Título: Nuestro Rincón (Convalecencia) Lema: Anatolia-58

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Título: Nuestro Rincón (Convalecencia) Lema: Anatolia-58

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I PARECÍA HUMO y sin embargo cuando Alicia levantó la vista y se pasó la mano por la cara ahí estaba Inge. Parecía imposible pero estaba ahí. Como en el cuadro, a la derecha del sillón de mimbre, con los ojos brillantes, el pelo suelto, la mirada curiosa y arriesgada. Traía un libro bajo el brazo y, como en el cuadro, se había puesto una blusa de manga corta y una falda holgada con un borde de festón blanco como el plumaje de un pájaro. -¡Inge! -Mira, Alicia, he traído lectura. No se demoraron en saludos. Nunca lo hacían. Inge cruzó la habitación, se aproximó a la cama, se sentó a la cabecera de Alicia, abrió el libro y comenzó la lectura por la primera página: “Dicen que en los momentos de peligro hay que unirse…” -¿Estás bien? Alicia estaba bien. Había tenido un accidente. “Pero tener un accidente no es estar enferma”, aseguró. Le dolían los huesos, eso sí, le dolía la espalda, se había roto una pierna y se quejaba al intentar moverse, al cambiar de postura y al girar la rodilla de la pierna contraría. Tras la operación los médicos habían pronosticado que volvería a caminar y hacer la vida que hacía antes “sin problemas”. Sí, estaba bien, sólo un poco dolorida y magullada. Inge volvió a leer: “Asistí a la boda de mi madre con el señor Mason, en Spanisk Town. Christophine me rizó el cabello. Llevé un ramo de flores y todo lo que vestía era nuevo, incluso los lindos zapatos”. Los zapatos, pensó Alicia, de momento no podría calzarse los zapatos. Pero que importaba. Estaba viva y su amiga había venido a verla desde Ámsterdam. Reconoció su acento. Inge leía muy bien, casi interpretando. Tenía una voz modulada que dulcificaba las labiales. Además, qué bien contaba Jean Rhys esos zarpazos zalameros y tibios del amor y de la vida por la espalda, el viento loco que tras la boda de su madre se había llevado a Inge a Holanda y la había devuelto de nuevo a España. Todo había ocurrido como en medio un huracán.

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Inge venía calzada con botas y a ella le pareció que debía de haber venido corriendo por la calle. -¿Has venido corriendo? Inge ladeó la cabeza. Parecía muy entera pero también ella venía llena de rasguños y mordeduras, como si en el transcurso de la noche se hubiera peleado con un gato -¿Entonces has subido al trote las escaleras en vez de coger el ascensor como las personas normales? -Tampoco. Era parte del juego. Lo empezaron a jugar cuando se conocieron en el Rijksmuseum y ahora, quince años después, de forma fortuita el accidente de Alicia les permitía recuperar el entretenimiento como si nada hubiera pasado. Sin embargo habían pasado cosas, claro que habían pasado: por ejemplo, Inge había tenido dos hijas y las había perdido; Alicia se había casado con Daniel y se habían separado. Inge ya no tenía el restaurante que había montado con Gianni en Ámsterdam y Alicia había vendido la casa de Madrid y se había trasladado al campo. Podrían habérselo contado la una a la otra con palabras propias, pero la holandesa volvió a la novela de Jean Rhys, que resumía su presente de manera muy gráfica: “Por fin todo había terminado, los avances y los retrocesos, las dudas y las vacilaciones. Todo había terminado, para bien o para mal”. Luego cerró el libro y su primera visita terminó. II El martes siguiente Inge se presentó de nuevo en casa de Alicia con nuevos libros y con una gran calza blanca para el pie escayolado. -Póntelo. Te ayudará a caminar por la casa. Alicia abrió la caja, miró la calza con cordones y no le hizo demasiado caso. Mientras Inge preparaba refrescos para las dos en la cocina, se dedicó a los libros. Primero abrió uno y lo hojeo; luego hojeo otro y otro. Cuando disponía de tantos se apoderaba de ella una ansiedad incontrolada, como un vértigo. Los miraba y era como tener al alcance de la mano un plato de cerezas que hay que librar de la voracidad de las hormigas en el patio. Los acarició, pasó la mano por el lomo del tercero y leyó las primeras palabras. Adoraba abrir un libro, olerlo, tocar el papel, leer la primera frase.

