Story Transcript
Primera edición en esta colección, marzo de 2016 Título original: El mar Queda rigurosamente prohibida, sin la autorización escrita de los titulares del copyright, bajo las sanciones establecidas en las leyes, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento, incluidos la reprografía y el tratamiento informático, y la distribución de ejemplares mediante alquiler o préstamo públicos. Copyright © herederos de Blai Bonet, 2009 All rights reserved. © de la traducción y del posfacio: Eduardo Jordá, 2016 © de esta edición: Club Editor 1959, S.L.U. Publicado por Club Editor 1959, S.L.U. Carrer Coves d’en Cimany, 2 08032 Barcelona www.clubeditor.cat ISBN: 978-84-7329-198-9 Depósito legal: B 27946-2015 Impreso por Romanyà Valls Diseño de colección y cubierta: Ángel Uzkiano
Blai Bonet
El mar Traducción del catalán y posfacio de Eduardo Jordá
CLUB EDITOR barcelona
El hombre es como el mar: penetra y es penetrado, refleja y es movido por la vida celeste. Con el hombre, Dios ilumina la Creación como la luna a la tierra. B.B.
i Manuel Tur
Entre los bosques de pinos y encinas, la carretera brilla entre olivares que, entre las capas de verdor y de sombra, dejan ver las rocas grises. Las encinas tienen una austera y callada coloración de aceituna, de un verde seco como el uniforme caqui de los soldados. Junto al encinar, la mancha larga y estrecha del sol da movimiento a la copa multicolor de los árboles. Al otro lado del camino, el bosque alto, totalmente en sombra, es casi negro. Los encinares bajan de la montaña en una sucesión monocroma de verde sobrio que se detiene ante la ciudad amontonada, gris, con la mancha blanca, enorme, de la catedral en el centro. El llano es puro, dulce, ensimismado. Una larga mancha negra, de no sé qué árboles en penumbra, recorre el campo de un extremo a otro. El llano es sereno, vivo, como un mar. Entre el aire caliente, las nubes grises, blancas, oscurecen la tierra y la copa de las encinas. Hacia poniente, el cielo es caliginoso, azul, tierno, como una navaja abierta sobre el mar. Después, una vez más, la niebla de plomo oscuro, de alta ceniza, de polvo de vidrio, de liquen vivo, de arena sucia, de roca calcinada. Ante la barandilla de la galería, las cañas verdes, grises, azules, mecen su alta, esbelta, inútil libertad. El recuadro de 9
la ventana se llena con el movimiento de las cañas y el paso de las nubes sobre los encinares negros, espesos, descendentes. Tengo una mano sobre la frente y siento el sudor que se me pega a los dedos. Me miro la mano brillante, húmeda. Sobre los ladrillos rojos de la ventana caen unas gotas grandes, fuertes, espaciadas. —¡Adiós! Andreu Ramallo tiene la cara chupada, el labio inferior prominente, las cuencas de los ojos negras, y, desde la galería, saluda con la mano. —Manuel Tur. —Hola, Hermana. —Carta. —Gracias. —Carta de tu casa. Sor Francisca Luna sale, pálida y reconcentrada, hacia la galería, donde reparte la correspondencia, diciendo el nombre de cada uno. Abro la carta, nervioso, como si estuviera despegando un telegrama. El papel cruje. 5 de marzo de 1942 Querido hermano: Hemos recibido tus dos cartas y tendrás que perdonarnos si no te hemos contestado antes. No es que no pensemos en ti, pero el tiempo pasa y hemos tenido a Julianito enfermo y es un ir y venir porque siempre llora. Sabrás que mamá no podrá venir el jueves al Sanatorio porque va al campo a jornal con Mateo Clar y esta semana no le han pagado y venir al Sanatorio cuesta cincuenta pesetas y dice que no te preocupes que enseguida que pueda vendrá. Nos hubiera gustado venir el domingo 10
porque te lo habíamos dicho, pero estuvimos todo el día sin salir por mor del dinero y al mediodía comimos unas croquetas de harina y espinacas y por la noche una naranja y Pepe se peleó con mamá porque en el Recreativo daban El puente de Waterló y él quería ir y no teníamos dinero y sus amigos venían a preguntarle por qué no salía y él no dijo nada y todos se marcharon. Aún no hemos puesto las sillas nuevas porque no puede ser. Han de costar diez duros cada una y nosotros no podemos porque tú sabes que, desde que mataron a papá cuando la guerra, pasamos miseria y cuando vienen a cobrar la electricidad mamá se pone a llorar porque no puede pagar y tiene que decir que no tiene dinero suelto y el cobrador grita y