Notas sobre la oración afectiva en san Agustín

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Notas sobre la oración afectiva en san Agustín San Agustín entiende la vida cristiana como una peregrinación hacia la felicidad eterna. Y la función de la oración, durante esta peregrinación, es la de impulsar al creyente, dando cauce y fortaleciendo el vivo deseo presente en él de alcanzar la vida feliz, que es la meta del viaje. Una vez alcanzada la felicidad eterna a la que el cristiano tiende, se llegará a disfrutar continuamente y para siempre de Dios. Esa es la realidad que el orante desea ya, de un modo u otro, gustar en esta vida. Por lo cual, la oración es una cuestión de anhelo o de vivo deseo que tiene que ver con el clamor de los afectos. Es la oración, en definitiva, el ejercicio del anhelo que el corazón amante siente de Dios. 1.1. El deseo de la vida feliz La tendencia continua hacia Dios no es un privilegio exclusivo ni de Agustín ni de los que se consagran existencialmente a Dios en la vida religiosa, sino que es común a todo ser humano, y con mucha mayor razón del cristiano. Es una exigencia universal que arranca del deseo de felicidad que Dios ha puesto en todo corazón humano y que no puede ser saciado sino por el mismo Dios. Aunque, también es cierto, por el pecado el ser humano puede desviarse en esta búsqueda. “Lejos, Señor, lejos del corazón de tu siervo, que se confiesa a ti, lejos de mí juzgarme feliz por cualquier gozo que disfrute. Porque hay gozo que no se da a los impíos, sino a los que generosamente te sirven, cuyo gozo eres tú mismo. Y la misma vida bienaventurada no es otra cosa que gozar de ti, para ti y por ti: ésa es y no otra. Mas los que piensan que es otra, otro es también el gozo que persiguen, aunque no el verdadero. Sin embargo, su voluntad no se aparta de cierta imagen de gozo”1.

El libro de las Confesiones constituye un testimonio dramático y ejemplar de la vida humana. La obra es una muestra elocuente de búsqueda y de expectación, características propias del hombre inquieto. En ella se nos muestra cómo Agustín no alcanzó la serenidad interior hasta que consiguió saciar en Dios la necesidad innegable de su corazón: el deseo de la vida feliz, pues quien tiene a Dios, posee la felicidad. “No es, pues, cierto que todos quieran ser felices, porque los que no quieren gozar de ti, que eres la única vida feliz, no quieren realmente la vida feliz. […] La vida feliz es, pues, gozo de la verdad, porque éste es gozo de ti, que eres la verdad, ¡Oh Dios, luz mía, salud de mi rostro, Dios mío! Todos desean esta vida feliz; todos quieren esta vida, la sola feliz; todos quieren el gozo de la verdad”2.

Una de las primeras obras de Agustín después de su conversión, está completamente dedicada a fundamentar, con la ayuda de la razón, el hecho de la voluntad común de todos los hombres de ser felices. Estamos hablando del tratado De beata vita (Sobre la vida feliz). El santo de Hipona considera en esta obra que todo hombre desea ser feliz y que difícilmente se puede encontrar a alguien que rechace esta afirmación. Y este pensamiento pasa después a las Confesiones. Nada desea más el hombre que la felicidad. “Pues ¿dónde y cuándo he experimentado yo mi vida bienaventurada, para que la recuerde, la ame y la desee? Porque no sólo yo, o yo con unos

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Conf X, 22,32. Conf X, 23,33. 1

pocos, sino todos absolutamente quieren ser felices, lo cual no deseáramos con tan cierta voluntad si no tuviéramos de ella noticia cierta”3.

