MANUEL MUJICA LÁINEZ: DEL REALISMO A LA PARODIA Y LA

1 MANUEL MUJICA LÁINEZ: DEL REALISMO A LA PARODIA Y LA IMAGINACIÓN MUSEO DE ARTE HISPANOAMERICANO ―ISAAC FERNÁNDEZ BLANCO‖ 18 DE NOVIEMBRE DE 2009

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MANUEL MUJICA LÁINEZ: DEL REALISMO A LA PARODIA Y LA IMAGINACIÓN

MUSEO DE ARTE HISPANOAMERICANO ―ISAAC FERNÁNDEZ BLANCO‖ 18 DE NOVIEMBRE DE 2009

por Cristina Piña

Como bien lo señaló Borges en su relato ―Pierre Menard, autor del Quijote‖, la escritura y la lectura están determinadas por el contexto espaciotemporal, no sólo en el sentido de que cada obra da cuenta de su época, sino también porque su significación variará según el lugar y el momento en que se lo lea. Así, como bien sabemos, Shakespeare, admirado y alabado por sus contemporáneos de fin del siglo XVI y XVII, cayó entre fines del siglo XVII y todo el XVIII en el limbo los escritores repudiados por su mal gusto, a quien nadie representaba ni leía, si bien volvería a reflorecer –y convertirse en uno de los máximos clásicos de la literatura occidental- a partir del siglo XIX. Tomando en cuenta la aceleración histórica sin precedentes de los siglos XX y XXI y salvando la distancia entre ambos escritores, podemos señalar que algo similar ha ocurrido con la obra de Manuel Mujica Láinez, sólo que en un lapso mucho más breve y tanto a partir de la identificación de arte e ideología política y de vida y obra, como del cambio de los grupos de poder en el ámbito de la crítica literaria y la universidad. En efecto, de la misma manera en que, entre 1940 y 1965, la obra de Mujica Láinez fue valorada en nuestro país tanto por la crítica como por el público, a partir de mediados de la década del 60 se abrió una polémica en torno de su obra, que fue puesta en la picota por motivos puramente ideológicos por algunos –no todos- grupos de izquierda, polémica que se continuó durante todo el 70 y parte del 80 –si bien silenciada a partir de la instauración de la dictadura, que quitó posibilidad de expresión a las izquierdas en general- para resurgir, en coincidencia con el advenimiento de la democracia

2 y la transformación ideológica que se produjo en el ámbito académico, en forma del cono de sombra al que la relegó la crítica académica. En este olvido y desprecio crítico tuvo bastante que ver su desvalorización por parte de uno de los escritores que alcanzaron mayor incidencia entre los intelectuales y lectores durante los años 80 y 90. Me refiero a Ricardo Piglia quien, en su novela Respiración artificial –la cual, más allá de las arbitrariedades y la mala fe que comentaré seguidamente, considero excelentetanto como, por boca de su protagonista y alter ego, Renzi, ubicaba a Jorge Luis Borges como ―el último escritor del siglo XIX‖ –apreciación desacertada si las hay- y a calificaba a Mujica Láinez de: ―Mezcla tilinga de Hugo Wast con Enrique Larreta. Escribe best seller „refinados‟ para que los lea Nacha Regules‖, disparate crítico –al margen de su intención insultante- que ante todo, demuestra una total incomprensión de su obra y de su actitud como escritor, entre otras cosas por la irónica referencia al personaje de Manuel Gálvez, según lo ha señalado acertadamente Alejandra Laera, la crítica joven que ha reanudado, en una nueva generación, los estudios sobre Mujica Láinez. Porque semejante descalificación del autor no obedece solamente a la adhesión a una determinada ideología de la literatura que, a través de su exaltación de la narrativa de Arlt, se propone, más allá de los grandes valores del narrador y dramaturgo, una alabanza de lo ―mal escrito‖ por el escritor de clase media y origen inmigrante, considerándolo un gesto de oposición y rebelión a lo ―cuidadosa y refinadamente escrito‖ que, para esta ideología de la literatura, fue impuesto como canon de valor por los autores de clase alta. Al mismo tiempo, manifiesta su desprecio por la aceptación masiva de los libros de Mujica Láinez por parte del público, a la que considera consecuencia del sometimiento del autor al lector y al mercado, al estilo del ―arte culinario‖ del que hablaba el alemán Hans Robert Jauss. En tercer lugar, por fin, revela la identificación de su obra con el conservadurismo político del autor, sin ver todos los aspectos en que desafía a la concepción de la literatura de los sectores conservadores, y la confusión entre obra y vida, en el sentido de identificar su producción con el ―personaje Manucho‖ que el escritor cultivó, con sus rasgos

