PASEANTES Y VAGABUNDOS

PASEANTES Y VAGABUNDOS “Conferencia pronunciada como prólogo, e intermedio, a la proyección de “Berlín, sinfonía de la gran ciudad” (W.Ruttmann y K.F

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PASEANTES Y VAGABUNDOS

“Conferencia pronunciada como prólogo, e intermedio, a la proyección de “Berlín, sinfonía de la gran ciudad” (W.Ruttmann y K.Freund, 1927) y “Mudanza Munich-Berlin” (O.Fischinger, 1927), en el ciclo “Poder y simulacro” celebrado en Sevilla del 3 al 31 de Julio de 2008”.

Empiezo disculpándome. No suelo hablar en público, me asusta y me impide pensar. En lugar de un simulacro de palabra en directo, sin duda sugeridor de algún poder o potencia, prefiero leer y ofrecerles reproducciones de un discurrir ya discurrido, huellas de movimientos del pensar que en griego se llamarían grafos cinemáticos, o cinemato-grafos. Huellas que no disimulan su condición; que no simulan, recuerdan, movimientos a los que ya nadie podrá haber asistido, atestiguando una distancia insalvable, pero salvándola así en cierto modo. Poco más tengo qué decir y pretendo ilustrar, en las figuras del Paseante y el Vagabundo, con las dos películas de hoy: Aunque para tranquilidad de los organizadores a continuación intentaré decirlo en figuras más cultas. Empezaré por una tontería, dos letras en el título. “Berlín, sinfonía de una gran ciudad” se titula en los catálogos lo que en alemán se llama “sinfonía de la gran ciudad”. “Una gran ciudad” es un hecho entre muchos, y pide descripción documental; “la gran ciudad” es símbolo, y pide interpretación en todos los sentidos. “Una gran ciudad” nos remite a la pluralidad, sin certidumbre de medida común; “la gran ciudad”, a un canon singular medida de ciudades, es decir, Metrópolis. Otro conocido título de la época, con la ventaja de hacer más clara esta bonita paradoja: que la metro-polis es a la vez la medida y una de las ciudades medidas, como la gran ciudad tiene lugar y al mismo tiempo se lo da a los sucesos que la constituyen. Tiene lugar por darlo, que no es poco prodigio; es a la vez un lugar y el espacio en que están los lugares todos, y así, ofrece la estructura paradójica de un conjunto que se incluye a si mismo como elemento. Esa estructura, que formuló a la sazón Bertrand Russell y desembocó en las obras de dos vieneses, Gödel y Wittgenstein, permite caracterizar un tipo de discurso muy abundante en la época modernista; y en particular en la matriz cultural del nacionalsocialismo, las zonas de habla alemana con pasado católico e imperial. Por decirlo breve: si tras la crítica de Nietzsche toda forma permanente de percepción es mentira, y todo discurso sobre seres simulacro, pues lo real es el discurrir y el poder ser otro, se plantea hallar un lenguaje que acompañe a ese movimiento de lo real, un discurso del discurrir que a la vez muestre en su forma lo que dice como objeto. Esa tensión entre decir y mostrar puede mantenerse como trabajo a resolver en cada caso, sin forma general de solución, pero también abunda sin embargo darla por resuelta de una vez por todas en un discurso característico: en las letras la retórica periodística, o el kitsch en las artes plásticas, parecen zanjar de una vez y de una voz por todas esa distancia entre el movimiento enunciador y el estado de cosas anunciado; y no hará falta recordar, tratándose de este país y de la fecha de hoy, qué significa en lo político hacer del movimiento estado: el Estado del Movimiento inamovible ¿O era el de la Movida y la transición perpetua? Ya no me acuerdo. Un primer rasgo de ese que llamaré discurso paseante es proyectar su propia manera de avanzar, la sombra del paseante, en forma de objeto sobre el que dice versar. Un tipo de objeto, claro está, movedizo, elusivo y ambivalente, en que el vaivén indecidible de una a otra de sus caras parece haber logrado

