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Participación ciudadana y fortalecimiento institucional Manuel Arenilla Sáez 1.
Democracia, participación y valoración institucional
Los ciudadanos en los países de la OCDE muestran una baja aceptación de sus dirigentes políticos y de sus instituciones públicas. Esto es algo que se puede constatar en numerosas encuestas y, de una forma más evidente, en la participación electoral que arroja unos altos niveles de abstención en Europa y España, que es superior en las grandes ciudades y sus conurbaciones. Podría concluirse que el ciudadano no se siente bien representado en sus instituciones democráticas, aunque en modo alguno puede afirmarse que haya desafección al sistema democrático, pero quizá sí a la forma en la que se ejerce la democracia. Nos encontramos con una primera cuestión no del todo bien resuelta, ya que, por un lado, el ciudadano siente un cierto, o gran, desapego a la forma en la que funciona la democracia representativa pero, por otro, sigue valorando mayoritariamente el régimen democrático como el más adecuado para vivir en sociedad. La conclusión no puede ser valorar más la legitimidad democrática que la adhesión institucional, ya que resulta difícil admitir sin más que la primera sea independiente de la segunda. Es muy probable que una baja valoración institucional genere altos niveles de abstención y esto parece que pueda afectar al grado de adhesión de las personas a la democracia. En cualquier caso, parece evidente que hay que profundizar más en estos aspectos. Una cuestión sobre la que hay un elevado consenso es que ha empeorado la capacidad de los gobiernos de rendir cuentas y ser receptivos a las demandas ciudadanas. Se puede afirmar que esta causa, junto con otras, conlleva la desafección ciudadana de sus instituciones públicas. Los ciudadanos pueden ver a los gobiernos y los partidos que los sustentan como agencias particulares que gestionan los interese no generales, sino de una serie de grupos. Las encuestas españolas no dejan lugar a dudas al respecto cuando a los ciudadanos se les pregunta por la valoración de la política, los políticos y por algunas de las principales organizaciones sociales como las organizaciones de empresarios o los sindicatos. Las soluciones adoptadas por los gobiernos para atajar su falta de valoración muestran el verdadero calado de su debilidad. Así, en los últimos años los distintos gobiernos, pero muy especialmente los locales, están acometiendo la revisión de su relación con los ciudadanos que
plasman en cartas del ciudadano, planes de integridad, códigos éticos o códigos de buen gobierno. El refuerzo del comportamiento ético político y administrativo y el énfasis en la transparencia y la responsabilidad nos muestran las debilidades de la actual gobernanza y el verdadero papel del ciudadano en ella. Aceptado el diagnóstico, los remedios se han centrado en las soluciones expuestas, refuerzo de los valores éticos, de la transparencia y de la responsabilidad política, construcción de infraestructuras éticas y en la propia reformulación de la democracia. Ésta se ha planteado desde distintas posiciones que van desde sustituir la actual democracia representativa por la democracia participativa, hasta introducir nuevos intereses sociales en la formulación de las políticas y prioridades públicas. Lo cierto es que las visiones más radicales se han presentado en países en vías de desarrollo en los que las instituciones políticas y administrativas del Estado funcionan muy deficientemente o simplemente no existen; poco que ver con el sistema político europeo o del resto de los países avanzados democráticamente. De esta manera, la insistencia en implantar modelos participativos en Europa, cuyo origen hay que encontrar en países con un bajo desarrollo institucional y democrático, es posible que responda a razones ideológicas o de otro tipo. El énfasis en la mayor legitimidad de la democracia participativa sobre la representativa y en la suplantación del Estado por las redes de gobernanza suele estar apoyado, entre otros, por movimientos y partidos políticos situados en posiciones radicales. Estos encontrarían en su fuerte apoyo a la democracia participativa una manera de influir de una manera más efectiva en la sociedad