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NAPOLEÓN, CONTRADICCIONES DE UN DIRECTIVO

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n el segundo centenario de la invasión de España por parte de las tropas francesas de Napoleón, vuelven a la memoria opiniones que en su época provocó este singular corso que llegó a autoproclamarse emperador de los franceses. Escribió de él Masséna (audaz militar, aunque expulsado varias veces del ejército por su afán saqueador): “Ese tiranuelo de general cree que nos abruma con su mirada y nos atemoriza”.

Un ególatra embriagado de locura o un líder impetuoso con alma de emprendedor incansable. El emperador Napoleón suscitó –y sigue haciéndolo– defensores y detractores abanderados de su pasión, su visión y su orgullo o críticos con su audacia, su soberbia y su exceso de ego. Javier Fernández Aguado, socio director de MINDVALUE.

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Más preciso sobre las contradicciones de Napoleón fue Emmanuel Henri Louis Alexandre de Launay, conde de Antraigues: “Ese hombre está siempre entregado a sus proyectos, y sin distracción. Duerme tres horas por noche, no toma medicamentos más que cuando los sufrimientos le resultan insoportables. Desea dominar a Francia y, a través de Francia, a toda Europa. Todo lo que no sea eso le parece, aunque sean triunfos, tan sólo medios. Roba abiertamente, saquea para su inmenso tesoro personal oro, plata, joyas, pedrerías, pero eso sólo le interesa como útil recurso. El mismo hombre capaz de robar a fondo a una comunidad concede un millón sin vacilación al hombre que pueda serle provechoso. Con él, una transacción se hace en dos palabras y en dos minutos. Ésos son sus medios para seducir”. El modo en que Napoleón mismo se juzgaba difiere netamente de las opiniones apenas recogidas. El Emperador escribió sobre sí mismo: “He visto a los reyes a mis pies, hubiera podido tener cincuenta millones en mis cofres y aspirar a algo muy diferente; pero soy un ciudadano francés, y el primer general de la Gran Nación, y sé que la posteridad me hará justicia”. OBSERVATORIO de recursos humanos y relaciones laborales

DUREZA Y REALISMO Napoleón, fundamentalmente en sus momentos álgidos, fue un negociador duro. Tenía claro que los criterios debían ser siempre los intereses de Francia y los de su propia familia. El resto del mundo tendría que plegarse a esos dos ídolos. Entre los múltiples ejemplos que reflejan este comportamiento se encuentra la dura escena con el conde de Cobenzl, una vez conquistada Austria por tercera vez consecutiva. El noble austriaco, sentado con distinción, daba mil vueltas a la situación, buscando los mejores ángulos para sus propias propuestas. Cansado Napoleón de tanto circunloquio, le interrumpió: “Su imperio es una vieja ramera acostumbrada a dejarse violar por todo el mundo... Olvida que Francia es la vencedora y ustedes los vencidos. Y que, en este momento, usted negocia conmigo rodeado de mis granaderos”. Como mero directivo quizá actuó bien en esa ocasión, pero no desde luego como líder. Fueron sus inaceptables desplantes, fruto de un narcisismo ególatra y autorreferencial, los que le condujeron a una soledad impuesta y lejana al final de su vida. A pesar de esa jactancia que le es tan característica, Napoleón mantuvo –y en esto sí es ejemplo de sabiduría– un cierto escepticismo ante la reacción de las masas. Así, tras derrotar a Austria, Antoine Marie Chamans Comte de Lavalette, director general de Correos de Francia entre 1804 y 1815, comentó al Emperador: «La entrada en París será un triunfo. El gentío se agolpará en las calles por donde pase usted». Y Napoleón, realista en esta ocasión, le respondió: «El pueblo se agolparía igual si me enviaran a la guillotina».

DESCONFIANZA Y SUERTE Fue siempre Napoleón desconfiado de todo aquello que no controlara directamente. Particular aversión OBSERVATORIO de recursos humanos y relaciones laborales

le producían los abogados y los políticos profesionales. Llegó a afirmar, con diversas expresiones, «si no puedo ser el amo, abandonaré Francia; después de haber hecho tantas cosas no voy a entregársela a los abogados». Como en un líder, en Napoleón se confabuló la suerte a su favor en no pocas ocasiones. Así, camino de Toulon, la baca de la berlina quedó enganchada con una rama. Se encontraban en medio de una tempestad de nieve. Todos descendieron para comprobar la gravedad de los desperfectos. Mientras tanto, él se adelantó unos pasos y descubrió con estupor que un puente que debían atravesar pocos minutos después se había hundido por la tormenta. Si la berlina no se hubiera enganchado, se habría matado...

