OPTION INTERNATIONALE DE BACCALAUREAT JUIN Cuatro paredes blancas. Federico García Lorca: La casa de Bernarda Alba (1936)

OPTION INTERNATIONALE DE BACCALAUREAT JUIN 2014 SUJET: LENGUA Y LITERATURA TEXTOS: 1. “Cuatro paredes blancas…”. Federico García Lorca: La casa de

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SUJET: LENGUA Y LITERATURA

TEXTOS:

1. “Cuatro paredes blancas…”. Federico García Lorca: La casa de Bernarda Alba (1936). 2. “Martirio. ¿Dónde vas?”. Federico García Lorca: La casa de Bernarda Alba (1936). 3. “Pertenecían a dos mundos divergentes.”. Gabriel García Márquez: Crónica de una muerte anunciada (1981). 4. “Mi impresión es que murió sin entender su muerte.”. Gabriel García Márquez: Crónica de una muerte anunciada (1981). 5. “HOMBRE”. Blas de Otero: Ángel fieramente humano (1950). 6. “HIMNO A LA JUVENTUD”. Jaime Gil de Biedma: Poemas póstumos (1968). 7. “POEMA 15”. Pablo Neruda: Veinte poemas de amor y una canción desesperada (1924). 8. “OTRO AMOR” Manuel Vicent, en El País, 10 de enero de 1999. 9. “Su padre, por otra parte…”. Miguel Delibes: El camino (1950). 10. “Al anochecer se puso el traje nuevo…”. Miguel Delibes: El camino (1950). 11. “El inspector oyó el grito,…”. Antonio Muñoz Molina: Plenilunio (1997). 12. “Alguien decide, anota…”. Antonio Muñoz Molina: Plenilunio (1997).

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Cuatro paredes blancas ligeramente azuladas del patio interior de la casa de BERNARDA. Es de noche. El decorado ha de ser de una perfecta simplicidad. Las puertas iluminadas por la luz de los interiores dan un tenue fulgor a la escena. En el centro, una mesa con un quinqué, donde están comiendo BERNARDA y sus hijas. PONCIA las sirve. PRUDENCIA está sentada aparte. Al levantarse el telón hay un gran silencio, interrumpido por el ruido de platos y cubiertos. PRUDENCIA. Ya me voy. Os he hecho una visita larga. (Se levanta.) BERNARDA. Espérate, mujer. No nos vemos nunca. PRUDENCIA. ¿Han dado el último toque para el rosario? PONCIA. Todavía no. (PRUDENCIA se sienta.) BERNARDA. Y tu marido, ¿cómo sigue? PRUDENCIA. Igual. BERNARDA. Tampoco lo vemos. PRUDENCIA. Ya sabes sus costumbres. Desde que se peleó con sus hermanos por la herencia no ha salido por la puerta de la calle. Pone una escalera y salta las tapias del corral. BERNARDA. Es un verdadero hombre. ¿Y con tu hija? PRUDENCIA. No la ha perdonado. BERNARDA. Hace bien. PRUDENCIA. No sé qué te diga. Yo sufro por esto. BERNARDA. Una hija que desobedece deja de ser hija para convertirse en enemiga. PRUDENCIA. Yo dejo que el agua corra. No me queda más consuelo que refugiarme en la iglesia, pero como me estoy quedando sin vista tendré que dejar de venir para que no jueguen con una los chiquillos. (Se oye un gran golpe en los muros.) ¿Qué es eso? BERNARDA. El caballo garañón, que está encerrado y da coces contra el muro. (A voces.) ¡Trabadlo y que salga al corral! (En voz baja.) Debe tener calor. PRUDENCIA. ¿Vais a echarle las potras nuevas? BERNARDA. Al amanecer. PRUDENCIA. Has sabido acrecentar tu ganado. BERNARDA. A fuerza de dinero y sinsabores. PONCIA. (Interrumpiendo.) Pero tiene la mejor manada de estos contornos. Es una lástima que esté bajo de precio. BERNARDA. ¿Quieres un poco de queso y miel? PRUDENCIA. Estoy desganada. (Se oye otra vez el golpe.) PONCIA. ¡Por Dios! PRUDENCIA. ¡Me ha retemblado dentro del pecho! BERNARDA. (Levantándose furiosa) ¿Hay que decir las cosas dos veces? ¡Echadlo, que se revuelque en los montones de paja! (Pausa, y como hablando con los gañanes.) Pues encerrad las potras en la cuadra, pero dejadlo libre, no sea que nos eche abajo las paredes (Se dirige a la mesa y se sienta otra vez.) ¡Ay, qué vida!

