vuestras mujeres, y no las tratéis con aspereza» (Colosenses, 3:18-10). Honroso sea el matrimonio entre todos, y sea el lecho conyugal sin mancilla; porque a los fornicarios de una parte, y a los adúlteros de otra, Dios los juzgará (Hebreos, 13:4).

La sexualidad encaminada exclusivamente al placer y a dar satisfacción al ardor pasional de la carne va en contra no solamente del mandato de «Sed fecundos y multiplicáos», sino que pone en cuestión el lazo de familia, el principio de comunidad contenido en la expresión «y fueron una sola carne» y hace que el alma abreve del egoísmo propio de sociedades individualistas y mezquinas. Resistir a los placeres con que el diablo nos tienta constantemente es la prueba más fuerte de la condición virtuosa de nuestras almas. Antes del pecado, la desnudez no provocaba vergüenza ni deseo; después, la conciencia de la desnudez hace que la vergüenza exista y, por ello, «cosieron hojas de higuera e hicieron para sí ceñidores que los cubrieran» (Génesis, 3:7). Da comienzo la prohibición sobre la desnudez y su ostentación se califica de impudor. A partir de entonces quedará fijada en la representación social la sinonimia entre decencia con el vestir y hablar con recato, modestia y sobriedad, especialmente para la mujer quien es de los pecadores la quien más peca pues «La mujer que me diste por compañera me dio del árbol y comí», contestó el varón a Dios cuando le preguntó «¿Quién te ha hecho ver que estabas desnudo? ¿Has comido acaso del árbol del que te prohibí comer?» (Génesis 2:3). El hombre peca por instigación de 44

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la mujer y ésta por seducción de la serpiente, bestia que advendrá como la representación paradigmática del diablo y el mal. La mala mujer se rebelará a los designios de Dios como Lilith10 y se comportará como una cortesana a quienes los hombres buscarán para satisfacer su placer y su deseo. Su maldad la hará aliada de la serpiente, animal rastrero que aparece con frecuencia en las representaciones pictóricas entrelazada a su cuerpo. La buena mujer cristiana será siempre pura y honesta hasta el límite como la romana Lucrecia, quien se quitó la vida por no poder soportar el deshonor de haber sido ultrajada. No es gratuita la contraposición entonces entre Thais y Lucrecia en el imaginario masculino patriarcal que denuncia Sor Juana11 en aquellos versos en que dice «Queréis con presunción necia, hallar a la que buscáis, para pretendida, Thais, y en la posesión, Lucrecia». Ni menor el impacto cultural producido por la caracterización de Pandora,12 la primera de la raza de las mujeres, «raza maldita, terrible calamidad instalada entre los hombres mortales», que según el imaginario griego de la antigüedad es como un regalo envenenado, una alteridad apetecible y detestable, una calamidad ambigua. Dadora de bienes y males, dádiva de los dioses, Pandora «semejante a las diosas inmortales» fue dotada por Afrodita

10 Afirma Ángeles Cruzado en , que, «según las tradiciones judías, no fue Eva, sino Lilith —adaptación del demonio babilónico Lilit o Lilu—, la primera mujer creada por Dios (Bornay, 1996). Si Eva es la pecadora, Lilith —mezcla de mujer y serpiente— puede considerarse la perfecta encarnación del Diablo. La tradición judía cuenta cómo Dios la modeló exactamente igual que a Adán, sólo que, en lugar de polvo, había utilizado suciedad y heces. Lilith pronto se rebeló, e incluso se atrevió a demandar la igualdad entre sexos, al negarse a colocarse debajo de Adán durante el coito. No se dejó forzar y desapareció, libre, en el aire. «Su historia parece encarnar los más profundos temores masculinos sobre la impotencia, la debilidad y muy especialmente sobre la “desenfrenada” sexualidad femenina, su afirmación y su independencia» (Bosch, Ferrer y Gili, 1999: 14). Lilith escapó al castigo divino, convirtiéndose así en la pionera de una “estirpe de diablesas” que logró sobrevivir. De este modo, rameras, diablesas y mujeres antinaturalmente rebeldes son la misma cosa, pues Lilith fue realmente el primer ejemplo de esa horrible criatura que más tarde se llamará mujer “emancipada” (Bornay, 1990)». 11 Sor Juana Inés de la Cruz, Obras completas I. Lírica personal. 12 Jean Pierre Vernant, Pandora, la première femme.

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de encanto y del «deseo que hace sufrir y de todas las inquietudes que paralizan los miembros» y por Hermes con la «impudicia y un carácter astuto».13 Y esta cualidad seductora y perversa de la condición femenina es lo que hace que el monje Evagrio sentencie que la lujuria crece en abundancia cuando se frecuenta a las mujeres y, por ello, es necesario alejarse de ellas evitando así mantener una intimidad que les otorgue la libertad de hablar con confianza. Las mujeres, afirma el monje: al inicio tienen o simulan una cierta cautela, pero seguidamente osan hacerlo todo descaradamente: en el primer acercamiento tienen la mirada baja, pían dulcemente, lloran conmovidas, el trato es serio, suspiran con amargura, plantean preguntas sobre la castidad y escuchan atentamente; las ves una segunda vez y levantan un poco más la cabeza; la tercera vez se acercan sin mucho pudor; tú has sonreído y ellas se han puesto a reír desaforadamente; seguidamente se embellecen y se te muestran con ostentación, su mirada cambia anunciando el ardor, levantan las cejas y rotan los ojos, desnudan el cuello y abandonan todo el cuerpo a la languidez, pronuncian frases ablandadas por la pasión y te dirigen una voz fascinante al oído hasta que se apoderan completamente del alma.14

La mujer es en sí misma un mal, una permanente fuente de tentaciones y deseos que pondrá a prueba la pureza del alma, la virtud y el respeto al deber que debe guiar la conducta masculina. Abstenerse de mujer o inscribirla dentro de las funciones de esposa-madre recatada y sumisa han sido en Occidente las estrategias culturales que los varones han conformado para poder hacer frente a la esencia seductora, perversa y dominante de esas hembras entrevistas como arpías, devoradoras de hombres al estilo de Rosita Quintana en Susana (Carne y demonio), de Luis Buñuel (1950), Ninón Sevilla en Sensualidad, de Alberto Gout (1950), o Marlene Dietrich en El ángel azul. Castidad versus lujuria es el paradigma que debe guiar por siempre el actuar de un(a) buen(a) cristiano(a).

