Story Transcript
Plagio
Andrea Tutor
Vals para Karla
Edición ilustra
I
Plagio
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A todos los que aman en silencio
II
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Plagio
En Viena hay cuatro espejos, donde juegan tu boca y los ecos. Hay una muerte para piano, un hombro donde solloza la muerte. Hay un salón con diez ventanas. ¡Ay, ay, ay, ay! Toma este vals, este vals que se muere en mis brazos.
¡Ay, ay, ay, ay! Toma este vals, este vals del “Te quiero siempre” En Viena bailaré contigo con un disfraz que tenga cabeza de río. Dejaré mi boca entre tus piernas y en las ondas de tu andar quiero, amor mío, amor mío, dejar violín y sepulcro, las cintas del vals.
Reconstruido con fragmentos del “Pequeño vals vienés” de Federico García Lorca.
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Plagio Encuentro en el Ámsterdam
¿Dónde está la novia esperada? ¿Dónde está la siempre amada? La que conquistó en una década, paso a paso, la mitad de mi cama, quien es dueña de la alborada; la que hace brotar rosas en el fondo de mi alma. Dígame, Señora, ¿hasta cuándo habré de esperarle?
Del poema “Viento del Norte” de la Autora.
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e vestía con esmero y elegancia, retocaba el maquillaje, una y otra vez, aquel maquillaje casi imperceptible, que realzaba la perfección de sus
rasgos. Hoy tendría una cita inesperada con una escritora, que ya gozaba de un buen prestigio en el mundo literario y contaba con la preferencia de los lectores. Sí, para llegar a ese restaurante necesitaría unos cincuenta minutos. No sabía qué hacer, pues la invitación no era explícita en el sentido de si podía o no llevar acompañante. Su marido insistía en ir; ella pensaba, que no sería adecuado. Además, esa cita era muy importante por muchas, muchísimas razones, aunque sólo le expusiese a él, que su interés era estrictamente literario, ya que Frank conocía sus aspiraciones, no realizadas, de convertirse en escritora. En la mañana, una personalidad de las letras le había enviado
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Plagio esa tarjeta, en la que le rogaba aceptar su invitación; una tarjeta escrita desde la frialdad de un ordenador. “Al fin y al cabo, era una desconocida, pero quién le habría hablado de mí. Por qué tendría interés en conocerme. De algún modo aquella escritora, a diferencia de la mayoría, no salía retratada en sus libros, ni siquiera podría identificarle, solo le conocía por su obra. Por otra parte, eran sus almas tan afines con independencia de la diferencia idiomática e, incluso, de idiosincrasias. Sus libros la habían hecho reflexionar, mirarse por dentro, verse a través de otros ojos; unos ojos que le recordaban a una persona muy querida” –pensaba, mientras acababa de arreglarse. Estaba ansiosa. El auto se detiene ante la entrada principal del lujoso y recién construido restaurante “Ámsterdam”. El portero abre la portezuela del coche con una sonrisa amable y Karla desciende con toda su belleza envuelta en un magnífico vestido negro, que le hace lucir más pálida y resalta su hermosísimo rostro. Nadie diría que pasa los cuarenta, a pesar de esa elegancia segura, sólida, que solo es posible alcanzar con el paso de los años. Un mozo se acerca al chofer, “Señor,...”, la frase queda suspendida en el aire por la brusquedad de la interrupción, “¡NO!, yo mismo llevaré el coche. De todas formas gracias –y a la esposa–. Te esperaré, querida”. Al entrar al salón, el Capitán del restaurante le dirige una mirada solícita, al tiempo que, "Madame, ¿en qué puedo servirle?”. Karla le extiende la invitación y él le pide, que tenga la amabilidad de seguirle. Caminan en dirección a una mesa ubicada al fondo del local, en que una mujer sentada de espaldas fuma abstraída de cuanto le rodea, sin perturbarle la mirada incisiva, que se aproxima, clavada en su nuca. De nuevo siente una gran inquietud, “¿Bastará mi pobre Español para comunicarme con ella? ¿Será posible mantener una conversación en francés? Sí, el francés sería ideal, pues lo
