Título:Mi marido es perfecto Seudónimo: Jimena Tierra

Título:Mi marido es perfecto Seudónimo: Jimena Tierra Cuando la vio por primera vez en el bingo de Bravo Murillo, no tuvo más remedio que sentarse en

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Título:Mi marido es perfecto Seudónimo: Jimena Tierra Cuando la vio por primera vez en el bingo de Bravo Murillo, no tuvo más remedio que sentarse en su mesa. Era jueves. Germán pidió al vendedor un solo cartón con la intención de ganar el tiempo suficiente entre bola y bola para analizar su fisonomía al detalle. Ella compró una serie y se concentró en redondear con el rotulador azul los números que iban saliendo, al tiempo que daba pequeños sorbos a su zumo de naranja. Estaban en una zona de no fumadores y Germán se contuvo de encender el purito que guardaba en el bolsillo de la chaqueta. Merecía la pena. Era preciosa. Le hubiera gustado conocerla cuando era joven. Debía haber sido una chica despampanante. Tenía dos pequeñas estrellas azules bajo unas lentes sin montura y una expresión angelical en un rostro semicircular. Llevaba el pelo corto con mechas rubias, peinado hacia un lado, y vestía un llamativo blusón rosa repleto de abalorios brillantes. Sin embargo, lo que más le llamaba la atención era su nariz pequeña y achatada. Su esposa tenía un espléndido caballete afeando su faz y, aunque era muy buena persona, a Germán siempre le había quedado la espina de no haberse casado con una mujer hermosa. Odiaba las napias aguileñas, romanas, respingonas o con las fosas nasales demasiado visibles. Aquella, en cambio, rozaba la perfección. Germán estaba tan absorto en cada uno de sus rasgos que no reparó en que se le habían pasado un par de números. —Tenga cuidado, caballero. El cincuenta y seis ha salido ya —le dijo ella con una sonrisa, poniendo de manifiesto que estaba tan pendiente de sus cartones como del de Germán. «El cincuenta y seis ha salido ya», murmuró. Aquella frase se grabó en su memoria y no dejó de repetirla en toda la noche. Una mujer bonita, alegre, que se preocupase por él. Era exactamente lo que andaba buscando. Al día siguiente, Germán tuvo especial cuidado en arreglarse. Se duchó y se lavó la dentadura postiza, afiló su bigote, se cortó los pelillos de la nariz y se perfiló las cejas. Se puso corbata, un traje de chaqueta verde de pata de gallo y se echó medio frasco de su mejor colonia, que era de las más baratas del mercado. Esperó a que el tiempo pasase sentado en el sofá fumando su purito frente al televisor, haciendo zapping entre los toros y la telebasura, concentrado en la imagen de aquella Venus y estudiando las posibilidades que tenía de hacerla suya. Cuando se aproximó la hora, se dirigió a la sala de juegos como ludópata sediento y se sentó en la misma mesa que el día anterior. La angustia iba oprimiendo su pecho a medida que transcurrían los minutos y ella no entraba por la puerta. La esperó hasta de madrugada. Cuando el bingo estaba echando el cierre Germán regresó a su piso apesadumbrado, con el orgullo herido y la sensación de haber perdido la tarde entera. Tenía el propósito de realizar la misma operación cada día hasta que la volviese a encontrar. Apenas logró conciliar el sueño durante los días sucesivos. En el bingo, ojeroso y agotado, veía borrosas las letras del cartón que compraba cada tres minutos y que le estaba dejando sin suficiente efectivo. Se le pasaban las bolas, pero Germán no podía desviar la mirada de la puerta. «Si ella estuviera aquí», pensaba, «estaría pendiente de que no se me escapase un solo número». Bebía a sorbos un zumo de naranja, evocando su recuerdo, y se preparaba para el momento crucial en que ella apareciese bajo el letrero fluorescente que marcaba la salida. Había transcurrido una semana exacta cuando la puerta se abrió y entró un grupo de ancianos en la sala del bingo. A Germán le dio un vuelco el corazón. Allí estaba ella, bajita y regordeta, tan rápida como una ardilla, sorteando a los clientes hasta poner su bandera en una de las mesas que estaba vacía. Ni siquiera reparó en él. Chistó al vendedor de cartones y le pidió una serie, dejó el bolso sobre la silla de al lado y colocó su abrigo de visón en el respaldo. Germán estaba hechizado. Se levantó tembloroso y, apoyándose en el bastón, se dirigió hacia ella sin saber bien cómo comportarse. —Buenas tardes —murmuró con un nudo en la garganta. Ella le saludó con una tímida sonrisa y empezó a marcar algunos números con el rotulador. —Voy a pedir un zumo de naranja… ¿le apetece uno? —Germán balbuceó. Asintió agradecida y agudizó el oído cuando un joven con frenillo empezó a cantar las bolas. Germán no le quitó ojo de encima en toda la partida. En esta ocasión se había puesto un precioso blusón celeste, a juego con los pendientes, y un collar de cuentas azules y blancas. En el dedo anular de la mano derecha llevaba dos alianzas. «Coqueta y con buen gusto», rió para sí. «Y, además, viuda».