13 Hesíodo, Los trabajos y los días, pp. 65-69. 14 En .

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Cariño que Dios me ha dado para quererlo, cariño que a mí me quiere sin interés, el cielo me dio un cariño sin merecerlo, mirando ¡ay! esos ojitos sabrán quién es. Con ella no existe pena que desespere cariño que a mí me quiere con dulce amor para ella no existe pena que no consuele mirándole su carita yo miro a Dios. «Mi cariñito», Pedro de Urdimalas y Manuel Esperón15

El personaje de la esposa y madre ejemplar, tanto en la idealización como al límite de la parodia, ha ocupado un lugar destacado en las películas mexicanas a lo largo de muchas décadas. En la cinematografía nacional este imaginario femenino de la maternidad nace, según David Ramon,16 con la película Madre querida (1935) de Juan Orol:17 a partir de entonces «la madre es y será en nuestro cine: Una figura nacida sólo, ante todo y sobre todo para la abnegación, para 15 Esta canción fue interpretada por Pedro Infante ante el balcón de su abuela Sara García en Los tres García, de Ismael Rodríguez. 16 «Lectura de las imágenes propuestas por el cine mexicano de los años treinta a la fecha» en Aurelio de los Reyes, David Ramón, et. al., 80 años de cine en México, p. 109. 17 Gustavo García en un pequeño texto sobre la familia en el cine mexicano (Gustavo García y Rafael Aviña, Época de oro del cine mexicano, pp. 20-21) da cuenta de los diversos momentos de apogeo y crisis por los que pasa la idea de familia en el cine mexicano en los treintas y cuarentas, desde la primera gran crítica de la autoridad materna con la película La familia Dressel, de Fernando de Fuentes pasando por los melodramas de Juan Orol en donde se reivindica de manera por demás exaltada a la madre (El calvario de una esposa, Honrarás a tus padres, Madre querida) hasta llegar en 1948 a Una familia de tantas que «es la crítica puntual a la familia patriarcal cinematográfica, sitiada por la modernidad». La exposición de García pone el acento en las batallas libradas por el cine nacional para poder sostener una idea heroica de la familia en lucha contra la inmoralidad y la disolución del vínculo social.

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el llanto y para el sufrimiento; un ser andrógino [sic] y asexual cuya única función, cuya única razón de ser es ésta: Ser Madre». Algunos ejemplos de madres y esposas modelo en melodramas cinematográficos son: Matilde Palou como Doña Carmen en el film Susana de Luis Buñuel (1951); Andrea Palma como Doña Eulalia en Sensualidad, dirigida por Alberto Gout (1951); y Sara García como Doña Rosario Fernández de Cervantes en ¿Por qué nací mujer? (1968), película mexicana escrita por Míriam Salinas18 y dirigida por Rogelio A. González. La historia de Susana (Carne y demonio), extraordinario melodrama surrealista dirigido por Luis Buñuel y estrenado en 1951, comienza con la huída de la reclusa Susana (Rosita Quintana) del reformatorio estatal y su llegada, en medio de una fuerte e inquietante tormenta, a la hacienda de Don Guadalupe (Fernando Soler) y su esposa Doña Carmen (Matilde Palou), quienes le ofrecen abrigo y protección a la joven quien aparenta ser una muchacha ingenua y desvalida. No tarda, sin embargo, en aparecer la verdadera naturaleza de Susana, ángel exterminador, encarnación del diablo, del mal y el pecado. Susana es una mala mujer que para conseguir sus propósitos hace uso de su cuerpo y de su sensualidad; seduce a todos los hombres de la hacienda (Don Guadalupe, su hijo Alberto y el caporal Jesús) con sus encantos y provoca una disrupción en el orden y la estabilidad de este hogar en donde reinaba una armonía nacida de vivir bajo los preceptos, valores y actitudes morales cristianas como son la fidelidad, el respeto, la espiritualidad, el amor y la obediencia. La armonía perdida por la irrupción repentina del mal encarnado en una mujer diabólica y desbordante de sexualidad se restauran cuando el caporal delata a Susana y la policía la captura y regresa al reformatorio. 18 Escribió también los guiones de El club de los suicidas (1970) y Las vírgenes locas (1972), y ¿De qué color es el viento? (1972). En una entrevista que le hicieron en 2009 con motivo de la publicación de un libro de cuentos sobre las mujeres titulado Mujeres, mujeres, ¡ay las mujeres! ...y algo más, habla de la hipersexualización grotesca que sufre la mujer y de la «oprobiosa brida» que las creencias y valores de diversas religiones le han impuesto. . Véase el comentario de Emilio García Riera en Historia documental del cine mexicano; t. XIV (1968-1969), pp. 100-102.

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Doña Carmen, como afirma Peter William Evans,19 es la imagen tradicional de la devota madre cristiana que dedica su vida a procurar el bienestar físico y moral de su familia, y a prodigar desinteresadamente atención y cuidados a los suyos y al prójimo; es una verdadera mujer cristiana, obediente, compasiva, paciente y atenta, cuya vida está encaminada a servir a su esposo y a su hijo Alberto (Luis López Somoza) con la generosidad que la creencia ferviente en los mandamientos imprimen en su corazón. «Yo soy tu madre y tengo que ayudarte en todo, sea lo que sea» le dice Doña Carmen a Alberto cuando intenta serenarlo después de tener un enfrentamiento con su padre por la pasión que ha despertado en ellos Susana. O cuando al final de la película ya que la calma vuelve a la hacienda y las escenas de animales domésticos hacen evidente que el orden ha regresado al hogar cristiano, Buñuel pone en escena la imagen de una verdadera madre que sabe que su papel es cuidar del hogar y de la familia y, por ello debe olvidar y nunca guardar resentimiento: (Doña Carmen está poniendo la mesa para el desayuno cuando llega su hijo Alberto) Alberto Buenos días mamá Doña Carmen Buenos días hijito. ¿Dormiste bien? (Alberto besa la mano de su madre) Doña Carmen Esta noche seguramente dormirás mejor (Don Guadalupe baja las escaleras y se dirige hacia el comedor) Don Guadalupe: Carmen, en la recámara dejo una carta donde escribo lo que no tengo cara para decirte. En ella encontrarás mi dirección en México. Doña Carmen Alberto, hijito. ¿Otra vez sentándote a la mesa antes que tu padre? 19 Las películas de Luis Buñuel. La subjetividad y el deseo.