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Plagio domino. Algunos se han atrevido a señalar, que lo hablo con perfección, pero ¿ella... también lo hablaría?”. Y de pronto: - ¡Dios mío! ¡Eres tú! –exclamó Karla en Ruso. Se incorpora sonriente Carolina, como quien ha hecho una graciosa maldad, y con los brazos extendidos apunta, “Sí, amiga mía, soy yo, quién esta vez ha venido a ti”. Se funden en un abrazo las dos amigas, amigas de siempre, amigas desde su época de estudiantes. Tras contemplarse mutuamente por un instante, Karla, mirándola a los ojos, le dice: - Recibí tu carta. - ¿Cuál de ellas? –pregunta con simulada indiferencia. - La no enviada –se abre una pausa, se miran en silencio, Karla continúa–. No en balde, sentía como si fueses tú quien me escribía. Era como si fuese una carta dirigida a mí. Sí, era a mí. Era como si la autora hubiese estudiado, analizado mis problemas y tratase de ayudarme a comprender mis inquietudes, mis inhibiciones, mis... - Bueno, bueno –la interrumpe Carolina-. Ya en otro momento hablaremos sobre los libros y otras cuestiones. Hoy cenaremos juntas. No tengo mucho tiempo -y a modo de justificación, añade–, solamente estoy de paso por esta ciudad. Más exacto, sólo vine a cenar contigo y hacerte llegar un presente de forma personal. - ¿No irás a ver a los niños? - Al hombrecito y a la mujercita dirás -sonríe-. No, les veré en otra ocasión. En fin, ya no vivo tan lejos. Aunque no sabes dónde vivo, a veces en ninguna parte. En los últimos tiempos he estado en movimiento de un lugar a otro. Más de tu gusto que del mío este correr por la vida. - ¿Sabes? - ¿Hum...?
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Plagio - Frank está en el auto. Él insistió en acompañarme, pues cenaría con una persona desconocida. ¡Qué ironía!, ¿verdad? - Pues toma el teléfono y llámalo. Dile, que si lo desea puede cenar o si no yo te enviaré a casa por mis medios. Espera, antes quiero darte este regalo. Dentro está mi tarjeta de presentación y una nota. Te ruego, que lo abras después de haberme marchado, cuando estés a solas. No, no lo llames. Es mejor que... Ahora ten la amabilidad de acompañarme, quiero mostrarte algo y, así de paso, saludo a Frank y lo invito personalmente a cenar. Eso otro échalo en la cartera, por favor. Ambas amigas avanzan sonrientes, una al lado de la otra, en dirección a Frank, que miraba a Carolina, cual si viese a un fantasma resucitado. Le dio terror, sintió como si la tierra se abriese bajo sus plantas. Esa seguridad de ella siempre le había molestado y en este momento se le hacía insoportable. Con una mueca más que una sonrisa, le tiende la mano, “¡Vaya, esto, sí, es una sorpresa!”, a lo que replica Carolina con sarcasmo, “Supongo, que sea agradable, ¿no?”. Toma a Karla del brazo y le pasa el otro a Frank por los hombros, “Veamos, que aquí hay un regalo para mi única y gran amiga –dijo remarcando las palabras-. La única persona que ha tenido el coraje de soportarme tantos años, a pesar que formalmente no soy de la familia... Es aquel, el de las cintas”. Al mismo tiempo, hace bailar un llavero dorado ante los ojos desorbitados de su amiga. Karla no da crédito a lo que ven sus ojos, palidece; está extremadamente pálida. “¡Tú estás loca!” –dice al abrazar a su amiga y la levanta del suelo, como en otros tiempos tras largas separaciones; le toma de la mano y ya junto al automóvil ve, que en el asiento del conductor yace un ramo de gladiolos del mismo color, igual que aquel con que la había esperado hacía veinticinco años, al regreso de unas vacaciones. No pudo contenerse y le besó la boca; era la tercera vez en toda su larga amistad, que la besaba en la boca, mas este beso le pareció a Carolina, que