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Título:Mi marido es perfecto Seudónimo: Jimena Tierra El anciano de la mesa de la derecha cantó bingo con la bola cuarenta y ocho y se escuchó un murmullo generalizado. —¡Madre mía! Cada vez lo cantan antes —comentó ella con aire de desagrado—. Me he quedado con el cincuenta y seis en pantalla. ¡Vaya faena! A Germán se le iluminó el rostro. Aquella cifra le estaba trayendo suerte. Su esposa era bastante supersticiosa y era algo que había llegado a contagiarle con el paso de los años. —Mi mujer solía quemar el cartón con el que se le había quedado algún número en pantalla. Ella soltó una carcajada e hizo lo mismo, enrollándolo y colocándolo en posición vertical sobre el cenicero. —Eso no es ninguna novedad. Hay algunos que lo pisan y otros que lo rompen en pedazos. Si no cree en la suerte, está en el lugar equivocado. El camarero sirvió los refrigerios. Germán sintió la necesidad imperiosa de ir al aseo, pero decidió aguantarse en la medida de lo posible. No quería dejarla escapar y, al fin y al cabo, podía confiar en la compresa que se había colocado en el interior de los calzoncillos. —¿Suele venir todos los jueves? —ella arqueó una ceja y Germán escondió las manos temblonas bajo la mesa—. Lo digo porque me es muy grata su compañía y, si no le molesta, me gustaría coincidir con usted en alguna otra ocasión. —Sí, vengo todos los jueves —el joven empezó a cantar las bolas de nuevo con dificultad—. Me llamo Margarita —le extendió una mano pequeña y carnosa. A través de sus gruesas lentes, Germán la observó fijamente conteniendo la emoción. Besó su mano y, cual galán inseguro, susurró un “encantado de conocerla” apenas audible. Pasaron una tarde muy agradable. Ninguno de los dos cantó bingo, aunque Germán se llevó doscientos veinte euros por la línea de la prima, que instintivamente repartió con su compañera de juego. Después de cenar un par de descapotables, se emplazaron para el próximo jueves y Margarita cogió un taxi hacia su domicilio. Estaba nerviosa. Sacó con torpeza el móvil del bolso y marcó el número de Hortensia. —He conocido a un hombre —rió—. Unos ochenta, pero tiene muy buena presencia. Debe fumar bastante porque huele a puro y tiene los dedos amarillentos, aunque no es de esos viejos impresentables que tanto asco me dan. ¿Qué pienso hacer? No lo sé, pero creo que le gusto... ¡Como lo oyes! Hemos quedado para el jueves que viene. Dios te oiga… a ver si, por una vez en la vida, tenemos algo de suerte. Su bombonera no tendría más de cuarenta metros cuadrados, si bien la tenía decorada al detalle. Contaba con una pequeña habitación con una cama de matrimonio acompañada de una mesilla de noche, un comedor en el que no cabrían más de seis personas, una cocina y un baño milimétricos y una terracita que usaba para guardar las treinta cajas de zapatos que tenía. No necesitaba más para sobrevivir, aunque en la última temporada su casero le había subido el alquiler lo suficiente como para que ella y Hortensia se sintiesen apuradas a la hora de mantener su estilo de vida. Se quitó la ropa, la guardó meticulosamente en el armario, olió las medias a revenido y se las lavó, junto con las bragas, en el lavabo. Se quitó el maquillaje con una toallita, colocó la dentadura postiza en un vaso y se calentó un poco de leche en un cazo. No dejaba de pensar en Germán. No era guapo, pero parecía generoso y estaba limpio. A su edad, era lo que realmente importaba. Sin embargo, debería tener cuidado si pretendía engatusarlo. La última vez que un hombre se acercó a ella se había mostrado tan impaciente que consiguió ahuyentarlo antes de tiempo. Aunque él parecía distinto. Averiguaría si tenía hijos o si estaba casado, cuál era su patrimonio y cómo estaba de salud. Cuando Margarita era joven sólo seleccionaba a hombres con coche, trabajo estable y vivienda, pero sus prioridades habían ido cambiando a lo largo de los años. Si Germán cumplía sus requisitos, no le dejaría escapar. Los días transcurrieron más lentamente de lo habitual. Hortensia se había marchado a Asturias durante una semana en un viaje organizado por el IMSERSO con la intención de ampliar su círculo de amistades, y Margarita permaneció enclaustrada en su piso, con las persianas bajadas y sin encender la luz. No pretendía hacer ningún tipo de ruido. Estuvo sin ducharse durante toda la semana y mantuvo la televisión al volumen mínimo, simulando que no se encontraba en casa cuando el arrendador llamaba a la puerta para reclamar el pago del alquiler que llevaban retrasado. Sólo tenía en el armario de la cocina un paquete de lentejas y otro de macarrones, por lo que fue alternando a lo largo de la semana para mantener las fuerzas con unos alimentos cocidos sin ningún tipo de aderezo, a excepción de la sal. «Así mejoraré el tipo», rió entre dientes.

