NAÚFRAGO DEL PASADO
©Marcus_101
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-IAño 2051 Puedo considerarme una persona afortunada. Mis abuelos fueron los últimos en su generación que pudieron considerarse miembros de la clase media, así que yo no tenía ninguna referencia directa que encendiera en mi interior la llama de la nostalgia. Todo lo que sabía del mundo anterior al Gran Colapso se reducía a lo poco que estudié hasta que me convertí en un miembro productivo de la clase obrera. En épocas pasadas, ser hijo de tal o cual familia no determinaba necesariamente tu destino. En este año 2051 lo es todo. Desde hacía décadas, la sociedad estaba dividida en compartimentos estancos, cada uno con una labor encomendada; una élite burguesa, minoritaria, sostenida por el trabajo de millones como yo. Luego estaban los políticos, pero muchos les consideraban una variante de la clase burguesa a la que le gustaba emplear su tiempo libre creyendo que servían al bien común. No podía quejarme. Mi jornada laboral abarcaba desde las ocho de la mañana hasta las nueve de la noche, aunque era un trabajo cómodo. Se trataba de estar sentado frente a una cadena de montaje y apretar y soldar las piezas que iban desfilando sobre una cinta transportadora. Trabajaba en una fábrica de componentes electrónicos propiedad de un chino y que, en su infinita generosidad y gracias a un ventajoso acuerdo con el Gobierno de mi país, prefirió ubicar su centro de producción aquí y emplear mano de obra barata antes que hacerlo en algún otro territorio del continente europeo. Les salió un negocio redondo; el Gobierno pudo presumir de creación de puestos de trabajo y el chino se hizo más rico de lo que era. Tenía algo que podía llamar mi “hogar”; una madriguera perforada en una pared, de tres metros de profundidad, dos de ancho y uno y medio de altura. Había decenas de ellas en los numerosos bloques de edificios construidos desde principios de la década de los años veinte, asemejando colmenas. Una madriguera, sí, pero con un coste mensual de alquiler muy asequible y que me transmitía la sensación de vivir emancipado de mis padres. El bloque de mini-apartamentos disponía de baños y duchas comunitarias, por lo que no había excusa para no ir al trabajo pulcramente aseado. Pasaba las noches tumbado en el interior de la madriguera, dentro de un saco de dormir, mientras leía las noticias que aparecían en una pequeña pantalla conectada a la Red hasta que me invadía el sueño. Muchos como yo se limitaban a visionar la interminable programación de reality-shows, que mostraban la vida de gente en mucho peor estado; historias de delincuentes, parados o aprendices de revolucionarios que solían ser protagonistas de delirantes reportajes en los que la policía siempre salía ganando al apresarlos tras violentas peleas. Yo prefería leer. De esta manera había muchas más posibilidades de enterarse de algo importante. Y así me enteré de algo que cambió mi vida. Era un pequeño anuncio publicado en una página de la Red que solía visitar de vez en cuando, aspirando a encontrar un empleo mejor remunerado que el mío. Sabía que con mi escasa formación técnica nunca podría ascender de clase social para ser miembro de la burguesía. Técnicamente no era imposible, pero yo todavía no había conocido a nadie que lo hubiera logrado. El anuncio aparecía enunciado con un texto muy breve; solicitaba una persona de entre treinta y cuarenta años de edad, con nivel técnico C-10 (justo el mío) y sólo se le pedía dedicación absoluta. Estudié la oferta, ya que era tentadora. Lo que me sorprendió era que la dirección electrónica a la que enviar el Registro de Experiencia Laboral era la misma que la de la empresa
para la que yo trabajaba; más concretamente el Departamento de Investigación y Desarrollo Comercial de Nuevas Tecnologías. Se me planteó un dilema: seguir como estaba, lo cual significaba pasar veinte años más de mi vida montando circuitos, o aceptar aquella oferta. Prometía lo que nunca podría alcanzar ni trabajando hasta los ochenta años; sueldo y cualificación para dejar de ser un obrero clase C-10. Con solo apretar un botón de la pantalla táctil me informarían de donde y cuando acudir. Aparté la mirada de la pantalla táctil y me recreé en la penumbra. Por la noche, no encendía la luz para ahorrar en la mensualidad (su consumo se facturaba aparte). Supongo que me equivoqué, pero algo en mi interior pedía a gritos escapar de mi vida rutinaria y previsible. Apreté el botón de la pantalla. A día de hoy, sigo pensando si hice lo correcto.
-IISi me hubieran contado en qué consistiría mi toma de contacto con aquella oferta, tan ignota como tentadora, jamás lo habría creído. En primer lugar, cuando llegué al Departamento de Investigación y Desarrollo Comercial, descubrí que yo era el único que había contestado. Me tuvieron esperando treinta minutos hasta que una secretaria me pidió que pasara. Según indicaba una tarjeta que colgaba de una cinta alrededor de su cuello, pertenecía al personal administrativo, por lo que era bastante probable que supiera tanto del empleo ofertado como yo. Es decir, nada. Pensé que en aquella habitación, la cual asemejaba bastante a una enfermería (tenía un armario botiquín repleto de frascos de medicinas y una camilla) comenzaría la entrevista. Nada de eso. Entró un hombre de casi sesenta años de edad, vestido con bata blanca y llevaba una pantalla táctil bajo el brazo. Leyó mi Registro de Experiencia Laboral, y me preguntó si los datos eran correctos. Sí, me llamo Elías Ramírez, un nombre poco usual, pero mis padres no querían ceder ante la moda de nombres molones de actores estadounidenses y coreanos que hacía furor cuando yo nací. Edad, treinta años. Grupo sanguíneo e historial médico correcto, todo está en orden. El médico (o eso me imagino que sería) me dijo que debía hacerme unas pruebas para actualizar el historial. No se preocupe señor Ramírez, es pura rutina, me dijo el presunto médico mientras desinfectaba una jeringuilla y me la clavaba en el brazo para extraerme una muestra de sangre. Me pasé toda la mañana completando todos los test imaginables; prueba de esfuerzo, agudeza visual, memoria, preguntas sobre mi personalidad, las manchas que parecen una cosa u otra según el que las interpreta…. Y cada vez que le preguntaba, el presunto médico me decía que tuviera paciencia, que cada cosa a su tiempo. Ante mi insistencia, entre un test de inteligencia y otro sobre cultura general (estaba convencido de que fallé todas las preguntas) aquel hombre vestido con bata blanca me contestó con otra pregunta: -¿Le gusta a usted viajar, señor Ramírez? Le dije que sí, pero que nunca había salido del país. Alguna vez había sentido curiosidad por visitar aquellos lugares exóticos que mostraban los reportajes de las pantallas conectadas a la Red. Lugares como Hawaii, Acapulco o incluso más cercanos como Roma o París se me antojaban como metas inalcanzables situadas en otro planeta. Era lo malo de ser obrero. Uno no
pasaba hambre y su vida transcurría con un estado de salud razonable, pero comprendía que lujos como esos sólo estaban al alcance de los burgueses. -Pues está en el lugar adecuado- me dijo el presunto médico mientras me pedía que esperara allí y él salía de la habitación. Aquello me dio tiempo para pensar. El capataz me había dicho que no había problema en que me tomara la mañana libre para acudir a la “entrevista”. Cada vez que lo pienso, todavía estaba a tiempo para largarme de allí, pero decidí quedarme, intrigado por lo que tenían que ofrecerme. Entró la secretaria perteneciente al personal administrativo y me pidió que la acompañara. Tomamos un ascensor y supuse que estábamos bajando a decenas de metros bajo tierra. Al llegar a nuestro destino salí de la cabina y la secretaria, sin despedirse, pulsó el botón para cerrar la puerta corredera y subir de nuevo. Estaba desconcertado, aunque lo único que pensé era que estaba llegando la hora de comer y que mis compañeros de la cadena de montaje estarían en el comedor disfrutando de la comida procesada que repartiría la cocinera. Entonces, le vi a él. Vestía completamente de gris oscuro; chaqueta, camisa y pantalón, y no llevaba corbata. Tenía el pelo muy corto, sin estar rapado al cero. El corazón me dio un vuelco. Con la mayor naturalidad me ofreció la mano para estrechármela. Le conocía, pero nunca en mi vida pensé que le tendría delante de mí. Era Sian Zheng. Es posible que su nombre no les diga nada. Pero la cosa cambia si les comento que su hermano mayor era el presidente de la compañía matriz en China y que ese hombre que me estaba mostrando un gesto amistoso era el Jefe del Consejo de Administración de la planta de fabricación de componentes en la que yo trabajaba. Era como si en la Edad Media, el señor feudal ofreciera la mano a uno de los siervos que trabajaba la tierra para dirigirse a él como a uno de sus iguales. Yo no sabía que decir. El oriental debió adivinar mi turbación. Me presenté tratando de ocultar el nerviosismo que trababa mi voz. Con una sonrisa y en perfecto castellano me dijo que las pruebas que me acababan de realizar habían salido bien y que cumplía los requisitos. Entiendan mi miedo. Estaba con alguien que tenía el poder de, pulsando un botón, echar a todo el personal de la planta a la calle sin responder ante nadie. -¿Sabe por qué está usted aquí? Le expliqué como había encontrado la oferta en la Red, y que apenas sabía nada. Que suponía que era algo relacionado con los viajes. Soltó una risotada y me dijo que debía presentarme a alguien, a la doctora Jennifer Corales. Nunca había oído ese nombre, fue lo que pensé mientras el oriental introducía en una ranura una tarjeta de identificación y una puerta corredera blindada se abría frente a nosotros.
