Sobre Nombres Amancio

Sobre Nombres Amancio. Amancio, astronauta. De ninguna manera Amancio podría ser astronauta. Tendría que cambiarse el nombre para aspirar al espacio,

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Amancio. Amancio, astronauta. De ninguna manera Amancio podría ser astronauta. Tendría que cambiarse el nombre para aspirar al espacio, y ni si quiera así. Deberían cambiarle el nombre antes de que ingrese al colegio, porque el magnetismo de su mote atraería cualquier otra cosa menos estrellas, una vez en sociedad. Así que, para hacer eso, para andar paseando al niño por el registro civil, con el trajín que conllevan este tipo de burocracias, directamente no lo llame Amancio. Imagine usted a un sujeto en traje espacial, caminando a través de un corredor que conduce a la nave. ¿Puede verlo? Sí, yo sé que usted puede. Lo observa dirigirse a su misión en cámara lenta; hay música de fondo, notas sostenidas que mantienen la emoción del éxito. Una comitiva de familiares, amigos y colegas lo ovaciona desde atrás. Sin detener su paso, él apenas voltea para saludar con su mano a quienes lo despiden. Su casco refleja la proximidad de una mujer corriendo hacia él, ansiosa por decírselo antes del despegue: –¡Amancio! –La música se corta automáticamente–, negro, te olvidaste la bombilla, no te veo seis meses ahí arriba sin tomar mate. ¿Se da cuenta? A Amancio no le queda el traje espacial; Amancio está más para la bombacha, la camisa a cuadros, las botas de montar y un pañuelo en el cuello. Sentado, con la guitarra en mano, a punto de rascar una payada. Ve, ahora sí le suena Amancio. Hágame el favor, si quiere tener un hijo astronauta, no le ponga Amancio de nombre. Si por el contrario, tiene un hijo al que decide llamar Amancio y de repente el niño sueña con ser astronauta, usted le habrá arruinado la vida.

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Gertrudis. A menudo uno se entera de algún joven padre, en muchos casos primerizo, que casi no logra digerir el insalvable destino de una hija recién nacida. Probablemente entienda de qué hablo, especialmente si es padre de una pequeña mujercita. Es una realidad, algún día sucederá. Por más que usted patalee y grite a los cuatro vientos, los muchachos seguirán segregando testosterona y su hija estrógenos. Un buen día usted llega a su casa y se dirige a la habitación de su niña para entregarle el oso de peluche que le compró en camino desde el trabajo. Abre la puerta y ahí está, el adolescente con cráteres infectados en el rostro, encima de su hija, con la baba rebalsándole los labios. Ahora bien, si usted es un testarudo, si no quiere resignarse a los designios sexuales de la naturaleza humana, llame a su hija “Gertrudis” y yo le garantizo que se irá a la tumba virgen. Aún si ella naciera bella, las fuerzas esotéricas del nombre conspirarán a tiempo para afearla y envejecerla en forma prematura. Si no me cree, haga el ejercicio: ¿a cuántas Gertrudis ha conocido que sean bellas? Ninguna. Usted me dirá que a decir verdad, nunca ha conocido a alguien llamada Gertrudis, y claro que no, hay que tener estómago para decidir llamar a su hija de ese modo, primero. Segundo, ¿quién que se llame Gertrudis va a reconocer que se llama así? Están de incógnito, porque saben que de otra manera no llegarán al coito. Música funcional en un bar de copas, usted ve a una dama sin compañía masculina y se acerca. –¿Cómo te llamás? –pregunta–. Gertrudis –contesta ella. ¿Usted qué dice? Nada dice, primero sonríe y después sí se anima: –No, en serio, ¿cómo te llamas? Gertrudis se llama. Si a usted le gusta es porque está borracho o ella muy maquillada, o el ambiente demasiado oscuro, pero probablemente las tres. Como novia ya la descartó, imposible contarle a sus amigos que sale con una chica llamada Gertrudis. ¿Quizá se encame con ella esa noche? Inténtelo si quiere, pero no tendrá erección, ya se lo garanticé en párrafo previo: esa mujer morirá virgen.