encerrar el secreto del meneo y la movida perpetua. Objetos que en alemán se expresan más fácilmente por aglutinaciones verbales como metro-polis, o por poner otros ejemplos, sin-con-sciente, nacional-socialismo, o cinemato-grafo, cuando las lógicas a uno y otro lado del guión son, en principio, excluyentes. Objetos-guión, sombra de discursos paseantes como el psico-análisis o el artdeco; negros modernistas con un mueble bar en las tripas y una bombilla en la cabeza que son a la vez lámpara y escultura, bar y columna, bellos a la par que útiles y arte a la par que técnica. Estados-Movimiento que incluyen a sus vecinos, ciudades que incluyen sus afueras, sus luegos y sus otras caras, objetos versátiles como dicen los folletos de época, su prototipo es esa mujer-guiónobjeto que el esteta llama la mujer-fatalidad, y el castellano de Sancho Panza, la virgen puta. Sólo que en este caso sin firma ni patente. También aquí el objeto oscila como música entre “Berlín”, una ciudad grande, un hecho medible, y “metrópolis”, la gran ciudad, medida de valor y sentido. Así es que estas aglutinaciones sí nos dan un canon, pero de otra cosa: de ese objeto, sombra del Paseante, que aparenta el poder de reunir simultáneamente en espacio, como figura, lo que sucesivamente aparece como tiempo entre alternativas excluyentes, y así, cancelar la angustiosa irreversibilidad de la historia y de las veces de una voz por todas. Pongamos por caso, el poder de acordar intereses y motivos de los ciudadanos en un solo movimiento, en sinfonía de la polis, común pero con bigote. A ese objeto-guión se le llama en griego symbolon, lo que en latín se dice clavis, hoy repartida entre una tarjeta de crédito y el cajero. Y en efecto en los símbolos hay mucho de crédito, y de fe, pues reúnen presencia y ausencia, lo que se ve con lo que no se ve; por ejemplo, a una existencia singular con su Berlín, o a una ciudad con la Metrópolis que hay en ella, aunque no lo vea. Pero pensando en acción y en política, al símbolo que en particular reúne el poder de hacer con el ser hecho se le llama en castellano fetiche, como esos cordiales muñequitos asesinos en que hace poco un país entero se hacía uno con su selección; y así le llamó Marx en su análisis del dinero, fetiche que exactamente figura al trabajo, que hace las cosas todas, como otra más de las cosas: la cosa que puede. ¿Y qué puede?: cambiarlas todas unas por otras, como clave universal o denominador común. Del poder ser otros los seres, el fetiche hace otro más de los seres, el ser del poder: en una palabra, Baal, el ídolo arcaico en cuya figura viene apareciendo la gran ciudad desde 1910 en la imaginería expresionista. Esto es de un poema de Georges Heym en vísperas de la primera guerra: Refulge en rojo ocaso el vientre del Baal Las urbes se arrodillan a su alrededor En clamor innumerable de campanas Se alzan el negro mar de torres Cual danza de bacantes la música De millones atruena por las calles, La fábrica le tiende en humo sus chimeneas

Entre azules humaredas como incienso./humareda

Pero el título de este ciclo no emplea la palabra ídolo, ni fetiche, sino “simulacro”, que acentúa parecido y estética frente a acción y ética, así es que seguiré esa pista. Además de la imaginería expresionista, esta sinfonía visual prolonga también una emblemática figura decimonónica, el Paseante; o como dicen los que gustan de practicar el francés en público, el flaner de Bodeler y su elegante beler. Es esa mirada Paseante la que encuentra realización material cincuenta años después en este cine que se llama de montaje. Una mirada que se desliza presuntamente al dictado del azar, y por someterse a tal dictadura, presuntamente capaz de montar cualquier cosa con cualquier otra generando sentido, omnipotente en tanto presunto espejo de ese poder-ser: el espacio de la ciudad, cambio y movimiento convertido en estado permanente. Y así, todo atributo es intercambiable en su seno paseante como en el del mercado, y una sinfonía puede ser visual como las vocales de Rimbaud pueden tener colores. De nuevo, un paradójico espacio es al mismo tiempo lugar de todas las sensaciones, y una más de ellas: la movediza “sensibilidad” paseante, espejo de la gran ciudad o viceversa. Dice Bàrres: “Hay que sentir cuanto sea posible analizando lo más posible… quiero acoger en mí todo estremecimiento del universo…“ O como se dice en otros fines de siglo, “Dehate yevá pola sensacione”… puntos suspensivos… durante treinta segundos y veinte planos. Tanto en ciencia, por ejemplo el físico vienés Ernst Mach, como en literatura, digamos Hofmannstahl, los objetos y el yo entre ellos se disuelven en movimientos de sensaciones por los nervios, y el lenguaje que se busca, en cicatriz de ese movimiento. Hermann Bahr lo describe así en “La nueva psicología”: “Se trata de un método para mostrar los acontecimientos del alma, no para informar de ellos… la nueva psicología, que quiere la verdad del sentimiento, la buscará en los nervios, como la nueva pintura busca la verdad de los colores en los ojos, mientras el arte antiguo se encerraba en la conciencia, que en todo alberga mentira” Se trata de mostrar ese movimiento, fondo común del alma-mundo, y a la vez decirlo, como una de sus figuras: ese bucle autoinclusivo aparece en búsquedas que van desde la escritura automática a los monólogos interiores a lo “Ulises”, y fundamenta la asociación libre freudiana y su doble lenguaje, consciente e inconsciente: el uno dice, informa, o dicho a la moda de hoy, es digital; el otro muestra, es cicatriz antes que rótulo, o si se prefiere, es analógico. No informa de algo, se conforma a ello como huella o cicatriz. Muestra los cambios cambiando, acompaña al acontecimiento como el mercurio del termómetro al cambio de temperatura, como la cámara al tren al comenzar esta película, como el discurso del dictador a los movimientos anímicos del pueblo… o como el reportero a la guerra. Porque esta época de la realidad movediza inventa tambien el reportaje de guerra, y a juicio de algunos como Karl Kraus, hasta inventa las guerras para poder usar ese lenguaje, tan… puntos suspensivos… tan todo. Se diría que desde el diván a las rotativas la época busca un lenguaje que sepa ser huella a la vez que signo del movimiento, grafo cinemático, o en una palabra,

