TEXTOS DEL CATÁLOGO GUILLERMO SOLANA

TEXTOS DEL CATÁLOGO GUILLERMO SOLANA El dibujo, de la disciplina a la aventura No sé si la palabra dibujo despierta todavía el recuerdo del trabajo co
Author:  Emilia Moya Bustos

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TEXTOS DEL CATÁLOGO GUILLERMO SOLANA El dibujo, de la disciplina a la aventura No sé si la palabra dibujo despierta todavía el recuerdo del trabajo con el carboncillo ante las estatuas de escayola, aquella fatigosa disciplina de las escuelas de arte. Probablemente se ha olvidado ya que dibujo y academia fueron, durante siglos, términos casi equivalentes. Giorgio Vasari, fundador de la primera Accademia del Disegno en Florencia, compiló un libro donde iba encuadernando los dibujos de los grandes maestros. Aquella y otras colecciones de dibujos aspiraban a ser un depósito de modelos clásicos, un medio de transmisión de la norma para los artistas. Pero el dibujo fue víctima de su misma posición dominante y sufrió graves limitaciones. Y cuando finalmente, hacia la mitad del siglo XIX, comenzó la demolición de la tradición académica, el dibujo perdió sus antiguos privilegios como disciplina, pero conquistó la máxima libertad como medio de expresión. Lo que había mantenido al dibujo encorsetado durante siglos era ante todo el estricto código de la anatomía. El crítico británico Roger Fry se atrevió a afirmar hace ya casi un siglo que “desde que el Renacimiento había establecido una cierta norma de representación, el dibujo había cesado de ser posible como un medio de expresión completo”. La norma renacentista vino a someter el dibujo de la figura, según Fry, a “ciertos hechos anatómicos”, a costa de la “expresión rítmica” o de la “solidez constructiva”. El mismo Fry anunciaba que la revolución artística moderna, al liberar al artista de la fidelidad anatómica en la representación, le permitiría “encontrar una expresión más completa en el dibujo lineal que en cualquier otro momento desde el siglo XIV”1. Esa revolución se anuncia ya sin duda en la que es la pieza más importante de nuestra exposición dedicada a una selección de la colección de obra sobre papel de Juan Abelló y Anna Gamazo. Me refiero al espléndido pastel de Degas Bañista secándose o Después del baño (c. 1895)[cat. 2], que forma parte de una serie integrada por cuatro pasteles, varios dibujos al carboncillo y una obra esculpida que representan a la misma mujer sentada en un sillón junto a una bañera, secándose el costado. El rostro no es visible, y al eclipsarse, permite que el resto del cuerpo se libere, adquiriendo una presencia, cómo decirlo, más animal. Los “hechos anatómicos” no coartan en este caso la “expresión rítmica”, más aún, es la necesidad rítmica la que dicta la elección de la postura de perfil, y el modo de plasmar la carne o la cabellera. Una mano ataca el costado, lo acaricia con delectación, y respondiendo a ella, la otra mano se levanta como en un gesto de salutación ritual. La densidad suntuosa del color sumerge a la figura en una atmósfera húmeda y cálida, especiada y algo exótica, casi oriental. Si comparamos este pastel de Degas con otro desnudo varias décadas posterior, la Joven arreglándose el pelo (1939) de Matisse [cat. 55], comprobaremos la enorme distancia recorrida por la modernidad en su alejamiento del modelo natural. La presencia física del cuerpo de la modelo, que domina el pastel de Degas, se transmuta en Matisse en una vitalidad más abstracta, en la energía de un trazo nervioso que vibra y danza alrededor de los contornos. Y si Degas ya comenzaba a apartarse del naturalismo, de la anatomía como puro factum, en el caso de Matisse las proporciones del desnudo apenas tienen ya nada que ver con el natural, como muestra la desproporción abismal entre la mitad superior y la mitad inferior de la figura femenina. La anatomía ya no es un dato inamovible, sino que puede ser alterado en función de las exigencias decorativas y expresivas.

1 “Line as a means of expression in modern art” (1918-1919). En Reed, Christopher (ed.): A Roger Fry Reader. The University of Chicago Press, 1996, p. 326.

