Un corazón en la planta del pie. Concurso de booktrailers. Uno

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Mamá está sentada detrás de una docena de botellas, en uno de esos sitios –seguramente excéntrico– donde se come muy bien y muy barato, si se tiene en cuenta que el cólera se vacuna con la misma mugre que le ayuda a propagarse. La imagen del video es granulosa. No se puede apreciar en qué rincón ha ubicado la filmadora, ni con qué mano mueve el zoom cuando alguien se le acerca. Se la ve cansada, ojerosa, con el rostro enmarcado por la capucha negra del piloto y el suéter del mismo color. Parece un rostro que flota en la oscuridad. En el montaje hay un salto de varias horas hasta que aparece el hombre que será mi padre. –Él estuvo más cerca que nadie de cumplir sus promesas –dice mamá. Aparece el rostro de mi futuro padre con anteojos para sol, barbudo de varios días y la melena hasta los hombros, más larga y rizada que la de mamá. De atrás, al principio, parece una mujer, gruesa y retacona, más bien tambaleante que segura de sus pasos. Dice mamá que eran tal para cual hasta en las cosas mínimas, pero agrega, socarronamente: “como dos copos de nieve”. Su idea de romper las simetrías me conmueve. La historia que filmaron, cada uno por su lado, se enriquece con el montaje de las cintas que captaron el desarrollo del encuentro. Mamá no tiene rastros de maquillaje, la huella de su lápiz de labios ha quedado en el cristal de una jarra que está sobre la mesa. –Salud –dice papá, mientras levanta su copa–. Fea noche para estar solos. 15

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Mamá lo mira de reojo. Congelo la imagen para deleitarme con un rostro en el que aún no aparecen los signos de la violencia: sus dos ojos brillan con la misma intensidad. Me miran desde la pantalla como desde una tela en la que el artista ha trabajado en profundidad, acentuando la importancia de las miradas por encima de la estética de los rostros. La imagen nos revela el escaso grado de curiosidad que le ha despertado el desconocido. –El frío es bueno para guardar cadáveres. Y nonatos –dice papá–, pero es malo para la sangre caliente. Los cuerpos se erizan, los vasos se contraen. La sensación es horrible. Mamá voltea la cabeza hacia el costado derecho de su sombra. –Salud –repite mi padre–. ¿Puedo sentarme? Ella lo mira de frente por primera vez. Mueve los labios como si fuera a decir algo, pero calla. –Qué suerte la mía, encontrar a una mujer que no pronuncia palabra –dice papá–. ¡Odiseo navega sin peligro! Bebe un líquido rojizo que parece beaujolais, pero apuesto a que es cerveza con granadina. Congelo la imagen para mirar los ojos del recién llegado. Me pregunto por qué no lo extrañé cuando se fue de nuestro lado. Mamá cuidó que el impacto de las revelaciones no se adelantara a las etapas naturales en la educación de una niña. Me veía temblar con expresión de espanto y decía que la suya era una historia normal como la de cualquier vecino. –La única diferencia –dice, sentada a mi lado– es que en aquella época ni siquiera escondía lo más íntimo. Soy de una generación que se ganó a balazos el derecho a vivir. Los ojos del desconocido son del color de la miel libada en alfalfa, sus dos pupilas brillan, también, con la misma intensidad. Papá se acerca a mamá y sigue tomando la iniciativa. –No pienso renunciar al encanto de tus palabras. Sin embargo –dice–, si no estás con ánimos de hablar, permíteme contarte unas historias. Hablan de hombres y de mujeres que se encuentran en alguna encrucijada donde pasan cosas. Cosas que cambian la vida de la gente, sin que nada, ni nadie, pueda impedirlo. Sobre la imagen de mamá, que ha comenzado a prestarle atención aunque no quiere demostrarlo, su hermosa voz 16

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me recuerda que ni en ese momento, ni después, cuando logra convencerla y llevarla al hotel, imaginó que papá era el asesino que buscaba. El “asesino–individual–en–serie–menos– buscado–en–la–historia–de–la–humanidad”. En alguna cinta cuenta cómo la habían retirado de la policía, acusada de golpear a un testigo para que revelara el escondite del criminal: sufrió un ataque de rabia porque papá se le escapó entre los dedos en un barrio donde las casas se comunican por los patios, un barrio donde la ley y el orden se perdieron siempre. La internaron, cuando le dieron el alta del hospital psiquiátrico le comunicaron su situación pasiva. Los reputeó de arriba abajo y se alquiló una buhardilla barata, donde las palomas cagaban por entre los vidrios rotos del techo los archivos que robó de la oficina de identificaciones. Después supo que todo había sido preparado: una operación perfecta. Con su propia mano redactó un aviso con su nombre y dirección para el matutino de la ciudad: OFICINA PRIVADA DE INVESTIGACIONES SERIEDAD, RESPETO, DISCRECION La crónica dice que las circunstancias de esa noche hicieron posible la aceptación de una demanda inusual. Papá no fue interesante ni bello hasta que sus palabras operaron en el deseo de mamá. Tuvo cuidado para armar con las imágenes de cada uno un contrapunto interesante. Se ve el rostro de mamá suspendido en el vacío, extático, con la mirada perdida y una melena sobre su costado, que parece no moverse, aunque algo le da una sensación de movilidad sólo comprensible al aparecer el rostro de quien será mi padre: el balbuceo de sus labios a la sombra que es la cabeza de mamá, cubierta con la capucha. Se ve el movimiento, pero no se escucha el contenido de la historia que comienza a trabajar como una gota sobre esa figura que parece tallada en un bloque de granito. Apenas se percibe un murmullo compuesto de palabras, canciones, vientos lejanos y una dosis de pasiones propias de los hombres, heredada de los dioses que habitaron la Tierra mucho antes de la llegada de Jesús. Están todos los mares, los árboles y los pájaros, dragones y duendes de la única historia de amor que después, con el trabajo de los hombres, se transformó en historias diferentes según el color de la piel, el idioma o el tinte de las llamas que 17

