Público y privado: dos caras de una misma realidad

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Público y privado: dos caras de una misma realidad Rubén Aguilar Valenzuela*

La Real Academia de la Lengua Española propone que una manera de entender el adjetivo “público” es lo “perteneciente a todo el pueblo” y también lo define como aquello que “aplicase a la potestad, jurisdicción y autoridad para hacer una cosa, como contrapuesto a privado”. Del adjetivo “privado” propone comprenderlo como aquello “que se ejecuta a vista de pocos, familiar y domésticamente, sin formalidad y ceremonia alguna” o también como “particular y personal de cada uno”. Público y privado hace referencia a realidades opuestas. Una, incluso, se puede explicar como negación de la otra. Esta distinción que resulta tan clara en el ámbito de la semántica no necesariamente aparece así en el campo de la realidad social. No se pretende negar la diferencia que existe entre público y privado, no se puede ni debe, pero sí es necesario ver y tratar de entender cuál puede ser la relación de estos dos conceptos en el ámbito de la vida social. ¿Son realmente contradictorios? ¿Es posible conciliar estos dos ámbitos de la realidad? ¿De ser posible cómo habría qué hacerlo? El problema En los años sesenta, Daniel Bell puso el dedo en la llaga al señalar que las sociedades cuya clave moral es el individualismo hedonista donde los individuos están únicamente movidos por el interés de satisfacer todo sus deseos sensibles sin la menor preocupación por la comunidad, ponen en riesgo los dos más importantes logros, según él, de la Modernidad: la democracia liberal y el capitalismo. El sistema político y económico plantea la necesidad de una revolución cultural, que asegure la civilidad, el compromiso de los ciudadanos con la cosa pública. De otra manera será imposible superar los problemas que se le presentan a la sociedad (Cortina, 1997:22-23).

Uno de los grandes problemas de la sociedad moderna, para poder sobrevivir, consiste en conseguir que los ciudadanos preocupados por satisfacer sus deseos individuales, llamémosles privados, cooperan también en la construcción de la comunidad toda. El cómo es hoy ámbito de la discusión y las propuestas son muchas y variadas. Algunas hacen relación a la necesidad de la religión, otras de la ética ciudadana y unas más a la importancia de la participación de la ciudadanía en la construcción de lo público. Una y otra no son contradictorias e incluso se complementan. El concepto de ciudadanía En los últimos treinta años, tanto la tradición política republicana como la del liberalismo social discuten sobre la necesidad de fomentar el sentido de la pertenencia a la comunidad y el de participar en su construcción. La cohesión social no puede lograrse ahora sólo mediante la voluntad de la ley y su aplicación sino que exige de los ciudadanos su decisión libre de adhesión y también de participación en su comunidad. Exige, de otra manera, la virtud moral de la civilidad. El pertenecer a una sociedad pasa necesariamente por el