Consideremos ahora otro desnudo, el dibujo de Egon Schiele Mujer en cuclillas (1917) [cat. 20], que lleva todavía más lejos el estilo concebido como desfiguración. Si el código tradicional de la anatomía marcaba ciertos points de repère esenciales que el artista debía observar al dibujar la figura humana, Schiele desplaza esos puntos de referencia y disloca las relaciones jerárquicas entre ellos. La cabeza ya no es el vértice del cuerpo; privada de rostro, inclinada hacia abajo, se convierte en un apéndice más, en una mera prolongación del movimiento del tronco. El verdadero ápice de esta figura no es la cara, sino el sexo, marcado con un grueso punto oscuro situado en el centro geométrico de la hoja de papel. De ese punto surgen las líneas o convergen allí y la figura se despliega y se recoge como una araña o como una extraña flor. No estamos tan lejos de los sexos femeninos identificados con flores o arañas o estrellas en la obra de Miró, por ejemplo en sus magníficos dibujos de los años cuarenta, muy bien representados en la Colección Abelló (Mujeres, pájaros y estrellas [cat. 64 o 65] y Hacia la escala de la evasión [cat.66], ambas de 1942, y Composición de 1944 [cat. 68]). En fin, y como una última muestra de la demolición de la anatomía en el dibujo moderno, el dibujo a lápiz La joven que no duerme (1941) [cat. 35], dedicado al fotógrafo Herbert List, es un ejemplo del genio peculiar de Picasso para la invención de monstruos. Esa figura femenina de Picasso es una criatura esquizomorfa, desdoblada en dos perfiles, dos caras opuestas (acaso una despierta y la otra dormida), un pecho a cada lado, y sexo y nalgas visibles a la vez en una imposible síntesis simultánea. Este simultaneismo que Picasso cultiva en el desnudo, como reveló hace tiempo Leo Steinberg, no sólo está relacionado con la destrucción cubista del espacio perspectivo postrenacentista, sino que responde a una visión erotizada que anhela poseer el cuerpo deseado por todos los lados a la vez. En Picasso, como en Schiele, la alta temperatura erótica funde las rígidas estructuras del cuerpo clásico. Dibujo contra pintura. Pero más allá del código de la anatomía, la tradición académica impuso al dibujo un lastre todavía más pesado: su identificación con el disegno, el principio intelectual de las artes visuales. Esa identificación implicaba que el dibujo fuera considerado, antes que un medio material, una actividad mental y visual pura. En la tradición de la teoría del arte desde el Renacimiento, el dibujo quedó consagrado como el origen común y el fundamento de las tres artes: pintura, escultura y arquitectura. Así como la escolástica aristotélica definía al ser humano por su género (animal) y su diferencia específica (racional), el gran teórico de la Academia francesa Roger de Piles proponía “el colorido como la diferencia de la pintura, y el dibujo como su género”2. Naturalmente, ese carácter genérico del dibujo tenía que eclipsar sus rasgos peculiares como medio artístico. El dibujo no era contemplado como un arte particular e independiente, sino como la condición previa y universal de todas las artes visuales. Ese intelectualismo del disegno ha seguido gravitando sobre la cabeza del dibujante incluso en la época de la disolución de la tradición académica; Baudelaire sostenía que “los puros dibujantes son filósofos y abstractores de quintaesencia”3. Pero cuando la modernidad destruyó los viejos cimientos del edificio común de las artes visuales, reapareció, frente al dibujo-género, el dibujo-especie. Se descubrió entonces la necesidad de que el artista atendiera en primer lugar al carácter y a los límites del medio artístico material en que trabajaba. El pintor había de ser fiel al lienzo y a los pigmentos de la paleta, como el escultor a la talla en piedra o en madera. Pero ¿en qué consistía el medio del dibujo? ¿Cuál era su esencia frente a las demás artes? La primera respuesta posible, la respuesta más obvia, parecía ser ésta: la línea.

2 De Piles, Roger: Cours de peinture par principes. Introducción de Thomas Puttfarken. Nimes, Éditions Jacqueline Chambon, 1990, p. 145. 3 Baudelaire, Charles: “Salon de 1846”. En Critique d'art. Claude Pichois (ed.). París, Gallimard, 1992, p. 86.