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PRUDENCIA. Bregando como un hombre. BERNARDA. Así es. (ADELA se levanta de la mesa.) ¿Dónde vas? ADELA. A beber agua. BERNARDA. (En voz alta.) Trae un jarro de agua fresca. (A ADELA.) Puedes sentarte. (ADELA se sienta.) PRUDENCIA. Y Angustias, ¿cuándo se casa? BERNARDA. Vienen a pedirla dentro de tres días. PRUDENCIA. ¡Estarás contenta! ANGUSTIAS. ¡Claro! AMELIA. (A MAGDALENA.) ¡Ya has derramado la sal! MAGDALENA. Peor suerte que tienes no vas a tener. AMELIA. Siempre trae mala sombra. BERNARDA. ¡Vamos! PRUDENCIA. (A ANGUSTIAS.) ¿Te ha regalado ya el anillo? ANGUSTIAS. Mírelo usted. (Se lo alarga.) PRUDENCIA. Es precioso. Tres perlas. En mi tiempo las perlas significaban lágrimas. ANGUSTIAS. Pero ya las cosas han cambiado. ADELA. Yo creo que no. Las cosas significan siempre lo mismo. Los anillos de pedida deben ser de diamantes. PRUDENCIA. Es más propio. BERNARDA. Con perlas o sin ellas las cosas son como una se las propone. MARTIRIO. O como Dios dispone. PRUDENCIA. Los muebles, me han dicho que son preciosos. BERNARDA. Dieciséis mil reales he gastado. PONCIA. (Interviniendo.) Lo mejor es el armario de luna. PRUDENCIA. Nunca vi un mueble de éstos. BERNARDA. Nosotras tuvimos arca. PRUDENCIA. Lo preciso es que todo sea para bien. ADELA: Que nunca se sabe. BERNARDA. No hay motivo para que no lo sea. (Se oyen lejanísimas unas campanas.) PRUDENCIA. El último toque. (A ANGUSTIAS.) Ya vendré a que me enseñes la ropa. ANGUSTIAS. Cuando usted quiera. PRUDENCIA. Buenas noches nos dé Dios. BERNARDA. Adiós, Prudencia. LAS CINCO A LA VEZ. Vaya usted con Dios. (Pausa. Sale PRUDENCIA.)

Federico García Lorca (1936), La casa de Bernarda Alba, Madrid, Cátedra, 1983, pp. 177-181.

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MARTIRIO. ¿Dónde vas? ADELA. ¡Quítate de la puerta! MARTIRIO. ¡Pasa si puedes! ADELA. ¡Aparta! (Lucha.) MARTIRIO. (A voces.) ¡Madre, madre! (Aparece BERNARDA. Sale en enaguas*, con un mantón negro.) BERNARDA. Quietas, quietas. ¡Qué pobreza la mía, no poder tener un rayo entre los dedos! MARTIRIO. (Señalando a ADELA.) ¡Estaba con él! ¡Mira esas enaguas llenas de paja de trigo! BERNARDA. ¡Esa es la cama de las mal nacidas! (Se dirige furiosa hacia ADELA.) ADELA. (Haciéndole frente.) ¡Aquí se acabaron las voces de presidio! (ADELA arrebata un bastón a su madre y lo parte en dos.) Esto hago yo con la vara de la dominadora. No dé usted un paso más. En mí no manda nadie más que Pepe. MAGDALENA. (Saliendo.) ¡Adela! (Salen LA PONCIA y ANGUSTIAS.) ADELA. Yo soy su mujer. (A ANGUSTIAS.) Entérate tú y ve al corral a decírselo. Él dominará toda esta casa. Ahí fuera está, respirando como si fuera un león. ANGUSTIAS. ¡Dios mío! BERNARDA. ¡La escopeta! ¿Dónde está la escopeta? (Sale corriendo.) (Sale detrás MARTIRIO. Aparece AMELIA por el fondo, que mira aterrada con la cabeza sobre la pared.) ADELA. ¡Nadie podrá conmigo! (Va a salir.) ANGUSTIAS. (Sujetándola.) De aquí no sales tú con tu cuerpo en triunfo. ¡Ladrona! ¡Deshonra de nuestra casa! MAGDALENA. ¡Déjala que se vaya donde no la veamos más! (Suena un disparo.) BERNARDA. (Entrando.) Atrévete a buscarlo ahora. MARTIRIO. (Entrando.) Se acabó Pepe el Romano. ADELA. ¡Pepe! ¡Dios mío! ¡Pepe! (Sale corriendo.) LA PONCIA. ¿Pero lo habéis matado?

