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Matrimonio, parentesco e Iglesia católica en la España del siglo XIX1 Antonio Irigoyen López (Universidad de Murcia)
En el Boletín-Revista del Ateneo de Valencia de 5 de junio de 1870, apareció un artículo titulado “La muger”, en el que se puede leer: “Desengañémonos de una vez, el amor es la libertad, el amor es el fundamento de la familia, ésta a su vez de las sociedades; solo cuando exista la libertad en la esfera del amor y de la familia, se reflejará en la sociedad y en las leyes; cuando quede abolida la injusticia en el seno de la familia, abolida quedará en el de las sociedades”2.
Varias conclusiones, a simple vista, se pueden extraer del texto acerca de qué era para el autor la familia: una institución que surge por afecto y que se establece libremente. Asimismo, se declara que la familia es la base de la sociedad, por lo que de cómo sea la familia dependerá cómo será la sociedad. El autor sostiene que la familia no era un espacio de libertad, ni de afectividad, ni, mucho menos, de igualdad, y lo mismo cabría decir de la España del momento. En especial, aludía a la situación de desigualdad y sometimiento que sufría la mujer en el interior de las familias, supeditada al marido, recluida en el hogar, cuya función psaba por ser buena esposa y madre (Crespo, 2012: 101-112). A pesar de todo lo anterior, la familia que el autor presenta ya no es la propia del Antiguo Régimen: “La familia participaba de un carácter patriarcal afectado y absoluto, y en las costumbres habia mas hipocresia que virtud, mas ignorancia que candidéz: existía mas respeto que cariño, la voluntad paterna era absoluta, los hijos anteponina la obediencia al sentimiento, graves errores que á su vez conducían á lastimosas consecuencias. Cuando España despertó herida en su honra por Napoleon, las ideas de la revolucion y de la nueva época que solo en ciertas esferas habian penetrado y no por completo, se infiltraron en el pueblo poco á poco, las costumbres cambiaron; la familia ha tomado como el gobierno una forma mas conforme á la naturaleza de ambas sociedades”3.
La familia, por tanto, ha evolucionado, pero todavía no había llegado a la armonía de todos sus integrantes, quizás porque seguían pesando mucho comportamientos y actitudes del pasado. Sin embargo, la Iglesia católica estimaba que la familia llevaba tiempo sufriendo un acoso que amenazaba con su desaparición, todo debido a los cambios políticos, sociales y económicos que trajo consigo el tránsito del 1
El presente trabajo forma parte del Proyecto de Investigación El legado de los sacerdotes. El patrimonio del clero secular en Castilla durante el Antiguo Régimen (11863/PHCS/09), financiado por la Fundación Séneca. Agencia Regional de Ciencia y Tecnología de la Región de Murcia. 2 Boletín-Revista del Ateneo de Valencia, tomo I, Valencia, Imprenta de José Rius, 1870, p. 8. 3 Boletín-Revista del Ateneo de Valencia, 1870, p. 12.
Antiguo Régimen a la sociedad liberal. Es bien conocido que el siglo XIX supuso para la Iglesia católica un reto de adaptación que no supo, o no quiso, hacerlo. De ahí que haya que hablar del inmovilismo social del clero (Laboa, 1994: 43-44). De esta forma, la apuesta de la Iglesia no fue tanto por el presente como por el pasado. A fin de cuentas, desde el Concilio de Trento, la tradición, la herencia del pasado, fue una de las fuentes doctrinales. Sin embargo, algo había que hacer puesto que era evidente que, durante el siglo XIX, la influencia eclesiástica sobre la población española decayó. Precisamente, este trabajo pretende incidir sobre cómo respondió la Iglesia española a los nuevos presupuestos sociales y para ello, se va a pasar a analizar qué tipo de familia defendía, prestando atención a la cuestión de la autoridad.
