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El que tiene contados los cabellos de tu cabeza no es indiferente a las necesidades de sus hijos. Su corazón lleno de amor se conmueve por nuestras tr

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El que tiene contados los cabellos de tu cabeza no es indiferente a las necesidades de sus hijos. Su corazón lleno de amor se conmueve por nuestras tristezas y aun por nuestra presentación de ellas.

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L

Llévale a Dios tus necesidades, gozos, tristezas, cuidados y temores. No puedes agobiarlo ni cansarlo.

La paz

Verdadera PROJECT: Steps to Christ, Inc. PO Box 131 Fort Covington NY 12937-0131

El Camino Hacia La Paz Verdadera, p. 49

camino hacia

No hay en nuestra experiencia ningún pasaje tan oscuro que él no lo pueda leer, ni confusión tan grande que él no la pueda aclarar. Ninguna calamidad puede sobrevenir al más pequeño de sus hijos, ninguna ansiedad puede agobiar el alma, ningún gozo generar alegría a la existencia, ninguna oración sincera escaparse de los labios, sin que nuestro Padre celestial lo tome en cuenta, o sin que tome en ello un interés inmediato. Llévale todo lo que confunda tu mente. Nada es demasiado grande para que él no lo pueda soportar; pues él sostiene los mundos y gobierna todos los asuntos del universo. Nada que de alguna manera afecte nuestra paz es demasiado pequeño para que él no lo note.

El

Un obsequio especialmente para ti...

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Enriquezca su devoción personal. Crezca espiritualmente. Encuentre respuestas. En estas guías prácticas de estudio bíblico encontrará un recurso indispensable tanto a nivel personal como para su grupo pequeño. Si usted nunca antes ha estudiado la Biblia, o si por el contrario, siempre lo ha hecho, estas lecciones prácticas aumentarán sus conocimientos, su amor y su entendimiento de las Escrituras. En ellas se abarcan las más importantes enseñanzas de la Biblia, ellas incluyen: • Cómo hallar la salvación personal • Qué ocurre cuando morimos • Las señales del pronto regreso de Cristo • El Armagedón, el Anticristo y la Marca de la Bestia

• El papel actual de Jesucristo • La vida en una época de engaños • Cómo vivir a plenitud • El cielo es real

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Querido hijo de Dios: Tu Padre celestial te ama con un amor indescriptible, eterno e insaciable, un amor más poderoso que la muerte. Él Senor tiene un deseo para ti, y es que "tengas vida, y vida en abundancia.” Juan 10:10. El Camino Hacia La Paz Verdadera es una invitación para que experimentes esta "vida en abundancia". Quizás te sientas encerrado en una vida que no conduce a nada, una vida de oscuridad, desesperación y vacío. Quizás estés sufriendo un increíble dolor emocional, mental o físico, encadenado a tu pasado y con miedo al futuro. El Camino Hacia La Paz Verdadera ha llegado a ti como un obsequio de tu Padre Celestial para hacerte saber que Él pago el precio para liberarte. Esta libertad llegará cuando abras tu corazón a la verdad que se encuentra en Su palabra. “Y conoceréis la verdad, y la verdad os hará libres.” Juan 8:32. Este libro también llega para hacerte saber que hay otras personas que se preocupan por ti. Nuestro ministerio se dedica a llevar el amor, la alegría y la paz de Dios a todos Sus hijos: a los pródigos, a los prisioneros y a todas aquellas personas que han sido compradas con la sangre de Su amado Hijo querido, Jesucristo. Nosotros oramos para que Su paz more contigo. ~ De tus amigos en PROJECT: Steps to Christ

Contenido Amor Incomparable . . . . . . . . . . . 2

Un Crecimiento Espiritual . . . . . . 32

Nuestra Gran Necesidad . . . . . . . . 6

Manifestando su Amor A Otros . 37

Libres de Toda Culpa. . . . . . . . . . . 9

Más Allá del Intelecto Humano. . 41

Una Conciencia Tranquila. . . . . . . 17

La Oración: Un Tesoro Abundante 45

Disfrutando de una Vida Mejor. . 20

Reconociendo Nuestras Limitaciones 52

Una Fe que Mueve Montañas . . . 23

Una Felicidad Indescriptible . . . . 57

Partícipes de su Gracia . . . . . . . . 27

El título de este libro en inglés: The Path to Peace (El Camino Hacia la Paz Verdadera), © 2011, impreso para distribución masiva auspiciada por PROJECT: Steps to Christ, Inc. Impreso en los Estados Unidos. Créditos: Los versículos son tomados de la versión bíblica Nueva Versión Internacional (NVI), © Derechos reservados 1999, International Bible Society; y de la versión Reina-Valera (RVR), © Derechos reservados 1995, United Bible Societies. Usado con permiso. Todos los derechos reservados. Texto de Elena G. de White. Traducción de Sarah I. Kelly. *Originalmente publicado como El Camino a Cristo con más de 86 millones de copias impresas en más de cien idiomas.

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Amor Incomparable

La naturaleza y la revelación testifican de igual manera del amor de Dios. Nuestro Padre celestial es la fuente de vida, de sabiduría y de gozo. Contempla las maravillas y bellezas de la naturaleza. Medita en su admirable adaptación a las necesidades y a la felicidad, no sólo del hombre sino de todas las criaturas vivientes. El sol y la lluvia que regocijan y renuevan la tierra, los montes, los mares y los valles, todos nos declaran el amor del Creador. Dios es quien suple las necesidades cotidianas de todas sus criaturas. El salmista lo manifestó con estas preciosas palabras: “Los ojos de todos se posan en ti, y a su tiempo les das su alimento. Abres la mano, y sacias con tus favores a todo ser viviente”--Salmos 145:15, 16 (NVI). Dios creó al hombre perfectamente santo y feliz; y la tierra, de radiante belleza, al salir de la mano del Creador no mostraba señal de deterioro ni ninguna sombra de maldición. Fue la transgresión de la ley de Dios, la ley de amor, lo que ocasionó muerte y dolor. No obstante, en medio del sufrimiento, producto del pecado, se revela el amor de Dios. Está escrito que Dios maldijo la tierra por causa del hombre (Génesis 3:17). Las espinas y los cardos, las dificultades y las pruebas que hacen de la vida del hombre una vida de afanes y preocupaciones, le fueron asignados para su propio beneficio, como parte de la preparación necesaria, según el plan divino, para elevarlo de la ruina y de la

degradación, que son la consecuencia del pecado. El mundo, aunque caído, no es todo miseria y dolor. La naturaleza misma refleja mensajes de esperanza y de consuelo. Los cardos tienen flores, y las espinas están cubiertas de rosas. “Dios es amor” está escrito en cada capullo de flor que se abre, en cada tallo de la naciente hierba. Los hermosos pájaros que con sus preciosos trinos llenan el aire de melodías, las flores exquisitamente matizadas que en su perfección perfuman el ambiente, los elevados árboles del bosque con su rico follaje de viviente verdor, todo atestigua el tierno y paternal cuidado de nuestro Dios y su deseo de hacer felices a sus hijos. La Palabra de Dios revela su carácter. Él mismo declaró su infinito amor y piedad. Cuando Moisés dijo a Dios: “Déjame verte en todo tu esplendor”, el Señor le respondió: “Voy a darte pruebas de mi bondad” (Éxodo 33:18, 19). Tal es su gloria. “Jehová pasó por delante de él y exclamó: ¡Jehová! ¡Jehová! Dios fuerte, misericordioso y piadoso; tardo para la ira y grande en misericordia y verdad, que guarda misericordia a millares, que perdona la iniquidad, la rebelión y el pecado” (Éxodo 34:6, 7, RVR). Dios, tú eres “lento para la ira y lleno de amor” (Jonás 4:2). “Porque tu mayor placer es amar” (Miqueas 7:18). Dios unió consigo nuestros corazones, mediante innumerables pruebas de amor en los cielos y en la

Amor Incomparable tierra. Valiéndose de las cosas de la naturaleza y de los más profundos y tiernos lazos que el corazón humano pueda conocer en la tierra, procuró revelarse. Con todo, estas cosas sólo representan imperfectamente su amor. Aunque se han expuesto todas estas pruebas evidentes, el enemigo del bien ha cegado la mente humana a fin de que ésta mire a Dios con temor, pensando que es un ser severo y despiadado. Satanás indujo a los hombres a pensar en Dios como un ser cuyo principal atributo es una justicia inapelable, como un juez severo, un acreedor estricto e insensible. Presentó al Creador como un ser que celosamente vela en busca de los errores y las faltas de los hombres con el propósito de traer juicios sobre ellos. Jesús vino a vivir entre los hombres para que esta sombra fuese desvanecida, mostrando al mundo el infinito amor. El Hijo de Dios descendió del cielo para dar a conocer al Padre. “A Dios nadie lo ha visto nunca; el Hijo unigénito, que es Dios y que vive en unión íntima con el Padre, nos lo ha dado a conocer” (S. Juan1:18). “Nadie conoce al Hijo sino el Padre, y nadie conoce al Padre sino el Hijo y aquel a quien el Hijo quiera revelarlo” (S. Mateo 11:27). Cuando uno de sus discípulos le dijo: “Muéstranos al Padre”, Jesús respondió: “¡Pero, Felipe! ¿Tanto tiempo llevo ya entre ustedes, y todavía no me conoces? El que me ha visto a mí, ha visto al Padre” (S. Juan 14:8, 9). Describiendo su misión terrenal, Jesús dijo: El Señor “me ha ungido para anunciar buenas nuevas a los pobres.

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Me ha enviado para proclamar libertad a los presos y dar vista a los ciegos, para poner en libertad a los oprimidos” (S. Lucas 4:18). Ésta era su obra: ir haciendo bien y sanando a todos los oprimidos por Satanás. Había pueblos enteros donde no se escuchaba un gemido de dolor en ninguna de sus casas, porque él había pasado por ellas y sanado a todos sus enfermos. Su obra era evidencia de su ungimiento divino. Cada acto de su vida era una revelación de amor, misericordia y compasión; su corazón desbordaba tierna simpatía hacia los hijos de los hombres. Él tomó la naturaleza humana para hermanarse con las necesidades del hombre. Los más pobres y humildes no temían acercarse a él. Aun los pequeñitos se sentían atraídos hacia él. Les gustaba subirse a sus rodillas y mirar su rostro pensativo, que manifestaba amor y bondad. Jesús no omitió una sola palabra de la verdad, sino que siempre comunicaba la verdad con amor. En su trato con los demás, ejercía el mayor tacto y la atención más considerada y amable. Nunca fue rudo ni pronunció una palabra severa innecesariamente, nunca causó dolor innecesario a un alma sensible. No censuraba la debilidad humana. Decía la verdad, pero siempre con amor. Denunciaba la hipocresía, la incredulidad y la iniquidad; pero las lágrimas inundaban su voz cuando declaraba sus fuertes reprensiones. Lloró sobre Jerusalén, la ciudad amada, que rehusó recibirlo, a él, el Camino, la Verdad y la Vida. Habían rechazado al Salvador, pero él les brindaba piadosa ternura. Su vida

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fue de abnegación y preocupación por los demás. Para él, toda alma era preciosa. Aunque siempre se condujo con dignidad divina, se inclinaba con la más tierna consideración hacia cada miembro de la familia de Dios. En todos los hombres veía almas caídas a quienes era su misión salvar. Tal es el carácter de Cristo, revelado en su vida. Éste es el carácter de Dios. Del corazón del Padre es de donde brotan, para todos los hijos de los hombres, ríos de divina compasión, manifestada en Cristo. Jesús, el tierno y compasivo Salvador, era Dios “manifestado en carne” (1 Timoteo 3:16). Jesús vivió, sufrió y murió para redimirnos. Se hizo “Varón de dolores” para que nosotros podamos participar del gozo eterno. Dios permitió que su Hijo amado, lleno de gracia y de verdad, descendiera de un mundo de indescriptible gloria a un mundo marchitado y manchado por el pecado, cubierto por la sombra de la muerte y la maldición. Permitió que dejara el seno de su amor, la adoración de los ángeles, para sufrir vergüenza, insulto, humillación, odio y muerte. “Sobre él recayó el castigo, precio de nuestra paz, y gracias a sus heridas fuimos sanados” (Isaías 53:5). ¡Mirémoslo en el desierto, en el Getsemaní, sobre la cruz! El inmaculado Hijo de Dios tomó sobre sí la carga del pecado. El que había sido uno con Dios sintió en su alma la horrible separación que causa el pecado

entre Dios y el hombre. Esto arrancó de sus labios el clamor lleno de angustia: “¡Dios mío! ¡Dios mío!, ¿por qué me has desamparado?” (S. Mateo 27:46). Fue la carga del pecado, la comprensión de su terrible enormidad y la separación que causa entre el alma y Dios lo que quebrantó el corazón del Hijo de Dios. Pero este gran sacrificio no fue hecho a fin de crear en el corazón del Padre amor hacia el hombre, ni tampoco para que desee salvarlo. ¡No! ¡No! “Porque tanto amó Dios al mundo, que dio a su Hijo unigénito” (S. Juan 3:16). El Padre no nos ama gracias al gran sacrificio, más bien, proveyó el sacrificio porque nos ama. Cristo fue el medio por el cual pudo derramar su infinito amor hacia un mundo caído. “En Cristo, Dios estaba reconciliando al mundo consigo mismo” (2 Corintios 5:19). Dios sufrió juntamente con su Hijo. En la agonía del Getsemaní, la muerte del Calvario, el corazón del Amor Infinito pagó el precio de nuestra redención. Jesús dijo: “Por eso me ama el Padre: porque entrego mi vida para volver a recibirla” (S. Juan 10:17). Es decir: “De tal manera te amó mi Padre, que me ama tanto más porque di mi vida para redimirte. Porque me hice tu Sustituto y Fianza, y porque entregué mi vida y asumí tus responsabilidades y transgresiones, resultó más preciado a mi Padre; mediante mi sacrificio, Dios puede ser justo y a la vez ser el que justifica al que cree en Jesús.”

Para él, toda alma era preciosa.

Amor Incomparable Nadie sino el Hijo de Dios podía hacer nuestra redención una realidad; porque sólo él, que se encontraba en el seno del Padre, podía darlo a conocer. Sólo él, que conocía la altura y la profundidad del amor de Dios, podía manifestarlo. Nada menor al infinito sacrificio hecho por Cristo en favor del hombre caído podía expresar el amor del Padre hacia la humanidad perdida. “Porque tanto amó Dios al mundo, que dio a su Hijo unigénito”. Lo dio, no sólo para que morara entre los hombres, llevara sus pecados y muriera para redimirlos, sino que lo dio a la raza caída. Cristo debía identificarse con los intereses y las necesidades de la humanidad. El que era uno con Dios se unió con los hijos de los hombres mediante lazos que jamás serán quebrantados. Jesús “no se avergüenza de llamarlos hermanos” (Hebreos 2:11). Él es nuestro Sacrificio, nuestro Abogado, nuestro Hermano, que lleva nuestra forma humana ante el trono del Padre, y por toda la eternidad será uno con la raza que él redimió: es el Hijo del Hombre. Todo esto para que el hombre fuera levantado de la ruina y degradación del pecado, para que reflejara el amor de Dios y fuera partícipe del gozo de la santidad. El precio pagado por nuestra redención, el sacrificio infinito de nuestro Padre celestial al dar a su Hijo para que muriera por nosotros, debe darnos un alto concepto de lo que podemos llegar a ser a través de Cristo. El apóstol Juan, al contemplar la altura,

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la profundidad y la anchura del amor del Padre hacia la raza que perecía, rebosa de adoración y reverencia; y sin poder encontrar las palabras adecuadas para expresar la grandeza y la ternura de ese amor, anima al mundo a contemplarlo. “¡Fíjense qué gran amor nos ha dado el Padre, que se nos llame hijos de Dios!” (1 Juan 3:1). ¡Cuán gran valor le da esto al hombre! Por causa de la transgresión, los hijos de los hombres son hechos siervos de Satanás. Por fe en el sacrificio expiatorio de Cristo, es posible que los hijos de Adán lleguen a ser hijos de Dios. Al tomar la naturaleza humana, Cristo eleva a la humanidad. A raíz de su relación con Cristo, los hombres caídos son elevados a un nivel donde pueden llegar a ser verdaderamente dignos del título “hijos de Dios”. Un amor tal es incomparable. ¡Llegar a ser hijos del Rey celestial! ¡Cuán hermosa promesa! ¡Es un tema digno de la más profunda meditación! ¡El incomparable amor de Dios hacia un mundo que no lo amaba! Este pensamiento posee un poder subyugador sobre el alma que cautiva la mente a la voluntad de Dios. Mientras más estudiamos el carácter divino a la luz de la cruz, mejor veremos la misericordia, la ternura y el perdón asociado a la equidad y a la justicia; y más claramente discernimos las innumerables evidencias de un amor infinito y de una tierna piedad que supera la ardiente simpatía de una madre por su hijo descarriado.

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Nuestra Gran Necesidad

En su creación, el hombre fue dotado de facultades nobles y de una mente bien equilibrada. Era perfecto y estaba en armonía con Dios. Sus pensamientos eran puros y sus designios santos. Pero por la desobediencia, se pervirtieron sus facultades y el egoísmo sustituyó al amor. Por la transgresión, su naturaleza llegó a debilitarse de tal manera que no le fue posible resistir el poder del mal por sus propias fuerzas. Fue esclavizado por Satanás, y hubiera permanecido así para siempre si Dios no hubiera intervenido de manera especial. El tentador se proponía destruir el plan divino, diseñado en la creación del hombre, y así llenar la tierra con desdicha y desolación. Luego atribuiría todo ese mal como resultado de la obra de Dios al crear al hombre. El hombre, en su estado de inocencia, gozaba de completa comunión con Aquel “en quien están escondidos todos los tesoros de la sabiduría y del conocimiento” (Colosenses 2:3). Pero después de pecar no encontraba gozo en la santidad e intentó ocultarse de la presencia de Dios. Tal es aún la condición del corazón no regenerado. No está en armonía con Dios ni halla complacencia en la comunión con él. El pecador no podría ser feliz en la presencia de Dios; la convivencia con los seres santos no le sería de su agrado. Y si le permitieran la entrada al cielo, no hallaría deleite allí. El espíritu de amor desinteresado que reina en ese lugar, donde cada corazón corresponde al

corazón del Amor Infinito, no haría vibrar cuerda alguna en su alma. Sus pensamientos, intereses y motivos diferirían de los que impulsan a los moradores celestiales. Sería como una nota discordante en la melodía del cielo. Éste sería para él un lugar de tortura. Desearía esconderse de la presencia de Aquel que es su luz y el centro de su gozo. Lo que excluye del cielo a los impíos no es un decreto arbitrario de parte de Dios. Son ellos mismos los que se han cerrado el acceso a causa de su incapacidad para convivir allí. La gloria de Dios sería para ellos un fuego consumidor. Anhelarían ser destruidos para ocultarse del rostro de Aquel que murió para redimirlos. Por esfuerzo propio, es imposible librarnos del abismo del pecado en el cual estamos sumidos. Nuestro corazón es malo, y no podemos cambiarlo. “¿Quién de la inmundicia puede sacar pureza? ¡No hay nadie que pueda hacerlo!” “La mentalidad pecaminosa es enemiga de Dios, pues no se somete a la ley de Dios, ni es capaz de hacerlo” (Job 14:4; Romanos 8:7). La educación, la cultura, el ejercicio de la voluntad y el esfuerzo humano, todos tienen su propio espacio, pero aquí no poseen poder alguno. Pueden generar un cambio externo en el comportamiento, pero no pueden cambiar el corazón; no pueden purificar los manantiales de la vida. Es necesario que exista un poder que obre desde el interior, una vida nueva de lo alto, antes que el hombre

Nuestra Gran Necesidad pueda ser transformado del pecado a la santidad. Ese poder es Cristo. Solamente su gracia es capaz de renovar las facultades muertas del alma y atraerlas a Dios, a la santidad. El Salvador dijo: “De veras te aseguro que quien no nazca de nuevo no puede ver el reino de Dios” (S. Juan 3:3). La idea de que lo único necesario es desarrollar lo bueno que existe en el hombre por naturaleza es un engaño fatal. “El que no tiene el Espíritu no acepta lo que procede del Espíritu de Dios, pues para él es locura. No puede entenderlo, porque hay que discernirlo espiritualmente” (1 Corintios 2:14). “No te sorprendas que te haya dicho: 'Tienen que nacer de nuevo'” (S. Juan 3:7). De Cristo está escrito: “En él estaba la vida; y la vida era la luz de la humanidad” (S. Juan 1:4); “porque no hay bajo el cielo otro nombre dado a los hombres mediante el cual podamos ser salvos” (Hechos 4:12). No es suficiente comprender la amorosa bondad de Dios, ni darse cuenta de la benevolencia y ternura paternal de su carácter. No basta discernir la sabiduría y justicia de su ley, ni ver que está fundada sobre el eterno principio del amor. El apóstol Pablo percibió todo esto cuando exclamó: “Estoy de acuerdo en que la ley es buena” (Romanos 7:16), “que la ley es santa, y que el mandamiento es santo, justo y bueno” (Romanos 7:12); mas, en la amargura de su alma agonizante y desesperada, él añadió: “Pero yo soy meramente humano, y estoy vendido como esclavo al pecado” (Romanos 7: 14). Él anhelaba la pureza, la justicia, que no podía alcanzar por su propio

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esfuerzo, y exclamó: “¡Soy un hombre miserable! ¿Quién me libertará de este cuerpo mortal?” (Romanos 7:24). Ésta es la misma exclamación que ha surgido de corazones cargados de pesar en todas las regiones de la tierra y durante las edades. Para todos ellos sólo hay una respuesta: “¡Aquí tienen al Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo!” (S. Juan 1:29). Son muchas las figuras con las que el Espíritu de Dios ha querido ilustrar esta verdad para que las almas que desean liberarse de la carga de culpa puedan entenderla. Cuando Jacob pecó engañando a Esaú, y huyó de la casa de su padre, estaba agobiado por los sentimientos de culpa. Solo y marginado, apartado de todo lo que le daba sentido a su vida, el pensamiento más inquietante para su alma era el temor de que su pecado lo hubiera separado de Dios y que hubiese sido abandonado por el cielo. Abrumado por la tristeza, se acostó sobre la tierra desnuda a descansar; solamente le rodeaban las colinas solitarias y le cubrían los cielos decorados por el resplandecer de las estrellas. Mientras dormía, tuvo una extraña visión: desde la llanura donde se encontraba acostado salía una escalera grande y misteriosa que parecía conducir hacia las mismas puertas del cielo, y por ella ascendían y descendían los ángeles de Dios; por otra parte, desde la gloria de las alturas se escuchaba una voz divina que anunciaba un mensaje de consuelo y esperanza. Así se le reveló a Jacob lo que satisfaría la necesidad y el anhelo de su alma: un Salvador. Con gozo y gratitud vio revelado un camino por el cual, aun

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como pecador, podía ser restaurado a la comunión con Dios. La mística escalera de su sueño representaba a Jesús, el único medio de comunicación entre Dios y el hombre. Ésta es la misma figura a la que Cristo hizo referencia en su conversación con Natanael, cuando dijo: “Ciertamente les aseguro que ustedes verán abrirse el cielo, y a los ángeles de Dios subir y bajar sobre el Hijo del hombre” (S. Juan 1:51). Al pecar, el hombre se apartó de Dios y la tierra fue separada del cielo. No podía haber comunicación a través del abismo que existía entre ellos. Pero mediante Cristo, la tierra está nuevamente unida al cielo. Cristo, con sus propios méritos, colocó un puente sobre el abismo creado por el pecado, de manera que ahora los hombres pueden tener comunión con los ángeles ministradores. Cristo une al hombre caído, en su debilidad e incapacidad, con la Fuente del poder infinito. De nada sirven los sueños de prosperidad de los hombres, así como todos sus esfuerzos por elevar a la humanidad, si descuidan la única fuente de esperanza y ayuda para la raza caída. “Toda buena dádiva y todo don perfecto” provienen de Dios (Santiago 1:17). No hay verdadera excelencia de carácter fuera de él, y el único camino que conduce a Dios es Cristo. Él dice: “Yo soy el camino, la verdad y la vida. Nadie viene al Padre sino por mí” (S. Juan 14:6). El corazón de Dios suspira por sus hijos terrenales con un amor más fuerte que la muerte. Al dar a su Hijo, nos ha vertido todo el cielo en un don. La vida, la muerte y la intercesión del Salvador, el

ministerio de los ángeles, las súplicas del Espíritu, el amor del Padre que obra sobre todo y por todo, el interés incesante de los seres celestiales, todo obra en favor de la redención del hombre. ¡Oh, contemplemos el asombroso sacrificio realizado en nuestro favor! Tratemos de apreciar el trabajo y la energía que el Cielo emplea para rescatar al perdido y traerlo de vuelta a la casa de su Padre. Jamás podrían haberse puesto en acción motivos más fuertes ni agentes más poderosos. Los grandiosos galardones por hacer el bien, el disfrute del cielo, la compañía de los ángeles, la comunión y el amor de Dios y de su Hijo, la elevación y el aumento de todas nuestras facultades a través de la eternidad, ¿acaso no son estos incentivos y estímulos grandiosos para instarnos a dar el amante servicio de nuestro corazón a nuestro Creador y Redentor? Y por otra parte, los juicios de Dios declarados en contra del pecado y su paga inevitable, la degradación de nuestro carácter y la destrucción final, se presentan en la Palabra de Dios para amonestarnos contra el servicio de Satanás. ¿No debemos apreciar la misericordia de Dios? ¿Qué más podría hacer? Establezcamos una relación perfecta con Aquel que nos amó con tal admirable amor. Aprovechemos los medios provistos para que podamos ser transformados a su semejanza, y así podamos restablecer la comunión con los ángeles ministradores en armonía y comunión con el Padre y el Hijo.

