NO HAY QUE TEMER QUE EL MUNDO NOS CALUMNIE, SINO MÁS BIEN PARECER ADULADORES DEL MUNDO

NO HAY QUE TEMER QUE EL MUNDO NOS CALUMNIE, SINO MÁS BIEN PARECER “ADULADORES” DEL MUNDO «Sufrirá vilipendio quien, por miedo a las críticas o a la pe

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NO HAY QUE TEMER QUE EL MUNDO NOS CALUMNIE, SINO MÁS BIEN PARECER “ADULADORES” DEL MUNDO «Sufrirá vilipendio quien, por miedo a las críticas o a la persecución, se amilane de su propia voluntad y, como consecuencia, temple la doctrina. No podrá sufrirlo el que sea perseguido pero mantenga en lo alto el alma y el pensamiento» (San Agustín). Benedicto XVI está sufriendo, en cuanto Papa, una persecución mediática que aspira a herir en él al papado y a la Iglesia católica. El ataque partió del New York Times, propiedad de la familia judeoamericana Sulzberger. Además, Stephan Kramer, secretario general del Consejo Central de los Judíos Alemanes, atacó al padre Cantalamessa, predicador pontificio, por haber dado a conocer la carta de un judío amigo suyo, quien escribía que el ataque actual contra la Iglesia, que había partido de casos, aún por comprobar, de curas infieles, podía parangonarse con el antisemitismo en cuanto que estaba transformando en culpa colectiva unas posibles faltas personales. Idéntica reacción protagonizó contra Cantalamessa el rabino estadounidense Gary Greenebaum. El rabino de Roma, en fin, Riccardo Di Segni, hasta se dio por sentido al haber pronunciado sus palabras el padre Cantalamessa el viernes santo, que, al decir del dicho rabino, es el día más funesto para los judíos en cuanto que desencadenó una oleada de persecuciones y de proselitismo católico contra el pueblo judío. Di Segni hizo patente su enfado contra todo el que quisiera restaurar en la liturgia la lengua latina de aquella Roma que destruyó a Jerusalén dos veces. Se habla incluso de llevar al Papa a juicio ante un tribunal americano o ante el de La Haya. Éstos son los frutos amargos de la "apertura al mundo", a ese mundo que odia a la Iglesia como odió a Nuestro Señor Jesucristo y que se acuerda de la moral natural y cristiana no para observarla (no se considera obligado a ello y la pisotea a diario), sino sólo para enlodar a una categoría de personas que, pese a la posible caída de algunos de sus integrantes, sigue siendo, en conjunto y con gran diferencia, mejor que el mundo que la denigra. Éstos son, sobre todo, los frutos de aquella erosión de la fe a la que dio inicio el "pastoral" Vaticano II. Sin la fe la moral se derrumba como se derrumba un edificio privado de sus cimientos. Martes, 23 de marzo del 2.010: el periodista Gerald Wagner escribió en el famoso diario inglés Daily Telegraph un artículo titulado: “El ambiente postconciliar y la pedofilia. El escándalo católico de los abusos sexuales: es hora de restaurar la fe y echar a los obispos esclavos de la moda”. «El problema de los abusos -escribe- es sólo una pequeña parte de la crisis mucho más amplia que aflige a la Iglesia después de la catástrofe del Vaticano II, una catástrofe mucho más seria que la constituida por la Reforma. (...). Tales delitos se consumaron siguiendo la estela que había dejado el Vaticano II, el cual arrojó la doctrina católica por la borda como si fuera un lastre. Estos delincuentes eran hijos de Pablo VI y de la 'puesta al día'. Una vez que se había envilecido el cuerpo místico de Cristo resultaba fácil emporcar a los cleriguillos. Los sacramentos y las prácticas devocionales, a las que 'se había dado de mano' y que, según el Papa, habrían podido evitar todo esto, no se marchitaron en la vid: fueron ramas podadas por obispos y sacerdotes. Había sólo un pecado mortal en la Iglesia católica en el tiempo en que se propagaba este abuso: atreverse a celebrar la misa tridentina en latín o tener la osadía de asistir a ella». Benedicto XVI se halla hoy ante una disyuntiva: o responde con energía y claridad, exponiéndose quizás a sufrir persecuciones incluso físicas, pero salvando así el honor de la Iglesia, o bien cede una vez más y entonces será Dios quien descargue la mano severamente para sanear una situación de confusión y desorientación en el ámbito doctrinal, dogmático y moral, una situación

que reina en el ambiente eclesial al igual que en otras partes del mundo. ¿No sería justo, p. ej., que el vicario de Cristo le recordara a Di Segni que el viernes santo es un día funesto sobre todo para nosotros, los cristianos, porque en tal día el Sinedrio condenó a muerte a Cristo, y que si es también funesto para los judíos se debe a que en dicho día el pueblo hebreo gritó: “¡Caiga su sangre sobre nosotros y sobre nuestros hijos!”? «Vosotros sois la sal de la tierra; pero si la sal se desvirtúa, ¿con qué se la salará? Para nada aprovecha ya, sino para tirarla y que la pisen los hombres. Vosotros sois la luz del mundo (...). Así ha de lucir vuestra luz ante los hombres, para que, viendo vuestras buenas obras, glorifiquen a vuestro Padre, que está en los cielos» (Mt 5, 13-16). Estos versículos del evangelio siguen a las bienaventuranzas, la última de las cuales reza: «Bienaventurados los que padecen persecución por la justicia, porque suyo es el reino de los cielos» (Mt 5, 11). San Juan Crisóstomo explica que «la persecución, las injurias y las calumnias por Cristo es la suerte particular que han de correr los discípulos de Cristo, y la que los predicadores del evangelio deben prometerse más que todos los demás» (l). En efecto -añade el santo doctor y Padre de la Iglesia-, «Cristo no se limitó a decir: “Bienaventurados los que padecen persecución” por Dios, sino que también calificó de desgraciados a aquellos de quienes todos hablan bien: “¡Ay cuando todos los hombres dijeren bien de vosotros...!” (Lc 6. 26). (...) Es imposible, en efecto, que los que son verdaderamente virtuosos sean alabados por todos, sin execpión alguna» (2). Cuando dice “vosotros sois la sal de la tierra”, Jesús «hace comprender que el pecado hirió y volvió insípida a la naturaleza humana. (...) Cuando la gracia de Dios renueve los corazones y los libere de la corrupción del pecado, entonces los consignará en las manos de sus Apóstoles; sólo entonces aparacerán éstos realmente como la 'sal de la tierra', puesto que la sal mantiene y conserva, y ellos deberán conservar en los hombres la nueva vida de la gracia sobrenatural que Dios les dio. Así como es obra de Cristo liberar a los hombres de la corrupción del error y del pecado, así y por igual manera es cometido de los Apóstoles impedir que caigan de nuevo en dicho estado de corrupción» (3). La “sal”, que «muerde y abrasa las llagas» (4), significa asimismo «la enseñanza severa (...), carente de adulación, que no se imparte para complacer a los hombres, ni se limita tampoco a ser prudente y avisada, sino que, imitando a la sal (...), procura la conversión de los mismos a Cristo» (5). Esta es la razón de que los apóstoles no deban lamentarse de la elevación y dificultad de las bienaventuranzas, pues para convertir a los demás y mantenerlos limpios de pecado deben primero conocer la verdad y practicar el bien en abundancia. Si los apóstoles pierden fuerza, es decir, si dejan de ser sal, se perderán a sí propios y a los demás consigo. “Pero si la sal se desvirtúa, ¿con qué se la salará? Para nada aprovecha ya, sino para tirarla y que la pisen los hombres”. Si el fiel yerra, el maestro puede corregirlo, mas si el maestro enseña el error, ¿cómo se puede remediar eso? He aquí por qué Jesús «declaró a boca llena que si los Apóstoles no estaban dispuestos a afrontar las persecuciones, habría sido vana su elección. De ahí es que no deban temer que se les calumnie, sino más bien parecer aduladores, porque así se volverían sal desvirtuada» (6). Deberán también llenar el mundo entero de la luz de la verdad. «Jesús habla primero de la sal y después de la luz para mostrar qué ventaja dimana de palabras serias y de una doctrina severa como la sal, que consolida las almas y no permite que se relajen ni se corrompan, para que así luego se las pueda instruir y esclarecer mucho más» (7). Me pregunto lo siguiente a guisa de conclusión: ¿No se han vuelto quizás sal desvirtuada nuestros obispos y también los Papas que dirigieron el Concilio y lo aplicaron después? ¿No prefirieron “parecer aduladores” del mundo por temor a ser calumniados por éste? ¿No dejaron de ser la luz del mundo, con lo que se precipitaron a sí mismos en las tinieblas y precipitaron tambieñ a los demás? Por desgracia, me temo que es así. Con todo, fue Dios quien fundó la Iglesia, y es Él quien la sigue socorriendo en la mayor de las más terribles tempestades. También sabrá hoy sacar bien del