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Plagio no había sido fugaz, robado; en él había algo diferente, había cierta seguridad, ausente en otros tiempos. Frank observaba la escena petrificado, como clavado al asfalto, mudo. Había perdido. Sentía, que ella había venido a buscar lo suyo, a quien él había retenido por tantos años, aún consciente de que no le pertenecía y nunca se le había entregado plenamente. Así pensaba él, y con relación a este asunto, prefería mencionarlo de esa forma ambigua; desde el comienzo nunca había podido estar seguro de la decisión de su esposa; hasta el presente la obligación ante los hijos había inclinado la balanza a su favor. No obstante, los hijos ya estaban grandes, eran adultos y, en la práctica, hacían vida independiente. Reaccionó y dijo: - Creo, que es mejor que me vaya, pues ustedes dos tendrán muchas cosas de qué hablar. Ya sé, que Karla no está con nadie desconocido -al tiempo que pensaba: “Lo hubiese preferido”, y en voz alta–. Aquí yo sólo sería la quinta rueda. Tal vez, siempre haya sido la quinta rueda. Sí, la de repuesto. - No es preciso, que te vayas. Vamos, nos tomaremos un trago y yo les invito a que se queden a cenar ustedes. A fin de cuentas, invité a cenar a Karla y debe estar muerta de hambre. Yo no me quedaré. En unos minutos debo salir para el aeropuerto miró el reloj y en un tono más bajo prosiguió–. Ruego, me perdonen. Ni siquiera tengo tiempo para un trago. ¡Qué les aproveche! Hizo un gesto casi imperceptible con la mano; se aproximó a Karla, le besó la mejilla, la abrazó, le tomó de las manos y se las apretó con ternura. Abrazó a Frank y le susurró al oído, “Lo siento”. Subió a un Mercedes, que ya estaba junto a ellos y sin volver el rostro ni decir adiós en tono casi inaudible ordenó al conductor: “Vamos, por favor”.
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Plagio Los esposos se quedaron allí parados con las vistas fijas en las luces traseras del auto, que se alejaba, hasta que se confundieron con otras, que viajaban en la misma dirección. No tenían nada que decirse. Eran como dos extraños, como dos personas, que se veían por primera vez, aunque, en realidad, la comunicación jamás había sido su fuerte; les costaba hilar una conversación si no había una cuestión concreta que discutir, relacionada con los hijos o algún asunto específico del hogar. La esposa, de mente más rápida, reaccionó y le dijo, que sería mejor pasar al restaurante y cenar. Él la miró con ira y le contestó: - No, lo mejor es que cenes tú. Al fin y al cabo, tú fuiste la Estrella de la noche. Lo mejor es que yo me vaya en busca de un amigo a para beber unos tragos. No me esperes esta noche. No iré a casa. Ella le dio la espalda. Altiva y con pasos firmes entró a la edificación. Sentada a la mesa estaba ausente, su vida desfiló por su mente, cual relámpago. Acariciaba el llavero y, de vez en vez, miraba el pequeño paquete, en la cartera entreabierta, entre las espirales de humo, que se desprendían del cigarrillo, mientras se consumía entre la primera falange de los dedos índice y mayor de la mano izquierda. Solo lo llevaba a su boca muy de cuando en cuando al alzar la vista, la que se perdía entre los destellos de las cuentas de cristal de la lámpara del techo. Aún no se decidía a abrirlo, volaba su imaginación. En los momentos en que soñaba despierta vivía con mucha intensidad. Esa había sido su forma de sobrellevar la vida, una doble vida, una vida entre la fantasía y la realidad. Pasada la media noche subió a su nuevo coche, un BMW modelo Z8 ALPINA color gris metálico. Dio unas vueltas por la ciudad y enfiló hacia su espacioso y lujoso apartamento. El aire hacía flotar su cabello lacio, el que le acariciaba la cara y la nuca; su mano derecha, que antes sujeta la parte superior del volante con el brazo recto, se
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Plagio deslizó y acarició el asiento de piel del copiloto. Recordó otro momento allende los mares en que ese puesto era ocupado por Carolina; había transcurrido mucho tiempo, la juventud también había quedado en el pasado. Por primera vez, se alegraba de encontrar la casa vacía y, en tantos años, comenzaba a dejar de temerle a la soledad. Estaba sola y necesitaba su soledad para disfrutar el estado de éxtasis, en que le había sumido su encuentro con Carolina, Adriana o cómo quisiera hacerse llamar; lo importante era que había estado con ella. Había pasado tanto en los breves minutos de su cita, que requería tiempo para asimilarlo. Necesitaba pensar. Se acercó al equipo de sonido e insertó un cassette de boleros, que hacía algún tiempo, ella le había enviado. Puso la cafetera y volvió al salón. Allí mismo en el suelo, dejó caer