cinematográfico. Recuérdese que en el mismo año de 1898 se perdió en Cuba, a la vez, algo más que Cuba, salieron los obreros de la película y de la fábrica de los Lumiére y de los Lumière a la vez, y de la imprenta la Interpretación de los sueños de los pacientes de Freud y de Freud a la vez. Sólo que por partes, la interpretación de unos y la película de otros. Las palabras fijan estados de cosas. Y cuando el estado a fijar es el movimiento de unos a otros, ¿en qué nombre justificar eso que en el mapa se llamaría invasión, penetración o turismo? ¿En qué fetiche hacer que discurso y discurrir coincidan? Una manera es obviamente que el acontecimiento descrito sea el movimiento de describirlo; por ejemplo, que el motivo que mueve al verso sea el propio movimiento sonoro del verso, que nos llevaría a las acrobacias de Mallarmé y sus homólogos austríacos, y en general a la poesía modernista. El problema empieza cuando ese lenguaje cinematográfico trata de acompañar a todo y en todo; o como dice Hofmannstahl, “sufrir por todas las cosas, y gozar sufriéndolas. Este sufrir-guión-gozar es el contenido todo de su vida. Sufre para sentirlo tanto, sufre por el individuo como por la masa, por su singularidad como por las relaciones con otros, por lo alto y por lo bajo, lo sublime y lo vulgar”… puntos suspensivos, por delante y por detrás… se supone que siguen varios atributos más. Como diría Sancho Panza, ¿cuántos más? Cuando aquello de lo que se habla es el poder ser o el querer decir algo más, ¿qué palabra o qué ser no lo anunciarían?¿Qué escena berlinesa no rendirá, además, esa plusvalía de sentido para quien administre el fetiche, “la gran ciudad”?¿Qué palabra o qué gesto en Alemania no anunciará además que “lo alemán” queda por decir y por hacer, sigue faltando, alguien lo habrá robado, puntos suspensivos? … ¿Qué grafo cinético no anunciara además la potencia inagotable de la cinematografía? ¿Cómo se acaba una película o un discurso que muestre en su hechura lo que, según dice en su contenido, no tiene fin? ¿Cuándo, una melodía de Vagner, un psicoanálisis, un discurso de Hitler o de Fidel Castro? Y cuando ser noticia, que le pregunten a Leticia, es cualquier cosa que saque el telediario ¿cuándo se acaba un telediario? ¿O cuándo, sin ir más lejos, esta conferencia? Puntos suspensivos… De ese Lenguaje total, como del Cine total o el Estado total, “no se puede excluir cosa alguna…” dice Hofmannstahl, en lo que seguramente estarían de acuerdo paparazzi y familiares de la Inquisición… “visto desde la posición de la vida…todo está por todas partes, todo está en la ronda”… pero unos más y otros menos, que diría Panza. Puesto que ese cinematós continuo se recoge en grafos discontinuos, se escribe por partes, se imprime por bloques, y es propiedad del autor. Siguiendo con don Hugo, “la esencia de nuestra época es la ambigüedad y la indeterminación. Sólo puede descansar sobre lo que se desliza, y es consciente de que tal es aquello que otras generaciones consideraban firme”. Por ejemplo, otras épocas consideraban firme la firma, y los derechos de Hofmannstahl sobre esta cita. A los que no renunció, pese a que el yo es una ilusión de permanencia y todo está en todo: como por ejemplo los derechos de propiedad de un negocio de ultramarinos se deslizan de las manos del vecino judío a las mías en el deslizante seno de “lo alemán”, donde todo cabe. Y ya puestos a un lenguaje que haga lo que diga y diga lo que haga, puestos a oficiar una mención sagrada o sacra-mentum, en la representación de “Electra” Hofmanstahl proponía el