que a través del cauce de las elecciones, en las que suelen obtener unos resultados muy escasos. Su propuesta es que las decisiones públicas se adopten fuera de los órganos representativos, o que éstos ratifiquen los compromisos adquiridos en los diversos foros participativos. Esta visión extrema es matizada sustancialmente por la posición dominante respecto a la participación que se ve como un refuerzo de la legitimidad democrática. Sin embargo, que sea dominante no significa que para algunos colectivos integrados en dicha posición la visión radical no actúe como una meta a la que tender, aunque sea de forma utópica. La posición común sobre la participación ciudadana mantiene que su implantación debe reforzar la democracia representativa para hacerla más transparente, abierta e inclusiva. De esta manera, los posibles riesgos que pudiera acarrear introducir nuevos intereses y grupos en la
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formulación de políticas o en la participación en ellas se vería compensado porque las mismas serían mejor aceptadas por los ciudadanos. Es probable que los gobiernos representativos busquen con la participación ciudadana el fortalecimiento de la participación electoral y que la finalidad sea lograr mayores apoyos a las actuaciones públicas, aunque sea a costa de perder algo de iniciativa, fortalecer los grupos afines y conseguir mejores resultados electorales. La complejidad actual de la gobernanza hace que los gobiernos tengan cada vez más dificultad en acertar con sus decisiones, por lo que precisan de apoyos explícitos a las mismas y la participación parece un buen cauce para conseguirlo. El resultado de las carencias de la actual democracia representativa, de la debilidad de los gobiernos, de la opacidad de la actual gobernanza y del interés de determinados grupos en obtener ganancia con la participación es su extensión y su paulatina institucionalización. Es a partir de 2003 en España cuando se generalizan los mecanismos participativos en las grandes ciudades. La ley “de grandes ciudades” aprobada en esa fecha recoge en gran parte la realidad previa existente, a la vez que marca un camino para el gobierno local que debe considerarse sin retorno, incluso para los más escépticos. Hay que señalar que los remedios para contrarrestar la desafección ciudadana prácticamente se limitan a las medidas señaladas y en pocas ocasiones llega a reconsiderar el núcleo central de las instituciones políticas, como son el sistema electoral o el sistema de partidos existente. Tampoco se observa, en general, un cambio en el estilo de gobernar y de relacionarse con los ciudadanos más allá de las declaraciones y alguna regulación formal al respecto. Quizá sea esta una manera de legitimar las posiciones más radicales de la participación ciudadana, mientras que las posturas más institucionales de la misma están siendo incluidas en el ejercicio del poder, aunque en unos niveles que no cuestionan el sistema general de su ejercicio ni llega a las posiciones verdaderamente conformadoras de la sociedad. Esto sucede por dos motivos: porque la participación se refiere a aspectos poco relevantes del ejercicio del poder y porque se sitúa en el nivel local. Se puede concluir que la participación ciudadana en su implantación actual no presenta un riesgo excesivo para las instituciones y el poder político, que no ven amenazado su statu quo. El precio de pérdida de poder que pagan los gobiernos es asumible por la imagen proyectada de mayor sensibilidad hacia las necesidades ciudadanas: Además, presenta la ventaja de compartir la responsabilidad sobre algunas decisiones en las que el coste político de 3
equivocarse es alto, aunque lo que esté en juego no sea de gran transcendencia normalmente para la vida social. Para los grupos organizados presentes en los mecanismos de participación supone entrar en el juego de la inclusión institucional junto con otros grupos tradicionales ya existentes, como los agentes sociales. Éstos, aunque tiene que compartir parte de su influencia institucional y social, también se ven favorecidos por la incorporación de nuevos actores que, en definitiva, también les proporcionan un plus de legitimidad debido a la mejor imagen que los ciudadanos, en general, tienen de ellos. 2.