-IIISuena a tópico, pero decir que la doctora Corales era guapa no la hacía justicia. Cuando la vi cruzar las puertas, todo mi miedo y mi incertidumbre se desvanecieron, aunque sólo fue por un instante. Era una joven de veintisiete años, de rostro moreno y pelo liso peinado con coleta. Vestía una bata blanca y zapatos de color claro. Al empezar a hablar, noté que era
sudamericana. De Venezuela, de la ciudad de Caracas, precisó ella, mientras Sian Zheng se transformaba en un convidado de piedra y la cedía todo el protagonismo. Me lo explicó todo. Con pelos y señales. La oferta de trabajo buscaba un candidato para realizar experimentos. No se trataba de ser un sujeto de experimentación para probar nuevos medicamentos o cosméticos. El Departamento de Investigación y Desarrollo Comercial de la empresa llevaba dos años experimentando con un producto que revolucionaría el mercado. Al oír aquello, pensaba que los mandamases de la factoría querían probar suerte en el terreno de los transportes y ofrecer dentro de su gama de productos un nuevo modelo de automóvil. Me imaginaba dentro de un vehículo soportando todo tipo golpes y vuelcos para comprobar la eficacia de sus sistemas de seguridad. Y entonces lo dijo. Hemos creado un prototipo para permitir el desplazamiento en el plano espacio-temporal de seres vivos, afirmó ella. Yo tardé tiempo en asimilar la información y en vez de preguntar algo a la altura de aquella revelación me limité a demostrar lo corto de entendederas que era respecto a esos temas. -¿Cómo ha dicho?-pregunté. Sería un nuevo juguete para gente rica, con el que podrían hacer turismo a épocas pasadas. Las vacaciones a destinos extravagantes, como los viajes fugaces a la estratosfera en aviones a reacción, serían un juego de niños comparado con lo que la empresa del señor Zheng ofrecería a los ociosos burgueses, ávidos de nuevas sensaciones. La posibilidad de visitar tiempos pretéritos ofrecía innumerables posibilidades lucrativas, así como nuevas perspectivas en el campo de la investigación científica. Y buscaban gente de mi extracción social porque partían de la idea (poco halagadora y casi ofensiva, pero la gente de mi clase ya estábamos curtidos con esas ideas preconcebidas) de que si alguien que, en teoría, incapaz de hacer la o con un canuto, lograba entender como desenvolverse en un viaje de esas características, cualquiera podría hacerlo. La doctora Corales pasó a describirme a grandes rasgos su invento. Se trataba de una plataforma de desplazamiento de dos metros cuadrados, de forma cuadrangular, alimentada por no sé qué flujo de energía plasmática proveniente de un micro-reactor de fusión enterrado bajo el suelo por el que caminábamos. Me quedé tan aturullado con esa explicación que llegué a pensar que el Departamento de de Investigación y Desarrollo Comercial había instalado una fábrica de bombas atómicas y que la doctora Corales y el señor Zheng acabarían en un manicomio por trabajar en esa quimera. Pero logré sobreponerme y volver a la realidad cuando la doctora Corales pasó a detallarme cual sería mi papel en ese alocado proyecto. Como he dicho antes, buscaban un sujeto de pruebas. Durante semanas, la empresa solía colocar el anuncio y cuando respondía el candidato, lo retiraban el tiempo que duraba aquella puesta en escena. Pregunté cuantos incautos habían respondido a la oferta; yo era el quinto, me contestó la joven, que por cierto, debía ser una eminencia en su campo ya que me comentó que ella era la responsable máxima en el área científica. El señor Zheng ponía el dinero, ella el talento y los currantes como yo el trabajo duro. Trabajo en equipo, sí señor. Y ninguno había aceptado el ofrecimiento. Según me dijo ella, era completamente libre de trabajar con ellos, pero si, en mi caso, acababa rechazando la oferta, firmaba una clausula de
confidencialidad que me obligaría a guardar en secreto lo que había visto bajo pena de despido inmediato y pérdida del puesto de trabajo. Se hizo el silencio. Estaba claro que esperaban mi respuesta. Todo era muy tentador; me convertiría en el primer viajero en el tiempo para probar aquella máquina infernal y de funcionamiento incomprensible para mí. Si lo rechazaba, me esperaba mi rutina. En aquella época tenía la intención de sentar la cabeza, de casarme y tener hijos para poder tener derecho a una vivienda de verdad, con habitaciones y baño. De no hacerlo, acabaría convertido en un adicto al sexo virtual, en un masturbador compulsivo enganchado al generador de orgasmos último modelo integrado en los Servicios para Adultos de la Red. Y si lo aceptaba… me hallaba como el primer hombre primitivo que vivía en las cavernas y que a pesar de vivir tranquilo y bien alimentado, se planteaba día sí y día también investigar qué habría más allá de las montañas del horizonte. La doctora Corales había sido muy clara a este respecto. La máquina necesitaba ser perfeccionada. Habían hecho pruebas con primates y parecía que el cruzar la barrera espaciotiempo no les afectaba a su estado de salud, pero necesitaban a un humano para confirmar que el viaje era seguro. Puede fallar cualquier cosa, señor Ramírez. Puede suceder que una pequeña caída de tensión desestabilice su estructura molecular y que se quede perdido en el limbo interdimensional o podría desarrollar un cáncer. Demasiadas variables. Demasiadas incógnitas. A cambio, en caso de éxito, mi vida resuelta. Y si me casaba, ya no tendría que comprar herramientas de juguete para concienciar a mis futuros hijos y prepararles para una vida de duro esfuerzo y de incertidumbre constante por el puesto de trabajo. Dinero, chalet unifamiliar, acceso ilimitado al agua potable, educación de calidad para mis hijos y nietos e incluso una mención en los libros de Historia. Ellos esperaban mi respuesta. Me decidí. -¿Cuándo empezamos?-pregunté, sin mirarles a la cara. Sian Zheng sonrió, con un leve y casi imperceptible movimiento de la comisura de sus labios. Hizo un gesto a la doctora Corales y ella extendió ante mí la pantalla táctil que llevaba bajo el brazo. Por cierto, era de la marca Zheng. Habría acoplado los circuitos de millones de esas a cambio de un salario mínimo y nulo reconocimiento. Aquello iba a cambiar. Accedí a mi Registro de Experiencia Laboral y cancelé mi contrato de trabajo pulsando un botón dibujado en la pantalla. Leí por encima las condiciones de mi nuevo empleo como sujeto de experimentación. Era un texto interminable, según el cual deduje que la empresa se lavaba las manos si algo salía mal. Me consolé leyendo la sección de contrapartidas, las cuales eran tan tentadoras como un caramelo para un niño pequeño. Pulsé otro botón. Ya estaba hecho. La doctora Corales me dijo que empezaríamos ese mismo día. Nadie me echaría de menos. Mis compañeros de la cadena de montaje pensarían que me habría buscado otro empleo (llevaba meses dejando caer esa idea durante el almuerzo en el comedor) y hacía años que no me hablaba con mis padres. Todo estaba arreglado, pues. La pregunté qué era lo primero que había que hacer. Observé como el dedo índice de la mano de la joven pulsaba el botón de salida del menú virtual de la pantalla táctil que sostenía entre mis manos y seleccionaba un enlace que me llevaba a la Biblioteca Nacional, a la sección de libros de Historia.
-Lo primero, leer mucho- me dijo Jennifer, mientras me recreaba en el dulce tono de su vozNosotros nos ocuparemos del resto.