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Leticia Flores Farfán, Armando Casas

(Alberto se levanta de la mesa y va hacia su padre a quien le besa la mano. Don Guadalupe se sienta a la mesa y también Doña Carmen. Llega Felisa con el desayuno). Felisa Hay que ver qué gloria de mañana. Parece un baño de cielo; no hay ni moscas.

La madre-esposa se instala en las labores de su sexo, perdona al hijo y al padre, la yegua enferma se sana milagrosamente, la hacienda se ilumina y Felisa, servidora fiel, sintetiza en el diálogo final la esencia misma de todo el relato cuando afirma «El sueño era lo otro, señor, una pesadilla del demonio. Ésta es la pura verdad de Dios». Para el México fuertemente conservador de los años cuarenta y cincuentas, la armonía del matrimonio, así como la de la sociedad, se mantiene gracias al amor y al sacrificio de mujeres como Carmen, quienes con sus acciones resguardan la estabilidad hogareña al guiar su comportamiento por los preceptos y normativas de la ley patriarcal y de la moralidad cristiana que centran el bienestar y el desarrollo en el vínculo familiar como núcleo de la sociedad burguesa. Doña Carmen accede al rango de Doña porque es una señora distinguida que sabe darse a respetar, ocupa siempre el lugar que le corresponde y no desatiende en momento alguno las labores propias de su sexo y las tareas domésticas que están bajo su responsabilidad por lo que la escena en donde Don Guadalupe revoca su decisión sobre las tareas que deberá atender Susana se presenta como una violencia desgarradora de los roles sociales que cada uno de los miembros de la familia debe cumplir. Como buena madre y esposa tiene la encomienda de transmitir y resguardar las reglas de conducta propias de un buen cristiano por lo que la vemos regañar amorosamente al hijo que se sienta constantemente a la mesa antes que el padre, así como reprenderlo con mayor determinación con un contundente «es tu padre y le debes el ser» cuando altanero e insolente se le rebela a Don Guadalupe levantándole la mano en ese momento de irritación extrema en que se enfrentan padre e hijo como dos hombres por la posesión de Susana. 50

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La apariencia de Doña Carmen es recatada y pudorosa: lleva el pelo amarrado, su ropa de día y de noche cubre por completo su cuerpo pues no es propio de una buena mujer el dejar al descubierto piel alguna que puede causar la tentación lujuriosa de los hombres; es la imagen especular contrapuesta de la mujer floja, desobediente, libertina, sexualmente despampanante y provocativa que encarna Susana. La sexualidad de una madre cristiana está signada por el mandato de virtud de la virginidad de la madre de Dios pues tal y como dicta San Agustín en uno de sus sermones: Celebramos, pues con gozo el día en que María dio a luz al Salvador; la casada, al creador del matrimonio; la virgen, al príncipe de las vírgenes; ella virgen antes del matrimonio, virgen en el matrimonio, virgen durante el embarazo, virgen cuando amamantaba. En efecto, de ningún modo quitó, al nacer, el Hijo todopoderoso la virginidad de su santa Madre, elegida por Él. Buena es la fecundidad en el matrimonio, pero es mejor la virginidad consagrada.20

La demanda de castidad se entrelaza con la idea de que el sexo es algo sucio que sólo puede ser purificado si se orienta a la procreación, hacia la consolidación de la familia, la sociedad y la especie humana.21 No es gratuito el gesto y las palabras de asombro de Doña Carmen cuando en un momento de deseo sexual irrefrenable provocado por la sensualidad de Susana, Don Guadalupe la besa con frenesí como si ella no fuera su esposa, sino una mujer con pasiones y deseos prestos a satisfacerse. Pero como Buñuel no es complaciente y para que no se vaya a crear la ilusión de subsumir a todas las mujeres en la pureza sin mancha de la mujer-esposa-madre de Dios hace perder la razón a Carmen y poner todas sus pasiones al descubierto cuando, después de pedirle a Dios «Señor, préstame tu palabra para que me crea y tu mano para abrirles los ojos», azota con sadismo 20 San Agustín, Obras completas, Sermones (volumen IV) 184-272 B. Sermones sobre los tiempos litúrgicos, p. 23. 21 Para la articulación en esta película de las ideas de familia, el sexo y lo sagrado véase Jean-Claude Seguin, «El teorema de “Susana” (el sexo y lo sagrado)», en Isabel Santaolalla Ramón, Buñuel, siglo XXI, pp. 479-493.

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a Susana en el establo momentos antes de la llegada de la policía y del restablecimiento de la armonía de la casa. Hasta la mujer más hermosa, como afirma Bataille,22 en la cama es una perra. Por ello, la educación, la buena crianza debe enseñar a ocultar el deseo, a mantener la sexualidad reprimida y en secreto. A pesar del avance de la liberación femenina, las mujeres mexicanas de la década de los cincuenta consideradas decentes seguían constreñidas en la imagen de seres con una altísima estatura moral y espiritualmente fuertes cuya vida debía estar confinada al hogar, a las labores domésticas y al fortalecimiento de la familia en su modelo patriarcal. Por ello, Peter William Evans23 interpreta la escena de Carmen azotando furiosamente a Susana como la liberación y desahogo de las múltiples frustraciones que la represión genera en las resignadas madres a las que no se les agradece suficientemente el sacrificio que realizan. Carmen, dice Evans, se transforma de madre, paciente y abnegada, en «furiosa vengadora, cogiendo un látigo y asestando a Susana una sarta de azotes que constituyen tanto una protesta contra el comportamiento ingrato que debido a la presencia de esta provocadora mujer muestran su marido e hijo hacia ella como al mismo tiempo un gesto en nombre de todas las mujeres sometidas a las diversas represiones del orden social, en especial las de naturaleza sexual». Al final, sin embargo, la veremos “poniendo la mesa”, es decir, feliz nuevamente en la dedicación plena de las labores de su sexo. Sensualidad, con argumento de Álvaro Custodio, diálogos de Rodolfo Usigli y dirección de Alberto Gout, da inicio cuando Aurora Ruiz (Ninón Sevilla), prostituta cuyo padrote es El Rizos (Rodolfo Acosta), sale corriendo hacia la bodega del cabaret después de que se escucha un balazo dentro de su camerino. La película se desplaza hacia un flashback en donde vemos a Aurora detrás de las rejas y siendo enjuiciada por el juez Alejandro Luque (Fernando Soler) a dos años un día de prisión por el robo de 10,000 pesos. El juez Luque, hombre 22 George Bataille, El erotismo. 23 Las películas de Luis Buñuel. La subjetividad y el deseo, p. 65.