sacrificio de un toro vivo en cada función. No es difícil ver adonde lleva esa confusión periodística según la cual la palabra “sangre”, para tener sentido pleno, debe escribirse con sangre: siendo, eso sí, la palabra del reportaje mía, y la sangre, ajena. O una polis tuya, y la sinfonía política, mía. Decía Walter Benjamin que el fascismo empieza en esa “estetización de la polis” que hace de todo sentido común, a la vez, acontecimiento para unos sentidos particulares; o viceversa, haciendo indecidible qué es público y qué privado. Yo diría, matizando, que empieza y acaba en ese hacer indecidible la dirección de lectura de la ecuación “mundo = obra de arte”: pues no es lo mismo hacer del mundo una película que hacerse de una película un mundo. O por hacerlo más visual y cinematográfico, que el fascismo empieza y acaba en convertir el signo igual de esa ecuación en un guión doble y ambivalente, con sentidos de lectura opuestos y simultáneos cuya indecibilidad abre el espacio de la arbitrariedad, eso que llamaron algunos “el acto gratuito” y tan caro suele salir; habitualmente, a otros. Así, esta solución al tajo platónico entre la mudanza continua y las formas perdurables zanja el abismo de la contradicción con un guión; eso sí, de rodaje inacabable como unos puntos suspensivos, y final arbitrario como una sentencia sumaria. El guión de una transición perpetua donde ya pueden coexistir en el mismo formato lo alto y lo bajo, un pelotazo memorable con mil muertes olvidadas, que todo mostrará lo mismo, a saber, que la ciudad global es global, y que el formato noticia lo puede todo. Una solución que si yo fuera periodista llamaría tecno-artística, solo que desde hace siglos se llama retórica, técnica general de montaje para hacer símbolo cualquier cosa, y que anuncie y quiera decir … puntos suspensivos… mucho más de lo que parece, pero apareciendo. Una solución que hasta hoy supone que se puede salvar la distancia entre polis y ciudadano, representación compartida y sensación singular, a base de movida y transición, de prisas primero y matices para luego. Como si corriendo más se pudiera pillar desprevenido al punto en que se juntan las paralelas del signo igual. Como si debiéramos creer que el periodista, de haber podido estar en Borodino, habría escrito Guerra y Paz, sólo que se lo impidieron dificultades técnicas. O que el buen tendero alemán, de no impedírselo el tratado de Versalles y su vecino judío, habría escrito empuñando garrido su salchicha la epopeya de los Nibelungos. Y enseguida, aparece quien ofrece salvar la distancia desde la prosa diaria de una ciudad a la epopeya memorable de la Urbe imperial; o viceversa, del significado Imperio al espacio que lo signifique, a base de velocidad: eso que llamaron guerra relámpago, aunque más propio habría sido “guerra flash” o “guerra instantánea”. Pero lo hicieron periodistas y no les pediremos más: periodistas de los hechos, como llamó Kraus a los nazis, que no hacen sino escribir directamente la noticia con sangre ajena, consumando así la ilógica de ese lenguaje-acontecimiento: que un discurso mate, que un cuerpo sea a la vez argumento o anuncio, es una forma de alcanzar el “riguroso directo” y la simultaneidad cinemato-gráfica que se llama poder. O al menos de simularlo.

Recordarán el comentario de un británico acerca de Hitler: si le hubieran dejado entrar en la Academia de Bellas Artes de Viena, habría edificado simulacros de ruinas en parques neorrománticos en lugar de sembrar Europa de ruinas reales. El mito de lo tornadizo no marca sólo a la literatura, se extiende desde los ondulantes perfiles de la mujer fatal a las formas escurridizas de la arquitectura modernista, y luego al fascinante “desarrollo espiral del espacio arquitéctonico” del futurismo, creo que se decía así. Y ahí, la solución retórica se llama kitsch. Sólo recordaré aquí la polémica en torno a la obra de Adolf Loos con un aforismo de Karl Kraus al que tengo especial cariño: “Adolf Loos y yo no hemos hecho otra cosa que recordar, él literalmente y yo en las letras, la diferencia entre una urna y un orinal. Los demás se dividen entre quienes usan los orinales como urnas y quienes usan las urnas como orinales”. Dar figura a los que se cagan en las urnas o comen de ellas no es difícil, ni entonces ni ahora; en cuanto a la inversa, recuérdese quién insistía en Viena en escrutar el destino del adulto en los orinales de su fase anal, o en los anales de su fase orinal. Sustituyamos urna por obra de arte y expresión de valores, y orinal, por obra funcional y criterios de utilidad, y tenemos una reedición de la tajante separación kantiana entre hechos y valores, que se concreta en aquella afirmación de Loos de que en Arquitectura sólo hay dos cosas que sean arte, la tumba y el monumento. En lo demás, la mezcla urnorinal a manivela desemboca en lo que se suele llamar kitsch, que mejor sería llamar pacotilla, y en eso convierte tanto urnas como orinales, el arte y la técnica, las dos partes que pretende reunir en símbolo milagroso, como la retórica de rotativa arruina lo mismo las utilidades informativas que las superfluas bellezas del hablar. Pero no privarse de nada es cosa pública y muy extendida. Como dice un ibero entendido, “Nada más erróneo que identificar el kitsch con unos años, unas gentes, una nación (…) el kitsch es el background de toda la historia occidental de producción de imágenes y conceptos (…) su protagonista de los últimos doscientos cincuenta años. Y el orden propugnado por el nazismo significa simplemente uno de sus períodos de máximo esplendor”. Cita ésta donde yo sólo señalaría la curiosa inserción del inglés background, como frontispicio griego, en la arquitectura solariega del castellano. Bueno, y el hecho de que se escribió antes de que gastronomía y desfiles de modas ofrecieran el arquetipo de lo que quiere un país que ya tiene de todo cuando quiere tener además, como los ricos, algo que añorar y echar en falta: sensibilidad pero útil, memoria, pero presente, una obra de arte pero que de paso alimente y abrigue; y si a la vez la belleza rinde placeres o intereses a plazo fijo, miel sobre hojuelas de roble. El necesario mestizaje. Visto así, la solución kitsch cuadraría no sólo al Imperio alemán segundo o tercero, sino también al primero, ése que llegó hasta América, y a cualquier imperio que en el mundo ha sido: el espacio del imperio se ofrece también como historia, pero acabada, pero historia, pero disponible… puntos suspensivos… Como en una fachada de 1908, o será el 2008, estilos y almas que para otros son maneras de hacer, ver y decir, se ofrecen hechos, vistas y dichos pintorescos, a la mirada paseante del turista, para que pueda cambiar de pasados como de lugar, y montar unas memorias recombinables como CDs o souvenirs de

