NADIE NUNCA PIENSA EN BEETHOVEN

NADIE NUNCA PIENSA EN BEETHOVEN Virginia Hernández Reta Dicen que cuando se pierde la vista, se pierden cosas, pero cuando se pierde el oído, se pierd

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NADIE NUNCA PIENSA EN BEETHOVEN Virginia Hernández Reta Dicen que cuando se pierde la vista, se pierden cosas, pero cuando se pierde el oído, se pierden personas.También dicen que de lo perdido, lo encontrado y, a veces, hay pérdidas en las que algo se gana.

Miércoles 2 de febrero, 2011. Once de la noche. Mis hijos y mi esposo duermen mientras yo trabajo en la computadora. Todo es silencio. De repente, como si nada, escucho un discreto zumbido y se me tapa del todo el oído izquierdo. Como si hubiera escuchado un ruido muy fuerte, el zumbido –tinitus, aprendo después me acompaña hasta la cama. Meses atrás he tenido una infección de oídos, así que supongo que será consecuencia de lo mismo. Antes de acostarme me pongo una gota, sabiendo de antemano que no funcionará.Ya me lo ha dicho el último otorrino que he consultado: cuando un oído se inflama, no entra nada. Uno no va por la vida imaginando que perderá la audición. De pequeña, con mis hermanos, jugábamos al “Qué preferirías”, como calibrando desgracias. Siempre decíamos que lo peor sería quedarse ciego o paralítico. Nunca nadie piensa en Beethoven. Jueves 3 de febrero. Consigo la primera cita, a las nueve de la mañana. El otorrino me manda un desinflamante discreto con algo de cortisona por siete días. Será un proceso lento, me advierte. Por la noche voy a cenar con amigos. Uno de ellos no oye muy bien de un lado. Por primera vez lo entiendo. El barullo moderado del elegante restaurante tapa gran parte de la conversación. Me consuela pensar que tan sólo se trata de un inconveniente temporal. Domingo 6. Sigo igual. El zumbido me acompaña, dis-

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creto, a todas horas y por momentos se convierte en campanitas. En una comida familiar el ruido exterior me parece intolerable. Me pregunto si mi oído izquierdo, cuando vuelva a escuchar, se abrirá poco a poco o de golpe, tal como se cerró. Lunes 7. Imposible escuchar lo que se dice por teléfono del lado izquierdo. Con el oído derecho me comunico con el otorrino de nueva cuenta. Cinco días de medicamento y no ha habido ninguna mejoría. Después de un breve silencio me dice con el tono de quien no contaba con algo, que se trata del nervio auditivo. Lejano, como se escuchan las cosas en los sueños o en las situaciones que parecen irreales, oigo que me manda una audiometría y otros estudios más. Empieza entonces la larga lista de segundas opiniones. A mediodía visito a una otorrino recomendada. Coloca un diapasón en ambos oídos. Con lentitud me explica: hipoacusia súbita posiblemente causada por un virus o un pequeño derrame. Descarta la posibilidad de un tumor ya que la pérdida de la audición ha sido súbita y no gradual. Sin embargo, se han perdido días valiosos. Sé que se trata de algo irreversible cuando agrega: Lo siento, quisiera equivocarme. Manda, con carácter de urgencia, cortisona inyectada, tomada y diez sesiones de cámara hiperbárica, con la esperanza de que se recupere algo de la audición. Tramitar el seguro, visitar diario por una hora la cámara hiperbárica, contestar el teléfono, las llamadas de familia y amigos consternados con la situación, pedir a la farmacia la larga lista de medicamentos… Por la noche, empezar a rumiar la rabia por un primer diagnóstico equivocado. Después, la terrible certidumbre de que, de un lado, no escucharé nada nunca más. No escuchar nada nunca más. Después entendí que lo que más dolía de esa frase no era el no escuchar nada, sino el nunca más. Martes 8. Las enfermeras de la cámara hiperbárica repitieron que era una lástima que no hubiera yo llegado durante