3 de dandy, su desparpajo mediático, sus declaraciones deliberadamente frívolas y su circulación por el mundo de una farándula singular. Tal aspecto de su personaje –pues al igual que otros críticos, considero que lo era, en el sentido de ser un disfraz que adoptaba deliberadamente para enfrentar a la realidad y la sociedad y envolverse en una caparazón lo suficientemente estrafalaria y exótica como para desalentar cualquier interferencia en su vida privada por medio del desafío-, sí, tal aspecto de su personaje era la contracara de su consagración absolutamente profesional a la escritura —lo que le permitió llegar a escribir libros y relatos que son auténticos clásicos de nuestra literatura—, siempre que

uno comprenda esta singular

operación de proyectar un personaje frívolo y al mismo tiempo escribir una obra marcada por la investigación, el trabajo y la vigilancia del estilo y la estructura narrativa. Es decir que la torpe identificación entre personaje y obra fue otro de los factores que llevaron a que una parte de la intelligentsia de izquierda lo acusara de ―bestsellerista‖, con la connotación que antes señalé de sometimiento al público y el mercado, de seducción de los medios desde la extravagancia y, sobre todo, desde el punto de vista de la escritura, de apresuramiento, adopción de fáciles recetas y descuido. Pero, si esos son los rasgos del best-seller, ¿qué pueden tener de best-seller libros como Bomarzo, La casa, Los ídolos, El unicornio o Cécil?, para sólo nombrar algunos, donde se conjugan investigación histórica con transgresiones temáticas a la pacatería de un público poco adelantado en sus costumbres y una manipulación de los géneros literarios sin demasiados precedentes. Antes de proseguir con este problema y la feliz –pero también sintomática- revalorización actual de su escritura, como lo demuestran los valiosos ensayos y antologías de Alejandra Laera, egresada de la misma universidad que, desde su normalización, excluyó a Mujica Láinez totalmente de sus programas y de su discurso crítico, quiero fundamentar mi afirmación anterior de que no todos los grupos de izquierda cayeron en el rechazo ideologizado de su obra. En efecto, tal es caso de Abelardo Castillo y Liliana

4 Heker, directores de las revistas El grillo de papel, El escarabajo de oro y El Ornitorrinco entre el 60 y mediados del 80 claramente enroladas en la izquierda, quienes siempre defendieron su escritura, al margen de las críticas que hicieron a su ideología. Pensemos sino en las ponderaciones que, a lo largo de los años, Castillo ha hecho de la prosa de Mujica Láinez, o en este fragmento de un artículo de Heker, en el que ataca el utópico ―Libro Guerrillero‖ que en 1971 los intelectuales de la revista Uno por uno defienden frente a la literatura concreta y los escritores argentinos, a los que consideran irrecuperables para la causa de la transformación social: Parece difícil, pues, decretar a priori la eficacia o la inoperancia política de un texto literario… así, tendremos que admitir que Los siete locos y aún La casa, de Mujica Láinez sirven más al proceso revolucionario argentino que el urticante Libro Guerrillero de nuestros delirios: al menos tienen sobre este texto intachable la ventaja de haber sido escritos. Y de haber sido leídos. (pág.66 – Las hermanas de Shakespeare. Respuesta a una nota de Uno por Uno”, 1971.) Volviendo a los ataques y al relegamiento crítico a que fue sometido Mujica Láinez, es importante señalar que, por el contrario, el público de ninguna manera lo abandonó, como lo certifica el hecho de que sus libros se hayan seguido editando a lo largo de los años de silencio, cuando no de ataque crítico, posteriores a su muerte. Creo que esto termina de demostrar hasta qué punto hubo mala fe en tratar a sus obras de best-sellers –que son fenómenos para-literarios

sin

ninguna

sobrevida

editorial,

por

lo

que

puede

considerárselos auténticos libros descartables- así como en asociarlas al atractivo de su ―personaje‖ mediático, ya que si así hubiera sido, a partir de su muerte sus libros no se habrían vendido, cosa que de ninguna manera ocurrió. Pero también, me parece necesario destacar que en la revalorización actual se repite una vieja actitud de la crítica y la intelligentsia argentina. Como sin duda todos recordamos, una parte significativa de la intelectualidad de izquierda y prácticamente todos los nacionalistas que habían abominado de Borges por motivos bastante similares a los que le achacaban a Mujica Láinez, terminaron deponiendo su actitud hostil cuando la fama