Federico García Lorca (1936), La casa de Bernarda Alba, Madrid, Cátedra, 1986, pp. 196-198.

* Combinación o prenda de vestir que usan/usaban las mujeres por encima de la ropa interior y debajo del vestido.

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[…] Pertenecían a dos mundos divergentes. Nadie los vio nunca juntos, y mucho menos solos. Santiago Nasar era demasiado altivo para fijarse en ella. “Tu prima la boba”, me decía, cuando tenía que mencionarla. Además, como decíamos entonces, él era un gavilán pollero. Andaba solo, igual que su padre, cortándole el cogollo a cuanta doncella sin rumbo empezaba a despuntar por esos montes, pero nunca se le conoció dentro del pueblo otra relación distinta de la convencional que mantenía con Flora Miguel, y de la tormentosa que lo enloqueció durante catorce meses con María Alejandrina Cervantes. La versión más corriente, tal vez por ser la más perversa, era que Ángela Vicario estaba protegiendo a alguien a quien de veras amaba, y había escogido el nombre de Santiago Nasar porque nunca pensó que sus hermanos se atreverían contra él. Yo mismo traté de arrancarle esta verdad cuando la visité por segunda vez con todos mis argumentos en orden, pero ella apenas si levantó la vista del bordado para rebatirlos. —Ya no le des más vueltas, primo —me dijo—. Fue él. Todo lo demás lo contó sin reticencias, hasta el desastre de la noche de bodas. Contó que sus amigas la habían adiestrado para que emborrachara al esposo en la cama hasta que perdiera el sentido, que aparentara más vergüenza de la que sintiera para que él apagara la luz, que se hiciera un lavado drástico de aguas de alumbre para fingir la virginidad, y que manchara la sábana con mercurio cromo para que pudiera exhibirla al día siguiente en su patio de recién casada. Sólo dos cosas no tuvieron en cuenta sus coberteras: la excepcional resistencia de bebedor de Bayardo San Román, y la decencia pura que Ángela Vicario llevaba escondida dentro de la estolidez impuesta por su madre. “No hice nada de lo que me dijeron —me dijo—, porque mientras más lo pensaba más me daba cuenta de que todo aquello era una porquería que no se le podía hacer a nadie, y menos al pobre hombre que había tenido la mala suerte de casarse conmigo”. De modo que se dejó desnudar sin reservas en el dormitorio iluminado, a salvo ya de todos los miedos aprendidos que le habían malogrado la vida. “Fue muy fácil —me dijo—, porque estaba resuelta a morir”. La verdad es que hablaba de su desventura sin ningún pudor para disimular la otra desventura, la verdadera, que le abrasaba las entrañas. Nadie hubiera sospechado siquiera, hasta que ella se decidió a contármelo, que Bayardo San Román estaba en su vida para siempre desde que la llevó de regreso a su casa. Fue un golpe de gracia. “De pronto, cuando mamá empezó a pegarme, empecé a acordarme de él”, me dijo. Los puñetazos le dolían menos porque sabía que eran por él. Siguió pensando en él con un cierto asombro de sí misma cuando sollozaba tumbada en el sofá del comedor. “No lloraba por los golpes ni por nada de lo que había pasado —me dijo—: lloraba por él”. Seguía pensando en él mientras su madre le ponía compresas de árnica en la cara, y más aún cuando oyó la gritería en la calle y las campanas de incendio en la torre, y su madre entró a decirle que ahora podía dormir, pues lo peor había pasado. Gabriel García Márquez (1981), Crónica de una muerte anunciada, Barcelona, Seix Barral, 1983, pp. 142-145.

