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:: portada :: Opinión :: 23-05-2010 Entrevista a David Viñas, escritor e historiador argentino, perteneciente al libro Por la izquierda, volumen II

El viaje de América Latina hacia sí misma Ernesto Sierra Rebelión

 ERNESTO SIERRA: Confieso que para mí es un tremendísimo honor y una tremenda sorpresa también, David, poder conocerte personalmente. Te he leído durante muchos años, creo que al igual que varias generaciones de cubanos y de mi generación, también de la gente más joven. De manera que, te repito, es un gran privilegio para mí y una sorpresa inolvidable en mi vida esta oportunidad de poder estar conversando contigo. Bueno, casi siempre cuando se genera este tipo de conversaciones hay algunas preguntas que suelen ser trilladas, pero que son necesarias. Y quisiera, poniendo un poco de orden en un inicio, preguntarte cómo nació tu vocación de escritor. Porque tengo entendido que tu formación inicial tuvo que ver, en cierta medida, con colegios de curas y colegios de militares. ¿Cómo llega David Viñas a la vocación literaria?

DAVID VIÑAS: Bueno... con curas y con militares, ¿sí? Fijate que en perspectiva del tiempo te podría decir, paradójicamente, que con los militares, entre los trece y los dieciocho años, yo me sentí más cómodo. Hablábamos hace un rato como se dice, off the record, del aprendizaje con curas de Fidel, con los jesuitas. Yo no voy a ser tan benévolo, porque no me eduqué con los jesuitas, si no con los salesianos y tengo que ser muy duro. El aprendizaje con los curas Salesianos de Don Bosco transcurrió durante nada menos que los años de la Guerra Civil española, del 36 al 39. Y, desdichadamente, si tuviera que hacer un balance de mi aprendizaje infantil con los curas salesianos, tendría que decir por lo menos dos cosas: que la mayoría de ellos estaban enfermos y no lo sabían; tenían una serie de características muy condicionadas por el contexto histórico que se estaba viviendo. La Argentina, para no abundar, durante los años de la guerra civil española, hizo todo un corrimiento hacia la derecha. Habría que decir de manera contradictoria, muy contradictoria, que yo por parte de mi madre venía de una familia rusa (y por entonces eran comunistas las hermanas mayores de mi madre). Yo tenía una prima por el lado de mi padre que nos llamaba los «primos congos», porque no estábamos bautizados, es decir, éramos como la barbarie. El eje del aprendizaje era convertir, a la mayoría de los alumnos de una escuela primaria de curas salesianos, en delatores. Fijate vos: era una educación muy perversa. Sí, esto hay que decirlo, refiriéndonos, como te decía, al contexto de ese momento: el colegio de curas salesianos estaba en la Provincia de Buenos Aires, no en la ciudad de Buenos Aires, sino en la provincia. Y había un gobernador que se llamaba Manuel Fresco que hacía escribir en todos los pizarrones que estaban en el colegio de curas: «Dios, patria, hogar». Y este gobernador de la Provincia de Buenos Aires, Don Manuel Fresco, entraba al colegio de curas, cuando hacía visitas al colegio, haciendo el saludo fascista: inolvidable.

Te cuento esto para contextuar el tipo de educación lamentable, por no decir siniestra, que estos padres salesianos distribuían entre aquellos chicos que tenían entre siete y trece años a lo sumo. Es decir, que ese aprendizaje con los curas condicionó, como te decía, un tipo de literatura muy conflictuada, y resuelta como tentativa, una literatura de conjuro y, te diría, de desquite. Era más bien lamentable el aprendizaje que se hacía en ese momento.

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E.S: Ya con esa vocación inicial clara y con esa brújula orientada hacia ese realismo, esa literatura de desquite, ¿ya eras consciente o no, o pasó con el tiempo, el encontrar en la tradición literaria argentina y latinoamericana algún referente, o sea, como se pregunta en otros términos más comunes: algunos padres literarios, alguna literatura anterior que te sirviera de asidero?

D. V: Había dos personas, dos escritores argentinos a los que tomábamos como referencia. No era Borges: Borges entonces era prácticamente un desconocido. Pero en ese momento, años cincuenta y tantos —ha pasado el tiempo—, eran dos figuras: Martínez Estrada en el terreno del ensayo, don Ezequiel Martínez Estrada —que, por intermedio de un cubano-argentino más que considerable que se llamaba Ernesto Guevara, vino a trabajar a La Habana. Es decir, la última etapa de don Ezequiel Martínez Estrada es un trabajo, un largo trabajo sobre Martí...