LA IMPORTANCIA DE LA COMUNICACIÓN Nuestro personaje era consciente de la relevancia de la comunicación. Quizá con más motivo tras los hechos acaecidos en Francia durante su estancia en Egipto, de donde debió regresar a la carrera. En cuanto

Napoleón fue un negociador duro. Tenía claro que los criterios debían ser siempre los intereses de Francia y los de su propia familia. El resto del mundo tendría que plegarse a esos dos ídolos )

le fue posible, encargó a una persona de confianza, el ya mencionado Conde de Lavalette, que pusiera en marcha un sistema eficaz y rápido de mensajeros, particularmente diseñado para cuando él se encontrara en alguna campaña lejos de los lugares neurálgicos. Así surgió un servicio de estafetas en el que un mensajero estaba ya preparado en su montura para recoger las cartas y mensajes que le entregaba quien, sin descabalgar, llegaba a galope tendido. Este sistema fue inaugurado entre París y Milán el 15 de agosto de 1805, y estaba reservado en exclusiva para el servicio de Napoleón. No llegaría a ser puesto a disposición del público en general hasta 1872. A Napoleón no le obsesionaba sólo la comunicación en su sentido inmediato, sino también lo que podría suponer para su gloria futura y, de hecho, comentaba: «Todo pasa rápidamente sobre la tierra salvo la opinión que dejamos impresa en la historia».

SEMBRADOR DE EXPECTATIVAS Y ORGULLO DESMEDIDO Napoleón desarrolló amplia capacidad de fomentar expectativas. Por ejemplo, afirmó camino de Egipto: «Prometo a cada soldado que a su regreso de esta expedición podrá comprar seis fanegas de tierra». No aceptaba que nadie le llevase la contraria, hasta el punto que a su ministro del Interior, Fouché, le ordenó por escrito: «Le insisto una vez más en que reprima con vigor al primero que, sea quien sea, rompa la formación. Es la voluntad de toda la nación». Sus capacidades quedaban nubladas en buena medida por su incalificable soberbia, que le llevaba a la ceguera en muchos de sus juicios. Los ejemplos de su pretenciosa vanagloria son continuos: «Soy el único que por mi posición lo sé. Estoy convencido de que nadie más que yo, ya fuera

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) sobre el Emperador): “En la guerra, todo se consigue por el cálculo. Todo lo que no sea profundamente estudiado con todo detalle no tiene ningún resultado. Después están las circunstancias imprevisibles que hacen fracasar los buenos planes de batalla y que triunfen a veces los malos”. Muy claro tenía ese elemento fundamental de su éxito: “He nacido y me he formado por el trabajo”, comentó en alguna ocasión también a Méneval

Luis XVIII o Luis XVI, podría gobernar en este momento a Francia. Si muriera sería una desgracia». Su consideración de sus subordinados era de carácter estrictamente instrumental y llegó a afirmar, en privado: «Los hombres son como los números, adquieren valor por su posición».

NECESIDAD DE AFECTO En medio de sus contradicciones personales y directivas, Napoleón necesitaba del afecto de los demás. Entre sus escritos se encuentran cientos de cartas dirigidas a sus sucesivas esposas y amantes. Por ejemplo en Jena, tras la batalla, escribía a Josefina: “Amiga mía, he dirigido hermosas maniobras contra los prusianos. Ayer conseguí una gran victoria. Eran ciento cincuenta mil hombres; he hecho veinte mil prisioneros, me he apropiado de cien piezas de artillería y de las banderas. Tenía frente a mí al rey de Prusia. He desistido de apresarlo, así como a la reina. Estoy acampado desde hace dos días. Me encuentro de maravilla. Adiós, mi buena amiga; pórtate bien y quiéreme mucho.

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Fueron sus inaceptables desplantes, fruto de un narcisismo ególatra y autorreferencial, los que le condujeron a una soledad impuesta y lejana al final de su vida ) Si Hortensia está en Maguncia, dale un beso a ella y otros dos a Napoleón y al pequeño”. Se trataba de Napoleón Carlos, hijo de Hortensia y de Luis Bonaparte, nacido en 1802 y muerto en 1807.

