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SOLO PARA PARTICIPANTES DOCUMENTO DE REFERENCIA 07 de Octubre de 2006 SOLO ESPAÑOL
REUNIÓN DE EXPERTOS SOBRE POBLACIÓN, DESIGUALDADES Y DERECHOS HUMANOS CELADE – División de Población de la CEPAL, Naciones Unidas Oficina Regional para América Latina y el Caribe del Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Derechos Humanos Fondo de Población de las Naciones Unidas 26 y 27 de octubre de 2006 Sala Celso Furtado CEPAL Santiago de Chile
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DESIGUALDADES SOCIALES Y DERECHOS HUMANOS: HACIA UN PACTO DE PROTECCIÓN SOCIAL
Este documento fue preparado por MARTÍN HOPENHAYN, Experto principal de la División de Desarrollo Social de la CEPAL. Las opiniones expresadas en este documento, que no han sido sometidas a revisión editorial, son de exclusiva responsabilidad del autor y pueden no coincidir con las de la Organización. Se prohibe citar sin la autorización del autor.
Oficina Regional para América Latina y el Caribe Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Derechos Humanos
Reunión de Expertos sobre Población, Desigualdades y Derechos Humanos
Desigualdades Sociales y Derechos Humanos: Hacia un pacto de Protección Social Martín Hopenhayn 1
1. Derechos sociales y ciudadanía Mientras los derechos civiles y políticos apuntan a garantizar las libertades básicas, la representación y la delegación de la voluntad de los individuos a representantes en el Estado, los DESC (derechos económicos, sociales y culturales, o derechos de segunda generación) buscan democratizar la ciudadanía social. Existe, además, un consenso amplio sobre la interdependencia entre el respeto a las libertades civiles, el ejercicio de derechos políticos y el acceso de las personas a bienes, servicios y prestaciones que garantizan o promueven el bienestar. Tal indivisibilidad no es sólo ética sino también práctica: la ciudadanía social puede promover mayor ejercicio de derechos civiles y políticos. Porque en la medida que los DESC prescriben, como deber de los Estados, promover mayor integración al trabajo, a la educación, a la información y el conocimiento, y a las redes de protección e interacción sociales, permiten mejorar las capacidades de los ciudadanos para la participación en instituciones políticas, el ejercicio positivo de la libertad, la presencia en el diálogo público, en asociaciones civiles y en el intercambio cultural. E inversamente, a mayor libertad de expresión y asociación, y mayor igualdad en el ejercicio de derechos políticos y de ciudadanía en sentido republicano (como ingerencia de los ciudadanos en los asuntos públicos), más presencia de los grupos excluidos en decisiones que inciden en políticas distributivas; y por tanto, mayores condiciones de traducir ciudadanía política en ciudadanía social. Según Norberto Bobbio, “la razón de ser de los derechos sociales como a la educación, el derecho al trabajo, el derecho a la salud, es una razón igualitaria” puesto que “tienden a hacer menos grande la desigualdad entre quienes tienen y quienes no “tienen, o a poner un número de individuos siempre mayor en condiciones de ser menos desiguales respecto a individuos más afortunados por nacimiento o condición social.”(Bobbio, 1995, p. 151). Un desarrollo basado en la ciudadanía social conlleva, pues, la decisión de una sociedad de vivir entre iguales, lo que no implica homogeneidad en las formas de vivir y pensar, sino una institucionalidad incluyente que asegura a todos las oportunidades de participar en los beneficios de la vida colectiva y en las decisiones que se toman respecto de cómo orientarla. Para John Rawls, la eficacia económica debe subordinarse a la justicia política de iguales libertades y de igualdad de oportunidades.(Rawls, 1971). Por último, la titularidad de derechos sociales, entendida como el acceso universal a un umbral de prestaciones e ingresos que aseguran la satisfacción de necesidades básicas, constituye la definición misma de ciudadanía social, tal como fue planteada originalmente por T.H.Marshall (1950). Para Marshall, la ciudadanía social “abarca tanto el derecho a un modicum de bienestar económico y seguridad, como a tomar parte en el conjunto de la herencia social y vivir la vida de un ser civilizado, de acuerdo con los estándares prevalecientes en la sociedad.”(Gordon, 2003, p. 9). Pero en el caso de los DESC, a diferencia de los derechos civiles y políticos, el tránsito desde el de jure al de facto requiere de mediaciones adicionales, tales como la disponibilidad de recursos, un contrato social de base para el reparto de excedentes en función de la plena realización de los DESC, una especial consideración de cómo distintos actores sociales y culturales entienden la realización de tales derechos, y la capacidad de la sociedad de organizarse para demandar. ¿ Cómo hacer exigibles los DESC para toda la sociedad en una situación estructural como la que viven la mayor parte de los países de la región, con grandes desigualdades, altos niveles de 1
Los contenidos de este artículo se basan en gran medida en CEPAL (2006) y Machinea y Hopenhayn (2005).