el vestido, las alhajas y la ropa interior, las que al caer le producían una caricia llena de sensualidad, que ejercía en ella una sensación voluptuosa. Se sentía transportada a su otro mundo, al mundo de sus deseos, de sus sueños, al que solía llamar su fantasía. Se acostó en el diván, entornó los ojos y comenzó a acariciarse el cuerpo. Primero, rozó con delicadeza su rostro, su boca y su cuello. Siguió en dirección a los senos, donde se detuvo y le dedicó un poco más de caricias que de costumbre, luego, sus manos recorrieron el abdomen, el vientre y entraron al Monte de Venus. Tras algunos recorridos y escaramuzas por sus estribaciones siguieron rumbo a los muslos, unas veces con caricias suaves y otras con la ternura, que también puede encerrar cierto tipo de presión, fue encendiendo el cuerpo, hasta que, al fin, ayudada por su fuerte imaginación, se acostó sobre ella; apretó su clítoris contra el suyo... La palma de la mano, con movimientos circulares, frotaba una amplia zona de los genitales, pero necesitaba más, al tiempo que incrementaba la excitación. Fue cuando colocó su dedo mayor en el clítoris y sus vecinos cerraron con una ligera presión los labios superiores
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Plagio para así frotar el capuchón del clítoris. Con movimientos rítmicos, la fue penetrando, mientras le susurraba al oído la más dulce confesión de amor. Los movimientos, hacia delante y hacia atrás, fueron aumentando su aceleración, unidos a unos quejidos, que le salían del fondo del alma; llegó al frenesí. Sintió un calambre en uno de sus pies, toda la región glútea y las piernas experimentaron un espasmo, una contracción larga, mientras el vientre y todo su interior se contraían de forma reiterada. Temblaba y sudaba copiosamente. Esta grata excitación la hacía más agradable el pensamiento de que en algún lugar de este continente ella también le estaba haciendo el amor a distancia. Sentía cómo, poco a poco, su cuerpo se relajaba y le quedaba la placentera sensación de haber experimentado un orgasmo en toda su intensidad. Recordó la cafetera al llegarle el olor del aromático néctar. Había vuelto al mundo, a su submundo. Se incorporó despacio, se sirvió el café y le agregó crema; tomó la taza, encendió un cigarrillo y volvió al salón. Una vez ante el espejo, que la reflejaba de cuerpo entero, comprobó con satisfacción, que aún mantenía sus encantos corporales, la firmeza de sus músculos y piel. Entonces, pensó: “Sí, ella admira en extremo mi belleza, pero me mira más el alma. Ella me quiere toda, no sólo mi cuerpo. Para ella no soy un trofeo de caza, sino su otra mitad. Soy un ser humano íntegro, a quien ama, respeta y admira”. Se le hacía incuestionable la necesidad de meditar; tal vez, lo haría después del baño; su cuerpo se perdió entre la espuma en la bañadera. Volvió a experimentar el deseo de hacer el amor. Sí, esta vez sí eran deseos de hacer el amor... ese amor, al cual Karla se negaba a darle sexualidad en su consciente, que ahora le gritaba: “No puedo más, la amo. Es a quién más he amado y deseado toda mi vida. Carolina, te necesito”. Fue la primera ocasión, en que no se sintió insegura, tensa; había perdido la sensación de peligro que experimentaba en su proximidad, tanto física como mental. Ese era un “peligro” que ejercía una atracción casi irresistible en su presencia;
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Plagio era como el niño que acerca su manita a la llama de una cerilla, “Me he quemado”pensó. Esa idea ya no lograba deprimirla, ni le producía un sentimiento de culpabilidad; tampoco se sentía sucia. Al contrario, la había hecho feliz, libre. Había roto la malograda represión de este sentimiento y estaba feliz, muy feliz y se sentía pura. Buscó la cartera y extrajo el paquete, lo acarició durante unos minutos para dejarlo sobre la repisa frente a la cama. Se metió desnuda entre las sábanas de seda, que decidió estrenar para la ocasión. La frialdad y suavidad del material sobre su piel limpia y perfumada le devolvió esa voluptuosidad, que había experimentado con reiteración aquella noche. Se autosatisfizo hasta que, extenuada, se quedó dormida.