Los fundamentos ideológicos de la familia católica. Como señalaba Portero (1978: 71-72), durante el siglo XIX, se produjo en España una importante lucha en el terreno ideológico: una ideología católica que era dominante y que se sentía amenazada, frente a una ideología burguesa que intentaba imponerse. Lo fundamental es entender que ambas tenían su propia forma de concebir la organización social, las cuales, por otra parte, eran antagónicas. La Iglesia defendía una sociedad propia del Antiguo Régimen, más que nada porque en ella gozaba de una posición privilegiada, a la vez que tenía una amplia e incontestada influencia social. Los liberales, por el contrario, abogaban por una sociedad clasista fruto del capitalismo imperante. La consecuencia final fue que ni una ni otra se impuso, lo que permitió la pervivencia de la cosmovisión católica tradicional entre la masa rural y gran parte de las clases medias. Para el clero, la religión católica era el sustento de la sociedad. En consecuencia, la Iglesia se había convertido en el principal garante de la familia. Todo pasa por mantener la visión católica de la sociedad, la cual para manteners debía basarse en tres fundamentos: orden, jerarquía y autoridad. Y esto es algo que sólo Dios podía garantizar; entonces, si se negaba la existencia de Dios y la influencia de la Iglesia, la sociedad estaba abocada al caos y a la anarquía (Portero, 1978: 27). Este mensaje, al principio no será atendido por la burguesía liberal en tanto que se estaba ocupada en destruir el Antiguo Régimen, el cual, efectivamente, la Iglesia trataba de restaurar; representaba todo el pasado. ¿Sucedía lo mismo con la familia? ¿Existía una familia del pasado y una familia del presente (y del futuro)?
Sin Dios, sin Iglesia no había, no podía haber familia porque no habría orden para ninguna de las relaciones sociales, no habría autoridad por lo que se saltarían todas las reglas establecidas: “¿No hay Dios? Luego […] lo mismo vale ser incestuoso que casto, adúltero que continente […] Luego sin pecado puede el hijo levantarse contra su padre […] y el criado contra su amo, cuando el interés personal del criado […] o del hijo así lo exija”4.
Estas palabras, correspondientes a uno de los sermones que, a finales del siglo XVIII, pronunciara fray Miguel de Santander, pueden ser consideradas como manifestación de los principios sociales que defendía la Iglesia católica: el paternalismo como ideología vertebradora de la sociedad (Mantecón, 2002: 22). Lo que valía para el siglo XVIII también habría de valer para el siglo XIX. Basta con comprobarlo con las palabras que, a mitad de la centuria, propugnaba el obispo de Barcelona, Costa y Borrás (1854: 77): “Todo lo bueno procede de la Religion, y que todo lo malo nace del desvío é infraccion de sus grandes y admirables principios. La Religion forma y educa al indivíduo cual cumple á la dignidad del hombres, segun la enseñanza bajada del cielo […] Si del indivíduo pasamos á la familia, tambien observarémos que la Religion instruye segun Dios, porque tampoco existe quien fuera de ella pueda prestar cumplidamente tan importante servicio”.
La familia se concebía como la base de la sociedad, y si se ha dicho que ésta tenía tres fundamentos, la familia, también, en tanto en cuanto obedecían a los designios divinos: “Con superior motivo ha debido ella [la religión católica] enseñar los veraderos y sólidos principios de la constitucion social, según exige el alto carácter del hombre. Dios Nuestro Señor, infinitamente sabio y misericordioso, y cuya adorable Providencia ha dispuesto todas las cosas en número, peso y medida, ni falta en lo necesario, ni abunda en lo superfluo. Si ha provisto de la instrucción conveniente á la criatura que ha lanzado al mundo, y á la sociedad conyugal que la ha querido hacer servir de medio para la conservacion de la especie, tampoco ha andado escado en acordarlos para el buen orden social, que tambien es suyo, ó efecto de su soberana voluntad. Así es, que los grandes principios sobre la autoridad, el modo de ejercerse, el respeto que la es debido, con otras mil consideraciones de suma imporancia y tracendencia, se han comunicado al linaje humano por el órgano de la verdadera Religion”5.