Postular la línea como posible esencia del dibujo suscita inmediatamente una antigua querella: la que opone el dibujo a la pintura, y el contorno lineal a la mancha de color. Es el viejo debate entre florentinos y venecianos en el siglo XVI, o entre partidarios de Poussin y de Rubens en la academia francesa del siglo XVII. Es el debate, en fin, entre los seguidores de Ingres y de Delacroix en los albores de la modernidad. Cuando Ingres sostiene: “El dibujo comprende tres cuartos y mitad de lo que constituye la pintura”, y también: “El dibujo lo incluye todo, excepto el color”4. Cuando Delacroix, por su parte, advierte que los contornos no son naturales: “Muchos de aquellos pintores que evitan la pincelada con el mayor cuidado, con el pretexto de que no está en la naturaleza, exageran el contorno, que tampoco se encuentra en la naturaleza. [...] Hasta se dispensan de expresar convenientemente los relieves, merced a ese medio burdo, enemigo de toda ilusión: pues ese contorno igualmente pronunciado y exagerado anula el relieve al acercar las partes que en todo objeto son siempre las más alejadas del ojo, es decir, los contornos”5. Delacroix aduce que en la naturaleza no existen las líneas: “Estoy en mi ventana y veo el más bello paisaje: la idea de una línea no se me pasa por la mente. Canta la alondra, el río refleja mil diamantes, el follaje murmura; ¿dónde están las líneas que producen estas encantadoras sensaciones?”6 (Por lo demás, Delacroix revela la modernidad involuntaria de los ingristas que, al exaltar la línea pura, conciben el arte como una abstracción sobre el plano). Heinrich Wölfflin vino a explicar más tarde la oposición general entre el estilo lineal (que operaba mediante líneas) y el estilo pictórico (que procedía por manchas, por masas, expresando la forma con el claroscuro y el color). Pero esa oposición se reproduce en el seno del propio dibujo. Hay un dibujo estrictamente lineal, conforme dentro de sus límites, y un dibujo pictórico, inquieto y que aspira a ser pintura, a ser color. Se distinguen ya en sus mismas inclinaciones al elegir los materiales. El dibujante lineal prefiere la mina dura o la pluma (Ingres, por ejemplo, prefería los lápices ingleses 3H), mientras que el dibujante pictórico utiliza los lápices blandos, las tizas y el carboncillo, la tinta con pincel. Esa dicotomía está perfectamente representada en las piezas de la Colección Abelló. Consideremos, por ejemplo, sendos dibujos de Manet y Degas de la misma época, en torno a 1862. La aguada de Manet (Mujer recostada, 1862-1863) [cat. 3], basada en la postura de la Venus de Urbino de Tiziano, que puede considerarse como un ensayo para la composición de su Olympia, valdría evidentemente como una muestra de estilo pictórico, con sus delicadas veladuras de grises, que envuelven a la figura en una atmósfera evocadora. Si ya hemos visto al Degas tardío en una magnífica demostración de exuberancia pictórica, el joven Degas, discípulo lejano pero devoto de Ingres, cultivó el estilo lineal, como atestigua una hoja con apuntes de la figura de Semíramis (Estudios de desnudo, 1860-1862) [cat. 9] para el cuadro Semíramis construyendo Babilonia (c. 1860-1862). Cuando Manet pintaba ya figuras y escenas de la vida moderna, Degas aún andaba empeñado en estas grandes composiciones históricas. Muy lejos de las posturas a veces gimnásticas de las bailarinas, el artista confiere aquí a su reina adolescente una postura hierática, que anticipa la figura de la Salomé de Gustave Moreau. Del contorno simplificado de esta Semíramis desciende el Estudio de una niña de Mary Cassatt [cat. 4], la discípula americana de Degas. Su línea exhibe una cierta gaucherie y un primitivismo que puede recordar también a Gauguin, otro epígono del dibujo de Ingres, como se prueba en esa mínima pero eficaz Tahitiana de espaldas [cat. 13] dibujada a lápiz con una extraordinaria economía de recursos. Hasta el mismo Renoir pasó por una etapa ingrista, pero su dibujo de la Colección Abelló, Los músicos (1897) [cat. 10], es muy posterior y se encuentra en plena afinidad con el rococó.

4 Delaborde, Henri: Ingres. Sa vie, ses travaux, sa doctrine: d’apre s les notes manuscrites et les lettres du maitre. Saint-Pierre-De Salerne, Gérard Monfort, 1984, p. 123. 5 Eugene Delacroix, 13 de enero de 1857. Fragmento extraído de la antología de sus diarios, El puente de la visión. Madrid, Tecnos, 1987, p. 80. 6 15 de julio de 1849. Op. cit., p. 17.

En la generación siguiente a los impresionistas aparecieron los primeros impulsores del dibujo como creación autónoma: Vincent van Gogh fue uno de los más destacados. Y no por azar, porque su falta de facilidad le exigió un sostenido esfuerzo de disciplina antes de llegar a la pintura. Su Cabeza de una campesina pertenece a la época que Van Gogh pasó en Nuenen (1884-1885) [cat. 8]. En aquel periodo, que culminaría en la composición Los comedores de patatas, el artista realizó del natural decenas de dibujos (a lápiz o a pluma) de rostros y bustos de campesinos, casi siempre de frente o de perfil, como una galería de tipos étnicos. La presentación objetiva, siempre igual, de frente o perfil, de estos retratos, resalta más la muda elocuencia, el pathos que emana de estos rostros humillados y ofendidos, de unos seres que no se atreven a levantar los ojos. El denso rayado confiere a la cabeza un volumen, unas texturas, una extraordinaria fuerza expresiva. Caligrafía y gesto El propio Vincent van Gogh constituye un ejemplo excelente de otra dimensión del dibujo que no hemos abordado hasta ahora. Una línea dibujada o una mancha de tinta son al mismo tiempo gestos, y ese componente trasciende la mera división entre lo lineal y lo pictórico. Tanto una mancha rayada como una línea sinuosa revelan un determinado impulso. Por ejemplo, el Toulouse-Lautrec adolescente levanta acta de todo lo que se agita a su alrededor: sus apuntes rápidos de caballos y jinetes (Cavalier, 1879-1881) [cat. 7] captan al vuelo cada movimiento de sus personajes, cada indicio de vida. Siempre hay en ellos algo de caricatura, porque resumen toda una fisonomía en un solo rasgo dominante (de tono satírico, además), ya sean las piernas en arco del jinete habitual o la mueca del caballo hundido bajo el peso de un jinete barrigudo. Casi sin levantar la mano del papel, sin tomar aliento, la línea se enreda consigo misma en lazadas y garabatos. Lautrec hilvana gestos, como lo hace Bonnard en sus nerviosos croquis de Pierrot (Estudios de Pierrot, c. 1900) [cat. 16]: seis, siete pierrots, unas máscaras tristes, un sombrero que hace de aureola. Sin levantar la mano del papel, trazando las ondas de las mangas y los volantes del cuello con gesto vibrante y nervioso, Bonnard logra reconciliar la frescura del primer vistazo con las exigencias de la forma decorativa, de la elegancia japonesa. La misma soltura volvemos a encontrarla en los paseantes de Kees van Dongen (Los parientes de provincia, c. 1900-1902) [cat. 14], que hereda el reportaje visual de Daumier, de Degas, de Lautrec, y le añade un punto de desgarro expresionista. De ese Van Dongen al joven Picasso en Bailarines y perfil (1902) [cat. 27] apenas hay ya distancia: es la misma agitación, la misma danza. Pero en ninguna parte se encuentra el gesto llevado hasta su punto de ebullición como en la obra de Miró, por ejemplo en ese tardío Homenaje a Picasso (1972) [cat. 69] realizado con pincel y tinta sobre el fondo de gouache azul, como una escritura celeste, como un dedo que dibujara en el cielo su graffiti, con algo tosco y onírico, con algo de insecto patudo, con sus bucles insistentes y abiertos y sus salpicaduras. Si ahí podemos reconocer sin esfuerzo una alusión al dripping de Pollock, otro de los dibujos de Miró en la colección se titula precisamente Homenaje a Pollock (1978) [cat. 71]. En Miró, como en Pollock, los trazos dejan de ser contornos y en vez de separar el interior y el exterior de una figura, marcan direcciones, son vectores de fuerza y movimiento: trayectos a lo largo de los cuales se verifica una acción, una acción más rápida que el mismo pensamiento... Entre el objeto y la estructura La llegada del cubismo, el factor más decisivo en la evolución de las artes figurativas en el siglo XX, desplazó la dicotomía lineal-pictórico a un segundo plano. Y también el gesto. Lo que el cubismo planteaba era una nueva tensión, una tensión entre el objeto y el plano pictórico, resultado de inscribir la estructura del objeto en la estructura del plano. En la Mandolina (c. 1911) de Picasso [cat. 29], el objeto, a fuerza de ser analizado, se convierte en una entelequia completamente opaca, enigmática. Podríamos estar mirándolo durante horas sin entender para qué sirve. Otro de los dibujos cubistas de Picasso en la Colección Abelló, Personaje cubista (c. 1914-1915) [cat. 30], aún