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pobreza, moderado y volátil crecimiento económico, e ingresos per cápita comparativamente bajos? Asegurar el cumplimiento del “derecho de toda persona a un nivel de vida adecuado para sí y su familia, incluso a alimentación, vestido y vivienda adecuados y a una mejoría continua de las condiciones de existencia”, escapa en gran medida a la buena voluntad de los gobernantes y, cada vez más, depende de factores que incluso trascienden los límites territoriales del EstadoNación. Pero por otro lado, ¿cuánta desigualdad es éticamente tolerable si, a partir de cierto punto, es esta desigualdad, y no los bajos ingresos medios de la sociedad, lo que impide avanzar en la universalidad y exigibilidad de los DESC? Dado que los recursos son escasos, deben jerarquizarse de alguna manera los derechos, y luego satisfacerse en función de recursos disponibles. Los mínimos garantizables universalmente deben incrementarse gradualmente, y en esto consiste la progresividad de los DESC. Lo ideal es que esos mínimos se fijen democráticamente, mediante un proceso informado de concertación política, lo que luego reduciría las tensiones entre lo judicial y lo político en materia de exigibilidad. De modo que la sociedad “debe ponerse de acuerdo en cuál es el mínimo, económicamente factible, que va a garantizar a todos sus miembros, y que, por comprender estándares y metas claras, es exigible y justiciable.”(CEPAL 2004, p. 25). 3. Disimetrías entre derechos y políticas Si hemos de considerar la evolución de la región según el horizonte normativo de los Derechos Humanos durante las últimas dos décadas, lo que más llama la atención es la aguda asincronía en la evolución de derechos civiles y políticos, por un lado, y derechos económicos, sociales y culturales, por el otro. En el caso de los primeros, los procesos de institucionalización de democracias censitarias y recuperación del Estado de Derecho en muchos países de la región marcan una inflexión positiva. Prácticamente todos los países de la región tienen hoy gobernantes elegidos por votación popular, incluyendo presidente, parlamentarios y alcaldes o gobernadores. La libertad de pensamiento, de expresión, de culto y de asociación es casi universal en la región. Hay problemas en relación al funcionamiento idóneo de la justicia como también hay problemas graves de corrupción pública, de participación efectiva de la gente en espacios de deliberación y representación políticas, y todavía subsisten problemas de discriminación por adscripción. Pero en general los gobiernos y países de la región toman hoy claras acciones para enfrentar estos problemas y solucionarlos progresivamente. Por otro lado los derechos económicos, sociales y culturales (DESC) no siguen la misma evolución, sobre todo en relación a aspectos relacionados con la pobreza, la distribución del ingreso y el mundo laboral. Persisten factores estructurales de nuestras sociedades y economías, como son la segmentación por inserción productiva y por factores adscriptivos y territoriales, y las agudas inequidades en acceso a activos y patrimonios, todo lo cual perpetúa y refuerza las desigualdades e impide que el progreso tenga un impacto distributivo acorde con lo que prescriben los DESC. Además, nuevos elementos relacionados con la volatilidad económica, la vulnerabilidad externa y los cambios en el paradigma del trabajo tienen como efecto una mayor dificultad para garantizar la inclusión y protección sociales. La rigidez en la distribución del ingreso, la dificultad para reducir el contingente de pobres, así como la creciente constricción y precarización del empleo ilustran esta situación. Cierto es, por otra parte, que las rigideces relativas a la difusión del bienestar obedecen más a las dinámicas de la economía (con creciente incidencia de los factores externos) que a la acción o inacción de los Estados. Contrasta, en este sentido, el efecto social negativo de la volatilidad económica con los esfuerzos de los gobiernos por aumentar la inversión social en los grupos más pobres, reflejada en el aumento del gasto social durante la última década en casi todos los países de la región y, en buena parte de ellos, el reordenamiento de dicho gasto para optimizar el impacto sobre los grupos más pobres. Pero estos esfuerzos se estrellan contra el relativo estancamiento del PIB per cápita en un largo período que va de 1980 al 2003 (aunque poblado de matices entre medio), con bajos niveles de inversión, índices de pobreza que no retroceden y un