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Hermenegildo. Sinceramente, hay que ser una pésima persona para nombrar a alguien de ese modo: “Hermenegildo”. Sólo quien que carezca de todo tipo de escrúpulos puede cometer semejante aberración. Un asesino quizás, algún criminal con alteraciones psicológicas importantes. Los que argumenten tradición generacional, además de ser lacra humana, son resentidos, la peor clase de calaña. No les ha bastado con cargar su propia cruz y deciden compartir el peso, nada más y nada menos, que con su propia estirpe. Rápidamente piense en cinco nombres, los primeros que se le vengan a la cabeza. ¿Ya está? ¿Cuántas sílabas tienen? Dos, tres en promedio, el que más tendrá cuatro, pero de cinco ninguno, ¿no? Claro que no, usted no es un criminal, no razona como uno. Note lo rebuscado, además de ser malas personas, son cínicos. Dedican tiempo a premeditar la forma en que le joderán la vida a un ser humano. Así de sencillo, con apenas doce letras, cometen un crimen de lesa humanidad. Si usted se llama Hermenegildo, denuncie la barbarie, destape la contravención que le arruinó la vida. Si aún puede huir hacia otro país donde nadie lo conozca, hágalo y cámbiese la identidad. Si ya es demasiado tarde, dé un salto de fe y conviértase en cura. Al menos le dirán “padre”.

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Ramona. El padre siempre soñó con el hijo varón; años enteros esperando el momento de regalarle una pelota de fútbol, llevarlo a la cancha, descubrirlo mirando a la vecina para animarle a que se le acerque. Pero no, el destino a veces es cruel y fulmina expectativas con una simple ecografía. Entonces el padre, que no va a ser menos porfiado que la naturaleza, decide obviar el protocolo del buen gusto y así como así, por mero ataque de rabia, nombra a la niña “Ramona”. Sinceramente no le importa que no le cuelgue nada entre las piernas, él continúa con su plan como si nada hubiera sucedido: le compra la pelota, la lleva a la cancha domingo por medio, le enseña a jugar a las cartas y hasta la anota en el club de boxeo del barrio. La chica alcanza la adolescencia vistiendo pantalones rectos aún en verano. No le gusta usar tacos, no le gusta maquillarse y lleva el pelo lo más corto posible. Indefectiblemente, llega la noche en que la muchacha invita a su primera pareja a cenar a la casa. La madre, ilusa, queda pasmada ante la revelación. Cenan en silencio, rodeados de un hermetismo jamás experimentado en aquel comedor familiar. La pareja de Ramona pide permiso y se va al baño; su madre se hace la distraída y se retira a la cocina. Su padre, en cambio, corre la silla para arrimarse a ella. Tras palmearle la espalda, le dice: Linda guachita te levantaste. Acto seguido, le guiña un ojo.

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María Que me disculpe la virgen, pero ¿María llena de gracia? No sé, a mí sinceramente no me parece que tenga gracia, me resulta más bien aburrido. Gracia tiene Macarena, pero María no, por favor. Cómo va a tener gracia un nombre que desde hace décadas tiene que ir acompañado de otro atrás para no caer en el ostracismo. Y mire lo que sucede, increíblemente, las María no son llamadas María, sino que se las termina (y empieza) llamando por el segundo nombre; hay gente que ha muerto sin saber que Magdalena, Lourdes, Agustina, Carmen, etc., todas ellas se llamaban “María”. No sea imberbe, llame a su hija por el primer nombre, que para eso está, pero evite que éste sea María. Si lo que usted busca es que su niña se mantenga virgen, entonces nómbrela Gertrudis, que es mucho más efectivo.

