Solidaridad

Valores. Sociedad. Sensibilidad. Voluntad

0 downloads 281 Views 117KB Size

Story Transcript

Valores

La Solidaridad La solidaridad es uno de los principios básicos de la concepción cristiana de la organización social y política, y constituye el fin y el motivo primario del valor de la organización social. Su importancia es radical para el buen desarrollo de una doctrina social sana, y es de singular interéspara el estudio del hombre en sociedady de la sociedad misma. Junto con los de autoridad, personalidad, subsidiaridad y bien común, la solidaridad es uno de los principios de la filosofía social. Se entiende por regla general que, sin estos cinco principios, la sociedad no funciona bien ni se encamina hacia su verdadero fin. Presentamos aquí el principio de solidaridad. La palabra solidaridad proviene del sustantivo latín soliditas, que expresa la realidad homogénea de algo físicamente entero, unido, compacto, cuyas partes integrantes son de igual naturaleza. 1.

La teología cristiana adoptó por primera vez el término solidaritas, aplicado a la comunidad de todos los hombres, iguales todos por ser hijos de Dios, y vinculados estrechamente en sociedad. Entendemos, por tanto, que el concepto de solidaridad, para la teología, está estrechamente vinculado con el de fraternidad de todos los hombres; una fraternidad que les impulsa buscar el bien de todas las personas, por el hecho mismo de que todos son iguales en dignidad gracias a la realidad de la filiación divina. En la ciencia del Derecho, se habla de que algo o alguien es solidario, sólo entendiendo a éste dentro de «un conjunto jurídicamente homogéneo de personas o bienes que integran un todo unitario, en el que resultan iguales las partes desde el punto de vista de la consideración civil o penal». Dentro de una persona jurídica, se entiende que sus socios son solidarios cuando todos son individualmente responsables por la totalidad de las obligaciones. Para el derecho, la solidaridad implica una relación de responsabilidad compartida, de obligación conjunta. La Doctrina Social de la Iglesia entiende por solidaridad «la homogeneidad e igualdad radicales de todos los hombres y de todos los pueblos, en todos los tiempos y espacios; hombres y pueblos, que constituyen una unidad total o familiar, que no admite en su nivel genérico diferencias sobrevenidas antinaturales, y que obliga moral y gravemente a todos y cada uno a la práctica de una cohesión social, firme, creadora de convivencia. Cohesión que será servicio mutuo, tanto en sentido activo como en sentido pasivo» . Podemos entender a la solidaridad como sinónimo de igualdad, fraternidad, ayuda mutua; y tenerla por muy cercana a los conceptos de «responsabilidad, generosidad, desprendimiento, cooperación, participación» . En nuestros días, la palabra solidaridad ha recuperado popularidad y es muy común escucharla en las más de las esferas sociales. Es una palabra indudablemente positiva, que revela un interés casi universal por el bien del prójimo.