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Rosita Quintana en Susana (Carne y demonio).

severo y justo, es el prototipo del esposo honesto de Eulalia (Andrea Palma) y padre ejemplar de su hijo Raúl (Rubén Rojo). Se acompaña en el trabajo del incorruptible comandante Santos (Domingo Soler), quien es viudo, y del frustrado empleado Martínez (Andrés Soler), quien lleva más de 30 años en el mismo empleo rutinario y poco gratificante. La bondad de Eulalia, representación sublimada de la devota y sacrificada madre y esposa católica, se hace evidente al compadecerse de la chica recién condenada al tiempo de asentir sin mayor discusión al argumento del implacable juez de que quien comete un delito debe pagar un castigo pues sólo con el temor a la ley la sociedad podrá tener orden. Aurora sale libre por buen comportamiento después de año y medio en prisión. Ya libre vuelve a asociarse con El Rizos aunque haciéndole saber que no quiere volver a las actividades de robo y estafa que la llevaron a la cárcel. El Rizos le consigue trabajo de bailarina en un cabaret, pero quiere que Aurora lo ayude para engañar nuevos clientes por lo que tienen una 53

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violenta discusión durante la cual Rizos la jalonea y golpea hasta que el juez Luque, quien pasaba casualmente por la calle cuando el enfrentamiento estaba teniendo lugar, defiende a la joven a quien no reconoce como la ladrona que tiempo atrás había enviado a prisión. Aurora, sin embargo, reconoce al juez y, como diría el monje Evagrio, “piando” con palabras de indefensión e ingenuidad, fingiendo que no puede caminar y aproximándosele corporalmente con roces insinuantes y poco decentes, hace que la acompañe a su casa en donde intensifica la seducción y deja sembrada en el alma del juez la llama de la tentación. Alejandro Luque cae en las redes seductoras de Aurora a la que no puede alejar de su pensamiento. La creciente pasión por esa mujer sensual, frívola y exótica lo van degradando hasta convertirlo en el antípoda del marido ejemplar, el padre modelo, el juez intachable, justo y honesto con el que se le identifica al inicio del film. Luque va perdiendo poco a poco la decencia, el respeto, la honra hasta convertirse en un hombre enloquecido y dominado por la lujuria y el deseo de la carne. Todos los valores y preceptos morales que había defendido este hombre probo y honrado se van desvaneciendo producto de la tormentosa pasión que la sensualidad de Aurora genera: le pedirá a su esposa el divorcio atentando contra el principio religioso de la unión matrimonial «hasta que la muerte los separe»; robará los trescientos mil pesos que estaban bajo su custodia en el tribunal para poder darle a la amante la vida de lujos y placeres que reclama; golpeará a su propio hijo en esos instantes finales de la historia en el que el personaje no ha logrado aún vencer las redes de la tentación que lo atrapan y lo hacen pelear por Aurora para no perderla; se transformará en un asesino cuando con sus propias manos y lleno de desesperación e impotencia estrangule a la “cualquiera”, a la mala mujer que lo llevó a la perdición. Sensualidad es la versión mexicana de El ángel azul,24 película alemana de los años treinta dirigida por Josef von Sternberg, en donde una despampanante y semidesnuda cantante de cabaret (Marlene 24 Véase Jorge Ayala Blanco, La aventura del cine mexicano, pp. 152-154.

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Domingo Soler y Ninón Sevilla en Sensualidad.

Dietrich) provoca la degradación moral del estricto profesor Rath, quien cae preso de las redes de la sexualidad perversa de esta loba con piel de cordero. La cantante Lola-Lola, la cabaretera Aurora, la reclusa Susana son mujeres despampanantes con cuerpos y rostros seductores que atrapan y hacen caer en la perdición a esos hombres maduros que, en plena crisis de edad, no pueden resistirse a sus encantos. El padre-marido del cine mexicano es en el fondo un ser débil, fragilizado por la permanente exigencia de vigor y fortaleza inquebrantables que se espera que un verdadero hombre posea; por ello, cuando entran a esa etapa de la vida en que el cuerpo ya no está en completa condición y las fuerzas comienzan a flaquear, cuando el brío de la virilidad decae y las canas y las arrugas aparecen en las sienes y en la piel, estos pobres hombres quedan a merced de esas mujeres devoradoras de masculinidad que sólo buscan someter, manejar a voluntad a los varones por el placer y el poder que les provoca su humillación y por los deleites materiales que ellos están dis55

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puestos a proveerles. Hombres mayores como Don Guadalupe que quieren mostrar que aún son hombres y hacen gala de su virilidad como en aquella escena donde está limpiando su escopeta cuando Susana le está revoloteando; o como el juez Luque que por más bríos y ese “segundo aire” que le da el amasiato con una mujer más joven no logra esconder ante el espejo el rostro envejecido y canoso; o el empleado Martínez (Andrés Soler), frustrado burócrata de escritorio, quien después de encontrarlo tras una juerga de más seis días y todavía medio borracho dice: «No, no lamento nada. He vivido más durante seis días que en treinta años de existencia gris en esta oficina», como para hacer evidente la represión y frustración que puede provocar una vida estrictamente apegada a la virtud y al buen comportamiento. Humano demasiado humano. El diálogo entre Eulalia y el juez Luque cuando éste le confiesa su infidelidad retrata los buenos sentimientos y el comportamiento propio de la esposa ideal. Eulalia va a buscar al juez a su oficina para orillarle a que le diga lo que lo tortura y le pide: Eulalia Sincérate conmigo Alejandro. Mírame a los ojos. Si tú sabes que yo te quiero demasiado para ver que tú sufres sin sufrir yo también. Alejandro Perdóname Eulalia. No soy digno de tu cariño. Eulalia No digas eso Alejandro. Alejandro Me he portado como un colegial. Eulalia ¿Se trata de una mujer? Todos los maridos han hecho lo mismo que tú. Tú te tardaste más que los demás pero también te arrepentiste antes. ¿Verdad? Ya ves que no me enojo. Para que te des cuenta de que en ninguna parte encontrarás nunca tanta comprensión ni tanto cariño como en tu esposa.

