Un Dios que llama a la santidad

Un Dios que llama a la santidad Hermilo E. Pretto El tema de la santidad, esencial al interior de la experiencia cristiana, se revela complejo en raz

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Un Dios que llama a la santidad Hermilo E. Pretto

El tema de la santidad, esencial al interior de la experiencia cristiana, se revela complejo en razón de elementos que entre sí se contraponen. Por un lado, el desabrochar de las potencialidades humanas. El resultado que se persigue, objetivo inspirador de aquello que, en determinada situación, se piensa y se hace, de la misma forma como su calidad, depende de cuánto el ser humano sea capaz de realizar. En esta dinámica es necesario que haya renuncia, autocontrol, ascesis, conversión, al interior de una justa y adecuada escala de valores. De otro lado, la percepción de que la santidad es consecuencia de la exuberancia de la gracia, al interior de una dinámica donde el ser humano es básicamente receptivo. En tal perspectiva, la persona santa no es alguien que realiza grandes cosas, sino alguien que, por su disponibilidad incondicional al dinamismo divino, permite que en ella se realicen grandes cosas. Como la santidad significa el máximo de elevación humana, poniendo en destaque la fuerza humanizadora de la gracia, es fácil percibir que ahí está en juego lo esencial. De aquí una conclusión: no está en poder del ser humano realizar la esencia de su vida. Ejemplo singular de santidad comprendida en tal perspectiva, testimonio elocuente del amor divino, es el caso de María. Ella tiene conciencia de su pequeñez y, al mismo tiempo, reconoce agradecida que el Señor realizó en ella grandes cosas, auténticas maravillas. Por esta novedad creadora, que sobrepasa infinitamente el límite de las potencialidades humanas, ella dice que las generaciones todas habrán de proclamarla bienaventurada. Hay una grandeza que viene en el espíritu de la dádiva. De allí la actitud de agradecimiento.

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Pero aquello mismo que pasa la impresión de ser contradictorio representa, en verdad, las dos caras de la misma moneda. Así como lo explicité anteriormente, a medida en que se consigue comprender la santidad como resultado de la exuberancia de la gracia hay que reconocer que el ser humano es receptivo, siendo la propia gracia algo que él vive pero no tiene el poder de producir. En este caso, la santidad es la propia salvación en acto, aunque aún esté a camino y enfrente la posibilidad constante de perderse. Es el apóstol Pablo quien proclama, en las cartas a los Romanos y a los Gálatas, que la salvación viene por la fe, sin las obras de la Ley. Así enfatiza que el ser humano no produce la propia justificación. Esta le es concedida gratuitamente por Dios. Tenemos aquí una condenación flagrante de la teología del mérito, presente en la postura calculista de los fariseos y contra la que Jesús reaccionó con fuerza. Desafortunadamente, a veces queda la impresión de que la mentalidad de los fariseos haya influenciado a la Iglesia mucho más de que el propio Jesucristo. Con el objetivo de tener una visión profunda y amplia de la cuestión, que es mucho más compleja de cuánto pueda parecer a primera vista, cabe recordar que la Carta de Santiago llama la atención para el hecho de que la justificación es ofrecida por Dios al ser humano, sin cualquier especie de restricción o preconcepto, como posibilidad. Pero ella sería muerta si, mediante gestos de responsabilidad (las obras), el ser humano no hiciera real tal posibilidad. El ofrecimiento de Dios es gratuito e incondicional. Pero el ser humano tiene que dar pruebas de que la acepta y la torna efectiva. De esta forma, gracia y responsabilidad reflejan la relación entre hecho y significado al interior de una misma y única dinámica: la gracia asumiendo densidad histórica por la mediación de la responsabilidad humana en términos de relaciones inspiradas en el espíritu de gratuidad. La santidad es una forma de plenitud. Cabe preguntar: ¿A quién beneficia con su riqueza singular? Los Antiguos filósofos acostumbraban afirmar que el bien tiende por naturaleza a difundirse, a comunicarse. La razón de ello es el propio dinamismo interno del bien: él nunca será tal si no está orientado para el espíritu de la dádiva. Existe una total incompatibilidad entre un bien verdadero y la postura de encerramiento, de exclusión, de rechazo del compartir. Lo que se observa aquí no es un aspecto periférico, una dimensión menor, sino el propio centro de aquello que es estructuralmente bueno. Con base en este principio es posible comprender el gesto divino que se explicita en términos de creación.

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Aquello que se dice al respecto del bien en general se aplica al bien particular que es la santidad. Ella es como una luz y no existe para ser ocultada, sino para ser puesta en local elevado y así iluminar el ambiente circunstante. Ella también es como la sal: le compete la irrenunciable tarea de asegurar sabor a la vida. En ambos casos, en medio de referencias evangélicas la santidad es un testimonio de esperanza. El propio Jesús así se expresaba, hablando a cuantas y cuantos estaban en el seguimiento: ustedes son la sal de la tierra; son la luz del mundo. Sólo resta una restricción: eso no puede ser resultado de una postura intencional propia de quien se propone como modelo a ser seguido. La fuerza de apelo viene espontáneamente, por el testimonio. La santidad representa la coronación de un proyecto de vida. Ahí gana fuerza la disponibilidad. La persona santa siempre es alguien que tiene fuera de sí, en el prójimo, su centro de gravedad: la inspira profundamente el espíritu de la dádiva. Por eso mismo, la santidad acontece en el interior de una contradicción frontal con el llamado espíritu del mundo. En su dimensión de profundidad, ella se presenta como clamor que brota de la propia estructura del ser. Así, ella constituye vocación universal. La santidad es la respuesta al deseo de plenitud que todo ser humano anida en su interior. La consecuencia de ello es que, sin excepción, la santidad los envuelve a todos. Cuando Jesús decía: “Sean, por tanto, perfectos como su Padre celestial es perfecto” (Mt 5, 48), su intención era dirigirse a todos y no a un grupo privilegiado de elegidos. Es más, Jesús nunca demostró preocupación en el sentido de constituir aristocracias religiosas. Si alguien puede y debe destacarse, esto deberá ocurrir en la disponibilidad para el servicio: “Quien quiera ser el mayor entre ustedes, sea el servidor de todos [...]” (Mt 20,26). En tal perspectiva, la santidad es la coronación de un profundo deseo que, cuando no es pleno, lleva fatalmente hacia la frustración. Sin embargo, siendo el ser humano alguien radicalmente ambiguo, la santidad nace del conflicto y en él se alimenta, en términos de contradicción y oposición, porque adhiere al principio de la vida. Ella no significa encerrarse ante lo auténticamente Nuevo que el Espíritu suscita incesantemente. La persona santa, por consiguiente, será siempre una persona atenta a los signos de los tiempos, que son las indicaciones de que están en andamiento procesos vitales, auténticas novedades creativas, la recreación del mundo, como dinamismo divino permanente. Esto, como es natural, exige atento discernimiento y sentido de responsabilidad. Si aún podemos