-IVMi vida dio un giro radical. Una habitación utilizada como antiguo trastero de componentes electrónicos, la cual habían vaciado y equipado con una cama plegable, se convirtió en mi nueva vivienda. Comparada con mi madriguera, era muy lujosa, ya que podía caminar completamente erguido en su interior. Pasé las semanas siguientes encerrado en aquella habitación. Estaba enganchado a la lectura de mi pantalla táctil (regalo de Jennifer), ilustrándome con todo lo que mi educación básica no me había enseñado. Al principio, leer me costó muchísimo. No era lo mismo leer por encima las páginas de la Red buscando una determinada información que leer de verdad, palabra por palabra, letra por letra. El primer día, de pura frustración, casi tiré la pantalla al suelo, pero me sobrepuse y decidí acceder al material escolar disponible en la Red para los hijos de los burgueses. Así logré, poco a poco, entender la Historia; empecé sabiendo que las catedrales se construyeron después de la caída del Imperio Romano y que sin la Revolución Industrial no se habrían podido desarrollar las bases de la tecnología que manejábamos a mediados del siglo XXI. Luego me atreví con algunas nociones científicas. Por lo que comprobé, el viaje en el tiempo se consideraba una fantasía más que una posibilidad real, aunque más tarde me enteré por Jennifer que el proyecto del Departamento de Investigación y Desarrollo Comercial era de altísimo secreto y que ninguna institución gubernamental sabía de su existencia. Esa era la clave del éxito en los negocios; ser el primero en desarrollar algo para luego tener la exclusiva a la hora de venderlo. No estaba acostumbrado a tantas palabras en mi cabeza. Pensaba en matices en los que nunca había reparado. Tal vez era por eso que en el sistema educativo a los trabajadores nos enseñaban lo justo para leer, escribir y manejar una pantalla táctil. Para que de adultos no pensáramos en cosas raras. Mientras me hallaba enfrascado en mi afán autodidacta y lo alternava con sesiones de entrenamiento físico (levantamiento de pesas, correr sobre una cinta de corredor), afuera, a unas cuantas decenas de metros de pasillo, Jennifer daba órdenes a un grupo de trabajadores chinos que se afanaban en tener a punto cuanto antes la plataforma. Entre ellos hablaban en chino, pero cuando Jennifer les pedía algo, ella les hablaba en un impecable inglés. Eran trabajadores de categoría A, la élite dentro de la clase trabajadora. Solía verles en mis descansos entre lección y lección de los libros digitales que devoraba. Siempre que salía de mi habitación, solía ver a Sian Zheng por allí, unas veces hablando a gritos en alemán a su microteléfono encajado en la oreja derecha y otras charlando amistosamente con Jennifer. Por lo que pude oír, el chino quería empezar las pruebas cuanto antes, y Jennifer insistía en que antes era preciso verificar la cantidad exacta de energía plasmática necesaria para transportar a una persona con equipo completo. Un mes y medio después, la plataforma estaba lista para el primer viaje y yo me convertiría en el primer crononauta de la Historia. Debía vestirme con una pesada escafandra, a semejanza de los buzos que caminaban por el fondo del mar. Jennifer me dijo que el primer viaje me llevaría a
la friolera de 600 millones de años en el pasado. Yo sabía vagamente que en aquella época no había dinosaurios, y poco más. Debía ir allí para recoger muestras de rocas, aire, agua o incluso, si era posible, grabar algún animal en vídeo, cometido para el cual dispondría del equipo necesario en un maletín y una videocámara acoplada en el casco. De aquella época sólo se sabía lo que se podía deducir de los registros fósiles que habían perdurado hasta nuestros días. La empresa contaría, si aquel primer viaje tenía éxito, con un botín por el que cualquier universidad pagaría una fortuna. Y de paso, había que probar el traje. Turismo a la era Precámbrica, compruebe con sus propios ojos como era el mundo antes de que se formaran los continentes, anunciaría la compañía en intensas campañas publicitarias. Visitar las pirámides de Egipto era un chiste comparado con aquello. Sian Zheng calculaba que en un año amortizarían el gasto de la plataforma. Cogí una maquina cortadora y me rapé el pelo al cero. A continuación, me vestí con un pijama el cual se cerraba con una larga cremallera y me monté la escafandra; primero las piernas, luego los brazos y el cuerpo central. Enrosqué el casco y repasé mentalmente toda mi información para manejar el equipo. Jennifer me dio su aprobación con una sonrisa. No sé si fue por los nervios o porque me sentía en deuda con ella por toda la paciencia que me había dedicado. Creo que fue un acto de debilidad, de ser consciente de que si algo salía mal, sería mi último momento con una mujer hermosa. La pillé desprevenida y la besé en los labios, un beso robado. Esperaba que ella se apartara echando la cabeza hacia atrás y me lo recriminara, pero no lo hizo. Me dejó disfrutar del contacto de sus labios durante unos pocos segundos y me miró con una extraña expresión en su rostro. -Lo siento-dijo ella, con un susurro-pero es imposible. -¿Por qué?-la pregunté. -Mi corazón pertenece a otro- contestó, con ese leve seseo al pronunciar la zeta que me volvía loco. Bajé la visera del casco para cubrir mi rostro. Tuve que conformarme con pensar que ella olvidaría aquella debilidad. Jennifer se dirigió al cuarto de control mientras yo caminaba embutido en el traje y subía los escalones de la escalerilla para situarme en el centro de la plataforma. No esperen de mí grandes descripciones de ese momento, ya que apenas entendía lo que sucedía. El caso es que sentí como una llamarada azul iluminaba el piso de la plataforma y me envolvía por completo. Un segundo después, se hizo el silencio y todo desapareció a mí alrededor. ¿Saben ese extraño momento en que uno se va a dormir y es consciente de la transición entre la vigilia y el sueño? Pues así me sentí yo. Cerré los ojos en el año 2051 y los abrí en el Precámbrico. Así de fácil.
-VLo que sí puedo detallar es cómo volvería a mi época. La escafandra tenía integrada en su sistema electrónico un temporizador de plasma, el cual, pasados unos treinta minutos, invertiría el proceso y me llevaría de vuelta al laboratorio. En el año 2051 habrían pasado poco más de tres minutos y tenía el tiempo justo para dar una vuelta por aquella remota época geológica y recoger las muestras. Mi vuelta sería automática, aunque cruzaba los dedos para que el temporizador cumpliera correctamente la función para la que estaba programado. A través del visor del casco, recibía un incesante caudal de información, en letras y números color azul oscuro, impresionados sobre la superficie acristalada: velocidad a la que caminaba, número de pasos que iba dando y una cuenta atrás que me señalaba cuanto tiempo me quedaba. No menos importante era la radiación en el ambiente, que se mantenía en valores seguros. Nada más materializarme, sentí como un vendaval estaba asolando el terreno. El suelo que pisaba estaba compuesto de multitud de piedras y oía el ruido de mis pasos cada vez que daba una zancada. Miré al cielo. Una ligera capa de nubosidad cubría el sol, y la luz que me iluminaba era difusa. Muy a lo lejos, veía montañas que emitían columnas de humo negro y llamaradas de fuego; volcanes, muchos volcanes. Pero me interesaba más caminar hacia el norte. Quería llegar hasta la orilla del primitivo océano. La cámara incorporada en mi casco grabaría todos mis movimientos desde una perspectiva subjetiva, es decir, que todo lo que yo viera quedaría registrado. El maletín que portaba estaba hecho de acero, especialmente diseñado para soportar temperaturas extremas (aunque según mis sensores apenas estábamos a treinta y cuatro grados centígrados). Lo abrí y empecé a operar con el instrumental. Primero, la muestra de aire. Extraje una caja que tenía acoplada una especie de bolsa metalizada y giré un botón. La bolsa se llenó de aquel aire que sería irrespirable para un ser humano. Agarré una pala y llené un pequeño contenedor con las piedras del terreno que estaba pisando. De repente, el suelo vibró bajo mis pies. Respiré hondo y conté hasta diez para sobreponerme al pánico. Ya estaba al corriente de que aquella época se caracterizaba por la intensa actividad geológica. Sólo era un leve temblor de tierra que duró poco más de cuarenta segundos. Del maletín agarré una probeta de un cuarto de litro de capacidad y consulté el tiempo restante; dieciséis minutos y cincuenta segundos. El mar, inabarcable ante mis ojos, se extendía como una gigantesca superficie verdosa, plana como un plato. Las olas, de escasos centímetros de altura, apenas rompían sobre la orilla. Introduje la probeta en el agua de mar y enrosqué su tapón. Técnicamente, mi misión había acabado. Sólo me quedaba esperar a que el temporizador se activara y me llevara de vuelta a casa. Sin embargo, algo llamó mi atención. Bajo el agua, una especie de bolsa de plástico se movía a merced de las corrientes. Junto a ella, seis o siete más, de características similares. Lógicamente, no eran bolsas, sino medusas. Grandes medusas. Organismos pluricelulares según había leído en los textos escolares de la pantalla táctil. Quise entrar en el agua, con la intención de capturar una de ellas, pero recordé que mi vida dependía del correcto funcionamiento de la escafandra y que no merecía la pena arriesgarse por hacer méritos cuando el objetivo más prioritario estaba cumplido.
El temporizador se activó mientras me quedaba absorto, de pie en la orilla, mirando como aquellas criaturas pululaban cerca de mí, rozando la superficie del agua. Fue como volver de un sueño a la realidad. *** Me materialicé sobre la plataforma. Al bajar la escalerilla dos obreros chinos me ayudaron. Uno de ellos me hizo un gesto para que le pasara el maletín, el cual contenía las preciosas muestras y otro estuvo pendiente de mí para que no me cayera mientras bajaba los escalones. El traje pesaba más de cuarenta kilos, bombona de oxígeno incluida, aunque había estado entrenando para estar en una forma física excelente y no cometería la torpeza de, por un simple resbalón, averiarlo, ya que no había ningún otro de repuesto. En mi ingenuidad, llegué a pensar que Sian Zheng y Jennifer me recibirían como un héroe. Yo era el primer hombre que viajaba al pasado y pensaba que merecía un reconocimiento. Más que eso, lo que recibí fue un jarro de agua fría, relacionado con la cuestión que dejé pendiente antes de mi viaje a la era Precámbrica; mis sentimientos por ella. Vi como los dos cruzaban la puerta por la que se accedía al Cuarto de Control y que comunicaba directamente con el pabellón donde estaba instalada la plataforma. Los dos estaban sonrientes, eufóricos. Yo también lo estaba, no era para menos. Les vi abrazándose, más allá de lo que se podría interpretar como una relación cordial entre dos compañeros de trabajo. Y entre risas y sonrisas él la besó. Y ella le devolvió el beso. Sentí como algo se rompía en mi interior. Toda mi alegría por el éxito de la misión se disolvió. Ante mis ojos, entendí el significado de las palabras de Jennifer al declararle mis sentimientos: “Mi corazón pertenece a otro” Así que tuve que hacer de tripas corazón, fingir que no había pasado nada y aceptar el apretón de manos de aquel chino que había invertido una fortuna en lograr que alguien como yo, alguien enamorado de su pareja, cruzara la barrera del espacio tiempo. Jennifer me dio un beso en la mejilla, felicitándome, y ansiosa por revisar el contenido de las muestras del maletín. Sian Zheng me hablaba de futuros viajes de exploración, pero al mismo tiempo fui incapaz de mirar a Jennifer a la cara, muerto de vergüenza.