5 internacional arrolladora que obtuvo el narrador argentino no les dejó otra salida. Porque si el reconocimiento viene de afuera, y de representantes tan valorados de ese ―afuera‖, como Derrida, Foucault, John Berger, Harold Bloom, como ocurrió con Borges, nuestros intelectuales no tienen más remedio que cantar la palinodia y fingir que desde siempre valoraron al escritor. Y con Mujica Láinez en cierta forma está ocurriendo lo mismo. Porque para muchos escritores y lectores que los desestimaban como un fenómeno vernáculo y de clase, sin duda significó una especie de sosegate o tirón de orejas que un escritor latinoamericano auténticamente de culto y cuyas opiniones se seguían como palabra santa hasta su muerte –y tras ella tal vez más-, como es el caso del chileno Roberto Bolaño, un narrador totalmente a contrapelo de la sociedad de mercado, exiliado de su país, dispuesto a polemizar ante cualquier convencionalismo y de una ideología radical y prácticamente anárquica, hiciera una valoración sobre Mujica de una perspicacia tan admirable, que no me resisto a citar in extenso,: ―Mujica Láinez fue tal vez el más prolífico de los narradores argentinos de su tiempo. No el más ambicioso ni el más seminal (un papel reservado probablemente a Cortázar y Sábato), ni el más cercano a la realidad argentina (un papel que se le puede adjudicar, según baje o suba el grado de delirio, a Arlt, a Cortázar, a Sábato, a Bioy), ni el más adelantado en concebir estructuras literarias capaces de internarse por territorios ignotos (como Borges y Cortázar), ni el que más ahonda en el misterio de la lengua (reino absoluto de Borges, que además de ser un gran prosista, no hay que olvidarlo, fue un gran poeta). Mujica Láinez, en este sentido, fue de una discreción absoluta. De hecho, su figura, junto a la de esos escritores irrepetibles y gigantescos como Borges, Cortázar, Arlt, Bioy Casares y Sábato, parece empequeñecerse y buscar un refugio tranquilo en la literatura estrictamente argentina, el refugio de las literaturas provincianas, pero esta impresión, a poco que se lea su obra, resulta absolutamente equivocada. Desde su primera novela (…) es dable hallar en las páginas de Mujica Láinez dos constantes que lo acompañarán durante toda su vida de escritor. Por un lado un manejo exquisito del idioma, que es preciso, rico, lleno de variantes, sin caer nunca en el español recargado y castizo. Por otro lado, y esto es posiblemente lo que de verdad importa, una disposición feliz ante el hecho de narrar.

6 (…) Mi generación, de más está decirlo, se enamoró de Rayuela, porque eso era lo justo y lo necesario y lo que nos salvaba, y sólo leímos Bomarzo algunos años después, casi como un ejercicio de arqueología. Contra lo que esperábamos, no salimos indemnes de esta lectura, entre otras cosas porque nadie o casi nadie puede salir indemne de cualquier lectura y mucho menos si son las más de seiscientas páginas de Bomarzo, una novela feliz, es decir, una novela que hará feliz a todo lector mínimamente sensible, es decir inocente, (…) [Bomarzo] es una novela sobre el arte y es una novela sobre la decadencia, es una novela sobre el lujo de novelar y es una novela sobre la exquisita inutilidad de la novela..‖ [Roberto Bolaño, "Bomarzo". A Entre paréntesis. Barcelona: Anagrama, 2004]

Si a esto le unimos que, por ejemplo, Arturo Pérez Reverte, escritor académicamente consagrado al mismo tiempo que cultor de la novela popular, cuando le piden que cite a los tres mejores escritores argentinos, nombra a Borges, a Mujica Láinez y a Arlt y que Fernando Vallejos, el narrador y cineasta colombiano transgresor y controvertido pero reconocido como uno de los mejores escritores colombianos haya dicho lo siguiente de Mujica Láinez:

De Mujica Láinez te puedo decir que es el prosista más grande del idioma español, con lo cual no te estoy diciendo que es el más grande escritor. Porque una cosa es ser un gran prosista y otra ser un gran escritor. Pero nadie, en los mil años de la lengua española, ha escrito un español con tal riqueza sintáctica y lexicográfica como él, con su ritmo y sonoridad. Es el gran prosista del idioma. [Entrevista a Fernando Vallejos, Ñ, Sábado 5 de julio, 2008]

no cabe duda de que el renovado interés de nuestra crítica está en gran medida impulsado por la lucidez extranjera, que a muchos argentinos los obliga a dejar de lado su provincianismo, su ideologismo y su estrechez literario-política. Pero más allá de que hayan sido los de afuera los que a muchos escritores e intelectuales les tuvieron que señalar un cambio radical de visión y de que en alguna medida haya retrocedido el prejuicio de que vender mucho es sinónimo de mala literatura —según lo prueban numerosos ejemplos extranjeros, entre los que elijo el más insólito por tratarse de un éxito post-

7 mortem, el húngaro Sandor Márai—, las cosas cambiaron, de la misma manera en que cambió la forma de leer a Mujica Láinez. Antes de detenerme en ese cambio, sin embargo, quiero aclararles que si digo que sólo ―en alguna medida‖ cambió el prejuicio de las ventas, es porque el sorprendente ensayista Damián Tabarovsky, en su libro Literatura de izquierda predica que el ―libro de izquierda‖ –denominación que me parece tan desopilante como a Heker en su momento la de ―Libro Guerrillero‖- debe resultar difícil de leer y por ello mismo ser poco vendible, atacando a quienes ganan premios y venden mucho. No me propongo polemizar con semejante despropósito, porque ya le valió una fulminante y sabrosa respuesta del narrador Guillermo Martínez, excelente escritor y de tanto éxito que una de sus novelas llegó al cine a manos de un director extranjero del calibre del español Alex de la Iglesia. Volviendo a lo anterior, decía que la manera de leer a Mujica Láinez como es lógico, ha cambiado, y así Alejandra Laera hace una lectura desde la compleja concepción de la belleza que exhibe el autor en su obra. La estudiosa insiste, con toda razón, en el costado profundamente transgresor de su narrativa, que se vincula con la renovación temática que desde Aquí vivieron en adelante marcó a sus obras y frente a la cual la crítica hizo casi infaliblemente ojos ciegos, tapándola mediante una especie de fijación obstinada en la exquisitez de su prosa y sin aludir siquiera a los laberintos del deseo, los desbordes de la sensualidad y la perversidad de las relaciones entre los personajes. Por más que me parece excelente y riquísima la nueva veta desde la cual Laera lee la obra de Mujica Láinez, descristalizando una visión que se impuso entre sus críticos, creo que también sería productivo revisar, desde nuestra perspectiva actual, aquellos aspectos antes señalados por la crítica a los que, en ciertos casos, el tiempo transcurrido les ha dado especial vigencia y una resonancia mayor de la que tuvieron en su momento o que han adoptado otras connotaciones. Desde mi punto de vista, esto ocurre de manera privilegiada con el conjunto de novelas conocidas como “la saga porteña”, que incluye Los ídolos

8 (1953), La casa (1954), Los viajeros (1955), Invitados en El Paraíso (1957) y, después de veintidós años, El gran teatro (1979). En relación con esto, señalo que a pocos meses de la muerte de Mujica Láinez, escribí un artículo que luego se publicó en el número de homenaje que la revista Sur le dedicó al escritor en 1986, donde señalaba que en su obra se pueden discernir siete líneas narrativas que intentan resolver, de diferente manera y desde perspectivas distintas, ese gran tema que, tanto como la belleza destacada por Laera, recorre toda su obra, el destructor paso del tiempo. Como sigo pensando que tienen validez, paso a enumerarlas, siguiendo casi sin excepciones el desarrollo cronológico de su obra, 1) el paso del tiempo a través de un espacio determinado, en la que incluí Aquí vivieron (1949) y Misteriosa Buenos Aires (1951) donde la focalización en el espacio permite ver la acción que el tiempo ejerce en la realidad, y que siempre termina en destrucción y decadencia, como lo señala la destrucción de una casa con que terminan ambos libro. 2) La clase o la estirpe a través del tiempo, que comprende la mencionada saga porteña y que nuevamente nos enfrenta con la decadencia pero ahora de una clase, y cuyo análisis dejaré para el final pues se trata de aquella que encuentro más significativa desde la perspectiva histórica actual. 3) El individuo y los grandes recortes temporales, donde entraban Bomarzo (1962), El unicornio (1965) y El laberinto (1974), su tres grandes frescos históricos sobre el Renacimiento italiano, el Medioevo francés y el Siglo de Oro español, donde se aborda directamente el tema de la búsqueda de la inmortalidad, empeño al que el arte es la única respuesta válida frente a las otras dos opciones que se plantean: la gloria guerrera y la prolongación por medio de la estirpe. 4) El escritor y su propia inmortalidad donde incluía exclusivamente a Cécil (1972) que representa el intento de autorrescate del escritor por medio del arte, en tanto que se trata de una autobiografía encubierta, puesta en boca del whippet del narrador.