Podríamos imputar el resurgimiento casi global del sentir solidario, a la conciencia cada vez más generalizada de una realidad internacional conjunta, de un destino universal, de una unión más cercana entre todas las personas y todos los países, dentro del fenómeno mundial de la globalización. Esta realidad ha sido casi tan criticada como aplaudida en todas sus manifestaciones. Buena o mala, la globalización es una realidad actual, verdadera y tangible. Creemos que una de las consecuencias favorables que nos ha ganado la globalización es, precisamente, una visión más conjunta del mundo entero; un sentido de solidaridad mayor entre los hombres. De pronto, los niños en Ruanda no se sienten tan lejanos; los cañones de guerra en el Medio Oriente también aturden nuestros oídos; el terremoto en Japón sacude nuestra respiración. Desgraciadamente, esta conciencia de solidaridad universal suele reducirse a una buena intención, una aberración lejana y sentimental hacia las injusticias sociales, hacia la pobreza el hambre. Y este sentimiento que arroja nuestras esperanzas hacia un país lejano, tal vez arranque de nosotros la capacidad de observar las necesidades de los seres humanos que lloran a nuestro lado todos los días. Es por esto que la solidaridad debe ser desarrollada y promovida en todos sus ámbitos y en cada una de sus escalas. La solidaridad debe mirar tanto por el prójimo más cercano como por el hermano más distante, puesto que todos formamos parte de la misma realidad de la naturaleza humana en la tierra. La solidaridad es una palabra de unión. Es la señal inequívoca de que todos los hombres, de cualquier condición, se dan cuenta de que no están solos, y de que no pueden vivir solos, porque el hombre, como es, social por naturaleza, no puede prescindir de sus iguales; no puede alejarse de las personas e intentar desarrollar sus capacidades de manera independiente. La solidaridad, por tanto, se desprende de la naturaleza misma de la persona humana. El hombre, social por naturaleza, debe de llegar a ser, razonada su sociabilidad, solidario por esa misma naturaleza. "La palabra solidaridad reúne y expresa nuestras esperanzas plenas de inquietud, sirve de estímulo a la fortaleza y el pensamiento, es símbolo de unión para hombres que hasta ayer estaban alejados entre sí". Es la solidaridad el modo natural en que se refleja la sociabilidad: ¿para qué somos sociales si no es para compartir las cargas, para ayudarnos, para crecer juntos? Como ya veremos, la solidaridad es algo justo y natural; no es tarea de santos, de virtuosos, de ascetas, de monjes, de políticos; es tarea de hombres. Es también muy claro en el estudio de la solidaridad que este concepto no pertenece exclusivamente a la doctrina cristiana. La solidaridad, como hemos dicho, es una necesidad universal, connatural a todos los hombres. Aún antes del cristianismo; aún en contra de él.

¿Qué significa ser solidarios? Significa compartir la carga de los demás. Ningún hombre es una isla. Estamos unidos, incluso cuando no somos conscientes de esa unidad. Nos une el paisaje, nos unen la carne y la sangre, nos unen el trabajo y la lengua que hablamos. Sin embargo, no siempre nos damos cuenta de esos vínculos. Cuando nace la solidaridad se despierta la conciencia, y aparecen entonces el lenguaje y la palabra. En ese instante sale a la luz todo lo que antes estaba escondido. Lo que nos une se hace visible para todos. Y entonces el hombre carga sus espaldas con el peso del otro. La solidaridad habla, llama, grita, afronta el sacrificio. Entonces la carga del prójimo se hace a menudo más grande que la nuestra. Sólo aquél que no sepa observar la natural sociabilidad del hombre podrá negar, equivocadamente, la necesidad natural de la solidaridad. Nosotros consideramos que el concepto de solidaridad perpetuado en la Doctrina Social de la Iglesia Católica es el más cierto y, también, el más completo y con alcances más trascendentes que cualquier otro concepto de solidaridad propuesto hasta el día de hoy, pues contempla tanto la real dignidad de la persona individual como su necesidad natural de vivir en sociedad y de participar en ella tanto activa como pasivamente, en el proceso diario y natural de dar y de recibir dentro de la civilización. 1.

2.

SOLIDARIDAD EN SOCIEDAD.

Tenemos que afirmar, antes que cualquier otra cosa, lo siguiente: no es conveniente observar la solidaridad entre pueblos distintos sin tener clara la dimensión humana que esto conlleva: las naciones no son entes subsistentes en sí mismos, sino que subsisten en los seres humanos que los conforman. Por eso, no hay que ignorar lo que realmente sucede. Cuando una nación es solidaria con otra nación, realmente los individuos que pertenecen a una nación están siendo solidarios con las personas que viven en otra nación. Las naciones no son capaces de la solidaridad, sino a través de los individuos que las conforman. La solidaridad no es susceptible de perder su dimensión humana, aún cuando esté siendo llevada a cabo más allá de la propia sociedad. Entendido esto, podemos proseguir. La solidaridad en el ámbito internacional sólo es comprensible cuando se tienen por verdaderamente iguales en derechos todas las naciones, independientemente de su influencia económica o cultural dentro de un mundo que se inclina a favorecer la tan nombrada globalización. Podemos decir, con respecto de la realidad internacional, que la obligación de solidaridad es tan imperativa entre naciones como lo es entre individuos, dado que el campo de influencia de una solidaridad entre pueblos es mucho mayor, y las diferencias, sobre todo económicas, impiden la búsqueda libre del bien común en las naciones llamadas del tercer mundo, que están en vías de desarrollo. «En el ámbito de las relaciones entre los pueblos, la solidaridad exige (…) que disminuyan las terribles