-VINo perdimos tiempo en sacar provecho a las posibilidades que ofrecía la plataforma de desplazamiento. Entre otros viajes… He sido testigo de cómo un ejército de esclavos a las órdenes del faraón de Egipto construía las pirámides. En el vídeo que grabé desde la distancia, se ve a los trabajadores como hormigas transportando los pesados bloques de piedra. He visto como Cristóbal Colón ponía el pie sobre la isla de Guanahani el día que se considera la fecha del descubrimiento de América. Disfrazado con harapos, me he mezclado con la muchedumbre hambrienta de parisinos que se dirigían a tomar la Bastilla.
He seguido la pista del joven Albert Einstein por diversas universidades europeas y he grabado varias horas de conferencias suyas en vídeo. Fui materializado en una trinchera de la Primera Guerra Mundial, repleta de cadáveres de soldados alemanes y le arrebaté a uno de ellos una bayoneta, todavía humeante, para volver a casa segundos antes de que cayera sobre mí una lluvia de obuses. *** Era tratado a cuerpo de rey. Me alimentaban con comida auténtica; nada de purés o de nutrientes sintéticos imitando verduras o carne. Estoy hablando de bocadillos de pan de molde hechos con ingredientes naturales, de zumos de frutas y de agua mineral, de la que sólo bebían los burgueses. Cada viaje era una aventura, de la que solía traerme algo. Como mínimo, un registro audiovisual en dispositivos cada vez más miniaturizados, y como máximo, algún objeto físico. Sian Zheng guardaba todos los objetos que traía yo a una cámara acorazada. Ese hombre no se conformaba con tener en sus manos el invento que probablemente le haría el hombre más rico del mundo. No, quería tener en sus manos pruebas tangibles de que la plataforma de desplazamiento funcionaba. Sin darme cuenta, pasaron seis meses y llegó el que Jennifer consideró como “la última prueba”. Se trataba de un viaje a un pasado muy cercano, diez años antes del Gran Colapso. Un viaje a principios de la segunda década del siglo XXI. Ella no quería usar la plataforma para viajes a fechas más recientes. Según me explicó en su jerga científica, cuanto más cerca estaba la fecha de destino del momento en que se activaba la plataforma, más energía plasmática se requería para romper la barrera espacio temporal, y el riesgo de que el sujeto de pruebas sufriera daños irreparables en su estructura molecular se incrementaba exponencialmente. En resumen, que no me haría gracia que me hicieran regresar perdiendo un brazo o una pierna o convirtiéndome en estéril, sin capacidad de procreación. Entre viaje y viaje, aprovechaba para leer más y más. Una duda rondaba por mi cabeza, la de las paradojas temporales. Ya saben, ese lío de que si vuelvo al pasado y mato por accidente a mi abuelo cuando él era joven, yo debería desaparecer, ya que mi abuelo no podría engendrar al que sería mi padre en el futuro. Jennifer me contestó que cada vez que rompía la barrera, yo era transportado a una “línea temporal paralela”. Que todo lo que hiciera allí no tendría repercusiones en el futuro, es decir, en mi presente. Que cada vez que volvía, el “pasado” que dejaba atrás se quedaba en el limbo del “podría haber sido”. Cuando la oía hablar así, asentía mecánicamente, como si entendiera todo lo que me explicaba. Estaba levantando pesas en mi habitación (marca Zheng para más señas… la empresa para la que trabajaba fabricaba de todo) mientras Jennifer me hablaba de la “última prueba”. Dejé las pesas en el soporte y me sequé el sudor de la frente con una toalla para escucharla. Aquel viaje sería un poco diferente de los otros. Debía pasar uno o dos días en el mundo anterior al Gran Colapso, cuando la gente de mi país sobrevivía a la crisis preludio de la gran hecatombe económica y política que se avecinaba. Ella y Sian Zheng estaban preparando los paquetes turísticos a las diversas épocas, y querían saber si aquella época sería interesante para los potenciales clientes.
Asentí con la cabeza y reuní valor para sacar de nuevo el tema. Se lo dije a la cara. Yo estaba enamorado, aunque no quería recibir ningún tipo de compasión. Vi como ella suavizaba la expresión de su rostro para disfrazar con paños calientes lo que era una negativa en toda regla. -Tal vez, si te hubiera conocido antes…- es lo que acerté a oír, pues aborrecía esa cantinela femenina del “no eres tú, soy yo” y similares. Llegué a la conclusión (mezquina, lo reconozco) que si yo fuera un burgués adinerado ella me vería con otros ojos, como algo más que una cobaya humana. Me daba lo mismo. Una vez terminara la “última prueba” tendría mi futuro garantizado. Una vivienda unifamiliar y la mujer de mi vida me querría por lo que era, no por lo que tenía. -Lo entiendes, ¿verdad?-me dijo Jennifer, mientras apenas apartaba la mirada de su pantalla táctil. Hice un gesto ambiguo para que ella lo interpretara como quisiera. En apariencia, surtió efecto. Me enseñó la pantalla y me pidió que estudiara el equipo que llevaría al 23 de mayo de 2011. *** Vestiría con ropa que me permitiría mezclarme con la gente que paseaba por las calles; camisa roja de cuadros, chaqueta de cuero negro, pantalones hechos de una tela basta y resistente (luego me enteré que se llamaban “vaqueros”) y un calzado blanco muy cómodo que se ataba con cordones, diseñado en principio para hacer deporte pero que también solía usarse como zapatos de diario. Mi equipamiento también incluía elementos que me permitirían pasar desapercibido; un Documento Nacional de Identidad con un chip integrado que me proporcionaría una identidad falsa en aquella época si era introducido en un ordenador. A efectos legales me llamaría Enrique Timón. En la misma línea, dispondría de una tarjeta bancaria la cual Jennifer llamaba con orgullo la “tarjeta mágica”. Era así porque, usándose en un cajero automático, me daría sin problemas cualquier cantidad de billetes que pidiera. Jennifer me pidió que la usara sólo en caso de que se me agotara el efectivo que me iban a proporcionar. Me sentí raro, ya que hacía muchos años que no usaba dinero contante y sonante. La joya de la corona era un teléfono móvil de pantalla táctil, de diseño muy primitivo comparado con la tecnología que estaba acostumbrado a utilizar. Eso era en su exterior, pero el interior estaba construido con tecnología puntera. Introduciendo una clave de cuatro cifras, funcionaba como un teléfono normal. Pero introduciendo otra, accedía a un menú holográfico que me permitiría acceso a internet, la denominación que antiguamente recibía la Red. Y todo ello, alimentado con una pastillita de uranio, indetectable con los medios de rastreo de la época. No sólo eso. Además, aquel aparato era el dispositivo transportador. Introduciendo una tercera clave, se activaba el regreso automático a mi época. Era una diferencia fundamental respecto a mis otros viajes. Yo podría decidir cuando regresaba, en vez de depender de un sistema automático. *** Vestido con la ropa de principios del siglo XXI, me situé sobre la plataforma. Era el 19 de junio del año 2051. Habían pasado casi seis meses desde que renunciara a mi empleo como trabajador
de clase C-10 para convertirme en un “sujeto de pruebas”. Cerré los ojos, esperando que la energía plasmática me deshiciera para aparecer en medio de un callejón desierto de la capital, la misma ciudad en la que había vivido toda mi vida y la cual, con mis propios ojos, vería como era cuarenta años antes. El “no” de Jennifer me consumía por dentro. “Si te hubiera conocido antes…” pensaba una y otra vez. Ojalá todo hubiera sido distinto, fue lo último que pensé mientras el plasma deshacía mi integridad molecular. Pero lo que no me dio tiempo a pensar fue que había que tener mucho cuidado con los deseos. Porque cuando se cumplen, pueden llegar a convertirse en una maldición.