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las primeras 48 horas de hipoacusia, pues hubiera habido 90% de posibilidades de recuperación. Que generalmente estos casos eran considerados urgencias en el campo de la otorrinolaringología, pero que no había peor lucha que la que no se hacía. Afirmé con la cabeza. Desde la cápsula de cristal vi los rostros de las enfermeras y el doctor. ¿Nada?, preguntaban, con la esperanza de que el oído izquierdo se destapara con los cambios de presión o que el nervio auditivo se recuperara con las altas concentraciones de oxígeno. Nada, respondía yo. Acabada esa primera sesión di las gracias ante el desencanto de todos. Me alejé con pasos rápidos, de los cuales sólo escuchaba los del lado derecho. Las pérdidas nos dejan indefensos, nos comprueban vulnerables. Sacan lo mejor y lo peor de uno mismo. En los momentos más bajos rocé, por segundos, la locura, esa de saberse maniatada, imposibilitada para cambiar el rumbo de las cosas. Experimenté la rebeldía de preguntarme no tanto por qué a mí, sino por qué a mis hijos les tocaba tener una mamá con cierta discapacidad. Luego, atrás de la rabia, la rebeldía o el desencanto, vino algo peor: la creciente envidia por la salud de los otros, incluso los más cercanos.Y me sentía miserable porque todos ellos seguían con su vida mientras yo continuaba sin oír. Domingo 13. Hubo antivirales, más cortisona, resonancias magnéticas para descartar definitivamente un tumor en la cabeza, inyecciones de cortisona directamente en el oído, estudios de equilibrio y audiometrías. Se había intentado todo; la cirugía y el aparato auditivo no eran opciones para un nervio dañado. A la hora del almuerzo miré a mi hijo de doce años, a mi hija de once y a mi marido. Les vi la cara de quienes han contemplado a alguien subir y bajar emocionalmente por días. Sólo les quería pedir dos favores, les dije: que repitieran lo dicho cuando yo no lo hubiera entendido y, sobre todo, que no respondieran fastidiados que lo olvidara, que no era nada, si yo seguía sin en-

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tender. Mi hijo me preguntó si de verdad no escuchaba nada. Le dije que era verdad. Se acercó a mi oído izquierdo para decirme algo en secreto, quizá consolador. Después, alejó su cabeza y me miró. No escuché nada, le dije. No te escuché nada, le repetí lentamente. Los vi a todos paralizados. Mi esposo comenzó a poner los platos en el lavavajillas, pero le adiviné el desconsuelo. Abandoné la cocina, llegué a mi cuarto y lloré sin ningún pudor. Mi esposo subió a abrazarme. Quiero oír, quiero oír, pedía yo con la rabia y la desesperación de quien ha pérdido a un ser querido y que sabe que jamás podrá volver a tocar. Días siguientes. A la quinta sesión de cámara hiperbárica todos sabíamos que se había hecho lo posible. Les pregunté a las enfermeras qué tenían las personas que estaban programadas en el pizarrón antes y después de mí. Antes, entraba una mujer con cáncer de mama a la que vi sólo una vez. Después, llegaba en camilla un hombre, siempre acompañado por la esposa. Lo transportaban de un hospital cercano con religiosa puntualidad. Sufría septicemia. A la salida me despedí de las enfermeras y mis pasos se volvieron más lentos, agradeciendo a cada uno, consciente de que, después de todo, mi pena era pequeña. Amigos y familia se habían desvivido por ayudar. De repente todos alrededor tenían un conocido que había perdido audición y que lo que me pasaba no era, en absoluto, inusual. Recibí todo tipo de recomendaciones, desde quien decía que no hiciera caso, que los doctores siempre exageran, hasta los teléfonos de expertos en el Hearing Institute de Los Ángeles, sanadores, curadores, expertos en medicina alternativa, médicos homeópatas, doctores halópatas que habían curado milagrosamente y de lo mismo al sobrino, primo, madre, vecina... Pero el teléfono que marqué fue el de Beatriz, porque quería saber qué seguía. Beatriz perdió uno de sus oídos tras una fiesta ruidosa. Cuatro meses después perdió el otro. A su hijo, cantante de ópera, no lo podía escuchar. Pasó 90 días en absoluto silencio,

