SED MISERICORDIOSOS COMO VUESTRO PADRE ES MISERICORDIOSO. Francesc Ramis Darder Catedral de Mallorca

SED MISERICORDIOSOS COMO VUESTRO PADRE ES MISERICORDIOSO Francesc Ramis Darder Catedral de Mallorca “Dios clemente y compasivo, paciente, lleno de a

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SED MISERICORDIOSOS COMO VUESTRO PADRE ES MISERICORDIOSO

Francesc Ramis Darder Catedral de Mallorca

“Dios clemente y compasivo, paciente, lleno de amor y fiel” (Ex 34,6).

A lo largo del estudio, ofrecemos una visión panorámica de la misericordia tal como aparece en la Escritura. Comenzaremos abordando el AT para percibir como el Señor modela a Israel con ternura y misericordia hasta convertirlo en la comunidad que refleja la bondad divina entre la sociedad humana. A continuación, abordaremos el NT, plenitud de la Antigua Alianza, para subrayar como Jesús, presencia encarnada de Dios entre nosotros (Jn 1,1.14), forja la comunidad cristiana, el nuevo Israel, hasta transformarla en semilla del Reino de Dios, alegoría de la humanidad abrazada a la voluntad divina y hermanada en la fraternidad. Una breve síntesis pondrá fin al estudio, y el elenco bibliográfico permitirá al lector interesado ahondar en la materia. 1.La perspectiva del Antiguo Testamento. Como señala la Escritura, el Señor reveló al profeta Jeremías su intimidad con Israel, su pueblo. Envió al profeta al taller del alfarero para que viera la delicadeza del artesano para modelar vasijas. De pronto, un cuenco se rajó en el torno, pero el alfarero no lo desechó, recomenzó la obra con el mismo fango. Mientras Jeremías contemplaba la escena, dijo el Señor: “Como está la arcilla en manos del alfarero, así estáis vosotros en mis manos, pueblo de Israel” (Jr 18,6). La metáfora sugiere la espiritualidad del Antiguo Testamento: Dios, el alfarero, tiene nombre propio, el Señor; la bondad y la misericordia evocan las manos de Dios que, como buen artesano, modela a su pueblo; la arcilla simboliza la identidad de Israel, el pueblo de Dios; mientras el torno insinúa la historia humana, el escenario donde el Señor cincela su comunidad. Tanto el alfarero como el Señor toparon con el mismo problema: si el barro no está húmedo, se desgarra en el torno. Dios modelaba el fango, pero falto al agua, se rajaba; aún así no se desanimaba, recogía la arcilla para redondearla de nuevo. El fango, metáfora de Israel, no era siempre blando, sino quebradizo entre los dedos de Dios. Israel interpretará los desgarrones como castigo divino, cuando en realidad se producen cuando huye del Señor y rechaza su misericordia. A pesar de la resistencia del pueblo, el Señor no cesa de modelarlo a su imagen y semejanza, con ternura y misericordia, a lo largo de cinco etapas: liberación, acompañamiento, creación, perdón y vida para siempre. Veámoslo.

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1.1.La identidad del Señor: “Yo soy el que soy”. Como señala la Biblia, Moisés pastoreaba el rebaño de Jetró, su suegro. Buscando una oveja, vio una zarza ardiendo sin consumirse. Acercándose para observarla, Dios le habló: “He visto la aflicción de mi pueblo en Egipto [...] voy a bajar para liberarlo […] yo te envío al faraón para que saques de Egipto a mi pueblo”. Moisés aceptó el reto: “Me presentaré a los israelitas y les diré: El Dios de vuestros antepasados me envía a vosotros”. A continuación, preguntó: “si ellos me preguntan cuál es su nombre, ¿qué les responderé?”. Dios le contestó: “Yo soy el que soy. Explícaselo así a los israelitas: ‘Yo soy’ me envía a vosotros” (Ex 3,1-14). De ese modo, desvela Dios su identidad: “Yo soy” o “Yo soy el que soy”; la locución adquiere dos significados principales. En tiempos antiguos, la expresión “Yo soy” mostraba el sentido causativo; es decir, Dios aparecía como “el que hace ser” a su pueblo, dicho de otro modo, el Señor “es la causa” de la existencia de su comunidad. Notemos la semejanza con la metáfora del alfarero: El artesano coge barro y modelándolo lo “hace ser” una vasija; Dios elige unos esclavos en Egipto y los “hace ser” su pueblo, Israel. Otro aspecto de la vocación de Moisés muestra como Dios convierte (hace ser) a los israelitas en el pueblo de su propiedad: “Dios dijo a Moisés: Yo soy el Señor, y os arrancaré de la opresión de los egipcios […] os libraré de su esclavitud […] os tomaré para que seáis mi pueblo, y yo seré vuestro Dios […] os llevaré a la tierra que juré dar a Abrahán, a Isaac y a Jacob, y os la daré” (Ex 6,2-9). Así, la locución “Yo soy” señala la intimidad del Señor, “el que hace ser a su pueblo” para convertirlo en su propiedad personal. Conviene matizar una cuestión. La expresión castellana “el Señor” traduce la palabra hebrea “Yahvé”, uno de los nombres relevantes del Dios de Israel. Con intención de precisar el significado de los términos hebreos, los estudiosos suelen compararlos con el árabe, idioma hermano. El árabe dispone de un verbo semejante al término “Yahvé”, que significa “amar apasionadamente”. Cuando unimos el sentido de la expresión “el que hace ser” con el halo del amor apasionado, intuimos la intimidad de Dios: el Señor es quien modela a su pueblo con amor apasionado para convertirlo en imagen y semejanza suya entre la humanidad entera (Gn 1,26). Ahora bien, cuando los israelitas alcanzaron Palestina, se convirtieron en un pueblo sedentario. El cambio de vida supuso la variación del leguaje; por eso la comprensión de la locución “Yo soy”, entendida como “el que hace ser”, fue convirtiéndose en “Yo soy”. ¿Qué significa este cambio? Al establecerse en Palestina, los israelitas establecieron relaciones con los cananeos, pobladores del país. La religión cananea contaba con muchos dioses, adorados en numerosas imágenes. Atraídos por la exhuberancia del culto cananeo, los israelitas olvidaron al Señor y adoraron a los dioses cananeos, los ídolos. Dolidos del abandono, los profetas recordaron al pueblo que solo el Señor es Dios, y censuraron la falsedad de los ídolos. La profecía de Isaías dibuja los ídolos como “los que no son”, “nada” o “nulidad” (Is 41,24.29; 45,14), a la vez que alaba al Señor, “el que es”, como el único Dios: “Yo soy el Señor y no hay otro; no hay dios fuera de mí” (Is 45,5). Como enseña Isaías, la salvación brota del Señor y no del falso poder de los ídolos. El Señor, “el que es”, es el autor de la creación, y dirige la historia para propiciar