E.S.: Publicó muchísimo...

D.V.: Sí, tema sobre el cual podemos volver... Martínez Estrada como influencia, sobre todo en el campo del ensayo, y un escritor que ya había muerto, muy joven, que era Roberto Arlt, un outsider, un marginal —también Martínez Estrada era un marginal—, es decir, eran escritores que siempre estaban fuera de lugar dentro del panorama argentino. Martínez Estrada en el ensayo, en la novela Roberto Arlt. Sobre todo dos novelas fundamentales de Roberto Arlt: El juguete rabioso y Los siete locos. Esas eran las figuras referenciales que de manera muy polémica planteábamos en ese momento. Recuerdo entonces que cuando dedicamos un número especial sobre Roberto Arlt, un escritor de La Nación, es decir, un típico escritor del sistema, de la cosa canónica, nos dijo: «pero ¿cómo van a dedicar un número a Roberto Arlt que era un escritor de quiosco?» (es decir, un escritor popular). Este hombre de La Nación, desdichadamente para él, no tenía en cuenta que probablemente el libro más divulgado de la literatura argentina sea el Martín Fierro. El Martín Fierro cuando se publicó allá por 1870, estaba excluido de la literatura. No es que se leía: se lo escuchaba...

E.S.: Se recitaba.

D.V.: Se lo escuchaba, lo escuchaban los gauchos, que en su mayoría eran analfabetos; y en las pulperías de entonces se pedían ejemplares, y el pulpero les leía, como si fuera la radio o la televisión ahora, al grupo de gauchos que atendían y que repetían esta historia de un gaucho perseguido: Martín Fierro. Y te repito: el Martín Fierro siempre fue considerado, hasta mucho tiempo después, al margen de la literatura. Es decir, Roberto Arlt era un escritor de quiosco, el Martín Fierro en su época también era un escritor, si no de quiosco, de pulpería, pero estaba al margen del canon oficial.

E.S.: Y me haces pensar en otro personaje del siglo XIX —un poco por contraste—, si ese linaje literario del que provienes o el que más te interesa y que asistes en la Argentina, que es ese de carácter popular, digamos: el menos elitista, el no elitista; pero si pienso en José Hernández con Martín Fierro, pienso en una figura también de un peso innegable, pero de otras características, como Sarmiento, del cual has escrito.

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D.V.: Sí, pero con mucha..., es decir, se reproduce un poco como el caso de Borges. Quiero decir: Sarmiento entonces, Borges ahora; reconocimientos de condiciones literarias y de todo lo que eso implica, pero rescatando permanentemente o conservando una actitud crítica tanto respecto de Sarmiento como respecto de Borges. Sobre todo teniendo en cuenta que el canon, el canon de una literatura, en este caso la argentina, no es algo que desciende del Espíritu Santo, sino que el canon es una producción como cualquier cosa, que realmente es una producción que se hace desde el poder. El canon: quién entra, quién queda al margen. Y todo el espacio muy condicionado por el mercado de los prestigios, eso hay que tenerlo muy en cuenta. La producción literaria de Sarmiento, la más significativa, no ya el Facundo, sino, por ejemplo, Campaña del Ejército Grande, que es de primera —hay una edición estupenda hecha en México— y Recuerdos de provincia, son los libros, junto al Facundo, más significativos en el período en que en la Argentina está el poder de Juan Manuel de Rosas.

D.V.: Él está exiliado, viaja permanentemente, hace viajes a Europa, África, toda una historia —por cierto, a Estados Unidos, que lo fascina. Es decir, él entra en crisis, critica acerbamente la cultura europea, incluso la francesa, y empieza a admirar de una manera, en mi criterio con matices desde ya, porque va dos veces a Estados Unidos: una durante el período de Rosas, y luego es designado prácticamente embajador, que entonces no se llamaba embajador —por la tradición republicana— sino «ministro», el ministro argentino en Washington.

E.S.: Si te mencionaba a Sarmiento, a propósito de que citabas tú a José Hernández, era precisamente porque tenía en mente algo que puede estar ya subyaciendo en tu obra. Sarmiento es quien lanza a la palestra pública en el XIX el lema de «civilización y barbarie».

D.V.: El Facundo, desde ya clave.