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mercado laboral cada vez más informalizado. En contraste, algunos indicadores de “onda larga” en el tiempo sorprenden positivamente por su trayectoria, como son la esperanza de vida al nacer, la mortalidad intantil, la tasa de analfabetismo adulta, la matrícula educacional y la cobertura de servicios básicos. Con todo, sí existen elementos relacionados con la sociedad y la política que son decisivos para avanzar en la universalización de los DESC, tales como las pugnas distributivas que se pueden reflejar en las estructuras impositivas, la orientación y magnitud del gasto público social, y la regulación capital-trabajo; la posibilidad de los gobiernos de mitigar costos sociales con políticas contra-cíclicas ante la volatilidad económica; la eficiencia en la gestión para optimizar el impacto de programas y políticas en el bienestar de los grupos rezagados; los límites a la especulación y “depredación” financieras; políticas fuertemente anti-discriminatorias para revertir desigualdades por adscripción; y otras acciones.
3. El derecho a un nivel de vida adecuado frente a la pobreza y la desigualdad El derecho a un nivel de vida adecuado se ve impugnado en la medida que la incidencia de pobreza y extrema pobreza ha variado muy poco en el tiempo, y hoy hay más pobres que nunca en la región. Pero más fuerte puede ser la interpelación según la relación entre el nivel medio de ingresos y la magnitud de la pobreza. Los datos muestran que en años recientes en la región, el aumento del PIB no se ha traducido correlativamente en un descenso en la incidencia de pobreza e indigencia. Esto sería contradictorio con el marco normativo de los de los DESC implica que el desarrollo debe orientarse de tal modo que los recursos socialmente producidos se distribuyan a fin de hacer efectiva para todos la realización de tales derechos. Sociedades altamente inequitativas quedan, pues, impugnadas en la medida en que gran parte de la pobreza que cobijan o generan resulta evitable de acuerdo a su nivel o ritmo de desarrollo. Así, cuando el ingreso per cápita promedio de una sociedad se ubica claramente por encima de lo requerido por un individuo para procurar los satisfactores que le permiten realizar sus derechos sociales, el hecho de que un amplio contingente de individuos no logre acceder a este conjunto de satisfactores interpela a la sociedad en su conjunto. La inequidad es un rasgo que acompaña desde larga data a las sociedades de la región, y sintetiza estructuras económicas, sociales, de género y étnicas altamente segmentadas. Estas estructuras se reproducen intergeneracionalmente a través de múltiples canales. De modo que la reproducción de la inequidad en el tiempo ostenta un carácter complejo y de factores que se potencian entre sí. Tal vez la señal más elocuente del problema de la inequidad en la región sea la distribución del ingreso; pero dicha distribución es, a la vez, causa y efecto de otras desigualdades tales como las que se generan en la educación y el empleo, o las que se reproducen intergeneracionalmente por adscripción étnica y de género, por distribución espacial y por dependencia demográfica. De hecho, la distribución del ingreso per cápita de los hogares refleja de manera cercana la forma (desigual) en que la educación, el conocimiento, el patrimonio y el acceso al empleo y al financiamiento se distribuyen entre la población de los países de la región. Pero no es sólo a través de estos canales que se reproduce intergeneracionalmente la inequidad. Una sociedad inequitativa desde el punto de vista económico y político tiende a generar instituciones económicas y sociales que defienden los privilegios de aquellos con mayor influencia. Existe una relación entre poder y privilegios que hace que los excluidos lo sean doblemente, por falta de acceso a recursos y activos, y falta de poder para incidir socialmente en la redistribución de los primeros. Las desigualdades distributivas representan un perjuicio para las sociedades en varios sentidos. En primer lugar, no resulta éticamente admisible, porque la concentración del ingreso atenta contra la posibilidad, para un gran contingente de personas, de alcanzar una calidad de vida decente y ejercer sus legítimos derechos. Más dramático resulta este argumento cuando la
