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Unidad 3 ¿Cómo te sientes? Más textos descriptivos Esas nobles medallas de oro de Sudamérica son como medallas del sol y medallones conmemorativos de

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Unidad 3 ¿Cómo te sientes? Más textos descriptivos Esas nobles medallas de oro de Sudamérica son como medallas del sol y medallones conmemorativos de los trópicos. Aquí están estampados en prolífica profusión palmeras, alpacas y volcanes; discos solares y estrellas; eclípticas, cuernos de la abundancia y briosos estandartes ondeando, de modo que el precioso oro, al pasar a través de esas fantásticas casas de timbre, tan poéticamente españolas, casi parece adquirir una gloria acrecentada y un valor añadido. Pues bien, resultó que ese doblón de oro del Pequod era un ejemplo de lo más opulento de todas estas cosas. En su borde redondo llevaba las letras REPÚBLICA DEL ECUADOR: QUITO. Así que esa moneda provenía de un país situado en el medio del mundo y debajo del gran ecuador y nombrado por él; y había sido fundido en plenos Andes, en el clima intemporal que no conoce el otoño. Enmarcadas por estas letras veías algo parecido a las tres cumbres andinas; una llama en una, una torre en otra, y sobre la tercera un gallo cantando; sobre todo ello, en forma de arco, había un segmento del zodiaco dividido, con todos los signos marcados con sus emblemas esotéricos habituales, y con el sol, como la clave de arco, entrando por el punto equinoccial en libra. HERMAN MELVILLE: Moby Dick, Valdemar La impresión dominante, incluso entre los brazos en espiral, es la de un río de estrellas pasando por nuestro lado: un gran conjunto de estrellas que generan exquisitamente su propia luz, algunas tan delicadas como una pompa de jabón y tan grandes que podrían contener en su interior a diez mil soles o a un billón de tierras; otras tienen el tamaño de una pequeña ciudad y son cien billones de veces más densas que el plomo. Algunas estrellas son solitarias, como el Sol, la mayoría tienen compañeras. Los sistemas suelen ser dobles, con dos estrellas orbitando una alrededor de la otra. Pero hay una gradación continua desde los sistemas triples pasando por cúmulos sueltos de unas docenas de estrellas hasta los grandes cúmulos globulares que resplandecen con un millón de soles. Algunas estrellas dobles están tan próximas que se tocan y entre ellas fluye sustancia estelar. La mayoría están separadas a la misma distancia que Júpiter del Sol. Algunas estrellas, las supernovas, son tan brillantes como la entera galaxia que las contiene; otras, los agujeros negros, son invisibles a unos pocos kilómetros de distancia. Algunas resplandecen con un brillo constante; otras parpadean de modo incierto o se encienden y se oscurecen con un ritmo inalterable. Algunas giran con una elegancia señorial; otras dan vueltas de modo tan frenético que se deforman y quedan oblongas. La mayoría brillan principalmente con luz visible e infrarrojo; otras son también fuentes brillantes de rayos X o de ondas de radio. Las estrellas azules son calientes y jóvenes; las estrellas amarillas, convencionales y de media edad; las estrellas rojas son a menudo ancianas o moribundas; y las estrellas blancas pequeñas o las negras están en los estertores finales de la muerte. La Vía Láctea contiene unos 400 mil millones de estrellas de todo tipo que se mueven con una gracia compleja y ordenada. CARL SAGAN: Cosmos, Planeta