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la liberación de Israel (Is 40,26; 41,1-5); en contraposición, los ídolos son incapaces de emprender cualquier tarea, pues “no son” dioses y es absurdo adorarlos (Is 41,23-24). A modo de síntesis, la doble acepción de la locución “Yo soy el que soy” dibuja la intimidad del Señor. Desde la perspectiva del “que hace ser”, el Señor aparece como quien modela a su pueblo con amor apasionado para convertirlo en testigo de su bondad en la historia humana; y al contraluz de los ídolos, “los que no son”, el Señor es “el único que es”, el único capaz de actuar en la historia a favor del ser humano. 1.2.Bondad y misericordia, metáfora de las manos de Dios. Como acabamos de exponer, el Señor modela Israel para convertirlo en su propiedad personal. No obstante, ¿qué aspecto desea conferir a su pueblo? El libro de Isaías ofrece la respuesta: “Así dice el Señor […] el que te formó, Israel […] que creé para mi gloria” (Is 43,1-7). Cuando el Señor, eco del alfarero, modela Israel no elabora una comunidad cualquiera, sino el pueblo que refleja la gloria de Dios; el Señor cincela Israel para convertirlo en testigo de la bondad divina en la historia humana. Las manos con que Dios configura Israel no son corporales, sino espirituales; así lo subraya el libro del Éxodo: “Dios clemente y misericordiosos, paciente, lleno de amor y fiel” (Ex 34,6). En lengua hebrea, la palabra “misericordia” señala literalmente “el seno materno”; y en sentido metafórico, alude al sentimiento amoroso que vincula a las personas por lazos de sangre o de corazón, como la madre y el padre con sus hijos, o a un hermano con otro (Gn 43,30; Sal 103,13). El término “clemencia” perfila el sentido de la misericordia. Aunque el Señor quiere modelar a su pueblo, Israel es reacio a la misericordia divina; así lo lamentó el Señor ante Moisés: “¿Hasta cuándo este pueblo se negará a creerme después de todos los prodigios que he realizado en su presencia?” (Nm 14,11). Sin embargo, Moisés intercedió ante el Señor: “Perdona el pecado de este pueblo por tu gran misericordia”; y Dios respondió: “Le voy a perdonar como tú dices” (Nm 14,19-20). La clemencia representa la constancia de Dios por modelar al pueblo que rechaza su caricia; así la clemencia manifiesta la “paciencia” de Dios por tornear Israel a su imagen y semejanza. Ahondando en la cuestión, el Señor también es “fiel” y “lleno de amor”. Como sabemos, la decisión de amar a alguien entraña el compromiso de buscar su bien; así lo manifestó Dios a su pueblo durante la ruta del desierto: “El Señor […] os eligió […] no porque fuerais más numerosos que los demás pueblos […] sino por el amor que os tiene” (Dt 7,7-8). Cuando la Escritura sentencia que Dios ama con fidelidad, certifica que es posible fiarse de su bondad en todo momento y situación; Dios acoge siempre al ser humano para que encuentre cobijo en su regazo. Misericordia y clemencia, amor y fidelidad son las manos con que Dios modela a su pueblo para convertirlo en testigo de la bondad divina en la sociedad humana. No obstante, tanto el alfarero como el Señor topaban con el mismo problema: si el fango no está húmedo, se desgarra y se rompe. El Señor quería modelar Israel, pero el pueblo reseco se resistía. ¿Qué simboliza la sequedad del fango? A lo largo del AT, la sequedad ilustra la desgracia del hombre seducido por los falsos dioses (Is 1,28). Para saber quienes son los falsos dioses, oigamos la voz del Deuteronomio: “Cuando el Señor, tu Dios, te introduzca en esa tierra buena [...] no te olvides del Señor tu Dios [...] cuando se multiplique tu ganado, tu plata, tu oro, y todos tus bienes, que no se engría tu

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corazón y te olvides del Señor […] Y no digas: ‘Con mis propias fuerzas he conseguido todo esto’. Acuérdate del Señor; él es quien te ha dado la fuerza” (Dt 8,7-18). Los falsos dioses son tres, a saber, el afán de poder: “con mis propias fuerzas he conseguido todo esto”; el ansia por acaparar bienes sin medida: “cuando se multiplique tu ganado”; y el engreimiento por aparentar lo que no somos: “Y no digas”. La idolatría consiste en huir de las manos de Dios para entregarse al poder, el tener y la apariencia; por eso la idolatría es pecado, pues aleja al hombre del regazo divino para destruirlo entre las garras de los falsos dioses. La idolatría acarrea la infelicidad, pues por mucho que medremos, siempre hay alguien más poderoso, más pudiente y con más prestigio que nosotros; esta infelicidad se denomina en la Biblia sequedad, la consecuencia del pecado que deshace cualquier persona. Ahora bien, la huella del pecado y la impronta de las manos divinas no pesan igual en el aspecto del ser humano, lo crucial es el reflejo del amor de Dios y no las heridas del pecado. Cuando el fango reseco se rompía, el alfarero no lo desechaba, reemprendía la tarea para transformarlo en un vaso mejor (Jr 18,1-10). Cuando Israel huía de Dios para abrazarse a los ídolos, quedaba seco; pero el Señor no lo abandonaba, le perdonaba para devolverle la vida. Al parangonar la historia de Israel con nuestra vida, percibimos la relevancia del paso de Dios sobre las cicatrices del pecado; aún así, podemos mirar los golpes del pecado desde la perspectiva divina, pues a los ojos de Dios incluso las marcas del pecado son el contraluz del perdón que nos ha concedido. El alfarero no modela el vaso en un instante. Tampoco Dios moldeó a su pueblo de una vez; lo hizo con delicadeza para que percibiera la mano del Señor que le torneaba con amor. Aguzando el ingenio catequético, diríamos que Dios cinceló Israel a lo largo de cinco etapas: liberación, acompañamiento, creación, perdón y vida para siempre; comentémoslo. 1.3.El Señor, Dios que libera. Como recalca el AT, el Señor liberó a los israelitas esclavizados en Egipto. Agradecidos, compusieron una profesión de fe para confesar que la liberación era el suceso esencial de la historia del pueblo. Oigamos un fragmento: “Éramos esclavos del faraón de Egipto y el Señor nos sacó de Egipto con mano fuerte […] para introducirnos y darnos la tierra que había prometido a nuestros antepasados” (Dt 6,20-24). Conocemos bien la historia de la liberación de Israel. El Señor, por medio de Moisés, sacó a Israel de Egipto. El pueblo cruzó el mar y atravesó el desierto hasta el monte Sinaí, donde Dios le entregó las tablas de la Ley. Después, siguió su camino hacia la Tierra Prometida que conquistó bajo la guía de Josué. El relato bíblico expone la liberación de Israel, pero la intimidad del Dios liberador debemos buscarla en el pasaje de la vocación de Moisés (Ex 3,7-12). Los israelitas gemían por la opresión de los egipcios. Su dolor llegó a oídos del Señor que dijo a Moisés: “He visto la aflicción de mi pueblo en Egipto […] Voy a bajar para librarlo del poder de los egipcios” (Ex 3,7-8). Notemos el detalle: Israel sufre en Egipto, pero antes de implorar la salvación, Dios decide liberarlo.