diferencias entre los países en el tenor de vida». De esta manera la solidaridad, fundamentada en la igualdad radical de las naciones, ha de inclinarse en una lucha constante por lograr también la igualdad en condiciones sociales y económicas, para hacer desaparecer la subordinación material de unos países ante otros: que la igualdad entre naciones no sea sólo substancial, sino también material. Para llevar a cabo la solidaridad entre las naciones, hace falta visualizar un hecho que en algunas ocasiones es difícil de aceptar: el bien de cada sociedad es el bien de todas las sociedades, así como el bien de una persona en sociedad es el bien de todos sus habitantes. Podemos observar al planeta entero como una verdadera sociedad de sociedades, en donde todos, realmente, somos responsables de todos. En una actitud de solidaridad no sólo se beneficia aquél que recibe la ayuda, sino también aquél que la da, además de toda la sociedad de sociedades. Entendido esto, comprendemos que, de ninguna manera, la solidaridad entre naciones se opone a los sentimientos positivos de patriotismo y de cuidado de la nación propia. Las naciones también deben de aprender a desprenderse de sus bienes materiales en favor de otros, y no sólo de lo que les sobra, sino de aquello que les ha costado trabajo, porque sólo entonces podrán comprender la dimensión universal de la solidaridad, aún entre naciones que no guardan algún vínculo especial de amistad o compromiso. «Juzgamos necesaria aquí una advertencia: (…) el amor a la propia patria, que con razón debe ser fomentado, no debe impedir, no debe ser obstáculo al precepto cristiano de la caridad universal, precepto que coloca igualmente a todos los demás y su personal prosperidad en la luz pacificadora del amor» El tema de la solidaridad universal en la historia próxima tiene lo mismo capítulos gloriosos que recuerdos deplorables. Podemos citar un buen ejemplo, cercano a todos nosotros. En 1985, ocurrió en la Ciudad de México un fuerte terremoto, con consecuencias materiales terribles. En aquella ocasión, México recibió ayuda solidaria de diversas naciones en el mundo entero: dinero, comida, ropa, cobertores y hasta gente que se apuntó para las arduas tareas de rescate. Podemos observar en ello una muestra de verdadera fraternidad universal, en donde todas las naciones toman conciencia y responsabilidad por las necesidades de otros. Pero no siempre es así. En el año 2000, por razón del Jubileo universal, el Papa Juan Pablo II solicitó a diversos países del primer mundo la condonación de las deudas a los países en vías de desarrollo, la mayoría de los cuales se encuentran en África. En esta ocasión, las naciones desoyeron la llamada a una verdadera solidaridad. La esperanza de las naciones pobres ante ese llamado se apagó dolorosamente ante la egoísta negativa de los países desarrollados. Podemos afirmar con esto que todavía, a pesar de la supuesta globalización y de la supuesta hermandad de todos los pueblos, la solidaridad plena es aún difícil de alcanzar. Y ésta será, desde luego, prácticamente