E.S.: Después va a ser un tema recurrente en la literatura y en el pensamiento latinoamericano. Pero, ¿hasta dónde crees que ese lema lanzado por Sarmiento y todo lo que significa dentro del contexto histórico y cultural argentino esté presente en la hechura de tu literatura?

D.V.: Es clave. Hay una palabra también que vamos a introducir que es bastante intimidatoria, que es «dicotomía civilización y barbarie». Lo que pasa es que esa dupla, esa pareja, a lo largo del tiempo ha ido teniendo adjetivos sucesivos de acuerdo a cada circunstancia. Incluso, fijate vos, civilización y barbarie: es muy significativo. El 1924 —con perdón— es el centenario de la Batalla de Ayacucho, el escritor más representativo de la Argentina en ese momento es Leopoldo Lugones. Y en 1924 en Lima, junto a Santos Chocano y a Leguía, el dictador del Perú, Leopoldo Lugones pronuncia un discurso famoso que se llama «El elogio del sable». Vos podrías dentro del panorama argentino, desde 1924, ir siguiendo las reapariciones de los golpes militares, cómo retoman y resignifican aquel planteo de Lugones en 1924. Pero el mismo año, el viejo amigo, compañero contradictorio de Lugones que es José Ingenieros —una figura quizás olvidada, pero hay que recuperarla—, en 1924, paralela y contradictoriamente al discurso de Lugones de elogio del sable y de los militares argentinos, escribe un saludo con motivo de la muerte de Lenin. Es decir, que en ese momento, 1924, civilización y barbarie adquieren dos significaciones distintas. Incluso podría agregar: civilización y barbarie adquieren dos signos polémicos a partir de los discursos de Lugones y de Ingenieros. La opción ya no es civilización y barbarie, sino Roma o Moscú, el conflicto en ese

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momento, es decir, de cómo aquella formulación se va impregnando, coloreando con otros adjetivos a lo largo del tiempo.

E.S.: Hay un momento en que hablas de un tema que es común en la literatura latinoamericana, que es el viaje. Hay numerosos ejemplos en la historia de la literatura latinoamericana de escritores que siempre han ansiado el viaje, o que han soñado un París o han soñado un Nueva York. Tú, a propósito de Cortázar y del Che, sintetizas en un comentario que he leído en alguna parte, que Cortázar representaba el viaje del escritor, del intelectual, en busca de un nuevo horizonte, en este caso espiritual, quizás estético, y en esa misma tesitura mencionas al Che y que el Che con la misma intensidad, con el mismo nivel, emprende también un viaje, en este caso no a París, sino por Latinoamérica. Pero en una tesitura entonces que va en búsqueda de la acción, pudiéramos decir de la acción y de la acción también ya transcurriendo hacia el hecho violento. ¿Cómo lo ves tú?

D.V.: El viaje de Cortázar a París y su instalación en París se corresponde, se inscribe, ese viaje, en la vieja tradición liberal del viaje argentino y latinoamericano. Porque también podés encontrar un común denominador a nivel latinoamericano del viaje a París, sobre todo a lo largo del siglo XIX. Es el viaje civilizado. Eso aparece en Rayuela: en Rayuela aparece el viaje de la Tierra al Cielo, es decir, que en gran medida el viaje a París de Julio Cortázar es el despegue desde la tierra y los conflictos de la inmediatez, de la cosa inmediata argentina, con rumbo a la cosa francesa en París. Lo que pasa es que él es lo suficientemente sagaz como para dialectizar —con perdón de la palabra—: el viaje se hace no solamente de ida sino también de vuelta. Se hace una especie deping-pong, de la tierra al cielo y del cielo a la tierra. Él lo dice con mucha claridad, Cortázar lo dice tajantemente: «Yo descubrí América Latina en mi experiencia de París.» Podría agregar: la primera vez que lo veo lo decía, a Cortázar no lo había conocido en la Argentina, me lo encuentro en Cuba, lo conozco en Cuba.