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distribución del ingreso determina, para el caso de los niños, mayor o menor posibilidad de sobrevivir en los primeros años, vale decir, cuando la concentración de la riqueza implícitamente segmenta el pleno derecho a la vida, que es el primero de los derechos. También resulta éticamente inadmisible una mala distribución del ingreso, si se considera, por ejemplo, que la región produce suficientes alimentos para garantizar una dieta adecuada para tres veces su población y, pese a ello, sobre todo debido a la estructura distributiva, hay países donde la subnutrición, la desnutrición global y la desnutrición aguda mantienen niveles altos –sobre todo en la población en extrema pobreza, en la perteneciente a minorías étnicas y en la asentada en zonas rurales. De manera que, desde el punto de vista de los DESC, lo que resulta más problemático en la región es su desigualdad por ingresos, la más rezagada en términos de equidad en el mundo. No es sólo cuestión de brecha de ingresos, ya que esto remite, como causa y como consecuencia al mismo tiempo de una mala distribución, a brechas en términos de acceso a bienestar social, de formación de capital humano, de acceso a activos productivos y de pleno ejercicio de los derechos ciudadanos. Una mala distribución del ingreso resulta en que en muchos países de América Latina y el Caribe el nivel de desarrollo existente debiera permitir garantizar a una proporción alta de población en situación de pobreza poder contar con ingresos para salir de dicha condición. Y, sin embargo, hoy la región cuenta con un 42% de los hogares viviendo bajo la línea de pobreza y sin protección social básica, lo que afecta a 220 millones de habitanes, de los cuales 96 millones son pobres extremos. La mala distribución del ingreso en América Latina queda en evidencia al constatar la reducida participación en el ingreso del quintil de hogares más pobres, que contrasta notablemente con la participación del grupo más rico. El 20% de los hogares situados en la parte inferior de la distribución del ingreso capta entre el 2,2% (Bolivia) y el 8,8% (Uruguay) de los ingresos totales. Por su parte, el quintil superior se apropia de entre un 41,8% (Uruguay) y un 62,4% (Brasil) de los ingresos totales (véase el gráfico 3). Más dramático, en cuanto a la alta concentración del ingreso en los países de la región, es la proporción que capta el decil más rico de la población. A tal punto que es esto lo que hace la gran diferencia en términos distributivos, cuando se contrasta la magnitud de la desigualdad en la región frente a otras regiones. Esto queda en evidencia cuando se observa la enorme distancia entre el ingreso medio por habitante de los hogares del decil más rico y los de los cuatro deciles más pobres. En el 2002 el decil más rico recibía en promedio el 36,1% del ingreso de los hogares en los países de América Latina, aunque en algunos de ellos, como ocurre en Brasil, este porcentaje supera el 45%. Más aún, la tendencia observada es que la participación del décimo decil ha tendido ha aumentar en la última década en la mayoría de los países de la región, lo que refuerza una tendencia histórica regresiva Otro indicador de desigualdad está dado por el porcentaje de población que recibe un ingreso inferior al promedio, que en el caso de la región se elevó desde 67% a comienzos de los ochenta hasta un 75% en la actualidad, lo que sugiere que los incrementos de ingresos se han concentrado en los grupos más ricos. 4.