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crepitan en las hogueras de la madrugada. El rostro de mamá comienza a cambiar. Parpadeos, un brillo más intenso, un surco entre las cejas que no se corresponde con un gesto de fastidio. Cada vez que miro su rostro descubro algo nuevo: destellos en un lagrimal que atribuyo a la lámpara, a defectos de la filmación original; el ínfimo, imperceptible movimiento del lóbulo de la oreja más cercana a los labios de mi padre o la aparición, minúscula al principio, como un detalle claro entre la mucosa de los labios, del esmalte de los dientes oscurecido por la nicotina. Los músculos periféricos de su boca abandonan el rictus. Me hubiera gustado percibir en qué momento su piel comienza a erizarse. Quizá con la primera sonrisa o con la leve inclinación de su mirada hacia arriba de la filmadora, como si buscara en el cielorraso la explicación a los misterios que alcanza a entrever en el torrente de palabras. Mamá confirma que no fue una sola historia sino muchas, una trama de cuerpos desnudos comprometidos en la acción. Dice que el tiempo pasó como una música: así, acariciándola, haciéndola dormir y despertándola en lugares y con gente diferente. Tuvo sueños que le fueron dictados. Sintió miedo, calor, espasmos. Cada sensación se puede adivinar aunque la escasa luz y el uso del zoom perjudican el relevo de los gestos. Hasta que el dueño del mugriento bar se acerca a avisarles que está por cerrar. Cada uno toma su bolso, cuelga de un hombro su cámara y salen a la calle. Se los escucha reír mientras se ven los recipientes de basura, visitados por los perros de la madrugada que regresan de olfatear los charcos de vino macerado. Caminan por una calle adoquinada que parece terminar en una línea apenas sugerida sobre la oscuridad. –Entonces, como premio, el hombre reclamó a la dama un gesto de ternura. La voz de papá, con sus matices graves, suena sugestiva. La imagen queda fija en un recipiente, debajo de una ventana. Hay sonidos que se entienden aunque mamá no me hubiera contado que se están besando. –Quedate conmigo –dice papá. –No puedo. –Sí, podés. ¿Qué pasa? Mamá es sincera y le dice en voz muy baja que tiene mal aliento. 18

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–¿Qué comiste? ¿Empanadas de cebolla? ¿Pan con ajo? Dejame olerte de nuevo. Mamá se mueve hacia atrás. –Yo también comí ajo –dice mi padre–. No sabe mal. El ajo es el mejor condimento de los cuerpos. Otro silencio. –Conozco un hotel tranquilo. –No –dice mamá y agrega–: No seas cargoso. En algún momento reemplazan las baterías y las cintas de sus filmadoras. Aparece la imagen de una calle más luminosa y se ve que mamá no afloja. Se escucha su voz tratando de explicar(me) que no estaba con ánimos para entregarse. –¿Cuánto hace que no estás con alguien? –pregunta el desconocido que será mi padre. Mamá le agregó música romántica a esa parte del diálogo, como se hacía en las malas películas del siglo XX. La música dificulta la comprensión de los sonidos naturales. Se nota que algo pasa, quizá algún manoseo que justifica la agitación de las respiraciones. –No te hagas rogar –suspira el hombre–. ¿Cuánto hace que tu cuerpo no recibe a nadie? Se escucha el sonido del encendedor. Mamá levanta la cámara y enfoca la cara de papá. Se lo ve cansado de lidiar. Arroja el humo por la nariz y la mira desafiante. –¿Tenés dificultad para llegar al orgasmo? –¿Qué? –pregunta ella. –La vez que mejor estuviste, ¿cuántas veces llegaste al orgasmo? –Dos... tres... El rostro del varón se ilumina. –¿Nada más? Apuesto que conmigo llegás a los diez. Se escucha su risa. Papá levanta la mano y dice: –Lo juro por lo más sagrado... Qué se yo, tu cámara, tus sueños, lo que quieras, que haré lo que pueda y mucho más para que esta noche sea inolvidable. En sus pupilas se leen las llamas que envuelven a mi madre, una pira en la que los leños son su carne y el combustible la sangre, y la chispa esa mezcla de hormonas y fluidos que modifican el pensamiento y la acción de una persona hasta llevarla a hacer lo que no haría si conservara lucidez. Los ojos 19

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de mi padre tienen el brillo que he visto en los ojos de otros hombres en similares circunstancias. Lo he visto también en los animales, cuando las hembras se impregnan con los olores de la fertilidad.

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