Respecto del viaje de Ernesto Guevara: hace un viaje latinoamericano, empieza a hacer un viaje latinoamericano. Esto dicho con toda la cautela del caso: mi primer viaje al exterior es en el 1956, no a París sino a Bolivia. En 1956 qué implica esto: no es como para ponerse una medalla, sino que ese viaje bárbaro en contra del viaje civilizado a París implicaba una búsqueda distinta, un elemento polémico respecto al aprendizaje que se podía hacer en Europa. Y se estaba buscando la alternativa, en el caso concreto de Ernesto Guevara, por el viaje latinoamericano. Pero de pronto advertí que esa decisión del viaje heterodoxo, si vos querés, distinto respecto del viaje previsible a Europa, es también un componente, una serie, una colección de viajes que se hacen, para no abundar, desde la Argentina hasta América Latina, que es un viaje de iniciación también, de aprendizaje, de Ernesto Guevara sobre el mapa latinoamericano, hasta llegar, entre otras cosas, a México y posteriormente a Cuba. Es una forma inédita de «viaje bárbaro». Es un viaje bárbaro, está recuperando la barbarie, es decir, todo lo contrario de la cultura eurocéntrica convencional y tradicional. Es decir, son dos viajes: el viaje personificado tradicionalmente, con todos los elementos contradictorios como decíamos. En el caso de Julio, hay como un viaje bumerán: ir a Europa y regresar; en el caso de Ernesto Guevara es un viaje iniciático heterodoxo de descubrimiento de algo que, te repito, en la Argentina es muy poco conocido. Qué quiero decir: en Argentina, cuando hablas, por ejemplo, de Bolívar o de la capital del Ecuador, muy poco se sabe de Bolívar, de la figura de Bolívar, o cuál es realmente la capital del Ecuador, por toda una serie de influencias que históricamente se han ido dando y acumulando, actualizadas por la realidad que vemos cotidianamente en los diarios, sobre todo los diarios conservadores, neoliberales. El conocimiento precario de América Latina. Hoy actualmente estamos en eso, creo que es un fuerte común denominador que hace a la identidad latinoamericana: el conocimiento de América Latina.

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E.S.: Yo veo ahora que tuviste que emprender un viaje que, en cierta medida, sintetiza —cambiando lo que haya que cambiar— los destinos de esos dos argentinos, de esos dos coterráneos tuyos. Porque te viste obligado a salir al exilio involucrado entonces, por supuesto, en un hecho de acción, en un hecho que también tenía que ver con la justicia y con la injusticia, un hecho que termina con la violencia, que era ese viaje que emprende el Che. Y también, de cierta manera, no dejaste de escribir y entonces, aunque fuera de esa manera obligatoria, violenta, yo veo que tuviste que hacer un viaje también, donde tuviste que hacer búsqueda de ese horizonte espiritual, de reorganizarte, quizás, estéticamente como escritor.

D.V.: Como decía Lenin, esos viajes, esto que vos llamás exilio... confieso que frente a la palabra exilio focalizo a la Argentina, de manera muy prudente, porque la palabra exilio tiene una entonación romántica que generalmente sirve como para una autoexaltación: «Yo fui exiliado». No. En la Argentina... focalizo: en la Argentina del 76 al 83 cuando predominó siniestra, de manera obscena, terrible, despiadada, la dictadura militar del 76 al 83, gente, como mi caso, que pudo irse de la Argentina, afuera, y gente que no pudo, entre otras razones, económicas, se tuvo que quedar. Es decir, había un exilio exterior, ya fuera en Europa, ya fuera en México, por ejemplo, y en otros lugares de América Latina —en España, en mi caso—, y gente en un exilio interior durante los años de la dictadura militar.

E.S.: De todas maneras, David, decidiste regresar y regresas en el 83 a la Argentina.

D.V.: Me llaman desde la Argentina por una serie de razones, incluso aparentemente anecdóticas, y regreso. Salgo de México donde estaba trabajando en la UNAM.

E.S.: ¿Cómo fue ese regreso? ¿Qué encontraste? ¿Te fue fácil?

D.V.: ¡No entendía nada! En esos años no solamente había cambiado Buenos Aires. Lo que más se visualizaba del cambio de Buenos Aires eran los proyectos faraónicos, las grandes autopistas que habían hecho los militares. Eso en primer lugar. En diciembre del 83, cuando regreso, te diría que tuve que hacer «examen de ingreso»: entre otras cosas, no entendía algunas palabras.

E.S: En esa biografía, en el año 91 se produce cierto escándalo en la prensa, en el ámbito latinoamericano, a propósito de que te fue otorgada la Beca Guggenheim, y como mismo la obtuviste la rechazaste. Yo quisiera aclarar, tú lo sabes bien, pero quisiera aclarar —para los más jóvenes que a lo mejor no lo conocen— que rechazaste en ese momento 25 000 dólares: una cifra nada desdeñable, sobre todo para los escritores que casi nunca pueden vivir de lo que ganan...