Participación, política y sociedad
Las notas de la participación ciudadana se extraen principalmente de la observación directa de la realidad, ya que no es posible medir con objetividad los fenómenos de la participación. Esto es debido a la dificultad de realizar estudios comparados de utilidad, más allá de los obtenidos de los valores declarados de los ciudadanos sobre conceptos complejos como el capital social o la confianza social. Los estudios nos muestran que la participación no está generalizada y que presenta un sesgo por edad, género, nivel de estudios y clase social. Así, el tipo de persona participativa en España es varón, clase media, con un medio o alto nivel de estudios. Por otro lado, hay un sector de la literatura que mantiene que “participan siempre los mismos”, esto es, que existe la multiadscripción asociativa entre los pertenecientes a las asociaciones. Tampoco es extraño que a las mismas pertenezcan miembros de organizaciones más institucionalizadas como los sindicatos o los partidos políticos, tanto representativos como aquellos que no tienen representación en los órganos electivos. En este caso la multipertenencia podría ser entendida como una manera de obtener influencia y apoyo social más allá de los cauces formales de la representación. La influencia es otra característica que matiza notablemente la participación. Si es necesario revisar las cifras de las personas adscritas a una asociación, partido o sindicato, resulta más necesario contemplar la diferencia que existe entre militancia e influencia en las decisiones de la organización. Se exige que el funcionamiento de las organizaciones sociales sea democrático, pero en muchas ocasiones nos encontramos ante un mero formalismo que hay que respetar en la determinación o elección de los dirigentes de la organización. No toda participación tiene por qué ser democrática ni la mera pertenencia a una asociación garantiza 4
la influencia en las decisiones que adopte ni que, llegado el caso de intervenir en decisiones públicas, se tenga en cuenta a los miembros de base para formar la voluntad de la asociación u organización de que se trate. Esta situación influye en el interés de los ciudadanos por incorporarse a las asociaciones y grupos sociales, además del nivel de confianza social existente. El déficit de representación de las organizaciones sociales también está condicionado por la voluntad del poder político. Hay una tendencia en la literatura científica que otorga un escaso papel al poder público en la determinación del capital social. Sin entrar ahora en una cuestión de gran transcendencia, la que establece el papel del Estado y sus instituciones en la estructuración social, se puede mantener, como se viene haciendo desde hace algunas décadas, que el fenómeno de la inclusión social establecida por el poder político es de gran importancia para determinar los intereses y los grupos participantes en el poder. Este planteamiento suele achacarse al enfoque neocorporativo, entendido como la relación del poder público con unos pocos grupos de interés que intervienen en todos los procesos negociadores que fijan el interés público. Sin embargo, la experiencia de los presupuestos participativos y de los fenómenos de concertación muestra que son los gobiernos locales los que determinan su implantación, el alcance de los mismos, la modalidad de participación, los intereses y, en muchas ocasiones, las organizaciones llamadas a la negociación. El enfoque de redes de políticas formadas por numerosos actores en interacción resulta de gran interés para describir la complejidad de la gobernanza y la multitud de los actores que en ella intervienen. Ahora bien, que participen muchos actores no significa que todos tengan la misma relevancia, que intervengan en todas las fases de las políticas públicas, que actúen en los mismos los niveles de gobierno, que mantengan relaciones estables. Tampoco significa, y esto es lo más importante, que esas redes suplan la legitimidad de las instituciones políticas representativas y su capacidad de sacar adelante las políticas públicas. La conclusión de lo anterior es que la influencia es cosa distinta de la participación y que los ciudadanos en países como España intervienen de una manera escasa en las organizaciones sociales. En el resto de los países esa participación es variable, pero en el mejor de los casos es difícil que permita asegurar que nos encontramos en un momento histórico que suponga la desaparición del modelo de representación democrática por otro basado en redes de gobernanza que goce de la legitimidad de la mayoría de los ciudadanos. Parece más sensato afirmar que esas redes fortalecen el modelo de gobernanza, muy especialmente en el nivel 5