-VIIEra un callejón desierto, sucio, con contenedores repletos de basura. Dentro de la memoria del teléfono móvil había un plano detalladísimo de la capital, el cual sería mi guía durante mi exploración. Unos pasos más tarde, me mezclé con el bullicio de la calle. Eran las cinco de la tarde, y me quedé asombrado por las sensaciones que inundaban mis sentidos. Cierto era que tenía experiencia visitando lugares exóticos, pero aquella era mi ciudad. No era como visitar el París hediondo y pestilente de finales del siglo XVIII, donde los vecinos vaciaban las aguas fecales tirando el contenido de palanganas repletas de inmundicia desde las ventanas. Lo que excitó mi sentido del olfato fue el olor a gasolina procedente de los coches del intenso tráfico. Y la gente. Cada peatón vestía con colores distintos, y a veces, se hablaban a la cara los unos a los otros. En el año 2051 de donde yo procedía, se ha perdido el arte de la conversación. Casi todo el mundo camina pendiente de su pantalla táctil o lleva unas gafas oscuras que permiten ver la televisión sin prestar atención a donde uno pone el pie. No hay coches, ya que la mayoría suele usar el transporte público y el vehículo propio es un lujo reservado a los burgueses. Ni siquiera hay ruido de tráfico, ya que los motores funcionan con electricidad en vez de con gasolina. Anduve durante media hora, sacando el móvil de vez en cuando, simulando consultar la agenda o jugar a un simple videojuego, cuando en realidad lo que hacía era grabar la vida de alrededor. Detalles triviales; un agente de la policía municipal colocando una multa sobre el parabrisas de un coche, unos obreros perforando el pavimento para asfaltarlo nuevamente, madres llevando de la mano a sus hijos tras haberlos recogido de la salida del colegio… Tengo que reconocer, que tal y como me pasó en otras viajes, la gente parecía más viva de lo que estaba en el año que consideraba mi casa. Se suponía que mi época era la mejor. Aunque cada vez dudaba más de ello. De las farolas colgaban carteles de propaganda electoral de diversos partidos políticos. El día antes, el 22 de mayo, se habían celebrado elecciones municipales y regionales, y el partido gobernante había perdido bastantes votos en lo que se consideraba un castigo a su mala gestión de la crisis económica. Entre mis directrices se hallaba interactuar con las gentes de aquella época, y no había ningún sitio mejor que un “bar”, por lo que decidí entrar en el primero que encontré abierto. Un grupo
de cuatro personas, de más de cincuenta años, jugaban a los naipes con total tranquilidad. En la barra, un señor mayor sostenía con la mano derecha una copa de vino. -Un café cortado-le pedí al camarero de gruesas cejas negras que estaba detrás de la barra. Me lo sirvió mirándome de arriba a abajo. Era evidente que notaba que yo no era del barrio. La taza estaba ardiendo, y esperé a que se enfriara. Un televisor sintonizado en un canal de noticias analizaba los resultados electorales del día anterior. A continuación, habló del movimiento de los “indignados”; miles de jóvenes que habían ocupado una famosa plaza de la capital, en protesta por todo. Por la crisis económica, por la crisis política, por la pobreza, por las desigualdades, por el paro, por la precariedad de los jóvenes. -Esta mierda de país se va a ir a tomar por el culo-dijo el hombre mayor bebiendo un sorbo de su copa de vino, mirando la pantalla del televisor. Se giró y me miró fijamente. Hasta ese momento lo único que pensaba era que aquel televisor no era mi pantalla conectada a la Red y echaba de menos diseñar mi programación seleccionando vídeos. Parecía que el viejo esperaba que yo dijera algo. -¿Me habla usted a mí?-repliqué yo, sin darme cuenta de que era la primera persona con la que hablaba estando fuera de mi época. El viejo volvió a girar la cabeza. Empezó a decir que su mujer había fallecido hace tres meses y que los hijos no se hablaban con él. -Los políticos… pandilla de sinvergüenzas. La de años que llevo sin votar… ¿usted votó ayer? -No. Hace años que no voto. Siempre supe que no valía para nada-le dije con cortesía. Era cierto. En mi época, ni siquiera había campañas electorales. El día de las elecciones, las pantallas táctiles conectadas a la Red te recordaban que era el día para elegir alcalde, presidente o lo que fuera. En un vídeo de dos minutos te resumían los programas electorales y los candidatos que se presentaban. Podías elegir al Partido Azul o al Partido Rojo. En la práctica, daba igual, ya que eran los gobiernos de Francia y Alemania los que dictaban las políticas económicas a los países pobres asociados a la Federación Europea, tales como España, Portugal Grecia, Italia e Irlanda. Pero parecía que convocar elecciones daba legitimidad a una situación que llevaba estancada desde el Gran Colapso. Siempre había nostálgicos que votaban, pero desde luego a mí no me la daban con queso. Aquello pareció alegrar al viejo. -Menos mal. ¡Alguien con dos dedos de frente!-y siguió callado el tiempo en que terminaba de beberme el café. Tenía un nuevo objetivo, pensé, mientras salía del bar disfrutando del sabor de aquel café que había excitado mis papilas gustativas: obtener un documento audiovisual inédito de aquellos que se hacían llamar los “indignados”. ***
Una gran multitud abarrotaba la plaza. Se notaba en el ambiente una atmósfera en ebullición de ideas, de anhelos, de esperanzas. Gentes que montaban tiendas de campaña para pasar lo que serían los largos días que duraría la concentración, debates y asambleas en plena calle entre jóvenes y mayores, agentes de la policía patrullando por la zona, muchos carteles rezando máximas como “No somos mercancía en manos de políticos y banqueros” A medida que caminaba, me sentía entristecido. Yo sabía cómo iba a ser el futuro y ellos no. De acuerdo, estaba influenciado por la educación que había recibido para ser un miembro productivo de la clase obrera. No tendríamos muchos derechos, pero no pasábamos hambre y teníamos cobijo y acceso ilimitado a la Red, a pesar de que trabajábamos como mulos para poder estar a la altura de los chinos. El ser humano siempre había sido mercancía, desde el primer día en que alguien se había ofrecido a trabajar para otro a cambio de un salario y ese otro era el propietario de los recursos y los medios de producción. Daba igual las palabras que se usaran, el que no quería verlo es que estaba ciego. Aquellos protestaban, sí, pero no sabían lo que se les venía encima. Un día de mayo de 2021, el sistema bancario se colapsó. Los gobiernos europeos se declararon en bancarrota. La crisis económica se estaba eternizando sin perspectivas de recuperación. La gente no podía sacar efectivo del banco. El dinero de las transacciones electrónicas se evaporó en el vacío… luego vino el hundimiento de la moneda Euro, la asociación entre Inglaterra y Estados Unidos, la creación de la Federación Europea con Alemania y Francia organizando los destinos de los países que no querían quedarse fuera del circuito comercial europeo… la instauración del sistema de clases sociales para salvar el sistema económico y China como nueva potencia mundial seguida de Estados Unidos y algunos países sudamericanos. Mientras en una asamblea hablaban de política, recordé como en uno de mis viajes fui testigo de cómo el rey francés Luis XVI era guillotinado. Me habría encantado contarlo para ver la cara que ponía la chica de camisa verde y pelo negro y corto que hablaba a la gente con un megáfono sobre formas de gobierno alternativas a la monarquía. Preferí retirarme discretamente a un lugar apartado. Llevaba cerca de tres horas andando y no tenía ganas de ver más. *** Introduje la clave una, dos, tres, cuatro veces. El condenado teléfono no hacía nada. Sencillamente, no iniciaba la reacción en cadena para llevarme de vuelta a mi época. Pulsaba “Aceptar” y la pantalla se quedaba unos segundos en blanco para volver al menú principal, el de un primitivo teléfono táctil de principios de siglo. Estaba atrapado. Como el único tripulante de una barca perdida en mitad del océano, sin posibilidad de regreso. Sin rumbo que seguir. Lo que no había pasado en mis viajes anteriores, había pasado en este. Un problema técnico estaba a punto de arruinar mi vida. Era un náufrago en el pasado. Los cielos de la capital comenzaban a oscurecerse para dar paso a la noche. Por primera vez desde que me enrolara en aquel proyecto científico, estaba sintiendo miedo.