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considerar a la persona santa como alguien extraño, es porque ella tiene el coraje de no conformarse con la dictadura del sentido común. Esto es lo que pretendía decir el apóstol Pablo al insistir en el sentido de que los que habían adherido a Jesucristo no se acomodaran al mundo presente. La santidad es la expresión más alta de la sabiduría. Aquí no se está hablando de conocimiento adquirido, de erudición, sino de transparencia y contemplación. La sabiduría ni siempre coincide con la ciencia. Es la mirada del niño, que puede hasta ignorar la utilidad de aquello que existe, pero que es capaz de captar su dimensión más profunda. Es muy difícil para el ser humano situarse dentro de un estilo de vida que contradice las más corrientes aspiraciones humanas, generalmente inspiradas en la mediocridad. El apóstol Pablo hablaba de la sabiduría de la cruz: la realización humana pasa por la renuncia, por la capacidad de arriesgar la propia vida, por la disponibilidad en hacerse comunión. ¿Quién, en nuestro tiempo, se atrevería a hablar en estos términos? Hoy están presentes las más diferentes filosofías y psicologías insistiendo en que la centralidad de la persona está en ella misma, identificando el infierno en el otro, alimentando una postura sustancialmente egocéntrica. Dominadas en medio de la dictadura del sentido común, las voces se callan para dejar trasparecer que es la conformidad a los modelos convencionales y a los dictámenes del sentido común lo que determina el ritmo de la existencia. El pensamiento desarrollado por el apóstol Pablo llama la atención para una verdad esencial: el amor es la plenitud de la Ley y en él el ser humano alcanza la madurez. La santidad es la condición de aquellas y aquellos que se dejaron tomar por entero por la dinámica amorosa a punto de realizar en todos los niveles aquello que el mismo apóstol atribuía específicamente a la relación con Cristo: “Vivo, mas no soy yo: es Cristo quien vive en mí” (Ga 2,20). ¡Pero, cuántos equívocos se cometen en nombre del amor! Si amar significa hacer de la persona amada una prioridad, ¿por qué tanta instrumentalización de las personas e instituciones en búsqueda de ventajas personales? Si amar significa tornar la persona amada libre, libre hasta de nosotros mismos, ¿por qué ese desenfrenado instinto de posesión? ¿Por qué toda esta avalancha de chantajes pretendiendo retener a las personas cuando ellas claman por libertad, muchas veces con gestos de desespero?

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La santidad es el Espíritu de Dios apuntando caminos de vida nueva. Es apelo vehemente a una concentración en lo esencial (para Jesús, el Reino de Dios y su justicia). Es señal de tránsito indicando la dirección del camino de la puerta estrecha, porque amplio y espacioso es el camino que lleva a la perdición. ¿Todavía es posible encontrar personas interesadas en escuchar este clamor? De todos modos, es necesario recordar que la santidad se expresa en la dinámica de la eficacia: el verdadero éxito muchas veces pasa por la experiencia del fracaso, por el camino de la cruz. Perder/fracasar pueden ser extraordinarios momentos de gracia. En términos conceptuales, gracia y desgracia se excluyen por principio. En el dinamismo paradójico de Dios, frecuentemente andan juntas. La cruz es un instrumento de muerte. Para Dios, ella puede ser un camino que lleva a la salvación, entendida como vida en plenitud.

La medida del amor de Dios Nunca es excesiva la preocupación en deshacer una imagen aterradora de Dios, que fue inculcada principalmente por la catequesis de Primera Comunión y por la formación cristiana administrada, en general, por los padres y maestros. Aquí se observa la enorme responsabilidad que envuelve el proceso educativo – en este caso, de carácter religioso –, interfiriendo en la formación de la conciencia, como resultado de la incapacidad, o de la enorme dificultad, en la infancia y adolescencia, de ofrecer resistencia a aquello que se propone con autoridad por lo menos moral. Es posible, y muchas veces acontece, que a lo largo de toda la vida la persona no consiga desprenderse de aquella que fue su primera educación. Meditando sobre la imagen de Dios testimoniada por las Escrituras Sagradas, es posible constatar que Dios tiende a asumir características de tanta bondad, de tan gran compasión, de tan saludable providencia, que se revela difícil creer. A medida en que, en la sucesión del tiempo y del espacio, se va progresivamente descubriendo la verdadera imagen de Dios, la condición de hijo, para el ser humano, asume nuevas dimensiones. En vez de un miedo que asusta y paraliza, brota de forma espontánea una confianza inquebrantable propia de quien sabe, en el amor, en la fe y en la esperanza, que será acogido de manera incondicional más allá de todo lo que la fértil imaginación humana pueda proyectar.