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Título:Mi marido es perfecto Seudónimo: Jimena Tierra El teléfono no sonó ni una sola vez. Hortensia sabía que no podía llamarla, y si tenía algo urgente que decir debía dar un tono y colgar. Su contraseña era hacerlo así hasta tres veces. Entonces Margarita se pondría en contacto con ella de inmediato. Cuando llegó el jueves, estaba tan desorientada que no sabía si era de día o de noche. Se dejó guiar por la hora que marcaba el video vhs. Margarita se aseó, se peinó con raya a un lado, se maquilló y se vistió con sus mejores galas para la ocasión. Era la única tarde en la que sabía con certeza que su casero se iba con su esposa a los conciertos de música clásica del Teatro Monumental, por lo que podía salir y entrar del portal con absoluta libertad sin que nadie la pidiese explicaciones. —No he podido olvidarla —dijo Germán sorbiendo el zumo de naranja mientras Margarita mantenía la mirada fija en el cartón—. No somos unos chiquillos, para nosotros el tiempo cuenta más que para el resto. Lamentablemente, mi mujer, Carmina, falleció de cáncer de estómago hace dos años. Me siento muy solo. —Vaya… lo siento mucho —fingió—. ¿Llevaban mucho tiempo juntos? —Toda la vida —suspiró nostálgico—. Escuche, no quisiera ser inoportuno, pero me he fijado en sus alianzas. ¿Está comprometida con alguien? La pregunta le vino de sopetón. Margarita nunca había encontrado a nadie que quisiera ir más deprisa que ella. Eso le gustó. —No, no lo estoy —Margarita forzó un silencio y se lanzó a la piscina—. ¿Tiene usted hijos? —Carmina no podía concebirlos. Tampoco tengo hermanos, ni sobrinos. Tan sólo la compañía de un viejo gato que hace las veces de confidente y al que no le queda más vida que a mí. Si usted quisiera, podríamos casarnos. Como dicen ahora, un matrimonio de conveniencia, ¿qué le parece? A Margarita se le iluminó el rostro, no era raro que falleciese mucho antes que ella. Ya se encargaría de que así fuese. —Es demasiado pronto, Germán. Yo no tengo nada que ofrecerle. Además, apenas nos conocemos. —¿Y qué es lo que necesita saber de mí? Soy una persona trabajadora, amante de los animales y de las plantas; me encanta salir a pasear y sentarme a leer el periódico en cualquier banco. Tengo una buena pensión, antes de jubilarme trabajaba como director en una sucursal bancaria. Verá, usted me gusta y yo necesito una mujer que me cuide y me ayude con las tareas domésticas. Viviríamos en mi piso y, cuando todo acabase, no tendría inconveniente en dejarlo a su nombre. ¿Qué le parece? Margarita sintió que le estaba leyendo el pensamiento. Por primera vez en su vida tendría una vivienda de su propiedad y dinero suficiente para comprarse todo lo que se le antojase. ¿Qué más podía pedir? —Un matrimonio de conveniencia —simuló que meditaba, aun teniendo diurna la respuesta—. Yo tengo una hermana gemela, Hortensia. Estamos muy unidas. ¿Habría algún inconveniente en… —En absoluto —Germán, estremecido, le cogió las manos y se las besó. El joven empezó a cantar las bolas, pero Margarita las dejó pasar—. Me encanta. Tardaron poco más de dos meses en organizar la boda en el Registro Civil. Germán no tenía a nadie en especial con quien contar, así que le pidió al administrador de la comunidad que, como favor personal, actuase como testigo. Margarita estaba espectacular, con un blusón dorado con piedrecitas plateadas y una falda negra de raso que le llegaba por los tobillos. Iba asida del brazo de una mujer exactamente igual que ella, puede que unos centímetros más alta. A Germán le costó diferenciarlas. —Eres mucho más atractiva que tu hermana —le susurró al oído a su nueva esposa, que no podía borrar la sonrisa de su cara. Tras una estupenda mariscada a la que asistieron los cuatro, Germán pidió un taxi y le indicó al conductor la dirección de su vivienda. Margarita estaba tan emocionada que tenía los ojos vidriosos. —No tiene ascensor, pero no te preocupes. Es un bajo, lo más cómodo para personas de nuestra edad. Entraron en un bloque de tres alturas, con tres puertas por planta. Algunos de los azulejos estaban agrietados, las paredes ennegrecidas y los buzones rotos. Se notaba una tremenda dejadez, aunque a Margarita no le importó demasiado. Su portal era aún peor. La puerta de madera estaba carcomida, pero Germán la abrió sin mayor complicación. Le hubiera gustado entrarla en brazos, igual que lo hizo con Carmina. Eran otros tiempos. Encendió las luces del