Hacia un pacto de protección social
Si bien está la tendencia histórica hacia una población más escolarizada y con mejores indicadores de salud, dicha población se enfrenta con mercados laborales que no controla, volátiles y cambiantes, segmentados y precarizados, así como la sociedad se enfrenta a rumbos que trascienden las decisiones políticas nacionales, con altos y bajos en las tasas de crecimiento y en la capacidad de las economías de generar empleos. En este contexto, las políticas sociales deben apoyar a la sociedad en sus indefensiones y reducir las inseguridades que atemorizan a sus miembros ante situaciones que afectan desigualmente a las personas según sus diversos grados de vulnerabilidad. Lo que llama a abordar medidas anticipatorias y correctivas –inversión social para el fortalecimiento del capital
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humano y social, seguridad social asociada al trabajo, así como redes de protección y paliativas en su ausencia-. Lo anterior también sugiere que en la inflexión histórica actual en la región hay que pasar de un conjunto de políticas sociales a un sistema de protección social integral que las conjugue. Un pacto por la protección social no puede darse sin considerar los recursos susceptibles de distribución, y las restricciones que provienen tanto de impactos exógenos como de equilibrios internos. El pacto debe formular, como tarea de Estado, y con el compromiso de todos los actores, un proyecto compartido de sociedad al que se aspira. Al menos dos motivos lo justifican. Primero, porque la envergadura de la tarea requiere de grandes consensos nacionales para llevar adelante reformas sociales (innovaciones institucionales, magnitud y asignación de recursos y la forma en que la solidaridad plasma en transferencias efectivas). Segundo, para dar origen a políticas e instituciones estables en el tiempo, más allá de la acotada temporalidad de los gobiernos. Un pacto social tiene tanto aspectos sustantivos como procedimentales. Los primeros se refieren a los contenidos, y se relacionan con pisos mínimos, formas concretas de solidaridad y transferencias, progresividad en cobertura y calidad de prestaciones, expansión del acceso. Lo que debe sostener un pacto social por la protección son principios de universalidad, solidaridad y eficiencia. Esto no significa que todo beneficio sea universalizable, sino que la sociedad fija, a través del diálogo entre actores, los estándares en calidad y cobertura que deben garantizarse a todos los miembros de dicha sociedad. Además, el pacto debe explicitar reglas claras y durables e incluir estándares de gestión. Debe adherir a criterios de estabilidad macroeconómica con socialización de beneficios y sacrificios. Los aspectos procedimentales tienen relación con cómo se convoca al pacto, quiénes participan, cuáles son los procedimientos de deliberación y representación, cómo se fiscalizan los acuerdos y contabilizan sus aplicaciones, de qué manera cumple el Estado su rol regulador. En ausencia de acuerdos y pactos, los logros estarán sujetos a los vaivenes de las negociaciones contingentes, sin continuidad cierta en el mediano plazo y con incierta legitimidad social. Esto impide avanzar en la construcción de un Sistema de Protección Social que enmarque dichas políticas y establezca las bases de una articulación coherente y consistente entre estas políticas sociales y las políticas económicas. Lo que debe deliberarse en un acuerdo social y político no es si los ciudadanos son titulares de derechos por definición, y si éstos deben garantizarse sin ninguna exigencia –cuestiones que no debieran estar en discusión-, sino cuáles y cuánto de tales derechos deben garantizarse para toda la sociedad, teniendo como referencia el grado histórico de avance de las respectivas sociedades y la previsión de los riesgos que la ciudadanía enfrenta. Lo que obliga a que todos los actores adhieran a un principio de solidaridad social, expresado en la distribución intra e intergeneracional de recursos materiales y financieros, de acceso a salud y educación, de riesgos y oportunidades. La pregunta entonces es cuáles derechos, o qué nivel de realización de los mismos, constituye el sustrato de un contrato social que se renueva. En otras palabras, cuál es el contenido específico de un contrato de protección social, en un momento histórico puntual. En el caso de América Latina y el Caribe, es improbable, por ejemplo, que aquellos países que cuentan con altas proporciones de población en condiciones de pobreza y extrema pobreza puedan plantearse absorber en sus políticas de protección a otros segmentos sociales sometidos a riesgos. En países que han reducido considerablemente la pobreza puede ser igualmente una opción regresiva el restringir la protección social a los grupos más pobres. Sobre todo si consideramos la amplitud de las capas medias que, sin soporte ante los riesgos, enfrentan la incertidumbre laboral o los bajos ingresos, o ambos. De manera que los contenidos que dan sustancia a un pacto o contrato social, basado en derechos, no pueden generalizarse para todos los países y momentos. Si bien los derechos son