más extraordinario, representa una figura femenina en un sillón, y pertenece a la serie de dibujos vinculados a la famosa Mujer en camisa sentada en un sillón (1913-1914). Entre los dibujos de Juan Gris de la Colección Abelló, su Naturaleza muerta con botella (1910) [cat. 38] pertenece al momento en que el pintor había alcanzado ya prestigio como ilustrador de la prensa satírica de París y Barcelona y se lanzaba a sus primeros experimentos de vanguardia, adoptando el evangelio cubista de Picasso y Braque. En este dibujo, que anticipa el cuadro Bodegón con huevos y botella (1911), el contorno de los objetos aparece fracturado y sus volúmenes como tallados a hachazos. Las líneas están atravesadas por pequeñas rayitas paralelas, como para suturar las superficies a un lado y otro; el análisis se centra todavía en el objeto y su coherencia plástica. Una década más tarde, encontraremos a Gris dedicado a la estructura de la superficie, en su dibujo plano y decorativo (Personaje de pie con guitarra, 1923) [cat. 40]. Será la época de sus arlequines y pierrots, máscaras de un carnaval melancólico, de un cubismo rococó. El bodegón de María Blanchard (c. 1915) [cat. 24] se sitúa precisamente en el punto de transición entre el objeto y la superficie: la unidad de cada cosa (vaso, pipa, naipe) estalla y sus líneas fragmentadas se recomponen conectándose entre sí, formando un complejo diagrama o un puzzle sobre la mesa. El protagonista del dibujo ya no es el objeto aislado, sino la misma estructura del plano, trocada en laberinto. Ese proceso se llevará más lejos aún, por ejemplo, en un dibujo de Torres García (Abstracción, 1930), con su retícula habitada por algunas figuras esquemáticas [cat. 50]. La arquera de Óscar Domínguez (Mujer con arco, 1946) unifica con un esquema picassiano la figura humana y la retícula que articula todo el plano [cat. 59]. Todos estos hitos conducen a una nueva concepción del dibujo, que más tarde Robert Motherwell definirá en un célebre apotegma: “Dibujar es dividir la superficie plana”7. Pero de la estructura de la superficie se puede volver al objeto: ésta sería la salida moderada para los experimentos cubistas. Dentro de ella pueden situarse, por ejemplo, esos Estudios de desnudos de Magritte, interpretación cubista enriquecida con curvas y sugerencias dinámicas [cats. 45 y 47]. Antes aludía a una tendencia purista de la línea, ingrista, que Degas o Gauguin vindicaron sucesivamente. Aquella corriente fue recuperada por Picasso (y no, como suele decirse, en 1914, después de la aventura cubista, sino mucho antes, en 1906). Cubismo e ingrismo compartían, desde luego, el énfasis en el valor de los elementos plásticos puros, abstractos (la línea, el plano...). Picasso no tuvo dificultad en alternarlos y hacia 1920-1921, mientras pintaba naturalezas muertas cubistas sintéticas, dibujaba una larga serie de bañistas a la cual pertenece un dibujo de la Colección Abelló (más ligero, más estilizado de lo que solían ser sus figuras neoclásicas) [cat. 32]. El ingrismo picassiano fue adoptado brevemente por Salvador Dalí. Una de las obras maestras de la Colección Abelló es el retrato dibujado de su padre y su hermana Ana María, de 1925 (hay otra versión de este dibujo casi idéntica, de formato algo menor, que se encuentra en el Museu Nacional d'Art de Catalunya) [cat. 48]. Dalí aplica la receta picassiana con todas sus consecuencias y con todo el virtuosismo necesario, asumiendo que se trata de una fórmula inestable, donde la línea se adhiere al objeto y luego se despega de él, se vuelve rígida y enseguida sinuosa, oscila entre el arabesco plano y las áreas modeladas de las cabezas. El dibujo de los escultores La palabra española “dibujar” proviene al parecer del francés antiguo deboissier (labrar en madera) y la práctica del dibujo puede acercarse muchas veces al trabajo de modelar o tallar. Pero si penetramos en la cuestión más profundamente, el parentesco entre el dibujo y la escultura puede proceder, como escribe María Zambrano, de un “íntimo comercio con la muerte”. “Libre del color, la línea crea en la libertad de la 7 Motherwell, Robert: Collected Writings. Terenzio, Stephanie (ed.). Oxford University Press, p. 151.