2 compartir un conjunto de valores que hacen referencia a los mínimos de justicia a los que una sociedad no está dispuesta a renunciar y a la capacidad de hacer posible los distintos ideales de felicidad que tengan sus integrantes. El concepto que resuelve el problema y la contradicción es el de ciudadanía. El hecho de saberse y sentirse ciudadano de una comunidad es o que motiva a los individuos a trabajar por ella. Este concepto apela, pues, al lado “racional” que asume la necesidad de que una sociedad debe ser justa, para que sus miembros perciban su legitimidad y al “afectivo” representado, sin más, por los lazos de pertenencia al grupo, que no hemos elegido, pero del cual formamos parte y nos da identidad. Razón y sentimiento se unen. Ciudadanía integra, pues, las exigencias de la justicia y hace referencia a que se es parte de un grupo (Cortina 1997: 26-38). La naturaleza de la ciudadanía es primeramente ser una relación política entre el individuo y la comunidad política en virtud de la cual el individuo es miembro de pleno derecho de la comunidad y le debe lealtad permanente. Es el reconocimiento oficial de la integración del individuo a la comunidad política que cobra la forma del estado nacional de derecho. La ciudadanía, como relación política, como vínculo entre ciudadano y comunidad política, parte de una doble raíz, la griega y la romana, que origina a su vez dos tradiciones: la republicana, según la cual la vida política es el ámbito en el que los hombres buscan conjuntamente su bien, y la liberal, que considera la política como el medio para poder realizar en la vida privada los ideales de la felicidad. La ciudadanía en Grecia y Roma Estas dos tradiciones se reflejan, a su vez, en dos modelos de democracia que atraviesan la historia: la participativa y la representativa. Lo que resulta depende de la versión que se tome, de que la democracia sea “el gobierno del pueblo” y no sólo el “gobierno querido por el pueblo”. Esta sigue siendo la discusión. El origen del problema, que parece tan moderno, se origina en la Grecia clásica, porque la idea de ciudadanía es una idea clásica, y se remonta, pues, a los tiempos de Atenas en el siglo IV AC al siglo I de nuestra era en la Roma Imperial. En este período aparecen dos conceptos de ciudadanía: la tradición política, propia del polites griego, y la tradición jurídica del civis latino. a) Grecia: la democracia participativa La visión del ciudadano que participa en la construcción de la polis y por tanto está interesado siempre en las cosas públicas, porque lo público también le es propio, nace en la Grecia de los siglos V y IV AC. La célebre oración fúnebre de Pericles por los héroes muertos en la batalla contra Esparta trasmite con mucha exactitud el bosquejo de lo que era el ideal de ser ciudadano en la Grecia de esos tiempos. Dice Pericles: “(en nuestra ciudad) nos preocupamos a la vez de los asuntos privados y de los públicos, y gente de diferentes oficios conocen suficientemente la cosa pública; pues somos los únicos que consideramos, no hombre pacífico, sino inútil, al que nada participa en ella, y además, o nos formamos un juicio propio o al menos estudiamos con exactitud los negocios públicos, no considerando la discusión como un estorbo para la acción, sino como paso previo indispensable a cualquier acción sensata”. El ciudadano desde esta perspectiva es el que se ocupa de las cuestiones públicas y no se contenta con dedicarse a los asuntos privados. Sabe también que la mejor manera de

3 tratar los asuntos públicos es la deliberación. El ciudadano participativo que aprecia la implicación en la cosa pública coma la forma más digna de ser vivida ha inspirado todos los modelos de democracia participativa y republicana. La de Rousseau, pero también la de la Comuna de París. Y también a los que ahora estamos aquí discutiendo precisamente ese tema. Los que han sido animados por el pensamiento de la democracia participativa de los griegos, han tenido que hacer frente y se han visto obligados a superar, a su vez, a cuatro grandes límites de la democracia participativa ateniense: 1) El hecho de la exclusión. Sólo algunos son ciudadanos. En la Grecia clásica no lo eran las mujeres, los esclavos y los niños. El concepto de inclusión es un logro de la modernidad. 2) Los seres libres “libres e iguales” sólo eran los ateniense y no los demás. El “universalismo” de la libertad es uno de los grandes descubrimientos de la modernidad. 3) La participación de los atenienses no protege frente a las injerencias de la Asamblea en la vida privada. Este puede, sin más, intervenir en ella. 4) La participación directa democracia congregativa sólo es posible en el espa cio pequeño de las ciudades griegas y no en las grandes naciones. Desde aquí evoluciona el concepto de participación al de protección. Lo que el Estado, la Asamblea, puede hacer es proteger al ciudadano en sus derechos más que participar activamente en los asuntos públicos que quedan reducidos a la acción de quien los representa. El punto hoy, con todas las posibilidades tecnológicas de la comunicación, merece la discusión. En sus textos Aristóteles y Pericles, también otros de los pensadores clásicos idealizaron la democracia ateniense y con ella la participación ciudadana. La experiencia griega pasó a ser parte de los mitos del comportamiento de las sociedades humanas. La realidad es que la democracia Griega funcionó mejor en el texto que en la realidad. Lo que ahora queda claro es que no había un gran entusiasmo en la participación ciudadana. Para que los ciudadanos se hicieran presentes en la Asamblea había que pagar la asistencia. Cada vez más, para poder garantizar la presencia. La falta de interés de participar en las decisiones de los ciudadanos comunes y corrientes se origina, al parecer, en la existencia de los poderosos grupos organizados compuestos por parientes y amigos, que actuaban a la manera de los partidos de ahora, que creaban desigualdad en el momento de participar e imponían, por mayoría, sus decisiones en interés del grupo y no necesariamente de la comunidad. Desde aquel momento se hacía evidente que era necesario no sólo que se garantizara la participación sino las condiciones para que la participación fuera significativa. b) Roma: la democracia representativa La expansión extraordinaria del Imperio Romano provocó e hizo necesario un giro en la manera de entender a la ciudadanía. El ciudadano ya no es el que participa sino el que tiene garantizado los derechos. El ciudadano decía Gayo, es el que actúa bajo la ley y el que espera la protección de la misma. El ciudadano es, entonces, el miembro de la comunidad que comparte la ley, pero que no requiere la identificación, como los grie gos, de un territorio o a la localidad en lo particular en la que participa en la construcción de lo público. El territorio es el Imperio y de él se es ciudadano. Es el tránsito del polites griego al civis romano. La ciudadanía, entonces, es un estatuto jurídico, más que la existencia de implicación política, una base para reclamar derechos y no un vínculo que exige responsabilidades. Nuestra realidad política es heredera de esta tradición.