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Alejandro Te prometo que de hoy en adelante sólo viviré para ti.

Eulalia es la imagen viva de la esposa comprensiva y amorosa dispuesta a perdonar la infidelidad del marido e ir hasta el sacrificio extremo de humillarse ante la amante y pedirle que vaya al hospital a ver a su agonizante esposo con tal de que éste al verla recobre las ganas de vivir. Aurora accede a ver al juez pero acompañada de Raúl. La presencia de Aurora permite que Alejandro comience a recuperarse pero como no puede quitarse de la cabeza su obsesión por ella, le pide a Eulalia el divorcio. Eulalia, abatida y resignada, sufre un ataque cardiaco. En su lecho de muerte hace prometer a su hijo Raúl que ayudará a su padre porque es el único afecto sincero que tendrá en la vida y porque no debe pedirle cuentas de sus actos. Hasta en el último momento Eulalia es la personificación perfecta de la buena mujer, sacrificada, humilde, amorosa y temerosa de Dios. Eulalia es un personaje más extremo y complejo que la Carmen de Buñuel pues su venganza hacia los hombres ingratos que no saben apreciar y agradecer los sacrificios que hace por ellos no se limita a azotar a «la otra». Eulalia lleva el sacrificio hasta el último aliento; su muerte es la confirmación de la grandeza de los valores por y en los que ha vivido, es el último acto sacrificial manipulador y chantajista para hacer que los hombres por los que dio todo, hasta la vida misma, vivan conforme a la culpa que su muerte les grabó en el alma. Raúl, en complicidad con el sargento Santos, asume la tarea de vengar la muerte de su madre y salvar a su padre de prisión, tal y como era el deseo de Eulalia. Enamora a Aurora para conseguir que le regrese el dinero que su padre robó por ella y del que Rizos se apoderó cuando hirió de muerte al juez. Aurora se enamora de Raúl y fragua un plan para recuperar el dinero y poder salvar al juez de prisión y unirse felizmente a Raúl. El desenlace del melodrama no tiene desperdicio: Alejandro mata al Rizos en el camerino de Aurora; ella lleva al juez a su casa donde espera encontrarse con Raúl para decirle lo que ha sucedido; Raúl la desprecia como la mujer perdida 57

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que es y le confiesa que sólo la enamoró para recuperar el dinero que le quitaron a su padre; el juez Luque entra a la casa en el momento en que Raúl abofetea a Aurora porque ésta ha ofendido la memoria de su madre y preso aún de la obsesión la defiende golpeando a su propio hijo con el atizador de la chimenea; Aurora cae llorando de rodillas al lado del cuerpo herido de Raúl y comienza a gritarle histérica a Alejandro quien, al darse cuenta de toda la verdad, persigue a Aurora al patio en donde la estrangula; llega Santos con la policía para detenerlo y antes de caminar hacia la patrulla, se arrodilla ante el cuerpo de Aurora y la besa. Después, arrepentido y con la conciencia de que no debe haber crimen sin castigo, se entrega para que la justicia se cumpla. El juez Alejandro Luque no es culpable más que de amor, sí, de estar enamorado, según le dice el comandante Santos a Raúl. El hijo deberá entender que el único delito del padre es haber caído en las garras de una mala mujer que lo trastornó y lo hizo alejarse del camino honrado. Luque quedó preso de un amor lujurioso, es decir, un amor que se aleja del amor de Dios porque es un amor apegado a la carne, a lo libidinal, al deseo, a lo aparente. El verdadero amor, el amor que se prodiga a los hijos, al marido, a la esposa, al prójimo es el amor cristiano, un amor sacrificado porque antepone siempre al otro, un amor desinteresado y bueno porque ama la esencia de la persona, su belleza interior. El amor lujurioso, por el contrario, es un tendencia hacia las fuerzas de la oscuridad, a lo diabólico que es pulsión de separación de Dios, afán egoísta y estéril del que nada bueno nace. El juez Luque cayó en las trampas de la lujuria porque le faltó fe para enfrentar las mentiras y engaños del diablo disfrazado de mujer. Nuestra tercera película ¿Por qué nací mujer?25 fue producida y estrenada casi veinte años después que Sensualidad y Susana. Quizá porque la guionista es una mujer (aunque ello nunca es una garantía), la película no tiene un tono complaciente y laudatorio del modelo femenino exigido a las mujeres mexicanas por lo que el 25 Emilio García Riera y Eduardo de la Vega Alfaro, Las películas de Sara García, p. 161.