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Mi impresión personal es que murió sin entender su muerte. Después de que le prometió a mi hermana Margot que iría a desayunar a nuestra casa, Cristo Bedoya se lo llevó del brazo por el muelle, y ambos parecían tan desprevenidos que suscitaron ilusiones falsas. “Iban tan contentos –me dijo Meme Loaiza–, que le di las gracias a Dios, porque pensé que el asunto se había arreglado”. No todos querían tanto a Santiago Nasar, por supuesto. Polo Carrillo, el dueño de la planta eléctrica, pensaba que su serenidad no era inocencia sino cinismo. “Creía que su plata* lo hacía intocable”, me dijo. Fausta López, su mujer, comentó: “Como todos los turcos”. Indalecio Pardo acababa de pasar por la tienda de Clotilde Armenta, y los gemelos le habían dicho que tan pronto como se fuera el obispo matarían a Santiago Nasar. Pensó, como tantos otros, que eran fantasías de amanecidos*, pero Clotilde Armenta le hizo ver que era cierto, y le pidió que alcanzara a Santiago Nasar para prevenirlo. –Ni te molestes –le dijo Pedro Vicario–: de todos modos es como si ya estuviera muerto. Era un desafío demasiado evidente. Los gemelos conocían los vínculos de Indalecio Pardo y Santiago Nasar, y debieron pensar que era la persona adecuada para impedir el crimen sin que ellos quedaran en vergüenza. Pero Indalecio Pardo encontró a Santiago Nasar llevado del brazo por Cristo Bedoya entre los grupos que abandonaban el puerto, y no se atrevió a prevenirlo. “Se me aflojó la pasta*”, me dijo. Le dio una palmada en el hombro a cada uno, y los dejó seguir. Ellos apenas lo advirtieron, pues continuaban abismados* en las cuentas de la boda. La gente se dispersaba hacia la plaza en el mismo sentido que ellos. Era una multitud apretada, pero Escolástica Cisneros creyó observar que los dos amigos caminaban en el centro sin dificultad, dentro de un círculo vacío, porque la gente sabía que Santiago Nasar iba a morir, y no se atrevían a tocarlo. También Cristo Bedoya recordaba una actitud distinta hacia ellos. “Nos miraban como si lleváramos la cara pintada”, me dijo. Más aún: Sara Noriega abrió su tienda de zapatos en el momento en que ellos pasaban, y se espantó con la palidez de Santiago Nasar. Pero él la tranquilizó. –¡Imagínese, niña Sara –le dijo sin detenerse–, con este guayabo*! Celeste Dangond estaba sentado en piyama en la puerta de su casa, burlándose de los que se quedaron vestidos para saludar al obispo, e invitó a Santiago Nasar a tomar café. “Fue para ganar tiempo mientras pensaba”, me dijo. Pero Santiago Nasar le contestó que iba de prisa a cambiarse de ropa para desayunar con mi hermana. “Me hice bolas* – me explicó Celeste Dangond– pues de pronto me pareció que no podían matarlo si estaba tan seguro de lo que iba a hacer”. Gabriel García Márquez (1981), Crónica de una muerte anunciada, Barcelona, Seix Barral, 1983, pp. 160-163. * plata: dinero * amanecer: en algunos países de América, ‘pasar la noche en vela’, o sea, sin dormir * se me aflojó la pasta: ‘me acobardé’ o ‘no me atreví’ * abismarse: quedarse sorprendido, asombrado, admirado * guayabo: muchacha joven y agraciada. [Alude a Margot, hermana del narrador] * hacerse bolas: desorientarse, enredarse, hacerse un lío

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Hombre Luchando, cuerpo a cuerpo, con la muerte, al borde del abismo, estoy clamando a Dios. Y su silencio, retumbando, ahoga mi voz en el vacío inerte. 5

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Oh Dios. Si he de morir, quiero tenerte despierto. Y, noche a noche, no sé cuándo oirás mi voz. Oh Dios. Estoy hablando solo. Arañando sombras para verte. Alzo la mano, y tú me la cercenas. Abro los ojos: me los sajas vivos. Sed tengo, y sal se vuelven tus arenas. Esto es ser hombre: horror a manos llenas. Ser —y no ser— eternos, fugitivos. ¡Ángel con grandes alas de cadenas!

Blas de Otero (1950), Ángel fieramente humano, (1950).

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–6– HIMNO A LA JUVENTUD

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A qué vienes ahora, juventud encanto descarado de la vida? Qué te trae a la playa? Estábamos tranquilos los mayores y tú vienes a herirnos, reviviendo los más temibles sueños imposibles, tú vienes para hurgamos las imaginaciones. De las ondas surgida, toda brillos, fulgor, sensación pura y ondulaciones de animal latente, hacia la orilla avanzas con sonrosados pechos diminutos, con nalgas maliciosas lo mismo que sonrisas, oh diosa esbelta de tobillos gruesos, y con la insinuación (tan propiamente tuya) del vientre dando paso al nacimiento de los muslos: belleza delicada, precisa e indecisa, donde posar la frente derramando lágrimas. Y te vemos llegar – figuración de un fabuloso espacio ribereño con toros, caracolas y delfines, sobre la arena blanda, entre la mar y el cielo, aún trémula de gotas, deslumbrada de sol y sonriendo. Nos anuncias el reino de la vida, el sueño de otra vida, más intensa y más libre, sin deseo enconado como un remordimiento –sin deseo de ti, sofisticada bestezuela infantil, en quien coinciden la directa belleza de la starlet y la graciosa timidez del príncipe. Aunque de pronto frunzas

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la frente que atormenta un pensamiento conmovedor y obtuso, y volviendo hacia el mar tu rostro donde brilla entre mojadas mechas rubias la expresión melancólica de Antínoos, oh bella indiferente, por la playa camines como si no supieses que te siguen los hombres y los perros, los dioses y los ángeles, y los arcángeles, los tronos, las abominaciones...