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En el acontecer de la vida, a veces queda la impresión de que las iniciativas humanas, en lugar de revelar el rostro de Dios, tienden a esconderlo e incluso hasta deformarlo. Si esto ocurriera siempre, se llegaría a la conclusión de que la comparación con aquello que se es y que se hace poco podría ayudar. Es necesario reconocer que hay buenos motivos para pensar que las cosas con frecuencia procedan así. El apóstol Pablo puede servir de guía en este ni siempre fácil camino en dirección a la vida y a la dignidad. Expresando alegría por aquello que lo realizó plenamente, Pablo así escribe: “La gracia de nuestro Señor se manifestó copiosamente, junto con la fe y con el amor que están en Cristo, Jesús” (1Tm 1,14). Nos ayuda a comprender esta perspectiva la constatación de que Pablo tenía una conciencia profunda del abismo de la condición humana, con su propensión casi irresistible para el pecado. Del propio ser humano poco o nada habría que esperar, hasta porque, en vez de realizar el bien que se quiere, se opera el mal que no se quiere. Ocurre ahí la percepción de una profunda división interior que lleva a una oscilación pendular entre el bien y el mal. Pero hay un agravante: históricamente, el bien y el mal pasan la impresión de que no tienen la misma fuerza y el mismo poder de seducción. El ser humano, en efecto, parece llevado preferencialmente para aquello que lo deprime y destruye. Es exactamente eso que hoy la antropología denomina condición humana. No es una situación de caída, resultado de un pecado en los orígenes, sino la forma normal del existir humano en el espacio y en el tiempo. Así, incluso la mejor de las buenas intenciones sería incapaz de asegurar un camino de vida. Es por eso que la salvación, que es la expresión mayor y definitiva de la vida, no puede ser asegurada por cualquier iniciativa humana, por más profunda, sincera y transparente que ella pueda ser. Si ahí está en juego la plenitud de la vida, el ser humano debe tomar conciencia de que no está en su poder producir lo esencial. La salvación sólo puede hacerse realidad en la persona por fuerza de la gracia incondicional de Dios. En todo aquello que es decisivo, el ser humano es siempre receptivo. Su respuesta, para estar en los límites de la sensatez, tiene que expresarse en términos de gratitud. Como es fácil percibir, en medio a las reflexiones hechas hasta aquí el espíritu que inspira y anima la relación del ser humano no es la gratuidad. De parte de Dios, la relación en algún momento presenta el rostro mezquino del comercio. Con eso se quiere decir que

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no hay cualquier proporción entre las obras y la gracia. Es este dato que le permite al apóstol Pablo sustentar que la justificación viene por la fe sin las obras de la Ley. La relación divina viene como benevolencia sin medidas porque el gesto salvador llega como iniciativa soberana, anterior y más allá de cualquier iniciativa por parte del ser humano. Anteriormente se afirmó que todo lo que el ser humano vivencia en términos de valores fundantes ocurre en el encuentro con la gracia incondicional de Dios. Es posible, en medio de esta experiencia, darse cuenta de un factor decisivo que permite superar una de las mayores llagas que afligen a la humanidad: la escandalosa desigualdad que da margen a islas de bienestar e inmensidades de pobreza y miseria. Ahí tenemos el fenómeno doloroso de la exclusión social, que condena y excluye multitudes significativas de la humanidad y las lleva a vivir al margen de la convivencia social con dignidad, configurando una situación estructural de injusticia. La raíz de tal situación, que en nuestros días tiende a agravarse progresivamente, puede detectarse de forma bastante simple: todo lo que produce el ser humano tiende a aumentar la distancia entre las personas. Al final, la capacidad productiva no es la misma en todas las personas. Lo mismo puede ser dicho de la actividad de pensamiento, que es la producción del conocimiento: la capacidad intelectual presenta graduaciones enormes. Así, la superación de la desigualdad sería pensable apenas frente a algo que sea importante y decisivo, pero que no dependa de las actitudes humanas. Ahora se puede preguntar, frente a tal situación, que pasa la impresión de algo literalmente insuperable: ¿el elemento de valor que no dependa de las capacidades humanas existe de hecho o no pasa de una quimera? Me parece posible y sensato sustentar que no sólo tal elemento existe como es ofrecido incondicionalmente a todo ser humano: la gracia de Dios, que excluye radicalmente toda forma de preconcepto. Es necesario resaltar, en consonancia con tal afirmación, que el ser humano, por ser receptivo y no productivo en esta experiencia singular, no puede hacer nada en el sentido de merecer la grandeza que lo envuelve. Sus aptitudes naturales son de un valor ínfimo. Es posible observar, pues, que tales aptitudes consiguen hasta incomodar. Así, una persona muy inteligente, o con gran capacidad de trabajo, tiende naturalmente a sobre valorizarse, cayendo con frecuencia en la presunción. Ella resiste de todas formas porque

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sabe que la capacidad productiva que la identifica es el factor decisivo que le permite sustentar la superioridad. El dinamismo de la gracia, por el contrario, opera una identificación en todos los términos en la cuestión envolviendo el valor y la dignidad. El ser humano es desigual en aquello que produce, mas es profundamente igual en aquello que recibe. ¿Quién ya no observó que las expresiones más elevadas de compartir y de gratuidad ocurren con frecuencia mayor justo entre las personas más sencillas y pobres? No teniendo nada para ofrecer, porque nada poseen, revelan apertura mayor frente a la experiencia de la dádiva. En los Evangelios, donde nunca faltan testimonios en esta perspectiva, gana importancia la parábola del hijo pródigo, sobre la que ya nos detuvimos en una meditación anterior. Antes, sin embargo, de entrar en esta reflexión, me parece importante resaltar que, durante mucho tiempo, la Iglesia realizó una lectura moralista de esta parábola. Una interpretación tendenciosa llevó a la suposición de que el personaje central es el hijo que sale de casa y que, arrepentido, regresa después. La readmisión en la condición de hijo sería resultado de su arrepentimiento. De ahí la conclusión para la vida de la Iglesia: toda persona que se arrepiente, no importando la gravedad del mal realizado, se torna merecedora del perdón incondicional de Dios. Las cosas, en verdad, no proceden de esta forma. Primero, el personaje central es el padre, que, si no hace nada en el sentido de impedir que el hijo salga de casa y se vaya lejos (al final, siente respeto por la libertad de quien desea partir), realiza un gesto previo e incondicional de perdón. Para abrazar al hijo y readmitirlo en la plenitud de la filiación, no espera conocer su sinceridad y su arrepentimiento. Esto significa que las disposiciones del hijo no tuvieron cualquier interferencia en el gesto acogedor del padre (Lc 15,20). No se observa acá, en tal gesto de acogida, cualquier especie de cálculo buscando sacar provecho o afirmar una autoridad soberana. La conclusión, en el centro del tema de la presente reflexión, es que ningún eventual mérito del hijo ejerce cualquier especie de influencia sobre el perdón recibido. El padre no pone ninguna condición previa ni establece plazos para averiguar en profundidad las intenciones del hijo porque el espíritu que lo anima es la gratuidad relacional. No se puede olvidar, es claro, que el hijo hace una declaración de arrepentimiento y llega incluso a formular una exigencia mínima: quedarse al margen de la filiación. Pero en