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Sara García en ¿Por qué nací mujer?

film puede ser interpretado como una denuncia o, cuando menos, una reflexión sobre los paradigmas sociales que han determinado el comportamiento de las esposas, madres e hijas en nuestro país. La protagonista de la historia es Doña Rosario (Sara García), esposa de Don Teodoro (Andrés Soler) y madre de Gastón (Víctor Junco), Carmela (Ofelia Guilmáin), Ernestina (Magda Guzmán), Tasha (Martha Yolanda González) y Doro (Patricia Morán). Como buena madre y abuela aparece a lo largo de la película limpiando la casa y haciendo la comida. Conjunta sus labores de limpieza con la atención permanente, sin protesta ni declaración alguna de cansancio, a todas y cada una de las solicitudes de los miembros de su familia: las del marido, que se encuentra casi siempre sentado ante el televisor del que no quita la vista ni para saludar a sus hijas cuando llegan a visitarlo, y quien la llama a gritos para que le retire el periódico del día anterior que le acaba de llevar o para que levante el tiradero que tiene alrededor de su sillón; de Carmela, la hija hipo59

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condríaca que le reclama desesperada desde las escaleras que suba a ayudarla a buscar las vitaminas que no encuentra; o de Tasha, la hija estéril que no tuvo descendencia y que no deja de agobiarla con sus preocupaciones por Lulú, su perrita de bolsillo, que está débil porque no ha querido comer.26 La escena es por demás exasperante; todos le piden a gritos y al unísono a la madre algo y ésta sólo atina a sentarse un momento para tomar fuerzas. La voz de Doña Rosario se escucha respondiendo reiteradamente «sí Teodoro», «ya voy», «ya voy, un momentito». El personaje de Doña Rosario es la representación paradigmática de la abnegación de la buena esposa y madre en tanto en ella se encarna el designio divino «Hacia tu marido irá tu apetencia, y él te dominará» (Génesis 3,16) establecido por el Creador para la mujer después del pecado original. Pero la misoginia que se encuentra arraigada en este tipo de imaginario no es responsabilidad exclusiva de la tradición católica. En la Ilíada de Homero, ya Héctor ordenaba a Andrómaca: «Mas ve a casa y ocúpate de tus labores, el telar y la rueca, y ordena a las sirvientas aplicarse a la faena. Del combate se cuidarán los hombres todos que en Ilio han nacido y yo, sobre todo» [Ilíada 6, 490-493].27 Sin olvidar la enorme responsabilidad que los derroteros burgueses y su lógica de productividad tienen en la consolidación de este imaginario. La cultura occidental —en donde convergen las raíces griega, cristiana y moderna, adicionada para efectos de este análisis con la particularidad que brindó la apropiación mexicana de los valores católicos—, ha cultivado y reproducido a lo largo de muchos siglos 26 El 12 de junio de 2014 el Papa Francisco criticó a los matrimonios «estériles por elección» que prefieren dar su amor a los perros o a los gatos en lugar de a los hijos porque esas parejas, imbuidas en la cultura del bienestar, no quieren renunciar al disfrute de sus placeres por cuidar niños. Doña Rosario le hace ver a su estéril hija Anastasia que es el miedo a la responsabilidad de criar y formar a un hombre o a una mujer lo que la hace aferrase amorosamente a su perrita; no es pariendo, sino formando a los hijos como se es madre, dice Doña Rosario, y, con ello, deja en claro que la maternidad se cumple también con la adopción. 27 Homero, Ilíada; consúltese también la versión de Rubén Bonifaz Nuño, t. I, 1996; t. II, 1997. Véase Leticia Flores Farfán, En el espejo de tus pupilas. Ensayos sobre alteridad en Grecia antigua.

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una clara diferenciación ontologizada de los papeles y funciones que Dios o la naturaleza han establecido para hombres y mujeres. Para el machismo patriarcal mexicano (si no es que para todos los machismos) la buena mujer es invisible, debe reservar su espacio de acción al ámbito doméstico y cumplir cabalmente con su función de esposa-madre, es decir, de guardiana del hogar y protectora de los hijos y el patrimonio familiar. Ser una buena esposa es obedecer sin discusión lo que manda el marido so pena de recibir un castigo. Muestra de ello son las palabras que Zeus le dirige a Hera cuando ésta, altiva y suspicaz, le cuestiona sobre su conversación con Tetis: «Mas siéntate en silencio y acata mi palabra, no sea que ni todos los dioses del Olimpo puedan socorrerte cuando yo me acerque y te ponga encima mis inaferrables manos» [Ilíada I, 560-567]. En la antigüedad griega, dice Richard Sennett,28 había la creencia de que las mujeres eran como niños, es decir, seres racionales cuyo raciocinio no estaba lo suficientemente desarrollado para la palabra y la acción por lo que siempre debían de guiar sus actos por la razón masculina, fuerte y vigorosa. El varón, según afirma Aristóteles, posee el principio del movimiento y la generación mientras que la mujer el de la materia y, por ello, ésta es pasiva mientras que el primero es activo. Las mujeres necesitaban, por tanto, un tutor (ya fuera el padre, el hijo o el esposo) que las guiara en la vida. Ésa es la enseñanza que está detrás de las palabras de Gastón, hijo de Doña Rosario, cuando le dice que él se hará cargo de invertir el dinero que ella ha heredado para que no tenga que preocuparse por nada. Toda la película transcurre acorde a los estereotipos sociales que cada uno de ellos representa hasta casi el desenlace cuando después de la muerte de su marido y de la lectura del testamento en donde ella queda como heredera universal de todos los bienes, Doña Rosario rompe el estereotipo de la perfecta esposa-madre y confronta amorosa pero terminantemente a sus hijos diciéndoles a cada uno sus defectos de carácter y evidenciándoles su desamor e indiferencia 28 Cf. Richard Sennett, Carne y piedra. El cuerpo y la ciudad en la civilización occidental, pp. 44-45.

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a lo largo de su vida al llevarle solamente flores y regalos el 10 de mayo pero al ignorarla los otros restantes 364 días del año. Al reducirla al papel de «madre» la sociedad reclamaba de ella la obligación de ser amable, comprensiva, abnegada, generosa e incapaz de anteponer sus necesidades y deseos a los de los hijos y el marido. Ella, dice Doña Rosario en ese momento en que por fin rompe el silencio y se libera del yugo patriarcal dominante, es Rosario Fernández, una mujer capaz de sentir odio, soledad, decepción; ella es una mujer que anhela sentirse amada, deseada porque, aunque no lo diga con palabras, la vemos descubrirse el pecho cuando todos los asistentes al velorio se retiran y salir a la calle para irse con la hija rebelde, aquella que agradece el haberse ido desde años antes de la casa paterna porque a partir de ese momento comenzó a vivir, pidiéndole que le preste uno de sus camisones llenos de encaje y listones como

Susana (Carne y demonio).