Jaime Gil de Biedma (1968), Poemas póstumos, Las personas del verbo, Barcelona, Seix Barral, Barcelona, 2002, pp. 168-169.

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Poema 15

Me gustas cuando callas porque estás como ausente, y me oyes desde lejos, y mi voz no te toca. Parece que los ojos se te hubieran volado y parece que un beso te cerrara la boca. 5

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Como todas las cosas están llenas de mi alma emerges de las cosas, llena del alma mía. Mariposa de sueño, te pareces a mi alma, y te pareces a la palabra melancolía. Me gustas cuando callas y estás como distante. Y estás como quejándote, mariposa en arrullo. Y me oyes desde lejos, y mi voz no te alcanza : déjame que me calle con el silencio tuyo. Déjame que te hable también con tu silencio claro como una lámpara, simple como un anillo. Eres como la noche, callada y constelada . Tu silencio es de estrella, tan lejano y sencillo. Me gustas cuando callas porque estás como ausente. Distante y dolorosa como si hubieras muerto. Una palabra entonces, una sonrisa bastan. Y estoy alegre, alegre de que no sea cierto.

Pablo Neruda (1924), Veinte poemas de amor y una canción desesperada,

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–8– Otro amor

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En la vida ordinaria, las parejas se enamoran de fuera hacia adentro. Primero se interpone el cuerpo y después, con un poco de suerte, llega el alma. Al cruzarse en cualquier parte esos dos seres que luego serán amantes se encuentran con un rostro, unas manos, unas piernas, unos ojos, con la superficie humana que está expuesta a la intemperie. A partir de esta atracción física, la pareja se acerca, traba un conocimiento, expresa unos sentimientos, desvela su pasado, proyecta una felicidad común, se va introduciendo en el alma del otro y llega un momento en que se produce esa conexión deslumbrada de ambos espíritus que se llama amor. Pero cada día son más las parejas que se relacionan por primera vez por medio de Internet. En este caso, al contrario que en la vida ordinaria, el amor se desarrolla de dentro hacia fuera. Alguien lanza un mensaje anónimo a la red, con un nombre supuesto. A este reclamo acude desde el otro lado del planeta una internauta y en la pantalla del ordenador se produce un primer contacto entre dos almas desconocidas que empiezan a ofrecerse datos de su espíritu: deseos, fantasías, falsos sueños, promesas imaginarias, aspiraciones de belleza, todos esos materiales con que se fabrica una gran pasión. El cuerpo no ha intervenido todavía. Una vez enamorados de su alma los internautas comienzan a mandarse fotografías, la de la primera comunión, aquélla tan bonita del parque, una de muy joven en que salió guapísimo. Estas imágenes son tan irreales como los sentimientos que previamente estos amantes se habían ofrecido, pero el engaño ya no tiene importancia. Así le sucedió a un gordo y seboso señor de Hamburgo que conectó con una gorda y decrépita señora de Toronto. Se encontraron en un punto virtual de la red. Comenzaron a intercambiarse sentimientos delicados, deseos puros o tal vez inconfesables; abrieron sus respectivas almas en el espacio inmaterial y desde esa intimidad, seducidas a causa de tanta perfección, fueron concretando sus figuras y primero se mandaron mutuos retratos donde aparecían jóvenes y radiantes. Finalmente se dieron una cita en el Plaza de Nueva York y allí se descubrieron gordos, viejos e incluso repulsivos, pero ya se habían enamorado ciegamente por dentro. La sorpresa que se llevaron fue la contraria de la que se produce cuando alguien, fuera de Internet, se enamora de un cuerpo espléndido y se encuentra con un alma idiota.