inalcanzable mientras que en los individuos no exista esa disposición constante a apoyar el bien común. No hay que caer en el error de pensar que esto es un problema nuevo. Juan XXII ya lo había hecho notar anteriormente. Las solidaridad entre las naciones no es una urgencia reciente, sino una verdad de siempre. «En una única y sola familia, impone a las naciones que disfrutan de abundantes riquezas económicas la obligación de no permanecer indiferentes ante los países cuyos miembros, oprimidos por innumerables dificultades interiores se ven extenuados por la miseria. El problema tal vez mayor de nuestros días es el que atañe a las relaciones que deben darse entre las naciones económicamente desarrolladas y los países que están en vías de desarrollo económico: las primeras, gozan de una vida cómoda los segundos, en cambio, padecen durísima escasez. La solidaridad social que hoy día agrupa a todos los hombres y el hambre y no disfrutan, como es debido, de los derechos fundamentales del hombre. Esta obligación se ve aumentada por el hecho de que, dada la interdependencia progresiva que actualmente sienten los pueblos, no es ya posible que reine entre ellos una paz duradera y fecunda, si las diferencias económicas y sociales entre ellos resulta excesiva» Estas palabras, que fueron escritas hace más de cuarenta años, nos parecen hoy más necesarias que nunca. La brecha económica que divide a los países desarrollados con aquéllos en vías de desarrollo es hoy más grande y más infranqueable que nunca, pues la velocidad de desarrollo que permiten el mercado mundial y la tecnología a los países con alto grado de bienestar económico, los separa cada vez más de la realidad que viven los países con dificultades económicas. Esta situación se agrava actualmente con los problemas que se han suscitado en los años. Enfrentamientos bélicos, guerras culturales, enconos religiosos. Problemas que no hacen sino remarcar las diferencias que obstaculizan una actitud solidaria de alcance universal, porque en vez de favorecer la unión por la igualdad substancial, provocan el distanciamiento y el odio por diferencias accidentales. «Mientras el mundo siente con tanta viveza su propia unidad y la mutua interdependencia en ineludible solidaridad se ve, sin embargo, gravísimamente dividido por la presencia de fuerzas contrapuestas». Estas fuerzas son de distinta índole. Las hay políticas, religiosas, económicas, culturales e incluso étnicas. La solución a estos problemas parece clara: «Hay que apostar por el ideal de la solidaridad frente al caduco ideal del dominio», por que sabemos que el bien de todos nos favorece a todos. Hay que apostar por el bien común. La creciente interacción entre las naciones y la cada vez más abismal separación cultural y económica entre los países no parecen ser sino los polos opuestos de una realidad global que se define por sus contradicciones: un mundo cada vez más cercano, pero cada vez más dividido; que trata de olvidar los conflictos raciales para imbuirse en la indiferencia entre culturas.

Lejos de lamentarnos, horrorizarnos o indignarnos de forma hipócrita por estas realidades tan disímiles, nos ocupa la urgente necesidad de hacerles frente. En el ámbito internacional, sobre todo los gobernantes deben de estar abiertos a una realidad hoy innegable: el verdadero desarrollo de una nación no puede llevarse a cabo sin el desarrollo paralelo de todas las demás, porque la interacción y la interdependencia –económica, comercial, cultural– entre países es cada vez más acusada y hoy, más que siempre, los países del orbe son definitivamente necesarios entre sí. La sociedad de sociedades es una realidad, y todos somos verdaderamente responsables de todos. .

La sensibilidad El valor de la sensibilidad reside en la capacidad que tenemos los seres humanos para percibir y comprender el estado de ánimo, el modo de ser y de actuar de las personas, así como la naturaleza de las circunstancias y los ambientes, para actuar correctamente en beneficio de los demás. Además, debemos distinguir sensibilidad de sensiblería, esta última siempre es sinónimo de superficialidad, cursilería o debilidad. Sin embargo, en diferentes momentos de nuestra vida cotidiana hemos buscado afecto, comprensión y cuidados, y a veces no encontramos a esa persona que responda a nuestras necesidades e intereses. ¿Qué podríamos hacer si viviéramos aislados? La sensibilidad nos permite descubrir en los demás a ese “otro yo” que piensa, siente y requiere de nuestra ayuda. Ser sensible implica permanecer en estado de alerta de todo lo que ocurre a nuestro alrededor, va más allá de un estado de animo como reír o llorar, sintiendo pena o alegría por todo.