local, con el fin de lograr una mayor eficacia en los resultados de las políticas y una mayor adhesión ciudadana a las instituciones políticas. Además, en la formación y mantenimiento de esas redes tiene un papel importante o determinante el poder público. Quedaría una última cuestión que vincula la política con la sociedad y es la propia consideración del individuo. En los enfoques participativos se enfatiza la importancia de que le ciudadano asuma un papel activo en la vida social, pero no uno cualquiera, sino de naturaleza política. Se considera que debe intervenir en los asuntos comunes exponiendo sus posturas y contribuyendo a las decisiones colectivas. Podría decirse que en una suerte de vuelta a la polis griega. El individuo es ciudadano sólo si es homo politicus, por lo que la participación política es una obligación más que un derecho. Presentada la participación desde esta perspectiva, surgen muchas dudas sobre la conveniencia de subsumir la complejidad del concepto de persona, o de incluso de ciudadano, principalmente en su rol político. Llegados a este punto, cabe preguntarse cuál es el problema que trata de resolver la participación. La vida del ciudadano es algo más que la política; la vida en sociedad es más que la participación y no toda participación es política. Es probable que para una buena proporción de ciudadanos, tal vez la mayoría, sea preferible un sistema representativo eficaz a un sistema participativo. Al fin y al cabo, la legitimidad democrática descansa en la cesión de la soberanía individual en beneficio de unas instituciones políticas elegidas y responsables políticamente ante los ciudadanos. A esto se ha llegado históricamente por razones de eficacia en la representación de todos los intereses individuales en la conformación del interés general o público. La sustitución o alteración del modelo representativo actual por otro requiere una representatividad al menos del mismo nivel que el actual. Lo que falla no es el fundamento del modelo de representación, sino su eficacia. En este sentido, es razonable pensar que la gran mayoría de los ciudadanos prefieran otras actividades a la participación política al poder entender con bastante fundamento que ya mantienen unas instituciones “profesionales” destinadas a representar sus intereses. Cosa bien distinta es que estas instituciones y sus integrantes no acierten, no deseen asumir su cometido o desvíen los fines de la comunidad en su propio interés. En las líneas anteriores han surgido los siguientes objetivos depositados en la participación ciudadana: la eficacia del sistema de representación, la sustitución o evolución de la democracia representativa por la participativa, el incremento de la adhesión ciudadana a las instituciones políticas y a sus representantes o acertar en las decisiones políticas. La 6
consideración de cada uno de estos objetivos supone el establecimiento de una estrategia determinada, la elección o combinación de unos u otros instrumentos de participación y la orientación de las actuaciones derivadas de la participación hacia el problema que se desea resolver. Sin embargo, es frecuente encontrar en el panorama comparado cómo el objetivo que se desea alcanzar con la participación aparece difuso, al menos para las entidades gubernamentales, por lo que puede acabar dominando la idea de que la participación es en sí misma buena y necesaria, sin buscar otros objetivos. En este sentido, hay que señalar que no se ha demostrado que una mayor participación fortalezca la democracia, que ésta sea de más calidad, si atendemos, por ejemplo, a la mayor implicación de los ciudadanos en las elecciones, ni que se garantice el respeto a las minorías y los ciudadanos no encuadrados en organizaciones sociales. En conclusión, la participación presenta un déficit importante de representación, superior a las debilidades de la democracia representativa al poseer una legitimidad de menor rango y aceptación, lo que puede explicar, en parte la no implicación de los ciudadanos en la participación. Otra explicación es que los ciudadanos entienden que la vida personal y social es más amplia que la política, a la que contribuyen de las más variadas formas, desde cumpliendo con las obligaciones que se les impone social y públicamente, hasta asegurando la pervivencia social, y no necesariamente militando en una organización. Finalmente, la baja participación puede explicarse en sociedades con niveles bajos de confianza social y política, como la española. Quizá esperen que los representantes a los que eligen y las instituciones a las que mantienen actúen de acuerdo con los intereses y expectativas de los ciudadanos. 3.