Se trataba de una familia regulada, como bien se indicaba en el título de la popular obra de fray Antonio Arbiol de inicios del siglo XVIII y que habría de condicionar el planteamiento católico. La familia era una institución regida por la desigualdad y la jerarquía, por lo que sólo era necesario un fundamento: la autoridad, ejercida en exclusiva por el padre y esposo. La religión católica apuntalaba, al
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Citado en Portero (1978: 27) Costa y Borrás (1854: 78-79).
legitimarla, esta concepción familiar, como lo expresaba, con claridad meridiana, el obispo de Pamplona Uriz (1827: 56): “La misma doctrina [cristiana] enseña al jóven, como ha de profesar atención y obedecer á sus Padres y mayores, é instruirse para ser util; como lo ha de hacer la muger al marido”.
Una vez asentada la nueva sociedad, algo que se puede establecer –con todas las limitaciones y precauciones que sean necesarias– hacia la mitad de siglo XIX (la década moderada de Narváez), se empezará a vislumbrar un acercamiento entre las clases dirigentes liberales y la Iglesia católica. La firma del Concordato, así como los años de la Unión Liberal, reconciliarán un poco a ambas partes. Sin embargo, entre los eclesiásticos las heridas abiertas seguían abiertas y existía cierto resentimiento hacia la burguesía, a la que se culpabiliza del ataque a la Iglesia y a la religión. Por esta razón, el clero siguió presentándose como víctima pues, realmente, se produjo un lento abandono de las prácticas religiosas, según puede desprenderse de los datos sobre la práctica sacramental o el número de vocaciones (Callahan, 2003: 196197). Los notables fueron los primeros que se cuestionaron la doctrina cristiana. El obispo de Cartagena, Mariano Barrio, en su visita ad limina de 1851, comentaba que “algunos —no pocos— que se llaman a sí mismos ilustrados, espíritus fuertes”6, habían abandona el catolicismo, haciendo, además, gala de ello. De igual manera, la Iglesia culpabilizará a las élites burguesas de la disolución de la familia, lo que conduciría al desorden social. De esta forma, se contraponía el pueblo, puro, todavía apegado al catolicismo, a las clases superiores, contaminadas y contaminadoras: “Los lazos familiares, sociales y religiosos se han relajado mucho, sobre todo en las clases adineradas, entre los grandes señores de ciudades y pueblos. Si entre los magnates y ricos principalmente se han relajado los vínculos de la religión y la autoridad, en las clases inferiores solamente un poco”7.
Sin embargo, al final se producirá la unión de la Iglesia, no con el pueblo, sino con las clases dirigentes. El momento definitivo tendrá lugar tras el sexenio democrático, pues en la Restauración se procede a catolizar a la burguesía española8. Con aquélla, el abandono de las clases populares y el combate al movimiento obrero: religión, patria, orden y propiedad son los preceptos que defenderán la burguesía propietaria, el clero e incluso el ejército. De este modo, el mensaje católico sobre la 6
Irigoyen López y García Hourcade (2001: 630). Irigoyen López y García Hourcade (2001: 630). 8 Gil Cremades (1973: 17). 7
sociedad y la familia, no sólo será asumido por las clases dirigentes, sino defendido con ahínco, ante las nuevas amenazas, como podría ser el movimiento obrero.
El principio de autoridad como base de la familia y de la sociedad. El modelo de familia propuesto por la Iglesia católica tiene dos fundamentos principales: el cuarto mandamiento y el séptimo sacramento. Ambos confluyen en un concepto que, como se ha visto, es la base de la familia: autoridad. Según Ramón Buldú, el Catecismo tridentino señalaba que la palabra honrar englobaba todo, esto es: amor, respeto, obediencia y asistencia. En cualquier caso, lo que es evidente es que el cuarto mandamiento era el que legitimaba la autoridad paterna: “Es, en fin, un monstruoso trastorno de la naturaleza y de la gracia, pues que son señores y soberanos en su esfera, a los cuales un hijo les debe entera sumision y deferencia”9.