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Título:Mi marido es perfecto Seudónimo: Jimena Tierra recibidor y sonrió ilusionado. Margarita, en cambio, se quedó pétrea. Abrió los ojos de par en par y se le saltaron las lágrimas. —Pasa sin miedo. Desde ahora, este será tu nuevo hogar. El olor a cerrado, entremezclado con una nube de humo, resultaba nauseabundo. Margarita contuvo la respiración y avanzó lentamente por un pequeño pasillo lleno de telarañas, que tenía colgados varios cuadros con motivos religiosos. A mano derecha había una cocina grisácea, con una pila llena de porquería en la que el grifo estaba sujeto por una cuerda a una asidera del mueble que tenía encima, y un fogón de gas por el que campaban a sus anchas una serie de insectos a los que no pudo mirar más de medio segundo. Seguidamente, un baño color marrón putrefacto, en el que la tapa del inodoro estaba rajada y el espejo del lavabo inundado de lamparones blancos. —Te enseñaré nuestra habitación. Margarita intentaba despertar de su pesadilla, pero Germán no parecía ser consciente de la situación. Encendió la luz de un cuarto con un armario de cuatro cuerpos y una cama de matrimonio cubierta con una colcha amarilla, a juego con las cortinas. Margarita hizo un gesto de desagrado y Germán le explicó que las había elegido Carmina, pero que no tenía inconveniente en cambiarlas. Margarita se asomó por la ventana intentando coger aire y ocultar su amargura. Daba a un patio interior en el que alguien acababa de tirar una bolsa de basura y estaba toda la suciedad esparcida por el suelo. Le entraron ganas de vomitar, pero algo suave que le acarició las piernas desvió su atención mecánicamente. —Éste es Diente de León. En cuanto te ha visto ha venido a saludarte —Germán alzó a un gato persa y se lo acercó a la cara. Aquel animal de ojos verdes y cejas puntiagudas, divertido y mimoso, era lo único acogedor en aquella pocilga—. Le has gustado. ¿Verdad que es adorable? Margarita forzó la sonrisa lo mejor que supo. Ya no había marcha atrás. El piso tendría unos cien metros cuadrados. Cien metros de inmundicia que debería limpiar inmediatamente si no quería coger una infección. El salón era espantoso, con una decoración antigua, lleno de polvo y con ceniceros rebosantes de colillas. El comedor, puede que peor. ¿Cómo podría vivir en ese vertedero y tener un aspecto tan impecable? —En este dormitorio podrá quedarse tu hermana siempre que lo desee —Germán encendió la luz de lo que parecía una habitación de invitados, y que podía confundirse fácilmente con un trastero que no debía haber ordenado desde la guerra civil. A Margarita se le cayó el alma a los pies al darse cuenta de que ninguna de las habitaciones tenía salida al exterior. Hasta la bombonera, con todos sus defectos, era más luminosa. —Este es mi despacho —Germán se tornó serio y señaló una puerta cerrada—. Es una zona muy importante para mí, por lo que te rogaría que accedieses a él lo menos posible. Germán había pensado en ponerle un pestillo antes de que Margarita entrase a vivir allí, pero se dio cuenta de que sin confianza no podían empezar una relación tan importante. —¿Y bien? Margarita sabía que tenía que responder algo, aunque no se le ocurría el qué. Todo lo que le venía a la cabeza era que se había casado con ella para tener a una criada gratuita en una prisión de máxima seguridad. Acabaría con aquella situación lo antes posible, o sería ella quien acabase sometida en ese entorno tan hostil. —Es una casa muy bonita. Si te parece bien, voy a ponerme ropa cómoda y a ordenar algunas cosas para darle un toque femenino —a Germán le pareció una idea estupenda. De hecho, no esperaba menos de Margarita. Tras regalarle un beso lleno de babas con un aliento repugnante, se encerró sonriente en su despacho para dejarla el camino libre. Margarita pasó el día de su boda limpiando y maldiciendo. «Ten paciencia», se decía, «esto no durará siempre». Consiguió dar con el nido de cucarachas que estaba bajo el frigorífico, abrió el bote sifónico y quitó una maraña de pelos podridos que estaban obstaculizando las tuberías, desinfectó a conciencia el lavabo en el que Germán debía tener por costumbre orinar, pasó la mopa, limpió las lámparas, barrió, cambió la arena de la gatera, fregó suelos y ventanas… A las once de la noche tenía las piernas tan hinchadas que tuvo que sentarse. Cogió el móvil y llamó a Hortensia sollozando en un volumen apenas audible. —No sé si podré soportarlo. No, no ha dicho nada de una señora de la limpieza. Daba por sentado que tenía que hacerlo yo. Sí, hay raticida en la alacena. De acuerdo, pero lo haré en cantidades irrisorias. No quiero que me descubran y se vaya todo al garete, acuérdate de lo que le pasó a la joven de Arucas.