¿Acaso ser sensible es signo de debilidad? No es blando el padre de familia que se preocupa por la educación y formación que reciben sus hijos; el empresario que vela por el bienestar y seguridad de sus empleados; quien escucha, conforta y alienta a un amigo en los buenos y malos momentos. La sensibilidad es interés, preocupación, colaboración y entrega generosa hacia los demás. No obstante, las personas prefieren aparentar ser duras o insensibles, para no comprometerse e involucrarse en problemas que suponen ajenos a su responsabilidad y competencia. De esta manera, las aflicciones ajenas resultan incómodas y los padecimientos de los demás molestos, pensando que cada quien tiene ya suficiente con sus propios problemas como para preocuparse de los ajenos. La indiferencia es el peor enemigo de la sensibilidad. Lo peor de todo es mostrar esa misma indiferencia en familia, algunos padres nunca se enteran de los conocimientos que reciben sus hijos; de los ambientes que frecuentan; las costumbres y hábitos que adquieren con los amigos; de los programas que ven en la televisión; del uso que hacen del dinero; de la información que reciben respecto a la familia, la moda, la religión, la política... todas ellas son realidades que afectan a los adultos por igual. Actuando de esta manera, se pierde la posibilidad de construir un futuro diferente. Puede parecer extraño, pero en cierta forma nos volvemos insensibles con respecto a nosotros mismos, pues generalmente, no advertimos el rumbo que le estamos dando a nuestra vida: pensamos poco en cambiar nuestros hábitos para bien; casi nunca hacemos propósitos de mejora personal o profesional; trabajamos sin orden y desmedidamente; dedicamos mucho tiempo a la diversión personal. En este sentido, la vida marcada por lo efímero y el placer inmediato o dejarse llevar por lo más fácil y cómodo, es la muestra más clara de insensibilidad hacia todo lo que afecta nuestra vida. Reaccionar frente ante las críticas, la murmuración y el desprestigio de las personas, es una forma de salir de ese estado de pasividad e indiferencia, para crear una mejor calidad de vida y de convivencia entre los seres humanos. Debemos emprender la tarea de conocer más las personas que nos rodean: muchas veces nos limitamos a conocer el nombre de las personas, incluso compañeros de trabajo o estudio, criticamos y enjuiciamos sin conocer lo que ocurre a su alrededor: el motivo de sus

preocupaciones y el bajo rendimiento que en momentos tiene, si su familia pasa por una difícil etapa económica o alguien tiene graves problemas de salud. Todo sería más fácil si tuviéramos un interés verdadero por las personas y su bienestar. En otro sentido, vivimos rodeados noticias y comentarios acerca de los problemas sociales, corrupción, inseguridad, pobreza, distribución de la riqueza de manera desigual etc... estas cuestiones progresivamente las naturalizamos, dejamos que formen parte de nuestra vida sin intentar cambiarlas, dejamos que sean otros quienes piensen, tomen decisiones y actúen para solucionarlos. La sensibilidad nos hace ser más previsores y participativos, pues no es correcto contemplar estos problemas creyendo que somos inmunes y que no nos afectarán. Por el contrario, la sensibilidad nos hace despertar hacia la realidad, descubriendo todo aquello que afecta en mayor o menor grado al desarrollo personal, familiar y social. Con sentido común y un criterio bien formado, podemos hacer frente a todo tipo de inconvenientes, con la seguridad de hacer el bien poniendo todas nuestras capacidades al servicio de los demás.

La voluntad Los seres humanos poseen una capacidad que los mueve a realizar cosas de manera intencionada, por encima de las dificultades o contratiempos de las mismas.