-VIIITenía que pensar con la cabeza fría. Lo primero, era imprescindible conseguir más dinero en efectivo. Al lado del bar donde había tomado el café se hallaba una pensión cuya estancia se podía pagar de quincena en quincena y sus precios eran realmente asequibles. Encontré un cajero automático empotrado en una pared y me llevé la mano a la cartera. Era el momento de probar la “tarjeta mágica”. Si funcionaba, no tendría de preocuparme de conseguir dinero en una buena temporada. Introduje la tarjeta en la ranura del cajero y tecleé la clave. Ojalá funcionara esta vez. En el monitor apareció un mensaje de bienvenida. Pedí que me diera el efectivo en billetes pequeños y salieron de otra ranura, lisos y limpios. Saqué la tarjeta, aliviado. Menos mal, algo que funcionaba bien. Un individuo se interpuso en mi camino. -¿Tiene hora?-me preguntó, con evidente desgana en la voz. Iba a decírsela consultando mi reloj de pulsera cuando vi el brillo de una navaja. Aquel drogadicto (me di cuenta al ver sus facciones demacradas y su delgadez enfermiza) me pidió que le diera el dinero. Si no le obedecía, me clavaría el arma blanca con la que me estaba amenazando. Era una eventualidad prevista, aunque ni siquiera en el París de la Revolución Francesa tuve que enfrentarme a nadie. Le arreé un puñetazo en el plexo solar, encima del estómago. Sin aliento, el drogadicto cayó derrumbado al suelo, soltando la navaja. -Como no te vayas de aquí, te mato a patadas- le dije, endureciendo el tono de mi voz. Logró incorporarse y salió corriendo. Lo que más me sorprendió es que ningún peatón prestó atención al enfrentamiento. Bueno, excepto uno; el viejo que me había acompañado en el bar y con quien había tenido una especie de charla política. Lo había visto todo. Según recordaba, había sido taxista de profesión, por lo que era lógico que me dijera: -Si hubiera sido por mí, le habría partido la crisma. La de veces que esos cabrones me habrán atracado en el taxi… El viejo se interesó por mí. Le dije que estaba bien. Muy educadamente se ofreció a invitarme a una copa. Rechacé su oferta y me dejó solo. *** La pensión era regentada por una mujer de mediana estatura, larga melena gris y con una verruga oscura en su frente. Mi habitación sería la número 22. No tenía servicio de comedor, pero si iba al bar de al lado entregando un justificante de pago del alquiler, las consumiciones me saldrían más baratas. La idea no me traía demasiado, ya que Carlos (el entrañable señor mayor que no vacilaba en contar su vida y milagros a cualquiera que pareciera mostrar predisposición a escucharle) acudía diariamente allí a beber su copa de vino. No es que fuera una pensión de mala muerte (mi habitación no tenía aparato de televisión, sólo una cama, una mesilla, una lámpara, un armario y un cuarto de baño con ducha), pero noté que muchos hombres llevaban allí a mujeres para pasar unas horas de intimidad. Al leer la tarifa de
precios pegada a la puerta de mi cuarto, descubrí que existía la opción de alquilar una habitación por un mínimo de tres horas. Comparada con mi madriguera del año 2051, aquello era un palacio de lujo asiático. Volví a intentar activar la secuencia de transporte del móvil. Fue inútil. De momento, estaba condenado a estar allí indefinidamente. Se suponía que el objeto de mi misión era explorar un potencial destino turístico. Así que me dispuse a ello. *** Las cuatro semanas que pasé en el año 2011 fueron prácticamente unas vacaciones. Cada día, visitaba un restaurante distinto y pagaba la factura en efectivo, con dinero generado gracias a la tarjeta mágica. Inconscientemente, me estaba vengando de todos los años que me había pasado comiendo bazofia insípida. Cada plato era una experiencia nueva para mi paladar. Incluso algo tan trivial como las legumbres saturaba mi sentido del gusto. Lo probé todo; comida regional, italiana, asiática, etíope, hamburgueserías… Era algo común en todas las épocas que, mientras uno pagara las deudas y no se metiera en problemas, podía vivir tranquilo. Aunque me había propuesto sacar el dinero justo acudiendo a un cajero distinto cada vez que lo necesitaba, poco a poco me hice descuidado. Sin embargo, cada vez que lo pienso, gastar más o menos no habría marcado ninguna diferencia. Pero no adelantemos acontecimientos. *** Caminé largos paseos por las calles de la capital. Anduve por la zona donde se edificaría la planta de componentes electrónicos (un descampado donde sólo crecían malas hierbas) y el barrio donde se construiría el bloque de apartamentos-colmena donde viviría tras decidir vivir emancipado de mis padres. A los pocos días me inundó la nostalgia. Me dio por pensar qué estarían haciendo mis padres en aquellos días. Ellos apenas habrían cumplido los veinte años. Mi padre disfrutaría de las borracheras callejeras con sus amigos en un rito social llamado “botellón” y mi madre se estaría haciendo la dura ante sus insistentes peticiones para salir con él. O tal vez no habría ocurrido así. Luego me di cuenta de que nunca les había preguntado algo tan personal. Cuando llegó el primer fin de semana, empecé a convertirme en alguien más reflexivo. Me dio por pensar que alguna de las cajeras sudamericanas del supermercado de la esquina podría ser la madre o un pariente de Jennifer. Que el niño chino encargado de limpiar la tienda de artículos de precio reducido de la calle de enfrente podría ser hermano de Sian Zheng. Y que la gente de clase media que solía acudir al bar del “viejo” tenían hijos y nietos que serían la futura mano de obra barata de las multinacionales asiáticas y estadounidenses. *** En la segunda semana, dejé de salir a la calle y solo bajaba al bar a la hora de comer y a la hora de cenar, conformándome con un bocadillo de calamares y manjares parecidos para matar el hambre. Cogí gusto a hablar con el viejo, Carlos. En el fondo, era un hombrecillo encantador. Bueno, más bien eran intercambios de impresiones muy breves. Sobre alguna noticia del telediario, sobre qué hacía yo por allí… le dije que la empresa donde trabajaba me debía unos días de
vacaciones y que quería pasar unos días solo. Me preguntó si estaba casado y le dije que mi novia y yo nos estábamos tomando un tiempo cada uno por su lado. Carlos me dijo que eso no sonaba muy bien. Tenía razón. Esa era la excusa que se ponen las parejas cuando uno o los dos quieren romper y no quieren decirlo directamente. *** Llegó el segundo fin de semana. Obteniendo los mismos infructuosos resultados que me condenaban a ser un turista permanente en el año 2011, decidí hacer uso de la interfaz holográfica del móvil. Deposité el aparato sobre el colchón de la cama y un rayo de luz blanca procedente de la pantalla táctil dibujó un teclado y una pantalla rectangular en el aire. Tenía curiosidad por acceder a la primitiva Red, la cual estaba fuera de servicio desde finales de la década de los años veinte, cuando los gobiernos prohibieron el uso anárquico que hacían los internautas de ella. La pantalla holográfica era muy cómoda de leer. Accedí a las antiguas (para mí) páginas de texto e imágenes pulsando los botones del teclado mientras estaba tumbado en la cama. Para esto, el teléfono funcionaba muy bien. No voy a ocultarlo. Desde hacía tiempo, necesitaba la compañía y el calor de una mujer. Era la hora de probar si los rumores que oía desde que era joven estaban fundados, que en la primitiva Red se podía encontrar de todo. Eran completamente ciertos. Descubrí la dirección de una cafetería de lujo donde acudían mujeres divorciadas en busca de aventura o de una relación sin compromiso. Fui a una tienda a comprar ropa para la ocasión, algo más elegante que la ropa de diario con la que me había materializado en aquella época; una camisa azul oscuro y unos pantalones acompañados de zapatos sin cordones. También adquirí una caja de preservativos. La cafetería estaba servida por camareros con pajarita y pelo engominado. Una mujer de cuarenta años, de amplia sonrisa y cabello teñido de rubio, me echó el ojo. Un poco de conversación ligera, unas miradas que daban por sobreentendido lo que quería cada uno y la pregunta clave. “¿En tu casa o en la mía?”. Se llamaba Lorena. La llevé a la pensión. La patrona que me había atendido el primer día se hablaba en la recepción, y nos saludó educadamente, aunque me miraba con ojos burlones. Lorena y yo nos quitamos la ropa, ávidos de experimentar el contacto de nuestros cuerpos. Saciamos nuestra pasión repetidas veces hasta la primera luz del amanecer. Apenas hablamos mientras ella se vestía, quería volver a casa. Ni siquiera la pregunté si estaba casada. Para Lorena yo solo era Enrique, un joven encantador que sabía cómo tratar a una mujer. Durante unas horas, logré olvidar a Jennifer.