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Libres de Toda Culpa

Cómo puede el hombre ser justificado ante Dios? ¿Cómo se hará justo el pecador? Solamente a través de Cristo podemos llegar a estar en armonía con Dios y con la santidad; pero ¿cómo debemos ir a Cristo? Muchos se hacen la misma pregunta que se hiciera la multitud en el día de Pentecostés, cuando, convencida de su pecado, clamó: “¿Qué debemos hacer?” La primera palabra de la respuesta de Pedro fue: “Arrepiéntanse” (Hechos 2:37, 38). Poco después, en otra ocasión, él dijo: “Para que sean borrados sus pecados, arrepiéntanse y vuélvanse a Dios” (Hechos 3:19). El arrepentimiento lleva en sí tristeza por el pecado y abandono de él. No renunciaremos al pecado a menos que veamos su pecaminosidad; hasta no repudiarlo de corazón, no se efectuará un cambio genuino en nuestra vida. Hay muchos que no entienden la verdadera naturaleza del arrepentimiento. Muchos sienten tristeza por haber pecado, e incluso proyectan una reforma exterior, porque tienen temor de que su mala conducta les ocasione sufrimientos. Pero esto no es arrepentimiento desde el punto bíblico. Ellos lamentan el sufrimiento, no el pecado. Tal era el dolor de Esaú al comprender que había perdido la primogenitura para siempre. Balaam, aterrorizado al ver en su camino al ángel con la espada desenvainada, reconoció su culpa por temor a perder su vida;

pero no sintió un arrepentimiento real por haber pecado, no hubo un cambio de propósito, no sintió aborrecimiento hacia el mal. Judas Iscariote, después de traicionar a su Señor, exclamó: “He pecado porque he entregado sangre inocente” (S. Mateo 27:4). Esta confesión fue arrancada de su alma culpable por un horrible sentimiento de condenación y una imagen del juicio que le infundía miedo. Las consecuencias que sufriría lo llenaban de terror, pero no sintió un inconsolable dolor en su alma por haber traicionado al inmaculado Hijo de Dios y por haber negado al Santo de Israel. Cuando el Faraón sufría los juicios divinos, admitía su pecado, a fin de librarse del castigo, pero tan pronto las plagas se detenían volvía a desafiar al Cielo. Todas estas personas se lamentaban por las consecuencias del pecado, pero no sentían angustia por el pecado mismo. Cuando el corazón cede a la influencia del Espíritu de Dios, la conciencia experimenta una renovación y el pecador discierne algo de la profundidad y santidad de la sagrada ley de Dios, la base de su gobierno tanto en los cielos como en la tierra. “Esa luz verdadera, la que alumbra a todo ser humano, venía a este mundo” (S. Juan 1:9) para iluminar los recintos secretos del alma, para que las cosas escondidas por las tinieblas quedaran reveladas. La convicción toma posesión de la mente y del corazón. El pecador contempla la

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justicia de Jehová y siente terror de aparecer ante el Escudriñador de corazones, en su estado de culpa e impureza. Él logra ver el amor de Dios, la belleza de la santidad y el gozo de la pureza; ansía ser limpiado y reintegrado a la comunión del Cielo. La oración de David, después de su pecado, ilustra la naturaleza del verdadero dolor por el pecado. Su arrepentimiento fue genuino y profundo. Él no hizo esfuerzo por excusar su culpa; su oración no fue motivada por el deseo de escapar al juicio que lo amenazaba. David veía la enormidad de su transgresión; él veía la corrupción de su alma y aborrecía su pecado. No oró solamente pidiendo perdón, sino también pureza de corazón. Ansiaba el gozo de la santidad y ser restaurado a la armonía y comunión con Dios. Éste era el lenguaje de su alma: “Dichoso aquel a quien se le perdonan sus transgresiones, a quien se le borran sus pecados. Dichoso aquel a quien el Señor no toma en cuenta su maldad y en cuyo espíritu no hay engaño” (Salmos 32:1, 2). “Ten compasión de mí, oh Dios, conforme a tu gran amor; conforme a tu inmensa bondad, borra mis transgresiones. . . . Yo reconozco mis transgresiones; siempre tengo presente mi pecado. . . . Purifícame con hisopo, y quedaré limpio; lávame, y quedaré más blanco que la nieve. . . . Crea en mí, oh Dios, un corazón limpio, y renueva la firmeza de mi espíritu. No me alejes de tu presencia ni me quites tu santo Espíritu. Devuélveme la alegría de tu salvación; que un espíritu

obediente me sostenga… Dios mío, Dios de mi salvación, líbrame de derramar sangre, y mi lengua alabará tu justicia”--Salmos 51:1-14. Un arrepentimiento como éste excede nuestra capacidad propia y es posible solamente con la ayuda de Cristo, quien ascendió a lo alto y ha dado dádivas a los hombres. Es precisamente en este punto donde muchos yerran, por lo tanto no logran recibir la ayuda que Cristo desea darles. Consideran que no pueden acudir a Cristo a menos que primero se arrepientan, y que el arrepentimiento los prepara para el perdón de sus pecados. Es cierto que el arrepentimiento precede al perdón de los pecados, porque solamente el corazón quebrantado y contrito siente la necesidad de un Salvador, pero ¿debe el pecador esperar hasta arrepentirse antes de ir a los pies de Jesús? ¿Es el arrepentimiento un obstáculo entre el pecador y el Salvador? La Biblia no enseña que el pecador deba arrepentirse antes de considerar la invitación de Cristo. “Vengan a mí todos ustedes que están cansados y agobiados, y yo les daré descanso” (S. Mateo 11:28). La virtud que proviene de Cristo es la que nos conduce al verdadero arrepentimiento. Pedro presentó el asunto muy claramente al dirigirse a los israelitas diciendo: “Por su poder, Dios lo exaltó como Príncipe y Salvador, para que diera a Israel arrepentimiento y perdón de pecados” (Hechos 5:31). Es imposible arrepentirnos sin que el Espíritu de Cristo despierte nuestra conciencia, así como es imposible alcanzar el perdón sin

Libres de Toda Culpa Cristo. Cristo es la fuente de todo impulso correcto. Él es el único capaz de colocar en el corazón enemistad contra el pecado. Todo deseo de verdad y pureza, toda convicción de nuestra pecaminosidad es evidencia de que su Espíritu está obrando en nuestro corazón. Jesús dijo: “Pero yo, cuando sea levantado de la tierra, atraeré a todos a mí mismo” (S. Juan12:32). Cristo debe ser presentado al pecador como el Salvador que murió por los pecados del mundo; y al contemplar al Cordero de Dios en la cruz del Calvario, él comienza a revelarse a nuestro entendimiento, y la bondad de Dios nos lleva al arrepentimiento. Al morir por los pecadores, Cristo manifestó un amor incomprensible; y conforme el pecador contemple este amor, se enternece el corazón, impresiona la mente e inspira contrición en el alma. Es cierto que a veces los hombres se avergüenzan de caminar en el pecado, y dejan a un lado algunas conductas pecaminosas antes de reconocer que están siendo atraídos hacia Cristo. Pero siempre que hacen un esfuerzo por cambiar, motivados por un sincero deseo de hacer lo correcto, es el poder de Cristo que los atrae. Sin darse cuenta, en su alma obra una influencia, renovando su conciencia y mejorando su vida exterior. Mientras Cristo atrae su mirada hacia la cruz para contemplar a Aquel que fue traspasado por sus pecados, el mandamiento queda impreso en la conciencia. La maldad de su vida y el pecado profundamente arraigado en el alma les son revelados. Comienzan a comprender algo de la

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justicia de Cristo, y exclaman: “¿Qué es el pecado para que requiera un sacrificio tal para redimir a su víctima? ¿Era necesario todo este amor, todo este sufrimiento y toda esta humillación para que no pereciéramos, sino para que tengamos vida eterna?” El pecador puede rechazar este amor y puede negarse a ser atraído hacia Cristo, pero si no se resiste, será atraído hacia Jesús; y el conocimiento del plan de salvación le llevará al pie de la cruz, arrepentido de sus pecados, que han causado los sufrimientos del amado Hijo de Dios. La misma inteligencia divina que trabaja en la naturaleza es la que habla al corazón de los hombres, creando en ellos un deseo indescriptible por algo que no poseen. Las cosas mundanales no pueden satisfacer sus deseos. El Espíritu de Dios los insta a buscar lo único capaz de darles paz y descanso: la gracia de Dios, el gozo de la santidad. Mediante influencias visibles e invisibles, nuestro Salvador trabaja constantemente para atraer la mente de los hombres para que, en lugar de los placeres vanos del pecado, reciban las infinitas bendiciones que él puede brindarles. A todas estas almas que sin éxito alguno tratan de beber de las cisternas rotas de este mundo, se les dirige el mensaje divino: “El que tenga sed, venga; y el que quiera, tome gratuitamente del agua de la vida” (Apocalipsis 22:17). Tú, que sientes en tu corazón el deseo de algo mejor que lo que este mundo puede dar, reconoce en este deseo la voz de Dios que habla a tu alma. Pídele que te dé arrepentimiento, que te revele

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a Cristo en su amor infinito y en su perfecta pureza. El amor a Dios y al hombre, que son los principios de la ley, fueron perfectamente ejemplificados en la vida del Salvador. La benevolencia, un amor desinteresado, era la vida de su alma. Al contemplar al Salvador y al recibir su luz, nos damos cuenta de la pecaminosidad de nuestro corazón. Igual que Nicodemo, podemos ostentar que nuestra vida ha sido recta, que nuestro carácter moral es correcto, y que no necesitamos humillar nuestro corazón ante Dios como el pecador común; pero cuando la luz de Cristo brilla en nuestra alma, vemos cuán impuros somos; comprendemos el egoísmo de nuestros motivos y nuestra enemistad con Dios, que han manchado todo acto de nuestra vida. Entonces reconocemos que nuestra rectitud es en verdad como trapos sucios, y que sólo la sangre de Cristo puede limpiarnos de la inmundicia de nuestros pecados y renovar nuestro corazón a su semejanza. Un rayo de la gloria de Dios, un destello de la pureza de Cristo que penetre en el alma, hace dolorosamente visible cada mancha de pecado, y descubre la deformidad de los defectos del carácter humano. Salen a relucir todos los deseos no santificados, la deslealtad del corazón y la impureza de los labios. Al no cumplir la ley de Dios, los actos de lealtad están expuestos a su vista, y su espíritu se acongoja y se oprime bajo la influencia escrutadora del Espíritu de Dios. Al contemplar la pureza del carácter inmaculado de Cristo, el pecador se aborrece a sí mismo.

Cuando el profeta Daniel vio la gloria que rodeaba al mensajero celestial que le fue enviado, se sintió abrumado al reconocer su propia debilidad e imperfección. Él nos describe el efecto de esta maravillosa escena: “Las fuerzas me abandonaron, palideció mi rostro, y me sentí totalmente desvalido” (Daniel 10:8). El alma conmovida de este modo aborrecerá su egoísmo y amor propio, y mediante la justicia de Cristo buscará la pureza de corazón que está en armonía con la ley de Dios y con el carácter de Cristo. Pablo dijo que “en cuanto a la justicia que la ley exige”, es decir, en cuanto a las obras externas, era “intachable”, pero al entender el carácter espiritual de la ley, se vio a sí mismo como un pecador (Filipenses 3:6). Juzgando por la letra de la ley, según los hombres la aplicaban a la vida externa, él se había abstenido de pecar; pero cuando consideró la profundidad de los santos preceptos y se vio a sí mismo tal cual Dios lo veía, sintió una profunda humillación y confesó su culpabilidad: “En otro tiempo yo tenía vida aparte de la ley; pero cuando vino el mandamiento, cobró vida el pecado y yo morí” (Romanos 7:9). Cuando vio la naturaleza espiritual de la ley, pudo ver la horrible naturaleza del pecado, y su estimación propia desapareció. Para Dios, no todos los pecados son de igual magnitud; a su juicio hay diferentes grados de pecados, como los hay a juicio de los hombres. Pero aunque este o aquel acto malo parezca poco importante, a la vista de Dios no hay pecado pequeño. El juicio de los hombres es parcial e imperfecto; mas

Libres de Toda Culpa Dios ve todas las cosas como realmente son. Al borracho se lo desprecia y se le dice que su pecado lo excluirá del cielo, mientras que el orgullo, el egoísmo y la codicia muchas veces no son reprendidos. Sin embargo, estos son pecados que ofenden en forma especial a Dios, porque van en contra de la benevolencia de su carácter, se oponen a ese amor abnegado que es la atmósfera misma del universo que no ha pecado. El que comete alguno de los pecados más grandes puede sentir vergüenza y necesidad de la gracia de Cristo; mas el orgulloso no siente necesidad, y así cierra su corazón a las incontables bendiciones que él vino a ofrecer. El pobre publicano que oró: “¡Oh Dios, ten compasión de mí, que soy pecador!” (S. Lucas 18:13.), se consideraba a sí mismo un hombre muy malo, y otros también lo consideraban así, pero él sentía su necesidad, y con su carga de culpabilidad y vergüenza fue delante de Dios y le suplicó misericordia. Su corazón estaba receptivo al Espíritu de Dios para que éste hiciera su obra de gracia en él y lo librara del poder del pecado. La oración del fariseo llena de jactancia y justicia propia mostraba que su corazón estaba cerrado a la influencia del Espíritu Santo. A causa de que se encontraba lejos de Dios, no podía

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comprender su propia inmundicia, que contrastaba con la perfección de la santidad divina. No sentía necesidad alguna, de manera que no recibió nada. Si puedes ver tu condición pecaminosa, no esperes hasta mejorar por tu propio esfuerzo. ¡Cuántos hay que creen que no son lo suficientemente buenos para ir a Cristo! ¿Acaso esperas ser mejor confiando en tu propia ayuda? “¿Puede el etíope cambiar de piel, o el leopardo quitarse sus manchas? ¡Pues tampoco ustedes pueden hacer el bien, acostumbrados como están a hacer el mal!” (Jeremías 13:23). Dios es nuestra única ayuda. No debemos esperar persuasiones más fuertes ni mejores oportunidades, o esperar hasta tener un carácter más santo. No podemos hacer nada por nosotros mismos. Debemos ir a Cristo tal como somos. Pero nadie se engañe a sí mismo pensando que Dios, en su gran amor y misericordia, salvará aun a los que desprecian su gracia. La excesiva corrupción del pecado sólo puede medirse a la luz de la cruz. Cuando los hombres se empeñan en decir que Dios es demasiado bueno para echar fuera al pecador, dirijan su mirada al Calvario. La cruz fue necesaria porque no había otra manera de salvar al hombre, porque sin este sacrificio era imposible que la raza

La excesiva corrupción del pecado sólo puede medirse a la luz de la cruz.

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humana escapara del poder contaminador del pecado y volviera a la comunión con los seres santos. Era imposible que el hombre volviera a ser partícipe de la vida espiritual. Fue por esta razón que Cristo tomó sobre sí la culpa del desobediente y sufrió en lugar del pecador. El amor, los sufrimientos y la muerte del Hijo de Dios testifican de la terrible enormidad del pecado y prueban que no hay modo de escapar de su poder ni esperanza de una vida mejor, sino sólo mediante la sumisión del alma a Cristo. Los impenitentes se excusan a sí mismos diciendo de los que profesan ser cristianos: “Yo soy tan bueno como ellos. Ellos no son más abnegados, sobrios ni serios en su comportamiento que yo. Les atraen los placeres y la complacencia propia tanto como a mí”. De este modo hacen de las faltas de los demás una excusa para descuidar su propio deber. Pero los pecados y los errores de otros no excusan a nadie, porque el Señor no nos ha dado un modelo humano imperfecto. El inmaculado Hijo de Dios nos ha sido dado como ejemplo, y los que se quejan del mal comportamiento de quienes profesan ser cristianos tienen el deber de mostrar una vida mejor y ejemplos más nobles. Si tienen un concepto tan alto de lo que un cristiano debe ser, ¿no es su pecado tanto mayor? Ellos conocen lo que es correcto, y sin embargo rehúsan hacerlo. C u i d a d o c o n p o s p o n e r. N o postergues la decisión de dejar de pecar y buscar la pureza de corazón mediante Jesús. Es aquí donde miles y miles han errado a costa de su perdición eterna.

No reiteraré el hecho de que la vida es breve e insegura; pero se corre un serio peligro, un peligro que no se comprende lo suficiente, cuando se posterga el acto de escuchar la voz suplicante del Espíritu Santo de Dios, escogiendo vivir en pecado, porque es éste realmente el motivo de la demora. No importa cuán pequeño parezca el pecado, no se puede continuar acariciando el pecado sin correr el riesgo de sufrir una pérdida eterna. Lo que nosotros no venzamos, nos vencerá y nos llevará a la destrucción. Adán y Eva creyeron que de un acto tan insignificante como comer de la fruta prohibida no resultarían consecuencias tan terribles como las que Dios había predicho. Pero este pequeño acto era la transgresión de la ley santa e inmutable de Dios, acto que causó la separación entre Dios y el hombre, y abrió las puertas de la muerte y del dolor indecible sobre nuestro mundo. Siglo tras siglo ha subido un continuo lamento de dolor, y la creación gime a una como consecuencia de la desobediencia del hombre. El mismo cielo ha sentido los efectos de su rebelión contra Dios. El Calvario se levanta como un monumento del admirable sacrificio que se requirió para expiar la transgresión de la ley divina. No consideremos, pues, el pecado como cosa sin importancia. Cada acto de transgresión, cada descuido o desprecio hacia la gracia de Cristo, endurecerá el corazón, depravando la voluntad, ofuscando el entendimiento, no sólo adormeciendo el deseo de ceder sino también haciéndolo menos sensible a la tierna

Libres de Toda Culpa súplica del Espíritu Santo de Dios. Muchos están enmudeciendo su conciencia perturbada, pensando que pueden cambiar su mal proceder cuando así lo decidan, que pueden tratar ligeramente las invitaciones de la gracia y, sin embargo, seguir sintiendo el llamado una y otra vez. Piensan que después de menospreciar al Espíritu de gracia, después de echar su influencia al lado de Satanás, en un monumento de extrema necesidad pueden cambiar su conducta. Pero esto no se logra tan fácilmente. La experiencia y la educación de toda una vida han formado el carácter de tal manera que pocos sienten la necesidad de recibir la imagen de Jesús. Solamente un mal rasgo en el carácter, un solo deseo pecaminoso acariciado persistentemente, puede neutralizar con el tiempo todo el poder del evangelio. Cada indulgencia pecaminosa fortalece la aversión del alma hacia Dios. El hombre que manifiesta un descreído atrevimiento o una indiferencia insensata hacia la verdad divina, está segando la cosecha de su propia siembra. En toda la Biblia no hay amonestación más temible para quien suele jugar con el mal que las palabras del sabio: “Al malvado lo atrapan sus malas obras” (Proverbios 5:22). Cristo está listo para liberarnos del pecado, pero él no fuerza la voluntad; y si ésta, por la persistencia en la transgresión, se inclina totalmente hacia el mal, y no deseamos ser liberados ni aceptar la gracia de Cristo, ¿qué más puede él hacer? Hemos causado nuestra propia destrucción al tomar la

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determinación de rechazar su amor. “En el momento propicio te escuché, y en el día de salvación te ayudé” (2 Corintios 6:2). “Si ustedes oyen hoy su voz, no endurezcan el corazón” (Hebreos 3:7, 8). “La gente se fija en las apariencias, pero yo me fijo en el corazón” (1 Samuel 16:7), en el corazón humano con sus emociones encontradas de gozo y de tristeza, el corazón caprichoso y extraviado, donde reside tanto engaño e impureza. Él conoce muy bien sus motivos, intenciones y propósitos. Ve a él con tu alma manchada tal como está. Como el salmista, abría sus cámaras ante los ojos del que todo lo ve, exclamando: “Examíname, oh Dios, y sondea mi corazón; ponme a prueba y sondea mis pensamientos. Fíjate si voy por mal camino, y guíame por el camino eterno” (Salmos 139:23, 24). Hay muchos que aceptan una

Cristo está listo para liberarnos del pecado, pero él no fuerza la voluntad; y si ésta, por la persistencia en la transgresión, se inclina totalmente hacia el mal, y no deseamos ser liberados ni aceptar la gracia de Cristo, ¿qué más puede él hacer?