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Las religiones antiguas muestran al hombre oprimido que ofrece sacrificios para obtener el favor de Dios y conquistar su ayuda. Israel también padece oprobio en Egipto; pero, y ahí está la diferencia, no es Israel quien se gana el favor de Dios con sacrificios, es el Señor quien se adelanta a liberarlo. Sin duda, ¡Dios nos ha amado primero!, así lo enfatiza s. Juan: “El amor no consiste en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que él nos amó primero a nosotros” (1Jn 4,10). La vocación de Moisés ofrece otro detalle importante: “Moisés […] vio que la zarza estaba ardiendo pero no se consumía” (Ex 3,2). ¿Qué representa la zarza? La zarza simboliza a quienes siguen al Dios que libera. Muchas son las dificultades que, como el fuego de la zarza, queman nuestra existencia. Quien sigue la llamada del Dios liberador siente la quemazón de los ídolos, pero sabe que su existencia no llegará a consumirse porque a su lado palpita la presencia del Dios liberador. El Señor no sólo salvó a Israel de Egipto, también nos libera hoy. Sentirse liberado significa creer que Dios nos ha amado primero. Significa confiar en que si nos mantenemos fieles al Dios del amor, luchando por la liberación de la sociedad humana, no habrá contrariedad capaz de aniquilarnos para siempre. 1.4.El Señor, Dios que acompaña. La fe de Israel confiesa la liberación de la esclavitud de Egipto; aún así, los israelitas se preguntaban: ¿cómo conocía Dios nuestro penar? La comunidad puso la respuesta en labios del Señor: “He visto la aflicción de mi pueblo en Egipto, he oído el clamor que le arrancan sus opresores” (Ex 3,7). El Señor conocía el dolor de su pueblo porque nunca dejó de acompañarlo durante la historia; es decir, el Dios que libera no es una divinidad distante, sino el Señor que acompaña siempre a su pueblo. La experiencia de Dios que acompaña es tan importante que la Escritura le dedica las “Historia patriarcales” (Gn 12-50), entre otras narraciones; los relatos de Abrahán, Isaac, Jacob y José manifiestan, entre otros temas, la certeza de que Dios acompaña a su pueblo. Cuando Abrahán vivía en Ur de los caldeos, el Señor le puso en camino hacia el país de Canaán; pero Dios no le dejó solo, le cubrió de bienes, trenzó con él una alianza, escuchó su plegaria, y le concedió descendencia (Gn 12-21). Confiando en Dios, el criado de Abrahán obtuvo esposa para Isaac, el hijo de su señor (Gn 24). Jacob recibió la revelación divina y disfrutó de prosperidad y descendencia (Gn 28-30). La historia de José subraya como Dios acompañó al patriarca a lo largo de su vida, pues repite con frecuencia que “el Señor estaba con él” (Gn 39,3). Los patriarcas no son siempre modelos de santidad. Abrahán entregó a Sara, su esposa, al faraón para enriquecerse (Gn 12,10-20). Jacob robó la primogenitura de su hermano Esaú (Gn 27), y depredó los rebaños de su tío Labán (Gn 30,32-43). Aunque Abrahán y Jacob parezcan alejarse del Señor, Dios permanece a su lado; para reflexionar sobre la fidelidad divina, el profeta Isaías puso en labios de Dios una frase enigmática: “Yo formo la luz y creo las tinieblas” (Is 45,7). ¿Qué significa? Cuando obramos el bien caminamos hacia la luz, hacia Dios. Cuando perpetramos el mal vamos hacia las tinieblas. Ahora bien, en la oscuridad, representada por la perfidia de Abrahán y Jacob, también late la presencia de Dios, no para incitarnos a la maldad, sino para