mamá luego tiene aquello que tú sabes. Ayer el novio de Magdalena rompió otra silla al sentarse y todos nos avergonzamos y es que están podridas que no pueden más. Pepe ahora toma Tricalcine y está más pálido y no quiere comer porque el pan de maíz no le gusta y crece mucho y don Onofre dice que si viniera al Sanatorio estaría mejor porque el campo es muy sano para estas cosas. Mamá dice que si te sobra pan que no lo tires y que lo guardes y ella se lo llevará a casa porque, aunque sea duro, ella luego lo mete en agua y se pone tierno y luego lo mete en el horno y es bueno. No te escribo más porque Julianito llora y está en la cama y solo le gusta pasearse. Ya empieza a caminar solo y dice papá y mamá y es un hombrecito, el más guapo del mundo, ¿quién lo dice, verdad? Un abrazo de tu madre y hermanos. Apolonia Tur 11
Estoy en silencio, con el papel entre las manos, mirándome las piernas que se marcan bajo las sábanas, y la claridad que entra por la ventana abierta me recuerda la cal sobre la cual tienden a los cardíacos muertos, para que no se hinchen. No sé por qué la claridad me recuerda la cal. Es una idea extraña. Aquí todos vivimos alucinados, descarnados, como metidos en cal, y hablamos y pensamos y amamos sin ningún carácter, como un solo hombre, con una voz inmunda como una muerte viva... En el sanatorio es como si la vida fuese un poco de opio que nos fumamos, yo con más avidez, porque las sillas podridas de mi madre no me dejan dormir. Llueve violentamente. La cortina de la lluvia —su olor sobre la tierra seca— cubre todo el campo y sacude las moreras del paseo. Las cañas, detrás de la lluvia, no se ven. El espejo, que está encima del lavabo, refleja la lluvia y las columnas blancas de la galería. Como aquella tarde cuando Andreu Ramallo me describía una cosa que es pecado y yo me mordía la lengua, hasta sangrar, para no escuchar a Andreu Ramallo, que, porque estaba solo, pecó con su lengua blanca. En mi habitación entra Jordi Mercader —su cara amplia, clara, franca— y se cuadra ante mí, con un gesto militar. —¡A sus órdenes, mi capitán! A Jordi Mercader le brillan los ojos por compasión. —Aquí se presenta el oficial segundo del destructor Alhucemas. Jordi Mercader se acerca a la cama —¡qué alto es!—. Le digo: —El segundo... —Te gustaron los misterios de Colombia, ¿eh? 12
—Sí... —¿Bis? —Sí. Bis. —El segundo misterio doloriento es cuando al Bonitico le arrearon cuarenta vecucasos sin más y lo llevaron de chungo en chungo como si fuera una vil pichanga.
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ii Andreu Ramallo
Ayer, a esta hora de las once de la noche, contemplé la primera agonía de mi vida. Hablo de Justo Pastor, aquel chico de Albacete, bajo, cargado de espaldas, amarillento, con los ojos negros, con aquella hondura morada y reluciente de los que aman muriéndose. Por la mañana fui a la sala de curas. La enfermera del pabellón me puso la inyección de Triom. No me encontraba la vena y tuvo que meter la aguja por diferentes trayectorias. Notaba cómo la atravesaba de un extremo a otro. Ella me miraba, expresiva, con aquella pena tierna y taciturna de las mujeres que hacen sufrir a un hombre de diecinueve años. Yo contemplaba la jeringuilla de diez centímetros, en la cual el líquido se volvía de color rosa porque había entrado una gota de sangre. Después de haberme inyectado el Triom, la enfermera salió de la sala, y yo, rápidamente, fui a la mesa de los gráficos. Impaciente, vigilante, fui pasando las hojas: Antoni Gamundí, Jordi Planells, Manuel Tur, Jaume Galindo, Pedro Márquez, Andreu Ramallo: Sedimentación, 85. Presión, 8. Hematíes, 2.500.500. Leucocitos, 1.200.000. Análisis de esputos, tres cruces rojas. Con las manos en los bolsillos, silbando desaforadamente, como hago siempre que estoy nervioso, entré en la 14
número 5. Era la habitación de Justo Pastor, con aquel olor fuerte y cotidiano de jamás he sabido qué, el olor de la muerte, seguramente. Justo Pastor también tenía tres cruces rojas, una Monaldi fracasada, pneumo bilateral y una tos continua que ya no obedecía al Diosan. —¿Qué tal, Justo? —Ya ves, aguantando el tipo. —¡Vaya vida que te estás pegando! —Sí... —¿Cómo te va la tos? —Mal. Esta noche me ha dejado hecho polvo. Y poniéndose una mano sobre el pecho: —Esto avanza. —Mala cosa. —Mala cosa. Tú ¿cuántos años tienes? —Diecinueve. ¿Y tú? —Yo, diecisiete. Nunca he sabido cómo te llamas de segundo apellido. —Yo, Díez. ¿Y tú? —Yo, Alcántara. —Ya hace un año que estás aquí... —Sí, y el problema es que... —¿Cuál es el problema? —Que uno empeora y... —No seas niño, hombre. —Y uno tiene la culpa de todo. Esta es la verdad. —Deja eso, ¿quieres? —A un loco tísico de mi pueblo le tuvieron que atar las manos. 15