Manuel Vicent, en El País, 10 de enero de 1999

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Su padre, por otra parte, no supo lo que hizo cuando le puso el nombre de Daniel. Casi todos los padres de todos los chicos ignoraban lo que hacían al bautizarlos. Y también lo ignoró el padre del maestro y el padre de Quino, el Manco, y el padre de Antonio, el Buche, el del bazar. Ninguno sabía lo que hacía cuando don José, el cura, que era un gran santo, volcaba la concha llena de agua bendita sobre la cabeza del recién nacido. O si sabían lo que hacían, ¿por qué lo hacían así, a conciencia de que era inútil? A Daniel, el Mochuelo, le duró el nombre lo que la primera infancia. Ya en la escuela dejó de llamarse Daniel, como don Moisés, el maestro, dejó de llamarse Moisés a poco de llegar al pueblo. Don Moisés, el maestro, era un hombre alto, desmedrado y nervioso. Algo así como un esqueleto recubierto de piel. Habitualmente torcía media boca como si intentase morderse el lóbulo de la oreja. La molicie o el contento le hacían acentuar la mueca de tal manera que la boca se le rasgaba hasta la patilla, que se afeitaba muy abajo. Era una cosa rara aquel hombre, y a Daniel, el Mochuelo, le asustó y le interesó desde el primer día de conocerle. Le llamaba Peón, como oía que le llamaban los demás chicos, sin saber por qué. El día que le explicaron que le bautizó el juez así en atención a que don Moisés "avanzaba de frente y comía de lado", Daniel, el Mochuelo, se dijo que "bueno", pero continuó sin entenderlo y llamándole Peón un poco a tontas y a locas. Por lo que a Daniel, el Mochuelo, concernía, es verdad que era curioso y todo cuanto le rodeaba lo encontraba nuevo y digno de consideración. La escuela, como es natural, le llamó la atención más que otras cosas, y más que la escuela en sí, el Peón, el maestro, y su boca inquieta e incansable y sus negras y espesas patillas de bandolero. Germán, el hijo del zapatero, fue quien primero reparó en su modo de mirar las cosas. Un modo de mirar las cosas atento, concienzudo e insaciable. —Fijaos —dijo—; lo mira todo como si le asustase. Y todos le miraron con mortificante detenimiento. —Y tiene los ojos verdes y redondos como los gatos —añadió un sobrino lejano de don Antonino, el marqués. Otro precisó aún más y fue el que dio en el clavo: —Mira lo mismo que un mochuelo. Y con Mochuelo se quedó, pese a su padre y pese al profeta Daniel y pese a los diez leones encerrados con él en una jaula y pese al poder hipnótico de los ojos del profeta. La mirada de Daniel, el Mochuelo, por encima de los deseos de su padre, el quesero, no servía siquiera para apaciguar a una jauría de chiquillos. Daniel se quedó para usos domésticos. Fuera de casa sólo se le llamaba Mochuelo.

Miguel Delibes (1950), El camino, Barcelona, Destino, 1988, pp. 38-40.

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Al anochecer se puso el traje nuevo, se peinó con cuidado, se lavó las rodillas y se marchó a casa del Indiano a llevar los quesos. Daniel, el Mochuelo, se maravilló ante el lujo inusitado de la vivienda de la Mica. Todos los muebles brillaban y su superficie era lisa y suave, como si también ellos tuvieran cutis. Al aparecer la Mica, el Mochuelo perdió el poco aplomo almacenado durante el camino. La Mica, mientras observaba y pagaba los quesos, le hizo muchas preguntas. Desde luego era una muchacha sencilla y simpática y no se acordaba en absoluto del desagradable episodio de las manzanas. –¿Cómo te llamas? –dijo. –Da… Daniel. –¿Vas a la escuela? –Ssssí. –¿Cómo se llaman tus amigos? –El Mo… Moñigo y el Ti… Tiñoso. Ella hizo un mohín de desagrado. –¡Uf, qué nombres tan feos! ¿Por qué llamas a tus amigos con unos nombres tan feos? –dijo. Daniel, el Mochuelo, se azoró. Comprendía ahora que había respondido estúpidamente, sin reflexionar. A ella debió decirle que sus amigos se llamaban Roquito y Germanín. La Mica era una muchacha muy fina y delicada y con aquellos vocablos había herido su sensibilidad. En lo hondo de su ser lamentó su ligereza. Fue en ese momento, ante el atractivo y sonriente rostro de la Mica, cuando se dio cuenta de que le agradaba la idea de marchar al colegio y progresar. Estudiaría denodadamente y quizá ganase luego mucho dinero. Entonces la Mica y él estarían ya en un mismo plano social y podrían casarse, y, a lo mejor, la Uca-uca, al saberlo, se tiraría desnuda al río desde el puente, como la Josefa el día de la boda de Quino. Era agradable y estimulante pensar en la ciudad y pensar que algún día podría ser él un honorable caballero y pensar que, con ello, la Mica perdía su inasequibilidad y se colocaba al alcance de su mano. Dejaría, entonces, de decir motes y palabras feas y de agredirse con sus amigos con boñigas resecas y hasta olería a perfumes caros en lugar de a requesón. La Mica, en tal caso, dejaría de tratarle como a un rapaz maleducado y pueblerino. Cuando abandonó la casa del Indiano era ya de noche. Daniel, el Mochuelo, pensó que era grato pensar en la oscuridad. Casi se asustó al sentir la presión de unos dedos en la carne de su brazo. Era la Uca-uca. –¿Por qué has tardado tanto en dejarle los quesos a la Mica, Mochuelo? –inquirió la niña.