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religión intelectual, una forma de santidad, sin que el corazón esté limpio. Que sea tu oración: “Crea en mí, oh Dios, un corazón limpio, y renueva la firmeza de mi espíritu” (Salmos 51:10). Sé leal con tu propia alma. Sé tan diligente, tan persistente, como lo serías si tu vida estuviera en peligro. Éste es un asunto que debe decidirse entre Dios y tu alma, es una decisión para la eternidad. Una supuesta esperanza, y nada más, resultará en tu ruina. Estudia la Palabra de Dios con oración. Ella te presenta, en la ley de Dios y en la vida de Cristo, los grandes principios de la santidad, sin los cuales “nadie verá al Señor” (Hebreos 12:14). La Palabra de Dios es la que nos convence de pecado y nos revela a plenitud el camino de la salvación. Préstale atención como si fuera la misma voz de Dios hablándole a tu alma. Cuando veas la enormidad del pecado y como tú eres en realidad, no te desesperes. Cristo vino a salvar a los pecadores. No tenemos que reconciliar a Dios con nosotros, sino que, ¡oh maravilloso amor!, “en Cristo, Dios estaba reconciliando al mundo consigo mismo” (2 Corintios 5:19). Con su tierno amor, él está atrayendo hacia sí los corazones de sus hijos que han errado. Ningún padre terrenal podría ser tan paciente con las faltas y los errores de sus hijos como lo es Dios con aquellos a quienes trata de salvar. Nadie podría suplicar más tiernamente al pecador. Nunca labios humanos pronunciaron invitaciones más tiernas

que las dirigidas por Dios al extraviado. Todas su promesas y amonestaciones no son sino la profunda aspiración de un amor indecible. Cuando Satanás se acerque a decirte que eres un gran pecador, alza la vista hacia tu Redentor, habla de sus méritos. Mirar su luz te proporcionará ayuda. Reconoce tu pecado, pero di al enemigo que “Cristo Jesús vino al mundo a salvar a los pecadores”, y que puedes ser salvo mediante su incomparable amor (1 Timoteo 1:15). Jesús le hizo una pregunta a Simón concerniente a dos deudores. Uno debía a su señor una suma pequeña y el otro debía una muy grande; pero él los perdonó a ambos. Entonces Cristo preguntó a Simón cuál deudor amaría más a su señor. Simón le respondió: “Supongo que aquel a quien más le perdonó” (S. Lucas 7:43). Hemos sido grandes pecadores, pero Cristo murió para que pudiéramos ser perdonados. Los méritos de su sacrificio son suficientes para presentarse ante el Padre en favor de nosotros. Aquellos a quienes él más ha perdonado, más lo amarán, y estarán más cerca de su trono para alabarle por su gran amor y sacrificio infinito. Cuanto más plenamente comprendemos el amor de Dios, mejor comprendemos la pecaminosidad del pecado. Cuando veamos la extensión de la cadena que ha sido arrojada para redimirnos, cuando entendamos el sacrificio infinito que Cristo hizo por nosotros, nuestro corazón rebosará de ternura y contrición.

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Una Conciencia Tranquila

Quien encubre su pecado jamás prospera; quien lo confiesa y lo deja, halla perdón” (Proverbios 28:13). Las condiciones para recibir la misericordia de Dios son sencillas, justas y razonables. El Señor no requiere que hagamos actos penosos para que nuestros pecados sean perdonados. No necesitamos hacer largas y fatigantes peregrinaciones, ni penitencias dolorosas, para encomendar nuestra alma al Dios del cielo o para expiar nuestra transgresión, sino que el que confiese su pecado y se aparte de él alcanzará misericordia. El apóstol nos dice: “Confiésense unos a otros sus pecados, y oren unos por otros, para que sean sanados” (Santiago 5:16). Confiesa tus pecados a Dios, quien es el único que puede perdonarlos, y las faltas unos a otros. Si has ofendido a tu amigo o vecino, debes admitir tu falta y es deber del ofendido perdonarte con buena voluntad. Entonces debes pedirle perdón a Dios, porque el hermano a quien ofendiste pertenece a Dios, y al herirlo pecaste contra su Creador y Redentor. Se presenta el caso ante el único y verdadero Mediador, nuestro gran Sumo Sacerdote, que “ha sido tentado en todo de la misma manera que nosotros, aunque sin pecado” (Hebreos 4:15), y quien puede “compadecerse de nuestras debilidades” y limpiarnos de toda mancha de pecado. Los que no han humillado su alma delante de Dios admitiendo su culpa,

aún no han cumplido la primera condición para ser aceptados. Si no hemos experimentado ese arrepentimiento del cual no hemos de arrepentirnos, si no hemos confesado nuestros pecados con una genuina humillación del alma y con un espíritu contrito, aborreciendo nuestra iniquidad, realmente no hemos buscado el perdón de nuestros pecados; y si nunca lo hemos buscado, no hemos hallado la paz de Dios. La única razón por la cual no obtenemos la remisión de nuestros pecados pasados es porque no tenemos el deseo de humillar nuestro corazón ni cumplir las condiciones de la Palabra de verdad. Se nos dan instrucciones explícitas con relación a este asunto. La confesión de nuestros pecados, sea pública o privada, debe ser sincera y voluntaria. No se le debe requerir al pecador. No debe hacerse de manera irreflexiva y descuidada ni exigirse de aquellos que en realidad no comprenden el aborrecible carácter del pecado. La confesión que surge desde lo más profundo del alma se eleva al Dios de infinita piedad. El salmista dice: “El Señor está cerca de los quebrantados de corazón, y salva a los de espíritu abatido” (Salmos 34:18). La confesión verdadera es siempre de un carácter específico y reconoce pecados específicos. Pueden ser de tal naturaleza que solamente deben presentarse delante de Dios; pueden ser faltas que deban confesarse a las personas que hayan sido afectadas por

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causa de ello; o pueden ser de carácter público, y en ese caso deben confesarse públicamente. Pero toda confesión debe hacerse de modo específico y directo para que podamos reconocer en forma definida los pecados de los que somos culpables. En los días de Samuel los israelitas se alejaron de Dios. Estaban sufriendo las consecuencias del pecado, por haber perdido su fe en Dios, el discernimiento de su poder y la sabiduría para gobernar la nación, y la confianza en la capacidad de Dios para defender y vindicar su causa. Ellos se apartaron del gran Gobernante del universo, y escogieron ser gobernados como las naciones a su

La confesión que surge desde lo más

profundo del alma se eleva al Dios de infinita piedad.

alrededor. Antes de encontrar paz hicieron esta confesión determinante: “A todos nuestros pecados hemos añadido la maldad de pedirle un rey” (1 Samuel 12:19). Ellos tenían que confesar el pecado específico del cual eran culpables. La ingratitud oprimía sus almas y los separaba de Dios. Dios no acepta la confesión que no conlleva un arrepentimiento sincero y un cambio. Deben efectuarse cambios decisivos en la vida; todo lo que cause ofensa hacia Dios debe ser abandonado. Esto resultará como producto de una verdadera tristeza por el pecado. De manera clara se nos muestra lo que debemos hacer: “¡Lávense, límpiense! ¡Aparten de mi vista sus obras malvadas! ¡Dejen de hacer el mal! ¡Aprendan a hacer el bien! ¡Busquen la justicia y reprendan al opresor! ¡Defiendan al huérfano y a la viuda!” (Isaías 1:16, 17). “Devuelve lo que tomó en prenda y restituye lo que robó, y obedece los preceptos de vida, sin cometer ninguna iniquidad, ciertamente vivirá y no morirá.” (Ezequiel 33:15). Hablando de la obra del arrepentimiento, Pablo dice: “Fíjense lo que ha producido en ustedes esta tristeza que proviene de Dios: ¡qué empeño, qué afán por disculparse, qué indignación, qué temor, qué anhelo, qué preocupación, qué disposición para ver que se haga justicia! En todo han demostrado su inocencia en este asunto” (2 Corintios 7:11). Tan pronto el pecado disminuye la percepción moral, la persona que obra mal no discierne los defectos de su carácter ni comprende la enormidad del mal que ha cometido; y a menos que dé

Una Conciencia Tranquila paso al poder convincente del Espíritu Santo, permanecerá parcialmente ciego con relación a su pecado. Sus confesiones no se han hecho con un corazón reflexivo y sincero. Cada reconocimiento de su culpa va acompañado de una excusa de su conducta, declarando que si no hubiese sido por ciertas circunstancias no hubiera hecho esto o aquello por lo que se le desaprueba. Después que Adán y Eva comieron de la fruta prohibida, se sintieron abrumados por la vergüenza y el terror. Al principio, solamente pensaban en cómo podrían excusar su pecado y escaparse de la terrible sentencia de muerte. Cuando el Señor les preguntó sobre su pecado, Adán respondió echando parte de la culpa a Dios y parte a su compañera: “La mujer que me diste por compañera me dio de ese fruto, y yo lo comí.” La mujer le echó la culpa a la serpiente, diciendo: “La serpiente me engañó, y comí” (Génesis 3:12, 13). ¿Por qué hiciste la serpiente? ¿Por qué permitiste que entrara en el Edén? Éstas eran las preguntas envueltas en la excusa de la mujer por su pecado, haciendo así a Dios el responsable de su pecado. El espíritu de justificación propia tuvo su origen en el padre de mentiras, y se ha expuesto por todos los hijos e hijas de Adán. Tales confesiones no son inspiradas por el Espíritu divino, y no serán aceptables ante Dios. El arrepentimiento verdadero inducirá al hombre a aceptar su propia culpa, y a reconocerla sin engaño ni hipocresía. Como el pobre publicano, sin alzar la

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vista al cielo, exclamará: “Dios, ten misericordia de mí, pecador”, y los que reconozcan su culpa serán justificados, porque Jesús presentará su sangre en favor del alma arrepentida. Los ejemplos de arrepentimiento y de humillación genuinos registrados en la Palabra de Dios ponen de manifiesto una confesión cuyo espíritu no busca excusar el pecado ni la autojustificación. Pablo no trató de defenderse, sino que describió su pecado con los tonos más sombríos, sin tratar de atenuar su culpa. Él dijo: “Eso es precisamente lo que hice en Jerusalén. Con la autoridad de los jefes de los sacerdotes metí en la cárcel a muchos de los santos, y cuando los mataban, yo manifestaba mi aprobación. Muchas veces anduve de sinagoga en sinagoga castigándolos para obligarlos a blasfemar. Mi obsesión contra ellos me llevaba al extremo de perseguirlos incluso en ciudades del extranjero” (Hechos 26:10, 11). Sin vacilar también dijo: “Cristo Jesús vino al mundo a salvar a los pecadores, de los cuales yo soy el primero” (1 Timoteo 1:15). El corazón humilde y quebrantado, enternecido por el arrepentimiento genuino, apreciará algo del amor de Dios y del valor del Calvario; y como el hijo que se le confiesa a un padre lleno de amor, de igual manera el pecador que siente verdadero arrepentimiento traerá todos sus pecados delante de Dios. Y está escrito: “Si confesamos nuestros pecados, él es fiel y justo para perdonar nuestros pecados y limpiarnos de toda maldad” (1 Juan 1:9).

Disfrutando de una Vida Mejor

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La promesa de Dios es: “Me buscarán y me encontrarán, cuando me busquen de todo corazón.”Jer. 29:13. Debemos entregar todo nuestro corazón a Dios, de otra manera no seremos transformados conforme a su semejanza. Por naturaleza estamos enemistados con Dios. El Espíritu Santo describe nuestra condición en estas palabras:“Muertos en sus transgresiones y pecados” (Efesios 2:1); y “toda su cabeza está herida, todo su corazón está enfermo” “no les queda nada sano” (Isaías 1:5 6). Las ataduras de Satanás nos sujetan fuertemente, nos tiene “cautivos, sumisos a su voluntad.” 2 Timoteo 2:26. Dios anhela sanarnos y libertarnos. Pero siendo que esto requiere de una transformación completa y la renovación de toda nuestra naturaleza, debemos entregarnos completamente a él. La guerra contra uno mismo es la batalla más grande que jamás haya existido. Rendirse a sí mismo, entregando todo a la voluntad de Dios, requiere una lucha; pero para que el alma sea renovada en santidad, es necesario que antes se someta a Dios. El gobierno de Dios no se funda en una sumisión ciega ni en un control irracional, como Satanás quisiera hacerlo creer. El gobierno divino apela al intelecto y a la conciencia. “Vengan, pongamos las cosas en claro” (Isaías 1:18), es la invitación del Creador a los seres que él creó. Dios no fuerza la voluntad de sus criaturas. Él no puede

aceptar un homenaje a menos que se le rinda voluntaria e inteligentemente. Una mera sumisión forzada impediría todo desarrollo positivo sea de la mente o del carácter; convertiría al hombre en un simple autómata. Éste no es el propósito del Creador. Él desea que el hombre, el mayor galardón de su poder creador, pueda alcanzar su más eminente desarrollo. Él nos presenta la bendita altura a la cual quiere que lleguemos mediante su gracia. Nos invita a entregarnos a él de manera que pueda hacer su voluntad en nosotros. Nosotros somos los que tenemos que decidir si queremos ser libres de la esclavitud del pecado para compartir la gloriosa libertad de los hijos de Dios. Al dedicar nuestra vida a Dios, es necesario abandonar todo lo que nos aleje de él. Es por ello que el Salvador dijo: “De la misma manera, cualquiera de ustedes que no renuncie a todos sus bienes, no puede ser mi discípulo” (S. Lucas 14:33). Debemos renunciar a todo lo que aleje nuestro corazón de Dios. Muchos adoran las riquezas. El amor al dinero, el deseo de adquirir riquezas, es la cadena de oro que los tiene atados a Satanás. Hay quienes adoran la fama y los honores del mundo. El ídolo de otros es una vida desahogada y egoísta. Pero estas ataduras serviles deben romperse. No podemos pertenecer una mitad al Señor y la otra mitad al mundo. No somos hijos de Dios a menos que lo seamos completamente. Hay quienes profesan

Disfrutando de una Vida Mejor servir a Dios y a la vez dependen de sus propios esfuerzos para obedecer su ley, formar un carácter recto y asegurarse la salvación. Sus corazones no son movidos por algún sentimiento profundo del amor de Cristo, sino que pretenden cumplir los deberes de la vida cristiana como algo que Dios requiere de ellos para poder ganarse el cielo. Una religión como ésta no vale nada. Cuando Cristo mora en el corazón, el alma está tan llena de su amor y del gozo de su comunión, que se aferra a él; y al contemplarle se olvida de sí misma. El amor a Cristo es lo que impulsa a la acción. Los que sienten el impelente amor de Dios no preguntan qué es lo mínimo que pueden darle para poder cumplir sus requisitos ni cuál es la norma más baja, sino que tratan de vivir totalmente conforme a la voluntad de su Redentor. Anhelan profundamente entregarlo todo y manifiestan un interés proporcional al valor de la meta que desean alcanzar. Afirmar que uno pertenece a Cristo sin sentir este amor profundo, son simplemente palabras, es una formalidad seca y una tarea ardua y difícil. ¿Crees que entregarle todo a Cristo es un sacrificio muy grande? Hazte la pregunta: “¿Qué ha dado Cristo por mí?” El Hijo de Dios lo dio todo para redimirnos: vida, amor y sufrimientos. ¿Será posible que nosotros, no merecedores de un amor tan grande, rechacemos entregarle nuestro corazón? Cada momento de nuestra vida hemos sido partícipes de las bendiciones de su gracia, y por esta misma razón no comprendemos a plenitud las profundidades de la

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ignorancia y de la miseria de las cuales hemos sido salvados. ¿Es posible que contemplemos a Aquel que fue traspasado por nuestros pecados, y sin embargo, continuemos menospreciando todo su amor y sacrificio? Apreciando la humillación infinita del Señor de gloria, ¿murmuraremos porque no podemos entrar en la vida sino por medio de conflictos y humillación propia? Muchos que tienen un corazón orgulloso se preguntan: “¿Por qué necesito humillarme y arrepentirme antes de tener la seguridad de ser aceptado por Dios?” Yo te invito a mirar hacia Cristo. En él no había pecado alguno, y aún más, él era el Príncipe del cielo; sin embargo, tomó el peso del pecado que le correspondía al hombre. “Y fue contado entre los transgresores. Cargó con el pecado de muchos, e intercedió por los pecadores” Isa 53:12. ¿Mas a qué renunciamos al darlo todo? A un corazón contaminado por el pecado, para que Jesús lo purifique, lo limpie con su propia sangre, y lo salve con su amor incomparable. Y sin embargo, ¡los hombres consideran una tarea difícil renunciar a todo! Me avergüenzo de escuchar esto y me avergüenzo tener que escribirlo. Dios no requiere que renunciemos a algo que es para nuestro mayor beneficio. En todo lo que él hace, tiene presente la felicidad de sus hijos. ¡Cuán bueno sería que todos los que no han tomado la decisión de seguir a Cristo comprendieran que en él los aguarda algo inmensamente mejor de lo que están buscando por sí mismos! El hombre se está causando el mayor daño

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y la mayor injusticia a su propia alma pensando y actuando de un modo contrario a la voluntad de Dios. No puede reinar ningún gozo verdadero en la senda prohibida por Aquel que conoce lo que mejor conviene y planea el bien para sus criaturas. La senda de la transgresión es el camino de la miseria y la destrucción. Es un error entretener el pensamiento de que Dios se complace en ver sufrir a sus hijos. Todo el cielo está interesado en la felicidad de la raza humana. Nuestro Padre celestial no cierra las avenidas del gozo a ninguna de sus criaturas. Los requerimientos divinos nos exhortan a despreciar todos los placeres que acarrean sufrimiento y decepciones, que nos cierran la puerta de la felicidad y del cielo. El Redentor del mundo acepta a los hombres tal como son, con todas sus necesidades, imperfecciones y debilidades; y no sólo los limpiará de sus pecados y les dará redención mediante su sangre, sino que también satisfará los deseos de todos los que acepten llevar su yugo y su carga. Es su propósito impartir paz y reposo a todos los que acudan a él en busca del pan de vida. Él sólo espera que cumplamos esos deberes que guiarán nuestros pasos a las alturas de una felicidad donde los desobedientes nunca podrán llegar. La vida verdadera y gozosa del alma está basada en tener formado en su interior a Cristo, la esperanza de gloria. Muchos se preguntan: “¿Cómo puedo entregarme a Dios?” Tú deseas hacer su voluntad, pero eres moralmente débil, esclavo de la duda, y estás dominado por los hábitos de tu

vida pecaminosa. Tus promesas y resoluciones son como una cuerda de arena. Eres incapaz de controlar tus pensamientos, impulsos y afectos. El conocimiento de tus promesas y votos quebrantados debilita la confianza que tuviste en tu propia sinceridad y te hace pensar que Dios no te puede aceptar, pero no te desesperes. Lo que necesitas comprender es la verdadera fuerza de la voluntad. Éste es el poder que gobierna la naturaleza del hombre, la potestad de decidir o elegir. Todo depende de la debida acción de la voluntad. Dios dio a los hombres el poder de elegir; y depende de ellos ejercitarlo. No puedes cambiar tu corazón ni por ti mismo tus afectos a Dios; pero puedes escoger servirle. Puedes darle tu voluntad para que él obre en ti el querer como el hacer, según sea su buena voluntad. Así toda tu naturaleza estará bajo el dominio del Espíritu de Cristo; tus afectos se concentrarán en él y tus pensamientos estarán en armonía con él. Es bueno tener deseos de bondad y de santidad, pero sólo tener los deseos sin acción no tiene valor alguno. Muchos se perderán esperando y deseando ser cristianos. No llegan al punto de ceder su voluntad a Dios. No deciden ser cristianos ahora. Ejercitando la voluntad correctamente, se puede efectuar un cambio completo en tu vida. Al darle tu voluntad a Cristo, te unes con el poder que está sobre todo principado y potestad. Tendrás fortaleza de lo alto para mantenerte firme, y mediante un sometimiento constante a Dios, serás capacitado para vivir una vida nueva, incluso una vida de fe.

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Amedida que tu conciencia ha sido renovada gracias al poder del Espíritu Santo, has podido visualizar un poco de la perversidad del pecado, de su poder, su culpa y dolor; y lo miras con aborrecimiento. Sientes que el pecado te ha separado de Dios y que estás esclavizado por el poder del mal. Cuanto más luchas por ser libre, tanto más comprendes tu impotencia. Tus motivos son impuros; tu corazón está corrompido. Ves que tu vida está llena de egoísmo y pecado. Deseas recibir perdón, ser purificado y puesto en libertad. ¿Qué puedes hacer para entrar en armonía con Dios y llegar a ser semejante a él? Lo que necesitas es paz; el perdón, la paz y el amor del cielo en tu alma. El dinero no los puede comprar, el intelecto no los puede obtener y la sabiduría no los puede alcanzar. Jamás podrás conseguirlos por tu propio esfuerzo. Pero Dios te los ofrece como un don “sin pago alguno” (Isaías 55:1). Pu e d e s p o s e e r l o s s i m p l e m e n t e extendiendo la mano para tomarlos. El Señor dice: “¿Son tus pecados como escarlata? ¡Quedarán blancos como la nieve! ¿Son rojos como la púrpura? ¡Quedarán como la lana!” (Isaías 1:18). “Les daré un nuevo corazón, y les infundiré un espíritu nuevo” (Ezequiel 36:26). Has confesado tus pecados y los has apartado de tu corazón. Has decidido entregarte a Dios. Ahora ve a él y pídele que te limpie de tus pecados y coloque

en ti un corazón nuevo. Luego, cree que así lo hará porque él lo ha prometido. Ésta es la lección que Jesús enseñó cuando estaba en la tierra, que debemos creer que recibimos el don que Dios nos promete, y lo recibiremos. Jesús sanaba a los enfermos que tenían fe en su poder; él los ayudaba en público para así inspirar confianza en él en situaciones que no podían ver, induciéndolos a creer en su poder para perdonar los pecados. Él lo mostró claramente en la curación del paralítico: “Pues para que sepan que el Hijo del hombre tiene autoridad en la tierra para perdonar pecados (dijo entonces al paralítico): Levántate, toma tu camilla y vete a tu casa” (S. Mateo 9:6). También Juan el evangelista, al hablar de los milagros de Cristo, dice: “Pero éstas [señales] se han escrito para que ustedes crean que Jesús es el Cristo, el Hijo de Dios, y para que al creer en su nombre tengan vida” (S. Juan 20:31). De la simple narración bíblica sobre cómo Jesús sanó a los enfermos, podemos aprender algo referente a cómo creer en él para recibir el perdón de nuestros pecados. Veamos la historia del paralítico de Betesda. Este pobre hombre enfermo estaba incapacitado; no había usado sus extremidades durante treinta y ocho años. No obstante, Jesús le dijo: “¡Levántate, toma tu camilla y vete a tu casa!” El enfermo podría haber dicho: “Señor, si tú me sanas, obedeceré tu palabra”. Pero no; él tuvo fe en la palabra de Cristo, creyó que estaba sano e hizo el