Participación y políticas públicas
Es frecuente asociar el gobierno local a las expresiones “gobierno más cercano a los ciudadanos”, “escuela de democracia” o a que los servicios locales son “tangibles y próximos” al ciudadano. Con ellas se quiere hacer referencia al carácter básico, primario o natural del gobierno local en comparación con los niveles de gobierno superiores. Se trataría de transmitir la idea de su mayor vinculación con los ciudadanos a los que prestaría servicios básicos, a la vez que de ensalzar la relación más directa entre ciudadanos y dirigentes políticos locales. El mensaje se dirige a los otros niveles de gobierno a los que se suele reclamar más competencias y financiación, precisamente para atender la demanda ciudadana que, se suele señalar, se manifiesta en primer lugar ante las autoridades locales que ante las regionales y estatales, lo 7
que suele ser cierto en las pequeñas y medianas poblaciones. Este planteamiento tiene efectos prácticos indudables ya que, por ejemplo, justifica en España la prestación de servicios impropios, es decir aquellos que no están atribuidos, o no lo están claramente, al nivel local por el reparto competencial entre los entes territoriales. El planteamiento anterior choca en el caso español con las preocupaciones de los ciudadanos en relación con los servicios y con sus preferencias de asignación presupuestaria. Así, en los últimos veinticinco años entre los principales problemas del país señalados por los ciudadanos no se encuentra ninguno que esté vinculado a servicios públicos prestados en exclusiva o principalmente por el gobierno local. Estos suelen ser el paro, el terrorismo, la inseguridad ciudadana, los problemas económicos, la vivienda y la inmigración. Por lo que respecta a las preferencias de asignación presupuestaria, en las diversas encuestas suelen ser sanidad, educación, vivienda, seguridad ciudadana y pensiones. Es claro que todos ellos son tangibles y próximos al ciudadano, además de ser de gran relevancia y prioritarios. De todos, el nivel local tiene competencias parciales en seguridad ciudadana y en vivienda, aunque la formulación de las políticas y la gran mayoría de los medios se encuentran en los niveles superiores de gobierno. Hay que recordar que el presupuesto de todas las Administraciones locales en España no llega al 15 por cien del total de las Administraciones públicas, lo que da una idea de su dimensión. Por último, estas consideraciones hay que matizarlas con la enorme dispersión poblacional y de medios de los más de ocho mil municipios en España, en los que casi seis mil tienen menos de dos mil habitantes. Se puede planear que la participación ciudadana se realiza sobre actividades y servicios públicos no expresados como prioritarios por los ciudadanos, lo que no significa –es preciso enfatizar en ello‐ que no tengan transcendencia para la vida de la colectividad. Es decir, se participa en políticas de ejecución, aunque se llegue a realizar en la fase de la formulación de la política local. Se puede codecidir, pero sobre servicios y actividades de ejecución y normalmente no de políticas de conformación social. Éstas están atribuidas en el reparto de poder territorial a las comunidades autónomas y al Gobierno del Estado.