Despertó al mediodía. Había dormido tranquila y profundamente; para su asombro no se había despertado en toda la noche, ni aún en la mañana, a pesar de no haber tomado el acostumbrado somnífero. Se levantó. Volvió a coger el paquete envuelto en papel de regalo de la repisa y lo sacudió. Un sonido metálico salió de su interior; era como si más de una pieza de metal chocaran entre sí. Intuyó qué contenía, por lo que decidió esperar; consideró, que no había llegado el momento de abrirlo. Además, el contenido del paquete le incitaba la imaginación y la curiosidad, del mismo modo que cuando era más joven; cuando aún no se habían apagado las llamas del saber en su mente; cuando todavía tenía aspiraciones y no llevaba esa vida monótona, opaca, de cara a un público, que, de cierto modo, le era indiferente, pero para el cual debía actuar el rol de la Sra. Fischer; cuando la rutina no se había establecido en su vida, solo rota por las escasas salidas al teatro o a cenar con los amigos de su marido. Incluso, esas salidas estaban marcadas por la rutina, parecían estar cronometradas: los mismos días de la semana, los mismos amigos, los mismos lugares en un recorrido cíclico, hasta los mismos temas de conversación, tonos y gestos
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Plagio afectados. Eso la había ido obligando a refugiarse en imaginarios dolores de cabeza, jaquecas, y en cualquier otra excusa para quedarse en casa y aislar los aburridos encuentros, en los que su marido, por tener un pensamiento menos complejo, más llano y, en ocasiones, se le podría calificar de simple, se sentía tan a gusto; encuentros de los que a su regreso, ocasionalmente, le imponía un acto sexual para culminar la noche y dormir relajado, lanzándole al rostro su aliento etílico, pero y ella... No, hacía mucho tiempo que a él no le importaba cómo quedaba ella después de sus incursiones; él se dormía y en la mañana se levantaba con renovados bríos para continuar su carrera interminable tras un éxito económico, que se traducía en la acumulación de objetos o la renovación constante de éstos, en la imitación de hábitos y normas de vida, que le apartaban de su propio yo, que le restaban tiempo para estar consigo misma y para su realización personal. Nunca se sabría, si alguna vez llegaría a sentirse satisfecho en su acumulación de dinero, objetos y, por supuesto, de deudas; le obsesionaba el cambio de coche por otro de mejor marca o de un modelo más reciente. Entre otras cosas, el automóvil, que le obsequió Carolina, le debe haber causado gran envidia, para él iba a ser muy difícil soportar, que su esposa tuviese mejor coche. Ella recordaba, que cuando abandonó el pequeño coche de producción socialista por un Audi, se lo asignó a ella. Luego, al mejorar las condiciones económicas de la familia, se le compró a ella un Opel de un modelo barato, un Corsa. Pasados unos años, comenzó a sentirse incomodo dentro de “su viejo auto”, como él lo llamaba, y compró un nuevo juguete, esta vez, de fabricación francesa, un Citroën Xantia, el que un año atrás había cambiado por un modelo acabado de salir al mercado, un C5. Ella se conformó con su pequeño y manuable cochecito, en definitiva, estaba bien para una empleada de oficina. No quería seguir con esa línea de pensamiento. Se sentía muy bien para permitirse o conducirse a sí misma a una depresión. Entró en el baño sonriente, le dio