D.V.: ¿Te lo dije antes? Yo no soy sobrino de Kennedy, vivo de mi jubilación. Te digo: no me quiero poner otra medalla.

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E.S.: Bueno, ¿a qué se debió ese rechazo?

D.V.: Estaba tironeado... vivía al día. Consulté..., porque esto es un aparato: para conseguir la beca Guggenheim te tiene que proponer una persona que ya la haya obtenido; trato de ser muy breve: la persona que propuso mi nombre fue Ricardo Piglia. Cuando supe que estaba en esas condiciones, consulté con algunos amigos, incluso con Jaime Petras, si me presentaba o no. Lógicamente, como vos decís muy bien, de pronto eran 25 000 dólares, que en la Argentina es un delirio: mucho dinero. Pues bien, aparte de esta fascinación por el gran dinero hubo gentes, amigos, compañeros, compañeros políticos que me dijeron: «Grave error». Entonces yo resolví rechazar la beca.

E.S.: Pero en algún momento dijiste que era un homenaje a tus hijos.

D.V.: Efectivamente, ese argumento condicionó. Dos hijos de veinte años —hay que decirlo acá con toda precisión— asesinados, desaparecidos: Lorenzo Ismael y María Adelaida, desaparecidos —no han aparecido hasta ahora— por la dictadura militar. Eso fue lo que me dijeron, entre otros Jaime Petras: «Vos, David, no podés aceptar la beca Guggenheim por el hecho concreto que tus dos hijos —dos de mis tres hijos, los menores— han desaparecido».

Pero quería decir: este acontecimiento, que podría ser otra medalla y toda la historia: medallas nada, siempre series, es decir, hay otras personas que han renunciado a esto en situaciones análogas. Haroldo Conti, compañero escritor y todo eso, renunció también a la beca Guggenheim, y hay otros compañeros. Sobre todo que allí aparece un elemento, digamos, una táctica del sistema, que es la cooptación: te pueden cooptar, sí. Y no se trata de decir: «Yo qué bonito qué soy, fijate en lo que he hecho»... No, se trata en última instancia de politizar, en el mejor sentido de la palabra —al decir «politizar» obviamente no estoy hablando de pedir el voto a nadie—, sino politizar, en mi criterio, es contextuar, poner en contexto, saber con mayor precisión qué es lo que está pasando y cómo funciona. Pero, le repito, no es un caso aislado: hay una colección de gente, por lo menos argentina, y también latinoamericana, que sería otro común denominador que hace a la identidad crítica latinoamericana, que es el rechazo de las ofertas, generalmente de sutil cooptación, que el centro del imperio hace sobre los países latinoamericanos.

E.S.: En la década del 50 fundaste y codirigiste la revista Contorno. De manera breve, desde la distancia de los años, ¿cómo ves esta experiencia de la revista en tu obra?

D.V.: Te podría decir que el emblema, la insignia de esa revista era: «No practicamos la comunión de los santos». Más bien todo lo contrario, es decir: plantear permanentemente la polémica.

E.S.: En la década del 60 ya eres un escritor reconocido, un escritor que ya tiene una madurez literaria, que ha escrito novelas, ensayos, que ha hecho guiones de cine, que hace periodismo, y que en el 67 gana el premio Casa de las Américas de novela, con un jurado nada más y nada menos...

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D.V.: ¡De madre, un jurado de madre!

E.S.: ...que compuesto por Julio Cortázar, José Lezama Lima, Leopoldo Marechal, Mario Monteforte Toledo...

D.V.: Y un español considerable... ¿cómo se llama?... Juan Marsé.

E.S.: ¿Para ti que significó el Premio Casa en ese momento?

D.V.: Bien, desde ya era un privilegio. Fijate qué año: 67. Cortázar, Lezama Lima, Marechal, Monteforte Toledo. Hay dos argentinos: es un exceso. Lezama Lima, un cubano memorable. Monteforte Toledo, de origen guatemalteco. Juan Marsé, un escritor español muy crítico, muy lúcido. Desde ya, podríamos decir... recuperando ¿no?, porque la gente pregunta: indicadores de la identidad latinoamericana. Yo diría: por favor, lean la conformación de estos jurados. También es un elemento común denominador que hace a la identidad latinoamericana, en este caso, que comprende también incorporando a un escritor español, y lo tenemos que tener en cuenta. Yo te decía —creo que off the record apareció— que todos los días, además de leer un diario crítico hacia la izquierda en Buenos Aires y un diario muy conservador, cada vez más reaccionario, como es La Nación, leo El País de Madrid. Es decir, que en España también tenés aliados políticos muy críticos, escritores muy críticos en el sentido de exigencia hacia fuera y autoexigencia. Eso que creo que también es un común denominador que hace a la identidad latinoamericana.