pacotilla. A empezar, claro está, por una ciudad o un perfil propio convertidos en simbólica Urbe, memorables por todas partes aunque en ninguna recordados; pues la primera víctima de la Urbe siempre es Roma, y del estético perfil de César, Cayo Julio: hacerse uno estético simulacro, tenerse por material recombinable de montaje para ser, en potencia, cualquiera, es el preparatorio inexcusable de una persona o una polis para aplicar luego ese metro o ese formato al mundo entero. Exactamente como formas de hablar o habitar quedan a disposición del periodista o el arquitecto por lo que tienen de común, en esos fetiches llamados “el estilo” o “la ciudad”, imaginarios territorios comunes que fundan su imperio; como quedan formas de soñarse a disposición del antropólogo, en figura de “la cultura”, o de vivirse a disposición del psicólogo en figura de “el alma”, o como… puntos suspensivos… pues imperio consiste justamente en una comunidad de formato en lo universal, con absoluta indiferencia hacia lo montado: en el formato de los puntos suspensivos y el guión perpetuo. Se le puede llamar kitsch y hablar del Reich, claro. Pero estando donde estamos conviene recordar que la liturgia fascista nace en las zonas de habla alemana y tradición católica e imperial. Y en un país que haya sido imperio y católico es fácil reconocer el modelo de palabra-acontecimiento, de sacramención, en la liturgia del Verbo católico, que es el hablar como posibilidad infinita encarnado a la vez en una figura finita de poder indefinido: un YesúChristós-Redemptor, judeo-greco-rromano, tan kitsch como una fachada de 1914. Una figura que es la hostia, literal y figuradamente hablando, prototipo de urna que es orinal o de vino que es sangre: donde lo kitsch no es el respetable misterio de la transusbstanciación, en que bien se puede creer, sino su puntual reedición y reproducción en lugar, modo y especies señaladas. Que es como decir, en fin, que el milagro a manivela, o el encuentro vagabundo al azar con hora fija, no lo inventaron el kitsch ni la rotativa, y que su necesaria conexión con el imperio sería mejor reconocible en otras formas, en ciertos países y polis, de no haber hecho de su memoria souvenirs de pacotilla como los que adornan una fachada de Pérez Reverte o de Almodóvar, a cambio de entrar en el formato metropolitano y la sinfonía imperial. Este ejemplo divino (a la vez que humano, eso sí), me da pie para acabar con un par de observaciones sobre el montaje, esta vez con palabras procedentes del viejo imperio latino y no del Reich. Arte viene del latín ars artis, que procede del griego areté. Palabra que suele traducirse por virtud, siendo así que significa “virtualidad”en el sentido de disponibilidad, disposición para algo. Las virtudes de algo, aquello para lo que está disponible pongamos una imagen en un montaje, le vienen de su modo de estar dispuesta. Diríamos que su areté, sus virtudes, le vienen de su arti-culación, que es lo que significa ars, artis: una cierta disposición que a su vez dispone a muchas otras cosas, a diferencia de la utilidad única de la herramienta técnica; y así, infunde virtud y virtualidad en lo dispuesto, le infunde un poder: poder ser otros. Bien, pues otra manera de decir en latín articulación es dispositio. La dispositio, o el montaje, es parte esencial de la retórica desde sus orígenes. Pero también podríamos usar el verbo perire de donde viene el peritum, el que sabe