4 La ciudadanía que surge con el Estado Aunque el concepto de ciudadano y ciudadanía provienen de Grecia y Roma, el concepto actual está más directamente relacionado con las ideas que surgen en los siglos XVII y XVIII. Viene con las revoluciones francesa, inglesa, americana y del nacimiento del capitalismo como modelo de producción dominante. El dato nuevo es la aparición del estado moderno. Con esto el concepto de ciudadanía se ve ligado a la expresión del “Estado” y la “nación”. El Estado se relaciona, entonces, con una forma de ordenamiento político que empieza a configurarse en Europa a partir del siglo XIII y que en un muy largo proceso va alcanzar su madurez hacia finales del siglo XVIII y principios del XIX. Los ciudadanos son los miembros de pleno derecho del Estado. El Estado, para organizarse, termina por abarcar todo el ámbito de las relaciones políticas. Según la celebre caracterización de Weber, el Estado ejerce el monopolio de la violencia legítima. El Estado tiene el control del territorio y también la unidad del mando. El Estado moderno se presenta, entonces, a sí mismo, como: 1) Garantía de la paz; 2) agencia protectora, que evita que cada individuo tome justicia por su propia mano; 3) expresión de la voluntad general, que exige el abandono de la libertad natural, pero concede la libertad civil: 4) como garante de la libertad externa, que hace posible la libertad trascendental. Todo esto es lo que conduce al alumbramiento del Estado de Derecho, propio de la tradición liberal. El Estado, entonces, está integrado por los nacionales que tienen un estatuto lega l que otorga garantías y proporciona beneficios. El Estado en esta visión, debe garantizar: 1) la libertad en cuanto hombre; 2) la igualdad en cuanto súbdito; 3) la independencia de cada miembro de la comunidad en cuanto ciudadano. Esta concepción no compromete a las personas en las tareas públicas, porque en definitiva, para que el Estado funcione basta con que los ciudadanos se sometan al imperio de la ley cumpliendo con sus deberes legales. El Estado, en cambio, ante ese “sometimiento” otorga y presta servicios fundamentales a sus ciudadanos. El Estado se hace cargo de toda la cosa pública. No hay espacios para otros. La ciudadanía moderna En las formulaciones más modernas de la ciudadanía, las que ahora se discuten, no se está dispuesto a renunciar o a prescindir de los derechos subjetivos, a los que da lugar la ciudadanía legal, pero tampoco renuncia a la importancia de la deliberación y acción de los ciudadanos en los asuntos públicos. En el gran marco de la actual discusión, resultan paradigmáticas las propuestas de Rawls y Habermas. La primera insiste en el valor de las libertades civiles, públicas y políticas y reclama la participación ciudadana a través del ejercicio de la razón pública. La segunda, la “teoría deliberativa de la razón pública”, de Habermas toma el modelo liberal de la defensa irrenunciable de los derechos subjetivos, y del modelo republicano, la importancia del poder comunicativo, único capaz de legitimar la vida pública.