De hecho, el deseo que el ser humano tiene de la felicidad está tan profundamente arraigado en su naturaleza que, ninguna miseria puede apagar el deseo de ésta. La existencia de tal deseo forma parte de la verdad sobre el hombre y tiene su origen en Dios mismo; es la expresión palpable de nuestro ser creados a imagen y semejanza de Dios (Gn 1,26). Es, pues, este deseo de felicidad y de plenitud inscrito en el corazón del ser humano lo que le hace estar en continuo movimiento de lo menos perfecto a lo más perfecto, de la ignorancia a la verdad, de la oscuridad a la luz. Y el reconocimiento de este anhelo de plenitud juega un papel primordial en la oración, pues san Agustín insistirá constantemente que el mismo deseo es ya oración: “Tu mismo deseo es tu oración”4. 1.2. La oración da forma y fortalece el anhelo de la vida feliz El anhelo de la vida feliz está pues, inscrito en el corazón del hombre. Desde este punto de vista, la oración puede entenderse como ese dinamismo constante de búsqueda del hombre creyente de la única realidad que puede cumplir sus expectativas vitales: Dios. Lo que cuenta es buscar, buscar siempre, buscar con todas las fuerzas la verdad, hasta encontrar la Verdad, Cristo, y rendirse a sus pies. La oración es algo esencial al creyente; es el cauce de expresión del sentimiento más común y más profundo de todo hombre. Por consiguiente, la oración anida en la estructura psicológica del ser humano, es decir, ésta hecha sus raíces en el deseo profundo de felicidad del hombre. En la oración, pues, se atiende, escucha y asiente al deseo del corazón inquieto del ser humano que busca, que corre y que aspira a la felicidad. “Ciertamente, alabarán al Señor los que le buscan, porque los que le buscan le hallan y los que le hallan le alabarán. Que yo, Señor, te busque invocándote y te invoque creyendo en ti, pues me has sido predicado”5. La oración ayuda a que el deseo universal de felicidad inscrito en el corazón humano tenga un contenido concreto y accesible en Dios, pues Él mismo se empeña en este diálogo de amor. El diálogo de Agustín con Dios tiene siempre tonos sublimes e indica el arrebato de quien quiere ofrecer todo lo que él es, pero que, con todo, es consciente de ser un mendigo. Por esta razón le pide el santo a Dios que le ensanche el corazón, que le dé fuerzas al deseo de encontrarlo y de gozar de él. “Angosta es la casa de mi alma para que vengas a ella: sea ensanchada por ti. Ruinosa está: repárala […]”6. Al ser el hombre una creatura sedienta de lo absoluto, no puede no encontrar el agua del eterno amor. “Tú mismo le excitas a ello, haciendo que se deleite en alabarte, porque nos has hecho para ti y nuestro corazón está inquieto hasta que descanse en ti”7. Así, el corazón del ser humano cuando suspira por la vida feliz se trasforma de desierto en una fuente inagotable de experiencia de Dios. En consecuencia, para el santo de Hipona es fundamental en la oración dejar espacio al deseo de infinito del propio corazón.

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Conf X, 21,31. En in ps 37, 14. 5 Conf I, 1,1. 6 Conf I, 5,6. 7 ConfI, 1,1. 4

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1.3. La oración brota del corazón Se puede afirmar después de una lectura atenta del libro de las Confesiones que el corazón de Agustín es un corazón herido de amor. El corazón del santo se encuentra anclado en las verdades eternas, punto de partida y de llegada de su oración. De ahí que, viviendo con el corazón en la tierra, con el corazón habita ya junto a Cristo. Desde este punto de vista, la oración de estilo agustiniano puede entenderse como el grito que desde el corazón se eleva a Dios, clamor cordis ad Dominum8. “[…] ¿Quién me dará que vengas a mi corazón y le embriagues, para que olvide mis maldades y me abrace contigo, único bien mío? […] ¿Y qué soy yo para ti para que me mandes que te ame […] ¡Ay de mí! Dime por tus misericordias, Señor y Dios mío, qué eres para mí. Di a mi alma:"Yo soy tu salud.". Dilo de forma que yo lo oiga. Los oídos de mi corazón están ante ti, Señor; ábrelos y di a mi alma: "Yo soy tu salud". Que yo corra tras esta voz y te dé alcance. No quieras esconderme tu rostro. Muera yo para que no muera y pueda así verle”9.