muerte y nos da la oquedad, el vacío de los cuerpos y las cifras de su consumida pasión. Nada más cercano a la emoción que nos produce el dibujo que el hieratismo de la escultura egipcia y ese milagro que es la arcaica griega; las dos imponen a su alrededor su espacio vacío equivalente al blanco del papel; un espacio que las aísla y que impone el Noli me tangere de la inteligencia, de la muerte y del no-ser, signo de que se ha cumplido la liberación de las pasiones de que es portadora todo cuerpo, transustanciada ya en luz y número, al par”8. Uno de los ejemplos más expresivos en nuestra exposición de un dibujo de escultor es el temprano Desnudo atormentado (c. 1910-1914) de Julio González, que quiere emular tan directamente y con tanta ingenuidad la retórica de los desnudos miguelangelescos [cat.42]. En el extremo opuesto de dicha retórica, el dibujo de Brancusi de un desnudo femenino presenta una simplificación esquemática y un ritmo expresivo primitivista que podría emparentarse con Matisse [cat. 43]. Se trata en realidad de una figura danzante, como las que atraviesan el arte avanzado de la primera década del siglo XX: danzantes de Matisse, Derain, Gaudier-Brzeska, danzantes extáticas como las de Stravinski en su Sacre du Printemps. Su frenesí dionisíaco contrasta con la serenidad apolínea de la Joven de pie (1921) de Maillol, un magnífico dibujo a sanguina de proporciones monumentales, con muslos como columnas cuyo clasicismo sólo es desmentido por el detalle anecdótico y levemente fetichista del calzado de la figura [cat. 41]. El sentido táctil de la forma que domina en Maillol determina también los dibujos de un escultor muy distinto, Henry Moore (Mujer sentada, c. 1937) [cat. 54]. Sus figuras emergen de la tierra como grandes concreciones geológicas erosionadas por el viento y el agua, o como gigantescos ídolos majestuosos. Y su superficie aparece escrita con puntos y líneas, con una suerte de constelaciones. Giacometti, en fin, nos ofrece aún otro procedimiento de concebir la forma en el espacio. En Naturaleza muerta (1942) las frutas agrupadas en el plato poseen volumen, desde luego, pero es un volumen vacío, fantasmagórico; es el hueco redondo que nos aparece envuelto en la fina malla, la telaraña de líneas dibujadas [cat. 56]. Por regresar una vez más a María Zambrano: “El dibujo nos presenta un género de presencia impalpable; el hueco de un cuerpo viviente; la imagen tiende a imprimirse en la oquedad, única forma que tienen los cuerpos de eternizarse, fijándose por su ausencia”i. i

Op. cit., p. 153.

8 Zambrano, María: “Amor y muerte en los dibujos de Picasso”. En Algunos lugares de la pintura. Iglesias, Amalia (ed.). Madrid, Espasa Calpe, 1991, p. 154. [Artículo publicado por vez primera en Orígenes, vol. 9, núm. 131, 1952, pp. 17-22.]