5 Dos nuevas realidades a) La “publificación” En su Diccionario de la Política, Rodrigo Borja, que fuera presidente del Ecuador, propone el término “publificación”, que no existe en el diccionario, como un neologismo con el que se designa “el fenómeno moderno de la conversión en asuntos públicos de los que hasta hace poco tiempo eran privados, o de incumbencia exclusiva de las personas”. Muchas cuestiones que estaban ligadas al ámbito exclusivo de la voluntad privada se han convertido en materia de preocupación pública en la medida que, por el crecimiento de las sociedades y la complejidad de las mismas, inciden en él su manera de organizarse y gobernarse. Se trata de una nueva realidad producto del propio desarrollo social. Ahora, por ejemplo, el número de hijos que cada pareja desea tener, que antes era sólo espacio de la decisión privada, es hoy objeto del interés general. Lo mismo puede decirse de la protección de la naturaleza y de otras muchas cosas que hace muy poco tiempo incumbían sólo el ámbito de la voluntad individual. La masificación de las sociedades demanda creciente reglamentación jurídica para mantener la cohesión y disciplina sociales. El grupo, en bien de todos, impone restricciones al ejercicio de los derechos individuales. Mientras más grande es la sociedad más se intensifica la normatividad, para hacer posible la convivencia. Esto es lo que ha dado lugar al proceso que ahora se conoce como de “publificación” que trae como consecuencia la conversión en asuntos públicos o de interés público de cuestiones antes consideradas totalmente privadas. Esto supone también un espacio de reducción de la libertad individual. Hace 100 años las cosas eran más simples y por ende también la organización social y la convivencia, pero la necesidad de organizar grandes masas, de atender a sus necesidades y de establecer disciplinas y equilibrios interpersonales, para garantizar la convivencia, supone no solo organizar bien las tareas del gobierno sino también a la sociedad. No se trata, debe de quedar claro, de una acción autoritaria sino de la decisión común de limitar el campo de la acción individual en aras de la convivencia social. a) La ciudadanía social La ciudadanía es un tipo de relación que necesariamente implica una dirección doble: de la comunidad hacia el ciudadano y del ciudadano hacia la comunidad. El ciudadano tiene derechos y la comunidad contrae deberes para con él, mismos a los que el Estado de bienestar ha intentado, con distintas modalidades y con menor y mayor éxito, hacer frente. El ciudadano también tiene deberes respecto a la comunidad y en consecuencia debe de asumir activamente responsabilidades en ella y frente a ella. En este aspecto el Estado de bienestar ha insistido muy poco e incluso ha sostenido la necesidad de que los ciudadanos se mantengan lejos de la construcción de lo público, responsabilidad única del Estado, como bien lo evidencia Anthony Giddens. El ciudadano no puede ejercer su tarea y responsabilidad total como constructor de lo público mientras que el Estado no le reconozca esta posibilidad como parte de su propia ciudadanía. Las personas cobran autoestima e identidad en el seno de una comunidad que es la que reconoce derechos y hace saber que somos sus miembros. El reconocimiento e interdependencia tiene ahora tres aspectos: la comunidad está dispuesta a proteger la autonomía de sus miembros reconociéndoles derechos civiles y políticos; 2) se propone

6 hacerlos partícipe de sus bienes sociales, para llevar una vida digna (aquellos que no pueden quedar sujetos al mercado); 3) lo reconoce como un constructor, como un hacedor. Tiene derechos y también obligaciones y en cuanto tal participa en la construcción de lo público. Asociado a estas consideraciones está el concepto de sociedad civil, que aparece para referirse a los lazos sociales que no son políticos, pero si tiene relación con la política y la construcción de lo público. La sociedad civil se presenta hoy como la mejor escuela de la civilidad. En los grupos de la sociedad civil, generados libre y espontáneamente es donde las personas pueden aprender e interesarse por las cuestiones públicas, ya que el ámbito público les ha estado tradicionalmente vedado.

Bibliografía Cortina, Adela (1997), Ciudadanos del mundo: Hacia una teoría de la ciudadanía , Madrid, Alianza Editorial. *Profesor de la Universidad Iberoamericana, Coordinador Académico de la Maestría en Planeación para el Desarrollo en la Universidad Autónoma de Morelos y el CEDEFT, articulista de medios nacionales y Consejero Electoral del IFE en el Distrito Federal.

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