de las debidas disposiciones, y dispositio se podría decir entonces con una palabra que sin duda les suena: im-perium. Podríamos decir que Nebrija se equivocó, y la escudera del imperium no es la Gramática sino la Retórica, el kitsch, o Pérez Reverte. A la mirada vagabunda de una lengua latina que ya se quedó sin imperio por el que pasear disponiendo, cuando se habla de “montaje”, “arte”, “disposición” o “imperio” se habla de esa mirada paseante, y de lo que ocurre cuando en su prisa quiere simular un vagabundeo de siglos en media hora libre: resulta esa mirada de turista o invasor perpetuo a la que ciudades y culturas, almas y estilos, lenguas y maneras de hacer se le ofrecen hechos con que decorar su presente de pacotilla, como marcas insinuantes de sucesiones y memorias de todos los tiempos simultáneamente a su disposición, para su montaje, bajo su imperio. Se llama esta película “montaje-documental”. El “montaje” caracteriza el paso del cine de técnica a arte, de útil orinal reproductivo del orden del mundo a expresiva urna donde depositar otros órdenes y otros mundos, inútiles al presente y por eso muertos o no nacidos. Si el sentido depende del montaje, cualquier orden nuevo es posible, digamos un nuevo imperio, otro montaje del mapa. Pero “documental”, por otra parte, significa un orden encontrado cuyo valor está en no ser manipulado ni montado, pongamos tradiciones, naciones y territorio. Problemática relación que no se limita al arte, pues por ejemplo en ciencia un montaje teórico se legitima por el carácter documental de sus observaciones, que a su vez sólo son legibles en virtud de un montaje teórico que realza unos sentidos y silencia otros. Claro que en lugar de afrontar esa tensión de nuevo y distinta a cada paso se puede también inventar alguna técnica general que entienda digamos de “el método”, o de ”el guión”. Y el abismo que ha de salvar cada vez cada guión entre movimiento y formas perdurables queda salvado de una vez por todas con un paradójico Guión de guiones, que naturalmente se incluye y se escribe a sí mismo. Y despues de tanta palabra con guión, hablemos de la palabra “guión”. Por ejemplo, en este que llaman “montaje-guión-documental”. También el alcalde de mi pueblo acaba de calificar mi casa como urbanizada-no urbanizable, y tampoco me entendió cuando le dije que eso era teología. Así que en el “montaje.guión.documental”, como en cualquiera de esos simpáticos fetiches verbales, el poder no reside en ninguna de las partes, sino en el doble sentido del Guión y su arbitraria lectura. Guión, curioso término que en castellano, además del libreto de una película, es aumentativo de Guía, que en italiano, qué afortunado azar, se dice Duce, y Führer en alemán. De manera que en términos cinemato-políticos, quizás pudiéramos decir que el fascismo es la imposible película titulada “El rodaje del Guión o viceversa”, esa prodigiosa coincidencia de azar e intención, de documento y montaje que fascina al espectador. Háganme un favor: si no antes, a partir del acto tercero miren a ver cuándo aparece una escena que les hace preguntarse ¿esto no está preparado?... ¿no es un simulacro de azar? A mí me ocurrió con un par de escenas que, además, reanudan por su contenido la imaginería expresionista: la pelea y la puta, o la Guerra y la Bella Desconocida, que es más estético. Y recuerden al