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esfuerzo al instante; quiso andar y anduvo. Actuó confiado en la palabra de Cristo, y Dios le dio el poder. Fue sanado. De igual manera, tú eres un pecador. No puedes expiar tus pecados pasados, no puedes ni cambiar tu corazón y hacerte santo. Pero Dios promete hacer todo esto por ti a través de Cristo. Tú crees en esa promesa. Confiesas tus pecados y entregas tu ser a Dios. Tú ansías servirle. Tan pronto haces esto, Dios cumple su palabra en tu favor. Si crees la promesa, si crees que estás perdonado y limpio, Dios suplirá tu necesidad; serás sanado así como Cristo dio poder al paralítico para caminar cuando éste creyó que había sido sanado. Esto será una realidad en tu vida si así lo crees. No esperes hasta sentir que has sido sanado, sino exclama: “Lo creo, así es, no porque lo sienta, sino porque Dios lo ha prometido”. Jesús dice: “Crean que ya han recibido todo lo que estén pidiendo en oración, y lo obtendrán” (S. Marcos 11:24). Existe una condición con esta promesa: que oremos según sea la voluntad divina. Pero es la voluntad de Dios limpiarnos del pecado, hacernos sus hijos, y capacitarnos para vivir una vida santa; de manera que podamos pedir estas bendiciones y tener fe que la recibiremos, y agradecerle por haberlas recibido. Es nuestro privilegio ir a Jesús para que nos limpie y estar de pie delante de la ley sin sentimientos de vergüenza o remordimiento. “Ahora, pues, ninguna condenación hay para los que están en Cristo Jesús, los que no andan conforme a la carne, sino

conforme al Espíritu” (Romanos 8:1). De ahora en adelante ya no te perteneces, porque fuiste comprado por precio. “Como bien saben, ustedes fueron rescatados… El precio de su rescate no se pagó con cosas perecederas, como el oro o la plata, sino con la preciosa sangre de Cristo, como de un cordero sin mancha y sin defecto” (1 Pedro 1:18, 19). Simplemente creyendo en Dios, el Espíritu Santo ha creado una nueva vida en tu corazón. Eres como un niño nacido en la familia de Dios, y él te ama como ama a su Hijo. Ahora que ya has entregado tu ser a Jesús, no vuelvas atrás, no te apartes de él, sino clama cada día: “Soy de Cristo; le pertenezco”. Y solicita la presencia de su Espíritu y que te guarde en su gracia. De esta manera, dedicando tu vida a Dios y creyendo en él puedes llegar a ser uno de sus hijos, y así debes vivir en él. El apóstol dice: “De la manera que recibieron a Cristo Jesús como Señor, vivan ahora en él” (Colosenses 2:6). Algunos parecen pensar que están a prueba y que deben demostrarle al Señor que han sido transformados, antes de reclamar sus bendiciones. Pero pueden reclamar las bendiciones de Dios aun ahora mismo. Necesitan su gracia, el Espíritu de Cristo para sostenerlos en sus debilidades, o les será imposible resistir el mal. Jesús desea que vayamos a sus pies tal cual somos: pecadores, faltos de fortaleza y necesitados. Podemos ir a él con todas nuestras debilidades, con nuestra insensatez y nuestra pecaminosidad, y rendirnos a sus pies arrepentidos. Es su gloria estrecharnos en sus brazos de amor, vendar nuestras heridas y

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Es su gloria estrecharnos en sus brazos de amor, vendar nuestras heridas y limpiarnos de toda impureza. limpiarnos de toda impureza. He aquí donde miles se equivocan: no creen que Jesús los perdona personal e individualmente. No creen toda la Palabra de Dios. Es un privilegio para los que cumplen las condiciones saber por sí mismos que el perdón de cada uno de sus pecados es gratuito. Aparta de ti el pensamiento de que las promesas de Dios no son para ti. Son para todo pecador arrepentido. Cristo ha provisto fuerza y gracia para que los ángeles ministradores las entreguen a cada alma creyente. Nadie es tan pecador que no pueda hallar fortaleza, pureza y justicia en Jesús, quien dio su vida por ellos. Él está esperando para quitarles las vestiduras manchadas y contaminadas por el pecado, y ponerles las vestiduras blancas de justicia. Él los invita a vivir, no a morir. Dios no nos trata como los hombres se tratan los unos a los otros. Sus pensamientos son pensamientos de misericordia, amor y profunda compasión. Él dice: “Que abandone el

malvado su camino, y el perverso sus pensamientos. Que se vuelva al Señor, a nuestro Dios, que es generoso para perdonar, y de él recibirá misericordia” (Isaías 55:7). “He disipado tus trangresiones como el rocío, y tus pecados como la bruma de la mañana” (Isaías 44:22). “Yo no quiero la muerte de nadie. ¡Conviértanse, y vivirán! Lo afirma el Señor omnipotente” (Ezequiel 18:32). Satanás está listo para arrebatarnos la bendita seguridad que nos brinda Dios. Desea remover cada destello de esperanza y cada rayo de luz del alma; pero no debes permitírselo. No escuches al tentador, mas bien dile: “Jesús murió para que yo viva. Me ama y no quiere que perezca. Tengo un Padre celestial muy compasivo; y aunque he abusado de su amor, aunque he disipado las bendiciones que me había dado, me levantaré, iré a mi Padre y le diré: 'He pecado contra el cielo y contra ti. Ya no merezco que se me llames tu hijo; trátame como si fuera uno de tus

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jornaleros'”. La parábola nos dice cómo el descarriado ha de ser recibido: “Todavía estaba lejos cuando su padre lo vio y se compadeció de él; salió corriendo a su encuentro, lo abrazó y lo besó” (S. Lucas 15:18-20). Esta parábola, aún tan enternecedora, no logra expresar plenamente la infinita compasión de nuestro Padre celestial. Mediante su profeta, el Señor nos dice: “Con amor eterno te he amado; por eso, te prolongué mi misericordia” (Jeremías 31:3). Mientras el pecador se encuentra lejos de la casa de su Padre, malgastando su herencia en un país extranjero, el corazón del Padre siente compasión por él; y todo anhelo de volver a Dios que se despierta en el alma es la tierna súplica de su Espíritu, que invita, ruega y atrae al extraviado hacia el corazón amoroso de su Padre. Teniendo ante ti las hermosas promesas de la Biblia, ¿podrías dar cabida a la duda? ¿Podrías creer que cuando el pecador anhela regresar a él y abandonar sus pecados, el Señor le impide severamente que venga arrepentido a sus pies? ¡Aparta esos pensamientos! Nada puede herir más tu alma que tener tal concepto de tu Padre celestial. Él aborrece el pecado, pero ama al pecador, y se dio a sí mismo en la

persona de Cristo para que todos los quieran obtengan la salvación y gocen de las bendiciones eternas en el reino de gloria. ¿Qué lenguaje más poderoso o más tierno pudo haber sido empleado para expresar su amor hacia nosotros? Él nos dice: “¿Puede una madre olvidar a su niño de pecho, y dejar de amar al hijo que ha dado a luz? Aun cuando ella lo olvidara, ¡yo no te olvidaré!” (Isaías 49:15). Levanten la vista los que dudan y temen; porque Jesús está vivo para interceder por nosotros. Agradezcan a Dios por el don de su Hijo amado, y oren para que su muerte por ustedes no haya sido en vano. Su Espíritu los invita hoy: Entreguen todo su corazón a Jesús y clamen por sus bendiciones. Cuando leas las promesas, recuerda que ellas son la expresión de un amor y una piedad inmensurables. El gran corazón de Amor Infinito se inclina en compasión inconmensurable hacia el pecador. “En él tenemos la redención mediante su sangre, el perdón de nuestros pecados, conforme a las riquezas de la gracia” (Efesios 1:7). Sí, cree que sólo Dios es tu ayuda. Él desea restaurar su imagen moral en el hombre. Acércate a él arrepentido y confesando tus faltas, él se acercará a ti con misericordia y perdón.

¿Podrías creer que cuando el pecador anhela regresar a él y abandonar sus pecados, el Señor le impide severamente que venga arrepentido a sus pies?

¡Aparta esos pensamientos!

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Partícipes de Su Gracia

Por lo tanto, si alguno está en Cristo, es una nueva creación. ¡Lo viejo ha pasado, ha llegado ya lo nuevo!”--2 Corintios 5:17. Es posible que una persona desconozca exactamente dónde y cuándo se efectuó su conversión, o no pueda definir la serie de circunstancias en el proceso de su conversión, pero esto no prueba que no esté convertido. Cristo le dijo a Nicodemo: “El viento sopla por donde quiere, y lo oyes silbar, aunque ignoras de dónde viene y a dónde va. Lo mismo pasa con todo el que nace del Espíritu” (S. Juan 3:8). El viento es invisible, no obstante, sus efectos pueden verse y sentirse claramente; de igual manera trabaja el Espíritu de Dios en el corazón humano. El poder regenerador, invisible al ojo humano, engendra una nueva vida en el alma y crea un nuevo ser a imagen de Dios. Aunque la obra del Espíritu es silenciosa e imperceptible, sus efectos son evidentes. Si el corazón ha sido restaurado por el Espíritu de Dios, la vida dará evidencia de ello. Como no podemos hacer obra alguna para cambiar nuestros corazones, o para entrar en armonía con Dios, como no debemos confiar en absoluto en nosotros mismos ni en nuestras buenas obras, serán nuestras vidas las que testifiquen si la gracia de Dios vive dentro de nosotros. Se notará un cambio en nuestro carácter, en nuestros hábitos y en nuestras metas. Se verá un contraste, claro y perceptible, entre lo

que éramos antes y lo que ahora somos. El carácter se revela no por las buenas obras ni faltas ocasionales, sino por la tendencia de los hechos y de las palabras habituales. Es cierto que puede existir una corrección en la conducta externa sin el poder renovador de Cristo. El deseo de ejercer influencia y lograr el aprecio de los demás puede conducir a una vida bien ordenada. El respeto propio puede instarnos a evitar las apariencias del mal. Un corazón egoísta puede demostrar acciones generosas. ¿Cómo entonces podremos saber del lado de quién estamos? ¿A quién le pertenece nuestro corazón? ¿Con quién están nuestros pensamientos? ¿De quién nos gusta conversar? ¿Quién posee nuestros afectos más profundos y nuestras mejores energías? Si pertenecemos a Cristo, nuestros pensamientos estarán con él y nuestras meditaciones más gratas serán dedicadas a él. Todo lo que somos y poseemos lo hemos consagrado a él. Nuestro mayor deseo es reflejar su imagen, tener su espíritu, hacer su voluntad y agradarle en todas las cosas. Los que llegan a ser nuevas criaturas en Cristo Jesús llevarán los frutos de su Espíritu: “amor, alegría, paz, paciencia, amabilidad, bondad, fidelidad, humildad y dominio propio” (Gálatas 5:22, 23). No vivirán más conforme a los deseos del pasado, sino que por la fe en el Hijo de Dios, seguirán sus pisadas,

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reflejando su carácter y purificándose a sí mismos como él es puro. Ahora aman las cosas que una vez despreciaban, y desprecian las cosas que una vez amaban. El que era orgulloso e engreído es ahora manso y humilde de corazón. El que era arrogante y jactancioso ahora es serio y prudente. El que antes era borracho, ahora es sobrio; y el desenfrenado, puro. Se han apartado de las vanas costumbres y modas de este mundo. Los cristianos no buscan “la belleza externa”, sino “más bien la incorruptible, la que procede de lo íntimo del corazón y consiste en un espíritu suave y apacible” (1 Pedro 3:3, 4). No hay evidencia de un verdadero arrepentimiento si no conlleva una transformación. Si el pecador renueva el pacto, devuelve lo robado, confiesa sus pecados y ama a Dios y a su prójimo, entonces puede estar seguro de que ha pasado de muerte a vida. Cuando, como seres con faltas y pecados, venimos a Cristo y nos hacemos partícipes de su gracia perdonadora, surge el amor en nuestro corazón. Toda carga se hace liviana, porque el yugo de Cristo es fácil. El deber se convierte en delicia, y el sacrificio en placer. La senda que antes parecía cubierta de oscuridad, ahora resplandece con los rayos del Sol de Justicia. La belleza del carácter de Cristo ha de verse en sus seguidores. Era su deleite hacer la voluntad de Dios. El amor hacia Dios, el celo de su gloria, era el poder que dirigía la vida de nuestro Salvador. El amor embellecía y ennoblecía todas sus acciones. El amor proviene de Dios.

El corazón que no ha sido consagrado no puede originar ni producir tal amor. Solamente reside en el corazón donde reina Jesús. “Nosotros amamos a Dios porque él nos amó primero” (1 Juan 4:19). En el corazón renovado por la gracia divina, el amor es el fundamento de cada acción. Este amor modifica el carácter, gobierna los impulsos, controla las pasiones, subyuga la enemistad y ennoblece los afectos. Si este amor permanece en nuestras almas, endulzará nuestras vidas y esparcirá una influencia purificadora por todo nuestro alrededor. Existen dos errores de los cuales los hijos de Dios deben tener mucho cuidado, especialmente quienes comienzan a confiar en su gracia. El primer error lo mencionamos anteriormente, es el de distraerse en sus propias obras, confiando en que pueden hacer algo para ponerlos en armonía con Dios. El que intenta hacerse santo mediante sus propios esfuerzos por obedecer la ley, está tratando de lograr algo imposible. Todo lo que el hombre alcance sin Cristo está contaminado de egoísmo y pecado. Sólo la gracia de Cristo, mediante nuestra fe, puede hacernos santos. El error opuesto al primero, y no menos peligroso, es creer que la fe en Cristo libera al hombre de su deber de cumplir la ley de Dios; y concluyendo que sólo por fe podemos ser partícipes de la gracia de Cristo, nuestras obras nada tienen que ver con nuestra redención. Pero nótese que la obediencia no es simplemente un cumplimiento externo, sino un servicio de amor. La ley de Dios

Partícipes de Su Gracia es una expresión de su naturaleza misma, es la máxima representación del gran principio del amor, y es, por lo tanto, la base de su gobierno en el cielo y en la tierra. Si nuestros corazones son transformados a la imagen de Dios, si el amor divino es implantado en nuestras almas, ¿no ha de cumplirse la ley de Dios en nuestras vidas? Cuando el principio del amor es implantado en el corazón, cuando el ser humano es renovado a la imagen de Aquel que lo creó, se cumple la promesa del nuevo pacto: “Pondré mis leyes en su corazón, y las escribiré en su mente” (Hebreos 10:16). Y si la ley está escrita en el corazón, ¿no moldeará ésta la vida? La obediencia, que es el servicio y la lealtad que emanan del amor, es la verdadera muestra del discipulado. Por esto la Escritura dice: “En esto consiste el amor a Dios: en que obedezcamos sus mandamientos… El que afirma: 'Lo conozco', pero no obedece sus mandamientos, es un mentiroso, y no tiene la verdad” (1 Juan 5:3; 2:4). En lugar de librar al hombre de la obediencia, es la fe y únicamente ella, la que nos hace partícipes de la gracia de Cristo, la cual nos capacita para serle obedientes. No alcanzamos la salvación con nuestra obediencia, porque la salvación es un don gratuito de Dios, que se recibe por fe. “Pero ustedes saben que

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Jesucristo se manifestó para quitar nuestros pecados. Y él no tiene pecado. Todo el que permanece en él, no practica el pecado. Todo el que practica el pecado, no lo ha visto ni lo ha conocido” (1 Juan 3:5, 6). Es ésta la verdadera prueba. Si permanecemos en Cristo, si el amor de Dios mora en nosotros, nuestros sentimientos, nuestros pensamientos y nuestras acciones estarán en armonía con la voluntad de Dios, conforme a los preceptos de su santa ley. “Queridos hijos, que nadie los engañe. El que practica la justicia es justo, así como él es justo” (1 Juan 3:7). La justicia se define por la norma de la santa ley de Dios, expresada en los Diez Mandamientos dados en el Sinaí. La llamada fe en Cristo que profesa librar al hombre de su obligación de obedecer a Dios no es fe, sino suposición. “Porque por gracia ustedes han sido salvados mediante la fe” (Efesios 2:8). Mas “la fe por sí sola, si no tiene obras, está muerta” (Santiago 2:17). Hablando acerca de sí mismo, Jesús dijo antes de venir al mundo: “Me agrada, Dios mío, hacer tu voluntad; tu ley la llevo dentro de mí” (Salmos 40:8). Y momentos antes de regresar al cielo, declaró: “Yo he obedecido los mandamientos de mi padre y permanezco en su amor” (S. Juan 15:10). La Escritura dice: “En esto

No alcanzamos la salvación con nuestra obediencia, porque la salvación es un don gratuito de Dios, que se recibe por fe. Pero la obediencia es el fruto de la fe.

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sabemos que nosotros lo conocemos, si guardamos sus mandamientos… El que dice que permanece en él, debe andar como él anduvo” (1 Juan 2:3-6). “Para esto fueron llamados, porque Cristo sufrió por ustedes, dándoles ejemplo para que sigan sus pasos” 1 Pedro 2:21. La condición para alcanzar la vida eterna es ahora la misma de siempre, exactamente igual a lo que era en el Paraíso antes de la caída de nuestros primeros padres: perfecta obediencia a la ley de Dios, perfecta justicia. Si la vida eterna se pudiera obtener bajo cualquier condición inferior a ésta, entonces la felicidad de todo el universo se vería en peligro. Se abriría paso al pecado, con todo su séquito de miseria y dolor para siempre. Antes de su caída, Adán podía desarrollar un carácter justo mediante la obediencia a la ley de Dios. Pero falló en hacerlo, y por causa de su caída, poseemos una naturaleza pecaminosa y no tenemos la capacidad de hacernos justos por nuestros propios esfuerzos. A causa de que somos malos y pecadores, no podemos obedecer la santa ley a la perfección. No tenemos justicia propia que nos permita cumplir lo que requiere la ley de Dios. Pero Cristo nos ha facilitado una vía de escape. Él vivió en este mundo en medio de pruebas y tentaciones similares a las que nosotros tenemos que enfrentar. Mas él vivió una vida sin pecado. Él murió por nosotros y ahora nos ofrece quitar nuestros pecados y ataviarnos con su justicia. Si te entregas a él y lo aceptas como tu Salvador, no importa cuán pecaminosa haya sido tu vida, por sus méritos serás contado entre los justos. El carácter de

Cristo toma tu lugar, y eres aceptado delante de Dios como si nunca hubieras pecado. Más aún, Cristo transforma el corazón. Él mora en tu corazón por la fe. Debes mantener esta relación con Cristo mediante la fe y la dedicación continua de tu voluntad a él. Mientras hagas esto, él obrará en ti para que anheles y obres conforme a su buena voluntad. De esta manera podrás decir: “Lo que ahora vivo en el cuerpo, lo vivo por la fe en el Hijo de Dios, quien me amó y dio su vida por mí” (Gálatas 2:20). Así también le dijo Jesús a sus discípulos: “Porque no serán ustedes los que hablen, sino que el Espíritu de su Padre hablará por medio de ustedes” (S. Mateo 10:20). De modo que si Cristo obra en ti, manifestarás su mismo espíritu y harás sus mismas obras de justicia y obediencia. No tenemos nada de qué gloriarnos ni razón para elogiarnos a nosotros mismos. Nuestra única razón de esperanza está fundada en la justicia de Cristo que nos es impartida, y moldeada por su espíritu que obra en nosotros y a través de nosotros. Cuando nos referimos a la fe, debemos tener en mente una distinción. Existe una cierta creencia que es totalmente distinta a la fe. La existencia y el poder de Dios, la verdad de su Palabra, son hechos que ni aun Satanás y sus huestes pueden negar en la profundidad de su corazón. La Biblia dice que “los demonios lo creen, y tiemblan” (Santiago 2:19), pero esto no es fe. Hay fe cuando además de una creencia en la Palabra de Dios, existe un sometimiento a su divina voluntad; cuando el corazón se rinde totalmente a

Partícipes de Su Gracia Señor, y cuando los afectos están centrados en él. Ésta es una fe que obra por el amor y purifica el alma. Por medio de esta fe, el corazón es transformado a la imagen de Dios. Y el corazón que antes de ser renovado no estaba sujeto a la ley, ni podía estarlo, ahora se deleita en sus santos preceptos, y exclama con el salmista: “¡Cuánto amo tu ley! Todo el día medito en ella” (Salmos 119:97). Entonces la justicia de la ley se cumple en nosotros, los que no andamos “conforme a la carne, sino conforme al Espíritu” (Romanos 8:1). Hay quienes han conocido el amor perdonador de Cristo, y realmente desean ser hijos de Dios, pero se dan cuenta de que su carácter es imperfecto y su vida está llena de imperfecciones; y se apresuran a dudar si sus corazones han sido renovados por el Espíritu Santo. Animo a tales personas a que no se suman en la desesperación. Con frecuencia tenemos que arrodillarnos y llorar a los pies de Jesús por causa de nuestras debilidades y de nuestros errores, pero no debemos desanimarnos. Aunque seamos vencidos por el enemigo, Dios nunca nos desecha, rechaza o abandona. No. Cristo está a la diestra de Dios, intercediendo por nosotros. Juan, el discípulo amado, dijo: “Les escribo estas cosas para que no pequen. Pero si alguno peca, tenemos ante el Padre a un intercesor, a Jesucristo, el Justo” (1 Juan 2:1). Y no olviden las palabras de Cristo: “El Padre mismo los ama” (S. Juan 16:27). Él desea reconciliarnos con él, y ver su pureza y santidad reflejadas en cada uno de nosotros. Si le entregas tu vida a él, el que comenzó la buena obra en ti, la

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perfeccionará hasta el día de Jesucristo. Debes orar con un mayor fervor y creer con una mayor convicción. A medida que desconfiamos de nuestras propias fuerzas, confiaremos en el poder de nuestro Redentor, y alabaremos a Aquel que es la salud de nuestro semblante. Mientras más cerca estés de Jesús, más imperfecto te verás ante tus propios ojos, porque tu visión aumentará y podrás ver tus imperfecciones en un claro y marcado contraste con su naturaleza perfecta. Ésta es una clara evidencia de que los engaños de Satanás han perdido su poder; y que la influencia vivificadora del Espíritu de Dios está floreciendo en tu interior. El amor que desde lo profundo del corazón surge hacia Jesús no puede permanecer allí sin darse cuenta de su estado pecaminoso. El alma que es transformada por la gracia de Cristo admirará su carácter divino; pero si no vemos nuestra propia deformidad moral, es una evidencia indudable de que no hemos visto la belleza y excelencia de Cristo. Mientras menos cualidades dignas de apreciar veamos en nosotros mismos, más veremos qué apreciar en la infinita pureza y belleza de nuestro Salvador. Reconocer nuestra vida contaminada por el pecado nos conduce a Aquel que puede perdonarnos; y cuando nuestra alma, comprendiendo su impotencia, se anime a seguir a Cristo, él se nos ha de revelar con poder. Cuanto más nos motive nuestra necesidad hacia él y hacia la Palabra de Dios, tanto más elevado será nuestro concepto de su c a r á c t e r, y m á s p l e n a m e n t e reflejaremos su imagen.