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la secuencia, aún escuchando el reconocimiento del pecado cometido, el padre no lleva en consideración esta exigencia mínima: ser admitido apenas como uno de los empleados. Por el contrario, el padre reconstituye la condición filial en la plenitud de la dignidad, llevando el pecador a reencontrar la condición de hijo mediante los tres símbolos de la dignidad plena: las sandalias, la túnica y el anillo. Se nota que los empleados no usaban tales bienes de referencia. Tal hecho es tan sorprendente que surge inevitable la pregunta: ¿es posible que exista un padre capaz de tanta gratuidad para llegar a gestos tan radicales? Más aún: ¿habría algún límite en generosidad tan sorprendente? Se observa que, en el desarrollo de la parábola, el padre no deja de sorprender. Después de la reconstitución de la plenitud filial, aún será necesario que se organice una fiesta, porque quien estaba perdido fue encontrado y quien estaba muerto regresó a la vida (vv. 23-24). Tenemos aquí el Reino de Dios, que Jesús algunas veces comparó a una fiesta de casamiento. En la intención de Jesús, el padre es la imagen de Dios, el único capaz de un perdón tan profundo que equivale a la recreación de la vida. Es este el Dios de la revelación, en quien depositamos nuestra fe y nuestra esperanza. Es quien nos recrea, en el tiempo y en la eternidad, mucho más allá de nuestra imaginación. Ahora podríamos preguntar: ¿cuál de las dos imágenes, en términos mayoritarios, las personas suelen alimentar más? Antes de responder a esta pregunta, me parece fundamental hacer una aclaración: aquí se hace referencia a la cuestión de la fe en Dios exclusivamente en medio de la experiencia cristiana. La razón de estar haciendo tal restricción es muy sencilla: no se quiere hacer un estudio teológico sobre Dios en medio de la existencia humana, sobre las determinaciones confesionales. Así mismo, creo que determinadas posturas, a medida en que se arraigan en el corazón humano, tienden a revelar características afines a la experiencia de todo ser humano, en cualquier tiempo y en cualquier espacio. Dicho esto, tengo la convicción de no estar afirmando nada original al decir que muchas personas guardan de Dios una imagen aterradora: alguien siempre listo para juzgar y condenar. En la catequesis del pasado, hubo una preocupación en el sentido de utilizar la imagen divina como amenaza buscando forzar a las personas a adoptar posturas éticas de grandeza e elevación. También es posible percibir una cierta tendencia simplista a

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comprender el temor de Dios, de que nos hablan los testimonios bíblicos, y que es un don del Espíritu, como miedo de Dios en cuanto situación patológica, que necesita superarse. La importancia de esta aclaración se vincula a la necesidad de evitar la asociación de Dios con las deformaciones de la persona humana. Al final, la fe quiere el ser humano integral, en situación de sanidad mental, moral y espiritual. La experiencia religiosa sólo es auténtica si posibilita que el ser humano crezca y se eleve al nivel de su dignidad. Cuando se habla del temor de Dios, existe una tendencia frecuente a adoptar una interpretación equivocada: un miedo enfermizo que bloquea cualquier estímulo en términos de proximidad. Es necesario aclarar la cuestión también en el sentido de que se comprenda este don del Espíritu y no se confunda con su deformación. Me parece posible decir que el temor de Dios es la explicitación de la natural condición del ser humano como creatura: la vida, que reconocemos y apreciamos como el bien mayor, es don de Dios. El ser humano no es autor de sí mismo. Esto significa que tiene que reconocer en Dios a su Creador. En este caso, el temor de Dios es expresión del respeto reverente con relación a aquel que lo trajo para la existencia y al que quiere responder con gestos de profunda gratitud. Nadie ignora que la palabra temor se presta a toda especie de malos entendidos. Lo importante es captar el sentido que ella tiene cuando usada en los testimonios bíblicos. Allí es posible percibir que la sospecha de que el temor sea incompatible con la proximidad no tiene el menor sentido. El respeto que el ser humano tiene en relación a los padres no lo impide de tener con ellos una relación de gran proximidad y cariño. Aquellos mismos que, contaminados por una comprensión pobre de lo que sean democracia y diálogo, exigen un nivelación pura y simple, acaban por hacer inviable una relación constructiva donde la maternidad y la paternidad sean vividas en la forma de una verdadera comunión. Este error lamentable contamina, muchas veces, a los propios padres. Ellos olvidan que los hijos no los quieren como colegas, sino justamente como padres y madres. Lo mismo se puede decir en referencia a Dios: el temor es expresión del reconocimiento de que él es autor de la vida humana y de todo cuanto existe fuera de sí, que todo de él procede y a él todo retorna. Hay que se observar con atento cuidado que el ser humano, al adoptar el ser humano una comprensión errónea de lo que sea el temor de Dios, determinadas consecuencias se revelarán inevitables. Una de ellas hace con que no pocas personas sigan el camino del bien

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no a partir de una adhesión a valores y del desarrollo de una sana conciencia moral, sino como consecuencia de castigos que podrían venir si se desviaran de las indicaciones de Dios o de la Iglesia. Y cuando ocurre un agotamiento de la fuerza omnipresente de Dios y del poder de presión ejercido por la Iglesia, tal como ocurre en nuestro tiempo, el resultado muchas veces es un desorden moral. Sin convicciones y libre de presiones, el ser humano tiende a dar escape a lo que hay de más destructor en sus determinaciones instintivas. Es necesario que se reconozca, para bien de la verdad, que hay señales fuertes de un profundo cambio en este campo. Ante todo, la Iglesia, influenciada por el sorprendente desarrollo de los estudios bíblicos, revisó muchas de sus posturas en términos de severidad y castigo. Es posible percibir el surgimiento de un camino progresivo en dirección a una conciencia moral que se inspire en los valores que, a cada vez, están en juego, con destaque para aquellos de los que depende el sentido mismo de la vida. Por otro lado, es posible observar el surgimiento de un significativo desplazamiento: de la objetividad moral para las actitudes que la acompañan. A esto se suma la enorme y significativa contribución traída por las varias corrientes psicológicas, en especial el psicoanálisis, en el sentido de mostrar la raíz inconsciente de tantos disturbios psíquicos y de tantas deformaciones morales. Por fin, el actual momento cultural tiende a desmitificar el inferno y a poner en destaque la misericordia sin medida de Dios, que quiere reunir en unidad a sus hijos dispersos. Así, la postura moral inspirada en el miedo del castigo divino tiende a atenuarse y hasta a desaparecer. Cuando la Iglesia habla en testimonio bíblico, se entiende que está haciendo referencia a la revelación. Cabe, por lo tanto, preguntar: ¿qué es lo que tal testimonio dice al respecto de Dios? Es muy difícil, si no del todo imposible, hacer una síntesis de un mensaje tan rico y tan amplio como lo es la Palabra de Dios. El primer elemento que me parece importante resaltar es la grandeza de Dios, que es inseparable de su extraordinaria proximidad, especialmente en relación a los pequeños y últimos, los excluidos de todos los matices: “Pues es grande el poder de Dios, y por los humildes es honrado” (Si 3,20). Haciendo referencia al misterio de la comunión de los santos, este testimonio insiste en el tema de la proximidad: “Tu, al contrario, te aproximaste del monte Sión y de la ciudad del Dios vivo, la Jerusalén celestial; de la reunión festiva de millones de ángeles; [...]” (Hb 12,22). La grandeza recuerda que Dios no puede ser confundido con una creatura, llevando