mal de manera que sus ministros vuelvan a enseñar, sin lisonjas ni adulaciones, las exigentes verdades de la fe. N. Notas: 1) San Juan Crisóstomo, Comentario al evangelio de San Mateo, Roma, Cittá Nuova, 1966, lº volumen, p. 229. 2) ID., ibid., p. 230. 3) ID., ibid., pp. 232-233. 4) ID., ibid., p. 234. 5) ID., ibid., p. 233. 6) ID., ibid., p. 234. 7) ID., loc. cit.

O TEOCENTRISMO O ANTROPOCENTRISMO Premisa Recordamos ya varias veces en el pasado la siguiente afirmación de Juan Pablo II: «Mientras que las diversas corrientes del pensamiento humano, así del pasado como del presente, tendían y tienden a separar y aun a contraponer el teocentrismo y el antropocentrismo, la Iglesia [conciliar; nota de la redacción] procura casarlos de una manera orgánica y profunda. Éste es uno de los puntos fundamentales, quizás el más importante, del magisterio del pasado concilio» (cf. Dives in misericordia, nº 1). A esta aseveración se le puede objetar, sin embargo, que ningún concilio puede conciliar lo inconciliable. Para demostrar la inmutable verdad cristiana del teocentrismo bastaría con una de las letanías del Sagrado Corazón de Jesús: «Corazón de Jesús, rey y centro de todos los corazones, ten piedad de nosotros» (1), al paso que para probar el carácter satánico del antropocentrismo sería suficiente con la siguiente observación: «La revolución, o subversión integral, es el odio a cualquier orden no establecido por el hombre (…). Aquí está la piedra angular de la voluntad de “cambio” que anida en el seno de la Iglesia: se trata de reemplazar una institución divina por otra de hechura humana. El hombre se sobrepone a Dios. Lo invade todo. Todo comienza por él y termina en él. Es al hombre a quien se rinde culto» (2). Dicho con otras palabras, aunque de significado convergente al de las anteriores: «La antropología se vuelve un comodín. (…). Hoy (…) el hombre es el centro» (3). Recordando asimismo que el “humanismo integral” de Maritain fue calificado de “naturalismo integral” (4), y recordando igualmente que a la posición filosófica de Maritain se la denominó objetivismo nihilista (5), nos vemos obligados a reconocer cuánta razón tenía San Pío X al condenar la quincuagésimaoctava proposición modernista, en la que se contienen, en cierto sentido, las otras sesenta y cuatro: «La verdad no es más inmutable que el hombre mismo, pues se desenvuelve con él, en él y por él» (6). Así, pues, dio en el blanco la tesis de un “filósofo implícito”, que se convirtió en edad madura, según la cual la civilización moderno-contemporánea es la mayor “revancha antidivina” que cabe en cuanto que toma su origen de la subversión más radical de la religiosidad (7). Así las cosas, ¿cómo se atreven los neomodernistas a presumir de armonizar el cristianismo con el antropocentrismo? Para obrar de buena fe deberían ser incapaces de entender y de querer. El antropocentrismo, desvelado por algunos de sus representantes autorizados Añadimos otra consideración a las expuestas, no menos dolorosa que éstas: algunos de los representantes del antropocentrismo o inmanentismo, entre los cuales se cuenta, como veremos, nada menos que Togliati, son más sinceros, a la hora de retratar su auténtica faz, que los neomodernistas, esto es, que los capitostes del “antropocentrismo cristiano”. Comencemos por Heidegger, uno de los existencialistas más conocidos, un nihilista-inmanentista casi hegeliano. Al decir de él, el humanismo moderno-contemporáneo no es más que «una antropología (…). El término “antropología” (…) designa (…) toda doctrina filosófica del hombre que explique y valore el ente en su conjunto a partir del hombre y en vista de éste» (8). Heidegger, además, observa con claridad y coherencia que con este humanismo, cuya raíz teórica es, según veremos, el cogito cartesiano, no se está ya en «el reino del existente-presente, sino en el territorio de la agresión» (9). De ahí que un laicista franco y sin tapujos, que no tiene más mérito que el de ser historiador de la filosofía, diga una verdad como un templo al aseverar lo siguiente: «Es antropologista [antropocéntrica] cualquier orientación del pensamiento que pretenda reducir todo el significado de la realidad a valores humanos, o que lo vea todo desde la perspectiva del hombre (…). Pueden