Se estaba proporcionando una estructura jerárquica de la familia –y también de la sociedad– y se condenaba al pecado a los hijos que no lo cumplían. El autor desgrana hasta ocho ocasiones en que pecan los hijos. Es interesante detenerse en el último de ellos, por el cual se condena a los hijos que actúan por sí solos, sin consultar, ni tener en cuenta la opinión de los padres: “Por no extendernos demasiado, faltan, en fin, á este respeto debido á los padres los hijos que no les consultan ó dan parte en asuntos graves é importantes en que debe contarse con la atuoridad paterna ó materna. Y los que en lugar de seguir los consejos de sus padres, cuando estos no van contra su salvacion de un modo evidente, los menosprecian y obran segun sus propias ideas sin razonable motivo, no se excusan de pecado”10.
Es evidente que si se trataba de reivindicar el principio de autoridad paterna, había que incidir en la obediencia de los hijos. Por esta razón, Buldú dedicara todo un capítulo a este asunto y comienza estableciendo, nada más y nada menos, que la legitimidad divina de la patria potestad, de tal manera que a los padres, los hijos deben “obedecerles como á superiores y lugartenientes de Dios, á quienes de derecho divino pertenece mandar, como ejerciendo autoridad en nombre de Dios” (Buldú, 1864: 16). Se trata, por consiguiente, de crear la conciencia de pecado pues la autoridad de los padres procede directamente de Dios; de ahí que, si no se les obedece, se está incurriendo en pecado: “Impone Dios en su ley las más rigurosas penas contra los hijos desobedientes” (Buldú, 1864: 16). El autor incide con bastante teatralidad en este punto cuando barrunta el castigo divino: 9
Buldú (1864: 12). Buldú (1864: 14-15).
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“¡Ah, amados hermanos míos! faltas tan contrarias á la naturaleza jamás quedan impunes, porque tarde ó temprano caerá la maldición de Dios sobre los hijos que no hayan cumplido para con sus padres los sagrados deberes que les prescribe el Señor. Si es verdad que Dios ha prometido recompensa en este mudno y en el otro á los que honran á sus padres, tambien lo es que extenderá sus venganzas hasta en la eternidad á los hijos ingratos y rebeldes” (Buldú, 1864: 19).
Pero, siguiendo toda una tradición eclesiástica, patente ya en el Catecismo para los párrocos, de Pío V, el cuarto mandamiento se concibe por la Iglesia católica como el fundamento que sirve para mantener el orden social y político, de tal modo que se sostiene que “es necesario para el buen órden y recta justicia que el inferior esté sometido á su superior” (Buldú, 1864: 17). Ya se ha insistido que la familia es una institución básica para la sociedad. Por esta razón, la Iglesia siempre se ha preocupado por controlarla; en el Antiguo Régimen el monopolio eclesiástico estuvo asegurado, seguramente, como dice Gaudemet (1993: 165), debido a la dejación del poder civil. En el siglo XIX, la situación cambió y la Iglesia tuvo que pugnar para no perder su posición dominante. Por eso se insiste que lo principal es que la familia fuera cristiana, ya que ésta era la mejor forma para que la sociedad también lo fuera. De ahí la insistencia en el adoctrinamiento de los niños para que conocieran los fundamentos católicos: “Aunque tengo insinuado cuanta es la obligacion de los Padres y amos de familia en la misma tan grave materia [la enseñanza de la doctrina cristiana], pide ese punto por su importancia que se despierte lo que se pueda. Esta enseñanza por si ó velar sobre que la tengan cumplidamente sus dependientes, es de rigurosa conciencia, y he espuesto como se radicaria en los fieles con lo que llama el pensamiento de los inmensos beneficios del Señor y de verdades eterna” (Uriz, 1827: 63).