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estar presto a recogernos cuando decididazos practicar el bien y volver a su regazo. Dios está siempre a nuestro lado, en tiempos de luz y en etapas de tiniebla. Como podemos apreciar, las historias patriarcales otorgan la victoria al más pequeño. Esaú era el hermano mayor y Jacob el menor, pero Dios se inclinó por el menor. Había dos hermanas Lía y Raquel, la escogida fue la menor, Raquel. Jacob tenía hijos, pero el predilecto era el pequeño, José. Sin duda, Dios acompaña a todo ser humano, pero tiene privilegiados: los pequeños y los pobres; pues el Señor elige a los sencillos para llevar a cabo su proyecto: “Dios ha elegido lo que el mundo considera débil para confundir a los fuertes” (1Cor 1,27). Los profetas sentenciaron que saberse acompañado no significa que Dios tolere la injusticia de Israel; dice Amós: “Escuchad […] quienes oprimís a los pobres [...] vendrán días en que os sacarán con garfios” (Am 4,1-3). Saberse guiado por Dios implica esforzarse por cumplir con amor las exigencias de la justicia; la plegaria refleja la certeza de sabernos guiados por Dios, y la cercanía a los pobres manifiesta el compromiso de quien se sabe acompañado por la exigencia del Señor. 1.5.El Señor, Dios creador. Desde la perspectiva catequética, podríamos decir que Israel formuló otra pregunta: ¿por qué Dios nos acompaña? La respuesta pudo ser: ‘Dios nos acompaña porque acompaña a todos los pueblos’. Emergió otra cuestión: ¿y por qué acompaña Dios a todas las naciones? La respuesta fue tajante: ‘Dios acompaña a todos los pueblos porque acompaña toda la historia humana’. Afinando la cuestión, Dios acompaña toda la historia porque está en el origen de todo; dicho de otro modo, Dios lo acompaña todo porque es el creador de todo. Como hemos reiterado, Israel es la comunidad que Dios modela; en la primera etapa, Israel percibe al Señor como liberador, en la segunda como el que acompaña, y en la tercera como creador. ¿Qué significaba la creación en la cultura oriental? Los antiguos entendían que el universo existía desde siempre, pero que durante un tiempo había tenido un aspecto caótico. La creación radicaba en el empeño de los dioses por desmezclar las cosas, por “separarlas” unas de otras y organizarlas bien; la creación consistía en el “orden” que los dioses imponían sobre el mundo “desordenado”. Una epopeya mesopotámica, “AtraHasis”, describe la creación como el “orden” que las deidades imponen al “desorden”; también narra como los dioses crean al ser humano para que, a modo de esclavo, realice tareas fatigosas, así el hombre y el mundo están sometidos a la tiranía de los dioses. El relato de la creación que ofrece el Génesis conserva retazos del “orden” y la “separación” propios del pensamiento oriental, pero dibuja la creación desde una óptica nueva. Como señala el Génesis, Dios “crea” el cielo y la tierra, los monstruos marinos, el hombre, y todas las cosas. La creación del hombre es especial, para describirla el relato utiliza tres veces la raíz “crear” (Gn 1,27-28). La Biblia emplea el verbo “crear” cuando el sujeto es Dios, es decir, los hombres “hacen” y “fabrican”, pero sólo Dios “crea”. ¿Por qué el relato bíblico de la creación diverge de los antiguos mitos orientales? Como hemos visto, los dioses creaban el mundo y el hombre para esclavizarlos; pero la novedad de la presentación bíblica estriba en subrayar que Dios crea al hombre a su imagen y semejanza para que custodie el mundo nacido del designio

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divino. Más adelante, la Escritura expresará la novedad de la creación con una sentencia profunda: “Dios hizo todo esto (el mundo) de la nada y del mismo modo fue creado el hombre” (2Mac 7,28); así ratifica que el futuro del mundo y del hombre no depende del azar del destino, sino del empeño divino que los guía hacia la eclosión del Reino de Dios. Quien escribió el relato bíblico de la creación no redactó un tratado científico. Conocedor de la ciencia de su época, describió el universo desde la perspectiva de la fe. Afirmó que en el hondón del mundo y del ser humano late el proyecto amoroso de Dios. Sentenció que el hombre no es un esclavo, sino el amigo con quien Dios dialoga; pues la creación está sostenida por las buenas manos de Dios y no aplastada por la fuerza de sus puños, como afirmaban los mitos orientales. Antes de crear el mundo y el hombre, el Señor ya los amaba. Sentencia el Génesis: “la tierra era una soledad caótica […] pero el espíritu del Señor aleteaba sobre las aguas” (Gn 1,2). Bajo la imagen del espíritu del Señor que aletea sobre las aguas, palpita el proyecto divino que conduce al mundo y al hombre hacia el Reino de Dios; de nuevo apreciamos como el Señor nos ama antes incluso de que podamos conocerle, ¡Dios siempre ama primero! (1Jn 4,10). Cuando afirmamos que Dios es creador, nos sabemos en las buenas manos que nunca nos abandonan, pues “en él vivimos, nos movemos y existimos” (Hch 17,28); a la vez que percibimos en la dignidad de cada persona el hálito del proyecto divino a favor de la humanidad. Creer en Dios creador impele nuestra vida al cuidado de la naturaleza y a plantar en la sociedad la semilla del evangelio hasta que irrumpa en la historia la grandeza del Reino de Dios. 1.6.El Señor, Dios del perdón. El alfarero no rechaza el fango cuando se desgarra entre sus manos, sino que vuelve a tornearlo para convertirlo en la más bella vasija. El Señor experimentaba la misma situación, quería moldear al pueblo a su imagen y semejanza, pero la asamblea reseca, alegoría de los golpes del pecado, se desgarraba en sus manos. Como hiciera el alfarero, el Señor no lo desechaba, volvía a moldarlo para convertirlo en testigo de su presencia entre la humanidad. El Señor, como el alfarero, “reordenaba” el fango, alegoría del pueblo, para “volver a crear” la vasija. La palabra “reordenar” y la locución “volver a crear” constituyen un sinónimo del término “perdonar”. Cuando el Señor nos perdona, “reordena nuestra vida” o “vuelve a crearnos” para que seamos testigos de su misericordia en la sociedad humana; pues, como dice Ezequiel: “Dios no quiere la muerte del pecador, sino que se convierta y viva” (Ez 18,23). Volver a ordenar, volver a crear es sinónimo de perdonar. Por eso cuando Isaías explica que Dios perdona a su pueblo, afirma que lo crea; dice el Señor: “Yo soy el Señor, vuestro Santo, el Creador de Israel, vuestro Rey” (Is 43,15). Cuando Isaías subraya que Dios “ha creado a Israel”, no quiere decir que lo constituye materialmente en aquel momento, pues en tiempos del profeta, hacía siglos que existía. Significa que lo ha perdonado; sin duda, el perdón de Dios reordena la vida de quien lo recibe. Israel experimenta el acíbar del pecado; el dolor que produce dejar al Dios de la vida por los ídolos de muerte. No obstante, el Señor le perdona; hace que el fango reseco, alegoría del pueblo mendaz, se convierta en el barro húmedo, alegoría de la comunidad fiel a la ley que Dios modela a su imagen y semejanza.