El término corazón tiene para san Agustín un sustrato profundo y complejo, muy parecido al concepto bíblico. Así que puede ser entendido como centro íntimo del hombre, en el cual confluyen sentimientos, ideas, deseos, pasiones, decisiones morales y existenciales, amistad y amor; es el espacio en donde se desenvuelve la relación más sagrada entre el propio yo y Dios; el lugar donde el hombre se renueva, reza, se ofrece a Él. Es en el corazón, vida de la consciencia, donde reside el anhelo de infinito, de la vida feliz. Es, en definitiva, una doble habitación: el nido de la consciencia y el nido celeste. Por lo cual, la oración como la propone el santo, es un diálogo de amor del corazón, dirigido a Dios desde la profundidad del propio ser. De hecho, al inicio de la obra de los Soliloquios apuntó el hiponense lo que en las Confesiones desarrollará con mayor amplitud: su deseo de conocer a Dios y al alma, y nada más 10. De ahí que, la oración sea un acto natural del corazón creyente, en cuanto éste es el centro de la vida espiritual del hombre que le impulsa hacia Dios. “Háblame tú verazmente en mi interior, porque sólo tú eres el que así habla; […] en tanto que yo entro en mi miseria y te canto un cántico de enamorado, gimiendo con gemidos inenarrables en mi peregrinación; acordándome de Jerusalén, alargando hacia ella, que está arriba, mi corazón; de Jerusalén la patria mía […]; porque tú eres el único, el sumo y verdadero bien”11.

En el fondo del corazón existe, casi como una realidad misteriosa, un impulso que proyecta el hombre hacia sí mismo y hacia lo alto como un único movimiento en dos etapas. Este corazón está inquieto porque Alguien lo atrae hacia sí. Y hasta que esta capacidad de desear infinitamente del hombre presente en su corazón no encuentre reposo en Dios, éste vivirá insatisfecho. “¡Oh eterna verdad, y verdadera caridad, y amada eternidad! Tú eres mi Dios; por ti suspiro día y noche […]”12. La oración, pues, no es otra cosa que un continuo subir, un remontarse desde aquí y desde sí hasta Dios. Una nota característica de la oración agustiniana es pues, la de levantar el corazón hacia Dios con el deseo del cual el corazón humano es capaz. 8

En in ps 118, 29,1. Conf I, 5,5. 10 Cf. Soliloquios, I, 2,7. 11 Conf XII, 16,23. 12 Conf VII, 10,16. 9

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“Quienquiera, pues, que yo sea, manifiesto soy para ti, Señor. También he dicho yo el fruto con que te confieso; porque no hago esto con palabras y voces de carne, sino con palabras del alma y clamor de la mente, que son las que tus oídos conocen. [...] Porque tú, Señor, eres el que bendices al justo pero antes le haces justo de impío. Así pues, mi confesión en tu presencia, Dios mío, se hace callada y no calladamente: calla la voz, clama el corazón”13.