considerarse como formas de antropologismo (…) el existencialismo de Martin Heidegger y el de Karl Jaspers» (10). Es obligado precisar que el antropocentrismo moderno-contemporáneo es, sin comparación, más grave que el antiguo en sus diversas formas, dado que estriba en un rechazo inaudito del único y verdadero Dios y en la consiguiente negación de la auténtica dignidad del hombre. ¿No fue acaso antropocéntrica la revolución de Lutero? Éste propugnaba con empeño el “libre examen” de la Sagrada Escritura por parte del hombre, un hombre que, a su juicio, carecía de libre albedrío y no podía abstenerse de pecar. Media poco trecho desde este falsísimo “libre examen” a la duda-cogito de Descartes. Después de esa imposible “duda” inicial y universal (imposible porque la duda verdadera nace siempre, a guisa de retoño, al pie de una verdad; cf. Dante Alighieri, Paraíso, IV, 130 y ss.), se da un salto igual de imposible hacia un cogito que, por efecto de la “duda” en cuestión, no puede ser personal [no puede constituir el pensamiento de ninguna persona, de ninguna conciencia concreta y personal; nota del traductor] ni, aún menos, asegurar a nadie de la existencia de una realidad en sí [de que exista algo fuera e independientemente del pensamiento del dubitante; nota del traductor]. Por tanto, nos movemos ya en pleno nihilismo, raíz primera antropocéntrica del ateísmo (11), con lo que el antropocentrismo, que innumerables incautos reputan por defensor de la “dignidad del hombre”, se revela, en realidad, como el enemigo número uno, entre otras cosas, de la auténtica dignidad del hombre tal cual la enseña y defiende el cristianismo de siempre. Se debe lamentar, pues, que no pocos pensadores “católicos afamados” profesen cierta estima tanto al cogito como a Spinoza y a Kant, ya que tamaña actitud constituye un error colosal, que hará desatinar a las almas débiles (o sea, a la mayoría), desgraciadamente inmaduras. Tales pensadores, aunque respetables, pasan por alto el hecho de que inmanentistas del calibre de Spinoza, Hegel, Nietzsche, Croce, Gentile, Heidegger y Sartre reconocieron en el cogito, y con razón, la despersonalización ateonihilista y, por ende, antropocéntrica, de la persona real, ya fuera divina, angélica o humana. Por desdicha, los mismos inmanentistas recién mentados siguieron administrando el veneno antropocéntrico ínsito en el cogito y aun lo agravaron, un veneno a cuyo respecto declaró un comunista de los más tristemente célebres: «Nuestro lema ha sido siempre: “cogito, ergo sum”» (12). Constituye un desarrollo ideal-materialista del cogito la proposición spinoziana, cien por cien gnóstica, según la cual «el orden y la conexión de las ideas se identifican con el orden y la conexión de las cosas» (13). Así se explica sobre todo por qué Spinoza llegó a decir: «La extensión es un atributo de Dios; es decir: Dios es algo extenso» (14). Si esto no es ateísmo antropocéntricoidolátrico, entonces hay que suprimir del diccionario tales términos. Por eso, al decir de Spinoza, «los hombres se engañan al sentirse libres (…). Esta opinión se debe sólo al hecho de que son conscientes de sus acciones, pero ignoran las causas que las determinan» (15). De manera que, en dictamen de Spinoza, la libertad del hombre no pasa de ser una “ficción” (16). Mas entonces, ¿qué sentido tiene hablar de “ética” y, por añadidura, según “un orden geométrico”? Son dos contradicciones que saltan a los ojos. No en vano «la filosofía judía ejerció un influjo notable en el sistema de Spinoza» (17). En llegando a este punto, los modernistas serían capaces hasta de objetar que Spinoza era un “cristiano anónimo” o “implícito”, como escribían Rahner y Schillebeeckx. Pero para refutar este sofisma blasfemo es más que suficiente lo que enseña San Pablo en Hebreos 11, 24-40; . ibid., 10, 28-31; Rom 2, 1-29 18. El nihilismo antropocéntrico del cogito y de Spinoza se radicaliza en Kant, pues, en opinión de éste, nuestro conocimiento no puede sobrepasar los fenómenos ni puede, por lo mismo, alcanzar el noúmeno (la cosa en sí), que es diferente de ellos. Pero, según eso, observamos, resulta que Kant sabe que existe tal realidad en sí; así, pues, va más allá de los fenómenos. En efecto, si nuestro conocimiento se limita a éstos, ¿cómo podemos saber -es el colmo de la contradicción- que más allá de ellos se encuentra el noúmeno? El absurdo es más que evidente, y, por ende, es absurda también la opinión kantiana según la cual es imposible probar la existencia de Dios; es igual de absurda la sustancial negación kantiana de la verdadera libertad de la persona, una persona que Kant se

permite sustituir por su “Yo pienso” (*), que no es nadie ni es nada. He aquí un texto que se puede considerar, en cierto sentido, como un resumen de la posición kantiana: «Todo se hunde bajo nosotros [¿qué nosotros si no podemos ir allende los fenómenos y dejarlos atrás?], y tanto la mayor perfección cuanto la menor [pero ¿cómo es posible distinguirlas si no podemos aprehender la realidad?] oscilan pura y llanamente, sin apoyo alguno, ante la razón especulativa, a la que no le cuesta nada hacer desaparecer tanto a la una como a la otra, sin que encuentre el menor obstáculo para ello» (19). ¿Qué tiene de extraño, pues, que Kant, cuya posición constituye una introducción decisiva al idealismo, niegue él también la divinidad de Jesús? (20). Párese mientes en esto: esa “razón” que, según Kant, no conoce la realidad en sí se vuelve nada menos que árbitro de la religión. Si eso no es ateísmo en el fondo, hágase la operación léxica susodicha, o sea, quítese del diccionario tal voz (21). Era inevitable que el imperativo categórico kantiano destruyera la mismísima moral debido a su autonomismo y a su antropocentrismo, antiéticos, y antimetafísicos. La “Idea” idolatrada y divulgada por Hegel sintetiza y desarrolla a la vez tanto el “cogito” cartesiano, cuanto la “sustantia” spinoziana, como el “Yo pienso” kantiano. Se trata de una “idea” de la cual no tenemos idea alguna, como observó Papini de joven, porque, más todavía que el “Yo pienso” de Kant, no es nadie ni es nada. Por otra parte, hasta un célebre ateo-agnóstico como Schopenhauer acertó de pleno al escribir lo siguiente contra el inexistente “Dios impersonal” de todos los idealistas: «Un Dios impersonal no es Dios ( … ) ni por pienso, sino ( … ) una palabra usada sin propiedad, un concepto absurdo, una “contradictio in adiecto” [una contradicción en los términos] , un “shibbolet” [una voz perteneciente a una jerga, dicho en hebreo] para profesores de filosofía que, después de haber tenido que renunciar a la cosa, se esfuerzan por tergiversar las palabras que la denotan» (22). Volviendo a Hegel, hay que decir que éste, al exaltar el “cogito” y la “sustancia” spinoziana y, por ende, la conciencia humana despersonalizada, ve en la inmersión inmanentista del ser en el pensamiento la idea principal de la era moderna (23). Ve, en efecto, en el pensamiento humano despersonalizado, o en el “concepto en general”, la “verdad única” y la “realidad suprema” (24). De ahí que no se avergüence de afirmar: «Si la esencia divina no fuese la esencia del hombre y de la naturaleza, ella misma constituiría una esencia que no sería nada» (25). Hegel parece respetar el cristianismo con este monismo suyo, panlogista y antropocéntrico, pero, por el contrario, asevera que «sin el mundo, Dios no es Dios», y procura aniquilar la conciencia ético-metafísica de la persona humana (26). Se infiere de ahí que los “honores” que Hegel rinde al cristianismo no son más que unas “honras fúnebres” (27). Es altamente significativo lo que escribe uno que aprecia el pensamiento de Hegel: «La filosofía hegeliana es, tocante a la religión, esencialmente protestante (…). Llamo protestantismo a esa forma de religión que basa la conciliación entre Dios y el hombre en la certeza de que la esencia de la autoconciencia humana tiene por contenido la autoconciencia divina» (28). También Heidegger se mueve sobre un fondo de pensamiento hegeliano, como que hace suya la identificación hegeliana del ser con la nada y considera que el ser es “finito por esencia” (29) y ello porque, al decir de él, «toda verdad es relativa al ser del “estar-ahí”(**) [humanohistórico]» (30). Ni qué decir tiene que afirmaciones tales presuponen y revelan en su autor la profesión de un nihilismo ateo-antropocéntrico traidor al hombre y destructor del mismo. A tamaña aberración pertenece asimismo el panfenomenismo de Sartre, existencialista filomarxista que aceptó y desarrolló en buena medida el humanismo totalitario del “cogito” (31) hasta llegar a proferir esa blasfemia según la cual «la idea de Dios es contradictoria» y a afirmar que «morimos en vano» y que «el hombre es una pasión inútil» (32). Sin embargo, cabe objetar a Sartre que «no creer en Dios es mentirle al hombre: es traicionar a la humanidad» (33) porque «El hombre que quiere bastarse a sí mismo y no aceptar nada, ni siquiera los límites de su propio ser, se encuentra con que ya no es ni tiene nada, o por mejor decir, con que “no quiere ser” ya nada ( … ); y se reduce a ser un ansia, una sed ( … ) insaciable. Y quiere todo eso porque se niega a reconocer que ha sido creado» (34). Una voluntad semejante se encuentra asimismo en Benedetto Croce, al decir del cual la realidad entera no es sino historia. Se rechaza así la trascendencia del único y verdadero Dios y del