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Algunos, incluso, resumían perfectamente lo que había sucedió en su vida, palabra por palabra: “Un mediodía de abril, justo después de comer, mi marido me anunció que quería dejarme”. Sí, había sido así, un sábado después de fregar los cacharros y recoger la cocina Daniel se sentó delante de ella y sin hacerle ascos al café recién hecho ni rechazar los dulces que había preparado, sin explicación ninguna, había puesto fin a una relación de trece años. -Así, sin más, como en la novela de Elena Ferrante. Inge se aproximó a su amiga y la abrazó por la espalda. Miró el título por encima de su cabeza Los días del abandono. Había vuelto de la cocina con los vasos y la jarra de limonada, alargó la mano y llenó los vasos. -Anda bebe. Luego bebió ella misma. Le gustaba el sabor del limón, el acido amarillo que tensaba los labios y el paladar y al instante los relajaba. Le gustaba, aunque le recordara los peores momentos de su vida: la muerte de su padre en la finca de Granada, la aparición de Durrell a los tres meses, la boda de su madre y el viaje de regreso a Holanda.… Los limones le recordaban eso y la muerte de sus propias hijas en otro accidente trágico. También ella, como Alicia, había tenido que tragarse el corazón y seguir viviendo como si nada hubiera pasado. Curiosamente la historia de su amiga había comenzado en Ámsterdam y había pasado por Granada, donde había conocido a Daniel al morir su madre. La vida les había hecho caminar en una dirección y luego, sin más, les había cerrado los caminos con un palmetazo. -Pero ahora estamos solas, ¿sabes? Así que podemos hacer lo que queramos. Alicia volvió a leer: “Me enterneció su sensibilidad. Entre las lágrimas, dejé el vaso en el suelo y, como para consolarlo, yo que tenía necesidad de consuelo, me arrimé a él”. -Todavía sigo creyendo que volverá- confesó. -Lo sé- dijo Inge-. Nada resulta nunca demasiado fácil.

III Antes su paso largo era su forma natural de caminar. Ahora Alicia caminaba con pasos inseguros y ayudándose con una muleta conseguía salir al patio. Volvería a

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caminar, aunque todavía las escaleras eran un obstáculo insalvable. “Pero sabes que estaré siempre a tu lado”, había prometido Inge. Sí, estaban juntas y podían hacer lo que quisieran de ahora en adelante. Tras una semana compartiendo la vida la casa de Alicia se había convertido en una caja acústica y a Inge le produjo un placer loco desmantelar el cuarto de su amiga y bajar todo al primer piso como si fueran a trasladarse. Como si estuviera en un puesto del mercado, ahora, en lo alto de la escalera y asomada a la barandilla, con Ana Karenina en una mano y Bella del Señor en la otra, gritaba: -¿Estos también? Alicia levantó la vista y contestó desde abajo. -Sí -¿Y éste? Como si tuvieran que resistir el envite de un ejército ruso en pleno invierno la planta baja se había convertido en un fortín de libros y palabras. Era su rincón. Rincón es un escondrijo, una guarida, un refugio, cualquier lugar donde uno puede esconderse y pasar leyendo una tarde de domingo o de sábado. Como en el cuadro delante del cual se conocieron, habían trasformado el salón en la casa de Alicia en su rincón particular y lo habían llenado de libros. Porque los libros contaban y ayudaban; las contaban a ellas, daban cuenta de sus miedos, de sus dolores y fracasos, de su vida íntima, de su presente y su pasado. Las palabras y los libros mitigaban un poco el dolor y las heridas, contaban….. Cenaron juntas. Luego Alicia se sentó bajo el halo de la lámpara y observó a Inge con la misma curiosidad con que lo habían hecho la una a la otra frente al cuadro de Alma-Tatema que representaba a sus dos hijas, a las que el pintor retrató en un momento íntimo de su infancia para regalárselo a su segunda mujer. “Mira, así son”, parecía que había querido decirle el autor a la madrastra. Una parecía más tímida, más temerosa y soñadora; a la otra se la veía en un primer plano, segura de sí misma, más curiosa y extravertida. Cada una tenía un libro entre las manos: Laurense de pie; Anna recostada en las rayas verticales de una otomana. El cuadro se titulaba Nuestro rincón, estaba en el Rijksmuseum y en él Inge y Alicia se habían reconocido. De entonces databa su amistad, desde entonces alimentaban cuando estaban juntas el placer por buscar un espacio, rodearse de libros y, leyendo novelas, contarse la vida. Inge siempre había querido tener una hermana. Alicia siempre había necesitado una amiga.

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Inge alargó la mano hacía el montón de libros, eligió su preferido y leyó: “Ahora, por fin, sé por qué me trajeron aquí y sé lo que debo hacer”.

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Los extractos citados en el texto corresponden respectivamente a: I y III : “Ancho mar de los Sargazos”, de Jean Rhys II : “Los días del abandono”, de Elena Ferrante

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