FRANCISCO CALVO SERRALLER

LA CLAVE GENÉTICA DEL ARTE CONTEMPORÁNEO Quizá por la fragilidad de su conservación material, pero probablemente también por la evolución del arte de nuestra época, tan reacio a la normativa clásica, el dibujo no ha recibido la atención que se merece. Desde luego, esto es algo que contrasta violentamente con el aprecio crítico tradicional, que consideraba el dibujo como el elemento primordial de la creación artística, pero, al margen de consideraciones doctrinales, también con la práctica del arte contemporáneo, donde es muy raro hallar un creador que no lo use de una forma semejante. El término empleado por los teóricos del arte a partir del renacimiento para referirse al dibujo era el de "disegno", que abarcaba la invención y la estructura de una obra de arte y no sólo su primer esbozo material. En estos primeros tratados artísticos la superioridad del "disegnare" sobre el "colorire" era similar a la que existía entre alma y cuerpo, inteligencia y sensibilidad, espíritu y materia, concepción o ejecución. Más: el "disegno" era el único factor cohesionador de todas las artes, el que, finalmente, garantizaba su igualdad esencial. Algo de esto se ha conservado en nuestro mundo actual precisamente a través de lo que hoy se entiende como "diseño", que es la capacidad creadora e inventiva previa a cualquier técnica o contenido. Y aunque es cierto que el revolucionario arte de nuestra época ha desbordado el cauce o el canon del clasicismo, superando los estrictos límites de la belleza, su rampante concepción libertaria no ha podido suprimir la imprescindible necesidad reflexiva que comporta dibujar o diseñar una obra nueva. Que ahora esta reflexión creadora se materialice de formas muy diferentes a las tradicionales, no significa que no siga siendo imprescindible. Curiosamente, cuando se ha postulado una creación plástica más directa, instintiva -o automática, como ocurrió con el expresionismo abstracto, el resultado gestual conseguido ha sido casi puro dibujo, como así lo demuestran los cuadros de Jackson Pollock, pues la pintura reducida al mero gesto corporal no es, en efecto, sino un diseño espontáneo. De manera que no nos engañemos: si, en la actualidad, usamos el eufemismo de "obra sobre papel" para referirnos al dibujo no es por otro motivo que el de la versatilidad de técnicas, materiales y soportes con que cabe hoy trabajar. En realidad, no creo que el dibujo haya tenido nunca antes la extensión, la variedad y la importancia que se le ha concedido durante nuestra época, aunque obviamente su presentación material sea diferente de la tradicional. ¿Por qué entonces se ha producido esa paradoja de menospreciar su valor, como así lo planteamos al comienzo de este escrito? Desde el punto de vista teórico, ha influido el que el clasicismo tradicional considerase al dibujo como la clave de bóveda de las artes, aunque también el concepto romántico del artista como genio, cuya innata inspiración no podía someterse a ninguna regla. Desde el punto de vista material, la fascinación por la experimentación técnica, muy activada por la revolución industrial, estimuló los nuevos caminos artísticos subsidiados por el progreso científico, por no hablar de la creciente pujanza del mercado del arte, que cambió por completo la identidad y la carrera profesional de unos creadores hasta entonces estimados en no poca medida como artesanos. Cualquiera de estos factores citados, y otros tantos que se podrían asimismo mencionar al respecto, aunque no estuvieran concebidos contra el dibujo, modificaron su concepto tradicional. A dos siglos y medio del comienzo de la revolución artística de nuestra época, la perspectiva histórica vivida nos permite considerar este asunto de una manera diferente. Hoy, por ejemplo, no cabe identificar el dibujo sólo con los trazos de un lápiz

o un carboncillo sobre un soporte de papel, sino que hay que buscar su equivalente del arte, hemos podido comprobar cómo ha ido cambiando las técnicas, los materiales y los soportes empleados, pero lo que hasta el momento se ha mantenido es el proceso mental de la creación de una obra de arte. La importancia del dibujo en este proceso inmemorial se basa en que nos revela lo más íntimo del artista; esto es: no sólo el fondo de su pensamiento, sino de su cerebro. A través del dibujo, reconocemos, en efecto, la estructura nerviosa, la sensibilidad, la inteligencia, el instinto, las emociones de un artista; su consciente y su inconsciente. En cierta manera, el dibujo es como el ADN de una obra y de su creador. No deja de ser muy significativo que el célebre Giovanni Morelli (1816-1891), uno de los precursores de la moderna historiografía artística de orientación científica, basase su método de identificación de un maestro antiguo en los trazos impremeditados de éste cuando diseñaba detalles intrascendentes, como el lóbulo de una oreja; o sea: en los gestos impremeditados de su dibujo. Por todo lo dicho hasta aquí, creo que hay que celebrar de manera muy especial una colección artística privada contemporánea dedicada al dibujo, y, todavía más, si una parte sustancial de la misma se ha centrado en el dibujo del arte de nuestra época, donde se han producido aparentemente tantos y tan vertiginosos cambios. Éste es el caso de la Colección Abelló, que ahora me presto muy honrosamente a presentar a través de una exposición que se titula Maestros modernos del dibujo, donde se ha hecho una esmerada selección de más de setenta piezas, pertenecientes a cuarenta maestros diferentes de los siglos XIX y XX, la mayor parte de los cuales son figuras históricas de primer orden. Además del alto valor y la representatividad de las obras y de los artistas aquí reunidos, insisto en destacar la singularidad del tema, que sea una colección privada y, por último, que sea una colección española. Dadas las muy especiales y difíciles circunstancias de la historia contemporánea de nuestro país, el coleccionismo artístico, público y privado, no ha podido desarrollarse hasta fechas muy recientes. Claro que hubo excepciones en épocas anteriores, pero tan aisladas que no cabe otorgarles la menor representatividad. En cualquier caso, ahora que empieza a desarrollarse el coleccionismo artístico en España; esto es: a ser representativo, lo que interesa es que se singularice y que lo haga con un fundamento auténticamente contrastado, como, por ejemplo, el del dibujo en el arte de nuestra época, que es el tema propuesto en esta exposición de los fondos de la Colección Abelló. En principio, la selección propuesta en esta exposición cronológicamente lo abarca todo, pues arranca con Goya y termina con un artista todavía vivo, el británico Lucien Freud. No obstante, los puntos fuertes de este panorama histórico están limitados al arte del último tercio del siglo XIX y la primera mitad del XX, que, en cierta manera, encierra el momento épico de las vanguardias, más o menos, desde el postimpresionismo hasta el surrealismo. Por otra parte, sin, romper este arco cronológico, se aprecia un énfasis en lo español, aunque no necesariamente para dar una nota localista, porque la mayor parte de los artistas españoles presentes alcanzaron una indiscutible resonancia internacional, como Picasso, Juan Gris, Miró, Julio González, Dalí y Óscar Domínguez. Y el resto, aunque no hayan obtenido un parecido reconocimiento, no dejan de ser artistas de vocación y desarrollo inequívocamente cosmopolitas, como Iturrino, Gargallo, Manolo Hugué y María Blanchard, o, sin ser propiamente españoles, pero con una fuerte relación con nuestro país, como el uruguayo Joaquín Torres García y el cubano Wilfredo Lam. Dichas estas generalidades, se impone un comentario más detallado por partes. El arranque con Goya está, por de pronto, fuera de discusión, sobre todo, si de lo que se trata es del arte contemporáneo, para el que el pintor aragonés es el mejor precursor. Lo es ciertamente desde cualquier perspectiva, y, no digamos, si ésta es la gráfica, a partir de la cual Goya alcanzó un enorme predicamento internacional, incluso antes de morir. Está aquí representado por un soberbio dibujo a lápiz, donde se representa el busto de la que fue su mujer, doña Josefa Bayeu, realizado en 1805, obra