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cristianismo: rebaja el cristianismo al nivel de los hechos meramente históricos y rechaza a la Iglesia verdadera (35); niega la verdadera libertad moral de la persona (¡y pensar que lo saludan como “el filósofo de la libertad”!), y envilece la inocencia al reputarla por una forma de ignorancia (36). ¡Llega Croce, en su Lógica come scienza del concetto puro, hasta el punto de identificar a Satanás con Dios y afirmar que «si Dios no tuviese a Satanás en sí», sería algo «inútil e impotente»! (37). Entiéndase bien: si por un absurdo, lo Absoluto fuera cual lo presentan los inmanentistas, Croce y sus pares tendrían toda la antropocéntrica razón del mundo (38). Con todo, hay un ensayo crociano que es, por decirlo así, negativamente útil si se lee con la necesaria madurez Il carattere della filosofia moderna. Croce reconoce en él que el antropocentrismo constitutivo del pensamiento moderno-contemporáneo es una expulsión en toda regla del Dios cristiano y de la Iglesia, con la consiguiente desintegración del hombre; de suerte que, ciñéndonos a este punto, Croce da una lección de sinceridad a los “entusiastas” del “antropocentrismo cristiano”. Cuanto a Giovanni Gentile, parece inútil detenerse en su negación, obsesivamente idealistaactualista, de la verdadera trascendencia. Es suficiente, por eso, el contenido de su conferencia La mia religione en la que no vaciló en declararse “cristiano” y “católico”, pero en la que se leía asimismo: «Dios y el hombre en la realidad del espíritu son dos y son uno, de manera que el hombre es verdaderamente hombre en su unidad con Dios (…), y Dios, por su parte, es el Dios verdadero en cuanto que es todo uno con el hombre, que lo completa en su esencia» (39). (No se olvide que Gentile pronunció esta conferencia en 1943, un año antes de ser asesinado). Pasemos ahora al marxismo en todas sus corrientes. Aunque no nos detengamos en su ateísmo teórico-materialista (el marxismo, o es leninista-estaliniano-maoísta, o no existe), hemos de impugnar la opinión de ciertos pensadores católicos según la cual el marxismo cae en la contradicción de atribuir a la materia los caracteres de la divinidad, con lo que se vuelve así una religión invertida, bien que inconsciente de su propia naturaleza religiosa. ¡Ni por pienso! La contradicción, de gravedad casi infinita, en que cae el marxismo es el rechazo -mucho peor que el “olvido”- del acto de ser como fundamento metafísico de la realidad para detenerse, de la manera más apriorista que cabe, en sola la materia, más allá de la cual no hay nada, al decir de él. Así que el marxismo es otro sistema abstractísimo por este nihilismo suyo antropocéntrico-materialista. Con eso y todo, hasta un enemigo de tal clase puede brindarnos una sugerencia útil. En este caso es Palmiro Togliatti quien nos la ofrece. Inteligente, y dotado de cultura universitaria, escribió estas proposiciones irreprensibles: «No cabe duda de que la filosofía marxista -fuente de nuestra ideología- nada tiene que ver con una doctrina religiosa. Es el punto de llegada de una línea de pensamiento que se desase progresivamente de las opiniones religiosas para hacer del hombre y de sus actividades creativas el centro del universo» (40). Así, pues, incluso de Togliatti reciben una lección de sinceridad los “compañeros” del “antropocentrismo cristiano”. Pero debería hacerles reflexionar aún más el siguiente texto de Giuliotti: «Los antropófagos matan a sus semejantes para comérselos; los antropólatras [los “adoradores del hombre”] matan [espiritualmente] a muchos más, pero no se los comen; de suerte que para sus masacres [de almas] no tienen ni siquiera la excusa del hambre» (41). La respuesta cristiano-tomista al antropocentrismo Quien de verdad reconoce y defiende el valor del hombre, cuyo “fundamento radical” estriba, por decirlo con Dante, en su acto de ser -un acto de ser participado, prioritariamente espiritual y, por ende, creado por Dios-, no es otro que el cristianismo (el catolicismo de la Iglesia romana de siempre). Santo Tomás enseña, por su parte, que el acto de ser es el constitutivo primero de la persona misma (42). Por ese motivo el tomismo originario, ahí es nada, rechaza ese “gigantesco extravío y peligro mortal”, como lo llama el gran teólogo G. May, en que consiste el antropocentrismo. Tal vez nunca se remachará lo bastante que Jesucristo, Dios verdadero y hombre verdadero infinitamente justo y misericordioso, murió y resucitó por la redención y la salvación eterna de cada

persona humana pasada, presente y futura (43). Como enseña el catecismo más válido: «Jesús murió por todos, pero no todos se salvan porque no todos quieren reconocerlo, no todos observan su ley, ni todos echan mano de los medios de santificación que nos dejó» (44). Es inefable de todo punto el amor caritativo que Dios nos tiene, como bastan a demostrarlo el sacramento de la eucaristía y el de la penitencia, en virtud del cual se absuelve al pecador arrepentido de cualquier pecado que tenga. Pero precisamente por estas razones, además de por las otras ya mencionadas, el cristianismo -repetimos- condena el antropocentrismo de la manera más intensa y profunda. Ya en el Génesis (cap. 6, v. 5 y ss.) leemos que «Viendo, pues, Dios ser mucha la malicia de los hombres en la tierra, y que todos los pensamientos de su corazón se dirigían al mal continuamente, pesóle haber creado al hombre en la tierra. Y penetrado su corazón de un íntimo dolor, “Yo raeré, dijo, de sobre la faz de la tierra al hombre, a quien creé” (…)». Bien es verdad que, como enseñan los mejores biblistas, se trata de una “metáfora hiperbólica”. Pero ello presupone la infinita trascendencia de Dios respecto del hombre. Tan es así, que Dios castigaba muy a menudo, ya en el Antiguo Testamento, al pueblo que era su elegido a la sazón (45). Además, y como consecuencia de ello, se dice asimismo en las Escrituras: «¡Levántate, Señor: no prevalezca el hombre!» (Sal 9, 20); «Esto dice el Señor: ¡Maldito sea el hombre que confía en otro hombre y se apoya en un brazo de carne, y aparta del Señor su corazón! (…) Bienaventurado el varón que tiene puesta en el Señor su confianza, y cuya esperanza es el Señor» (Jer 17, 5 ss.; Sal 55, 6-9). Eso significa que el antropocentrismo, muy lejos de constituir una defensa de la dignidad del hombre en cuanto sujeto subsistente en una naturaleza racional es, por el contrario, voluntad de idolatría, de desencadenamiento y satisfacción de los peores egoísmos humanos. ¿No es acaso ésta la situación del mundo, especialmente en los tiempos moderno-contemporáneos y, sobre todo, en los pasados cincuenta años? (46). Jesús confirmó también todo eso cuando reprendió a San Pedro porque éste no quería que el Redentor se encaminara a la pasión y a la crucifixión: «Pero Él, volviéndose, dijo a Pedro: Retírate de mí, Satanás; tú me sirves de escándalo, porque no sientes las cosas de Dios, sino las de los hombres» (Mt 16,23). Y San Pablo enseñaba por su lado: «¿Busco yo ahora el favor de los hombres o el de Dios? ¿Acaso busco agradar a los hombres? Si aún buscase agradar a los hombres, no sería siervo de Cristo» (Gal 1, 10; I Tes 2, 13). Pasemos ahora, pues, a la defensa tomista de la dignidad del hombre en cuanto sujeto subsistente en una naturaleza racional; se trata de una defensa “arraigada y fundada” (Ef 3, 17) en la trascendencia del acto de ser (esse ut actus) por encima de cualquier otra perfección (47). Uno de los más profundos y admirables textos tomistas contrarios a la aberración antropocéntrica es el siguiente: «Ser (…), hablando en absoluto, es superior a ser hombre» (48). En efecto, Dios, ser subsistente en sí y por sí y, por ende, unidad infinita de toda perfección (49), es, por lo mismo, el centro trascendente, o vértice, de la realidad. Pero ello no es óbice para la omnipresencia creadora de Dios, sino que la fundamenta y justifica sin que por ello sufra menoscabo alguno ni se mude la infinita diferencia metafísica que media entre Dios y la criatura. De ahí que el Angélico enseñe que «Dios está sobre todas las cosas por la excelencia de su naturaleza; sin embargo, está en todas ellas como causa [creadora] de su acto de ser» (50). He aquí, al respecto, un texto decisivo de Sto. Tomás: «Las realidades contingentes [corruptibles] son por parte de la materia, ya que contingente es lo que puede ser o no ser, y la potencia está en la materia. En cambio, la necesidad está en el concepto mismo de forma, por cuanto lo que es consecuencia de la forma se posee necesariamente» (51). Esta doctrina tomista, que se halla infravalorada por desdicha, es, sin embargo, harto válida para la refutación plena y la superación definitiva de cualquier antropocentrismo (52). En efecto, reconoce en el mayor grado y de la manera más lícita posible la dignidad auténtica de las criaturas espirituales (necesarias por participación), vistas siempre, con todo, en su dependencia metafísica de Dios (ser necesario por esencia). Así se elimina de raíz hasta la más remota posibilidad de panteísmo. Más aún: «(...) y el acto de ser participado [y, por ende, creado] se limita según la capacidad del sujeto que lo recibe. Por eso sólo Dios, que es su mismo ser, es acto puro e infinito» (53).