Todas nuestras acciones se orientan por aquellas situaciones o cosas que aparecen como buenas ante nosotros, desde las actividades recreativas hasta el empeño por mejorar en nuestro trabajo, sacar adelante a la familia y ser cada vez más productivos y eficientes. En relación a esta cuestión, podemos decir que nuestra voluntad opera principalmente en dos sentidos: - De manera espontánea cuando nos sentimos motivados y convencidos a realizar algo, como salir a pasear con alguien, empezar con un pasatiempo, organizar una reunión, asistir al entrenamiento... - De forma consciente, cada vez que debemos esforzarnos a realizar las cosas: terminar el informe a pesar del cansancio, estudiar la materia que no nos gusta o dificulta, recoger las cosas que están fuera de su lugar, levantarnos a pesar de la falta de sueño, etc. Todo esto representa la forma más pura del ejercicio de la voluntad, porque llegamos a la decisión de actuar contando con los inconvenientes. En lo cotidiano, algunas actividades que iniciamos con gusto, al poco tiempo se convierten en un reto o un desafío poco deseable. De esta manera, nos enfrentamos con una disyuntiva: abandonar o continuar con estas actividades. Con relativa facilidad podemos dejarnos llevar por el gusto dejando de hacer cosas importantes; esto se aprecia fácilmente cuando vemos a un joven que dedica horas y horas a practicar un deporte, cultivar una afición o a salir con sus amigos, por supuesto, abandonando su estudio; en los muchos arreglos del hogar o en la oficina que tienen varios días o semanas esperando atención: el desperfecto en el contacto de luz; el pasto crecido; ordenar el archivero, los cajones del escritorio, o los objetos y papeles sobre el mismo... Claramente, nuestra intención no es suficiente, como tampoco el saber lo que debemos hacer. La voluntad sólo se manifiesta "haciendo". No por nada se ha dicho que "obras son amores y no buenas razones". La falta de voluntad, puede evidenciarse cuando retrasamos el inicio de una labor; cuando priorizamos aquellas actividades que son más fáciles en lugar de las importantes y urgentes, o siempre que esperamos a tener el ánimo suficiente para actuar. La falta de voluntad posee varios síntomas, ninguno de nosotros escapa al influjo de la pereza o la comodidad, dos enemigos que obstruyen nuestras acciones.

Al respecto, podríamos realizar una comparación entre nuestra voluntad y los músculos de nuestro cuerpo, estos últimos se hacen más débiles en la medida que dejan de moverse. Con nuestra voluntad sucede lo mismo, cada situación requiere un esfuerzo, una magnífica oportunidad para robustecerla, de otra manera, se adormece y se traduce en falta de carácter, irresponsabilidad, pereza, inconstancia... En este sentido, vivimos rodeados de personas ejemplares: aquel padre de familia que cada día se levanta a la misma hora para acudir a su trabajo; la repetición de las labores domésticas de la madre; el empresario que llega antes y se va después que todos sus empleados; quienes dedican un poco más de tiempo a su trabajo y así no dejar pendientes; el deportista que practica horas extras... Cada uno de ellos no sólo asume su responsabilidad, sino que lucha diariamente por cumplir y perfeccionar su quehacer cotidiano, lo que distingue a estas personas es la continuidad y la perseverancia, es decir, su voluntad está capacitada para hacer grandes esfuerzos por períodos de tiempo más largos. Por otra parte, esta decisión debe ser realista e inmediata, y en algunos casos programados, no sirve de nada postergarla: esperar hasta “el lunes”, “el próximo mes” o el "inicio de año", estos objetivos o buenos propósitos suelen retrasarse para cuando estemos dispuestos o se presenten circunstancias más favorables. Por lo general, se presentan como ejemplos de este valor, modelos que personifican una fuerza de voluntad a toda prueba frente a condiciones severamente adversas (digamos en la televisión o el cine), sin embargo, la voluntad se fortalece en las pequeñas cosas de nuestra vida cotidiana, normalmente en todo aquello que nos cuesta trabajo, pero al mismo tiempo consideramos poco importante. Por eso, conviene reflexionar detenidamente en cuatro aspectos que nos ayudarán a conseguir una voluntad firme: - Control de nuestros gustos personales: Levántate a la hora prevista y sin retrasos (por eso siempre tienes prisa, te pones de mal humor y llegas tarde); come menos golosinas o deja de estar probando cosas todo el día; piensa en una actividad concreta para el fin de semana, y así no estar en estado de reposo todo el tiempo; tus obligaciones y responsabilidades no son obstáculo para las relaciones sociales, organiza tu tiempo para poder cumplir con todo; haz lo que debes hacer sin detenerte a pensar si es de tu gusto y agrado.