de enorme calidad e interés, no sólo por ser el emotivo testimonio de la que fue su esposa y madre de sus seis hijos, todos malogrados a corta edad, menos uno, Javier, sino porque es una valiosísima en las nuevas tecnologías disponibles. En realidad, a lo largo de la antiquísima memoria histórica referencia para determinar la inverosimilitud de que el célebre retrato pintado identificado como de Josefa Bayeu, que se conserva en el Museo del Prado, sea tal. Como ha apuntado Manuela Mena, aún aceptando que el dicho retrato estuviera pintado en 1798; o sea: cuando contaba la modelo 50 años y 25 después de haberse casado con Goya, no se entiende que aparezca con los rasgos de una joven. La datación propuesta por Mena es muy posterior, de hacia 1814, lo que haría ya del todo imposible que esa joven del cuadro fuera Josefa Bayeu, fallecida en 1812 a los 65 años, salvo que se tratase de un retrato póstumo, de naturaleza elegíaca que rememorase idealmente la juventud de la fiel compañera de 39 años de convivencia matrimonial. Desde luego, de ser así, fue un retrato extremadamente idealizador para quien dibujó a su mujer, con 58 años, en 1805, sin disimular ninguno de los estragos de la vida. Al margen del aldabonazo precursor de Goya, la exposición inicia su recorrido histórico a partir de la época del impresionismo, lo cual tiene su miga, porque esta escuela o movimiento como tal prescindió a la fuerza del dibujo. En realidad, de los tres genuinos representantes del impresionismo, Pissarro, Monet y Sisley, solo el primero está representado en la selección. Por el contrario, sí lo están los anti-impresionistas contemporáneos y los post-impresionistas. También lo está algún compañero de viaje circunstancial del impresionismo, como Renoir, al que cito ahora además por haberse precisamente resentido de la pérdida de la vieja habilidad dibujística. De todas formas, si queremos explicar las cosas bien, mejor es que tracemos la línea del dibujo moderno durante los siglos XIX y XX, naturalmente al hilo de los artistas recogidos en esta exposición. Hay, eso sí, una presencia-ausencia decisiva; esto es: un artista que no está sino a través de sus seguidores más significativos. El artista en cuestión es Ingres, sin el cual no habrían sido posibles, cuando menos, Edgar Degas, Toulouse-Lautrec y Picasso, los cuales, por su parte, han influido abiertamente en los miembros de la llamada Escuela de Londres, como Francis Bacon y Lucien Freud. Hay otros grandes dibujantes sin esta genealogía tan precisa, como el naturalista Manet, el Renoir más agrio, el primer Van Gogh, el sintetista Gauguin, los sofisticados modernistas austriacos Klimt y Schiele o el existencialista Giacometti, con sus hieráticas y consumidas figuras enjauladas en el espacio, cuyo alucinado agobio puede muy bien trasladarse a un bodegón de frutas. De todas formas, parece, en efecto, improbable el destino moderno del dibujo sin la contribución directa o indirecta de Ingres, el cual no sólo resolvió la trama del cuadro en la melodía lineal, sino que, entrelazada lacería, la emplazó en primer plano, iniciando de esta manera la disolución de la distinción clásica entre figura y fondo, con lo que se abocó al cubismo. La otra corriente inaugural, la encabezada por Delacroix, de énfasis cromático, también tuvo un curso moderno notable, pero de carácter menos conceptual, abarcando el mundo de las sensaciones del impresionismo o el de las emociones del expresionismo, estando asimismo representados en la exposición, sobre todo, con Pissarro, Bonnard, van Dongen, Nolde, Munch o Kandinsky. En cuanto a los surrealistas, intencionadamente menos formalistas, no tuvieron al respecto un patrón único, sino que mezclaron sin problemas ambos. Es curioso, en todo caso, que esta tensión dibujo-color o, si se quiere, entre el dibujo como color y el color como dibujo, se traslade al arte de después de la segunda mitad del XX, en la exposición muy parvamente representado y a guisa de colofón, pues lo está con dos artistas emergentes tras la segunda guerra mundial, el británico Freud y el estadounidense Warhol. Uno de los aspectos que merece un tratamiento singular por ser, a su vez, tema destacado en la Colección Abelló es la presencia de artistas españoles, que no se justifica sólo por ninguna pasión localista, entre otras cosas, porque, como ya antes se