Nótese la profundidad de este otro texto del Aquinate: «Respecto a las substancias incorpóreas, debido a que son formas subsistentes, y no obstante que tengan con su propio acto de ser la misma relación que la potencia con el acto, no son compatibles con la privación del acto de ser, porque de tal modo va unido el ser a la forma [forma dat esse: la forma da el ser], que nada se destruye o cesa de ser más que perdiendo la forma; y como en la forma no hay potencia para el no ser [contingencia o corruptibilidad], síguese que estas substancias son inmutables e invariables en cuanto al ser» (54). Con este argumento prueba Santo Tomás la incorruptibilidad constitutiva, es decir, la inmortalidad, tanto de los ángeles cuanto de las almas humanas. Después de haber puesto en claro que algunas realidades necesarias tienen en otras la causa de su necesidad (55), el doctor angélico enseña: «(…) lo que le corresponde a un ser por su misma naturaleza es inseparable de él. Y, en cambio, lo que le conviene por cualquier otra razón se puede separar al desaparecer aquello por lo que le conviene. Ejemplo: La redondez es inseparable de la circunferencia porque le corresponde por ser tal. No obstante, una circunferencia de metal puede perder su redondez si el metal pierde su forma circular. El existir le conviene a la forma en cuanto tal ya que cada cosa es ser en acto en cuanto que tiene forma, y la misma materia es ser en acto por la forma. Por lo tanto, el ser compuesto a partir de la materia y de la forma deja de existir en acto cuando la forma se separa de la materia. Pero si es la misma forma la que subsiste en su ser, y esto es lo que sucede en los ángeles, como dijimos (…), no puede perder el ser. Así, pues, la misma inmaterialidad del ángel es la razón por la que el ángel es incorruptible por naturaleza» (56). De aquí la relevancia teórica de la aclaración siguiente: «Según dijimos (…), hay cosas necesarias cuya necesidad tiene una causa. Por eso no contradice lo necesario ni lo incorruptible que su ser dependa de otro [ab alio] como de su causa. Por lo tanto, cuando se dice que todo, incluidos los ángeles, se precipitarían en la nada si Dios no los conservara en la existencia, con eso no se da a entender que en los ángeles haya un principio de corrupción [o “contingencia!], sino que el acto de ser del ángel depende de Dios como de su causa. Por otra parte, no se dice que algo sea corruptible [o “contingente”] por el hecho de que Dios pueda reducirlo a la nada retirando su acción conservadora, sino porque en sí mismo encierra algún principio de corrupción, como puede ser la contrariedad o, al menos, la potencialidad de la materia»( 57). De manera semejante y con la misma profundidad, enseña Santo Tomás lo siguiente: «(…) es evidente que lo que le corresponde a algo sustancialmente le es inseparable. El acto de ser corresponde sustancialmente a la forma [alma humana = forma substancial del cuerpo], que es acto. De ahí que la materia adquiera el ser en acto en cuanto adquiere la forma. Se corromperá cuando la forma desaparezca. Pero es imposible que la forma [el alma humana] se separe de sí misma. De ahí que sea imposible también que la forma subsistente [o sustancial] deje de ser» (58). Por consiguiente, «(…) al decir que algo puede volver a la nada no se está diciendo que en la criatura [espiritual, ángel o alma humana] esté la potencia para no ser [o contingencia] sino que en el Creador está el que deje de infundirle [crearle y conservarle] el acto de ser [que siempre es propiamente participado en los entes finitos]. Se dice de algo que es corruptible porque en él está la potencia para no ser [una potencia que proviene de la materia, según se vio]» (59). Más aún: «La potencia de las criaturas espirituales (…) para dejar de ser, más que en la forma (…) de tales criaturas, está en Dios, que puede sustraerles su influjo Creador y conservador en el ser» (60). Por lo cual observa Sto. Tomás, en la Summa contra gentiles (libro 11, cap. 30), que Dios quiso que algunas criaturas fuesen necesarias e inmutables por participación, y que algunas otras fueran, en cambio, contingentes o corruptibles, para que en los entes hubiera diversidad ordenada o armonía. Por último, dado que el acto de ser es la última perfección, y dado asimismo que el acto de ser participado-creatural es intrínseco a los espíritus de manera inseparable, se sigue de ahí lo que le parecería contradictorio a una mirada superficial mientras que constituye, por el contrario, una realidad irrefutable: la necesidad de nuestra alma, que no es necesaria por sí sino por otro, es el fundamento, incluso en el ámbito ético, de nuestra libertad auténtica, mientras que los entes corruptibles se ven determinados a obrar de la manera en que lo hacen los seres espirituales e