verlas esta pregunta: ¿pueden decidir si esas escenas son encontradas al azar de la mirada paseante, o alguna acción planeada les ha echado una ayudita? Y si se instala esa sospecha de que el montaje invade al documento, ¿dónde se detendrá? ¿No se extiende peligrosamente a la totalidad, arrancándole de pronto la fascinación del paseo al azar? ¿No será todo un simulacro, como ciertas batallas del frente ruso celebradas para la cámara?¿Y ese suicidio con primer plano incluido de ojos desorbitados?, ¡menuda suerte que el rodaje paseante se lo topara! ¿no es un azar tan afortunado como que Alemania encontrara a su Guía, que digo, su Guión, en el momento preciso, justo antes de la tormenta? ¿Cómo que la noticia siempre esté por azar donde está un periodista? ¡Que fascinantes coincidencias de azar-guión-necesidad! Son como para dejar en trance, o en transición perpetua. Justo el efecto de toda retórica, cautivar, atar y religar por ese poder de conjurar el discurrir de los tiempos en un solo discurso. Pues fascinar es atar eso que en italiano se llama fascio, y en castellano, un haz. Pero haz en castellano puede ser dos cosas: como sustantivo, una gavilla de espigas o de imágenes, una multitud de hechos, pero ésteriles y mudos, que reune y dispone un mismo imperio sustantivo, el de la “hazión”; pero haz es también imperativo de hacer, imperativo y no imperio, verbo, y no sustantivo. Una atadura de virtud, virtual y no factual, con lo que no es otro hecho ni otro dicho, sino el estar por hacer y por decir de algo, siempre de algo: de esta parra, de ese rincón, de una ciudad o unas vidas. Pero sobre todo, hay una cosa que “haz” no puede ser en castellano por principios, lo impide la Gramática en la frase: las dos cosas al mismo tiempo. Salvo quizás, a veces, por azar, en algún verso. Y con esta tontería les dejo que se fascinen a gusto con esta sinfonía, pero visual, de una ciudad grande, pero la gran ciudad. * MUDANZA ¿Qué orden nuevo anuncia esta mirada paseante? ¿El azar a la ventura? ¿O su simulacro con rebobinado de seguridad? Hace tiempo tuve que traducir para una editorial muy paseante y muy mirada un texto de Nietzsche. Yo había propuesto dos títulos, el mío, que ya me figuraba inaceptable, y una traducción de compromiso. El mío era “El vándalo y su sombra”, el de compromiso, “El vagabundo y su sombra”. El término alemán es Wandler, emparentado con “viento” y con “plegarse” a una fuerza externa, y aquí designa al que se pliega o anda hacia donde le lleve el viento. Y ahora me inventaré una historia: allá por el siglo II llegan a las fronteras de la gran urbe, el imperio romano medida de todas las cosas, unos seres en pateras, digo en carretas, a quienes los aduaneros echan el alto y piden que se identifiquen. Pues bien, ellos respondieron diciendo lo que hacían, “Wandler”, “vandala”, pero el oído latino entendió que decían lo que eran, “vándalos”, todavía no vandaluces, a falta de que el azar de su vandalear les regalase una Vandalucía. Como en el caso del castellano “al-arabia”, forma de hablar de unos que para otros significa ruido

sin sentido, ese equívoco del “vándalo” vagabundo en el imperio resume a mi ver la historia humana. Claro que finalmente el libro salió con el título … “El paseante y su sombra”. Es de suponer que también en Roma, la gran urbe, había paseantes. Pasear es como si vagabundearas por un parque, que es como si fuera la naturaleza, en los ratos de ocio, que son horas como sin hora. El paseante es al vagabundo como el parque a la naturaleza, o como una naumaquía a una batalla naval, o como los rizos cuidadosamente despeinados al desmelene, o como el símil a la metáfora, un salto a la aventura pero con guía, o con guión, un encuentro de dos pero con celestina que lo garantice: simulacro del azar, calculado para que no falle, que hay prisa. Quizás podria decir que el paseante es al vagabundo lo que el simulacro a la obra de arte, o el fascismo a la aventura: un oximoron tan imposible como una excursión a la selva virgen con guía experto. Pues en ése como en otros asuntos todos sabemos que, si es virgen, no hay guía, y si hay guía, no hay virgen. Pero la fascinación sigue funcionando. De todos modos, como hay prisa, digamos que el paseante es un vagabundo con prisa, y para acabar lo inacabable hablaré de prisa, de la prisa moderna. Hace tiempo me ocurrió también tener que responder con prisa, la que me metían, a la pregunta qué es para usted el fascismo, e inspirado por la situación como un auténtico Guía me vino a la cabeza decir que es “prosa con prisa por poseer poesía”. De entrada, claro, porque poseer en un solo término y de una vez por todas “el Movimiento” es muy tentador para gente con prisa por ir al grano, que es eso que tanto gusta a los cuadrúpedos rumiantes para hacerlo mierda. Esto es una cita de la Tercera Noche de Walpurgis de Karl Kraus: “Toda la revolución de la lengua, toda la ganancia de tiempo y espacio con abreviaturas que nos ha deparado espectros fonéticos como Hapag y Wipag, Afeb y Gesibam, Kadeuve y Decauve (…) hacen que uno ya no sepa qué es más ominoso, si irritar a la NSBO o someterse al DHV, y bien podría ser que el fatídico Upharsin que anuncia todo esto fuera una película de la METUFA. Desde que hay algo como SA y SS, no nos queda sino mandar un SOS a los USA.” A mi juicio, la mejor caracterización del fascismo es la que aquí hace Karl Kraus, la imposición de una forma de hablar: hablar con prisa (que por cierto son las siglas de quien aquí da voz al País). Imposición de una taquigrafía del movimiento, de la vida reducida al gesto, de la urgencia que no hay simulada por la prisa al anunciarla, cuya quintaesencia es la sigla comercial o política. Las siglas son simulacro con prisa de los siglos, de la destilación poética que condensa en unas pocas letras mucho ser. Prosa con prisa, porque la prosaica sucesión del renglón o la película histórica, de actos y palabras, corre cada vez más por abarcar la página o la pantalla del mundo, de una vez y de una voz por todas, en un fetiche que sigue siendo, a la vez, una vez y una voz. ¿Cuántas bodas del siglo, partidos del siglo o accidentes del siglo recuerdan haber visto durante su vida? Así, el fascismo del que hablan los historiadores es un primer ensayo de lo que hoy vivimos como dictadura del