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Con una superficie total de treinta y cinco metros cuadrados, que nunca se atrevieron a comprobar, su piso constaba de un recibidor minúsculo, una cocina exigua, la mitad de la cual había sido transformada en baño, un dormitorio de dimensiones modestas, una habitación para todo —biblioteca, sala de estar o de trabajo, cuarto de invitados— y un espacio mal definido, entre trastero y pasillo, donde lograban tener cabida una nevera de formato pequeño, un calentador eléctrico, un ropero improvisado, una mesa en la que comían y un baúl para la ropa sucia que asimismo les servía de banco. La falta de espacio resultaba tiránica ciertos días. Se asfixiaban. Pero aunque hicieran retroceder los límites de sus dos cuartos, derribaran paredes, inventaran pasillos, armarios empotrados, trasteros, imaginaran roperos modélicos, aunque se anexionaran en sueños los pisos contiguos, siempre acabarían encontrándose con lo suyo, lo único suyo: treinta y cinco metros cuadrados. Claro que cabía hacer algunos arreglos juiciosos: podía desaparecer un tabique, dejando libre un amplio rincón mal utilizado, podía sustituirse ventajosamente un mueble demasiado grande, podía surgir una serie de armarios empotrados. Sin duda, solo con que se pintara, limpiara, arreglara con amor, su vivienda hubiera sido indiscutiblemente encantadora, con su ventana de cortinas rojas y su ventana de cortinas verdes, con la larga mesa de roble, algo coja, comprada en el mercado de Les Puces, que ocupaba toda la largura de una pared, debajo de la bellísima reproducción de un portulano, y que mediante una pequeña escribanía con persiana estilo Segundo Imperio, de caoba incrustada con varillas de cobre, de las que faltaban algunas, estaba separada en dos zonas de trabajo, para Sylvie a la izquierda, para Jérôme a la derecha, cada una marcada por un mismo secante rojo, un mismo ladrillo de vidrio, un mismo bote para lápices; con su viejo tarro de vidrio engastado de estaño que había sido transformado en lámpara, con su decalitro para grano de madera delgada reforzada con metal que servía de papelera, con sus dos butacas heteróclitas, sus sillas de paja, su taburete vaquero. Y se habría desprendido del conjunto, limpio y nítido, ingenioso, un calor amigable, un ambiente simpático de trabajo, de vida en común. GEORGES PEREC: Las cosas, Anagrama

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Aunque a finales del siglo XIX ya era un lugar común decir que Barcelona vivía “de espaldas al mar”, la realidad cotidiana no corroboraba esta afirmación. Barcelona había sido siempre y era entonces aún una ciudad portuaria: había vivido del mar y para el mar; se alimentaba del mar y entregaba al mar el fruto de sus esfuerzos; las calles de Barcelona llevaban los pasos del caminante al mar y por el mar se comunicaba con el resto del mundo; del mar provenían el aire y el clima, el aroma no siempre placentero y la humedad y la sal que corroían los muros; el ruido del mar arrullaba las siestas de los barceloneses, las sirenas de los barcos marcaban el paso del tiempo y el graznido de las gaviotas, triste y avinagrado, advertía que la dulzura de la solisombra que proyectaban los árboles en las avenidas era solo una ilusión; el mar poblaba los callejones de personajes torcidos de idioma extranjero, andar incierto y pasado oscuro, propensos a tirar de navaja, pistola y cachiporra; el mar encubría a los que hurtaban el cuerpo a la justicia, a los que huían por mar dejando a sus espaldas gritos desgarradores en la noche y crímenes impunes; el color de las casas y las plazas de Barcelona era el color blanco y cegador del mar en los días claros o el color gris y opaco de los días de borrasca. Todo esto por fuerza había de atraer a Onofre Bouvila, que era hombre de tierra adentro. Lo primero que hizo aquella mañana fue acudir al puerto a buscar trabajo como estibador. EDUARDO MENDOZA: La ciudad de los prodigios, Seix Barral

Los osos pardos cantábricos o ibéricos son los más pequeños de todo el mundo, pues los machos rara vez sobrepasan los 180 kg y las hembras rondan los 130 o 140 kg. Los osos tienen unas enormes variaciones de peso a lo largo del año y de un año a otro, dependiendo de la abundancia o escasez de comida. La altura en la cruz de nuestros osos pardos (desde la base de la pata hasta la cruz, que es el punto más alto del cuerpo y donde se articulan las extremidades anteriores) varía entre 90 cm y 1 m y su longitud total ronda los 2 m (desde la cabeza hasta la cola). La coloración del pelaje de los osos ibéricos varía desde un crema pálido hasta el pardo oscuro, pero siempre con una peculiar coloración más oscura, casi negra, en las patas y amarillenta en la punta de los pelos. Los ojos y el final de la trufa son negros; son de los pocos detalles que contrastan con su mata de pelo pardo. www.faunaiberica.org

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Unidad 3 ¿Cómo te sientes? Más textos descriptivos Hemos de contentarnos, por desgracia, con la poesía para una descripción detallada del mismo Flush en su juventud. Tenía ese matiz especial marrón oscuro que reluce al sol “como el oro”. Sus ojos eran “unos ojos atónitos color avellana”. Las largas orejas “le enmarcaban la cabeza como una capota”, sus “piececitos” estaban “endoselados con mechones” y la cola era ancha. Pese a las inevitables concesiones a las exigencias de la rima y a las inexactitudes de la dicción poética, todas esas peculiaridades habrían sido aprobadas por el Spaniel Club. No podemos dudar de que Flush era un cocker de casta, perteneciente a la variedad rojiza dorada de todas las excelencias que caracterizan a su especie. VIRGINIA WOOLF: Flush, Salvat