inmortales, en cambio, que son necesarios por participación-creaturalidad, obran de manera racional y libre. Es por eso por lo que nos permitimos insistir, en plan tomista, en la libertad en cuanto que el acto de ser la fundamenta y la hace existir efectivamente. El Aquinate, «luz intelectual llena de amor» (Dante, Paraíso, XXX, 40), enseña contra todos los antropocentrismos y cualesquiera de los gnosticismos y racionalismos que entrañan, que «[nuestra voluntad] no sigue necesariamente a la razón» (61). «Se puede decir que la realidad inteligible [lo evidente] fuerza el asentimiento de la inteligencia [a la que, bien que sea indispensable, no hay que idolatrar ni dar más realce del que realmente tiene, en contra de lo que hacen algunos pensadores o intelectualoides que se las echan de cristianos, quienes niegan la voluntad recta, de la cual depende nuestra salvación o condenación eterna], mientras que la realidad apetecible no puede constreñir a la voluntad a asenso alguno» (62). «La inteligencia no abstrae cuando aprehende las realidades que la trascienden; antes bien, esas mismas realidades las recibe [intencional o psicológicamente] de una manera cuya complejidad es mayor que la propia de tales realidades; de donde resulta que el acto de la voluntad es menos complejo y más noble que el de la inteligencia, como que tiene por objeto las realidades susodichas tales y como son en sí mismas» (63). «Por un acto de ciencia o de algún hábito de esa naturaleza, el hombre puede merecer en cuanto dicho acto es imperado por la voluntad, sin la cual no hay mérito alguno. Sin embargo, la ciencia no perfecciona a la inteligencia para esto, como ya se dijo. En efecto, no porque el hombre tenga ciencia se hace alguien que quiere pensar bien, sino que tan sólo se vuelve alguien que puede pensar bien; y por eso la voluntad mala no se opone a la ciencia o al arte, mientras que sí lo hace a la prudencia, a la fe o a la templanza» (64). Así que andaba sobrado de razón el venerable prelado que distinguió netamente “la inteligencia, facultad necesaria”, de la “voluntad, facultad libre” (65). Ésta es la manera cristiano-tomista de combatir el antropocentrismo en medio tanto de esa negación total de la fe consistente en la identificación de ésta con una forma de “cultura” cuanto de la exaltación, sin freno ni trabas, de la “inteligencia”, la “razón” y la “conciencia” (aunque, con todo, el tomismo no subestima en absoluto estas tres últimas realidades y su insoslayable valor). Lo enseña, por decirlo con Ferrabino, el “equilibrio superior” de Sto. Tomás, quien afirma lo siguiente: «La [virtud de la] religión, que reside en la voluntad, ordena los actos de las demás facultades del alma a la honra y el culto de Dios; mas la inteligencia es, de las tres facultades del alma, la más noble y la más próxima a la voluntad» (66). En efecto, «la voluntad no procede directamente de la inteligencia, sino de la esencia del alma, presupuesto, con todo, su condicionamiento por parte de la inteligencia, si bien esto no denota un orden de dignidad, sino tan sólo de origen» (67). Con esto queda esclarecida la capacidad meramente ostensiva, en modo alguno deliberativa, de la inteligencia, la razón y la conciencia. Cualquier opinión en contrario -intenciones subjetivas aparte, como siempre- es de suyo antitomista y antitradicional. Dice asimismo el Aquinate: «En relación con las realidades divinas, que trascienden del alma (…) el querer es más eminente que el pensar, como el querer y el amar a Dios es más eminente que el conocerlo» (68). Y también: «Aunque el alma se dirija a Dios por conducto de la inteligencia antes que por conducto del amor, con eso y todo, el amor se eleva a Dios más perfectamente que la inteligencia» (69). De ahí que podamos decir con San Agustín: «El verdadero filósofo es el que ama a Dios» (70). Dado que, según sigue enseñando Santo Tomás, «en los entes espirituales la inclinación que sigue a la aprehensión intelectual es un acto de la voluntad» (71), se desprende de ahí que «la verdadera teoresis [la actividad intelectiva en cuanto opuesta a la praxis] es verdadera bondad» (72). Dicho en términos más intensos todavía: «La demostración de la existencia de Dios pertenece a la constitución de la persona y se enraíza en lo íntimo de su libertad» (73). y puesto que el alma es el sujeto de la gracia mediante la voluntad (74), se sigue de ahí que «el bien de la gracia de un solo individuo es superior al bien natural de todo el universo» (75). Ni qué decir tiene que Dios, harto lejos de determinar nuestra voluntad (en contra de lo que se figura cualquier panteísmo inmanentista), es Él precisamente la causa primera de nuestra libertad, a la que hace obrar según el modo ético-metafísico propio de ella (76).

Escribe lo siguiente el teólogo salesiano ya citado sobre la creatural trascendencia axiológica de la voluntad libre respecto de las demás facultades: «La voluntad (…) impera a las demás facultades, incluida la inteligencia (…). Es por ello sumamente importante que a la facultad dominadora de todas las demás se la estime más que a éstas (…). La moralidad de la vida no depende de la agudeza de la mente, sino de la rectitud de la voluntad; ni del conocimiento de las leyes, sino de su observancia; ni del saber, sino de las virtudes» (77). He aquí otro texto más contra el antropocentrismo: «Lo finito, en pro de lo cual se pronuncia uno al hacer protestas de libertad contra lo absoluto, dispersa y disuelve dicha libertad en la avidez y el capricho (…). Lo infinito, a lo cual elige el hombre someterse al confesar su propia finitud de criatura, concentra y eleva su libertad, que halla en la entrega total a lo absoluto su suprema razón de ser. Ésta es la disyunción esencial en la pugna entre teísmo y ateísmo» (78). Por todo eso, en vez del término “humanismo”, que se ha vuelto demasiado ambiguo, preferimos: 1º) en el ámbito filosófico, la consideración metafísico-teorética del hombre; 2º) en el ámbito ético-religioso, la consideración teológica del hombre. Y a las igualmente ambiguas “libertad de pensamiento” y “libertad de conciencia” respondemos que se debe hablar de la libertad del individuo que subsiste en una naturaleza racional; es decir, de la persona, que trasciende, por participación-creaturalidad, de todas sus obras y facultades. Resumiendo: el cristianismo salva al hombre porque lo hace trascendente en Dios a varios niveles. El antropocentrismo, en cambio, arruina al hombre al conducirlo a la comisión de toda clase de infamias, incluyendo el suicidio en multitud de ocasiones, porque presume de absolutizar todos los egoísmos humanos sin excepción. Conclusión El antropocentrismo, en especial el disfrazado de cristiano, es la enésima recrucifixión de Jesús (79). De ahí que sintamos la vocación al paso que nos corra la obligación de testimoniar nuestra fe de una manera cada vez más vasta y profunda, distinguiendo absolutamente, entre otras cosas, la Iglesia católica de siempre de la pseudo-religión y contraiglesia antropocéntrica o “sinagoga de Satanás” (Apoc 2, 9), que se ha infiltrado en el mundo católico a la manera gnóstica, particularmente en los pasados cincuenta años (80). Ayúdennos el Señor y su madre celestial en esta obra sumamente caritativa y, por qué no decirlo también, heroica. Thomistarum acies Notas: 1) Cf. Rituale Romanum. 2) M. Lefebvre, Carta abierta a los católicos perr¬plejos, versión española, Spadarolo-Rimini, 1987, pág. 98. Cf. ID., Lo destronaron. Del liberalismo a la apostasía. La tragedia conciliar, versión española, Chieti: Amicizia Cristiana, 2 009. To¬cante a la inigualable diabolicidad de tamaño "antropocentrismo" o "humanismo integral" (dos expresiones sustancialmente equivalentes, a nuestro juicio), véase sì sì no no, 19, 2009, pp. 1-2, edición italiana, donde se muestra la continuidad antropocéntrica que liga el discurso de clausura del concilio Vaticano II (1965) con las desviaciones doctrinales que se dieron desde la década de los ochenta hasta el año dos mil, aproximadamente. 3) C. Fabro, Introduzione a San Tommaso. La metafisica tomista e il pensiero moderno [In¬troducción a Sto. Tomás. La metafísica tomista y el pensamiento moderno] , Milán, 1997, 2ª edición, pág. 9 y ss. Para la refutación teórica más radical de las diversas formas de antro¬pocentrismo o inmanentismo, véase IDd., Introduzione all'ateismo moderno [Introducción al ateís¬mo moderno:], Roma, 1 963, dos volúmenes; IDd., L'avventura della teologia progresista [La aventura de la teología progresista], Milán, 1 974; ID., La svolta antropologica di Karl Rah¬ner [ El viraje antropológicoantropocentrista) de Karl Rahner], Milán, 1 974; IDd., Ri¬flessioni sulla liberta [ Reflexiones sobre la libertad], Segni, 2 004, 2ª edición. 4) Cf. A. Messineo, L' umanesimo integrale, “[ El humanismo integral] "La Civiltà -Catto1ica”", 3 (1956), 449-463 (cuaderno 2549). 5) Cf. C. Fabro, Problematica del tomismo di scuola[Problemática del tomismo papagayesco] ;, en "”Rivista de Filosofia neoscolastica"”, 2 (1 883), 187-189. 6) Cf. lLa traducción taliana del decreto "Lamentabili", en “Encicliche proibite” [Encíclicas prohibidas], Roma, 1972, p. 75.