A lo que hay que añadir la creación de un discurso en el cual quedase de manifiesto que la familia, más que una institución natural, es divina, o sea, que ha sido querida e instituida por Dios, de tal forma que la religión católica es la que garantiza su existencia, tal y como se expresaba el obispo de Barcelona Costa y Borrás (1852: 78): “Si del individuo particular pasamos á la familia, tambien observarémos que la Religion instruye según Dios, porque tampoco existe quien fuera de ella pueda prestar cumplidamente tan importante servicio”.
Pero también los grupos dirigentes eran conscientes de la necesidad de controlar la familia y, por extensión, la sociedad. En unos momentos en que la burguesía conservadora intentaba afianzarse en el poder y en que se había producido un acercamiento hacia la Iglesia, no pudo menos que resultarle sumamente útil el discurso eclesiástico que reclamaba el respeto a la autoridad para la buena marcha de la organización social y política:
”Es necesario distinguir muchas especies de paternidad: la natural, que radicalmene subsiste en el padre y en la madre; la espiritual, cuya calidad subsiste en los pastores y demás superiores eclesiásticos; y en fin la temporal, cuyos depositarios son los monarcas ó jefes superiores de un Estado, bajo cualquier forma política. Es obligacion obedecer á los primeros en el órden doméstico y de familia; es necesario obedecer á los sacerdotes en el órden de la salvacion de nuestras almas; es necesario obedecer á los últimos en el órden público, social ó político: porque emanando de Dios todo poder, los que le ejercen son verdaderamente nuestros padres. Es pues indispensable á todo el que aspire á ser fiel á los mandamientos de Dios, venerar las potestades superiores, honrar y respetar á los soberanos, y á los ministros revestidos de su autoridad; por consiguiente está prohibido hablar de ellos con menosprecio, murmurar contra su gobierno, desacreditarlos, inspirar en los demás el descontento, el espíritu de rebelion y amotinamiento, que no son sino consecuencia del menosprecio que se hace de las personas de alto puesto y aun de los soberanos mismos” (Buldú, 1864: 26).
La conflictividad familiar. Pero la insistencia eclesiástica sobre el cuarto mandamiento también repara en una cuestión que parecía haberse olvidado ya en el siglo XIX como es la solidaridad familiar, el deber de ayuda y asistencia mutua entre todos los componentes de la familia: “El deber último de los hijos para con sus padres consiste en prestarles asistencia según la posibilidad suya y necesidades de ellos” (Buldú, 1864: 18). El autor sostiene que, más que nada, se trata de devolver todo lo que han recibido de sus progenitores; se trata, en consecuencia, de un acto de justicia: “Por mas que hagan los hijos por sus padres, nunca jamás podrán igualar á lo que sus padres han hecho por ellos” (Buldú, 1864: 18). De igual manera, se trataba que las familias fueran modélicas. Lo que esto significaba para los eclesiásticos, lo expresó el obispo de Pamplona en su Carta Pastoral de 1827: “la familia ha de vivir en una dulce union, aplicados sus individuos al trabajo respectivo, y ciñéndose hasta lo posible á sus facultades sin gastos superfluos; como se han de de abstener de lo que pueda turbar el bien comun; y como han de atender á la felicidad general de su poblacion, y auxiliarla” (Uriz, 1827: 56).
De nuevo, se aprecia la correspondencia entre buen funcionamiento de la familia y buen funcionamiento de la sociedad. Por otra parte, no escapa al prelado la consideración de la familia como una unidad de producción, lo que exije que la asistencia mutua entre sus componentes no sea un mero argumento retórico e ideal, sino que, por el contrario, es el fundamento para su subsistencia. Y lo mismo cabría decir de la gestión económica de la familia. Aquí aparece otro de los temas preferidos por los autores eclesiásticos, que gozaban de gran tradición, como es el del afán desmedido del
lujo como causa de la ruina de las familias; ruina, no sólo económica, sino también, y lo que es peor, moral: “Lo de vivir las familia brumadas de empeños, es un mal comun, que lleva en sí muchos pecados, y cuya cura ofrece dificultades, cuando se descubre una casi imposibilidad de pagar, y se encendieron ya las quimeras […] El germen del mal consiste en que se gasta viciosamente lo que no se debe, ni se puede. Se nutre por el habito contraido, y por el apetito natural de lucirlo” (Uriz, 1827: 56).