De esta manera, los presupuestos participativos incidirían en una serie de aspectos que, sin dudar de su importancia en la vida colectiva, presentan una relevancia baja desde el punto de vista ciudadano en cuanto a sus preferencias manifestadas de actuación y de gasto público. Así, la participación en la dotación de equipamientos de un barrio tendría menor relevancia ciudadana que una vía de descongestión de gran capacidad o una autovía de competencia de 8
la comunidad autónoma o del Estado, aunque indudablemente los primeros inciden en la calidad de vida de los ciudadanos que los utilicen. Otro ejemplo, un plan de dinamización económica de un distrito tiene menos incidencia en la vida económica y el empleo que una política de rentas o monetaria que están atribuidas al nivel estatal y a la Unión Europea. Las decisiones conformadoras de una sociedad, las verdaderas políticas públicas, aquellas que la estructuran de una manera buscada y predeterminada no suelen encontrarse en el nivel local. Ahora bien, en los niveles superiores no encontraremos habitualmente mecanismos de participación ciudadana. De ahí que se pueda afirmar que la participación ciudadana, al menos en el caso español, se realiza sobre actividades y servicios públicos de escasa relevancia ciudadana. Claro es que en el caso de los grandes ayuntamientos su capacidad de maniobra puede permitirles incidir en aspectos de la vida ciudadana de mayor transcendencia, en especial en determinadas infraestructuras y equipamientos. Si atendemos al reparto competencial entre los diversos niveles de gobierno se puede afirmar que existe un centro decisional situado en los escalones estatal y de la Unión Europea en el que participan de una manera variable, pero generalmente escasa las comunidades autónomas y sólo de una manera puntual los poderes locales. Evidentemente esa participación será muy diferente en el caso de las grandes ciudades españolas y de los pequeños ayuntamientos. De esta manera, las organizaciones sociales que actúan en los niveles superiores tienen una capacidad de intervención en las políticas públicas superior a las situadas en los escalones inferiores. Se produce así una suerte de jerarquía de participación que está vinculada al distinto rango de las políticas y a su reparto en los diferentes niveles territoriales. Por ejemplo, en la planificación urbanística están implicados los tres niveles de gobierno estatal, autonómico y municipal. El primero a través de numerosas actuaciones y políticas que inciden en la ordenación del territorio y de la diversa y numerosa planificación que se proyecta sobre él, el segundo porque es quien aprueba inicialmente el plan y el último es quien realiza la propuesta y la aprueba definitivamente. La participación en los niveles y fases de tramitación del plan de ordenación urbana es bien distinta en cada fase o nivel y puede tener consecuencias distintas en la aprobación final del plan. Las organizaciones que pueden llegar a participar en el nivel superior pueden determinar, por ejemplo, el territorio que es urbanizable; las que actúan en el escalón intermedio pueden determinar el alcance de un plan concreto e intervenir en la alteración, aprobación o rechazo de la propuesta del ayuntamiento; 9
mientras que las que actúan en el último escalón pueden intervenir en la propuesta inicial del plan, dentro de los límites fijados por los escalones superiores. Esto no significa que el nivel local no pueda participar en los escalones superiores, aunque su incidencia puede ser muy variable. Podemos concluir que la participación en el escalón local se realiza sobre competencias de ejecución que en muchos casos están condicionadas, en general, por la regulación o la financiación de los entes de escalones superiores. Esas competencias tienen una baja relevancia ciudadana y la participación de las organizaciones sociales en ellas se encuentra condicionada por la previa participación de otras organizaciones en los escalones superiores. En algunos casos las organizaciones sociales pueden estar estructuradas territorialmente y actuar jerárquicamente. Se podría decir que, en general, se participa en pocas políticas públicas, esencialmente en las de ámbito local, que esas políticas suelen ser de ejecución o se sitúan preferentemente en la fase de ejecución y que hay una jerarquía institucional derivada del reparto competencial y de la ordenación de las organizaciones sociales en escalones territoriales y de representación. En este sentido, no tiene el mismo nivel de representación institucional, por ejemplo, las organizaciones sindicales que las vecinales. Las primeras, en el caso español, pueden acceder a los más variados foros institucionales, mientras que las segundas están circunscritas al ámbito municipal y para las materias propias de dicho ámbito. 4.