E.S.: En la década de los 60, bueno los 60 fueron unos años muy convulsos, aún hoy —mucho después— son vistos como polémicos, pero también como muy fructíferos. En el campo literario latinoamericano es la época del llamado boom de la narrativa latinoamericana, llamado por otros la nueva narrativa latinoamericana. ¿Qué saldo crees que en materia literaria dejó este fenómeno del boom para el presente de la literatura latinoamericana?

D.V.: Elementos de todo tipo, quiero decir: positivos, permanentes —algunos se han disuelto—; desde ya podríamos tomar a la figura más visible del llamado «bum» latinoamericano, que es García Márquez. En la literatura colombiana actual, para no abundar, se definen y redefinen por elementos de aceptación de lo de García Márquez y de polémica con García Márquez. Ahora, además de lo del bum, que yo lo escribo no boom, sino «bum», como decimos, con u —todas estas palabras, en última instancia, de origen inglés norteamericano, incorporadas al lenguaje cotidiano. Pero creo que corresponde rescatar un elemento de comprensión —que en ese entonces lo planteó con mucha claridad Ángel Rama, este crítico uruguayo del que hablamos—, que era: no se puede entender en perspectiva histórica y coyuntural en los años 60 la difusión que tuvo el llamado bum latinoamericano de literatura, si no se lo pone en el contexto de ese momento que era la Revolución Cubana.

E.S.: Mirando en su conjunto, en su totalidad, la historia de la literatura y la cultura cubanas, ¿cuál

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es el escritor, el intelectual que más te impresiona?

D.V.: Yo focalizaría quizás postulando una versión lateral de la figura de Martí. Martí está muy vinculado a la Argentina. Martí fue corresponsal, entre otras cosas, del diario La Nación durante la primera reunión panamericana en Washington en el año 89. Él tiene una serie de comentarios sobre las figuras argentinas, los personajes —de la oligarquía, entendámonos— que representan en 1889 a la Argentina, que son Roque Sáenz Peña y Manuel Quintana: dos hombres del corazón de la oligarquía, pero en su momento de apogeo. Hay que decir, en segundo lugar, que él era corresponsal de La Nación en 1890, fines del siglo XIX, pero de La Nación de entonces, que se correspondía con la mejor tradición liberal, la tradición liberal clásica, impregnada incluso de elementos que en algunos casos han sido tergiversados: el impacto de la masonería entonces y qué implicaba la masonería entonces —es decir, la masonería también tenemos que evitar ni angelizarla ni demonizarla—, qué significaba entonces la masonería como inflexión del pensamiento liberal clásico. La Nación de entonces era, digamos, progresista, hoy La Nación se ha convertido en un diario evidentemente reaccionario.

E.S.: No es La Nación en la que escribía Martí.

D.V.: Nada que ver.

E.S.: Tú ¿como te definirías?

D.V.: ¿Cómo me definiría? Yo dejaría la definición a la gente que ha escuchado esta reunión. Es decir, se trata de un argentino con una perspectiva latinoamericana desde ya, pero que en ningún momento postula la comunión de los santos, es decir: que todos estemos de acuerdo y nos hagamos la señal de la cruz. De ninguna manera.

DAVID VIÑAS (Buenos Aires, 1927). Escritor e historiador argentino. Miembro fundador de la revista Contorno. Es autor de novelas (Hombres de a caballo, 1967), ensayos (Literatura argentina y política. De los jacobinos porteños a la bohemia anarquista, 1995) y obras de teatro. Durante la última dictadura vivió exiliado en varios países de América y Europa hasta su regreso en 1983 a Buenos Aires. Actualmente dirige el Instituto de Literatura Argentina.

ERNESTO SIERRA (La Habana, 1968). Licenciado en Letras por la Universidad de La Habana, realizó un diplomado en Estudios Amerindios en la Casa de América de Madrid. Dirigió la biblioteca de la

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Casa de las Américas de 1994 a 2002. Es autor de los libros: La doble aventura de Adán Buenosayres (1996), Aprendiz de América (2005) y el volumen de prosas La muerte del minotauro (2009).

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