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El dolor del pecado no proviene del castigo divino, sino de la sequedad que agosta la vida de quien se aleja del amor. Dios es fiel; a pesar de que le abandonemos, nos sigue amando. Saberse perdonado por Dios significa haber experimentado que el pecado, por duro que sea el rastro que deja en nuestra vida, no tiene la última palabra; pues el último gesto viene de Dios que rehace nuestra vida a su imagen y semejanza. Convertirse significa dejar que el agua de Dios, metáfora de los mandamientos, empape nuestro barro para que las manos divinas puedan tornearnos con amor apasionado. 1.7.El Señor, Dios de la vida. Cuando Israel entendió que Dios libera, acompaña, crea y perdona, formuló otra pregunta: ¿por qué Dios hace con nosotros un proceso tan delicado? Y respondió: Dios nos modela con delicadeza para que vivamos siempre con El; pues la finalidad del amor de Dios es que gocemos con él de la vida eterna. Ahora bien, los israelitas antiguos, influidos por los mitos orientales, dudaban de que el hombre pudiera vivir con Dios para siempre. Entendían que Dios era bueno, pero intuían que la distancia que media entre la pequeñez humana y la grandeza divina es tanta que impide que el hombre pueda encontrarse con Dios cara a cara. Moisés vio la espalda del Señor; pero el rostro, metáfora de la intimidad divina, permaneció oculto a sus ojos (Ex 33,18-23). La fe de Israel topó con un dilema. Por una parte, los israelitas no se atrevían a imaginar que después de la muerte el hombre pudiera vivir para siempre con Dios. Por otra, creían que Dios modela la existencia humana con amor apasionado; y por eso entendían que el hombre no es un ser cualquiera, sino el más privilegiado de la creación; así lo dice el salmista: “Al hombre lo hiciste inferior a un dios, coronándolo de gloria y esplendor; le diste el dominio sobre toda la creación” (Sal 8,6). En definitiva, la grandeza humana indicaba el absurdo que entraña la desaparición del hombre después de la muerte; pero la pequeñez humana ante la grandeza divina hacía impensable que el hombre pudiera vivir con Dios para toda la eternidad. Con intención de resolver el dilema, los israelitas idearon el “Sheol”; el receptáculo situado bajo la superficie terrestre. Cuando el hombre moría, “el alma” de la persona descendía al Sheol; de ese modo, “el alma”, “lo mejor del ser humano”, no moraba con Dios en el cielo, ni era aniquilada para siempre, sino que reposaba en el Sheol. Los sabios israelitas protestaron contra esta solución. Como decían, no es posible que Dios modele la vida de cada persona con bondad y misericordia; para que, al final, todo acabe en el absurdo del Sheol. Dios no modela al hombre a su imagen y semejanza para esconderlo en el Sheol; como tampoco tornea el artesano una vasija para olvidarla después. Los sabios afirmaron: “Las almas de los justos están en las manos de Dios” (Sab 3,1; ver Dn 12,1-4). Cuando dejamos que Dios modele nuestra vida a su imagen y semejanza, nos convertimos en hombres justos, personas que testimonian la bondad divina en la sociedad humana. Dios modela nuestra vida para convertirnos en hijos suyos: hijos de Dios para siempre. Creer en el Dios de la vida significa comprometer la existencia en la lucha por la justicia, el amor y la misericordia. Quien opta por el amor y trabaja por la

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justicia padece la persecución de los poderosos, pero tiene la certeza de que vivirá para siempre en las buenas manos del Señor, el Alfarero de la Vida: “Nos hiciste Señor para ti, y nuestro corazón no descansará hasta que repose en ti” (s. Agustín). Síntesis. A lo largo del AT, la importancia de Dios no solo radica en que sea eterno u omnisciente, sino en que, respetando la libertad humana, interviene en la historia para conducir los acontecimientos hacia la irrupción del Reino de Dios. Desde la perspectiva poética, el AT constituye la parábola que describe la ternura y la misericordia con que Dios modela a su pueblo hasta convertirlo en imagen y semejanza suya (Gn 1,26). Así, la Primera Alianza delinea las cinco etapas en que Dios forja a su pueblo sobre el yunque de la historia: el Señor liberó a Israel esclavizado en Egipto (Dt 6,20-24), acompaña a su comunidad durante la historia (Gn 12-50), crea el universo y la humanidad entera (Gn 1,2-3), no se cansa de ofrecer el perdón (Os 1-3), y abre las puertas del ser humano a la vida para siempre en el cielo (Sab 3,1; Dn 12,1-4). 2.La percepción del Nuevo Testamento. Después de constatar la perspectiva del AT, analizaremos como Jesús, presencia encarnada de Dios entre nosotros (Jn 1,1-14), modela a sus discípulos con ternura y misericordia a lo largo de cinco etapas hasta convertirlos en testigos del evangelio. Comenzaremos reseñando el significado teológico del título “Señor” con que el NT describe la identidad más profunda de Jesús. A continuación, esbozaremos las cinco etapas en las que Jesús, a imagen del Padre en el AT, modela a su comunidad para convertirla en testigo valiente del evangelio. 2.1.Jesús de Nazaret: el Señor. La transfiguración permitió a Pedro, Santiago y Juan, sondear la intimidad de Jesús con Dios, “el Hijo amado” del Padre (Mc 9,7), pero sólo la experiencia de la resurrección y la ascensión, junto al don del Espíritu Santo, permitirá a los apóstoles confesar que Jesús es el Señor (Hch 2,4). Después de recibir el Espíritu en Pentecostés, Pedro dirige un discurso al pueblo que concluye con estas palabras: “Así pues, que todos los israelitas tengan la certeza de que Dios ha constituido Señor y Mesías a este Jesús que vosotros crucificasteis” (Hch 2,36); con razón señala Pablo: “nadie puede decir: Jesús es Señor, sino está movido por el Espíritu Santo” (1Cor 12,3). ¿De dónde procede el título “Señor” que la primera comunidad cristiana, impulsada por el Espíritu Santo, otorga a Jesús? Aunque el origen del título Señor es complejo, ceñiremos el estudio al aspecto más relevante. La comunidad judía de Alejandría (Egipto) comenzó en el siglo III a.C. a traducir el AT, redactado en hebreo y arameo, a la lengua griega; el texto resultante se conoce como “Traducción de los Setenta” o “Septuaginta”. Cuando el traductor encontraba el término hebreo “Yahvé” que significa “Dios”, solía traducirlo con la palabra griega “Kurios” equivalente a la voz “Señor”. El texto del AT más utilizado por los cristianos no fue el hebreo-arameo, sino el griego de la Septuaginta; pues la Iglesia, al ser misionera, quería exponer la Palabra en la lengua