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7) Cf. A. Ferrabino, Storia dell'uomo avanti e dopo cCristo[Historia del hombre antes y después de cristo], Asís, 1957, pp. 174-183: IDd., Scritti di filosofia della storia [Escri¬tos de filosofía de la historia], Florencia, 1962, pp. 433-603, 617-644, 653-743, 775-792. 8) M. Heideeger, L'epoca dell'immagine del mondo [La época de la imagen del mundo], en "Sentieri interroti" [Senderos cortados], versión italiana, Florencia, 1973, p. 98. 9) Heidegger, ibidem, versión citada, pág. 95, nota 9; cf IDd., "Nietzsche", Pfullingen, p. 90-173. 10) C. Carbonara, Antropologismo, en "Enciclopedia filosófica", Florencia, 1 967, 2ª ed., vol. 1, columna 367. 11) Contra tamaña revolución, espiritual antes aún que filosófica, cf. C. Cardona, René Descartes: Discorso sul Metodo [René Descartes: Discurso del método], versión italiana, L'Aqui¬la, 1 975; G. L. Rossi, La perfettissima scienza dell'anima di Cristo [La perfectísima cien¬cia del alma de Cristo], Génova, 1 980, pp. 30 y ss. 12) CF. "Il Giornale d'Italia", 19 de octubre de 1 982, pág. 10. Lo cual corresponde al título del libro de A. Ghinzberg, La supremazia della ragione, [La supremacía de la razón] Nueva York, 1937. 13) B. sSpinoza, Ethica ordine geometrico demonstrata, parte II proposición 7, en Opera, Heidelberg: ed. Geghardt, 1925, vol. 11, p. 89. 14) Spinoza, ibidem, parte II,proposición 2, vol. -II, pág. 86. 15) Spinoza, ibidem, parte 11, proposición 35, escolio, vol. II, pág. 117. 16) Spinoza, Epístolas. LVIII (a G. H. Schuller), en Opera, vol. IV, pp. 265 y ss. 17) E. Zolli, voz Giudaismo [Judaísmo] , en "Enciclopedia Cattolica", vol. VI, columna 702. 18) Cf. F. Spadafora, San Paolo: lLe Lettere [San Pablo: las epístolas], Génova, 1990 San Paolo alla conquista dell'impero [San Pablo a la conquista del imperio], Roma, 1 983. 19) Immanuel Kant, Critica della ragione pura [Crítica de la razón pura], Parte II, libro 11, cap. 3, sección 5, versión italiana, Turín, 1957, pág. 635. 20) IDd., La religione entro i limiti della sola ragione [La religión en los límites de la mera razón],, versión italiana, Parma, 1967, pp. 153 y ss. 21) Tocante al ateísmo objetivo y al consiguiente historicismo de Kant, véanse las agudas observaciones del cardenal gGiuseppe siri en Getsemani.. Riflessioni sul movimento teologico contemporaneo [Getsemaní. Reflexiones sobre el movimiento teológico contemporáneo], Roma, 1985, pp. 208-232. Sobre la obligación espiritualmente liberadora, véase la Declaración de la Iglesia en DB 141. Sobre los daños incalculables ocasionados por Kant tanto en el ámbito filosófico cuanto en el ámbito moral, cf. F. Varvello, Institutiones philosophiae, Pars III, Ethica, Turín, 1930, 5ª edición, págs. 61 y ss. y 167 y ss. 22) A. Schopenhauer, Parerga e paralipomeni [Aditamentos y cosas omitidas] [Aditamentos y cosas omitidas], versión ita¬liana de Parerga und paralipomena, Milán, 1 981, vol. 1, pp. 166 y ss. 23) G. G. F. Hegel, Lezioni sulla storia della filosofia [Lecciones sobre la historia de la filosofía] , versión italiana, Florencia, 1964, vol. VIIII 2, pp. 73-79; IDd., Fenomenolo- gia dello spirito [Fenomenología del espíritu] , versión italiana, ivi, 1963, 2ª edición, vol. II, pág. 120. 24) IDd., Lezioni sulla fi1osofia della storia [Lecciones sobre la filosofía de la historia], versión italiana, ivi, 1 963, vol. 1, p.9. 25) IDd., Lezioni de filosofia della storia [Lecciones de filosofía de la historia], versión citada, vol. 1, pág. 45. 26) IDd., Lezioni sul1a filosofia della re1igione [Lecciones sobre la filosofía de la religión], versión italiana, Bolonia, 1 973, vol. 1, pp. 194-255; IDd., Enciclopedia delle scienze filosofiche[Enciclopedia de las ciencias filosófica], parágrafo 564, versión italiana, Bari, 1 967, vol. 11, p. 511. 27) Cf. C. Fabro, Introduzione all'ateismo moderno [Introducción al ateísmo moderno], cit., vol. II, pp. 667-689. 28) K. Rosenkranz, Vita di Hegel [Vida de Heg,el] versión italiana, Milán, 1974, pp. 19 y s.; Cf. Hegel, Lineamenti di filosofia del diritto [Elementos esenciales de filosofía del derecho],versión italiana, Roma-Bari, 1979, 2ª edición, pp. 19 y s.; IDd., Lezioni sulla filosofia della religione, traducción citada, Bolonia, 1974, vol. II, págs. 397-412. 29) Cf. M. Heidegger, Che cos'e la metafisica? [¡Qué es la metafísica], versión italiana, Florencia, 1969, pp. 30 y s. 30) IDd., Essere e tempo [Ser y tiempo], parágrafo 44, en Essere e tempo-l'essenza del fon¬damento [Ser y tiempo-la esencia del fundamento],versión italiana, Turín, 1969, p. 345. 31) Cf. J. P. Sartre, La liberté cartésienne [La libertad cartesiana], curante P. Groethuysen, Ginebra-París, 1 946, pp. 952. 32) Cf. IDd., L'être e le néant [El ser y la nada], París, 1 966 y pp. 706 y ss. 33) A. Ferrabinid, Misticamente, Verona, 1972, p. 70. 34) C. Mazzantini, Introduzione [Introducción] a G. A. Fichte,; La missione del dotto [La mi¬sión del docto] , curante C. Mazzantini, Turín, 957, p. 61. 35) B. Croce, Perché non possiamo non dirci cristiani [[Por qué es imposible que no nos deno¬minemos cristianos] , en "La Critica", Nápoles, 60 ( (1942)), 289-297. 36) Cf. B. Croce, Etica e politica, Roma-Bari, 1981, 3ª edición, pp. 102 y ss.; 115-119. 37) IDd., ibidem, Bari, 1971, 2ª edición, pp. 59 y ss. 38) Para algunos críticas notables al respecto, véase N. Petruzzellis, L'idealismo e la sto¬ria [El idealismo y la historia], Brescia, 1957, 3ª edición:; C. Ottaviano, Valutazione critica del pensiero di Benedetto Croce [Valoración crítica del pensamiento de Benedetto Croce], Pa¬dua, 1953. 39) G. Gentile, La mia religione [Mi r,e1igión] en Opere [Obras], Florencia, 1957, 4ª edición, vol. 37, p. 26.