El ejemplo de los presupuestos participativos
Los presupuestos participativos se han convertido progresivamente en el instrumento de participación por antonomasia y en el que pueden integrarse otra serie de instrumentos como las Agendas 21, los foros, las consultas ciudadanas, las mesas, la participación electrónica, los planes estratégicos o el referéndum. Su elevación a referente de la participación y prueba de la voluntad de apertura ciudadana de los municipios es debida a su origen en Brasil en los años 80 del pasado siglo se encuentra vinculado a la transición de un gobierno de corte dictatorial a otro democrático; a que los modelos iniciales se convierten en paradigmáticos –Belo Horizonte, Porto Alegre‐ y muy difundidos por determinada izquierda europea que los presentan como alternativos al Estado; a que ayudan a combatir el descrédito de la gobernanza actual; a su periodicidad; a que en algunos casos se vinculan a la planificación estratégica y presupuestaria; a que han contribuido a la consolidación de la democracia en algunos países latinoamericanos; a que implican compromisos tangibles y presupuestarios de 10
los gobiernos locales; y a que se han convertido en los últimos años en un producto paulatinamente desideologizado. La aproximación a los presupuestos participativos se puede realizar buscando la mejora de los resultados de la Administración pública, especialmente en el proceso de definición de prioridades y de adopción de decisiones, o el fortalecimiento de la democracia y del capital social. Ambos son compatibles, aunque suele pesar más uno u otro dependiendo de la orientación buscada en la implantación de los procesos de los presupuestos participativos. La mejora de los resultados o del desempeño de la Administración pública se busca en los presupuestos participativos mediante el establecimiento de compromisos específicos y bien definidos entre las organizaciones sociales y el gobierno municipal. El proceso se rige por una mayor transparencia y por los principios de responsabilidad y rendición de cuentas directa a los ciudadanos. En este sentido es compatible con los enfoques dominantes en la gestión pública desde la década de los 80, y más recientemente por la corriente del nuevo servicio público, y que destacan el papel del cliente o del ciudadano y la necesidad de satisfacerlo. En América Latina este objetivo tiene gran importancia en la lucha contra la corrupción, la reducción del clientelismo y la adecuación de la gestión pública a los nuevos desafíos sociales. En el caso de Europa, los resultados son variables de acuerdo con la experiencia de cada país, aunque no es determinante en la modernización de la gestión pública. El enfoque gerencialista también contempla el traslado con mayor eficiencia de las necesidades de los actores sociales a la Administración pública. Se busca dar una adecuada respuesta a las demandas de la población, mediante la reorientación de los recursos públicos hacia la prestación de servicios y construcción de equipamientos y obras de infraestructura que satisfagan las demandas y necesidades ciudadanas. En América Latina el presupuesto participativo se ha convertido en un mecanismo de las clases populares para permitir una inversión a favor de los pobres y satisfacer necesidades básicas no cubiertas. En el caso de Europa, son muy pocas las ciudades las que han establecido criterios que permitan corregir el desequilibrio o las carencias sociales que permitan hablar de una lógica de justicia distributiva. El enfoque más democrático busca fomentar nuevas relaciones entre el municipio y los ciudadanos que se traduzcan en formas de gobierno más pluralistas y más participativas y que tengan como resultado un incremento del capital y de la confianza social. Los presupuestos participativos son percibidos en muchas ciudades europeas, como un instrumento para profundizar en la democracia y facilitar la intervención de los ciudadanos en la gestión de lo 11
público. En el caso de América Latina, cuya apertura democrática generalizada se desarrolló en la década de los 80 del siglo pasado, estos mecanismos se han convertido en una oportunidad para arraigar valores de democracia directa o deliberativa en la conciencia colectiva. En conclusión, los presupuestos participativos, desde su realidad flexible y adaptativa a las diferentes realidades sociales e institucionales, se han convertido en un instrumento que sintoniza con las necesidades más acuciantes de la democracia representativa, como son la pérdida de legitimidad de las instituciones y los dirigentes políticos, la escasez de transparencia en la gestión pública y la falta de asunción de responsabilidades por los dirigentes políticos. A la vez, pueden ser vistos como un instrumento para mejorar los resultados de la Administración pública y para tomar decisiones mejor aceptadas por los ciudadanos. Quizá sean estas las claves de su éxito, a las que hay que añadir su facilidad adaptativa que permite asumirlos sin tener que llegar a cuestionar esencialmente el ejercicio de la política y el equilibrio entre los actores políticos tradicionales.
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