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comprendida por todos, el griego. Así como la Traducción de los Setenta denomina a Yahvé-Dios “Señor”; el NT, redactado en griego, también llama a Jesús “Señor”, de ese modo aprecia en Jesús de Nazaret la plenitud de la actuación de Dios en la historia humana que había comenzado a describir el AT. Como expusimos en el capítulo quinto, Dios, llamado “Señor” en la traducción de los Setenta, modelaba Israel a lo largo de cinco etapas, descritas por el AT: Dios libera a su pueblo (Ex 1-15), le acompaña durante la historia (Gn 12-50), crea Israel y la humanidad entera (Gn 1,1- 2,3), concede el perdón (Os 1-3), y ofrece a su comunidad la vida para siempre (Sab 3,1-5). De la misma manera que Dios, el “Señor”, modelaba a su pueblo a lo largo de cinco etapas, Jesús, el “Señor”, la presencia encarnada de Dios entre nosotros (Jn 1,1), también modela la comunidad cristiana a lo largo de cinco etapas; y a través del testimonio de los cristianos, alentados por el Espíritu Santo, continúa revelando a todo ser humano que Dios es el Padre bueno que nos guía hacia las puertas del Reino de Dios. Veámoslo. 2.1.Jesús, presencia liberadora de Dios entre nosotros. Como rubrica el libro del Éxodo, Dios, el Señor, liberó a Israel de la esclavitud de Egipto (Ex 1-15); también Jesús, rostro de Dios entre nosotros, ha venido “a proclamar la liberación a los cautivos y a dar vista a los ciegos, a liberar a los oprimidos y a proclamar un año de gracia del Señor” (Lc 4,18-19). La liberación concedida por Jesús aparece, entre otros aspectos, en los relatos de milagros. ¿Qué es un milagro? Fijémonos en el relato de “los diez leprosos” (Lc 17,11-19). Jesús encuentra diez leprosos y, después de dialogar con ellos, les dice “id a presentaros a los sacerdotes”. Los israelitas llamaban lepra a toda mancha que aparecía en la piel; los sacerdotes la diagnosticaban, por eso Jesús los envía al sacerdote. Los leprosos vivían en descampado y esperaban al Mesías que pudiera curarles (Lc 7,18-23). Los diez leprosos obedecieron a Jesús, y “mientras iban de camino quedaron purificados de la lepra, uno de ellos notando que estaba curado […] volvió alabando a Dios”. Conviene notar que nueve han sido “purificados”, y uno “curado”. La “purificación” indica un cambio externo: las manchas de la piel desaparecen. Los nueve “purificados” perciben en Jesús a alguien capaz de cambiarles exteriormente, capaz de quitarles las manchas de la piel. En cambio, la “curación” denota una transformación interior que se manifiesta externamente. En el cuerpo del leproso curado, las manchas desaparecen, como en los otros nueve, pero a través de la volatilización de las manchas, el leproso curado percibe en Jesús a alguien más importante que un maestro prodigioso, divisa la actuación de Dios que le cura; este es el auténtico milagro. El verdadero milagro no consiste en el cese de la enfermedad, sino en descubrir a través del fin de la dolencia la presencia de Dios que “cura”. Entre las páginas del AT, Dios es el único que cura en plenitud las dolencias humanas; durante la ruta del desierto, dijo Dios a su pueblo: “Yo soy Dios, el que te cura” (Ex 15,26). El leproso curado se prosterna ante la manifestación de la divinidad; pues para el hombre curado acontece el milagro: mediante la eliminación de la lepra capta en Jesús la manifestación de la actuación de Dios, el que cura; por eso, el hombre curado se prosterna, el gesto religioso que reconoce la presencia de Dios entre nosotros (Dt 26,10).

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2.2.Jesús, acompaña a sus discípulos. Como relata el evangelio, Jesús atrae a las multitudes y a los discípulos entre quienes elige a los Doce (Mc 3,13-18), intima con Pedro, Santiago y Juan (Mc 9, 2), mientras las mujeres le siguen desde Galilea hasta la cruz y la sepultura (Mc 15,40). Jesús dice a los discípulos: “A vosotros Dios os ha dado a conocer los misterios del reino de los cielos” (Mt 13,11). Acendrando su intimidad con los discípulos, Jesús les fue revelando su identidad más profunda como Mesías, Hijo del Hombre, Siervo del Señor, e el Hijo amado del Padre. Pedro, Santiago, y Juan contemplarán la intimidad de Jesús en la transfiguración (Lc 9,28-36), y la comprenderán plenamente después de la resurrección (Lc 24,36-49), la ascensión (Lc 24,50-53) y la recepción del Espíritu (Hch 2,1-13). Cuando Jesús acompaña a las multitudes, les habla con parábolas entresacadas del lenguaje popular: “Sucede con el reino de los cielos lo que con un grano de mostaza que un hombre toma y siembra en su campo. Es la más pequeña de todas las semillas, pero cuando crece es mayor que las hortalizas y se hace como un árbol, hasta el punto que las aves del cielo anidan en sus ramas” (Mt 13,31-32). Toda parábola compara dos entidades diversas; en nuestro caso, la pequeñez del grano con la grandeza del arbusto que engendra. La parábola propone, desde la comparación, una opción y ofrece una enseñanza. Desde esta perspectiva, subraya que la opción cristiana consiste en plantar el grano de mostaza, símbolo del Reino de Dios, para que brote en la tierra el Amor. La enseñanza de Jesús certifica que la tarea cristiana, pequeña como el grano de mostaza, siempre engendra el Reino de Dios. Un apunte decisivo. Jesús no se limitó a acompañar a las multitudes y a los discípulos en Palestina, sino que prometió su presencia permanente entre nosotros: “Sabed que yo estoy con vosotros todos los días hasta el final de este mundo” (Mt 28,20). 2.3. Jesús, manifestación de la intervención creadora de Dios. El NT asume, como hace el AT, la noción según la que Dios es el creador del mundo y de la humanidad entera (Gn 1,1-2,3), pero, como sentencia el apóstol Pablo, añade que el Padre lo hizo todo por medio de Cristo: “para nosotros no hay más que un Dios: el Padre de quien proceden todas las cosas y para quien nosotros existimos; y un Señor, Jesucristo, por quien han sido creadas todas las cosas y por quien también nosotros existimos” (1Cor 8,6). Como recalca Pablo, la nueva creación empieza en Cristo: “Si alguien vive en Cristo, es una nueva criatura” (2Cor 5,17). La sentencia paulina recalca que solo el encuentro con Cristo transforma la existencia humana de raíz, pues hace del hombre una criatura nueva. Un buen ejemplo de la forma en que el encuentro con Jesús trasforma el ser humano en una criatura nueva aparece en el pasaje la mujer samaritana (Jn 4,1-42). Judíos y samaritanos por razones religiosas y raciales se odiaban. Con intención de recalcar la importancia del encuentro entre Jesús y la samaritana, el evangelio precisa el lugar y la hora: “cerca del terreno que Jacob dio a su hijo José [...] estaba el pozo de Jacob [...] era cerca de mediodía” (Jn 4,5-6). Ambos personajes tienen sed: la mujer saca agua y Jesús le pide de beber. Junto al pozo se encuentran la sed de la samaritana y la sed de Jesús. Dios tiene sed de que el hombre tenga sed de El. Tras el diálogo con Jesús, brota en el corazón de la mujer la experiencia central de su vida; pues ella y los samaritanos afirman “estamos convencidos de que él (Jesús) es verdaderamente el