La experiencia de oración es para san Agustín la suma de todos los gemidos del corazón, peregrino del Absoluto, en el anhelo de la patria futura y duradera, donde la vida será vida en plenitud, vida feliz. En la oración está todo el corazón y en el corazón, todo el hombre; en última instancia, en la oración está todo el hombre y en el hombre todo es oración. Y si la vida del corazón está entretejida por los distintos deseos que la habitan, la oración no es otra cosa que la expresión de éstos. 1.4. El clamor de los afectos El deseo es para Agustín el arrojo del alma. Los afectos dan movimiento a la vida de la persona y lo proyectan hacia lo infinito. Así, cuanto más se agrandan los deseos el corazón del hombre más se crece en la capacidad de acoger a Dios. El más grande peligro en la vida de oración es la muerte del deseo, el desaliento frente a las dificultades; precisamente, es en esos momentos cuando menos ganas dan de orar. Y cuanto más profundo y vivo es el deseo del creyente, más dilata su corazón y lo dispone a recibir en mayor medida los dones de Dios, que da a quienes piden y saben recibir. La oración es un don de la gracia. Y si bien es cierto que la oración es un medio para obtener la gracia, desear orar y ponerse en movimiento de oración es también un don de Dios. “Muchas cosas nos concedes cuando oramos; mas cuanto de bueno hemos recibido antes de que orásemos, de ti lo recibimos, y el que después lo hayamos conocido, de ti lo recibimos también”14. Para el santo de Hipona el deseo del corazón es ya propiamente una oración; si ese deseo es continuo, continua es también la oración. Desde este punto de vista para san Agustín el deseo es la oración interior que no conoce interrupción. Así pues, se haga lo que se haga, si se desea la vida feliz con Dios, es decir, a Dios mismo, no se deja de orar; el deseo y el suspiro de eternidad van de la mano. “No quieras ser vana, alma mía, ni ensordezcas el oído de tu corazón con el tumulto de tu vanidad. Oye también tú. El mismo Verbo clama que vuelvas, porque sólo hallarás lugar de descanso imperturbable donde el amor no es abandonado, si él no nos abandona. […] Pues fija allí tu mansión, confía allí cuanto de allí tienes, alma mía, siquiera fatigada ya con tantos engaños […]”15.

Por esta razón, comenta el santo, el deseo continuo será la voz continua que clama a Dios. “¡Cómo ardía, Dios mío, cómo ardía en deseos de remontar el vuelo de las cosas terrenas hacia ti, sin que yo supiera lo que entonces tú obrabas en mí!”16. Lo único que hará callar esta voz es la incapacidad de amar y de desear la felicidad. De modo que el frío de la caridad es el silencio del corazón y el ardor de la caridad es el grito del corazón. “Tu deseo es tu oración; si el deseo es continuo, continua es la oración. […] Existe otra oración interior y continua, cual es el deseo. Cualquier cosa que hagas, si deseas aquel sábado, no interrumpes la oración. Si no quieres dejar de orar, no interrumpas el deseo; tu deseo continuo es tu voz, o sea tu oración 13

Conf X, 2,2. Conf X, 31,45. 15 Conf IV, 11,16. 16 Conf III, 4,8. 14

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continua. Callas si dejas de amar. […] El frío de la caridad es el silencio del corazón, y el fuego del amor, el clamor del corazón”17.

Cundo san Agustín ora, abre la boca del corazón para alimentarse de las delicias del amor de Dios. “[…] hacia tus oídos se encaminaban todos los rugidos de los gemidos de mi corazón y ante ti estaba mi deseo […]”18. Los deseos que bullen en el corazón son como manos que pretenden tocar a Dios: “Para investigarle nos ayudarán, en nombre de Cristo, nuestros deseos, con los cuales, como con las manos invisibles, llamaremos a la puerta invisible para que invisiblemente se nos abra, invisiblemente entremos e invisiblemente sanemos”19. La oración entendida como suspiro, como gemido y como grito del corazón, nace, pues, del deseo de la patria definitiva y de la vida bienaventurada, y del anhelo ardiente de Dios. Luego el deseo interior constituye la esencia de la oración y viene constantemente renovado por la práctica de ésta. “Cuando yo me adhiriere a ti con todo mi ser, ya no habrá más dolor ni trabajo para mí, y mi vida será viva, llena toda de ti”20. Fabián Martín, agustino recoleto Casa de formación San Agustín Las Rozas (Madrid)

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En in ps 37, 14. Conf VII, 7,11. 19 En in ps 103, 1,1. 20 Conf X, 28,39. 18

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