El lujo desmedido, el afán de riquezas, conduce al empobrecimiento y la miseria, a la creación de conflictos e incluso a la disolución del núcleo familiar. Y, según el obispo de Pamplona, esto era algo frecuente y, por lo general, de difícil solución: “Sobre diferencias dentro de la misma familia, causadas por la miseria. Suelen ser comunes y de dificil cura. Si el Párroco, con discreción y tiempo hace entrar á todos en el santo temor de Dios con medidas, para que se confiesen bien, lo habrá remediado todo, y de otra suerte no adelantará mucho. Sin embargo, si como es natural le llaman, procurará con buen modo cortar la cólera, dándoles al propio tiempo los consejos generales que le inspire la situacion, y esforzándose mas en los lances repentinos, sin declararse luego por una parte mas que por otra; y despues intruyéndose de cuanto sea preciso, y meditando lo que convenga á aquellos desgraciados, tratará de establecer lo mejor, y no dude que en lo regular, el ocio, y mal genio con el vicio, la dilapidacion y gastos arbitrarios del amo ó de la ama que no se pueden soportar, suelen frecuentemente ser el origen de las quimeras que, subsistiendo la causa, apenas se remediarán jamás” (Uriz, 1827: 43-44).
Así, pues, la realidad, con frecuencia, contradecía el modelo teórico e ideal de familia propuesto por la Iglesia católica. Los eclesiásticos eran perfectamente conscientes de que en el interior de las familias podían vivirse situaciones de alta tensión, algunas muy graves. Sin embargo, eran reacios a intervenir directamente: “Esta es materia delicada, y de que quisiera prescindir. El enemigo comun gana no poco en las turbaciones de esa clase, y bastantes veces con fundamentos aéreos” (Uriz, 1827: 49).
La razón principal residía en que la familia –que ya se ha visto que era una estructura jerárquica– se concebía como un espacio privado, en el que el padre tenía todo el poder, era el soberano: “porque cada casa, cada hogar doméstico es una república ó gobierno en miniatura, en la cual es tan necesaria la subordinacion para mantener el órden, como lo es en un vasto imperio” (Buldú, 1864: 16-17).
Con todo, como ya se ha visto, el obispo de Pamplona, Joaquín Javier Uriz Lasaga, trataba de aconsejar a los párrocos de su diócesis sobre cómo debían actuar ante los conflictos familiares. El prelado sostenía que la Iglesia es el principal sostén de la familia ya que la doctrina cristiana enseña cómo se ha de ser y vivir en familia, por lo que el cura debe actuar primero como guía espiritual, manejando las herramientas que tiene a su disposición, pero no como castigo o amenaza, sino tratando de aconsejar privadamente a cada uno de los componentes de la familia. Esta acción pastoral debería
completarse con una labor mediadora, más pública, en la cual podría requerir ayuda a las personas más influyentes de la comunidad. Sólo cuando hayan fracasado estas medidas, se recurrirá al castigo, tanto el espiritual como el civil: “Con alguna particularidad han de ser llamados los interesados á que busquen su quietud, y su consuelo en Dios por la frecuencia de los Sacramentos, agregando el Parroco sus sanos consejos á todos, según lo exijan las circunstancias, y aspirando á calmar los ánimos sin olvidar remover, cuanto se pueda, los escollos del trato que agita la imaginacion. Y si en efecto hubiere escándalo, despues de trabajar el Cura para que se corte sin estrépito en repetidos oficios paternales, que no hayan producido, ni espera han de producir enmienda, se valdrá de las medidas fuertes en union con la Justicia, no debiéndose tolerar semejante porte, aunque para descender á ese término, ha de reflexionar, y aun asegurarse por algun tercero que sea práctico, de que obra bien” (Uriz, 1827: 49-50).