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Plagio los “buenos días” a la imagen, que le devolvía el espejo. Se duchó y sin prisa untó el body milk por todo su cuerpo. Se cepilló los dientes con una sonrisa. Hoy se veía bella, no podía dejar de sonreír. Se dio un masaje con crema para la cara. Se puso desodorante y con el eau de toilette Paloma Picasso perfumó su cuerpo. Recordó, que su primer Paloma Picasso se lo regaló, precisamente, Carolina en Ámsterdam. Envuelta en una bata de felpa, salió a la terraza a saborear, lo que debió haber sido su café matutino. Estaba absorta, con la vista perdida en el infinito. Se sintió observada y esa impresión condujo su mirada hacia un automóvil aparcado al otro lado de la calle. Disfrutó imaginar, que ella, preocupada por sus depresiones, hubiese decidido quedarse y observar a distancia su actitud. Ante ese presentimiento, se puso de pié, abrió su bata y ofreció a los amantes ojos de Carolina su beldad, su Venus sonriente y feliz. El Mercedes se puso en movimiento, Karla volvió a atar la bata y retornó a su café. Sonó el teléfono. - Fischer -contestó automáticamente. - Karla, te llamo para informarte, que al final de la tarde iré a casa. Tal vez, conversemos entonces. - ¿Dónde te quedaste anoche? - Con Ernst. - Pues quédate con él hasta que yo tenga tiempo para pensar, para disfrutar un poco la paz de mi soledad. Te enviaré alguna ropa. Yo te llamaré. Adiós. - ¿No estarás deprimida? - No seas absurdo. Colgó el teléfono con brusquedad. Éste volvió a romper el silencio. “¡Qué fastidio! Ese es Frank otra vez. Si sigue molestándome le conectaré el contestador” pensó, mientras alzaba el auricular.
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Plagio - Bien, ¿y, ahora, qué quieres? - Ante todo saludarte –se oyó del otro lado la voz pausada de Carolina–, oír tu voz. Sólo quiero oírte decir cómo estás de ánimos. - Discúlpame por la forma, en que salí al teléfono. No sabía, que eras tú. ¿Dónde estás? ¿Estás cerca? - No lejos, pero ya de camino a París. - Y yo pensé, que hace un momento tú... - Sí, superó a la contemplación de las más famosas obras de arte. Fue la suma de “Las Tres Gracias” de Raphael en una sola, con una sonrisa más expresiva que la de la “Mona Lisa” de Leonardo da Vinci. - ¿Por qué no subiste? - No te quiero molestar, ni presionar. Sé, que necesitas tiempo para reflexionar y estar contigo misma. Aún no has abierto el paquetico, ¿verdad? - No, es que... - Claro, hay muchas cuestiones que tienes que analizar. Hasta es posible o necesario, si así lo considerases, que me releas. En unos días estaré en casa, donde permaneceré por largo tiempo. Tengo que escribir. No se puede vivir de las glorias pasadas. De todas formas, para ti, estoy localizable las veinticuatro horas con independencia de dónde me encuentre. Tú tienes el número del móvil, ¿no? También puedes enviarme un e-mail. Un beso a los “niños”. Diles, que tante Carolina les espera en las vacaciones. Me voy más tranquila. Un beso. Antes de que le diese tiempo a prolongar la conversación, escuchó cómo cortaban la comunicación del otro lado. Saldría a caminar un poco y aprovecharía para hacer algunas compras en el
supermercado de la esquina
al retornar a casa. Aún le
producía excitación y un
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Plagio goce interno ir de compras. En su vida real, era la única actividad que movilizaba su cerebro, con excepción de la cocina, donde se convertía en una maga, una superdotada. La diversidad de formas y colores, de usos y valores, de posibilidades, tanto espaciales como monetarias, le obligaban a colocar y sopesar un conjunto de variantes; era como un juego de escenarios. Por otro lado, seguía siendo un reto a su buen gusto, el que ella necesitaba mostrar en cada compra, como vía de reafirmación, “Ciertamente, en los últimos años me he ido conformando con realizarme en tan pocas cosas y tan superfluas, cuando en realidad tengo capacidad para tantas, a las que he dedicado largos años de preparación. ¿Qué ha sido mi vida? ¿Qué he hecho de mis sueños, de mis aspiraciones? ¿La familia ha consumido aquel ímpetu de otros tiempos?”. Salió a la calle.
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