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al pecado de idolatría. La proximidad testimonia que Dios no es un poder del que el ser humano debería defenderse, sino la bondad que recrea a cada instante y que busca asegurar a todos la vida en plenitud. En medio de la comprensión de Dios inspirada en el miedo, se observa una utilización de la imagen del juez que, soberanamente, pronuncia sus sentencias implacables. Hasta se supone que sea la propia Biblia la que se expresa en estos términos. Es bien cierto que la figura del juez está asociada a la condenación. El juez, cuando la justicia se administra con equidad, se limita a pronunciar sentencias de acuerdo con aquello que un análisis atento le revela ser la verdad de los hechos. Incluso sin ignorar que hay jueces inicuos, como lo muestra el propio Evangelio en la parábola de la viuda que solicita una sentencia para sanar una situación de injusticia, e inocentes sin motivo están siendo condenados, en condiciones normales todo juicio busca la práctica de la justicia. Habiendo, en muchas situaciones, miedo frente a la autoridad del juez, se tiende a atribuir a Dios las características de los jueces humanos, con un agravante: el poder de Dios estaría determinando la vida y la muerte eternas del ser humano. Pero la figura del juez que en la Biblia se atribuye a Dios se inspira en la misericordia y en la compasión, de una forma tan radical que la mente humana no logra comprender. Esta dimensión misericordiosa aparece con fuerza en la práctica de Jesús, en sus enseñanzas y en sus actitudes. Podrían citarse dos ejemplos. El primero es el que envuelve a la mujer adúltera: frente a una justicia legalista, Jesús obra con comprensión, respeto y perdón. El otro ejemplo es la parábola del hijo pródigo. El padre que acoge de manera incondicional es la imagen gratificante de Dios, tal como nos la reveló Jesús. Pero este Dios también es celoso, porque no soporta la idolatría (Ex 32,11.13-14). En la misma medida en que se revela próximo, afirma una distancia infinita: “¿Qué hombre, en efecto, podrá conocer la voluntad de Dios? o ¿quién hacerse idea de los que el Señor quiere?” (Sb 9,13). Buscamos al Dios de la vida en el temor y en la esperanza.

Un Dios de gracia y de justicia Después de la meditación sobre la realidad de Dios, colocando en destaque la grandeza sorprendente de su amor, me parece oportuno concentrar la atención sobre el rostro que lo revela como alguien que actúa inspirado en una dimensión de gracia y

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justicia. La relevancia de esta meditación se une también al hecho de que, por lo menos a primera vista, parecen indicar incompatibilidad y mutua exclusión. Por otro lado, hay que decir que el Dios que reconocemos como próximo expresa esta proximidad a través de gestos bien significativos. Las Escrituras Sagradas y el cotidiano de la vida dan testimonio de forma elocuente de las muchas formas a través de las cueles Dios expresa su benevolencia y su amor. Es interesante observar que las actitudes de Dios presentan consistente analogía con aquello que ocurre en las relaciones humanas. Es posible que se tenga ahí una indicación de lo que constituye la identidad profunda del ser humano: imagen y semejanza de Dios. Aquí hago referencia explícita a lo que acontece con las personas que viven experiencias de amor y amistad. No es suficiente hacer declaraciones, expresando los propios sentimientos. Es necesario realizar gestos concretos, que siempre son más significativos que las palabras, que, muchas veces, ejercen la función de camuflar o explícitamente ocultar los verdaderos sentimientos que inspiran a las personas. Cabe ahora preguntar: ¿de qué forma se manifiestan los gestos de Dios? Una comparación con la visión de fe puede ayudar en la comprensión de aquello que, de hecho, acontece. El ser humano que experimenta una auténtica vida de fe conoce, en su interior, momentos gratificantes de plenitud por los que sabe que no tiene ningún mérito para reivindicar. Anteriormente, recordé los temas del amor y la amistad. Sin miedo de exagero, creo que se puede decir con cierto margen de seguridad que estas son las experiencias más profundas y significativas que el ser humano vive en cualquier espacio y a cualquier tiempo. No es necesaria mucha perspicacia para darse cuenta de que tales experiencias son expresiones de gratuidad. Con ello quiero decir que ellas no pueden ser producidas artificialmente, no pueden ser merecidas, porque irrumpen en la vida humana de forma sorprendente, trayendo paz y felicidad. A título de ejemplo, no hay regalo o favor que sean capaces de hacer al ser humano amar a quien reveló benevolencia en tales gestos. El amor y la amistad constituyen verdaderos milagros porque se salen de cualquier especie de causalidad en la vasta trama de las relaciones humanas. Frente a tal situación, sólo hay una actitud que revela sensatez: la gratitud. Lo gratuito, con efecto, es justamente aquello que el ser humano vivencia, sin, con todo, poder producirlo.