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no como en el fondo del mar, donde se escucha la propia respiración, sino como perdida en el espacio, escuchando sólo sus pensamientos. Se comunicaba a través de una libretita. Tomó un curso de lectura de labios. Sus hijos la llevaron al extranjero y ahí le dieron la buena noticia: era candidata a cirugía de cóclea. Aún así, tuvo que aprender a escuchar de nuevo, a identificar cómo sonaban las cosas a través de esos aparatos que metalizaban los sonidos que su cerebro, ya no sus oídos, captaba. Recuerda haber estado perdida, no haber tenido a nadie que le dijera como ella lo estaba haciendo conmigo qué seguía. De noche, para dormir, se retira la bocina del implante y sigue siendo una astronauta en un cosmos mudo y solitario. Las cosas siempre pasan por algo, dice una amiga que perdió a su padre en un asalto. A veces toma años descubrir por qué, agrega. O puede ser que nunca lo entiendas. No importa. Sabía un poco de lo que Beatriz hablaba. Perder un oído no es simplemente escuchar la mitad. Es por momentos no oír y, otros, escuchar diferente. El oído sano suple lo que puede, pero pierde la perspectiva y la distancia, la capacidad de entender y localizar los sonidos.Así, sin el oído izquierdo, hay sonidos que simplemente no puedo discriminar: no sé de dónde vienen o qué son. Trabajo de noche en la computadora. Me llega un sonido a mis espaldas. Giro la cabeza y no veo nada. Descubro que el ruido no ha venido de ahí, sino de algún lugar que no puedo definir. Apago la computadora porque me siento acompañada por la incertidumbre, porque no puedo defenderme de un sonido que no conozco ya. Apoyada la cabeza sobre la almohada, no escucho la alarma del despertador y un pájaro se ha convertido en una chicharra metálica parecida a un timbre de casa. Al bañarme, no escucho el agua cayendo de un lado. Al caminar no escucho el viento a mi izquierda.Veo pasar gente hablando, pero a la que pareciera que le han borrado las palabras de la boca. Las personas ya no se

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acercan, simplemente aparecen. No escucho más fragmentos de conversaciones. No entiendo lo que dicen canciones desconocidas en otros idiomas. No puedo discernir las palabras que no me son familiares. Un ruido puede ser el teléfono, el perro ladrando o un objeto que se ha caído. O puede ser algo que nunca descubriré. Entre otros sonidos, distinguir la voz humana me resulta laborioso, mientras el zumbido sigue ahí, a veces más presente. Por teléfono, escuchando por el único lado posible, los sonidos lejanos están a la mano, mientras la conversación se esconde a lo lejos, como si todo se hubiera cambiado de lugar. Si me hablan bajo, no escucho o entro en un mundo submarino que me es incomprensible. Los ruidos fuertes son insoportables. Los ruidos ambientales, fuertes distractores. A veces escucho sin entender. Cuelgo mi mirada de las bocas ajenas, hago suposiciones, imagino qué podrían estar diciendo… Después acepto que no tengo por qué oírlo todo ni entenderlo todo. Sin sentir, todo pasa, como la gente por la calle, como los días, como la vida que, implacable, no se detiene. Al inicio, abruma con su paso imperturbable. La vida sigue. Al principio es una sorpresa cruel. Con el tiempo, es una sentencia afortunada que uno termina, irrevocablemente, por agradecer. Hace poco, en el supermercado, la cajera me dijo algo sin que yo lograra entenderla. La miré en blanco. Volvió a hablarme. Me paralicé. Cruzó por mi mente disculparme y, por primera vez, explicar que sufría yo de un grado de sordera y que, por lo tanto, no le oía. Pero no lo hice. Preferí acercar la cabeza todo lo que podía, inclinada del lado que sí escucha, y escuchar.

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