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Título:Mi marido es perfecto Seudónimo: Jimena Tierra Cuando colgó el teléfono estaba mucho mejor. Se masajeó las varices y se dirigió a la cocina. Germán no salió de la habitación hasta que, a media noche, Margarita le llamó para decirle que la cena ya estaba en la mesa. Tumbada en la cama, le dolía tanto el cuerpo que apenas podía moverse. Germán dormía plácidamente a su lado, rugiendo como el león de la Metro Goldwyn Meyer después de haber cenado dos huevos fritos con morcilla acompañados de una ración de veneno. Tenía la boca vacía, abierta de par en par y le chorreaba la saliva por las comisuras de los labios. Sin sus gruesas gafas sus ojos miopes estaban mucho más hundidos de lo que aparentaban. Al menos no había pretendido acostarse con ella. No hubiese sido capaz, aunque era algo en lo que Margarita no podía cantar victoria. A la mañana siguiente, Germán despertó con una sonrisa tan estirada como una vulgar liga rosa. —La casa parece otra. Margarita, eres estupenda —le abrazó tan fuertemente que se preguntó si le rompería alguna costilla—. Voy a ir a comprar el periódico, ¿te apetece acompañarme? —Estoy llena de agujetas y aún me queda poner tres lavadoras y planchar ese cesto de camisas que tienes hasta arriba. Puede que mañana. Disfruta del paseo. Germán se sintió orgulloso de haber acertado en su elección. Le dio un beso y, cuando estaba dirigiéndose a la puerta, Margarita le frenó. —Hazme el favor de sacar la basura. Él hizo un gesto de desagrado y salió de allí con varias bolsas en la mano. Cuando se aseguró de que se había marchado, Margarita sacó la tabla de planchar y se puso manos a la obra. Aquello era interminable. Llamó a Hortensia y conectó el altavoz para no detenerse mientras trabajaba. Quizás le había echado poco matarratas. Le había estado observando durante toda la noche y no se había quejado ni una sola vez del estómago. La próxima vez le añadiría un poco más a ese desgraciado. —Sí, tendré paciencia, no te preocupes —le prometió a Hortensia—. No quiero que nos encierren a las dos, a mí por asesinato y a ti por cómplice. Aunque, a nuestra edad, no sé si podrían —soltó una carcajada irónica—. Necesito ver que sufre, aunque sólo sea un poco. Yo he pasado la noche en un grito de dolor, no me quedaré tranquila hasta entonces. Necesitaba velas e incienso para quitar ese olor incrustado en la estancia. Germán no sabía utilizar el móvil, por lo que no podía darle el aviso para que trajese unas cuantas tras su paseo. Margarita no pensaba salir a la calle a comprarlas. Había mirado en cada rincón de la casa y no había encontrado nada, salvo en el despacho. «Te rogaría que accedieses a él lo menos posible», había dicho Germán. Pero eso no implicaba una prohibición. Además, ¿qué clase de marido no le permite a su esposa que acceda a una parte de su casa? Cuando regresase sentaría con él algunas normas que habían empezado a aplicarse mal desde el principio. Margarita abrió la puerta lentamente y una espesa humareda se impregnó en su pituitaria. Aborrecía el tabaco y a los fumadores desde niña. Había sido un error imperdonable creer que con Germán sería diferente. Era una habitación de dimensiones similares a la de invitados. Constaba de un armario de dos cuerpos, un zapatero colgado detrás de la puerta, una estantería llena de libros, un sillón de piel y una mesa de escritorio bastante grande. Tenía una bandera de España con el escudo del águila imperial colgada en la pared y, lo más importante para ella: una ventana por la que entraba luz natural. Se asomó hambrienta de oxígeno y contempló maravillada una espléndida avenida peatonal llena de árboles. El corazón se le llenó de alegría. ¡Su cárcel tenía un atisbo de vida! Contempló a un niño tirándole una pelota a su yorkshire para que se la devolviese jugando, varios adolescentes patinando, parejas paseando despreocupadas, un grupo de niñas saltando a la comba… se ajustó las gafas y a lo lejos pudo ver a Germán sentado en un banco, leyendo el periódico. Le observó fijamente, dirigiéndole todo su odio y envidia, deseando su muerte más que nada en el mundo. Inexplicablemente, él levantó la cabeza y desvió la mirada hacia la ventana. Margarita se ocultó tras la cortina en un acto reflejo. «Es imposible que me haya visto», se dijo. «Si lo ha hecho, le diré que estaba buscando las puñeteras velas». Sobre la mesa de madera de roble había un bote de cuero lleno de bolígrafos, un abrecartas de acero y una serie de documentos bancarios extendidos sin orden aparente. Acciones, fondos de inversión, depósitos, declaraciones de IRPF… En cuanto Germán regresase lo primero que haría sería preguntarle cuál era su patrimonio y exigirle que la pusiese como cotitular o autorizada en todas sus cuentas para que no hubiera problemas al respecto. Margarita examinó los cajones del escritorio y lo único que halló fue un variado