Como se puede apreciar, el obispo escribía con cierto pesimismo sobre la efectividad de la labor eclesiástica para remediar las diferencias que surgían en el interior de las familias, ya entre padres e hijos, ya entre los esposos. Las fuentes principales de esta conflictividad radicaban, principalmente, en cuestiones materiales. En primer lugar, todo lo relacionado con la herencia y el reparto de bienes. Ramón Buldú señalaba: “Pero ¡ah! en estos malhadados tiempos cuán pocos hijos se ven exactos de cumplir con deberes tan esenciales! Ansiosos de repartirse entre sí los bienes del padre ó madre finados, solo piensan en aprovecharse de la herencia, sin cuidarse del triste estado en que tal vez se hallen sus difuntos padres” (Buldú, 1864: 19).
Uno de los principales problemas surge cuando se designa un heredero principal. En zonas del norte de la península ibérica, así como en Cataluña regía la costumbre del heredero único (Ferrer, 2011: 269-295). Esto implicaba que surgía desavenencias entre los hermanos, tal y como apuntaba el obispo de Pamplona: “Los Padres hasta nombrar heredero tienen por mejor al que eligen á su tiempo, y despues sucede que prefieren á otro, causando esto bastantes quejas, y el temor de que los ancianos desperdician sus bienes en los demas hijos. Alli los viejos han de tener presente que hicieron donacion, y los jovenes no olvidar, que los otros son sus hermanos para sufrirse hasta donde se puedan. Han de trabajar por sostener, y aumentar la casa con un porte cristiano, y con amor mutuo. Esto les aconsejará el Cura” (Uriz, 1827: 48).
Lo peor es que los conflictos hereditarios pueden conducir a la disolución de la familia, a la escisión en dos o más grupos domésticos. Y el obispo aconseja al párroco que en esos casos, recurra a la escasa rentabilidad y a los perjuicios económicos que conllevaría tal decisión: “Recordándoles [el cura] para evitar las separaciones, por desgracia tan frecuentes, que á su virtud se aniquilan, y que el daño mayor es para los jóvenes; porque entonces se aumentan los gastos con dos familias, y es la labor más lánguida, con los cual no podrán vivir los nietos; y en conclusion deben aguantarse todo, y procederse á la particion solamente cuando se esperimente, que apenas es posible que unidos sirvan á Dios. Hay en esto demasiada facilidad” (Uriz, 1827: 48-49).
No menos graves eran los conflictos que surgían entre los esposos. Aunque en apariencia el discurso eclesiástico abogaba por la igualdad entre los cónyuges, lo cierto es, como se vio al inicio de este trabajo, existía una desigualdad manifiesta a favor del esposo. Todavía estaba vigente el aserto de San Juan Crisóstomo de que “el varon ha de ser siempre cabeza de la muger y superior de la casa” (García Mazo, 1839: 280). De igual modo, en la obra de Buldú (1864: 47), se detallan de forma explícita las obligaciones de las esposas y aunque se dice “los deberes de los esposos para con sus esposas son los mismos que los de éstas para con ellos”, lo cierto es que queda patente su dominio sobre la mujer si se repasan las obligaciones de ésta: “Los deberes de una esposa para con su marido consisten principalmente en seis cosas: honra y respeto, amor tierno, obediencia en cuanto no se oponga á Dios, paciencia á toda prueba, fidelidad inviolable, y asistencia” Buldú (1864: 46).