Miguel Delibes (1950), El camino, Barcelona, Destino, 1988, pp. 137-138.

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[…] El inspector oyó el grito, y en una burbuja lentísima de tiempo alojada en el interior de unas décimas de segundo vio una cara muy próxima, separada de él tan solo por la longitud del brazo extendido para que el cañón de la pistola se posara en su nuca. Busca sus ojos, recordó, viendo unos ojos claros detrás de unas gafas de montura ligera, y a esa cara se le superpuso la del asesino de Fátima, aunque no se parecían nada entre sí, igual que se superponen dos juegos de facciones posibles en las láminas transparentes cuando se intenta obtener un retrato robot. Vio con toda claridad y detalle, como si estudiara una fotografía o un cuadro, una cara joven, bien afeitada, con el mentón ancho, los labios firmes, la mirada tranquila, los ojos inexpresivos y francos tras los cristales de esas gafas que sin duda eran de marca, tenían una montura dorada y muy fina que brilló un instante al sol. Pensó con estupor, con inesperada tranquilidad, «así que ésta era la cara del que iba a matarme», y en el interior de ese segundo que no llegaba a terminar comprendió que la verdadera sensación de la inminencia de la muerte sólo puede conocerla quien está a punto de morir, que ninguna otra sensación se le parece o la anuncia: la calma, el asombro, la silenciosa detención del tiempo. Pero el grito, que lo había alertado, se unió al sonido del primer disparo para quebrar el instante inmóvil y despertarlo del letargo, del fatalismo de morir. Su mano derecha, al hacer el gesto de proteger la cara, había golpeado el brazo rígido que sostenía la pistola, y el disparo que una fracción de segundo antes le habría destrozado la cabeza sin que él llegara a enterarse de que iba a morir rompió con un cataclismo de cristales el escaparate de una tienda. Echó a correr, pero se dio cuenta de que no le daría tiempo a llegar a la esquina y se tiró al suelo y rodó buscando refugio entre los coches aparcados, protegiéndose la cabeza con los dos brazos cruzados sobre la cara. Contó uno por uno los tres disparos que siguieron, asombrado de no sentir dolor, de estar vivo aún para seguir escuchando y arrastrándose, sin alcanzar nunca el filo de la acera donde estaban los coches, para oler a pólvora y ver sobre el pavimento de la acera unas zapatillas blancas salpicadas de sangre. «Ahora se ha acercado más para rematarme, pero ese disparo ya no lo escucharé», pensó con una clarividencia parecida a la de esos brotes fugaces de racionalidad que surgen a veces en medio de un sueño. Quiso alzar la cara del suelo para ver de nuevo la de quien iba a matarle, pero no tuvo fuerzas, se quedó respirando con la boca abierta contra la losa que quemaba y escuchó un ruido metálico y familiar, el del gatillo de una pistola encasquillada, y luego un roce de pisadas que se iban. Con la cara contra el suelo se oye resonar poderosamente todo, los pasos y los golpes del corazón, pasos y golpes que retumban a su vez en la hondura de la tierra y en el cuerpo derribado encima de ella. Ahora todo se convertía en un bosque de pasos, de latidos y oscuridades rojizas, de voces entre las cuales alcanzó a distinguir una sola, al mismo tiempo que reconocía el tacto de unas manos rozándole la cara.

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«No estoy muerto», dijo, se oyó repetir en voz alta a sí mismo, «no estoy muerto», antes de desvanecerse en los brazos de Susana Grey, asido furiosamente a ella con las dos manos, perdiéndose en un sueño afiebrado de turbiones de sangre y sirenas de ambulancias. Antonio Muñoz Molina (1997), Plenilunio, Madrid, Alfaguara, 1997, pp. 483-485.