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para comenzar a gozar la oportunidad de vestir ropa de mujer y no las blusas, faldas y delantales de una esposa-madre reducida a la condición de servidumbre. La última imagen que vemos de Rosario corriendo hacia las escaleras de un avión para irse de viaje es la metáfora perfecta de una mujer que por fin pudo liberarse de todas las ataduras patriarcales y levantar el vuelo. En ¿Por qué nací mujer? no vemos aparecer a la amante seductora y despampanante como en Sensualidad y Susana, pero su presencia invade el quehacer cotidiano de la vida de Rosario y su marido. Sabemos, porque así se los dice a sus hijos tras la muerte del padre, que su matrimonio fue un infierno de 49 años, que Don Teodoro era un «monstruo» del que dice Doña Rosario «nunca fui su mujer (pausa) fui su esclava, una sirvienta, una sirvienta que tenía como sueldo dos vestidos al año (pausa) sabiendo que su amante lo tenía todo: joyas, vestidos, pieles, servidumbre, paseos». Rosario no se divorció de Don Teodoro porque dice «cuando me di cuenta de lo que significaba para él ya era demasiado tarde para intentar empezar de nuevo, sola. Era más fácil esperar a esto». Don Teodoro no era más que un hombre, un hombre chapado a la antigua para quien las mujeres son una boca más que alimentar; los hijos varones, en cambio, especialmente el primogénito, son la esperanza de la perpetuación de su apellido y la prosperidad de su genealogía. Don Teodoro no supo ser más que un hombre, un proveedor, un macho sometido a las pruebas permanentes de su hombría en la fecundidad de la esposa y en el placer de la amante estéril. Destino manifiesto: «para pretendida Thais…»

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Matilde lo guió a través de una infinidad de galerías angostas; y por todas partes, a la luz de la lámpara, destacaban las imágenes más repugnantes: calaveras, huesos, tumbas y efigies que parecían desintegrarse ante sus ojos horrorizados y estupefactos […]. «¡Ven!», exclamó Matilde, alegre. Ambrosio se estremeció y esperó, aterrorizado, al demonio. Cuál no fue su sorpresa cuando, una vez cesado el eco del trueno, resonaron en el antro las potentes notas de un aria melodiosa. El globo del humo se disolvió y pudo admirar la más espléndida figura que jamás haya sido trazada por el pincel de la fantasía. Era un joven que aparentaba apenas dieciocho años, de formas y rostro incomparablemente perfectos, y completamente desnudo: en su frente brillaba una estrella luminosa; dos alas escarlata surgían de los hombros; y los rizos de seda de su cabellera estaban recogidos por una cinta de llamitas multicolor que se deslizaban alrededor de la cabeza, dibujando infinidad de símbolos y resplandeciendo con un fulgor mucho más intenso que las piedras preciosas. Llevaba los brazos y los tobillos ceñidos por brazaletes de diamantes y en la mano derecha sostenía una ramita plateada parecida al mirto. La figura despedía un resplandor deslumbrante y estaba envuelta en una aureola de luz rosácea; su aparición esparció por toda la caverna efluvios de una ventolera vivificadora. Ante una visión tan inesperada, Ambrosio, fascinado, se quedó absorto con extasiado placer; pero no se le escapó que el demonio, a pesar de su aspecto espléndido, despedía tal furor de los ojos y tenía tal secreta melancolía impresa en sus facciones que se podía entrever el ángel caído, y al observador le invadía una secreta turbación. Matthew G. Lewis, El monje (1796)29

No podemos afirmar con indubitable certeza si la preferencia de los hombres por las rubias se consolidó con la aparición del símbolo sexual Marylin Monroe en Los caballeros las prefieren rubias (1953) pero sí podemos sostener sin duda alguna que Ninón Sevilla (La Habana, 29 Citado por Umberto Eco, Historia de la fealdad, p. 284.

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1921) y Rosita Quintana (Buenos Aires, 1925), las dos rubias protago-

nistas de las películas analizadas líneas arriba, fueron el objeto de la predilección sexual lujuriosa de los hombres de dichas historias. Ambas son mujeres jóvenes, rubias, de cabello largo, ojos grandes, tez blanca, voluptuosas, de curvas pronunciadas, piernas bien torneadas y carne firme. Su aspecto físico las hace el objeto del deseo masculino y el de la desconfianza femenina. Tienen en común que son outsiders y no sólo por la evidente extranjería de nacimiento de las actrices, sino porque ambos personajes son la representación misma del “afuera” de lo socialmente aceptado, de la alteridad desafiante del statu quo, de la foraneidad propia del mal: Susana es oriunda de un reformatorio en el que ha habitado desde su nacimiento porque, como afirman sus carceleras, tiene el diablo en el alma; Aurora creció al interior del mundo criminal, de la vida de robo y estafa en la que la sumió la protección del Rizos desde que éste la sacó del orfanatorio. Reformatorio y cárcel son espacios de reclusión que buscan con la exclusión del «anormal», como diría Michel Foucault,30 tanto proteger el buen funcionamiento de la sociedad como disciplinar y corregir la naturaleza y el comportamiento antisocial de los(as) delincuentes. La sociedad se protege mediante el encierro de cualquier elemento que pueda vulnerarla; levanta muros de contención contra las violencias que puedan alterar su orden y, con ello, pone en evidencia la fragilidad de los cimientos sobre los que se erige y el miedo permanente a que la irrupción de cualquier elemento ajeno pueda provocar su disrupción: tanto la aparición de Susana como la de Aurora pone en entredicho la presunta firmeza y solidez del vínculo familiar del imaginario burgués. Las buenas conciencias burguesas se encuentran permanentemente sitiadas por ángeles caídos, demonios tentadores que incitan al mal y al pecado, y que aparecen siempre acompañados de acontecimientos que anticipan su mala naturaleza: Susana llega a la hacienda en medio de una terrible e inquietante tormenta que anuncia 30 Michel Foucault, Los anormales.