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Título:Mi marido es perfecto Seudónimo: Jimena Tierra material de papelería, aunque ninguna vela. Estaba rebuscando en el fondo del armario cuando escuchó la puerta abrirse lentamente. Salió lo más deprisa que pudo. Germán entró con semblante serio, golpeando el bastón contra el suelo. Se sentó en la mesa del comedor y Margarita le sirvió un plato a rebosar de cocido madrileño. El veneno lo dosificaría en el café. —Ya tienes todas tus camisas planchadas y colgadas en el armario. Me he dado una buena paliza y estoy un poco cansada pero, si te apetece, podemos dar un paseo por la tarde y aprovechar que hace tan buen día. Germán probó el cocido y frunció el ceño. —¿Es que no te gusta? —No es eso, está buenísimo. Me gustaría saber qué era lo que estabas haciendo en mi despacho –la atravesó con la mirada y ella procuró no flaquear. —En mi casa siempre tengo incienso para los malos olores. Pensé que podrías tener en… A Germán se le transformó el rostro. Levantó el bastón con ira y le dio un golpe seco a Margarita en el brazo izquierdo, tan fuertemente que se tambaleó en la silla hasta caer de rodillas contra el suelo. Ella quedó en estado de shock. —Si te digo que no entres en el despacho, no lo hagas. ¡No me obligues a poner un candado! Margarita contuvo el llanto y asintió en silencio. No dejaba de tiritar, pero Germán continuó comiendo sin el mayor reparo. Después del café quitó la mesa y, mientras su esposo se echaba la siesta, ella se encerró en el cuarto de baño para aplicarse un ungüento. Le saldría un buen hematoma. —Hortensia, este tío está mal de la cabeza —Margarita le susurró al teléfono mientras controlaba los ronquidos de Germán desde la habitación de al lado. –Sí, sí lo es. Yo creo que tiene un principio de alzhéimer o algo peor. Si no te lo crees, cámbiame el puesto durante unos días. Y luego está lo de esa habitación… ¡no sé qué es lo que pretende! No aguantarías ni siquiera unas horas aquí metida. Ya… ya sé que tengo que hablar con él sobre el tema del banco, pero te juro que no me atrevo. De acuerdo, espero que todo salga bien. Ponte el blusón rosa que nos compramos en aquel mercadillo, ¿recuerdas? Le fascina. Media hora después, llamaron suavemente a la puerta. Sin duda, su hermana gemela siempre había sido más decidida que ella, quizás por ser el hecho de ser la primera en salir del vientre materno. Cuando eran jóvenes y sus clientes se les ponían agresivos en el servicio, siempre era Hortensia quien debía sacarle las castañas del fuego. Nunca se lo había echado en cara. Sólo se tenían la una a la otra. Margarita la dejó entrar con lágrimas en los ojos, la abrazó efusivamente y se marchó de allí sin pensarlo dos veces. El casero se pondría furioso cuando la viese entrar en su anterior vivienda, pero nada podría ser peor que su actual situación. Germán despertó de la siesta con mala cara, sujetando un purito y rascándose la tripa. Hortensia rió para sí, segura de sí misma. —Estás impresionante —afirmó—. Perdona si antes me he puesto un poco nervioso, ¿te he hecho daño? —No. Pero no me parece bien que te comportes así conmigo. Me has tratado como una criada desde que he llegado y, que yo sepa, ese no era el acuerdo. Aunque lo he hecho gustosa. Esa habitación tiene ventilación natural, es la única que hay para que la casa pueda sanearse y oler medianamente bien. Si no quieres que lo haga yo, deberás hacerlo tú. Germán pareció estar de acuerdo a pesar del tono autoritario que su esposa estaba empleando. Había sido demasiado duro con ella, pero era algo que ya no tenía solución. —Hay otra cosa que me gustaría comentarte —Germán arqueó una ceja y Hortensia se puso rígida—. Creo que deberías incluirme en todas tus propiedades. Te comprometiste conmigo a que, cuando llegase lo inevitable, me dejarías todo. Hay que ser previsores, sabes mejor que yo que el banco se queda con el dinero si el único titular de una cuenta corriente fallece. —Me parece bien. Dio una calada llenando la habitación de humo y se dirigió a su despacho arrastrando los pasos, cerrando la puerta tras de sí. Ya lo había dicho y no había sido tan traumático. Orgullosa, esperó con la televisión encendida a que, en un momento dado, Germán saliese del despacho para compartir la tarde con ella. No fue el caso. Ansiosa por coger aire le dejó una nota sobre la mesa, se abrigó y bajó a estirar las piernas por la extraordinaria avenida que tenían en frente. Nadie era quién para imponerle sus órdenes ni a ella ni a su hermana, y mucho menos un hombre al que prácticamente acababan de conocer.