suceso memorable, del acontecimiento-guión-memoria en que el guión o el programa que une presente e historia se ha hecho electrónicamente meteórico, y del génesis al apocalipsis no hay más que un doble clic, que por cierto es el mismo ruido de un percutor al montarse. Aunque estando donde estamos, también podría hablarse de canonización instantánea de unos pasos dados en pasos procesionales, en iconos que hoy se fabrican, distribuyen y consumen en unos segundos. Iconos de usar y tirar, religiones instantáneas, religazones con la gran ciudad global, eso que en griego se decía católico. Imposición de una forma icónica de hablar, de un Verbum Perfectum que en inglés es Word Perfect, de un texto ecuménico, en inglés world wide web, por supuesto global, tan global como esas cosas que se estiran y se estiran y puestas en el sitio adecuado aseguran la esterilidad, por supuesto global, eso que en griego se decía católico. Pero viene la segunda parte, y es que, según contestaba aquello, con la prisa me salió una atinadísima errata, un azar azaroso de lengua vagabunda. Yo quería decir “prosa con prisa por poseer poesía”, pero con la prisa, dije “poseía”. Y justo eso es lo que trae la prisa por alcanzar el presente: que por poseer… poseía. Porque no pese a su prisa, sino precisamente por ella, el fascismo siempre llega tarde a la aventura del presente, y sólo le queda hacer de él inminencia perpetua, expectación y efemérides constante, un continuo momento cumbre pero en ciernes; no hacer un presente, que es regalo en castellano, sino poseerlo hecho, poseerlo como pasado recién ido o futuro inminente. Y así, por poseer, … poseía. Un pretérito imperfecto que promete enmendar, el del érase una vez recién perdida o a punto de recuperarse. Érase una vez… ¿una gran ciudad?, no: la gran ciudad. Y se acabó el cuento, y empieza el símbolo grandioso y el momento memorable. Por eso la prosa con prisa por poseer poesía, eso mágico que reúne contrarios y cancela la historia, en una carísima errata sólo logra un “poseía, pero me lo robaron”, “poseía, pero recobraré”. Una perpetuación de la carencia, una inquietud sin objeto convertida en objeto inquieto, en la movida y el movimiento y la transición perpetua… ¿Qué es el fascismo? Chaplin lo sabía mejor aún en Tiempos modernos que en El Dictador: prisa organizada, arrrebato calculado, simulacro de pasión y negocio del ocio; impaciencia de paciente que por no esperar más simula el sueño o el lapsus o el azar hermoso, y en lugar de poesía obtiene su simulacro: Ello, Eso, Lo que poseía, Lo que perdió, Lo que recobrará, en fetiches, eso sí, con crédito y valor de cambio asegurado por la pertenencia al correspondiente “ Movimiento”. Cuando lo único que hace del símbolo poético es dejar tal reunión a la aventura verdadera, al azar vagabundo de los pasos y las mudanzas, por ejemplo, de Munich a Berlín, o de niño en viejo, o de mí en ti: palabra poética, vagabunda y no paseante, azar azaroso y no delimitado en el horario y el plano de la gran ciudad, es aquella que elimina toda alusión a su propio valer como palabra, como símbolo, como polis y espacio de reunión; es aquélla que se despoja y calla de sí misma hasta hacerse azar sonoro, arriesgándose a ser naturaleza y no polis, desvarío y ruido sin sentido, vándala algarabía reducida a cosa y mundo sin nada que le asegure sentido a su movimiento, y menos que

nada, ser parte de “el Movimiento” y lucir sus insignes insignias… porque si entonces otro se reconoce en el suyo, y por reconocerse lo convierte en palabra y en historia, se acabó la sospecha y la paranoia, habrá semejantes y no simulacros, y habrá mostrado, produciéndolo esa vez sin retorno, lo que otros discursos con prisa pretenden aferrar de una vez por todas. Érase una vez… un cineasta pobre que se hallaba en Munich. El mismo año en que se rodaba la Sinfonía de una gran ciudad, recibió una oferta de trabajo en Berlín, pero tan pobre era que ni para el billete tenía. Cogió su cámara y su último rollo, y se fue andando, mirando por el camino. Y así, les dejo con esta mudanza en que Berlín también está presente, sí, pero del único modo en que puede estar una ciudad de semejantes en un vagabundeo solitario: como Itaca en una Odisea, o como Vandalucía en el vagar del vándalo. Muchas gracias. *

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