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la aparición del diablo y Aurora se hace presente en la vida del juez Luque no sólo tras los barrotes de la cárcel cuando la están enjuiciando, sino liándose a golpes con su padrote en un callejón de mala muerte fuera del antro en donde cada noche se exhibe sin pudor como bailarina de esa música afroantillana que permite contonear el cuerpo sin restricción. Estos seres demoniacos o diabólicos pertenecen al mundo de las tinieblas, de la oscuridad, del inframundo. Susana, como afirma Jean-Claude Seguin «Está rodeada de animales que pertenecen todos al mundo subterráneo: un murciélago, unos ratones y una araña que pasea por la cruz formada por la sombra de los barrotes de la celda». Y Aurora se rodea de cinturitas, padrotes, prostitutas, ladrones y maridos infieles que son el equivalente humano de los animales rastreros de la correccional en que habita Susana. Ambas son la personificación de las pulsiones, pasiones, deseos que conforman el mundo de los instintos, el elemento animal de nuestra naturaleza que debe ser contenido por la estructura cultural convencional de la ley y las normas.31 El ambiente de Susana está claramente delimitado por las creencias religiosas que está retratando Buñuel (con sus respectivas supersticiones evidenciadas por el personaje de Felisa) mientras que el de Sensualidad se inscribe en la esfera de la ley de los hombres, los tribunales de justicia de un estado laico asediado por la moralidad católica junto con la vida de cabaret en donde los límites de la legalidad y la moral están permanentemente a prueba. Aurora y Susana son seres pecadores que van a provocar la caída y la degradación moral de aquellos que las rodean. Tanto el juez Luque como todos los hombres de la hacienda de Don Guadalupe van perdiendo el control de sí mismos, se dejan vencer por las pasiones que los arrebatan hasta poner en cuestión de manera radical todos los valores y principios que aseguraban la estabilidad y bienestar del orden social. La denigración a la que puede llegar un hombre atrapado por las redes de la lujuria muestran la fragilidad de una sociedad 31 Véase con referencia a Susana, Gilles Deleuze, L’Image-mouvement, p. 176.

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cuya fe religiosa no tiene suficiente solidez porque se enmarca exclusivamente en la reproducción de la ritualidad de las prácticas y no en la convicción de las creencias. Aurora y Susana son mujeres egoístas y engañadoras que buscan su interés y su ganancia. Susana no quiere volver a la vida de encierro en la que se encontraba y hace uso de todas las artimañas posibles para ganarse el favor y protección del señor de la casa; su sola presencia perturba la tranquila vida de la hacienda desde el momento mismo de su rescate cuando la acuestan en el sofá y sus piernas quedan al descubierto y ante la mirada de todos. Susana logrará convertirse en el motivo de las preocupaciones y desvelos de Don Guadalupe, y pasión irresistible de Jesús y Alberto a través de la permanente seducción a la que los somete descubriéndose los hombros, levantándose la falda e insinuándoseles provocativamente. Aurora, por otra parte, es un personaje más elaborado y no encarna todo el mal en ella. En un acto de honestidad y amor reconoce ante Raúl que fingió amor al juez Luque para vengarse de él por haberla encarcelado; ella la femme fatale, bailarina de cabaret que se muestra semidesnuda para atraer a los clientes, mujer sin alma quien ante la declaración de amor del Rizos responderá que no sabe lo que es querer porque a ella sólo le interesa el dinero, caerá enamorada de Raúl quien nunca cedió ante sus encantos y caprichos pues sólo sintió desprecio hacia ella, hacia la mujer perdida y malvada que llevó a la perdición a su padre y causó el sufrimiento y muerte de su madre. La lujuria se disfraza con un rostro angelical. Aurora y Susana aparentan inocencia e ingenuidad para conquistar a sus víctimas y lo logran gracias a sus palabras seductoras, sus tentadoras promesas, su andar provocativo, y al resplandor y la luz que el dorado de sus cabellos procuran a su rostro y sus grandes y vivarachos ojos. Estas mujeres, al igual que Pandora, son «un mal que [los hombres] lo tendrán por alegría, mientras abracen su propia desgracia» como afirma Hesíodo en los Trabajos y días (57-58). Vestidas con piel de oveja, aparentando amor cuando no hay más que interés, las mujeres malvadas logran pervertir incluso al hombre más severo y justo, y humillar a la 67

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mujer más buena y honesta. No son por ello vanas aquellas palabras que advierten que «La ternura es el disfraz más audaz de la lujuria».32 ¿Qué mayor poder puede haber que el de la lujuria cuando toma la apariencia de inocencia y bondad? Quizá el de un gran amor, quizá el de una ferviente devoción.

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32 Guillermo Villanueva, Poemas para pepenar en frío (1969-1970), p. 193.

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Filmografía Ángel azul, El (Der blaue Engel, Joseph von Sternberg, 1930). Caballeros las prefieren rubias, Los (Gentlemen Prefer Blondes, Howard Hawks, 1953). Calvario de una esposa, El (Juan Orol, 1936). Club de los suicidas, El (Rogelio A. González, 1968). ¿De qué color es el viento? (Servando González, 1972). Familia Dressel, La (Fernando de Fuentes, 1935). Honrarás a tus padres (Juan Orol, 1936). Madre querida (Juan Orol, 1935). ¿Por qué nací mujer? (Rogelio A. González, 1970). Sensualidad (Alberto Gout, 1950). Susana (Carne y demonio) (Luis Buñuel, 1950). Tres García, Los (Ismael Rodríguez, 1947). Una familia de tantas (Alejandro Galindo, 1948). Vírgenes locas, Las (Rogelio A. González, 1972).

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Lujuria. Historia de los afectos. Ensayos de cine y filosofía de Armando Casas, Leticia Flores Farfán y Paul Majkut (coords.), fue editado por el Centro Universitario de Estudios Cinematográficos de la Universidad Nacional Autónoma de México. Su diseño, corrección y composición tipográfica, se realizaron en el Departamento de Publicaciones del Centro. Se utilizaron familias Berkeley y Franklin Gothic, Se terminó de imprimir el 26 de octubre de 2014, en Ediciones del Lirio, S.A. de C.V., Azucenas 10, Col. San Juan Xalpa, Iztapalapa, 09850, México, DF. Se tiraron quinientos ejemplares. Impreso en offset: interiores sobre papel bond de 105 grs. y forros en couche mate de 300 grs. Con la colaboración, en la corrección, de Silvia Arce Garza, y en la formación, de Gabriela García Jurado, la edición estuvo al cuidado de Rodolfo Peláez.

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