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Se atribuye al teólogo francés Henri de Lubac la afirmación de que el peor momento en la vida de un ateo es cuando siente que debe agradecer y no sabe a quién. Destaqué, en esta meditación, específicamente, el amor y a la amistad. Pero hay otras tantas experiencias gratificantes (manifestaciones de bondad, cordialidad, capacidad de donación en espíritu de profunda solidaridad, espíritu de sacrificio y de renuncia, el hecho de la acogida sin segundas intenciones) que constantemente atraviesan la existencia humana, asegurándole un sabor muy especial. ¿Por qué, entonces, no reconocer en todo esto signos elocuentes de la gracia? ¿Por qué no percibir aquí señales de vida que vienen en la experiencia de la dádiva? Toda persona que observa con atención el desarrollo de la vida se dará cuenta de que lo más importante no es aquello que se hace, sin aquello que acontece. Esta intensidad de vida, con sus exigencias y consecuencias, aun encontrando espacio hasta fuera de una experiencia de fe cristiana, acontece también, y de manera muy especial, en el encuentro con el Señor Jesús y en la disponibilidad para el seguimiento. En términos hasta más específicos, el fiel seguidor de Jesucristo encuentra en su Señor una fuerza de vida más allá de toda imaginación. El mismo Jesús, que identificó en la vida en plenitud la razón de su venida, se presenta como vida, al lado del camino y la verdad. Un testimonio significativo de tal perspectiva nos llega del apóstol Pablo. Consciente de que será glorificado por el Dios que lo llamó y en quien depositó la propia esperanza, él expresa con vigor la comprensión que proviene de este encuentro: “Pues hay un sólo Dios y un sólo mediador entre Dios y la humanidad: el hombre Cristo Jesús, que se entregó como rescate por todos. [...]” (1Tm 2,5-6). En los relatos evangélicos, nos deparamos con muchos ejemplos de personas que encontraron a Jesús en los caminos de sus vidas. De cada uno de estos encuentros se siguieron consecuencias decisivas hasta el punto de abrir espacios para otros rumbos. Tenemos aquí un llamado vocacional que estimula gestos de fidelidad. En el sentido de comprender qué pasa en experiencias tan profundas y gratificantes, me parece sugestivo observar un hecho que siempre acontece y del que ni siempre se tiene una atenta consciencia. La realidad más profunda del ser humano se destaca cuando de él nos aproximamos en las experiencias del amor y de la amistad. Cuando, por el contrario, la aproximación acontece en la inspiración de la curiosidad o de sentimientos de hostilidad y hasta indiferencia, tal realidad profunda se esconde.

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Pues fue justamente eso lo que ocurrió en referencia a la persona de Jesús. Quien de él se aproximó con bondad y lo amó descubrió grandezas sorprendentes. Quien, sin embargo, realizó una aproximación con otros sentimientos no descubrió nada de particular e importante. Es en razón de esto que me parece posible sustentar que solamente el seguimiento posibilita el verdadero conocimiento de la persona de Jesús y del Reino de Dios por él anunciado. Además, la experiencia amorosa constituye, ciertamente, una decisiva llave que permite una aproximación a la dimensión profunda de la persona. En la profesión de fe cristiana ocurre el reconocimiento, en la persona de Jesús Cristo, de la presencia del Hijo Eterno del Padre. Surge la pregunta: ¿cuál es el rostro de Dios que se nos revela en esta presencia? Antes de entrar en la posible respuesta, me parece oportuno hacer algunas observaciones al respecto del rostro de Dios en el Antiguo y en el Nuevo Testamento. En los medios teológicos e incluso al interior del espacio pastoral, se observa una cierta ingenuidad en la afirmación de un Dios terrible y vengador en la primera Alianza en contraposición a un Dios misericordioso y compasivo revelado en Jesucristo. Queda la impresión de que Dios haya pasado por grandes modificaciones, quien sabe hasta aprendiendo preciosas lecciones de buen comportamiento del ser humano. Hay que resaltar, en verdad, que el rostro de Dios asume las características de las experiencias humanas más fundamentales. Así, la revelación de un Dios severo y vengador expresa una postura autoritaria y vengativa del propio ser humano. Por otro lado, la humanidad de Jesús de Nazaret, en un tiempo de mayor madurez por parte del pueblo, permite que aparezca el rostro de Dios más misericordioso y compasivo, capaz de asegurar absoluta prioridad justamente a los pecadores. Por otro lado, no hay como ignorar que el rostro de la exigencia radical, llegando cerca de la crueldad, se hace presente también en la práctica de Jesús: ofrecer la otra mejilla; dejar que los muertos entierren a los muertos; perdonar hasta setenta veces siete, odiar (en el sentido de amar menos) la propia familia, lloro y rechinar de dientes en las tinieblas exteriores. Es el ejemplo del buen pastor que deja las noventa y nueve ovejas y va en busca de aquella que se perdió. Y también es el ejemplo del padre que acoge de forma incondicional al hijo que se perdiera, restableciendo para él la plenitud de la filiación. El tiempo de la primera Alianza corresponde, de cierta forma, a la adolescencia de la persona. Gestos y

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actitudes revelan cierta inconsistencia y alguna inmadurez. Nadie tiene que volver a ser adolescente. Pero nadie tiene que sentir vergüenza de un día haber sido adolescente. Anteriormente, sin embargo, de estas discrepancias, tomando como ejemplo el rostro de una persona, diría que también el rostro de Dios tiene dos caras. La primera es la cara de Dios revelando la fuerza de su gracia, que todo recrea para un Nuevo tiempo. Tenemos ahí la dimensión que más nos aproxima, porque expresa la más gratificante de todas las experiencias: el amor misericordioso y compasivo. Reconozco que no es nada fácil descubrir esta cara de Dios, principalmente en razón de la educación catequética que fue dada en las comunidades cristianas a lo largo de muchos siglos de caminada eclesial. En la predicación de Jesús hay numerosos testimonios elocuentes mostrando el amor de Dios que se expresa como perdón incondicional. Tenemos aquí un elemento tan esencial del Evangelio que sin él nada más tiene importancia. Tal vez el elemento más significativo que se pueda destacar sea el hecho de que el perdón y su radicalidad, significa recreación de la vida. A partir de aquí, se comprende la razón del perdón ser prerrogativa de Dios. El ser humano es literalmente incapaz de gesto tan radical. El mismo Dios que crea la vida es el único capaz de recrearla. La catequesis, bien sabemos, hoy pasa por una profunda transformación. Se percibe un énfasis mayor en la dimensión de un amor misericordioso y compasivo. Pero esto representa apenas una de las caras de Dios. Hay, todavía, otra cara, que necesita ser meditada con atención. Me parece importante detenerme con más calma en este punto porque muy fácilmente se puede llegar a la conclusión de que una de las caras sea incompatible con la otra. Dicho esto, la otra cara de Dios, sobre la que generalmente preferimos callarnos o destacar en exceso, es la justicia. Surge, entonces, una pregunta: ¿un Dios que aplica la justicia no estaría en tensión con un Dios que se aproxima del ser humano movido por un amor misericordioso y compasivo? !A primera vista sí! En verdad, hay entre las dos caras una profunda integración hasta el punto de formar un único rostro. En efecto, en la existencia humana hay alianzas que se rompen, juramentos que no se cumplen, dignidades que se atropellan, derechos que son pisoteados. Pero el Dios de la vida no podría estar indiferente, incluso porque las víctimas son aquellas que él mismo creó a su imagen y semejanza. Es en estas situaciones-límite que la justicia divina revela toda su fuerza: “Escuchen, los que aplastan al pobre, que excluyen