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salvador del Mundo” (Jn 4,42). El resultado del encuentro personal con Cristo implica conocer a Dios en Espíritu y en Verdad (Jn 4,23-24). Adorar a Dios en Verdad supone ser discípulo de Jesús y servidor de los hermanos. Adorar al Padre en Espíritu significa saber que la paga del amor es conocer la paternidad de Dios (Rom 8,15, Gal 4,6), y disfrutar los dones del Espíritu: “amor, alegría, paz, tolerancia, amabilidad, bondad, fe, mansedumbre, y dominio de sí mismo” (Gal 5,22-23); sin duda, el encuentro con Cristo nos hace criaturas nuevas. El encuentro con Jesús ha engendrado de nuevo la identidad de la mujer y los samaritanos. Han sido creados de nuevo al conferir a su existencia un sentido nuevo, pues han transformado el odio entre judíos y samaritanos en el reconocimiento de Jesús, un judío, como el salvador de la humanidad. 2.4. Jesús, manifestación del perdón de Dios entre la humanidad. La narración de Zaqueo muestra la forma en que la autoridad de Jesús confiere el perdón (Lc 19,1-10). Zaqueo era jefe de cobradores y muy rico. El sistema impositivo era desorbitado y los cobradores se enriquecían extorsionando al pueblo, por eso recibían el desprecio popular y eran tenidos por grandes pecadores. Zaqueo deseaba conocer a Jesús, pero el gentío y su baja estatura se lo impedían, pero es Jesús quien se adelanta a mirarle y le dirige la palabra Como señala el relato, “cuando Jesús llegó […] levantó los ojos (hacia Zaqueo)” (Lc 19,5). La decisión de “levantar los ojos” implica el empeño por “mirar en lo más hondo del corazón”. Jesús no se limita a observar, su mirada transforma de raíz a la persona. Jesús no contempla sólo el mal que Zaqueo ha hecho, sino el bien que todavía puede realizar. Le dice: “Baja en seguida, porque hoy tengo que alojarme en tu casa” (Lc 19,5); Jesús entra en casa de Zaqueo porque viene a curar los corazones faltos de perdón y misericordia. La mirada y la palabra de Jesús devuelven a Zaqueo la dignidad; pues “se puso en pie ante el Señor”, símbolo de la dignidad recuperada (Lc 19,8). Sólo el perdón, manifestado en la mirada y la voz de Jesús, devuelven a Zaqueo la dignidad perdida. Quien se sabe perdonado puede gritar con el salmista “mi refugio es el Señor y proclamaré sus maravillas” (Sal 73,28); por eso Zaqueo llama a Jesús “Señor”, Jesús no es solo un maestro interesante, sino el que concede el perdón. Cuando Zaqueo ha experimentado el perdón, se convierte y dice: “Señor, la mitad de mis bienes se la doy a los pobres, y si engañé a alguno, le devolveré cuatro veces más” (Lc 19,8). El AT mandaba restituir lo robado con un recargo del veinte por ciento (Lv 5,21-25), pero Zaqueo entrega mucho más de lo prescrito, pues quien recibe el perdón no pone límites a la capacidad de amar. La mirada y la palabra junto al deseo de alojarse en casa del cobrador, han otorgado el perdón a Zaqueo. El perdón ha restituido la dignidad a Zaqueo y le ha permitido ver en Jesús al único Señor de su vida. 2.5. Jesús, puerta de la vida para siempre. El relato de la pasión, tal como aparece en el evangelio de Lucas, describe la lucha