-IXLa tercera semana saqué partido de mi conexión de internet. Hasta ese momento, solo lo usaba como relajante para oír las emisoras de radio on-line o acceder a los videos de una página muy famosa llamada Youtube. Todo cambió cuando un día me dio por crear una cuenta de correo con mi nombre falso, que como ya he dicho, era Enrique Timón. Lo hice porque, navegando,
me topé con un curioso foro dedicado a la tecnología, el coleccionismo y la automoción y que tenía una sección donde se trataban los temas más variopintos. Con la cuenta de correo me hice una cuenta de usuario. Mi alías en ese entorno virtual sería “El viajante perdido”. A decir verdad, era triste reconocer que incluso en ese mundo donde se suponía que se refugiaba la gente que se pasaba las horas muertas enfrente del ordenador, los que escribían tenían pinta de estar más vivos que sus equivalentes que usaban la Red en el año 2051. Pero vayamos por partes. Comenzó como un juego. Estaba harto de fingir, de condicionarme a la historia falsa sobre mi vida que había improvisado para desenvolverme en el 2011. Aquel foro, de cuyo nombre no quiero acordarme, me dio una oportunidad de jugar, de contar cosas que en el mundo real, la época donde estaba atrapado, no podía hablar, para que no me tomaran por un loco. Alguien como yo no llamaría la atención allí, ya que los usuarios alternaban los temas serios como consultas de problemas de la vida cotidiana con otros de índole más relajada, como el sexo, la pornografía, el fútbol o las bromas a programas de radio o televisión. Escribí un mensaje titulado “Provengo del futuro y estoy pasando unos días de vacaciones. Os cuento cosas”. Los usuarios comenzaron a preguntarme de qué año venía, si era amigo de Marty McFly, si tenía un Delorean, por qué no me había presentado abriendo un hilo con una foto pornográfica, a cuantas mujeres me había llevado a la cama… Según los parámetros de ese foro, tuve una entrada espectacular. Lo conté todo; mi vida en el año 2051, algunas nociones de la Historia del siglo XXI, mi amor no correspondido… Unos cuantos usuarios me preguntaron si sabía los resultados deportivos de algún deporte profesional, el que fuera, para poder apostar y ganar unos cuantos millones de euros. No había reparado en ello, pero no sabía ninguno. Ni uno solo, ya que me había preocupado de cosas tan triviales como entender mínimamente el funcionamiento de la plataforma de desplazamiento, la escafandra con la que exploré el Precámbrico, o los microdispositivos que me permitían registrar video y sonido de las épocas que exploraba (aparte de que a mí nunca me interesó demasiado el deporte, bastante tenía con trabajar para vivir). Aquello me hizo perder bastante credibilidad. De todas formas, fui honrado con el dudoso honor de “troll de calidad” o lo que es lo mismo, se pensaron que era un bromista que pasaba el rato tomando el pelo a los miembros del foro. Tuve incluso un par de charlas interesantes con estudiantes de ingeniería, en las que me preguntaron cómo funcionaba la máquina del tiempo o qué había visto en mis viajes, pero no fueron decisivas para determinar si yo era un charlatán o si era de verdad un viajero del tiempo. Porque solo sabía lo básico. Y yo no era científico, sino un inconsciente atrapado en un mundo que no era el mío. Y lo que más me frustraba era no poder activar la dichosa secuencia de regreso. Aún quedaban veinte años para que surgiera la compleja ciencia que hacía posible entender y aprovechar la energía plasmática. Cuando me cansé del foro, me dio por abrir un blog, en el cual escribí muy pocas entradas. Era otra forma de desahogo, con la que más que nada, me dediqué a sintetizar todo lo que había contado en el foro sobre la historia del futuro (eso sí, sin concretar demasiado) y cómo sería el mundo a mediados del siglo XXI. Quedó bastante catastrofista, pero solo me limitaba a contar las cosas como las había visto y vivido. En dos o tres días, mi blog se hizo popular entre las bitácoras personales que trataban sobre el 21 de diciembre de 2012, los Illuminati, la farsa del
primer alunizaje en 1969, la Tierra Hueca, la conspiración del 11-S, los extraterrestres de Rosswell o el Triángulo de las Bermudas. Recuerdo una noche de sábado, medio dormido, cansado de escribir pulsando las teclas en el aire, cuando oí un programa en la radio dedicado a los temas paranormales, presentado por un tal Jiménez, que hablaba de un pequeño y extraño blog que “rivalizaba en fatalismo con las más agoreras profecías mayas” y prometía una investigación y un programa especial dedicado a ello. Supongo que se refería a mí, pero no tuve mucho interés en averiguarlo. *** Un día de la cuarta semana de mi estancia en el 2011, tomando el café de la tarde en el bar, noté a Carlos callado, en contra de lo que tenía acostumbrado. No había criticado a los políticos que salían en el telediario, y cuando nuestras miradas se cruzaron, me contó, con tono melancólico, que había hablado por teléfono con su hijo mayor y que uno de sus nietos se había puesto al aparato. Quería hacer las paces, después de años sin hablarse por el reparto de la herencia de su hermano. Yo sólo escuchaba y él me enseñó una cartera en la que tenía su documento de identidad y unas fotos de familia, bastante antiguas. Le faltaban las fotos de sus nietos y estaba dispuesto a conseguirlas. Como era un tema familiar y personal, me limité a desearle suerte. *** El encargado del bar solía organizar torneos de mus de vez en cuando. Como casi era parte de la parroquia que acudía habitualmente, me apunté. Carlos sería mi compañero de juego. Evidentemente, yo no tenía ni idea de las reglas, pero dije que sabía jugar. Como era al día siguiente, tenía tiempo para consultar en internet la mecánica de aquel juego de naipes. Éramos ocho personas en total, cuatro parejas. A Carlos y a mí nos eliminaron en la primera ronda. Yo no pude ocultar mi impericia, que achaqué a mis largos años de falta de juego. A Carlos le faltaban reflejos, a pesar de que me dijo que en su juventud había sido un gran jugador. Pero lo importante no era ganar, sino el juego en sí. El ambiente, el contacto humano. Algo que los juegos de realidad virtual del año 2051 nunca podrían emular. Al final del torneo, el encargado cogió una cámara digital y tomó una foto de grupo de los participantes. Junto a un señor mayor con una gorra de tela cubriéndole la cabeza calva, había un joven de treinta años, que había engordado considerablemente debido a los copiosos almuerzos que devoraba en restaurantes gracias a una tarjeta con la que en teoría, tenía la vida resuelta. Ese era yo. Un par de días más tarde, aquel joven no volvió a poner los pies en el bar. *** Recuerdo que fue un viernes. El 17 de junio de 2011. Aquella mañana fui al cajero automático para hacerme con más dinero y pagar otra quincena a la patrona. La máquina se negó a efectuar la transacción y me devolvió la tarjeta, la cual agarré, desconcertado. No solo estaba atrapado, sino que mi fuente de efectivo se había secado. Volví a la pensión, sintiéndome extraño, como si me siguieran.
Visto en perspectiva, era lógico. Por perfecto que fuera el invento de Jennifer, no podía estar engañando a la banca electrónica de forma indefinida. Antes o después, los bancos sabrían que alguien estaba convirtiendo una vulnerabilidad del sistema informático en dinero contante y sonante. Lo que estaba haciendo era lisa y llanamente robar. Y la policía estaba tras mi pista. Sin terminar de creérmelo, subí a mi habitación. ¿Qué podía hacer? No podía salir al extranjero. Aunque hubiese podido comprar un billete de avión, no sabía ningún idioma aparte del mío y habría sido imposible desenvolverme en otro país. Y bueno, tampoco tenía tiempo. Porque alguien golpeó a la puerta. Me quedé mudo. Por instinto, agarré el móvil. Volví a oír los golpes sobre la madera. -Somos la policía. Abra la puerta, por favor-dijo una voz de hombre. Los golpes se hicieron más fuertes. Lo intenté de nuevo. Introduje la secuencia pulsando los botones de la pantalla rectangular del móvil. Nada. Sentí frustración, miedo, cólera e ira. Recordé la vez que, mientras se preparaba mi primer viaje al pasado y Jennifer me explicaba por qué la máquina no podía llevar a nadie al futuro, me invadió aquella sensación. De cuando estuve a punto de tirar la pantalla táctil al suelo, incapaz de comprender los elaborados textos de los libros de Historia de la Red. De pura rabia, lancé el móvil contra la pared, esperando que se rompiera en mil piezas. El aparato impactó y rebotó, sin sufrir ningún daño. De repente, la pantalla accedió al menú oculto. Unas letras me avisaron que la carga de plasma entraría en el estado crítico de manera inminente. Sin pensarlo, agarré el aparato. Una voz femenina me advirtió que, si no abría, echarían la puerta abajo. Dos segundos más tarde, comenzó el proceso. La imperceptible transición del sueño a la vigilia. Mis moléculas se deshicieron a la máxima velocidad que permitía el pequeño generador de plasma. Los dos policías, un hombre y una mujer, echaron la puerta abajo. Lo que sucedió después no puedo contarlo, porque para cuando ellos penetraron en la habitación portando sendas pistolas, yo ya había desparecido. Sólo encontrarían, guardado en el armario, la ropa elegante con la que Lorena sucumbió a mis dotes de seductor, una caja casi vacía de preservativos y las huellas digitales de un fantasma del futuro que nunca volvería a aparecer por allí.
-XAbrí los ojos. Estaba envuelto en las penumbras. Bajo mis pies, la plataforma. La vi extraña. En mis anteriores viajes, cada vez que volvía, emanaba una luz azul. Ahora, el brillo era violeta. Y no era una plataforma en sentido estricto, sino más bien una porción de suelo delimitada por una circunferencia de dos metros de diámetro. En teoría, el salto en el tiempo debía haberme llevado al laboratorio del Departamento de Investigación y Desarrollo de Nuevas Tecnologías, pero no reconocía el lugar. Avancé unos pasos, y empecé a sentirme algo mareado.
De repente, unas luces se encendieron, dejándome casi deslumbrado. Vi unas sombras, y me costó reconocerlos como personas. Serían seis o siete. Algunas vestían con traje y corbata, otras con monos azules de personal técnico. Sin venir a cuento de nada, comenzaron a aplaudir, a lanzar exclamaciones de felicitación en mi idioma. Mi mareo comenzó a incrementarse, todo me daba vueltas. Lo que más me impresionó era que no podía reconocer a qué clase social pertenecía la gente que parecía tan feliz de verme de regreso. Ninguno llevaba tarjeta o identificador que señalara su nivel de cualificación técnica o en qué profesión estaba encuadrado. Entre una de las figuras reconocí a una mujer joven, vestida con bata blanca y con el pelo largo rozándole los hombros. Era Jennifer. Ella se acercó a mí, como si hubiera temido por mi vida. Me abrazó y me besó en los labios, repetidas veces. Yo era incapaz de pensar con claridad. ¿Qué estaba pasando? ¿Acaso ella no estaba enamorada de Sian Zheng? A lo mejor lo que pasaba es que estaba muerto y el Más Allá había decidido recompensarme con un beso de Jennifer. No era mala idea, pero pensaba que todavía era demasiado joven para morir. Entre los miembros del personal técnico se hallaba Sian Zheng, el cual aplaudía como el resto de los que parecían haber esperado mi regreso. Yo era incapaz de articular palabra alguna mientras Jennifer comenzó a acorralarme con preguntas, sobre si había logrado encontrar al Viajante Perdido y recordándome que teníamos pendiente el tema de programar un protocolo sobre los viajes de exploración temporal. Me llevé la mano al bolsillo de la chaqueta y saqué el teléfono móvil. Estaba completamente chamuscado, irreconocible, y su tacto era tibio. Jennifer me lo quitó de las manos y me dijo que era una lástima y que sería imposible en ese estado recuperar la información. Quise preguntarla sobre qué información estaba hablando, pero el mareo llegó a un punto máximo y fui incapaz de mantenerme erguido por más tiempo. Al caer derrumbado al suelo oí como Jennifer pedía urgentemente un médico. *** Desperté tumbado en la cama de un hospital. Al principio, pensé que sería la enfermería donde hacía seis meses me hicieron el reconocimiento médico cuando sólo era un candidato para la oferta de trabajo. Lo pensé debido a que el que estaba a mi lado era el mismo presunto médico que me practicó los análisis. Pero no era así. Era una habitación grande, la de un auténtico centro médico. -¿Ha dormido bien?-me preguntó el médico. Llevaba una acreditación con el símbolo del servicio de salud, por lo que no cabía duda acerca de su condición. Asentí con la cabeza y murmuré un “sí” extremadamente débil. -Era lógico que acabara así, señor Ramírez. Se lo advertí. Tanto stress y cansancio acumulado le iban a pasar factura antes o después.