OPTION INTERNATIONAL DU BACCALAUREAT

JUIN 2014

SECTION ESPAGNOLE ÉPREUVE ORALE DE LANGUE ET LITTERATURE DURÉE : 30 minutes. SUJET : LENGUA Y LITERATURA

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Alguien decide, anota, llama por teléfono, dice palabras significativas que no pueden comprometer, que no darían lugar a sospecha, porque las palabras también saben ser tan encubridoras como los rostros, alguien abre un atlas enciclopédico y busca el pequeño círculo y el nombre de una ciudad en un mapa, alguien solicita folletos turísticos y consulta guías de hoteles y nada de eso resulta sospechoso, no es delito anotar nombres, mirar folletos en color en una oficina turística, deliberar con el empleado de una agencia sobre la forma más conveniente de viajar, sobre horarios de autocares y trenes y tarifas de alquiler de coches. La cara es el espejo del alma, dijo el padre Orduña con su fe inconmovible, no tanto en la misericordia de Dios como en la simple lástima o piedad que merecen cada uno de los seres humanos: pero la cara no es el espejo de nada, si acaso uno de esos espejos de las películas de miedo en los que no se reflejan los vampiros. Alguien se hace una foto de carnet de identidad con gafas y bigote postizo, elige otro nombre y su cara ya es otra, alguien viaja en tren y en los andenes de la estación de Chamartín de Madrid se confunde con los otros viajeros y su cara dice tan poco sobre quién es de verdad como el nombre que ahora figura en su carnet y en su permiso de conducir. Alguien alquila un coche con toda naturalidad en un despacho con muebles blancos y empleadas jóvenes vestidas como azafatas, con uniformes y gorros de color burdeos, rellena datos escribiendo cada letra mayúscula en la casilla correspondiente, anota números de carnet de identidad, de tarjeta de crédito, traza al pie del formulario una rúbrica sencilla, que sin embargo tardó muchas horas en ensayar, llenando folios y folios que luego rompió en trozos muy pequeños, con pulcritud meticulosa, la misma con la que guardó en una bolsa de viaje varias mudas de ropa, algunos libros, un walkman, cintas de música, cuadernos, lápices, unos binoculares, una cámara Polaroid, el modelo más rápido y manejable, cabía en el hueco de una mano y se la podía disparar sin que se diera cuenta nadie. Alguien llega al atardecer a una ciudad donde no ha estado nunca, pero de la que ya posee un plano muy detallado y varias guías turísticas, baja la ventanilla en un cruce para preguntar la dirección del hotel donde tiene hecha una reserva con el mismo nombre que hay en su carnet de conducir y en sus tarjetas de crédito, da las gracias con una sonrisa de perfecta simpatía, logrando borrar del todo su acento verdadero, que aquí sería más llamativo por lo inusual, se instala en el hotel, donde repite, al rellenar la ficha de ingreso, la misma rúbrica que hay en el carnet, en el reverso de la tarjeta de crédito y en el permiso de conducir, lo cual no es nada fácil, da una propina razonable al botones que le lleva el equipaje, no muy pequeña, pero tampoco desmedida, para evitar en lo posible que luego recuerde, pero en realidad no hay peligro, nadie recuerda, nadie se fija ni quiere enterarse, por precaución o desgana, por simple aturdimiento, tienen ojos y no ven, oídos y no oyen. Alguien hace una llamada telefónica, avisando que ha llegado, pero sin decir ningún nombre, alguien se da una ducha larga y se tiende luego en la cama aletargado por el cansancio del viaje y decide que no hay prisa, que hasta la mañana siguiente no será necesario empezar su tarea, que según las muestras que lleva en una cartera negra con resortes dorados es la de representante de una fábrica de pinturas radicada en

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Villaverde Alto, provincia de Madrid. Elige un restaurante en la guía, decide dar una vuelta esa noche por la parte antigua de la ciudad, donde según ha leído hay edificios muy notables, iglesias y palacios del renacimiento. Cinco días más tarde se instala en un piso alquilado, con unos cuantos muebles viejos. Cada noche, después de cenar un bocadillo y una lata de cerveza, conecta un pequeño ordenador portátil y escribe con dos dedos, muy rápido, equivocándose y borrando con la misma impaciencia, inclinándose mucho sobre la pantalla, tanto que cuando apaga el ordenador le duelen la espalda y la nuca.

Antonio Muñoz Molina (1997), Plenilunio, Madrid, Alfaguara, 1997, págs. 170-172.

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