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Título:Mi marido es perfecto Seudónimo: Jimena Tierra A la caída del sol regresó a casa. La nota estaba en la misma posición en que la había dejado, por lo que dio por sentado que Germán ni siquiera habría salido de su habitación. Se quitó el blusón y se puso el delantal para hacer la cena. Cuanto más pesada le cayese al estómago más se aceleraría el proceso de su felicidad, de modo que cocinó unos macarrones con chorizo, acompañados de un vasito de leche caliente con matarratas. Estaba sirviendo los platos cuando Germán salió de la habitación con el pelo revuelto y los ojos desorbitados. —¿Dónde has estado? —la agarró de los brazos y la balanceó con agresividad. Hortensia estaba desconcertada, aunque no se dejó amedrentar. —He salido a dar un paseo, ¿hay algún problema? —No debes salir sin mi permiso. —Yo no he pedido permiso ni a mi madre, así que vete haciendo a la idea… Germán cerró el puño y le golpeó en el estómago obligándola a doblegarse. Hortensia reaccionó furiosa. —¿Estás loco o qué te pasa? ¿Es que no has tenido la cena a tu hora? ¡No puedes tener queja, maldito estúpido! No lo vio venir. Germán asió su bastón y lo impactó bruscamente contra la cabeza de Hortensia haciéndola caer contra la pared. Notó un hilillo de sangre recorriendo su frente y, por primera vez en mucho tiempo, sintió miedo. —En mi casa acatarás mis normas —escupió sobre ella—. ¡Tenme un respeto, puta! «Acabaré contigo, lo juro». Hortensia se aplicó agua oxigenada en la cabeza. El odio que le abrasaba las entrañas era aún más fuerte que su dolor. Sin embargo, agradecía que le hubiese ocurrido a ella en lugar de a su hermana. Margarita era más débil. A la mañana siguiente se levantó ojerosa y agotada. Germán le pidió perdón por su falta de autocontrol y, con un apestoso beso en los labios, le prometió que no volvería a suceder bajo ninguna circunstancia. —¿Necesitas que te lleve al hospital? —ella negó con la cabeza. Estaba avergonzado, pero Hortensia no le creyó. Se maquilló, se vistió con estilo y se esforzó por mostrarse lo suficientemente cariñosa como para que le apeteciese ir al banco con ella. Aunque él no lo sabía, era lo único que le estaba manteniendo con vida. —Iremos el próximo lunes —afirmó Germán con seguridad—. Si es lo que quieres, para tu tranquilidad lo dejaremos todo arreglado. La casa estaba impoluta. Germán se encargó de ventilarla mientras Hortensia hacía la cama cuidadosamente. El mero hecho de yacer junto a él en el colchón le producía arcadas aunque, a juzgar por su manera de comportarse, no debía tener ganas de mucho más. Al colocar el edredón amarillo, Hortensia se preguntó cómo le habría aguantado su anterior mujer durante tanto tiempo. Debía haber sido una santa o, tal vez, no estaba demasiado cuerda. «No hay mal que por bien no venga», rió entre dientes. Mientras iban a comprar el diario, cogidos del brazo cual matrimonio feliz, Margarita entró en el piso sigilosamente. No tendría demasiado tiempo, aunque su hermana le daría un tono con el móvil cuando regresasen del paseo para prevenir el peligro. Estaba tan nerviosa que se sentía incapaz de controlar el temblor de sus manos. Entró en el despacho de Germán y examinó la documentación que estaba sobre la mesa: transferencias de entre mil y tres mil euros al Frente Nacional Español (FNE), tres fondos por valor de seis mil euros cada uno, correspondencia con miembros de la unidad falangista, extractos de movimientos bancarios en los que se reflejaban diferentes cargos en dos viviendas, un contrato de alquiler en el que Germán figuraba como arrendador de una propiedad sita en la zona sur de Madrid… Margarita miró hacia el fondo y comprobó que todos los libros que Germán custodiaba en la estantería estaban relacionados con la biografía del Generalísimo o la política de Hitler. Bajo la tabla de madera halló una bandeja en la que se encontraba una carpeta negra. Su móvil sonó una vez y se puso como un flan. Rápidamente, quitó el polvo con la mano y la abrió intrigada. No debía dejar ningún cabo suelto. En ella encontró una serie de recortes de periódico, todos ellos referentes a asesinatos, violaciones o secuestros con tintes xenófobos y racistas. Pasó las hojas a la velocidad de la luz y encontró un documento oficial muy desgastado, encabezado por una orden de alejamiento para Dª Carmen Aparicio González. Margarita sintió un escalofrío. El folio llevaba grapada una noticia de 1982 que narraba cómo su marido, Don Germán Rodríguez, tras repetidas denuncias, la había encadenado a una silla y la había quemado viva.