- Perfección de nuestras labores cotidianas: Establece una agenda de trabajo por prioridades, esto te permite terminar a tiempo lo que empezaste; revisa todo lo que hagas y corrige los errores; guarda o acomoda las cosas cuando hayas terminado de usarlas; si te sobra tiempo dedícalo a avanzar otras tareas. - Aprendizaje de cosas nuevas: Infórmate, estudia y pon en práctica las nuevas técnicas y medios que hay para desempeñar mejor tu trabajo; inscríbete a un curso de idiomas; aprende a hacer reparaciones domésticas; desarrolla con seriedad una afición: como aprender a tocar algún instrumento como la guitarra, aprender a pintar, hacer teatro, etc. - Hacer algo por los demás: En casa siempre hay algo que hacer: disponer la mesa, limpiar y acomodar los objetos, ir a comprar víveres, cuidar a los hijos (o los hermanos, según sea el caso), recoger nuestras prendas, etc.; evita poner pretextos de cansancio, falta de tiempo u ocupaciones ficticias para evitar colaborar; haz lo necesario para llegar puntual a tus compromisos, así respetas el tiempo de los demás. En todos los lugares que frecuentas se presentan muchas oportunidades, ¡decídete! Es necesario tener en cuenta, que una voluntad férrea se convierte a la vez en escudo y arma para protegernos de ciertas situaciones, miles de personas han caído en la dependencia y en la aniquilación de su dignidad. En este sentido, la voluntad es el motor de los demás valores, no sólo para adquirirlos sino para perfeccionarlos, ningún valor puede cultivarse por sí solo si no hacemos un esfuerzo, pues todo requiere pequeños y grandes sacrificios realizados con constancia.

Servir implica ayudar a alguien de una forma espontánea, es decir adoptar una actitud permanente de colaboración hacia los demás. Una persona servicial supone que traslada esta actitud a todos los ámbitos de su vida: en su trabajo, con su familia, ayudando a otras personas en la calle, cosas que aparecen como insignificantes, pero que van haciendo la vida más ligera y reconfortante. Es posible que recordemos la experiencia de algún desconocido que apareció justo cuando necesitábamos ayuda, que luego después de ayudarnos, se perdió y no supimos nada más. Las personas que son serviciales están continuamente atentas, observando y buscando la oportunidad para ayudar a alguien. Siempre aparecen de repente con una sonrisa y las

manos por delante dispuestos a ayudar, en todo caso, recibir un favor hace nacer en nuestro interior un profundo agradecimiento. La persona servicial, ha superado barreras que parecen infranqueables para las otras personas: - El miedo a convertirse en el que “siempre hace todo”, en el cual, las otras personas, descargarán parte de sus obligaciones, aprovechándose de su buena predisposición. Ser servicial no es ser débil, incapaz de levantar la voz para negarse, al contrario, por la rectitud de sus intenciones sabe distinguir entre la necesidad real y el capricho. - Muchas veces nos molestamos porque nos solicitan cuando estamos haciendo nuestro trabajo, o relajados en nuestra casa (descansando, leyendo, jugando, etc). En estos momentos pensamos ¡Qué molesto es levantarse a contestar el teléfono, atender a quien llama la puerta, ir a la otra oficina a recoger unos documentos... ¿Por qué “yo” si hay otros que también pueden hacerlo? En este sentido, poder ser servicial implica superar estos pensamientos y actitudes, en otras palabras, quien supera la comodidad, ha entendido que en nuestra vida no todo está en el recibir, ni en dejar la solución y atención de los acontecimientos cotidianos, en manos de los demás. - A veces se presta un servicio haciendo lo posible por hacer el menor esfuerzo, con desgano y buscando la manera de abandonarlo en la primera oportunidad. Allí se manifiesta la pereza, que también impide ser servicial. Es claro que somos capaces de superar la apatía si el favor es particularmente agradable o de alguna manera recibiremos alguna compensación. ¡Cuántas veces se ha visto a un joven protestar si se le pide lavar el automóvil...! pero cambia su actitud radicalmente, si existe la promesa de prestárselo para salir con sus amigos. Cada vez que ayudamos a alguien, por pequeño que sea, nos proporciona esa fuerza para vencer la pereza, dando a quienes nos rodean, un tiempo para atender otros asuntos o simplemente, descansar de sus labores cotidianas. La base para vivir este valor es la rectitud de nuestras intenciones, porque es evidente cuando las personas actúan por interés o conveniencia, llegando al extremo de exagerar en atenciones y cuidados a determinadas personas, por su posición social o profesional, al