9 5) La parodia del individuo, la familia y el espacio a través del tiempo, que comprende Crónicas reales (1967), De milagros y de melancolías (1968) y El viaje de los siete demonios((1974), las cuales son, respectivamente, las parodias del la estirpe, el espacio y el individuo a lo largo del tiempo, en una especie de estallido de risa general ante lo antes vivido dolorosamente, en el que el propio reidor está implicado, y que trae como consecuencia una rotación inédita de la mirada narrativa, que por primera vez se fija en el presente, lo que nos lleva a la 6) línea El rescate del instante, en la que se reúnen Sergio (1976), Los cisnes (1977) y El brazalete y otros cuentos (1978), y donde se acepta la fugacidad de la vida más allá de todo intento de inmortalización en función de ese valor supremo que se reafirma: la belleza. Así llegamos a la última línea, 7) la inmortalidad reafirmada donde ubico El escarabajo (1982) y Un novelista en el Museo del Prado (1984), libros en los cuales, tras la aceptación de la fugacidad, el autor vuelve a afirmar el arte como esfera cualitativa, no sólo por su valor en sí mismo, sino por ser testimonio del amor. De tales líneas, por más que habría algo nuevo que decir casi sobre cada una, quisiera detenerme específicamente en la segunda, donde aborda los efectos del tiempo en la clase o estirpe a través de la ―saga porteña‖. En ella, según la consideraba desde la perspectiva de 1984 en que escribí el artículo, afirmaba que se cumple el aporte de Mujica Láinez a la indagación en nuestra realidad nacional, al intentar, a través de la historia de la decadencia de la clase alta argentina, vista como familia o clan, la explicación de nuestra decadencia como país. Creo que es importante, al respecto, recordar el período histórico en el que, al igual que sus dos libros anteriores también signados por la impronta de la decadencia, los escribe el autor. Es el del primero y segundo gobiernos peronistas que, para su óptica de hombre que se consideraba heredero de la generación del 80 y su proyecto, implica el acabamiento definitivo de una idea de país. La conclusión del escritor es clara al respecto: si se ha llegado a tal acabamiento y transformación –presentada con extremo dramatismo en La casaes por la incapacidad de esa clase dirigente de mantenerse con dignidad en el

10 poder, entregándose a todas las irresponsabilidades y distracciones frívolas que su poder económico les permite Distracciones que, si bien están subrayadas en cada uno de los libros, como es el caso de los rumbosos viajes a Europa eludiendo toda responsabilidad socio-política, a los que se entrega la segunda generación de la familia de La casa, estarían paradigmáticamente representadas por ese baile ilusorio que centraliza el interés de todos los personajes de El gran teatro, el cual, lejos de realizarse, se transforma en el alegórico y monumental velorio que se cita al final. Al estar centrados en el baile y su suma de frivolidades, los miembros de la clase alta no prestan atención a lo verdaderamente importante que, si en el libro es la ópera Parsifal de singular poder simbólico, en la realidad es el destino del país, que sigue su curso sin esperar que los aristócratas frívolos retomen su lugar histórico abandonado. Ahora bien, si lo que se podía leer en 1984 era fundamentalmente esa significación asociada con nuestra historia de las décadas del 40 y el 50, considerada desde la perspectiva del tercer milenio, con los cambios sociopolíticos por los que ha pasado nuestro país así como por el proceso de brutal transformación económica y social del que hemos sido testigos en las últimas décadas, volver a ella resulta un ejercicio inquietante y aleccionador. Porque esa historia de la decadencia de la clase alta argentina que, desde la perspectiva del autor, implica el acabamiento definitivo de una idea de país, se revela ante todo, como la decadencia de una clase dirigente, provenga del estamento social que provenga. En este sentido, tras haber vivido momentos en que la gente salió a la calle al grito de ―Que se vayan todos‖ a raíz de la incapacidad de los dirigentes, surgidos no ya de la clase alta sino de la clase media y que llevaron prácticamente a la disolución y la ruina de su propia clase, pero que, además, constituyeron una nueva oligarquía apoyada en el dinero malhabido a partir del ejercicio el poder; o en que hemos presenciado un crecimiento y una expansión inédita de la corrupción entre todas las clases sociales y una reinstauración de discursos cargados de una actitud insultante y divisiva que creíamos superados desde el fin de la dictadura, ¿cómo no establecer