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Nombres Bíblicos. Más de una vez he escuchado a alguien decir: Yo quiero que mi hijo lleve un nombre bíblico. Muy bien, me parece religiosamente correcta la apreciación. ¿De qué se trata? ¿Es acaso una ofrenda de fe hacia el misericordioso, o más bien tiene que ver con intentar generar magnanimidad en una persona? O sea, le ponemos al nene “Juan” o “Bautista” y seguramente será piadoso; o le ponemos “David”, y afrontará la adversidad sin importar qué se interponga en su camino. ¿Y si le llama “Pedro” y el pobre muere decapitado? ¿Se le ocurrió eso? ¿Qué pasa si tiene un hijo al que decide llamar “Abel”, y resulta que lo termina matando su hermano? ¿Se da cuenta? ¡Su otro hijo! Flor de problema familiar se le avecina. Está bien, descartemos el tema de los nombres bíblicos por asociación de virtudes. Pensemos que usted, como ente de fe, decide utilizar nombres bíblicos en reconocimiento a la religión, a modo de ofrenda. Muy bien. Usted es un mentiroso, no me venga con esas cosas, que si de eso se tratara, perdonaría los pecados de antaño de los “Judas”, los “Barrabás”, los “Caín”, los “Poncio”; todos nombres bíblicos también. Pero no, en cambio desfilan los “Juan”, los “Pablo”, los “Lucas”, los “Matías”; por favor, usted no tiene vocación religiosa, a usted sólo le preocupa el qué dirán y que su hijo se llame como “tal” o como “cual”. Para eso, señor, señora, más vale utilicen nombres de artistas y eviten el hecho de ser blasfemos. Y no sea iluso, si usted nombra “Juan” a su hijo, tendrá más probabilidades de que le salga violador que si le llama “Judas”. Si no me cree, revise las estadísticas.

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Anastasia Si a usted le está sonando este nombre para su hija, hay un par de recaudos que debe tener en cuenta. No sea improvisado, siga los consejos al pie de la letra. Primero consígase un buen seguro de sepelio, uno que le cubra un ataúd de los caros y una sala grande y pintoresca. En lo posible, procure que incluya una parcela en algún cementerio privado de esos que siempre hacen alusión a la naturaleza: “Jardines silenciosos”, “Parque Celestial”, “Vientos pacíficos”, etc. No escatime en la cuota a pagar, créame que rendirá frutos pronto. Segundo, consiga un psiquiatra de confianza, alguien que contenga el desenfrenado instinto lúgubre de la señorita y la ayude a posponer lo inevitable durante la mayor cantidad de años posible. Lea con atención: “psiquiatra”, no psicólogo; con la simple contención de la palabra muchas veces no alcanzará, será necesario que esté medicada. Por último, los domingos átela a la cama y que quede bien sujeta. Recuerde que la mayor proporción de los suicidas consuman su cometido el primer día de la semana, especialmente si llueve.

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Leopoldo Leopoldo muere en un accidente de tránsito. ¿Cómo llego a esa conclusión? Muy sencillo, siga mi pensamiento: Leopoldo me recuerda a Lugones, la avenida porteña que hace las veces de entrada a la Capital Federal, si uno viene conduciendo desde el norte de la provincia de Buenos Aires. Leopoldo conduce primero por General Paz, pero de repente desciende hacia Lugones, para entrar en la inmensa ciudad. Sinceramente no importa de dónde viene Leopoldo, el tema es que decide tomar Lugones y aprieta el acelerador. Tiene la maldita suerte de que es pasado el mediodía, esa franja horaria en la que la ciudad otorga cierta flexibilidad en el tránsito, que sin ser demasiado generosa, permite alcanzar una velocidad por lo menos mortal. ¿Ya almorzó Leopoldo? La verdad es que no lo sabemos, pero a él tampoco le preocupa; él pareciera estar un poco distraído y he aquí la razón: a lo lejos, como si se tratara de un ángel descendiendo de los cielos, ve la gigantografía de Araceli, vistiendo una atrevida lencería y sosteniendo un teléfono. Leopoldo se hipnotiza. Ara se le acerca cada vez más. ¿Me estará llamando a mí?, piensa el pobre, al ver cómo la susodicha sujeta el tubo. Y sí, mirá cómo me mira, me está mirando a mí. Hola mamita, ¿qué tenés que hacer esta noche? Araceli no contesta, pero sigue penetrando con los ojos, cada vez más cerca, cada vez más grande. Cada vez más buena. Es un camión, dice Leopoldo en voz alta. Sí, Leopoldo, era un camión. ¿Qué pasó, no lo viste? Te metiste abajo, negrito, a vos te parece. Sé que usted piensa que Leopoldo es un imprudente. Yo, por mi parte, me pregunto qué hacía un camión de carga transitando por Lugones. Leopoldo, sin embargo, ya no piensa, creo que el tipo murió feliz.