PREPARACIÓN CONCIENZUDA E IMAGEN DE MARCA Napoleón era conocido por su afán perfeccionista. Escribió al Baron Claude-Francois de Meneval (que luego redactaría una biografía

Desde joven le preocupó el rediseño de la imagen de marca personal: con treinta y cinco años, quiso dotarse de escudos heráldicos (recuerda esta pretensión la de otros fundadores de organizaciones que sin ningún otro soporte que el afán de sus seguidores de ensalzarlo buscan orígenes nobles donde sólo hay antecedentes plebeyos: con ese intento acaban por ridiculizar a quien pretendieron aupar). Reunió Napoleón a los miembros del Consejo de Estado. Hizo elaborar un decreto que establecía el gran sello del imperio: león recostado sobre un campo azur. Napoleón tachó la palabra león y la sustituye por águila con las alas desplegadas. El águila simbolizaba a Roma y Carlomagno. Ésa es su ascendencia, concluyó sin inmutarse. Consciente de la importancia de los mitos, proclamó: “Soldados. Habéis satisfecho mi confianza, supliendo el número con vuestra bravura. Habéis marcado con gloria la diferencia que existe entre los soldados de César y las cohortes de Jerjes. En pocos días hemos vencido en los frentes de Thann, Abensberg y Eggmuhl, y en los combates de Landshut y de Ratisbona”. En cierta ocasión, cuando desfalleció en Austria, cerca de Viena, pidió que le llevasen al palacio de Schonbrunn, y que nadie hablase de aquello.

GOBERNAR CON EL EJEMPLO Siempre tuvo claro que para que la gente le siguiera, debía dar ejemplo. Y explicitaba esos propósitos: OBSERVATORIO de recursos humanos y relaciones laborales

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“Soldados, yo mismo dirigiré todos vuestros batallones; me mantendré lejos del fuego si, con vuestra bravura habitual, lleváis el desorden y la confusión a las líneas enemigas; pero si la victoria fuera por un momento incierta, verían a vuestro emperador exponerse en primera línea, pues la victoria no ha de vacilar en esta jornada en la que se juega sobre todo el honor de la infantería francesa, orgullo de la nación”. Precisamente por esa audacia se atrevía a pedir confianza total en él: “Soldados, el éxito se debe a vuestra confianza sin límites en vuestro emperador, a vuestra paciencia para soportar las fatigas y a las privaciones de toda clase, a vuestra intrepidez” Esas dos claves –aseguraba– conducirían al éxito: “Que nadie abandone las filas so pretexto de atender a los heridos, y que cada uno se conciencia de que hay que vencer a esos corruptos de Inglaterra que están animados de un odio inmenso contra nuestra nación. Esta victoria acabará la campaña... y entonces la paz que firmaré será digna de mi pueblo, de vosotros y de mí”. Siempre fue consciente de que sus soldados morían por él, “porque saben que yo expongo mi vida como ellos y los llevo a la victoria”. Trasladaba su exigencia a los demás y gráficamente lo dijo: “Un hombre al que hago ministro sólo puede ir a mear al cabo de cuatro años”.

VISIÓN..., Y SENTIDO COMÚN PARA LO AJENO Napoleón fue más que un militar con éxito. Se convirtió en un estratega visionario. Entre batallas, visitaba los trabajos del Louvre. Decidió levantar una columna en la plaza de Vendôme según el modelo de Trajano en Roma, y un arco de triunfo sobre la plaza del Carrousel, dos monumentos a la gloria del gran ejército; un segundo arco de triunfo se alzaría al final de la avenida de los Campos Elíseos, donde llegó a

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poner la primera piedra un 15 de agosto. Ordenó la publicación del catecismo imperial... Sentido común no le faltaba ante el orgullo de los demás (aunque no le funcionara ese mismo sentido común cuando de él mismo se trataba). En concreto, mucho se enfadó con su hermano José, rey por entonces de Nápoles: “Compara usted el apego de los franceses a mi persona con el de los napolitanos hacia la suya. Eso podría resultar satírico. ¿Qué amor quiere que sienta por usted un pueblo por el cual no ha hecho nada, y en el que está usted por derecho de conquista con cuarenta o cincuenta mil extranjeros?”.