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interna de Jesús. El Señor sufre el dolor de la cruz sabiéndose en las manos del Padre que le otorgará la victoria final; exclama: “Padre, a tus manos encomiendo mi espíritu” (Lc 23,46); por eso, Jesús muestra una bondad que transforma a sus verdugos y a quienes lo condenan: Pilato lo proclama inocente, así como las mujeres y el pueblo, el buen ladrón, y el centurión. Entre las líneas de la pasión, aparece el episodio del “Buen Ladrón” (Lc 23,32-33.3943) que describe la última acción de Jesús en favor de los débiles; el Señor vierte su misericordia, convertida en esperanza, en el corazón del ladrón a quien promete el Paraíso. Toda la vida de Jesús es la manifestación de la misericordia de Dios entre los hombres. El Buen Ladrón se dirige a Jesús con una plegaria caracterizada por la humildad, la gratuidad y el sufrimiento. El ladrón reconoce que padece la cruz por su propia culpa; dice: “lo nuestro es justo, pues estamos recibiendo lo que merecen nuestros actos” (Lc 23,41). La situación denota la humildad, ya que asume su responsabilidad ante las malas acciones que ha obrado. Al verse tal como es, nace en su corazón la capacidad de comprender a Jesús, y dice: “éste no ha hecho nada malo” (Lc 23,41). Cuando la muchedumbre se burla del Señor, sólo él, prototipo de hombre humilde, reconoce la bondad de Jesús. Desde el sufrimiento de la cruz, la plegaria del ladrón llama a la puerta de la bondad de Cristo: “Jesús, acuérdate de mí cuando vengas como rey” (Lc 23,42). En la cima del Calvario, Jesús entrega su vida por amor a favor de la humanidad entera. Los dos ladrones padecen la cruz, pero Jesús muere por ellos y, sin que lo sepan, inaugura para tofo ser humano el Reino de Dios, la nueva tierra prometida. Entre las páginas del AT, Dios acogía al justo que sufría la persecución de los impíos: “Las almas de los justos está en las manos de Dios, y ningún tormento la alcanzará” (Sab 3,1). Igualmente el buen ladrón, redimido por el amor de Jesús, alcanza para siempre la vida nueva: “Te aseguro que hoy estarás conmigo en el paraíso” (Lc 23,43). Síntesis final. El AT fue traducido al griego en la denomina “Traducción de los Setenta” o “Septuaginta”. Cuando los traductores encontraban el término hebreo “Yahvé”, que significa “Dios”, solían traducirlo con la palabra “Señor”. Como señala el AT, el Señor modela Israel a lo largo de cinco etapas, con ternura y misericordia, hasta convertirlo en imagen y semejanza suya: liberación (Ex 1-15), acompañamiento (Gn 12-50), creación (Gn 1,1-2,3), perdón (Os 1-3), y vida para siempre (Sab 3,1-5). Desde la perspectiva cristiana, el AT alcanza la plenitud en el NT; pues la voz de Dios resuena entre los labios de Jesús, la presencia encarnada de Dios entre nosotros (Jn 1,1.14). Así como el AT reconocía la presencia de Dios bajo el término “Señor”, el NT reconoce a Jesús resucitado como el Señor que guía nuestra vida (Jn 20,28). Y del mismo modo que el AT muestra como Dios modela a su pueblo, el NT contempla como Jesús, el Señor, forja a su comunidad, con ternura y misericordia, a lo largo de cinco momentos decisivos. Como señala el AT, Dios liberó a los israelitas esclavizados en Egipto; también Jesús libera a la humanidad oprima por el mal. Dios acompañó a Israel por el desierto hasta

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introducirlo en la tierra prometida; Jesús acompañó a las multitudes para mostrarles las puertas del Reino de Dios. Los primeros versos del Génesis señalan como Dios creó el mundo y el hombre; sin duda, también el encuentro personal con Jesús convierte al ser humano en una criatura nueva. Entre las páginas del AT, aflora el perdón de Dios a su pueblo; de modo análogo, Jesús hizo del perdón y la misericordia el eje de su vida. Valiéndose de sabios y profetas, el Señor mostró a su pueblo el gozo de la vida eterna; también Jesús, el Señor, abrió con su resurrección las puertas del cielo a la humanidad entera. El Señor que modelaba Israel con amor apasionado se revela plenamente en el rostro de Jesús de Nazaret, la presencia encarnada de la misericordia de Dios entre nosotros; por eso los cristianos somos testigos de la ternura para descubrir al mundo la grandeza del Reino, eco de la humanidad apegada a la bondad divina y hermanada en fraternidad.

Bibliografía. Como entenderá el lector, la bibliografía sobre la temática tratada en el estudio es inmensa. Ofrecemos un breve elenco bibliográfico en lengua castellana para que el lector interesado pueda profundizar en la cuestión. -. Aguirre, C. Bernabé, C. Gil, Jesús de Nazaret, ed. Verbo Divino, Estella: Navarra, 2009. - G. Amengual, Presencia elusiva, ed. Sígueme, Madrid, 1996. - G. Barbaglio (ed.), Espiritualidad del Nuevo Testamento, ed. Sígueme, Salamanca, 1994. - G. Bargaglio, Jesús, Hebreo de Galilea. Investigación histórica, ed. Secretariado Trinitario, Salamanca, 2014. - A. Bonora, Espiritualidad del Antiguo Testamento, ed. Sígueme, Salamanca, 1994. - E. Fuchs, El Deseo y la Ternura, ed. Sígueme, Salamanca, 1994. - P. Grelot, Sentido cristiano del Antiguo Testamento, ed. Sígueme, Salamanca, 1995. - S. Guijarro, Los cuatro evangelios, ed. Sígueme, Salamanca, 2011. - E. Jüngel, Dios como misterio del mundo, ed. Sígueme, Salamanca, 1984. - E. Levinas, Totalidad e Infinito, ed. Sígueme, Salamanca, Salamanca, 1995. - El Levinas, De otro modo que ser, o más allá de la esencia, ed. Sígueme, Salamanca, 1995. - G. von Rad, Teología del Antiguo Testamento vol. I-II, ed. Sígueme, Salamanca 1980. - H. D. Preuss, Teología del Antiguo Testamento, vol I-II, ed. Desclée de Brouwer, Bilbao, 1999. - A. Puig, Jesús. Una biografía, ed. Destino, Barcelona, 2004. - F. Ramis, La Comunidad del Amén. Identidad y Misión del Resto de Israel, ed. Sígueme, Salamanca, 2012. - F. Ramis, Lucas, evangelista de la ternura de Dios, ed. Verbo Divino, Estella: Navarra, 2014. - C. Rochetta, Teología de la Ternura. Un evangelio por descubrir, ed. Secretariado Trinitario, Salamanca, 2001. - F. Rosenzweig, La estrella de la redención, ed. Sígueme, Salamanca, 1997. - Mª.J. Seux (et alii), La creación del mundo y del hombre en los textos del Próximo Oriente Antiguo, ed. Verbo Divino, Estella: Navarra, 1982.

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-G. Theissen – A. Merz, El Jesús Histórico, ed. Sígueme, Salamanca, 1999. - G. Theissen, La religión de los primeros cristianos, ed. Sígueme, Salamanca, 2002. - S. Vidal, Los tres proyectos de Jesús y el cristianismo naciente, ed. Sígueme, Salamanca, 2003.

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