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Ignacio Si le gusta “Ignacio”, simplemente no le ponga a su hijo así, porque nunca lo llamarán por el nombre. Es increíble pero real, basta con nombrar a alguien de esa forma, para que automáticamente lo reconozcan por el sobrenombre. Nacho, Nachito, pero Ignacio, nunca. O sea, nunca no, un pequeño porcentaje del tiempo será reconocido como tal, pero será mínimo, y lo peor, fuera del círculo afectivo. Sí, quizás en el médico lo llamen por el nombre cuando sea su turno, aunque es más probable que usen el apellido. Cuando pasen lista en el colegio, le dirán Ignacio las tres primeras semanas, después será Nacho. ¿Y qué será Nacho? ¿Será abogado, médico, contador? ¿Le dirán doctor en el futuro? No, le van a decir Nacho, o Nachito. Ahora bien, si usted quiere que a su hijo le digan “Nacho”, saque turno urgente con el psicólogo y cúrese de esa fijación oral antes de tener otro hijo. No vaya ser que al segundo se le ocurra ponerle “burrito”, “enchilada” o “quesadilla”.

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Nombres de Colores No sé, la verdad es que no sé. Blanca, Celeste, Violeta, Azul; abundan los nombres de colores. A mí no me convencen, son colores, no nombres. ¿Y si de repente se nos ocurriera a nosotros ponerle nombres a los colores? Imagínese vestido con un traje Juan clarito, o navegando por un lago José transparente. No, no va. Si las luces del semáforo se tornaran Andrés, Carlos y Rubén, se complicaría saber cuál es para seguir y cuál para detenerse. Imagine los accidentes de tránsito, los policías vestidos de uniforme Esteban, tomando declaraciones e intentando imponer el orden. Uno de ellos le pregunta al conductor: –¿Trae con usted la tarjeta Andrés? –El tipo lo mira raro. –No, yo me llamo Sergio. –Yo no le pregunté su nombre, señor. –Ahhh –reacciona el sujeto–, la tarjeta Andrés. ¿Se da cuenta de la confusión? La vida sería difícil si nos aventuráramos a cambiar las leyes de la sociedad, las mismísimas nominaciones de los colores. ¿Y las abuelas y madres que no pueden retener los nombres de los hijos y nietos? Esas que siempre se confunden. ¿Qué serían en ese caso, daltónicas? Además, permita que me explaye, hay algo sexista en los nombres de los colores que no me cierra. ¿Por qué sólo a las mujeres? A los hombres no. Apenas si atinamos a llamar “negro” a quien peca de morocho, pero no tenemos ni marrones, ni amarillos, ni blancos ni nada. Si el color, después de todo, es masculino, ¿por qué nos han arrebatado la potestad las feministas? Es un tema controversial. Si le gustan los colores, más vale dedíquese a la pintura y no joda.

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Anteponer artículos No sea animal. Las personas no somos objetos, somos una masa fibrilar moldeada sobre un armazón óseo, que se mueve a gusto y antojo de ese casi kilo y medio de materia gris que llevamos dentro de la cabeza, eso que parece una molleja. Tan compleja definición de existencia no puede llevar un artículo adelante, a excepción de ciertos casos, que aquí le enumero, ya sean nombres o apócopes: La Yoli o la Yolanda. La Gladys. El Carlo (sin “s”). La Yudí (Judith). El Dani. El Cacho. El Ruben (sin acento). El Chelo. El Daví (sin “d”). El Negro. La Susi. La Silvi. La Beti. El Rolo. El Masi (con “x” no, con “s”). El Yonathan. El Gabi. La Gabi. El André. Y probablemente habrá varios más, pero estos son los más importantes. Todos merecen llevar el artículo adelante, sin que les espante. ¿Siguen siendo seres humanos? Sí, pero claramente disminuíos por tan horrorosa forma de ser llamados. El artículo por lo menos amortigua el terrible sonido de nombrarlos.

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