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universales, sus estándares de realización considerados adecuados están históricamente determinados. Por lo tanto el contrato social debe considerar esta variación en el tiempo y el espacio, conforme se expanden o disminuyen los recursos, y aumentan los umbrales mínimos requeridos para salir de la pobreza, mitigar la vulnerabilidad y avanzar en inclusión social. Además, un pacto debe partir del hecho de que los tres principios en juego en los sistemas de protección (solidaridad, universalidad y equivalencia) requieren equilibrarse a fin de movilizar incentivos y mezclarlos apropiadamente. Ese equilibrio no viene dado: hay que construirlo, legitimarlo y no es fácil consensuar un óptimo entre incentivos al aporte individual y mecanismos de transferencia para plasmar solidaridad y universalidad. En síntesis, el pacto de protección social debe apuntar a la construcción de un consenso que contemple: Piso de protección social al cual todo miembro de la sociedad, por ser ciudadano, debe tener acceso, pero que debe ser realista en función del nivel de desarrollo de la sociedad y el margen viable de redistribución y transferencias entre unos sectores y otros. Ritmo expansivo de ese piso, y secuencia y progresividad en la ampliación de esferas de protección y provisión. Todo ello, considerando el margen para la redistribución de recursos pero también la expansión de recursos por vía del crecimiento económico, conciliando medidas redistributivas con resguardo de la competitividad y sostenibilidad del crecimiento. Formas concretas de solidaridad, cuyos mecanismos concretos pueden variar de un país a otro. Precisamente como no hay un modelo único, es tan importante forjar una institucionalidad social que tenga suficiente autoridad y legitimidad (desde el Estado y desde la sociedad) para aplicar las políticas del caso. Lo que está en juego es el respaldo que la sociedad le confiere a sistemas regulares de transferencias: entre activos y pasivos por razones de edad, género y condición de empleo e ingreso; entre aportantes privados y beneficiarios públicos; entre ciudadanos de altos ingresos y ciudadanos de bajos ingresos; entre empleadores y empleados; y entre población protegida y población vulnerable. Para ello el pacto social debe plasmar en formas instituidas de regulación que el Estado hace cumplir, y que permiten garantizar que se ejerzan estas formas de solidaridad. Sea en la combinación idónea público-privada para el financiamiento de prestaciones y de provisión de servicios (incluyendo por ejemplo, fondos de compensación), entre aportes individuales y retribuciones públicas (equilibrando incentivos y transferencias), en carga y estructura tributaria, en distribución de costos y beneficios en las reformas laborales. Un esquema progresivo, tanto en materia de gasto social como de carga tributaria; pero al mismo tiempo definiendo y, si es necesario, blindando el destino de estos incrementos, que deberán orientarse a la inversión social y con claros beneficios hacia los grupos más desprotegidos. Y acordar estándares de impacto social de estos incrementos en recursos, que el Estado deberá asumir como una obligación que surge del pacto social.
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BIBLIOGRAFÍA Bobbio, Norberto (1995): Derecha e izquierda, Madrid, Santillana-Taurus, cuarta edición. CEPAL (2004): “Derechos económicos, sociales y culturales, política pública y justiciabilidad (Carlos Vicente de Roux y Juan Carlos Ramírez, editores), Bogotá, Serie estudios y perspectivas No. 4. CEPAL (2004a), Panorama Social de América Latina 2004, Santiago de Chile. CEPAL (2004b), Desarrollo productivo en economías abiertas, documento presentado al Trigésimo Período de Sesiones de la CEPAL, San Juan, Puerto Rico, 28 de junio al 2 de julio del 2004. CEPAL (2006), La protección social de cara al futuro: acceso, financiamiento, solidaridad. Gordon, Sara (2003): “Ciudadanía y derechos ¿criterios redistributivos?, Santiago, CEPAL, Serie Políticas Sociales No. 70. Machinea, José Luis y Martín Hopenhayn (2005): “La esquiva equidad en el desarrollo latinoamericano:una visión estructural, una aproximación multifacética”, CEPAL, por publicar. Marshall, T.H. (1950): Citizenship and Social Class and Other Essays, Cambridge, Cambridge University Press. Rawls, John (1971): A Theory of Justice, The Belknap Press of Harvard University Press, Cambridge, Estados Unidos.
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