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Un Crecimiento Espiritual

En la Biblia, el cambio de corazón por el cual llegamos a ser hijos de Dios se lo llama nacimiento. Se lo compara con la germinación de la buena semilla sembrada por el agricultor. De igual manera, los recién convertidos a Cristo son “como niños recién nacidos” (1 Pedro 2:2), que “crecerán” hasta llegar a la estatura de hombres y mujeres en Cristo Jesús (Efesios 4:15). Como la buena semilla sembrada en el campo, ellos han de crecer y dar fruto. Isaías dice que “serán llamados árboles de justicia, plantío de Jehová, para gloria suya” (Isaías 61:3). Así se sacan ilustraciones de la naturaleza para ayudarnos a comprender mejor las misteriosas verdades de la vida espiritual.Recursos GRATIS sobre la familia, la salud y la edificación de la fe Toda sabiduría y habilidad humana son incapaces de producir vida en el objeto más pequeño de la naturaleza. Sólo mediante la vida que Dios mismo les ha impartido, las plantas y los animales pueden tener vida. De igual modo, solamente por medio de la vida de Dios es engendrada la vida espiritual en el corazón de los hombres. A menos que el hombre “nazca de nuevo”, no puede ser partícipe de la vida que Cristo vino a dar (S. Juan 3:3). Como sucede con la vida, sucede también con el crecimiento. Dios es el que hace florecer el capullo y a la flor dar fruto. Es gracias a su poder que se desarrolla la semilla, “primero el tallo, luego la espiga, y después el grano lleno

en la espiga” (S. Marcos 4:28). El profeta Oseas nos dice de Israel: “Lo haré florecer como lirio… Crecerán como el trigo. Echarán renuevos, como la vid” (Oseas 14:5, 7). Y Jesús nos dice: “Fíjense cómo crecen los lirios” (S. Lucas 12:27). Las plantas y las flores no crecen por su propio cuidado, esfuerzo o afán, sino porque reciben lo que Dios ha proporcionado para beneficio de su existencia. El niño no puede, por sí mismo, añadir nada a su estatura. Tú tampoco puedes, por afán o esfuerzo propio, lograr el crecimiento espiritual. La planta y el niño crecen porque reciben del ambiente lo necesario para sus vidas: aire, sol y alimento. Lo que estos dones de la naturaleza son para los animales y las plantas, es Cristo para los que confían en él. Él es su “luz eterna” (Isaías 60:19); “sol y escudo” (Salmos 84:11). Él será “para Israel como el rocío” (Oseas 14:5); “como la lluvia sobre un campo sembrado” (Salmos 72:6). Él es el agua viva, “el pan de Dios… que baja del cielo y da vida al mundo” (S. Juan 6:33). En el don incomparable de su hijo, Dios circundó al mundo entero con una atmósfera de gracia, tan real como el aire que circula alrededor del globo. Todos lo que tomen la decisión de respirar esta atmósfera que vivifica, vivirán y crecerán a la estatura de hombres y mujeres en Cristo Jesús. Como la flor se vuelve hacia el sol para que sus rayos brillantes la ayuden a perfeccionar su belleza y simetría, de

Amado, yo deseo que tú seas prosperado en todas las cosas y que tengas salud, así como prospera tu alma. - 3 Juan 1:2

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Un Crecimiento Espiritual igual manera debemos volvernos al Sol de Justicia para que la luz del cielo brille sobre nosotros y para que nuestro carácter se transforme a la semejanza de Cristo. Jesús nos enseña lo mismo cuando dice: “Permanezcan en mí, y yo permaneceré en ustedes. Así como ninguna rama puede dar fruto por sí misma, sino que tiene que permanecer en la vid, así tampoco ustedes pueden dar fruto si no permanecen en mí…separados de mí no pueden ustedes hacer nada” (S. Juan 15:4, 5). Así como la rama depende del tronco principal para crecer y dar fruto, también tú necesitas depender de Cristo para poder vivir una vida santa. Fuera de él no tienes vida. Tú no tienes poder para resistir la tentación o crecer en gracia y santidad. Permaneciendo en él, puedes florecer. Recibiendo tu vida de él, no te marchitarás ni serás estéril. Serás como un árbol plantado junto a corrientes de agua. Muchos piensan que deben realizar parte de la obra por sí solos. Ellos han confiado en Cristo para el perdón de sus pecados, pero ahora procuran vivir una vida recta por sus propios medios. Pero cada uno de sus esfuerzos fracasará. Jesús dice: “Separados de mí, ustedes no pueden hacer nada”. Nuestro crecimiento en la gracia, nuestra felicidad y nuestra utilidad dependen de nuestra unión con Cristo. Sólo si nos mantenemos en comunión con él y permanecemos en él cada día y cada

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hora, creceremos en la gracia. Él no sólo es el autor de nuestra fe, sino también el consumador. Cristo es el primero, el último y el todo. Permanecerá a nuestro lado no sólo al principio y al final de nuestro recorrido, sino cada paso del camino. David dice: “Siempre tengo presente al Señor; con él a mi derecha, nada me hará caer” (Salmos 16:8). Es posible que te hayas preguntado: “¿Cómo podemos permanecer en Cristo?” Del mismo modo en que lo recibiste al principio. “De la manera que recibieron a Cristo Jesús como Señor, vivan ahora en él” (Colosenses 2:6). “Mas el justo vivirá por fe” (Hebreos 10:38). Te entregaste a Dios para ser suyo enteramente, para servirle y obedecerle, y aceptaste a Cristo como tu Salvador. Tú no podías expiar tus pecados o cambiar tu corazón por ti mismo; mas al entregarte a Dios, confiaste en que él, por los méritos de Cristo, hizo todo esto por ti. Por fe llegaste a pertenecer a Cristo, y por fe has de crecer en él: dando y recibiendo. Debes entregarle todo: tu corazón, tu voluntad, tu servicio; entrega tu vida a él para obedecerle en todo lo que él requiere; y debes tomar todo: a Cristo, la plenitud de toda su bendición, para que habite en tu corazón, para que sea tu fortaleza, tu justicia y tu eterno ayudador, y para que recibas el poder a fin de ser obediente. Consagra tu vida a Dios todas las mañanas; haz de esto tu primer trabajo. Que tu oración sea: “Tómame, ¡oh

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Dios!, totalmente. Ante tus pies, presento mis planes. Úsame hoy en tu servicio. Permanece a mi lado y que toda mi obra sea fundada en ti”. Éste es un asunto diario. Conságrate a Dios cada mañana, para ese día. Somete todos tus planes a él, para realizarlos o abandonarlos, según su providencia lo indique. De esta manera, día tras día colocarás tu vida en las manos de Dios, y llegará a ser cada vez más semejante a la vida de Cristo. La vida en Cristo es una vida de descanso. Puede que no haya éxtasis emocional, pero habrá una confianza constante y apacible. Tu esperanza no reside en ti mismo, sino en Cristo. Tu debilidad se une a su fortaleza, tu ignorancia a su sabiduría, tu fragilidad a su poder eterno. Por lo tanto, no debes fijar tu mirada en ti mismo ni permitir que tus pensamientos se centren en ti, sino que debes levantar tu mirada a Cristo. Medita en su amor, en la belleza y perfección de su carácter. Cristo en su abnegación, Cristo en su humillación, Cristo en su pureza y santidad, Cristo en su amor incomparable. Éste debe ser el tema sobre el cual debe meditar tu alma. Amándole, siguiendo su ejemplo, dependiendo totalmente de él, serás transformado a su semejanza. Jesús dijo: “Permanece en mí”. Estas palabras transmiten la idea de descanso, estabilidad y confianza. Una vez más, él nos invita: “Vengan a mí todos ustedes que están cansados y agobiados, y yo les daré descanso” (S. Mateo 11:28). Las palabras del salmista expresan el mismo pensamiento: “Guarda silencio ante el Señor, y espera en él con paciencia” (Salmos 37:7). E Isaías

asegura que “en la serenidad y la confianza está su fuerza” (Isaías 30:15). Este descanso no radica en la inactividad, porque en la invitación del Salvador la promesa de descanso está asociada al llamado a trabajar: “Carguen con mi yugo… y encontrarán descanso para su alma” (S. Mateo 11:29). El corazón que descansa más completa y enteramente en Cristo es el más enérgico y activo en la obra para él. Cuando nuestros pensamientos están centrados en nosotros mismos, nos alejamos de Cristo, la fuente de vida y poder. Es por ello que constantemente Satanás busca distraer nuestra atención del Salvador y así evitar la unión y comunión del alma con Cristo. Satanás tratará de desviar nuestra mente, recurriendo a los placeres del mundo, los cuidados y las perplejidades y tristezas, las faltas de los demás, o nuestras propias faltas e imperfecciones. No permitas que tus engaños te confundan. Con frecuencia, a muchos que son realmente concienzudos y desean vivir para Dios, él también los hace pensar obsesivamente en sus propias faltas y debilidades, y así obtener la victoria separándolos de Cristo. No debemos permitir que nuestro yo sea nuestro centro ni fomentar la ansiedad y el miedo de si seremos salvos o no. Todo esto desvía el alma de la Fuente de nuestra fortaleza. Encomendemos a Dios el cuidado de nuestras almas y confiemos en él. Hablemos de Jesús y meditemos en él. Entreguémosle nuestro ser, arrojemos toda duda de nuestra mente y apartemos de nosotros todo temor. Digamos con el apóstol

Un Crecimiento Espiritual Pablo: “Ya no vivo yo sino que Cristo vive en mí. Lo que ahora vivo en el cuerpo, lo vivo por la fe en el Hijo de Dios, quien me amó y dio su vida por mí” (Gálatas 2:20). Descansemos en Dios. Él es capaz de guardar lo que le hemos confiado. Si nos ponemos en sus manos, él nos hará vencedores mediante Aquel que nos ha amado. Cuando Cristo tomó la naturaleza humana, él vinculó la humanidad consigo mismo mediante un lazo de amor que ningún poder podrá quebrantar, salvo la elección del hombre mismo. Satanás nos presentará constantemente atracciones para inducirnos a romper este lazo, a tomar la decisión de separarnos de Cristo. Por eso debemos velar, luchar y orar para que nada pueda persuadirnos a elegir otro maestro; porque siempre estaremos libres de hacer esta elección. Mantengamos nuestros ojos fijos en Cristo, y él nos protegerá. Mirando a Jesús estaremos salvos. Nada puede arrebatarnos de sus manos. Contemplándole constantemente “somos transformados a su semejanza con más y más gloria por la acción del Señor, que es el Espíritu” (2 Corintios 3:18). Así fue como los primeros discípulos lograron asemejarse a su amado Salvador. Cuando aquellos discípulos escuchaban las palabras de Jesús, sentían necesidad de él. Lo buscaron, lo encontraron y lo siguieron. Ellos estaban a su lado en la casa, a la mesa, en lugares apartados y en el campo. Compartían con él como alumnos con su maestro, recibiendo diariamente de sus labios las lecciones de la santa verdad. Lo miraban como siervos a su amo para aprender

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sus deberes. Esos discípulos eran hombres “con debilidades como las nuestras” (Santiago 5:17). Tenían que pelear la misma batalla con el pecado y necesitaban la misma gracia para vivir una vida de santidad. Aun Juan, el discípulo amado, el que reflejaba más plenamente la imagen del Salvador, no poseía por naturaleza esa belleza de carácter. Él no solamente era orgulloso y ambicioso de honor, sino que además era impetuoso y se resentía de actos injustos. Pero a medida que el carácter del divino maestro se le manifestaba, pudo ver sus propios defectos y se humilló ante esta revelación. La fortaleza y la paciencia, el poder y la ternura, la majestad y la humildad, que él contemplaba en la vida diaria del Hijo de Dios, llenaron su alma de amor y admiración. Día tras día su corazón era atraído cada vez más a Cristo, hasta perderse de vista a sí mismo en el amor hacia su Maestro. Entregó su temperamento resentido y ambicioso al poder transformador de Cristo. La influencia regeneradora del Espíritu Santo renovó su corazón. El poder del amor de Cristo produjo una transformación de carácter. Éste es el resultado seguro de una unión con Jesús. Cuando Cristo mora en el corazón, toda la naturaleza es transformada. El Espíritu de Cristo y su amor conmueven el corazón, subyugan el alma, y elevan los pensamientos y deseos hacia Dios y hacia el cielo. Cuando Cristo ascendió al cielo, sus seguidores todavía podían sentir su presencia con ellos. Era una presencia personal, llena de amor y luz. Jesús, el Salvador, quien había caminado,

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hablado y orado con ellos, quien había alentado sus corazones con palabras de consuelo y esperanza, fue llevado al cielo mientras el mensaje de paz todavía estaba en sus labios, y los tonos de su voz regresaban a ellos diciendo: “Estaré con ustedes siempre, hasta el fin del mundo” (S. Mateo 28:20), mientras era recibido por una nube de ángeles. Él había ascendido al cielo con forma humana. Ellos sabían que él estaba delante del trono de Dios, aún como su amigo y Salvador, que sus simpatías eran las mismas y que todavía se identificaba con la humanidad doliente. Él estaba presentando delante de Dios los méritos de su preciosa sangre, mostrando sus manos y pies heridos, como recuerdo del precio que había pagado por sus redimidos. Ellos sabían que él había ascendido al cielo a prepararles un lugar y que volvería otra vez para llevarlos consigo. Al congregarse después de la ascensión, ansiaban profundamente presentar sus peticiones al Padre en el nombre de Jesús. Con solemne temor se postraron en oración, repitiendo la promesa: “Ciertamente les aseguro que mi Padre les dará todo lo que le pidan en mi nombre. Hasta ahora no han pedido nada en mi nombre. Pidan y recibirán, para que su alegría sea completa” (S. Juan 16:23, 24). Extendiendo la mano de la fe más y más con el poderoso argumento: “Cristo Jesús es el que murió, e incluso resucitó, y está a la derecha de Dios e intercede por nosotros” (Romanos 8:34). Y el día de Pentecostés les trajo la presencia del Consolador, del cual Cristo había dicho: Él “estará en ustedes”. Además les

había dicho: “Les conviene que me vaya porque, si no lo hago, el Consolador no vendrá a ustedes; en cambio, si me voy, se lo enviaré a ustedes” (S. Juan 14:17; 16:7). Desde aquel día en adelante, mediante el Espíritu, Cristo iba a morar continuamente en los corazones de sus hijos. La unión de sus discípulos con él era más estrecha que cuando estaba personalmente con ellos. La luz, el amor y el poder de la presencia de Cristo brillaba a través de ellos, de tal manera que al contemplarlos, los hombres “quedaron asombrados y reconocieron que habían estado con Jesús” (Hechos 4:13). Todo lo que Cristo fue para sus discípulos, desea serlo para sus hijos hoy; porque en su última oración, reunido con el pequeño grupo de discípulos a su alrededor, él dijo: “No ruego sólo por éstos. Ruego también por los que han de creer en mí por el mensaje de ellos” (S. Juan 17:20). Jesús oró por nosotros y pidió que fuésemos uno con él, así como él es uno con el Padre. ¡Qué unión tan admirable es ésta! El Salvador dijo acerca de sí mismo: “El hijo no puede hacer nada por su propia cuenta” (S. Juan 5:19); “sino que es el Padre, que está en mí, el que realiza sus obras” (S. Juan 14:10). Si Cristo mora en nuestros corazones, hará en nosotros: “tanto el querer como el hacer para que se cumpla su buena voluntad” (Filipenses 2:13). Debemos trabajar como él trabajó; y manifestar el mismo espíritu. Y así, amándole y permaneciendo en él, “creceremos hasta ser en todo como aquel que es la cabeza, es decir, Cristo” (Efesios 4:15).

Manifestando Su Amor A Otros

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Dios es la fuente de vida, luz y gozo para el universo. Como los rayos de la luz del sol, como las corrientes de agua que brotan de un manantial vivo, fluyen bendiciones de él para todas sus criaturas. Dondequiera que la vida de Dios esté en el corazón de los hombres, colmará a otros de amor y bendición. Elevar y redimir a los hombres caídos era el regocijo de nuestro Salvador. Por eso no consideró su vida con estimación propia, sino que padeció en la cruz, menospreciando el oprobio. También los ángeles están siempre comprometidos a trabajar por la felicidad de otros. Esto es su gozo. Quienes tienen un corazón egoísta considerarían algo degradante servir a los que viven en desdicha y a quienes, en todo sentido, son inferiores a ellos en carácter y jerarquía; sin embargo, ésta es la obra que realizan los ángeles que no conocen el pecado. El espíritu abnegado de Cristo es el espíritu que reina en el cielo, y es la esencia misma de su felicidad plena. Éste es el espíritu que poseerán los discípulos de Cristo y la obra que realizarán. Cual dulce fragancia, que no puede ocultarse, es el amor de Cristo que penetra en el corazón. Todos con quienes nos relacionemos sentirán su santa influencia. El espíritu de Cristo en el corazón se asemeja a un manantial en el desierto, que fluye para refrescar todo su alrededor, y avivar el deseo de beber del agua de vida en quienes están a punto de perecer.

El amor hacia Jesús se manifestará en el deseo de trabajar como él trabajó, para bendecir y elevar a la humanidad. Infundirá amor, ternura y simpatía hacia todas las criaturas que están bajo el cuidado de nuestro Padre Celestial. La vida del Salvador en esta tierra no fue una vida exenta de preocupaciones y devoción propia, sino que con esfuerzo persistente, incansable y verdadero, trabajó para salvar a la humanidad perdida. Desde el pesebre hasta el Calvario caminó por la senda de la abnegación y no rehusó aceptar tareas arduas, viajes penosos, ni trabajos y cuidados agotadores. Él dijo: “El Hijo del hombre no vino para que le sirvan, sino para servir y para dar su vida en rescate por muchos” (S. Mateo 20:28). Éste era el gran objeto de su vida. Todo lo demás era secundario y de poca estimación. Su comida y bebida era hacer la voluntad de Dios y terminar su obra. El amor hacia sí mismo y el egoísmo no formaban parte de su trabajo. De igual manera, los que sean partícipes de la gracia de Cristo estarán dispuestos a hacer cualquier sacrificio para que las demás personas por quienes él dio su vida también compartan el don celestial. Harán todo cuanto esté a su alcance para que el mundo sea mejor por su permanencia en él. Tal espíritu es fruto seguro del alma verdaderamente convertida. Tan pronto como uno viene a Cristo nace en su corazón el ardiente deseo de decir a

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otros que ha encontrado un excelente amigo en Jesús. La verdad que salva y santifica no puede mantenerse contenida en el corazón. Si estamos revestidos de la justicia de Cristo, y llenos del gozo de la presencia de su Espíritu, no podremos mantenernos callados. Si hemos probado y visto que el Señor es bueno, tendremos algo que contar. Como Felipe cuando encontró al Salvador, invitaremos a otros a entrar en su presencia. Trataremos de presentarles los atractivos de Cristo y las realidades invisibles del mundo venidero. Sentiremos un profundo anhelo de caminar en la senda que Jesús recorrió. Tendremos un inmenso deseo de que los que nos rodean puedan contemplar al “Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo” (S. Juan 1:29). El esfuerzo que hacemos para bendecir a otros regresará en bendiciones para nosotros. Tal era el propósito de Dios al permitirnos participar en el plan de redención. Él ha concedido el privilegio a los hombres de ser participantes de la naturaleza divina, y a la vez, de impartir bendiciones a sus semejantes. Éste es el más alto honor y el gozo más grande que Dios pueda otorgar a los seres humanos. Quienes participen en obras de amor, tendrán una relación más cercana con su Creador. Dios podría haber encargado a los ángeles celestiales el mensaje del evangelio y toda la obra del ministerio de amor. Él podría haber usado otros medios para cumplir su propósito. Pero en su infinito amor, nos hizo colaboradores con él, con Cristo y con

los ángeles, para que pudiésemos participar de la bendición, el gozo y la edificación espiritual que resultan del este abnegado ministerio. Sentimos simpatía hacia Cristo por medio de la comunión con sus sufrimientos. Cada acto de abnegación por el bien de los demás fortalece el espíritu de beneficencia en el corazón del dador y forma una relación aún más estrecha con el Redentor del mundo, quien “por causa de ustedes se hizo pobre, para que mediante su pobreza ustedes llegaran a ser ricos” (2 Corintios 8:9). Únicamente si cumplimos el propósito que Dios tenía al crearnos, puede la vida ser una bendición para nosotros. Si trabajas como Cristo desea que sus discípulos trabajen y ganen almas para él, sentirás la necesidad de tener una experiencia más profunda y un conocimiento más vasto de las cosas divinas, y tendrás hambre y sed de justicia. Elevarás súplicas a Dios y tu fe será fortalecida, y tu alma beberá en abundancia de la fuente de salvación. Experimentar tribulaciones y oposición en tu vida te conducirá a pasar tiempo con la Biblia y en oración. Crecerás en la gracia y en el conocimiento de Cristo, y desarrollarás una experiencia más profunda. El espíritu de una labor abnegada en favor de otros da al carácter profundidad, firmeza y una amabilidad semejante a la de Cristo; trae paz y felicidad a su poseedor. Eleva las aspiraciones y no hay lugar para la pereza ni el egoísmo. Los que practiquen las virtudes cristianas de esta manera crecerán y llegarán a ser fuertes

Manifestando Su Amor A Otros en la obra para Dios. Tendrán percepciones espirituales claras, una fe firme y el poder de la oración irá en crecimiento. El espíritu de Dios, que produce un efecto en el espíritu de ellos, engendra armonías sagradas en el alma, como respuesta al toque divino. Los que de esa manera dedican su vida a un esfuerzo que procura el bien ajeno sin esperar nada a cambio, ciertamente están obrando su propia salvación. El único modo de crecer en la gracia es realizando desinteresadamente la obra que Cristo nos encargó, que es dedicarnos, al máximo de nuestra habilidad, a socorrer y bendecir a quienes necesitan la ayuda que podemos brindarles. La fuerza se desarrolla mediante el ejercicio; la actividad es parte esencial de la vida. Los que se esfuerzan por seguir una vida cristiana aceptando, de manera despreocupada, las bendiciones que reciban por medio de la gracia, sin hacer nada por Cristo, procuran simplemente vivir comiendo sin trabajar. Pero esto siempre resulta, tanto en el mundo espiritual como en el natural, en degradación y decadencia. El hombre que rehúsa ejercitar sus extremidades pronto perderá la capacidad de usarlas. De igual modo, el cristiano que no ejercite las facultades que Dios le ha dado, no sólo impedirá su crecimiento en Cristo sino que también perderá la fuerza que antes tenía. La iglesia de Cristo es la agencia escogida por Dios para la salvación de los hombres. Su misión es llevar el evangelio al mundo y ésta es la obligación que descansa sobre todo cristiano. Todos, hasta donde nuestros

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talentos y posibilidades lo permitan, debemos cumplir con la comisión del Salvador. El amor de Cristo, revelado a nosotros, nos hace deudores respecto a todos los que no lo conocen. Dios nos ha dado luz, no sólo para nosotros mismos, sino para que la derramemos sobre ellos. Si los discípulos de Cristo comprendieran su deber, habrían miles, donde hoy sólo hay uno, proclamando el evangelio en las tierras de incrédulos. Y todos los que personalmente no pudieran participar en la obra, la sostendrían con sus recursos, sus afectos y oraciones. Y se trabajaría con más fervor por las almas en los países cristianos. No necesitamos ir a las tierras de incrédulos, ni aun dejar el íntimo círculo del hogar, si es allí donde está nuestro deber, a fin de trabajar para Cristo. Podemos hacerlo en la esfera familiar, en la iglesia, entre aquellos con quienes nos relacionamos y con quienes realizamos negocios. Nuestro Salvador dedicó la mayor parte de su vida aquí en la tierra a trabajar ardua y pacientemente en la carpintería en Nazaret. Los ángeles ministradores asistían al Señor de la vida mientras caminaba con campesinos y jornaleros, desconocido y sin recibir honores. Mientras trabajaba en su humilde oficio, cumplió su misión tan fielmente como cuando sanaba a los enfermos o caminaba sobre las tempestuosas olas del mar de Galilea. De igual manera nosotros, en los deberes más humildes y en las posiciones más modestas de la vida, podemos andar y trabajar con Jesús.