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a los humillados del país! [...] Por causa del orgullo de Jacob el SEÑOR jura: „Jamás me olvidaré de todo lo que esta gente hace” (Am 8,4.7). Como se puede percibir fácilmente, a pesar de las apariencias no hay cualquier incompatibilidad entre las dos caras de Dios. Si la gracia recrea la vida, la justicia la protege y la defiende. Así, el Dios de nuestra fe es justo, misericordioso y compasivo. En medio de la profesión de fe reconocemos que el ser humano fue creado a imagen y semejanza de Dios. En este caso, ¿las dos caras del rostro de Dios no deberían ser también las dos caras del rostro humano? ¡Ciertamente! Es más, diría que no tendría el menor sentido que el ser humano profesara que es criatura de Dios y que a él se asemeja si, al establecer redes de relaciones, sus gestos y actitudes no se asemejaran a aquello que caracteriza su práctica. La alabanza y la acción de gracias son inseparables de la lucha por la justicia en todas sus expresiones. ¿Cómo podría el ser humano alegrarse en el amor de Dios, que siempre lo recrea por el perdón, si cerrara los ojos y se omitiera frente a las trágicas situaciones de injusticia que afectan a la humanidad? Las dos caras del ser humano, expresiones significativas de la presencia divina, son el agradecimiento y la lucha, la fe y la responsabilidad. Así, el mundo de Dios también es el mundo de aquellas y de aquellos que fueron creados a su imagen y semejanza. Tenemos aquí una verdad extraordinariamente gratificante.

Un Dios misericordioso y compasivo El tema de esta meditación se mantiene en estrecha vinculación con el tema de la meditación anterior. Allá se intentó mostrar que no hay cualquier tipo de incompatibilidad en Dios entre su dimensión de gracia y su dimensión de justicia. Son, en verdad, las dos caras de la misma moneda. La gracia es la dádiva, el don que plenifica al ser humano porque crea y recrea la vida. La justicia da testimonio del celo de quien preserva y promueve la vida. No es difícil, en tal perspectiva, percibir como Dios viene al ser humano en los rasgos de la misericordia y de la compasión. Aquí se recuerda e indica la cara auténtica de Dios, muchas veces olvidada e incluso, en determinados contextos, simplemente negada.

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En el espíritu de esta meditación, que intenta profundizar en el misterio divino, hay que reconocer que la primera manifestación de Dios está unida al temor y a la sorpresa, porque él no es alguien que, en términos visuales y palpables, integra el cotidiano de la humanidad, pudiendo fácilmente ser reconocido e identificado a partir de sus iniciativas. Este dato ayuda a comprender por qué las formas más rudimentarias de la experiencia religiosa se expresan en los términos de temor y sorpresa. Hay, en tal percepción, una reacción normal, que ocurre en tantos otros contextos, incluso fuera de una visión religiosa, frente a algo o alguien, que el ser humano no conoce. Cuanto más misteriosa sea una persona, mayor es el temor que de ella se tiene. El impulso que lleva a las más diferentes formas de intentar desvendar el enigma de la realidad tiene ahí una de las explicaciones más frecuentes. Por otro lado, cuanto mayor el conocimiento, mayor será el temor. Además, me parece importante recordar un dato ya explicitado: Dios no forma parte del grupo de personas con las que el ser humano convive habitualmente. Aunque se consiga, en profunda experiencia de fe, sentir su presencia y discernir sus huellas en los sorprendentes caminos de la historia, el hecho es que Dios no está a disposición del ser humano. Reside ahí la razón por la que tanta gente siente dificultad en reconocer en Dios a aquel que es, sobre todo, misericordia y compasión. El miedo de eventuales castigos llega, a veces, al punto de paralizar la vida de no pocas personas. En la historia del pensamiento, principalmente en razón de los cuestionamientos hechos por el movimiento iluminista, la imagen de Dios estaría vinculada a la incapacidad humana de explicar los fenómenos de la naturaleza. Sería, en la práctica, una cuestión de tiempo y de madurez, pero la hipótesis Dios tendría sus días contados y estaría condenada al desaparecimiento. El filósofo Augusto Comte llegó a predecir cuando hacía sus predicaciones racionalistas en la Catedral de Notre-Dame, en París. Él se reveló, mínimo, un mal profeta, porque, desde entonces, la dimensión religiosa no sólo no fue destruida como además ha crecido. Lo que ocurre es que la razón humana, aún con su fantástico poder, calla frente a las cuestiones esenciales de la vida. De todos modos, para quien asocia la figura de Dios a niveles primitivos en el caminar ascendente de la humanidad, la suposición de la existencia de una entidad divina sería apenas el recuerdo de las limitaciones humanas. Pero hay un elemento que necesita