—Deja eso, ¿quieres? —¿Tienes pelo en el pecho? —Un poco. —A mí ya me sale también. —Tenemos que celebrarlo. —Yo siempre he celebrado estas cosas. La primera vez que fui un hombre, tenía doce años. Fui corriendo al carrito de los helados. Para comprar un helado. De dos pesetas. Para celebrarlo. Ya ves tú. Para celebrarlo. Justo se iba excitando. Tenía un cerco rojo sobre las mejillas del color de la aceituna. Me miraba con una mirada resplandeciente y sucia, como la mirada de los animales por la tarde. Después me senté en su cama. A su lado. Él, con su voz ronca, continuaba hablando. En solitario. Como si se estuviera confesando, él, que no se quería confesar en la cama y lo hacía en la sala de estar, sentado en una butaca, él a un lado de la persiana y el padre Gabriel al otro. —Ramallo, a mí me volverá loco vivir aquí. A veces voy al baño y me estoy horas y más horas desnudo, mirándome en el espejo, pero con los zapatos puestos, como si me estuviera diciendo adiós, a mí, ya ves. No sabes cuánto me emociona verme en el espejo, con los zapatos puestos. Creo que estoy muy enfermo porque me viene de antiguo este quererme siempre. Cuando era niño, iba a un gallinero con una niña que tenía nueve años y se llamaba Magdalena. Había un banco de piedra, en la barraca donde las gallinas ponían los huevos. Yo sentaba a la niña en el banco. Sobre la falda le ponía una margarita grande, de las silvestres que crecen en las chumberas. No me creerás. Pero yo me miraba aquello con cara de enamorado. Y ella decía su nombre. Sin reírse. Y yo no tenía nada más que 16
una pena de niño que sabe que nunca podrá volver a jugar con la alegría de antes. Por la noche me despertó el ruido insistente del timbre. Oía una tos desesperada. Salté de la cama en dirección al pasillo, poniéndome los pantalones por el camino. Miré el indicador automático. Era el 5. Se veía luz en la habitación. Abrí la puerta. Antes de ver a Justo, apareció su sangre sobre las baldosas. —Ahora viene la enfermera, Justo. Estate tranquilo, Justo. Salí a la puerta del pasillo, frío, bajo aquella claridad gris del neón. La señorita Ester se acercaba, rápida, por el silencio de la galería. —Justo tiene una hemoptisis. Muy fuerte. Volví a entrar en la número 5. La sangre se desbordaba de la palangana de Justo Pastor. —No te pongas nervioso, Justo. Fue un instante. Justo agarró la manta y el cubrecama. Los arrojó violentamente contra el espejo del lavabo. No llevaba calzoncillos. Soltó un grito y, de las orejas y de los ojos, le salió un chorro de sangre. Me dejó la cara llena. A él, la cabeza le cayó a un lado. Llegaron Agustí Alcántara, su mujer (Carmen Onaindía) y Jordi Agustí. Limpiaron la sangre. ¡Pobre Justo! Lo envolvieron en una manta. Lo colocaron en aquella camilla en la que llevan a los enfermos el primer día de la pneumo. Jamás olvidaré aquel espectáculo sencillo y terrible al ver el pasillo largo, con los radiadores, aquella begonia, la claridad azul del neón, y yo en medio del pasillo, mirando la camilla que se alejaba silenciosamente. Y la tristeza de hombre cuando ya no lo veía y aún podía oír las ruedas, esas ruedas de bicicleta, mal engrasadas 17
(“ahora pasa por el pasillo del refectorio, ahora, por delante del cartel donde está el menú de mañana; sale, finalmente, hacia el depósito, bordeando el parterre de las francesillas”). Al día siguiente entré en la sala de estar a escribir una carta a mi madre. Encima del escritorio había una estantería. Las mujeres que hacían la plancha dejaban, en las baldas, la ropa limpia de los enfermos, para que la recogiesen allí. Todo el tiempo de la carta, delante de mí, tuve una camisa marrón, descolorida, muy usada, con las iniciales J. P. A. Al levantarme de la mesa, metí una mano en la camisa (¿qué tal, Justo?) y la tuve allí un momento. —¿Tú ya tienes pelo en el pecho? —Un poco. —A mí ya me sale también.
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