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El apóstol dice: “Cada uno permanezca ante Dios en la condición en que estaba cuando Dios lo llamó” (1 Corintios 7:24). El hombre de negocios puede dirigir sus operaciones de modo que glorifique a su Maestro por su fidelidad. Si es un verdadero discípulo de Cristo, pondrá en práctica su religión en todo lo que haga, y manifestará a los hombres el espíritu de Cristo. El obrero manual puede ser un fiel y diligente representante de Aquel que trabajó en las ocupaciones más humildes de la vida en las colinas de Galilea. Todo el que lleva el nombre de Cristo debe obrar de tal manera que otros, viendo sus buenas obras, se sientan motivados a glorificar a su Creador y Redentor. Muchos se excusan de dedicar sus talentos al servicio de Cristo porque otros poseen dotes y aptitudes superiores. Ha prevalecido la opinión de que solamente los que poseen talentos especiales deben consagrar sus habilidades al servicio de Dios. Muchos han llegado a la conclusión de que los talentos se dan solamente a cierta clase favorecida, excluyendo a otros que, por supuesto, no son llamados a participar de los trabajos ni de las recompensas. Pero no ha sido ilustrado así en la parábola. Cuando el señor de la casa llamó a sus siervos, dio a cada uno su trabajo. Podemos realizar los deberes más humildes de la vida con un espíritu de amor “como para el Señor” (Colosenses 3:23). Si el amor de Dios mora en

nuestros corazones se manifestará en nuestras vidas. La dulzura de Cristo nos rodeará y nuestra influencia elevará y beneficiará a otros. No debes esperar grandes acontecimientos o poseer habilidades extraordinarias para trabajar para Dios. No necesitas preocuparte de lo que el mundo pensará de ti. Si tu vida diaria es un testimonio de la pureza y sinceridad de tu fe, y los demás están convencidos de que deseas beneficiarlos, tus esfuerzos no serán totalmente en vano. Los más humildes y necesitados de los discípulos de Jesús pueden ser una bendición para otros. Puede ser que no reconozcan que están haciendo algún bien especial, pero por su influencia inconcientemente pueden comenzar olas de bendiciones que se extenderán y profundizarán, y cuyos benditos resultados posiblemente nunca conocerán hasta el día de la recompensa final. Ellos no sienten ni tienen conocimiento de que están haciendo algo grandioso. No necesitan abrumarse con sentimientos de ansiedad por el éxito, solamente deben seguir adelante, realizando fielmente la obra que la providencia divina les ha encomendado, y sus vidas no habrán sido en vano. Sus propias almas crecerán cada vez más hasta adquirir la semejanza de Cristo; son colaboradores con Dios en esta vida, y se están preparando para la obra más elevada y el bienaventurado gozo de la vida venidera.

El único modo de crecer en la gracia es realizando desinteresadamente la obra que Cristo nos encargó, que es dedicarnos, al máximo de nuestra habilidad, a socorrer y bendecir a quienes necesitan la ayuda que podemos brindarles.

Más Allá del Intelecto Humano

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Son muchas las maneras en que Dios procura dársenos a conocer y ponernos en comunión con él. La naturaleza habla constantemente a nuestros sentidos. El corazón receptivo quedará impresionado por el amor y la gloria de Dios conforme lo revelan las obras de sus manos. El oído atento puede escuchar y comprender las comunicaciones de Dios mediante las cosas de la naturaleza. Los verdes campos, los elevados árboles, los capullos y las flores, la nube que pasa, la lluvia que cae, el arroyo que murmura, las glorias de los cielos, hablan a nuestros corazones y nos extienden la invitación de conocer a Aquel que todo lo creó. Nuestro Salvador enlazó sus preciosas lecciones con las cosas de la naturaleza. Los árboles, los pájaros, las flores de los valles, las colinas, los lagos y el hermoso firmamento, así como los sucesos y las circunstancias de nuestra vida diaria, todos están unidos a las palabras de verdad, para que así sus lecciones pudieran ser recordadas con frecuencia, aún en medio de los cuidados de la vida de trabajo del hombre. Dios desea que sus hijos aprecien sus obras y se deleiten en la simple y apacible belleza con la cual él ha adornado nuestro hogar terrenal. Él ama la belleza, y más que cualquier atractivo externo, él ama la belleza del carácter y anhela que cultivemos la pureza y la sencillez, las sutiles bellezas que adornan las flores.

Si prestáramos atención, las obras creadas por Dios nos enseñarían preciosas lecciones de obediencia y verdad. Desde las estrellas que en sus recorridos por el espacio sin dejar huella alguna han seguido siempre el camino que se les asignó, hasta el átomo más diminuto, las cosas de la naturaleza obedecen la voluntad del Creador. Y Dios cuida y sostiene todas las cosas que él creó. El que sustenta los innumerables mundos esparcidos por la inmensidad, también cuida al gorrioncito que sin temor alguno entona su humilde canto. Cuando los hombres van a sus tareas diarias o cuando están orando, cuando se acuestan por la noche y se levantan por la mañana o cuando el rico festeja en su palacio, o cuando el pobre se reúne con sus hijos alrededor de una escasa mesa, nuestro Padre celestial vela tiernamente por cada uno de ellos. No hay lágrima que se derrame sin que Dios la note ni sonrisa que él pase inadvertida. Si creyéramos esto de todo corazón, evitaríamos toda ansiedad innecesaria. Nuestras vidas no estarían tan llenas de decepciones como ahora lo está; porque todo, sea grande o pequeño, lo dejaríamos en las manos de Dios, quien no se desconcierta por la gran diversidad de los cuidados ni se agobia con su peso. Debemos entonces disfrutar de una paz espiritual que muchos no han experimentado desde hace un largo tiempo. Cuando tus sentidos se deleiten en la

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atrayente belleza de la tierra, piensa en el mundo venidero, que nunca conocerá la contaminación del pecado ni de la muerte; donde la faz de la naturaleza no se cubrirá más de la sombra de la maldición. Deja que tu imaginación viaje al hogar de los redimidos, y recuerda que será más glorioso aún de lo que tu más espléndida imaginación pueda figurarse. En los variados dones de Dios en la naturaleza no vemos más que un tenue resplandor de su gloria. Escrito está que “cosas que ojo no vio ni oído oyó ni han subido al corazón del hombre, son las que Dios ha preparado para los que lo aman” (1 Corintios 2:9). El poeta y el naturalista tienen mucho que decir acerca de la naturaleza, pero es el cristiano quien más disfruta la belleza de la tierra, porque reconoce las obras de su Padre, y percibe su amor en la flor, el arbusto y el árbol. Nadie puede apreciar a plenitud el significado de la colina y del valle, del río y del mar, a menos que los contemple como una expresión del amor de Dios hacia el hombre. Dios nos habla a través de sus obras providenciales, y mediante la influencia del Espíritu Santo en el corazón. En nuestras circunstancias y en el medio ambiente, en los cambios que suceden diariamente en nuestro entorno, podemos encontrar preciosas lecciones, si tan sólo nuestros corazones estuvieran dispuestos a discernirlas. El salmista, exponiendo la obra de la providencia divina, dijo:

“Llena está la tierra de su amor” (Salmos 33:5). “Quien sea sabio, que considere estas cosas y entienda bien el gran amor del Señor” (Salmos 107:43). Dios también nos habla por medio de su Palabra. En ella, tenemos descrito claramente la revelación de su carácter, su trato con los hombres y la grandiosa obra de la redención. Además, se nos muestra la historia de los patriarcas, profetas y otros hombres santos de la antigüedad. Ellos eran hombres “con debilidades como las nuestras” (Santiago 5:17). Vemos cómo lucharon en medio de desalientos como los nuestros, cómo cayeron en tentaciones así como nosotros, no obstante se levantaron nuevamente y vencieron por la gracia de Dios; y al recordarlos nos da fuerza en nuestra lucha por la justicia. Cuando leemos las preciosas vivencias que se les permitió vivir, la luz, el amor y la bendición que estaban a disposición de su disfrute, y el trabajo que forjaron mediante la gracia que se les impartió, el espíritu que los inspiró enciende un fuego de santo celo en nuestros corazones y un deseo de ser como ellos en carácter, para caminar, como ellos, con Dios. Jesús dijo de las Escrituras del Antiguo Testamento, y es mucho más cierto del Nuevo Testamento: “¡Son ellas las que dan testimonio a mi favor!” (S. Juan 5:39), el Redentor, Aquel en quien están centradas nuestras esperanzas de vida eterna. Sí, toda la Biblia nos habla de Cristo. Desde la primera narración de la creación, que nos dice: “Sin él, nada de lo creado llegó

No hay lágrima que se derrame sin que Dios la note...

Más Allá del Intelecto Humano a existir” (S. Juan 1:3), hasta la última promesa: “¡Miren que vengo pronto!”, leemos acerca de sus obras y escuchamos su voz (Apocalipsis 22:12). Si deseas conocer al Salvador, estudia las Santas Escrituras. Llena tu corazón con las palabras de Dios. Son el agua viva, que sacia la ardiente sed. Son el pan vivo del cielo. Jesús declara: “Si no comen la carne del Hijo del hombre ni beben su sangre, no tienen realmente vida.” Y esto lo explicó diciendo: “Las palabras que les he hablado son espíritu y son vida” (S. Juan 6:53,63). Nuestros cuerpos son el resultado de lo que comemos y bebemos, y como sucede en el aspecto natural así es en el espiritual; lo que meditamos dará tono y fortaleza a nuestra naturaleza espiritual. El tema de la redención es un tema que los ángeles anhelan estudiar a fondo; será la ciencia y el canto de los redimidos por los siglos de los siglos de la eternidad. ¿Acaso no vale la pena dedicar tiempo y estudiar este tema ahora? La infinita misericordia y el amor de Jesús, el sacrificio hecho en nuestro favor merecen de nuestra más seria y solemne reflexión. Debemos pensar detenidamente en el carácter de nuestro amado Redentor e Intercesor. Debemos meditar en la misión de Aquel que vino a rescatar a su pueblo de sus pecados. Y mientras así contemplemos los temas celestiales, nuestra fe y amor se fortalecerán, y nuestras oraciones serán cada vez más gratas ante Dios, porque se unirán más íntimamente al amor y a la fe. Serán inteligentes y fervientes. Habrá una confianza en Dios más profunda, y una experiencia diaria y viva

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en su poder de salvar enteramente a todos los que van a Dios a través de él. Mientras meditemos en las perfecciones del Salvador, desearemos ser completamente transformados y renovados conforme a la imagen de su pureza. Nuestra alma tendrá hambre y sed espiritual de asemejarse a Aquel que adoramos. Mientras más centrados estén nuestros pensamientos en Cristo, más hablaremos a otros de él, y mejor lo representaremos ante el mundo. La Biblia no fue escrita únicamente para el erudito; al contrario, fue diseñada para la gente común. Las grandes verdades necesarias para la salvación están expuestas con tanta claridad como la luz del mediodía; y nadie errará ni perderá su camino, excepto los que sigan su propio juicio en vez de la voluntad de Dios claramente revelada. No debemos conformarnos con el testimonio de cualquier persona con relación a lo que enseñan las Escrituras, sino que debemos estudiar la Palabra de Dios por nosotros mismos. Si permitimos que otros piensen por nosotros, nuestras energías se imposibilitarán y nuestras aptitudes se debilitarán. Las facultades nobles de la mente pueden reducirse a causa de la falta de ejercicio en temas que demanden concentración, de tal modo que lleguen a ser incapaces de comprender el profundo significado de la Palabra de Dios. El intelecto puede ampliarse si se emplea estudiando la relación de los temas bíblicos, comparando escritura con escritura, y lo espiritual con lo espiritual. No hay nada mejor para fortalecer el

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intelecto que el estudio de las Escrituras. Ningún otro libro es tan poderoso para elevar los pensamientos y dar vigor a las facultades como las grandes y ennoblecedoras verdades de la Biblia. Si la Palabra de Dios se estudiara como debe ser, los hombres recibirían una amplitud intelectual, una nobleza de carácter, y una firmeza de propósito que raramente se puede ver en nuestros tiempos. Se obtiene muy poco beneficio del estudio apresurado de las Escrituras. Uno puede leer la Biblia entera, y sin embargo pasar por alto su belleza o comprender su profundo y recóndito significado. Un pasaje estudiado hasta que su significado quede claro en la mente, y su relación con el plan de salvación sea evidente, es de mayor valor que la atenta lectura de muchos capítulos sin tener un propósito determinado y sin recibir ninguna instrucción positiva. Mantén tu Biblia a la mano. Cuando tengas la oportunidad, léela; graba sus versículos en tu memoria. Aun cuando camines por la calle, puedes leer un texto y meditar en él, y así éste quedará grabado en tu mente. No podemos obtener sabiduría sin un estudio minucioso y con oración. Algunas porciones de la Biblia son verdaderamente sencillas como para poder malinterpretarlas, pero hay otras cuyo significado no es superficial y no pueden descifrarse a primera vista. La Escritura debe compararse con la escritura. Debe estudiarse con cuidado y con oración. Y tal estudio será ricamente recompensado. Como el minero descubre vetas de metal precioso

escondido debajo de la superficie de la tierra, así será el que con perseverancia se dedique a escudriñar la Palabra de Dios como buscando un tesoro escondido, encontrará verdades de inmenso valor que se ocultan a la vista del indagador negligente. Las palabras de la inspiración, meditadas en el alma, serán como arroyos de agua que manan de la fuente de vida. El estudio de la Biblia nunca debe hacerse sin oración. Antes de abrir sus páginas debemos pedir la iluminación del Espíritu Santo, y nos será dada. Cuando Natanael fue a Jesús, el Salvador exclamó: “Aquí tienen a un verdadero israelita, en quien no hay falsedad”. Natanael le preguntó: “¿De dónde me conoces?” Y Jesús le contestó: “Antes que Felipe te llamara, cuando aún estabas bajo la higuera, ya te había visto” (S. Juan 1:47, 48). Así también Jesús nos verá en los lugares secretos de la oración, si lo buscamos para que nos ilumine. Los ángeles del mundo de luz acompañarán a quienes busquen la dirección divina con un corazón humilde. El Espíritu Santo exalta y glorifica al Salvador. Es su labor presentar a Cristo, la pureza de su justicia y la gran salvación que obtenemos por medio de él. Acerca del Espíritu, Jesús dice: “Tomará de lo mío y se lo dará a conocer a ustedes” (S. Juan 16:14). El Espíritu de verdad es el único maestro eficaz de la verdad divina. ¡Cuán grande es la estima de Dios hacia la raza humana que dio a su Hijo para que muriera por ella, y les envía su Espíritu para que sea el maestro y la guía constante del hombre!

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Dios nos habla por medio de la naturaleza, por la revelación, por su providencia y por la influencia de su Espíritu. Pero esto no es suficiente; también necesitamos abrirle nuestro corazón. Para tener vida y energía espirituales debemos estar en comunicación con nuestro Padre celestial. Nuestra mente puede ser atraída hacia él. Podemos meditar en sus obras, en sus misericordias y en sus bendiciones, sin embargo esto no significa, en todo el sentido de la palabra, estar en comunión con él. Para estar en comunión con Dios, debemos tener algo que decirle relacionado con nuestra vida misma. Orar es el acto de abrir nuestro corazón a Dios como a un amigo. No quiere decir que esto sea para que Dios conozca lo que somos, más bien es para capacitarnos para recibirle. La oración no baja a Dios hacia nosotros, sino que nos eleva hacia él. Cuando Jesús estuvo sobre la tierra, enseñó a sus discípulos a orar. Les enseñó a llevar sus necesidades cotidianas delante de Dios, y a dejar todas sus preocupaciones ante él. Les aseguró que sus oraciones serían escuchadas, y también nosotros podemos tener esta seguridad. Jesús mismo, cuando habitó entre los hombres, oraba con frecuencia. Nuestro Salvador se identificó con nuestras necesidades y debilidades, y suplicó e imploró a su Padre que le renovara sus fuerzas a fin de poder estar preparado

para el deber y la prueba. Él es nuestro ejemplo en todas las cosas. Es un hermano en nuestras flaquezas, “tentado en todo así como nosotros”, pero como ser inmaculado su naturaleza se apartó del mal; y su alma sufrió luchas y torturas de un mundo de pecado. Como humano, hizo de la oración una necesidad y un privilegio. En la comunión con su Padre, encontraba consuelo y gozo. Y si el Salvador de los hombres, el Hijo de Dios, sintió la necesidad de orar; ¡cuánto más nosotros, débiles y mortales pecadores, debemos sentir la necesidad de orar con fervor y constancia! Nuestro Padre celestial ansía derramar la plenitud de sus bendiciones sobre nosotros. Tenemos el privilegio de beber en abundancia de la fuente de amor infinito. ¡Qué extraño es que oremos tan poco! Dios está listo y dispuesto a oír la oración del más humilde de sus hijos, sin embargo no tenemos interés en presentar nuestras necesidades delante de Dios. ¿Qué pensarán los ángeles del cielo al ver seres humanos, pobres e indefensos y sujetos a la tentación, que dedican tan poco tiempo a la oración y tienen tan poca fe, cuando el gran Dios, rebosante de amor, está listo para darles más de lo que pueden pedir o pensar? Los ángeles se regocijan en postrarse delante de Dios; y disfrutan estar cerca de él. Su mayor felicidad es estar en comunión con Dios. Sin embargo, sus hijos en esta tierra, tan necesitados de la ayuda que

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sólo Dios puede darles, parecen conformarse con andar privados de la luz de su Espíritu y de la compañía de su presencia. Las tinieblas del maligno rodean a los que descuidan la oración. Las tentaciones susurrantes del enemigo los inducen a pecar; y todo se debe a que no utilizan los privilegios que Dios les ha dado en el divino llamado a la oración. ¿Por qué los hijos e hijas de Dios son tan renuentes a la oración, cuando la oración es la llave en mano de la fe para abrir el almacén del cielo, donde están atesorados los recursos infinitos del Omnipotente? Si no somos constantes en la oración y no velamos con diligencia, corremos el riesgo de volvernos indiferentes y apartarnos del camino del bien. El adversario procura continuamente obstruir el camino al trono de la gracia para que no obtengamos, mediante súplica y fe llenas de fervor, gracia y poder para resistir la tentación. Existen ciertas condiciones según las cuales podemos esperar que Dios escuche y conteste nuestras oraciones. Una de las primeras es que sintamos nuestra necesidad de su ayuda. Él ha prometido: “Porque yo derramaré aguas sobre el sequedal, ríos sobre la tierra seca” (Isaías 44:3). Los que tienen hambre y sed de justicia, los que desean vehemente a Dios, pueden sentir la seguridad de que serán saciados. El corazón debe estar receptivo a la influencia del Espíritu; de lo contrario no podrá recibir las bendiciones de Dios. Nuestra gran necesidad es en sí misma un argumento, y clama elocuentemente en nuestro favor. Pero

necesitamos buscar al Señor para que él cumpla estas cosas en nosotros. Él dice: “Pidan, y se les dará” (S. Mateo 7:7). “El que no escatimó ni a su propio Hijo, sino que lo entregó por todos nosotros, ¿cómo no habrá de darnos generosamente, junto con él, todas las cosas?” (Romanos 8:32). Si permitimos la iniquidad en nuestros corazones, si nos aferramos a cualquier pecado conocido, el Señor no nos escuchará; pero la oración del alma arrepentida y contrita siempre será aceptada. Cuando hayamos enmendado, en lo posible, nuestros errores, podemos estar confiados en que Dios contestará nuestras peticiones. Nuestros propios méritos jamás nos recomendarán para recibir el favor de Dios. Son los méritos de Jesús los que nos salva y su sangre la que nos limpia. Sin embargo, tenemos una obra que realizar para cumplir las condiciones de la aceptación. Otro elemento de la oración eficaz es la fe. “Cualquiera que se acerca a Dios tiene que creer que él existe y que recompensa a quienes lo buscan” (Hebreos 11:6). Jesús dijo a sus discípulos: “Crean que ya han recibido todo lo que estén pidiendo en oración, y lo obtendrán” (S. Marcos 11:24). ¿Creemos nosotros enteramente en su Palabra? La promesa es amplia e ilimitada, y fiel es el que ha prometido. Cuando no recibamos exactamente las cosas que pedimos y en el momento que las pedimos, debemos seguir creyendo que el Señor escucha y que contestará nuestras oraciones. Somos tan cortos de vista y propensos al error, que a veces

La Oración: Un Tesoro Abundante pedimos cosas que no serían de beneficio propio, y nuestro Padre celestial contesta con amor nuestras oraciones dándonos lo que más nos conviene, aquello que hubiéramos deseado si, con visión divinamente iluminada, pudiéramos percibir todas las cosas como realmente son. Cuando nos parezca que nuestras oraciones no son contestadas, debemos aferrarnos a la promesa; porque ciertamente llegará el momento de contestación y recibiremos las bendiciones que más necesitamos. Sin embargo, decir que nuestras oraciones siempre serán contestadas en la misma forma y conforme a la cosa específica que pidamos, es presunción. Dios es demasiado sabio para equivocarse y demasiado bueno para negar un bien a los que andan en integridad. Por lo tanto, no temas confiar en él, aunque no veas una contestación inmediata a tus oraciones. Confía en su promesa infalible: “Pedid, y se os dará” (S. Mateo 7:7). Si recibimos consejo de nuestras dudas y temores, o tratamos de resolver todo lo que no podemos ver claramente, solamente estamos contribuyendo a aumentar y a profundizar nuestra confusión. Pero si vamos a Dios sintiéndonos desamparados y necesitados, como realmente somos, y con fe humilde y confiada llevamos nuestras necesidades a Aquel cuyo conocimiento es infinito y gobierna todas las cosas de la creación con su voluntad y Palabra, él puede y desea escuchar nuestra súplica, y hará resplandecer su luz en nuestros corazones. Mediante la oración sincera nos comunicamos con la mente del

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Infinito. Quizá, en ese momento, no tengamos ninguna evidencia notable de que la faz de nuestro Redentor se inclina hacia nosotros con compasión y amor; pero es así. Quizá no sintamos su toque manifiesto, sin embargo su mano se extiende con amor y ternura piadosa sobre nosotros. Cuando pedimos la misericordia y las bendiciones divinas, debemos tener en nuestros corazones un espíritu de amor y perdón. ¿Cómo podemos orar: “Perdónanos nuestras deudas, como también nosotros hemos perdonado a nuestros deudores”, y sin embargo, poseer un espíritu que no perdona? (S. Mateo 6:12). Si esperamos que nuestras oraciones sean escuchadas, debemos perdonar a otros de la misma manera que esperamos ser perdonados. La perseverancia en la oración ha sido hecha una condición para recibir. Debemos orar constantemente si queremos crecer en fe y experiencia. Debemos ser “constantes en la oración” ( Ro m a n o s 1 2 : 1 2 ) . Ta m b i é n l a exhortación es: “Dedíquense a la oración: perseveren en ella con agradecimiento” (Colosenses 4:2). Pedro exhorta a los creyentes a mantenerse sobrios y vigilantes en la oración (1 Pedro 4:7). Pablo aconseja: “En toda ocasión, con oración y ruego, presenten sus peticiones a Dios y denle gracias” (Filipenses 4:6). Judas nos dice: “Ustedes, en cambio, queridos hermanos, manténganse en el amor de Dios,… orando en el Espíritu Santo” (Judas 20, 21). La oración constante es la unión inalterable del alma con Dios, a fin de que la vida de Dios fluya a la nuestra, y de nuestra vida la pureza y la

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santidad vuelvan a Dios. Es necesario ser diligentes en la oración; que nada te lo impida. Haz cuanto puedas para mantener una comunión constante entre Jesús y tu alma. Aprovecha toda oportunidad de ir adonde se acostumbra a orar. Los que tienen el verdadero propósito de mantenerse en comunión con Dios, estarán presentes en los cultos de oración, cumplirán fielmente con su deber, y sentirán fervor y ansia de cosechar todos los beneficios que puedan alcanzar. Aprovecharán toda oportunidad para estar donde puedan recibir rayos de luz celestial. Debemos orar también en el círculo de nuestra familia; y sobre todo, no debemos descuidar la oración privada, porque es ésta la vida del alma. Es imposible que el alma florezca si se descuida la oración. No es suficiente orar en público o en el círculo familiar. A solas, abre tu alma al ojo penetrante de Dios. La oración secreta debe ser solamente escuchada por el Dios que escucha toda oración. Ningún oído curioso debe recibir el peso de tales peticiones. En la oración privada, el alma está libre de las influencias a nuestro alrededor y libre de excitación. Tranquila pero fervientemente se elevará la oración hacia Dios. Dulce y perdurable será la influencia que proviene de Aquel que ve en lo secreto, cuyo oído está atento a la oración que surge del corazón. Con fe sencilla y apacible, el alma se mantiene en comunión con Dios y recoge hacia sí los rayos de la luz divina para fortalecerse y sostenerse en la lucha contra Satanás. Dios es nuestra fortaleza.