ha apuntado, todos los seleccionados en la presente exposición se caracterizaron, vida y obra, por su inclinación cosmopolita. También podríamos haber dicho simplemente "moderna", porque fue esta inclinación lo que les llevó a buscar fuera lo que su país entonces no les podía proporcionar. Y el "fuera" del arte fue, como es sabido, por lo menos hasta terminar la segunda guerra mundial o, si se quiere, hasta la segunda mitad del siglo XX, París. El históricamente más veterano fue Francisco lturrino (1864-1924), casi veinte años mayor que Picasso, María Blanchard y Gargallo, los tres nacidos en 1881, pero que, a diferencia de la mayoría de los miembros de su generación, todos cronológicamente finiseculares y muy tocados por el fenómeno cultural del 98, incrementó su vanguardismo en su etapa final, sobre todo, mediante su conexión con Henri Matisse, con el que hizo una amistad artísticamente muy provechosa. También comparativamente más veteranos, aunque en su caso ya encuadrados en el vanguardismo del XX, están los escultores Manolo Hugué (18721945) y Julio González (1876- 1942), el primero más integrado humana que artísticamente en los círculos de la vanguardia internacional, pero el segundo, aunque de maduración tardía, una de las figuras claves de la escultura del XX, no sólo por su contribución en el uso del hierro, sino precisamente por la comprensión y el sabio uso de lo que él mismo denominó "dibujo en el espacio". Entre ambos, no cronológica sino estéticamente, estuvo Pablo Gargallo (1881 -1934), porque evolucionó muy próximo al surco abierto del cubismo, aunque sin abandonar la refinada ductilidad del Art-Decó. Si indebidamente identificamos el siglo XX como la era de las vanguardias es porque concibió la más radical y decisiva: el cubismo, uno de cuyos creadores fue el español Picasso (1881- 1973), al que, a su vez, se reconoce como el prototipo más cabal y completo de artista moderno. Una de las aportaciones más señaladas de la Colección Abelló y de esta muestra que ahora selectivamente la representa es el formidable conjunto de obra sobre papel del genio malagueño, del que ahora se exhibe una decena de dibujos. Pero lo destacable no es sólo el número, sino que están sucesivamente datados en las cuatro primeras décadas del siglo, entre 1902 y 1941, rematándose el lucido conjunto con una obra tardía, de 1960. En cierta manera, se trata de una mini- historia de la larga historia de Picasso, pero que, siendo así, también lo es del arte del siglo XX. Es asimismo muy notable la presencia de Juan Gris (18871927), considerado indiscutiblemente, junto a Picasso y Braque, como uno de las figuras claves del cubismo. Al estar acompañado de María Blanchard (1881 -1932), una de las más tempranas seguidoras de esta corriente revolucionaria y aquí representada por una obra cubista de 1915, de cuando la vigorosa pintora montañesa había formado parte, junto al mexicano Diego Rivera, de la exposición madrileña bautizada por Gómez de la Serna como la de "Los íntegros" se comprende la tajante afirmación de Gertrude Stein sobre la naturaleza española del cubismo. Del envés del cubismo, que fue el surrealismo, la Colección Abelló tiene una cumplida representación y en no poca medida asimismo española, pues no en balde este movimiento de entreguerras estuvo muy decisivamente poblado de artistas españoles, dejando al margen que su figura totémica fue el mismo Pablo Picasso. De esta manera, el surrealismo de los años 1920 tuvo a uno de sus más conspicuos representantes en Joan Miró (1893-1983) y el de los años 1930, a Salvador Dalí (19041989), de los cuales hay obra en la exposición que nos ocupa, como también del canario Óscar Domínguez (1 906-1957), sin olvidarnos de otros artistas de esta misma orientación que no fueron españoles, como André Masson, Alberto Giacometti, Balthus o Wilfredo Lam. Como se puede apreciar en lo que llevamos apuntado, aunque sea a vuelapluma, la exposición Maestros modernos del dibujo nos introduce en las líneas esenciales de ese complejo y vasto mapa del arte de vanguardia internacional del siglo XX y lo hace, además, centrando la atención sobre el dibujo, que, salvando las distancias revolucionarias entre el ayer y el hoy, sigue siendo la guía esencial para ahondar en lo más genuino de la identidad del arte.

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