grado de convertirse en una verdadera molestia. Esta actitud tan desagradable no recibe el nombre de servicio, sino de “servilismo”. Algunos servicios cotidianos están muy relacionados con nuestros deberes y obligaciones, sin embargo, siempre lo relegamos a los demás o no tomamos conciencia de la necesidad de nuestra intervención: - Pocos padres de familia ayudan a sus hijos a hacer los deberes escolares, pues es la madre quien siempre está pendiente de esa cuestión. Darse tiempo para hacerlo, permite al cónyuge dedicarse a otras labores. - Los hijos no ven la necesidad de colocar la ropa sucia en el lugar destinado, si es mamá o la empleada del hogar quien lo hace regularmente. Algunos otros detalles de servicio que pasamos por alto, se refieren a la convivencia y a la relación de amistad: - No hace falta preocuparse por preparar la cafetera en la oficina, pues (él o ella) lo hace todas las mañanas. - En las reuniones de amigos, dejamos que (ellos, los de siempre) sean quienes ordenen y recojan todo lo utilizado, ya que siempre se adelantan a hacerlo. Estas observaciones nos demuestran que no podemos ser indiferentes con las personas serviciales, todo lo que hacen en beneficio de los demás requiere un esfuerzo, el cual muchas veces, pasa desapercibido por la forma habitual con que realizan las cosas. Ello supone que, como muchas otras cosas en la vida, adquirir y vivir un valor, requiere estar dispuestos y ser conscientes de nuestras acciones, orientadas hacia ese objetivo. Al respecto debemos realizar algunas consideraciones: - Realizar esfuerzos por descubrir aquellos pequeños detalles de servicio en lo cotidiano y en lo común: ceder el paso a una persona, llevar esos documentos en vez de esperar que lo haga otro, ayudar en casa a juntar los platos y lavarlos, mantener ordenado el cuarto o mis objetos personales en el trabajo. Estas actitudes nos capacitan para hacer un mayor esfuerzo en lo sucesivo. - Nunca prestamos atención, pero los demás hacen muchas cosas por nosotros sin que solicitemos su ayuda. Cada una de estas pequeñas situaciones pueden convertirse en un propósito y una acción personal.

- Debemos dejar de pensar que “siempre me lo piden a mí”. ¿Cuantas veces te niegas a servir?... seguramente muchas y frecuentemente. Existe un doble motivo para esta insistencia, primero: que nunca ayudas, y segundo: se espera un día poder contar contigo. - Si algo se te pide no debes detenerte a considerar lo agradable o no de la tarea, por el contrario, sin perder más tiempo necesitas emprender la tarea que se te solicitó. Todo esto nos lleva a una conclusión: esperar a recibir atenciones tiene poco mérito y cualquiera lo hace, para ser servicial hace falta iniciativa, capacidad de observación, generosidad y vivir la solidaridad.

Get in touch

Social

© Copyright 2013 - 2024 MYDOKUMENT.COM - All rights reserved.