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40) P. Togliatti, L'appello dei vescovi [El llamamiento de los Obispos], en "Rinascita", 44, 9 de noviembre de 1963, pág. 1, columna 2. 41) D. Giuliotti – G. Papini, Dizionario dell'Omo salvatico [Diccionario del hombre selvá¬tico],; Florencia, 19 23, p.192. Cf. Epiphanius, Massoneria e sette segrete. La faccia occulta della storia [Masonería y sectas secretas. La cara oculta de la historia], Nápoles, 3ª edición, 2008. 42) Cf. STOto. Tomás, S. Th., III, q. 17, a. 2, ad 1; ibidem, III, q. 19, a. 2, ad 4. 43) Cf. Jn 12, 32; Rom 8, 32; 2 Cor 5, 15; 1 Tim 2, 4-6; STOto. TOMÁSomás, op. cit., III, qq. 46-52; DB 319, 795. 44) Catechismo di S. Pio X [Catecismo de San Pío X], Matino (Lecce): ed. Salpan, 2003, 3ª edición, pp. 57 y s. Cf. F. M. Gaetani, I supremi destini dell'uomo [Las postrimerías del hombre] , Roma, 1951. 45) Sobre los límites de esta elección, véanse las importantes observaciones de Eugenio Zolli en Guida all'Antico e Nuovo Testamento [Guía del Antiguo y Nuevo testamento] , Mi¬lán, 1956, p. 107; cf. IDd., Giudaismo, [Judaísmo], en "Enciclopedia Cattolica", vol. VI, columna 702; Deut 22, 5 y 20; y Ez, passim (éste habla en varias ocasiones de “ralea de rebeldes”).. Véase, por último, B. Gherardini, Orrendamente, oscenamente, luceferinamente infanga¬ta e deturpata [la BVM] ([La beatísimamaSantísima Virgen María] enlodada y destorpada horrenda, repug¬nante y luciferinamente), en "Divinitas", 1 (2006), 1-4. 46) Cf. A. Romeo, Anticristo, en "Enciclopedia Cattolica", vol. 1, columnas 1 433-1 441; IDd., Satanismo, ibidem, vol. X, columnas 1953-1961. 47) Véase asimismo SI SI NO NO, edición italiana, 17, 2009, págs. 1-3. 48) STOto. TOMÁSomás, op. cit., 111, q. 16, a. 9, ad 2. 49) IDd., ibidem, 1, q. 4, a. 2, ad 3. 50) IDd., ibidem, 1, q. 8, a. 1, ad 1; ibidem, 1, q. 8, a. 2, ad 3; ibidem, 1, q. 105, a. 5. Cf. C. Fabro, Partecipazione e causalita secondo S. Tommaso d´ Aquino [Participación y causali¬dad según Sto. Tomás de Aquino], -Turín, 1960, pp. 424-483. De aquí la doctrina tomista tocante a la necesidad metafísica creadaparticipada y, por ende, espiritual e incorruptible, de los ángeles y de las almas humanas. 51) STOto. TOMÁSomás,op. cit., 1, q. 86, a. 3; cf. Dante aAlighieri, Paraíso, 13, 46-66. 52) Cf. C. Fabro, Esegesi tomistica [Exégesis tomista], Roma, 1969, pp. 49-69, 361-385, 391-406; IDd. , Introduzione a S. Tommaso [Introducción a Sto. Tomás] ..., pp. 178 y ss., 261-264. 53) STOto. TOMÁSomás, S. Th., 1, q. 75, a. 5, ad 4. 54) IDd. , ibid., 1, q. 9, a. 2. 55) IDd. , ibid., 1, q. 2, a. 3; 1, q. 44, a. 1, ad 2. 56) IDd. , ibid., 1, q. 50, a. 5. 57) IDd. , ibid., 1, q. 50, a. 5, ad 3. 58) IDd. , ibid., 1, q. 75, a. 6. Cf. IDd., Summa contra gentes, libro II, cap. 55; ibid., libro II, cap. 79. 59) IDd., S. Th., 1, q. 75, a. 6, ad 2. 60) IDd., ibid., 1, q. 104, a. 1, ad 1. 61) IdD., De virt., q. 22, a. 15. 62) IDd., ibid. , q. 28, a. 3, ad 6. 63) IDd. , ibid., q. 22, a. 11, ad 7. 64) IDd. , De virt. in comm., a. 7, ad 5; cf. Jn 3, 19-2l. 65) P. C. Landucci, Miti e realta [Mitos y realidades] ,cit., p. 422; cf. A. Tanquerey, Compendio di teologia ascetica e mistica, versión italiana, Roma-Tournai-París, 1948, 8ª edición; IDd., Le grandi verita cristiane che generano nell'anima la pieta [Las grandes verdades cristianas que engendran la piedad en el alma] , versión italiana, Roma, 1952, 3ª edición. 66) STOto. TOMÁSomás, S. Th., II-II, q. 83, a. 3, ad 1; cf. ibid., I-II, q. 9, a. 1. 67) IDd., De Ver., q. 22, a. 11, ad 6. 68) IdD. , ibid. , q. 22, a. 11; cf. S. Th. , I, q. 82, a. 3. 69) IdD. , ibid. , q. 22, a. 11, ad 10. 70) SAN. Agustín, La ciudad de Diositta di Dio [La ciudad de Dios] , libro VIII, cap. 1. 71) Sto. TOMÁSomás, De caritate, a. 1. 72) A. Ferrabino, La filosofia della storia come la intendo [La filosofía de la historia tal como yo la entiendo], en Scritti di filosofia della storia [Escritos de filosofía de la historia], cit., pág. 782. 73) C. Fabro, L'uomo e il rischio di Dio [l hombre y el riesgo de Dios], Roma, 1967, p.367. 74) Cf. STOto. TOMÁSomás, S. Th., I-II, q. 110, a. 4, ad 11; ibid., 1, q. 83, a. 2, sed contra. 75) IDd., ibid., I-II, q. 113, a 9, ad 2. 76) Cf. Ef 3, 18-21; STOto. TOMÁSomás, S. Th., I, q. 105, a. 4 y ad 11; IDd., De potentia, q. 3, a. 7, ad 13.y s.; Par 17, 37-42. 77) F. Varvello, op. cit., pág. 201. 78) C. Fabro, Introduzione all'ateismo ... , cit., vol. I, pág. 64. 79) Heb, caps. 6-9. (80) F. Spadafora, La “"nuova esegesi"”: il trionfo del modernismo sull' Esegesi Cattolica [La"neoexégesis": el triunfo del modernismo sobre la exégesis católica], Sion, 1996, pág. 187; IDd., La Tradizione contro il concilio. L'apertura a sinistra del Vaticano II [La tradición contra el Concilio. La apertura a la izquierda del Vaticano], Roma, 1 989, .PP.

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220-281. C. A. Agnoli, Concilio Vaticano II. Donde viene e dove ci porta? [El concilio Vaticano II. ¿De dónde viene y a dónde nos lleva? , Brescia, 1987.

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Notas del traductor: * El "”Yo-pienso"” kantiano es la conclusión de una análisis de la memoria encaminado a mostrar que ésta exige un concepto y, en el fondo, la unidad o identidad de la conciencia, que Kant llama apercepción trascendental o "”Yo pienso"”; es, pues, "”la condición del conocimiento objetivo en cuanto condición de posibilidad de una síntesis experiencial"”. Nótese que, si esto fuera cierto, los animales no tendrían memoria, como que por no poder pensar son incapaces de formar concepto alguno. La apercepción trascendental kantiana se basa en una idea errónea de la memoria. ** "”Estar-ahí"” es la versión literal de la palabra alemana “Ddasein”. Para entenderla puede valer lo siguiente: "Dasein significa literalmente '”estar-ahí'”. En la filosofía clásica, en Kant, Hegel e incluso en Jaspers, designa la existencia de las cosas que están '”ahíí”' , ante el sujeto como objetos. En Heidegger se refiere exclusivamente al hombre. Se la ha traducido, primeramente, por 'realidad humana'. Esta traducción no es errónea, y además Heidegger la ha aprobado. Pero es imprecisa, porque el hombre es también un ente (Sseiendes), y el término “Ddasein” intenta subrayar aquello que lo distingue de los demás entes, a saber, su manera de ser (Ssein) propia y característica. Y tampoco debe despreciarse un artificio de escritura aparecido en las últimas obras de Heidegger: unas veces escribe “Ddasein” y otras “Dda-sein”, con el fin de señalar una diferencia de perspectiva. El primer término corresponde al análisis existencial, en el que se parte del hombre para llegar al ser, y se considera al ser con relación al hombre. El segundo corresponde a la metafísica, en la que se parte del ser para llegar al hombre, y se considera al hombre con relación al ser. El “Ddasein” es el hombre en cuanto abierto al ser; el “Dda-sein” es el hombre en cuanto lugar en donde el ser aparece" (Roger Verneaux, Hª de la filosofía contemporánea, Barcelona,: Herder, 1984, pp. 211-212).

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