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El anciano caballero de la mesa del té, que había venido de Norteamérica treinta años atrás, había traído consigo, como parte más importante de su equipaje, su fisonomía típicamente americana, y no solo la había traído, sino que también la había conservado en perfecto estado por si se presentaba el caso de tener que volver a su país con ella. A pesar de todo, en esos momentos no se sentía en disposición de viajar; se habían acabado ya sus días de trashumancia, y ahora disfrutaba del breve descanso que precede inevitablemente al descanso definitivo. Tenía nuestro hombre una cara enjuta y perfectamente rasurada, de rasgos apacibles y expresión de plácida agudeza. Era evidentemente uno de esos rostros que no disponen de una gran gama de expresiones, de modo que su aire de satisfecha sagacidad era aún más meritorio. Al contemplarlo, hubiérase dicho que estaba pregonando el éxito que su poseedor había logrado en la vida, mas parecía pregonarlo de suerte que no se lo tomara por un éxito ofensivo y exclusivo, sino que se pudiera considerar que tenía la inofensividad del fracaso. El personaje había, en efecto, tenido una gran experiencia en el trato de los hombres, pero mostraba una sencillez casi rústica en aquella desmayada sonrisa que se extendía sobre sus anchas y huesudas mejillas en el momento en que depositaba cuidadosamente su tazón en la mesa. Iba pulcramente vestido de negro y con el traje bien cepillado. Sobre las rodillas tenía, plegado, un chal y calzaba unas gruesas zapatillas bordadas. Un hermoso pastor escocés yacía a sus pies en la hierba, la cara vuelta hacia la de su amo, al que contemplaba con mirada casi tan tierna como la de aquel al contemplar la autoritaria fachada de su mansión. HENRY JAMES: Retrato de una dama, Alianza Suelo reservarme mis juicios, costumbre que me ha permitido descubrir a personajes muy curiosos y también me ha convertido en víctima de no pocos pesados incorregibles. La mente anómala detecta y aprovecha enseguida esa cualidad cuando la percibe en una persona corriente, y se dio el caso de que en la universidad me acusaran injustamente de intrigante, por estar al tanto de los pesares secretos de algunos individuos inaccesibles y difíciles. La mayoría de las confidencias no las buscaba yo: muchas veces he fingido dormir, o estar sumido en mis preocupaciones, o he demostrado una frivolidad hostil al primer signo inconfundible de que una revelación íntima se insinuaba en el horizonte; porque las revelaciones íntimas de los jóvenes, o al menos los términos en que las hacen, por regla general son plagios y adolecen de omisiones obvias. No juzgar es motivo de esperanza infinita. Todavía creo que perdería algo si olvidara que, como sugería mi padre con cierto esnobismo, y como con cierto esnobismo repito ahora, el más elemental sentido de la decencia se reparte desigualmente al nacer. Y, después de presumir así de mi tolerancia, me veo obligado a admitir que tiene un límite. Me da lo mismo, superado cierto punto, que la conducta se funde sobre piedra o sobre terreno pantanoso. Cuando volví del Este el otoño pasado, era consciente de que deseaba un mundo en uniforme militar, en una especie de vigilancia moral permanente; no deseaba más excursiones desenfrenadas y con derecho a privilegiados atisbos del corazón humano. La única excepción fue Gatsby, el hombre que da título a este libro: Gatsby, que

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Unidad 3 ¿Cómo te sientes? Más textos descriptivos representaba todo aquello por lo que siento auténtico desprecio. Si la personalidad es una serie ininterrumpida de gestos logrados, entonces había en Gatsby algo magnífico, una exacerbada sensibilidad para las promesas de la vida, como si estuviera conectado a una de esas máquinas complejísimas que registran terremotos a quince mil kilómetros de distancia. Tal sensibilidad no tiene nada que ver con esa sensiblería fofa a la que dignificamos con el nombre de “temperamento creativo”: era un don extraordinario para la esperanza, una disponibilidad romántica como nunca he conocido en nadie y como probablemente no volveré a encontrar. FRANCIS SCOTT FITZGERALD: El Gran Gatsby, Anagrama

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