Orad en tu aposento, y mientras realizas tus actividades laborales diarias, eleva a menudo tu corazón a Dios. Así fue como anduvo Enoc con Dios. Esas oraciones silenciosas suben al trono de la gracia como precioso incienso. Satanás no puede vencer a aquel cuyo corazón está así sostenido por Dios. No hay tiempo ni lugar que sea inapropiado para elevar una oración a Dios. No hay nada que nos impida elevar nuestro corazón en ferviente oración. En medio de las multitudes de las calles o en medio de un compromiso de negocios, podemos elevar una oración a Dios y pedir su dirección divina, como lo hizo Nehemías, cuando presentó una petición delante del rey Artajerjes. En cualquier lugar que estemos podemos comunicarnos con Dios. Debemos tener abierta, en todo momento, la puerta del corazón e invitar a Jesús a venir y a morar en nuestra alma como huésped celestial. Aunque pueda existir una atmósfera corrompida y contaminada a nuestro alrededor, no necesitamos respirar sus miasmas; sino que podemos vivir con el aire puro del cielo. Elevando el alma hacia la presencia divina mediante la oración sincera, podemos cerrar todo paso a la imaginación impura y a los malos pensamientos. Los que abren su corazón para recibir el apoyo y la bendición de Dios, andarán en una atmósfera más sana que la del mundo y estarán en constante comunicación con el cielo. Necesitamos tener ideas más claras de Jesús y una comprensión más completa del valor de las realidades eternas. La belleza de la santidad debe

La Oración: Un Tesoro Abundante colmar los corazones de los hijos de Dios; y para que esto pueda suceder debemos buscar las revelaciones divinas de las cosas celestiales. Que nuestra alma se extienda y se eleve de manera que Dios nos conceda respirar la atmósfera celestial. Podemos mantenernos tan cerca de Dios que en cualquier prueba inesperada nuestros pensamientos se vuelvan hacia él con tanta naturalidad como la flor que se vuelve hacia el sol.

manera afecte nuestra paz es demasiado pequeño para que él no lo note. No hay en nuestra experiencia ningún pasaje tan oscuro que él no lo pueda leer, ni confusión tan grande que él no la pueda aclarar. Ninguna calamidad puede sobrevenir al más pequeño de sus hijos, ninguna ansiedad puede agobiar el alma, ningún gozo generar alegría a la existencia, ninguna oración sincera escaparse de los labios, sin que nuestro Padre celestial lo tome

Las relaciones entre Dios y cada alma como si no existiera hubiera dado

Llévale a Dios tus necesidades, gozos, tristezas, cuidados y temores. No puedes agobiarlo ni cansarlo. El que tiene contados los cabellos de tu cabeza no es indiferente a las necesidades de sus hijos. “El Señor es muy compasivo y misericordioso” (Santiago 5:11). Su corazón lleno de amor se conmueve por nuestras tristezas y aun por nuestra presentación de ellas. Llévale todo lo que confunda tu mente. Nada es demasiado grande para que él no lo pueda soportar; pues él sostiene los mundos y gobierna todos los asuntos del universo. Nada que de alguna

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es tan peculiar y plena otra alma por la cual a su Hijo amado.

en cuenta, o sin que tome en ello un interés inmediato. Él “restaura a los abatidos y cubre con vendas sus heridas” (Salmos 147:3). La relación entre Dios y cada alma es tan peculiar y plena como si no existiera otra alma por la cual hubiera dado a su Hijo amado. Jesús dijo: “Pedirán en mi nombre. Y no digo que voy a rogar por ustedes al Padre, ya que el Padre mismo los ama” (S. Juan 16:26, 27). “Yo los escogí a ustedes… Así el Padre les dará todo lo que le pidan en mi nombre” (S. Juan 15:16). Orar en el nombre de Jesús es más que simplemente hacer mención de

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su nombre al principio y al final de la oración. Es orar con la mente y el espíritu de Jesús, creyendo en sus promesas, confiando en su gracia y haciendo sus obras. Dios no requiere de nosotros que nos hagamos ermitaños o monjes, ni que nos retiremos del mundo, a fin de consagrarnos a los actos de adoración. Nuestra vida debe ser como la vida de Cristo, que estaba compartida entre la montaña y la multitud. El que no hace nada más que orar, pronto dejará de hacerlo o sus oraciones se convertirán en un hábito formal. Cuando los hombres se alejan de la vida social, de la esfera del deber cristiano y de la obligación de llevar su cruz, cuando dejan de trabajar con fervor por el Maestro, quien trabajó fervorosamente por ellos, pierden de vista el motivo de la oración y no se sienten estimulados hacia la devoción. Sus oraciones llegan a ser personales y egoístas. No pueden orar por las necesidades de la humanidad o por la edificación del reino de Cristo, pidiendo la fuerza necesaria para trabajar. Sufrimos una pérdida cuando descuidamos el privilegio de relacionarnos con otros para fortalecernos y animarnos mutuamente en el servicio de Dios. Las verdades de su Palabra pierden su vivacidad e importancia en nuestras mentes. Nuestros corazones dejan de ser iluminados y vivificados por la influencia santificadora, y nuestra espiritualidad declina. En nuestro trato como cristianos perdemos mucho por falta de simpatías mutuas. El que se encierra en sí mismo por completo no cumple la misión que Dios le ha

designado. El cultivo apropiado de los elementos sociales de nuestra naturaleza nos ayuda a simpatizar con los demás, y es un medio para desarrollarnos y fortalecernos en el servicio de Dios. Si todos los cristianos se reunieran y compartieran entre sí el amor de Dios y las preciosas verdades de la redención, sus corazones serían renovados y se edificarían unos a otros. Podemos aprender diariamente más de nuestro Padre Celestial, obteniendo una nueva experiencia de su gracia, y entonces desearemos hablar de su amor; y al hacerlo, nuestros corazones se sentirán vigorizados y alentados. Si pensáramos y habláramos más de Jesús y menos de nosotros mismos, tendríamos mucho más de su presencia. Si tan sólo pensáramos en Dios tan frecuentemente como tenemos evidencias de su cuidado por nosotros, lo tendríamos siempre presente en nuestras mentes y nos deleitaríamos en hablar de él y en alabarlo. Hablamos de las cosas temporales porque tenemos interés en ellas. Hablamos de nuestros amigos porque los amamos; nuestras alegrías y tristezas están ligadas a ellos. Sin embargo, tenemos razones infinitamente mayores para amar a Dios más que a nuestros amigos terrenales, y debería ser lo más natural del mundo darle el primer lugar en nuestros pensamientos, hablar de su bondad y testificar de su poder. Los ricos dones que el Señor nos ha concedido no tienen el propósito de absorber nuestros pensamientos y amor de tal manera que no tengamos nada que ofrecerle; más bien, esos dones deben recordarnos

La Oración: Un Tesoro Abundante constantemente acerca de él y unirnos con lazos de amor y gratitud a nuestro Benefactor celestial. Vivimos con demasiado interés en las cosas terrenales. Levantemos nuestra mirada hacia la puerta abierta del santuario celestial, donde la luz de la gloria de Dios resplandece en la faz de Cristo, quien “también puede salvar por completo a los que por medio de él se acercan a Dios” (Hebreos 7:25). Necesitamos alabar más a Dios “por su amor, por sus maravillas a favor de los hombres” (Salmos 107:8). Nuestras prácticas devocionales no debieran consistir totalmente en pedir y recibir. No estemos pensando siempre en nuestras necesidades, sin nunca reconocer las bendiciones que recibimos. No oramos nunca demasiado, sin embargo, somos muy lentos para dar gracias. Recibimos constantemente las misericordias de Dios, no obstante, ¡cuán poco le expresamos nuestra gratitud!, ¡cuán poco lo alabamos por todas las cosas que ha hecho por nosotros! Antiguamente, cuando el pueblo se reunió para ofrecerle culto, el Señor ordenó a Israel lo siguiente: “Allí, en la presencia del Señor su Dios, ustedes y sus familias comerán y se regocijarán por los logros de su trabajo, porque el Señor su Dios los habrá bendecido” (Deuteronomio 12:7). Lo que se hace para glorificar a Dios se debe hacer con alegría, con cánticos de alabanza y acción de gracias, no con un espíritu triste y afligido. Nuestro Dios es un Padre tierno y misericordioso. Su servicio no debe considerarse como algo que entristece

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el corazón o como una actividad llena de angustia. Debe ser un disfrute espiritual adorar al Señor y participar en su causa. Dios no desea que sus hijos, a los cuales ha provisto una salvación tan grande, obren como si él fuera un amo duro y estricto. Él es su mejor amigo; y cuando ellos lo adoran, él desea estar con ellos para bendecirlos y consolarlos, llenando sus corazones de amor y felicidad. Es el deseo de Dios que sus hijos encuentren aliento en su servicio y más regocijo que desdicha en su obra. Él desea que los que vengan a adorarle traigan consigo hermosos pensamientos de su cuidado y amor, para que se sientan alentados en todos los aspectos de la vida y tengan gracia para manejar todas las cosas con fidelidad y honestidad. Debemos reunirnos en torno de la cruz. Cristo, y sólo Cristo crucificado, debe ser el tema de nuestra meditación, conversación y más gozosa emoción. Debemos mantener en nuestros pensamientos las bendiciones que recibimos de Dios; y cuando comprendamos su gran amor, debiéramos depositar nuestra entera confianza en la mano que fue clavada en la cruz por nosotros. El alma puede elevarse más cerca del cielo en alas de la alabanza. Dios es adorado con cánticos y música en las cortes celestiales, y al expresarle nuestra gratitud nos aproximamos al culto que rinde la multitud celestial. Él nos dice: “Quien me ofrece su gratitud, me honra” (Salmos 50:23). Presentémonos con gozo reverente delante de nuestro Creador, con “acciones de gracias y música de salmos” (Isaías 51:3).

Reconociendo Nuestras Limitaciones

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Muchos, especialmente los recién convertidos a la vida cristiana, a veces se sienten preocupados por las sugerencias del escepticismo. Hay muchas cosas en la Biblia que no se pueden explicar, ni siquiera comprender, y Satanás las emplea para debilitar su fe en las Sagradas Escrituras como revelación de Dios. Ellos preguntan: “¿Cómo sabré cuál es el camino correcto? Si la Biblia es en verdad la Palabra de Dios, ¿cómo puedo librarme de estas dudas y perplejidades? Dios nunca nos pide que creamos sin darnos suficiente evidencia sobre la cual basar nuestra fe. Su existencia, su carácter y la veracidad de su Palabra, todas estas cosas están establecidas por testimonios abundantes que apelan a nuestra razón. Sin embargo, nunca ha quitado toda posibilidad de dudar. Nuestra fe debe basarse en evidencias, no en demostraciones. Los que desean dudar tendrán oportunidad de hacerlo; mientras que los que realmente deseen conocer la verdad encontrarán muchas evidencias sobre las cuales basar su fe. Es imposible que la mente finita pueda comprender completamente el carácter o las obras del Infinito. Para la inteligencia más aguda, para la mente más educada, ese Ser santo debe siempre permanecer envuelto en el

misterio. “¿Puedes adentrarte en los misterios de Dios o alcanzar la perfección del Todopoderoso? Son más altos que los cielos; ¿qué puedes hacer? Son más profundos que el sepulcro; ¿qué puedes saber?” (Job 11:7, 8). El apóstol Pablo exclama: “¡Qué profundas son las riquezas de la sabiduría y del conocimiento de Dios! ¡Qué indescifrables sus juicios e impenetrables sus caminos!” (Romanos 11:33). Aunque “oscuros nubarrones lo rodean; la rectitud y la justicia son la base de su trono” (Salmos 97:2). Podemos comprender lo suficiente acerca de su comportamiento hacia nosotros y los motivos que lo impulsan, para apreciar así la infinidad de su amor y misericordia unidos a su eterno poder. Podemos entender sus propósitos, cuanto sea para nuestro bien; y más allá de esto, debemos seguir confiando en su mano omnipotente y en su corazón lleno de amor. La Palabra de Dios, igual que el carácter de su divino Autor, presenta misterios que nunca podrán ser comprendidos en su totalidad por los seres finitos. La entrada del pecado en el mundo, la encarnación de Cristo, la regeneración, la resurrección y muchos otros temas presentados en la Biblia son misterios sumamente profundos para

Reconociendo Nuestras Limitaciones que la mente humana los pueda explicar o comprender plenamente. Pero no tenemos razón para dudar de la Palabra de Dios porque no podamos comprender los misterios de su providencia. En el mundo natural estamos constantemente rodeados de misterios que no podemos descifrar. Aun las formas más humildes de la vida presentan un problema que el más sabio de los filósofos no tiene la capacidad de explicar. En todo lugar vemos maravillas que superan nuestro entendimiento. ¿Nos debe sorprender entonces que en el mundo espiritual también haya misterios que no podamos descifrar? La dificultad radica únicamente en la debilidad y estrechez de la inteligencia humana. En las Escrituras, Dios nos ha dado suficiente evidencias de su carácter divino, y no debemos dudar de su Palabra porque no podamos comprender todos los misterios de su providencia. El apóstol Pedro dice que en las Escrituras hay “algunos puntos difíciles de entender, que los ignorantes e inconstantes tergiversan… para su propia perdición” (2 Pedro 3:16). Las dificultades de las Sagradas Escrituras han sido presentadas por los incrédulos como un argumento contra la Biblia; pero lejos de serlo, ellas constituyen una poderosa evidencia de su divina inspiración. Si no abarcara nada acerca de Dios, sino solamente lo que fácilmente pudiéramos comprender, si su grandeza y majestad pudieran ser

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percibidas por mentes finitas, entonces la Biblia no llevaría las inequívocas credenciales de la autoridad divina. Como Palabra de Dios, la misma grandeza y los mismos misterios de los temas presentados deben inspirar fe en ella. La Biblia presenta la verdad con tal sencillez y perfecta adaptación a las necesidades y a los anhelos del corazón humano, que ha asombrado y atraído a las mentes más educadas, y a la vez ha capacitado al más humilde e inculto para discernir el camino de la salvación. Sin embargo, estas verdades, presentadas de manera sencilla, tratan temas tan elevados, de tan gran alcance, tan infinitamente fuera de la capacidad de la comprensión humana, que podemos aceptarlas solamente porque Dios lo ha declarado. Así se nos presenta el plan de redención, de manera que toda alma pueda ver los pasos que debe tomar para arrepentirse delante de Dios y tener fe en nuestro Señor Jesucristo, a fin de ser salvos como Dios lo ha indicado. No obstante, bajo estas verdades tan fáciles de comprender, existen misterios donde se refugia la gloria del Señor, misterios que abruman la mente en su estudio, aunque inspiran reverencia y fe al que busca la verdad con sinceridad. Cuanto más escudriñemos la Biblia, tanto más profunda será la convicción de que es la Palabra del Dios vivo. La razón humana se inclina ante la majestad de la revelación divina.

Los que desean dudar tendrán oportunidad de hacerlo; mientras que los que realmente deseen conocer la verdad encontrarán muchas evidencias sobre las cuales basar su fe.

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Reconocer que no podemos comprender completamente las grandes verdades de la Biblia es sólo admitir que la mente finita es incapaz de comprender lo infinito; que el hombre, con su limitado conocimiento humano, no puede alcanzar a conocer los designios de la Omnisciencia. Los escépticos e incrédulos rechazan la Palabra de Dios a causa de su inhabilidad para comprender todos sus misterios; y no todos los que profesan creer en la Biblia están libres de este peligro. El apóstol dice: “Cuídense, hermanos, de que ninguno de ustedes tenga un corazón pecaminoso e incrédulo que los haga apartarse del Dios vivo” (Hebreos 3:12). Es bueno estudiar las enseñanzas bíblicas con detenimiento, y examinar cuidadosamente “las profundidades de Dios” hasta donde se revelan en la Escritura (1 Corintios 2:10). Si bien “lo secreto le pertenece al Señor nuestro Dios… lo revelado nos pertenece a nosotros” (Deuteronomio 29:29). Pero es la obra de Satanás pervertir las facultades de investigación de la mente. Cuando los hombres no pueden explicar a su satisfacción todas las partes de la Biblia, se impacientan y se sienten derrotados; por lo tanto, cierto orgullo se mezcla con la consideración de la verdad bíblica. Es demasiado humillante para ellos reconocer que no pueden entender las palabras inspiradas. No están dispuestos a esperar con paciencia hasta que Dios decida cuándo revelarles la verdad. Creen que su sabiduría humana es suficiente para hacerles entender la Escritura, y cuando fallan en su intento, prácticamente niegan su autoridad. Es

cierto que existen muchas teorías y doctrinas que se consideran generalmente derivadas de la Biblia, pero no están basadas en lo que ésta enseña, y en realidad son contrarias a todo el tenor de la inspiración. Estas cosas han incitado la duda y la confusión en las mentes de muchas personas. Sin embargo, no son atribuidas a la Palabra de Dios, sino a la perversión que los hombres han hecho de ella. Si fuera posible para los seres terrenales tener un conocimiento absoluto de Dios y de sus obras, entonces, después de lograrlo, no habría para ellos nuevas verdades que descubrir, ni crecimiento del saber ni desarrollo de la mente o del corazón. Dios no sería supremo; y el hombre, habiendo alcanzado el límite de su conocimiento y sus logros, no habría de avanzar más. Demos gracias a Dios que no es así. Dios es infinito, en él están “todos los tesoros de la sabiduría y del conocimiento” (Colosenses 2:3). Y por toda la eternidad los hombres podrán seguir escudriñando y aprendiendo siempre, sin que nunca agoten los tesoros de su sabiduría, su bondad y su poder. Dios quiere que aún en esta vida las verdades de su Palabra sean reveladas continuamente a su pueblo; y solamente hay una forma de obtener este conocimiento. Podemos llegar a comprender la Palabra de Dios sólo mediante la dirección del Espíritu por el cual ella fue dada. “Nadie conoce los pensamientos de Dios sino el Espíritu de Dios, pues el Espíritu lo examina todo, hasta las profundidades de Dios” (1 Corintios 2:11, 10). Y la promesa del

Reconociendo Nuestras Limitaciones Salvador a sus discípulos fue: “Cuando venga el Espíritu de la verdad, él los guiará a toda la verdad… porque tomará de lo mío y se lo dará a conocer a ustedes” (S. Juan 16:13, 14). Dios desea que el hombre haga uso de sus facultades de razonamiento; y el estudio de la Biblia fortalece y eleva la mente como ningún otro estudio puede hacerlo. Sin embargo, debemos tener cuidado de no exaltar la razón que está sujeta a las debilidades y flaquezas de la humanidad. Si no queremos que las Sagradas Escrituras estén veladas para nuestro entendimiento, de modo que no podamos comprender ni las verdades más sencillas, debemos tener la sencillez y la fe de un niño, y estar dispuestos a aprender e implorar la ayuda del Espíritu Santo. El conocimiento del poder y la sabiduría de Dios, y de nuestra incapacidad de comprender su grandeza, deben inspirarnos humildad, y debemos abrir su Palabra con santo temor, como si estuviéramos ante su presencia. Cuando tomamos la Biblia, nuestra razón debe reconocer una autoridad superior a ella misma, y el corazón y el intelecto deben postrarse ante el gran YO SOY. Hay muchas cosas aparentemente difíciles y oscuras que Dios hará claras y sencillas para quienes busquen comprenderlas. Pero sin la dirección del Espíritu Santo nos expondremos a alterar las Sagradas Escrituras o a malinterpretarlas. Muchos leen la Biblia de manera tal que no se benefician; y hasta en muchas ocasiones, la Biblia les causa un daño seguro. Cuando la Palabra de Dios se abre sin oración ni

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reverencia, cuando los pensamientos y afectos no están fijos en Dios o en armonía con su voluntad, la mente es abrumada por las dudas, y entonces con el mismo estudio de la Biblia aumentará el escepticismo. El enemigo toma control de los pensamientos y sugiere interpretaciones incorrectas. Cuando los hombres no buscan estar en armonía con Dios, en palabras y en hechos, no importa cuán instruidos sean, están expuestos a errar en su entendimiento de la Escritura, y no es seguro confiar en sus explicaciones. Los que leen las Escrituras para encontrar discrepancias, no tienen discernimiento espiritual. Con una visión distorsionada encontrarán muchas razones para dudar y no creer en cosas que realmente son claras y sencillas. Como quiera que se la disfrace, la verdadera razón de la duda y del escepticismo es, en la mayoría de los casos, el amor al pecado. Las enseñanzas y restricciones de la Palabra de Dios no son bienvenidas en el corazón orgulloso que ama el pecado; y los que no cumplen lo que ella requiere están prestos a dudar de su autoridad. Para llegar a la verdad, es necesario tener un deseo sincero de conocerla, y un corazón deseoso de obedecerla. Todos los que estudian la Biblia con ese espíritu encontrarán abundante evidencia de que es la Palabra de Dios y recibirán un entendimiento de sus verdades que los hará sabios para la salvación. Cristo dijo: “El que quiera hacer la voluntad de Dios, reconocerá si la doctrina es de Dios” (S. Juan 7:17). En vez de cuestionar y pensar con

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preocupación sobre lo que no entiendes, presta atención a la luz que ya brilla sobre ti y recibirás mayor luz. Mediante la gracia de Cristo, cumple todos los deberes que hayas llegado a entender, y serás capaz de entender y cumplir aquellos de los cuales todavía dudas. Hay una evidencia al alcance de todos, del más educado y del más inculto: la evidencia de la experiencia. Dios nos invita a probar por nosotros mismos la realidad de su Palabra, la verdad de sus promesas. Él nos dice: “Prueben y vean que el Señor es bueno” (Salmos 34:8). En lugar de depender de la palabra de otra persona, debemos probar por nosotros mismos. Él declara: “Pidan y recibirán” (S. Juan 16:24). Sus promesas se cumplirán. Nunca han fallado; nunca fallarán. Y mientras nos acerquemos a Jesús y nos regocijemos en la plenitud de su amor, nuestras dudas y tinieblas se disiparán en la luz de su presencia. El apóstol Pablo dice que Dios “nos libró del dominio de la oscuridad y nos trasladó al reino de su amado Hijo” (Colosenses 1:13). Y todo aquel que ha pasado de muerte a vida “certifica que Dios es veraz” (S. Juan 3:33). Puede testificar: “Necesitaba auxilio y he encontrado en el Señor Jesús. Fueron suplidas todas mis necesidades, fue satisfecha el hambre de mi alma, y ahora la Escritura es para mí la revelación de Jesucristo. ¿Me preguntas por qué creo en él? Porque para mí es un Salvador divino. ¿Por qué creo en la Biblia? Porque he comprobado que es la voz de Dios para mi alma”. Podemos tener el

testimonio en nosotros mismos de que la Biblia es verdadera y que Cristo es el Hijo de Dios. Sabemos que no estamos “siguiendo sutiles cuentos supersticiosos” (2 Pedro 1:16). Pedro exhorta a los hermanos a creer “en la gracia y en el conocimiento de nuestro Señor y Salvador Jesucristo” (2 Pedro 3:18). Cuando los hijos de Dios crecen en la gracia, adquieren un constante entendimiento más claro de su Palabra. Encontrarán nueva luz y belleza en sus verdades sagradas. Esto es lo que ha sucedido en la historia de la iglesia a través de todas las edades, y continuará sucediendo hasta el fin. “La senda de los justos se asemeja a los primeros albores de la aurora: su esplendor va en aumento hasta que el día alcanza su plenitud” (Proverbios 4:18). Por medio de la fe podemos mirar hacia el más allá y confiar en las promesas de Dios respecto al desarrollo del intelecto, a la unión de las facultades humanas con las divinas y al contacto directo de todo poder del alma con la Fuente de Luz. Podemos alegrarnos de que todo lo que nos ha causado perplejidad sobre las providencias de Dios, será aclarado; las cosas difíciles de comprender serán explicadas; y donde nuestras mentes finitas sólo descubrían confusión y metas frustradas, veremos la más perfecta y hermosa armonía. “Ahora vemos por espejo, oscuramente; pero entonces veremos cara a cara. Ahora conozco en parte, pero entonces conoceré como fui conocido” (1 Corintios 13:12).