Si se profundiza en cada uno de estos puntos, se podrá comprobar, una vez más, la sumisión de la mujer dentro de la familia, argumentándose que esta situación fue establecida por Dios, repetiendo el tradicional esquema eclesiástico que equiparaba a la mujer con Eva: “La mujer ha de estar sometida á su marido, como á Cristo la Iglesia, en todo lo que es conforme a Dios. Dios mismo es quien ha sometido la mujer al varon en castigo de su rebeldía. Está pues obligada á obedecer siempre que no sea contra la ley y la voluntad del Señor” (Buldú, 1864: 46).
De tal modo que si la voluntad divina fue la sujeción femenina, entonces la mujer no puede modificar su situación porque, ni siquiera, puede rebelarse contra ella: “Por no seguir estas reglas dictadas por la prudencia y la caridad, muchas mujeres faltan al deber tan esencial que les prescribe la Religion de sobrellevar con paciencia y amor las faltas de sus maridos, aun cuando de ellos recibierna sinrazones y mal trato. Porque si en algun tiempo es meritoria y preciosa á los ojos de Dios su obediencia, lo es cabalmente en estas coyunturas tan desagradables y difíciles; porque no fundándose su virtud en ningun motivo ni atractivo humano, solo puede ser dictada por la caridad cristiana” (Buldú, 1864: 47).
A pesar de los discursos que tratan de mantener la sumisión de las mujeres, lo cierto es que surgían conflictos y desavenencias que hacían que la convivencia conyugal pudiera resultar bastante difícil. García Mazo (1839: 280) expone gráficamente las dificultades que podían atravesar las parejas, las cuales incluso se acrecentaban por el hecho de que la indisolubilidad del matrimonio impedía cualquier solución: “Vivir en paz. Esta es la mas dificil de cumplir, pero la mas necesaria. Es la mas dificil, porque así como no se encuentran jamas en el mundo dos personas enteramente iguales, así tampoco se encuentran jamas en el matrimonio dos genios enteramente iguales, y la paz del matrimonio será tanto más dificil, cuanto mas se diferencien los genios, llegando á ser como imposible si los genios son encontrados. Es también la mas necesaria, porque un matrimonio sin paz es un infierno. La presencia continua de dos
personas que se tienen aversion, junta con el pensamiento de que no se pueden separar sino por la muerte, lleva la pena hasta un punto que no es posible esplicar. Verse en la necesidad de vivir siempre juntas con quereres encontrados; no poder dejar de tratarse y aborrecer este trato; estar siempre luchando los dos genios y no ver fin á esta lucha; habitar, comer y dormir juntos, los que ni aun verse quisieran… ¿puede darse mayor infierno en este mundo?”
Aunque los matrimonios no podían separarse, lo cierto es que, como señalaba el obispo de Pamplona, a menudo, sí lo hacían, yendo contra lo dispuesto por la Iglesia. Entonces, la labor del párroco pasaba por restaurar la vida en pareja y si no lo conseguía debía recabar ayuda a sus superiores: “Otros casados por lo que llaman antipatía, y en realidad por su genio y por su gusto, se dividen, y se mantienen asi contra lo que les manda y obliga la ley del matrimonio. Celará el Parroco, y respectivamente promoverá la santa union, procurando por todos los medios suaves, que llenen su deber; y si no basta ó lo trajesen entretenido, dará cuenta de todo al Fiscal eclesiastico ó al Provisor para el remedio” (Uriz, 1827: 50).
Así, pues, la familia modélica propugnada por la Iglesia católica no siempre encontró acomodo en la realidad. De ahí que hubiera que redoblar los esfuerzos tanto en el plano ideológico, en el que se habría de seguir insistiendo en los fundamentos cristianos de la familia, como en la vida cotidiana, donde el clero habría de intentar que prevaleciera ese modelo de familia que defendían las autoridades eclesiásticas. Y en sus pretensiones chocaría con la sociedad y, en buena parte del siglo, con las autoridades políticas y los grupos dirigentes aunque, al final, se produjera un encuentro con estos últimos.
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