CEGUERA ORGANIZATIVA Rusia fue su segundo gran error (tras España), por ceguera directiva. Sin hacer caso a los pocos que se atrevieron a asesorarle, llegó a decir: “Soldados, los rusos fanfarronean con venir a buscarnos. Iremos a su encuentro y les ahorraremos la mitad del camino. Se encontrarán con Austerlitz en medio de Prusia... Nuestros caminos y nuestras fronteras están repletos de reclutas que anhelan seguir nuestros pasos”. Ignorando su propio comportamiento abusivo y desdeñoso de todo lo ajeno, cuando supo que los ingleses habían desembarcado ingleses en Dinamarca y se preparaban para bombardear Copenhague, aseguró: «Estoy enormemente indignado ante ese terrible atentado. ¿Cómo debo responder a la provocación de los ingleses, que después de haber bombardeado durante cinco días Copenhague han conseguido la capitulación danesa y se han apropiado de la flota danesa como si fueran piratas?». Esa ceguera le llevó a una prepotencia ignorante: «Si Portugal no hace lo que quiero, la casa de Braganza dejará de reinar en Europa en dos meses. No toleraré que haya un delegado inglés en Europa... Tengo a trescientos mil rusos a mi disposición, y con ese poderoso aliado soy capaz de todo».

Entre sus múltiples yerros destaca su desconocimiento del alma española. Cuando iba a llegar a nuestro país, lanzó la siguiente proclama: “Españoles, vuestra nación perecía tras una larga agonía. Yo he visto vuestros padecimientos y me dispongo a remediarlos. Vuestros príncipes me han cedido todos sus derechos a la corona de España. Mi misión es rejuvenecer vuestra vieja monarquía. Mejoraré vuestras instituciones y os haré disfrutar, si me secundáis, de las ventajas de una reforma, sin fricciones, sin desorden, sin convulsión... Colocaré vuestra gloriosa corona sobre la testa de alguien que no soy yo, garantizándoos una Constitución que concilie la santa y saludable autoridad del soberano con las libertades y los privilegios del pueblo. Quiero que vuestros biznietos guarden mi recuerdo y digan él es el regenerador de nuestra patria”. Otra de sus cegueras fue anteponer la organización a las personas: “¡Francia necesita honor, no necesita hombres!”, fue su respuesta a AdrienMarie Legendre cuando éste le indicó –tras una batalla– que “intentábamos conservar a los hombres para Francia”. El engreimiento contribuyó decisivamente a la perdición del Emperador: “Bien sea por la suerte, por la bravura de mis tropas o porque entiendo un poco de este oficio, lo cierto es que he triunfado siempre, y espero seguir venciendo si me fuerzan a la guerra”. Creerse invencible es siempre el comienzo del desastre. Él tenía ventajas competitivas, pero Rusia tenía las suyas: “nuestro clima y nuestro invierno harán la guerra por nosotros –resumía el Zar–. Los prodigios sólo se producen allí donde está el emperador y él no puede estar en todas partes y durante años alejado de París”.

CONCLUSIONES Entre sus innumerables errores, se cuenta el no haber preparado sucesores. Él mismo lo reconoció: “en el fondo no tengo a nadie para ocupar OBSERVATORIO de recursos humanos y relaciones laborales

Su consideración de sus subordinados era de carácter estrictamente instrumental y llegó a afirmar, en privado, que “los hombres son como los números, adquieren valor por su posición” ) mi lugar, ni aquí ni en el ejército. Me alegraría enormemente poder hacer la guerra con mis generales, pero los he acostumbrado únicamente a obedecer; no hay uno solo que pueda mandar a los demás, y lo único que todos saben hacer es obedecerme”. Lástima que la culpa pareciese de los otros cuando era plenamente suya. Luis XVIII huyó en medio de la noche; el 20 de marzo de 1815 entró de nuevo Napoleón en París, sin haber derramado una gota de sangre. En tres meses formó un ejército,

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pero enfrente suyo tenía a... todo el mundo. Con sus fuerzas de ciento veinte mil hombres pensó derrotar a prusianos y luego a los británicos. Wellington retrocedió esperando el apoyo de los prusianos. El retraso de la batalla del día 17 al 18 de junio, gracias también a una de las más famosas tormentas de la historia de las batallas, puso a los hados en su contra. En su inconsciencia, aseguró antes de comenzar la carga contra los ingleses que se trataría de una me-

rienda campestre. Ignoraba tanto la fortaleza de los británicos como que los prusianos, aunque derrotados, también se reagrupaban. En Waterloo, por lo demás, se enfrentó a un genio de la guerra –Weelington–, a quien había subestimado gravemente. El 22 de julio de 1815 abdicó. De París saldría Napoleón Bonaparte hacia Santa Elena, donde fallecería seis años más tarde. Para muchos, un derrotado que hizo profundo perjuicio a Europa; para otros, un mito... )

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