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Los hijos de Dios están llamados a ser representantes de Cristo, siempre dando muestra de la bondad y misericordia del Señor. Así como Jesús nos ha revelado el verdadero carácter del Padre, de igual manera debemos revelar a Cristo ante un mundo que no conoce su tierno y compasivo amor. Jesús dijo: “Como tú me enviaste al mundo, yo los envío también al mundo. Yo en ellos, y tú en mí…y así el mundo reconozca que tú me enviaste” (S. Juan 17:18, 23). El apóstol Pablo dice a los discípulos de Jesús: “Es evidente que ustedes son una carta de Cristo conocida y leída por todos” (2 Corintios 3:3, 2). En cada uno de sus hijos, Jesús envía una carta al mundo. Si eres discípulo de Cristo, él envía en ti una carta a la familia, al pueblo y a la calle donde vives. Jesús, que mora en ti, desea hablar a los corazones de quienes no lo conocen. Quizá no leen la Biblia ni oyen la voz que les habla en sus páginas ni ven el amor de Dios en sus obras, pero si eres un verdadero representante de Jesús, puede ser que a través de ti sean guiados a comprender algo de su bondad y sean ganados para amarlo y servirlo. Los cristianos son portadores de luz en el camino del cielo. Deben reflejar al mundo la luz de Cristo que brilla sobre ellos. Su vida y carácter deben ser tales que, mediante ellos, otros puedan tener el concepto correcto de Cristo y de su servicio. Si representamos a Cristo, haremos

que su servicio parezca atractivo, como realmente lo es. Los cristianos que llenan su alma de amargura y tristeza, que murmuran y se quejan, dan una falsa representación de Dios y de la vida cristiana ante los demás. Dan la impresión de que Dios no se complace en ver a sus hijos felices, y en esto dan falso testimonio contra nuestro Padre celestial. Satanás se alegra cuando puede inducir a los hijos de Dios a la incredulidad y al desaliento. Se deleita al ver que desconfiamos de Dios y dudamos de su buena voluntad y de su poder para salvarnos. Le agrada hacernos sentir que el Señor nos hará daño por sus providencias. La obra de Satanás es representar al Señor como falto de compasión y piedad. Él da una falsa interpretación de la verdad de Jesús. Llena la imaginación de ideas falsas con relación a Dios. Y en lugar de meditar en la verdad acerca de nuestro Padre celestial, muy frecuentemente fijamos nuestras mentes en las interpretaciones erróneas de Satanás, y deshonramos a Dios desconfiando de él y murmurando contra él. Satanás siempre trata de presentar la vida religiosa como una vida de tristeza. Desea hacerla parecer difícil y llena de arduos trabajos; y cuando el cristiano, por su incredulidad, presenta en su propia vida esta forma de religión, avala la falsedad de Satanás. Muchos, al recorrer la senda de la vida, reflexionan acerca de sus errores,

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fracasos y decepciones, y sus corazones se llenan de dolor y desaliento. Mientras yo estaba en Europa, una hermana que había estado haciendo esto y que se encontraba en una profunda angustia, me escribió pidiendo algunas palabras de ánimo. La noche siguiente a la lectura de su carta soñé que yo estaba en un jardín, y alguien que parecía ser el dueño del jardín me llevaba por sus senderos. Estaba recogiendo las flores y gozando su fragancia, cuando esta hermana que caminaba a mi lado me señaló algunos zarzales no muy atractivos que le estaban impidiendo el paso. Allí estaba ella afligida y llena de pesar. No iba por el sendero siguiendo al guía, sino que caminaba entre las espinas y las zarzas. Se lamentaba, diciendo: “¡Oh!, ¿no es una lástima que este hermoso jardín esté echado a perder por las espinas?” Entonces, el guía nos dijo: “No hagas caso de las espinas, porque sólo te molestarán. Recoge las rosas, los lirios y los claveles”. ¿No ha habido en tu experiencia algunos momentos felices? ¿No has vivido épocas preciosas en las que tu corazón palpitaba de gozo respondiendo al Espíritu de Dios? Cuando revisas los capítulos pasados de tu vida, ¿no encuentras algunas páginas agradables? ¿No son las promesas de Dios como flores llenas de fragancia a cada lado de tu camino? ¿No permitirás que su belleza y dulzura llene tu corazón de gozo? Las zarzas y las espinas sólo te herirán y te causarán dolor; y si recoges únicamente estas cosas y las presentas a otros, ¿no estás impidiendo a los que te

rodean caminar en la senda de la vida, además de estar despreciando la bondad de Dios? No es bueno recordar todas las cosas desagradables de la vida pasada, sus pecados y desengaños, para hablar de ellos y llorarlos hasta quedar abrumados de desaliento. El alma desalentada se llena de tinieblas, apaga la luz de Dios de su propia alma y proyecta sombras en el camino de los demás. Demos gracias a Dios por las maravillosas imágenes que nos ha dado. Reunamos las benditas promesas de su amor para meditar en ellas constantemente: el Hijo de Dios, que deja el trono de su Padre y reviste su divinidad con nuestra humanidad para poder rescatar al hombre del poder de Satanás; su triunfo en nuestro favor, que abre el cielo a los hombres y revela a la visión humana la morada donde la Deidad descubre su gloria; la raza caída, levantada de lo profundo de la ruina en la que el pecado la había sumergido, puesta de nuevo en relación con el Dios infinito, vestida de la justicia de Cristo y exaltada hasta su trono después de sufrir la prueba divina por la fe en nuestro Redentor. Estos son los temas que Dios quiere que contemplemos. Cuando dudamos del amor de Dios y desconfiamos de sus promesas, lo deshonramos y entristecemos su Espíritu Santo. ¿Cómo se sentiría una madre si sus hijos se quejaran constantemente de ella, como si no deseara el bien de ellos, cuando en realidad todo el esfuerzo de su vida tuvo el propósito de proporcionarles comodidades? Suponte que dudaran de su amor; esto quebrantaría su corazón.

Una Felicidad Indescriptible ¿Cómo se sentiría cualquier padre ante tal tratamiento por parte de sus hijos? ¿Y cómo puede mirarnos nuestro Padre celestial cuando desconfiamos de su amor, que lo llevó a dar a su Hijo unigénito para que tengamos vida eterna? El apóstol escribió: “El que no escatimó ni a su propio Hijo, sino que lo entregó por todos nosotros, ¿cómo no habrá de darnos generosamente, junto con él, todas las cosas?” (Romanos 8:32). Sin embargo, hay muchos que dicen con sus acciones, si no con sus palabras: “El Señor no dijo esto para mí. Tal vez ame a otros, pero a mí no me ama”. Todo esto está dañando a tu alma, pues cada palabra de duda que pronuncias es una invitación a las tentaciones de Satanás; estás acrecentando en ti la tendencia a dudar, y causándole tristeza a los ángeles ministradores. Cuando Satanás te tiente, que no salga de tus labios una sola palabra de duda o incertidumbre. Si decides abrir la puerta a sus sugerencias, tu mente se llenará de desconfianza y cuestionamientos rebeldes. Si hablas de tus sentimientos, cada duda que expreses no sólo reaccionará sobre ti mismo, sino que será una semilla que germinará y llevará fruto en la vida de otros; y quizá sea imposible contrarrestar la influencia de tus palabras. Tal vez puedas recobrarte del momento de la tentación y del lazo de Satanás, pero puede ser que los que han sido influenciados por ti no logren escapar de la incredulidad que les hayas insinuado. ¡Cuán importante es que hablemos solamente de esas cosas que nos darán fortaleza espiritual y vida!

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Los ángeles están atentos para escuchar qué clase de informe le das al mundo acerca de tu Maestro celestial. Que tu conversación sea sobre Aquel que vive para interceder por nosotros delante del Padre. Que la alabanza de Dios esté en tus labios y en tu corazón cuando estreches la mano de un amigo. Esto traerá sus pensamientos a Jesús. Todos tenemos pruebas y aflicciones difíciles de sobrellevar, y tentaciones difíciles de resistir. Pero no las cuentes a los amigos, más bien lleva todo a Dios en oración. Que sea una regla en ti no pronunciar una sola palabra de duda o desaliento. Tú puedes hacer mucho para alegrar la vida de otros y fortalecer sus esfuerzos al compartir palabras de esperanza y buen ánimo. Hay muchas almas valientes que están profundamente acosadas por la tentación, casi a punto de desmayar en el conflicto que sostienen consigo mismas y con los poderes del mal. No las desalientes en su gran lucha. Bríndales palabras de valor y de esperanza que las ayuden a seguir adelante. Así la luz de Cristo puede brillar a través de ti. “Ninguno de nosotros vive para sí” (Romanos 14:7). Por tu influencia inconsciente, otros pueden ser animados y fortalecidos, o desalentados y alejados de Cristo y de la verdad. Hay muchos que tienen un concepto errado de la vida y del carácter de Cristo. Piensan que él era falto de calor y alegría, que era austero, severo y triste. Para muchos, toda la experiencia religiosa se presenta bajo este aspecto sombrío. Frecuentemente oímos que Jesús lloró, pero nunca se dice que sonreía.

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Nuestro Salvador fue en realidad hombre de dolores y conoció el pesar, porque abrió su corazón a todas las miserias de la raza humana. Pero aunque su vida estaba llena de abnegación, dolores y cuidados, su espíritu no estaba abrumado por ellos. Su semblante no reflejaba una expresión de amargura o queja, sino siempre de una apacible serenidad. Su corazón era un manantial de vida, y doquiera iba llevaba descanso, paz, gozo y alegría. Nuestro Salvador era serio e intensamente fervoroso, pero nunca sombrío o huraño. La vida de los que lo imitan se llenará de los más sinceros propósitos, y tendrá un profundo sentido de responsabilidad personal. Reprimirán la liviandad, no participarán de festejos ruidosos ni bromas groseras; pues la religión de Jesús da paz como un río. No apaga la luz del gozo, no impide la jovialidad ni nubla el rostro alegre y sonriente. Cristo no vino para ser servido, sino para servir; y cuando su amor more en nuestros corazones, seguiremos su ejemplo. Si mantenemos en nuestras mentes acciones egoístas e injustas de los demás, nos daremos cuenta que es imposible amarlos como Cristo nos amó; pero si nuestros pensamientos meditan continuamente en el maravilloso amor y en la compasión de Cristo hacia nosotros, manifestaremos el mismo espíritu hacia los demás. Debemos amarnos y respetarnos mutuamente, a pesar de las faltas e imperfecciones que no podemos dejar de ver. Debemos cultivar la humildad y la desconfianza en nosotros mismos, y

una paciencia llena de ternura al tratar con las faltas de los demás. Esto eliminará todo mísero egoísmo y creará en nosotros un corazón grande y generoso. El salmista dice: “Confía en el Señor y haz el bien; establécete en la tierra y mantente fiel” (Salmos 37:3). “Confía en Jehová”. Cada día tiene sus propias cargas, cuidados y perplejidades; y cuando nos encontramos unos con otros, ¡cuán listos estamos para hablar de nuestras pruebas y dificultades! Estamos tan acosados de problemas ajenos, cultivamos tantos temores y expresamos tal peso de ansiedad, que cualquiera podría suponer que no tenemos un Salvador amoroso y misericordioso, listo para escuchar todas nuestras peticiones y ayudarnos en todo momento de necesidad. Algunos siempre están llenos de temor y tomando problemas ajenos. Cada día están rodeados por los dones del amor de Dios; cada día disfrutan de las abundancias de su providencia. Sin embargo, pasan por alto estas bendiciones presentes. Sus pensamientos están continuamente centrados en algo desagradable que temen que pueda suceder, o en algunos problemas que puede ser que existan que, aunque pequeños, ciegan su vista a las innumerables bendiciones que demandan su gratitud. Las dificultades que encuentran en lugar de guiarlos hacia Dios, la única fuente de ayuda, los separan de él, porque despiertan inquietud y descontento. ¿Hacemos bien en ser incrédulos? ¿Por qué somos desagradecidos y desconfiados? Jesús es nuestro amigo.

Una Felicidad Indescriptible Todo el cielo está interesado en nuestro bienestar. No debemos permitir que las perplejidades y preocupaciones de la vida diaria aflijan nuestra mente y entristezcan nuestro semblante. Si lo permitimos, siempre habrá algo que nos moleste y fatigue. No debemos dar entrada a los cuidados que sólo nos angustian y debilitan, pero no nos ayudan a soportar las pruebas. Podemos sentirnos confusos en nuestros negocios, nuestras perspectivas pueden volverse cada vez más inciertas y podemos estar amenazados de pérdida. Pero no nos desanimemos. Confiemos nuestras cargas a Dios y permanezcamos serenos y alegres. Oremos pidiendo sabiduría para manejar nuestros negocios con discreción, a fin de prevenir pérdidas y desastres. Hagamos todo lo que esté de nuestra parte para obtener resultados favorables. Jesús ha prometido su ayuda, pero no sin nuestro esfuerzo. Cuando hayamos hecho todo lo que esté a nuestro alcance, confiando en nuestro Ayudador, aceptemos los resultados con alegría. No es la voluntad de Dios que su pueblo se sienta abrumado por las preocupaciones. Pero nuestro Señor no nos engaña. Él no nos dice: “No temas; no hay peligros en tu camino”. Él sabe que hay pruebas y peligros, y nos lo ha dejado saber abiertamente. No se propone sacar a su pueblo de un mundo de pecado y maldad, pero los dirige a un refugio seguro. Su oración por sus discípulos fue: “No te pido que los quites del mundo, sino que los protejas del maligno” (S. Juan 17:15). “En este mundo afrontarán aflicciones, pero

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¡anímense! Yo he vencido al mundo” (S. Juan 16:33). En el Sermón del monte, Cristo enseñó a sus discípulos preciosas lecciones acerca de la necesidad de confiar en Dios. Estas lecciones tienen la finalidad de alentar a los hijos de Dios a través de todas las edades, y han llegado hasta nuestros tiempos llenas de instrucción y consuelo. El Salvador dirigió la atención de sus discípulos a las aves del cielo que entonan sus trinos de alabanza, sin sentir preocupación alguna. Aunque “no siembran ni cosechan”, el gran Padre provee para sus necesidades. El Salvador pregunta: “¿No valen ustedes mucho más que ellas?” (S. Mateo 6:26). El gran Proveedor del hombre y la bestia extiende su mano y suple las necesidades de todas sus criaturas. Las aves del cielo no pasan desapercibidas para él. Dios no les da el alimento en el pico, pero provee para sus necesidades. Deben recoger los granos que él ha derramado para ellas. Deben preparar el material para sus pequeños nidos. Deben dar de comer a sus polluelos. Mientras trabajan, lo hacen cantando, porque “el Padre celestial las alimenta”. Y “¿no valen ustedes mucho más que ellas?” ¿No son ustedes, como adoradores inteligentes y espirituales, de más valor que las aves del cielo? El Autor de nuestro ser, el Preservador de nuestra vida, Aquel que nos creó a su divina imagen, ¿no proveerá para nuestras necesidades, si tan sólo confiáramos en él? Cristo les mostraba a sus discípulos las flores del campo que crecen en gran abundancia y reflejan la sencilla belleza

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que el Padre celestial les ha dado, como una expresión de su amor hacia el hombre. Él dijo: “Observen cómo crecen los lirios del campo”. La belleza y sencillez de estas flores naturales sobrepasan el esplendor de Salomón. El atavío más admirable producido por la destreza del arte no puede compararse con la gracia natural y la radiante belleza de las flores creadas por Dios. Jesús pregunta: “Si así viste Dios a la hierba que hoy está en el campo y mañana es arrojada al horno, ¿no hará mucho más por ustedes, gente de poca fe?” (S. Mateo 6:28, 30). Si Dios, el artista divino, da sus delicados y variados colores a las sencillas flores que perecen en un día, ¿cuánto mayor cuidado no tendrá por aquellos a quienes él creó a su propia imagen? Esta lección de Cristo es un reproche contra la ansiedad, las perplejidades y dudas del corazón sin fe. El Señor anhela que todos sus hijos e hijas sean felices, obedientes y llenos de paz. Jesús dice: “La paz les dejo; mi paz les doy. Yo no se la doy a ustedes como la da el mundo. No se angustien ni se acobarden” (S. Juan 14:27). “Les he dicho esto para que tengan mi alegría y así su alegría sea completa” (S. Juan 15:11). La felicidad que se busca por motivos egoístas, fuera de la senda del deber, es desequilibrada, inestable y transitoria. Esa felicidad deja de ser y llena el alma de soledad y tristeza. Pero hay gozo y satisfacción en el servicio del Señor. Dios no abandona al cristiano en senderos inciertos ni lo abandona a pesares y fracasos vanos. Si no tenemos los placeres de esta vida, podemos estar gozosos a la espera de la vida venidera.

Pero aún aquí los cristianos pueden tener el gozo de la comunión con Cristo; pueden tener la luz de su amor y el perpetuo consuelo de su presencia. Cada paso en esta vida puede acercarnos más a Jesús, puede darnos una experiencia más profunda de su amor y conducirnos un paso más cerca del bendito hogar de paz. No perdamos, pues, nuestra confianza, mas tengamos la firme seguridad, ahora más firme que nunca antes. “Hasta aquí nos ayudó Jehová” (1 Samuel 7:12)… y nos ayudará hasta el fin. Contemplemos los monumentos conmemorativos de lo que el Señor ha hecho para alentarnos y salvarnos de la mano del destructor. Tengamos siempre fresco en nuestra memoria todas las tiernas misericordias que Dios nos ha mostrado: las lágrimas que ha enjugado, las penas que ha desvanecido, las ansiedades que ha retirado, los temores que ha disipado, las necesidades que ha suplido, las bendiciones que ha derramado, y así cobraremos fuerzas para todas las pruebas que nos aguardan en el resto de nuestra peregrinación. Hay nuevas perplejidades en el conflicto por venir, pero podemos mirar tanto lo pasado como lo venidero y decir: “¡Hasta aquí nos ha ayudado Jehová!” “Como tus días serán tus fuerzas” (Deuteronomio 33:25). La prueba no será mayor que la fuerza que nos será dada para soportarla. Por lo tanto, continuemos con nuestro trabajo dondequiera lo encontremos, confiando que, sea lo que tengamos que enfrentar, se nos dará la fuerza necesaria para soportar la prueba.

Una Felicidad Indescriptible Y las puertas del cielo se abrirán de par en par para recibir a los hijos de Dios, y de los labios del Rey de gloria resonará en sus oídos, como la música más dulce, la bendición: “Vengan ustedes, a quienes mi Padre ha bendecido; reciban su herencia, el reino preparado para ustedes desde la creación del mundo” (S. Mateo 25:34). Entonces los redimidos serán bienvenidos al hogar que Jesús les está preparando: Allí no los acompañarán los malvados de la tierra, los mentirosos, los idólatras, los impuros y los incrédulos; sino que serán acompañados por quienes hayan vencido a Satanás y por la gracia divina hayan formado un carácter perfecto. Toda tendencia pecaminosa, toda imperfección que los aflige aquí habrá sido quitada por la sangre de Cristo, y se les impartirá la excelencia y el resplandor de su gloria,

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que excede al resplandor del sol. Y la belleza moral, la belleza de su carácter, brillará en ellos superando aun más este esplendor exterior. Estarán sin mancha delante del trono celestial y compartirán la dignidad y los privilegios de los ángeles. En vista de la herencia gloriosa que puede ser tuya, “¿qué dará el hombre a cambio de su alma?” (S. Mateo 16:26). Puedes ser pobre y, sin embargo, poseer en sí una riqueza y una dignidad que el mundo nunca podrá otorgar. El alma redimida y purificada del pecado, con todas sus nobles facultadas dedicadas al servicio de Dios, es de un valor inigualable. Y hay gozo en el cielo en la presencia de Dios y de los santos ángeles por cada alma redimida, un gozo que se expresa con cánticos de santo triunfo.

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El que tiene contados los cabellos de tu cabeza no es indiferente a las necesidades de sus hijos. Su corazón lleno de amor se conmueve por nuestras tristezas y aun por nuestra presentación de ellas.

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Llévale a Dios tus necesidades, gozos, tristezas, cuidados y temores. No puedes agobiarlo ni cansarlo.

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No hay en nuestra experiencia ningún pasaje tan oscuro que él no lo pueda leer, ni confusión tan grande que él no la pueda aclarar. Ninguna calamidad puede sobrevenir al más pequeño de sus hijos, ninguna ansiedad puede agobiar el alma, ningún gozo generar alegría a la existencia, ninguna oración sincera escaparse de los labios, sin que nuestro Padre celestial lo tome en cuenta, o sin que tome en ello un interés inmediato. Llévale todo lo que confunda tu mente. Nada es demasiado grande para que él no lo pueda soportar; pues él sostiene los mundos y gobierna todos los asuntos del universo. Nada que de alguna manera afecte nuestra paz es demasiado pequeño para que él no lo note.

El

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