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Título:Mi marido es perfecto Seudónimo: Jimena Tierra Margarita estaba tan concentrada leyendo cada uno de los apartados que no se dio cuenta de que a lo lejos se escuchaba el sonido de un bastón golpeado contra el suelo. Aterrada, se metió como pudo en el armario y rezó cuanto sabía. Hortensia estaba tranquila. Durante el paseo Germán y ella habían hablado de sus gustos, de sus sueños, de su forma de ver la vida. Por una vez no habían tratado el tema del dinero y ambos se habían sentido a gusto. Hortensia necesitaba un respiro y, por suerte, él se lo había dado. También le había dicho que procurase no hacer comidas tan copiosas porque últimamente estaba delicado del estómago. Eso era buena señal. Sin embargo, el paseo había durado menos de lo que esperaba. El cielo empezaba a tornarse grisáceo y a Germán le preocupaba que les pillase la tormenta sin un paraguas a mano. Cuando salía a la calle se ponía de punta en blanco, no le gustaba que se le despeinara un solo pelo de la cabeza. Por lo que Hortensia había podido comprobar, era un hombre respetado en el barrio, al que mucha gente conocía y saludaba. Eso no supondría ningún impedimento para su plan, al contrario: un anciano tan afable difícilmente tiene enemigos. Germán se despidió de ella con una mueca y permaneció encerrado en el despacho hasta la hora de comer. «Te crees a salvo con tus secretos», masculló Hortensia. Mientras cocinaba unas sabrosas salchichas al vino con puré de patatas, dio un tono al móvil de Margarita y cortó la comunicación. Repitió la operación tres veces, como era costumbre, y esperó a que le devolviese la llamada. No lo hizo. Cuando no podía darle más tiempo avisó a Germán para que se sentase a la mesa y vertió una dosis de veneno en su café. La impaciencia le recorría hasta la médula. —Lo he pasado muy bien esta mañana, Margarita —sonrió Germán mientras acariciaba a Diente de León, que se había sentado en la silla de al lado como un comensal más—. Sé que no hemos empezado esta relación con buen pie, pero quiero que sepas que voy a poner todo mi empeño en que las cosas salgan como tienen que salir —Hortensia asintió maldiciéndole en su mente—. Me gustas desde el primer momento en que te vi. Tengo muchos defectos, pero creo que tú y yo podemos compartir la felicidad los años que nos queden por vivir. —Yo pienso lo mismo. Después de comer, Hortensia esperó a que Germán comenzase a roncar en la habitación de matrimonio y repitió la contraseña del teléfono. No era normal que Margarita tardase tanto. Se preguntó qué habría averiguado. Ansiosa, se quitó los zapatos, abrió con sigilo la puerta del despacho e hizo un examen panorámico. Era tal y como Margarita se lo había descrito. Recorrió con la mirada la bandera nacional, la estantería y los documentos que estaban sobre el escritorio sin dejar de controlar los gruñidos de Germán. No debía tocar nada. En la mesa había una carpeta abierta de par en par, con un recorte de periódico que contenía una fotografía del hombre que yacía en la habitación de al lado. Hortensia entreabrió la boca. «Diecinueve años de prisión», leyó. Contuvo el aliento y escuchó un débil y agitado jadeo. Se asomó lentamente al dormitorio y Germán continuaba durmiendo plácidamente. Sintió un nudo en el estómago y aguzó el oído. La lluvia golpeaba con fuerza el cristal de la ventana. Se aproximó lentamente hacia el armario, sin dejar de tiritar. La respiración cada vez era más cercana. Acarició la puerta con la palma de la mano y, apretando la mandíbula, la abrió con cuidado. No pudo evitar soltar un chillido desgarrador. Margarita se desplomó en sus brazos perdiendo la consciencia, empapada en sangre. Tenía un abrecartas clavado en el abdomen y la mirada perdida. —¡Socorro, ¡una ambulancia! Hortensia gritó desesperada, colocó a su hermana boca arriba sobre el suelo y corrió hacia el teléfono fijo. No daba línea. A voz en grito, se dirigió hacia su bolso para llamar por el móvil, pero no estaba donde lo había dejado. Tenía un ataque de nervios. No sabía qué hacer. Fue hacia la puerta de salida lo más deprisa que pudo. Estaba cerrada. Apartó de una patada a Diente de León y se asomó por la ventana que daba al patio desgañitándose pidiendo auxilio. No podía coger aire. Angustiada, sacó del armarito del baño el botiquín y regresó llorando al despacho. «¡No puede ser!», se decía. Estaban acostumbradas a salir airosas de situaciones muy complicadas. «Pero antes éramos jóvenes». Al lado de Margarita, Hortensia encontró a Germán con una sonrisa de oreja a oreja, acariciándole las mejillas. —¡Ayúdala, por favor! Hortensia se secó las lágrimas con la manga y se arrodilló ante él. Germán torció el labio, y con un gesto irónico se tapó la boca con el índice.

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Título:Mi marido es perfecto Seudónimo: Jimena Tierra —No hables tan alto —susurró—. La vas a despertar. De vez en cuando, Margarita tenía convulsiones. Hortensia avanzó torpemente hacia la cocina y cogió un cuchillo afilado. Las manos le abrasaban, lo emplearía si hiciera falta. —¿Dónde están las llaves? —se acercó a Germán empuñándolo colérica, pero éste no dejaba de sonreír. —Era demasiado bonito para ser verdad. ¿No os podíais haber estado quietecitas? No pedía más que un poco de respeto y me encuentro con una traición en toda regla. ¡No os merecéis nada! Germán empezó a toser atragantándose con la saliva. Expulsaba sangre por la boca y apenas tenía fuerzas para ponerse en pie. El ácido devoraba sus entrañas imponiéndole un dolor sobrehumano que le doblegaba, poco a poco, siendo consciente de su propio decaimiento. —Dime dónde están las llaves o…—Hortensia rozó con el cuchillo su cuello hasta hacerle herida. Germán tosió sosteniéndose el estómago. —¡Vais a venir conmigo al infierno, zorras! Margarita dejó de respirar y Hortensia, horrorizada, desvió la mirada unos instantes. El tiempo suficiente para que Germán sacase el abrecartas del cuerpo de Margarita provocando que abriera los ojos de par en par, retorciéndose de dolor en su último aliento, y se lo clavase a Hortensia atravesándole el pecho hasta que los huesos tronaron. Hortensia le dirigió una efímera sonrisa antes de que la vida se le escapara de las manos.

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