Leyó la pantalla táctil que llevaba encima. -Por si acaso, le hemos hecho una resonancia, por si hubiera algún tipo de daño cerebral. Ha salido completamente limpia. Esta vez, le ordeno descanso. Ya no es una recomendación. Pasará un par de días en observación y luego podrá recibir visitas. ¿De acuerdo? Asentí con la cabeza de nuevo. -Solo quiero… una pantalla… -dije yo. Pronunciar cada palabra me costaba una barbaridad. El médico simuló enfadarse conmigo, como si tuviéramos la confianza de conocernos de toda la vida. -Mañana por la mañana-dijo él-Hasta entonces, descanso obligatorio. No hizo falta que insistiera, porqué cerré los ojos y me quedé dormido inmediatamente. *** Era la mañana del 20 de junio del año 2051, cuando, con una pantalla táctil en mi poder, y siguiendo las órdenes del médico de no moverme de la cama, puede entender lo que había sucedido. Para empezar, la pantalla táctil que me dieron no era de marca Zheng, sino de un fabricante de nombre italiano. Podría parecer un detalle trivial, pero solo era la punta del iceberg. Tengo que empezar diciendo que Jennifer, la brillante científico que había conocido, estaba equivocada. Sí, es posible que estar de convidado de piedra en una conferencia en Alemania aguantando una conferencia de Einstein o ser testigo de la Revolución Francesa no cambie el curso de la Historia. Pero lo que yo hice sí lo cambió. Aquella broma de presumir ser alguien del futuro y contarlo por internet había influido de manera decisiva. He ido a parar a un año 2051 que no tiene que ver con el mío. Bueno, las personas son las mismas. Yo soy yo, hijo de mi misma familia. Jennifer es Jennifer y Sian Zheng es Sian Zeng. Pero ya no existe ese mundo de clases sociales estancadas. El caso es que Elías Ramírez, el que les ha ido contando a ustedes este relato, en este mundo tan similar y tan distinto en el que se halla ahora, ya no es un obrero de clase C-10, sino que es graduado en Historia Contemporánea y profesor universitario. Y eso es debido a que, como ya les he dicho, he cambiado la Historia. Para que lo entiendan sin que yo mismo me haga un lío: estoy en una línea temporal alternativa, donde en la misma fecha de mi cumpleaños, nació un Elías Ramirez que acabó en la Universidad y conoció a Jennifer Corales, una joven brillante que inventó una máquina del tiempo. Ese Elías, (llamémosle E-1) se embarcó en un experimento para viajar por el tiempo y visitó exactamente los mismos lugares y fechas que el otro Elías (E2). Lo gracioso del tema (aunque cambiar la Historia no tiene ninguna gracia) es que E-1 se fue al año 2011 para investigar el tema del Viajante Perdido y regresó al año 2051, E-2, el que les está contando todo este lío. Tal vez fue por ello que el teléfono móvil no pudiera resistir la paradoja y se quedara frito al traerme de vuelta y yo acabara con un ataque de agotamiento repentino. Jennifer todavía estará pensando porque su invento portátil no ha podido resistir la recomposición molecular. Vayamos al grano. El problema fue que la Historia, hasta el año 2021 (diez años después de que me fuera), fue a grandes rasgos la misma. En ese año, hubo un gran colapso, sí, pero todo lo
que yo escribí en la primitiva Red sirvió de inspiración para una especie de movimiento social que logró cambiar los acontecimientos. No hubo segregación de la sociedad para salvar la economía. La Unión Europea todavía existe, y el sistema económico, a pesar de que lleva varias décadas alternando entre la recesión y ciclos de recuperación, básicamente no ha cambiado. Hay ricos, pobres y clase media, pero por lo menos, tu nacimiento no condiciona tu futuro, no más que en los principios del siglo XXI. El Elías al que estoy suplantando es hijo de un mecánico de automóviles que trabajaba en un taller, y tuvo libertad para seguir los pasos de su padre o elegir un camino profesional distinto. Libertad, una palabra de sabor tan dulce y significado tan complejo. Esto ha afectado a mi vida de manera radical. Soy la misma persona pero no soy la misma persona. Genéticamente, soy idéntico a E-1, pero nuestras vidas son distintas. En esta línea temporal, estoy casado con Jennifer (¡tenemos una hija de un año que se llama Carlota!) y Sian Zheng no es un millonario codicioso, ávido de beneficios, sino que es un jefe de obra y amigo mío (todo el trabajo de la máquina del tiempo está grabado en vídeo: su construcción y las sesiones de trabajo con Jennifer y los mandamases de la universidad). En esta realidad, el viaje espacio-temporal es un proyecto financiado por la Unión Europea y tiene por objetivo la investigación con fines científicos y culturales. Me he pasado horas leyendo la pantalla táctil, recabando información en una Red totalmente libre y abierta, diferente de la que conocía en mi línea temporal. Por lo que he visto, E-1 basó su tesina... adivínenlo… sí, en la influencia que El Viajante Perdido y otros protagonistas anónimos tuvieron en la rebelión cívica que logró que la política y la economía no se deshumanizaran más de lo que estaban. Dejé huella, sí. Me dedicaron canciones en Youtube, y hasta hay un cortometraje que circula todavía por la Red basado en lo que conté en mi blog. Cuando llegó el colapso del año 2021 mucha gente se movió sólo porque tenía miedo a que el mundo acabara como lo había contado en mi blog. La explicación que solía darse sobre la identidad del Viajante Perdido era que se trataba sólo de alguien con mucha imaginación, un escritor frustrado o algo así, que quiso hacerse famoso en la primitiva Red por sus predicciones agoreras. En 2011, a pesar de acceder a internet con un aparato extraño a la tecnología de aquella época, logré pasar por un internauta más. Otro de los millones que llenaban la antigua Red con sus ideas y sus sueños. *** El médico me ha permitido, por fin recibir visitas. Mañana podré ver a Jennifer y a mis padres. Todavía no acabo de creerlo. He estado consultando mi perfil social en la Red. Soy un profesor razonablemente bien valorado por mis alumnos (o no mucho peor que otros compañeros de profesión). Hay infinidad de fotos de una vida que no he vivido, a pesar de que el que está ahí es alguien con mi misma cara. En mi cuenta de correo electrónico me llegan mensajes de colegas míos de la universidad, interesándose por mi salud. Hay uno, de la Facultad de Bellas Artes, que está impaciente por usar la máquina para viajar a la Ciudad del Vaticano de finales del siglo XV para intentar ver a Miguel Angel pintando la Capilla Sixtina. Todo a su tiempo. Quiero hablar con Jennifer para poner a punto un protocolo de no intervención. Todo el que viaje por el tiempo debe tener un cuidado exquisito. Hablar con alguien o tomar fotos y video no da en principio, problemas. Pero jugar a ser un profeta y causar cambios irreparables es algo que no debe volver a suceder nunca. Me pregunto cómo podré
vivir en este año 2051, y si algún día podré contarle a Jennifer que el hombre con el que está casada es y no es a la vez el mismo al que conoció. Antes de que llegue ella, he consultado en la pantalla táctil los viajes que ha hecho E-1. Como ya he dicho son los mismos. Por lo que he leído, quiso viajar al 2011 para ver si lograba entablar algún tipo de contacto con el Viajante Perdido, ver con sus propios ojos a un personaje mítico. Yo, ahora, me conformo con saber de alguien que tuvo su propia historia, no tan famosa, pero igual de importante. Por lo menos para mí. Carlos el “viejo”. Su nombre completo, según leí fugazmente en su documento de identidad cuando abría la cartera, era Carlos Abad. He averiguado revisando las bases de datos, que vivió hasta pasados los noventa años, reconciliado con su familia. Lo que no he encontrado, en ninguna red social, es la foto de grupo de aquel torneo de mus en la que aparezco yo. Tal vez lo mejor sea que se haya quedado perdida en el olvido del transcurrir del tiempo. Como el mundo en el que me crié.