11 paralelismos espeluznantes con lo narrado por Mujica Láinez y desear fervientemente que aparezca un equivalente a él, surgido ahora de la clase media, quien, con la misma lucidez y capacidad crítica que el narrador tuvo para la clase a la que perteneció, cuente la correspondiente fiesta irresponsable y despilfarro desde el poder? Cuando, en 2004, en ocasión de los veinte años de la muerte de Mujica Láinez me hice más o menos esta misma pregunta, me respondí que el mero hecho de preguntarse por ese escritor o escritora inexistente era una muestra de desactualización histórica, ya que la escuela y la universidad del momento no eran proclives a la reflexión histórica seria y amplia, como lo demostraba, entre otras cosas, la escasa atención que le prestaba la crítica literaria del momento a la obra de Mujica Láinez. Pero los años pasaron y en este caso, al menos en un sentido, no lo hicieron en vano, porque como lo señalé al comienzo de esta charla, han surgido nuevas miradas críticas interesadas en la obra de Mujica Láinez y se hicieron antologías de textos suyos que no eran fáciles de conseguir o estaban directamente inéditos , lo cual demuestra tanto que hay una voluntad editorial de hacer que vuelva a circular entre los lectores como que se lo ha vuelto a leer no sólo por placer —función que de no sólo no desestimo sino que considero fundamental, pero que, para que un autor tenga verdadera incidencia cultural conviene que esté acompañada por la de la crítica- por sino para hacerlo producir

nuevos

sentidos,

es

decir,

resituándolo

y

revalorizándolo

culturalmente a partir del señalamiento de eso nuevo que nos dice su obra. Por eso, tanto como en 2004 terminaba mi reflexión con un tono profundamente melancólico, pues, recordando los dos versos finales del soneto que Borges le dedicó a Mujica Láinez. Manuel Mujica Láinez, alguna vez tuvimos Una patria —¿recuerdas?— y los dos la perdimos decía que, para los habitantes de este tercer milenio, esa patria que ellos llegaron a vivir, tenía la categoría de un ámbito mítico que, comparado con la

12 realidad concreta, lleva a reflexiones devastadoras sobre el encarnizamiento de la historia; en este momento, en cambio, a cinco años de semejante pesimismo, el hecho de que se haya revalorizado al escritor despierta nuevas esperanzas. Porque, en la medida en que las nuevas generaciones vuelvan sobre sus narraciones, sus penetrantes análisis de nuestra realidad histórica, las afiladas parodias con que destacó los defectos que su mirada descubría en los seres humanos y los grupos y el vuelo imaginario con el que recreó mundos perdidos y articuló universos aparentemente inconciliables, podrán, como nosotros en su momento, volver a disfrutar de su universo literario y, en relación con ese aspecto de ahondamiento y crítica histórica que he destacado, trasladar a su propio tiempo y su propia experiencia histórica, las reflexiones que despertaron en Mujica Láinez los avatares del país que le tocó vivir. Además, por cierto, de hundirse en el placer estético que su prosa admirable sigue produciendo y en el entusiasmo que genera, como decía Bolaño, su ―disposición feliz a la hora de narrar‖ Como las cosas parecen ser así, ya no resulta tan aventurado como en el 2004 imaginar que otra chica de dieciséis años, como yo años atrás, se compra La casa con los primeros pesos que gana por un trabajito de traducción para su padre y se queda enganchada con Mujica Láinez para el resto de su vida.

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