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aclararse. Si, como juzgan algunos científicos, toda idea de Dios es consecuencia de la incapacidad de explicar determinados fenómenos de la naturaleza, no hay como conciliar ciencia y experiencia religiosa. Habría entre ellas una incompatibilidad de principio. La fe religiosa sería propia solamente de personas ignorantes, desprovistas de conocimientos científicos. Una persona con ideas claras tendría que, naturalmente, sustituir a Dios por la confianza en la ciencia. Supuestamente, más tarde o más temprano, ella tendría una respuesta segura para todas las preguntas humanas. Es lo que toda persona menos preparada tiende a imaginar. ¿Qué se puede decir al respecto de la cuestión envolviendo tamaña importancia? ¿Sería, por acaso, verdad que la fe es compañera inseparable de la ignorancia y de la ingenuidad? ¿Tendría sentido lo que dijo un humorista, a saber, que toda vez que un pueblo se desarrolla, los dioses migran para otros pueblos? ¿Sería posible sustentar que toda persona de fe vive al margen del verdadero saber? A tales cuestionamientos me parece posible, e incluso necesario, responder que, aunque a veces la percepción de lo divino esté unida a la incapacidad de explicar los fenómenos de la naturaleza, sería arbitrario e insensato reducirlo todo a una experiencia religiosa. Las personas que así piensan aún reivindicando para sí credibilidad, estarían dando pruebas de falta de sabiduría. A esto es necesario añadir que los propios científicos estarían bloqueados frente a las cuestiones realmente decisivas: ¿hay razones para esperar? ¿La vida tiene sentido? Cómo comprender las experiencias gratificantes del amor y la amistad? ¿Cómo legitimar el espíritu de gratuidad que hace a las personas capaces, en dimensión de servicio y disponibilidad, de abrir mano de ventajas personales para asegurar espacios a posibilidades de elevación para otras personas? ¿Cómo enfrentar el dolor y la frustración con dignidad frente a pérdidas significativas? ¿Por qué el ser humano, aún sabiéndose mortal, resiste de todas formas a la perspectiva de la muerte, entendida como aniquilamiento? El hecho es que ninguna persona sensata deja de reconocer que la ciencia es incapaz de responder plena y en forma más profunda, a tales cuestiones: que la vida tiene sentido y vale la pena vivirla, a pesar de tantas y tan frecuentes decepciones. Las cuestiones realmente decisivas, es decir, aquellas que consiguen asegurar consistencia y densidad a la vida, son datos de fe y, por consiguiente, no pueden ser demostradas. Por esta razón, sin fe

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nadie realiza nada importante en la vida, ni logra vivir con dignidad. Los valores fundantes son siempre a priori. Las reflexiones hechas hasta aquí se perdieron y, en parte, se desviaron del camino, en medio del tema reservado para esta meditación. Entonces, es necesario que regresemos. Lo que me parece importante resaltar, a pesar de la virulencia de cierta crítica y de los preconceptos ideológicos, es que ni siempre el ser humano produce a Dios. Con frecuencia él lo encuentra en los caminos y descaminos de su peregrinar en la historia. Es más: este encuentro, muchas veces incómodo, siempre lo gratifica, posibilitándole seguir senderos de extraordinarias elevaciones. Para ello es necesario que él se revele capaz de transponer las apariencias. El Dios que es producto de la imaginación del ser humano, y que da testimonio de forma elocuente de sus limitaciones, siempre trae en el semblante la propia imagen humana, pensada y elaborada a medida. Con esto quiero decir que no pasa de un ídolo, con funciones de justificación hasta de los desórdenes. Pero el Dios que, de forma sorprendente, el ser humano encuentra, lo pone en crisis, llevándolo a seguir caminos incómodos, en clara oposición a aquello que el sentido común suele presentar. Las trampas de la mediocridad están siempre ahí, atentas, para seducir a las personas incautas. La postura mediocre no debe confundirse con la dificultad en realizar determinadas tareas o resolver determinados problemas. Ella es una verdadera enfermedad moral que lleva a las personas a realizar mucho menos de cuanto sean efectivamente capaces. Pero, ¿qué podrá decir la experiencia bíblica a este respecto? Diría que tal mensaje, aún sin demostrar, da testimonio de un encuentro gratificante vivido por el pueblo de Israel. De esta experiencia surgen actitudes de libertad, de amor, de misericordia. Es esta, en efecto, la cara del Dios encontrado: “Yahveh, Yahveh, Dios misericordioso y clemente, paciente, rico en bondad y en fidelidad [...]” (Ex 34,6). Como se puede percibir, estos son los sentimientos más auténticamente humanos. Con ello quiero decir que el Dios de la Biblia no es el extraño que vive distante ni el opresor que hace amenazas. Es el Dios compasivo que siempre se aproxima de sus hijos y los quiere viviendo con dignidad. Imaginar que él sea el poder del que el ser humano deba defenderse lo sitúa en oposición frontal a todo aquello de que dan testimonio las Escrituras Sagradas. A título de ejemplo, bastaría recordar toda la caminada del éxodo, que va de la

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esclavitud a la libertad. El dado gratificante es que el pueblo de Israel comprende a Dios como aquel que toma partido a su favor porque oye su angustiante lamento y su desesperado clamor. La revelación de Dios en Jesucristo, a pesar de ciertas oposiciones difícilmente sustentables, trajo ciertamente elementos de gran novedad. Ya recordé aquí que el Dios encontrado presenta como características los más auténticos sentimientos humanos. Pero esto aún no es todo, porque el Dios revelado por Jesús presenta un rasgo nuevo en cuanto es capaz de gestos y actitudes que, habitualmente, bloquean al ser humano y que, al contrario, revelan la suprema originalidad divina: El es aquel que no tiene preconceptos y no hace separación de personas porque hace nacer el sol sobre los buenos y sobre los malos y hace llover sobre los justos y los injustos. Cabrá al apóstol Pablo dar testimonio de esta originalidad divina: “Pues bien, la prueba de que Dios nos ama es que Cristo murió por nosotros, cuando todavía éramos pecadores” (Rm 5,7). La tendencia espontánea del ser humano es de amar a quien lo gratifica y de admirar a quien vive con honestidad. El Dios de la revelación sorprende justamente porque no condiciona su solicitud a la contrapartida de una vida bien comportada. Este Dios sorprendente jamás podría haber sido creado a imagen y semejanza humanas. Ningún ser humano sería normal si creara un Dios así. De aquí nace como consecuencia, una conclusión que juzgo importante: la autenticidad de la fe en este Dios debe capacitar al ser humano a ser misericordioso y compasivo con relación a su semejante. Con esto quiero decir que la fe verdadera no segrega al ser humano de la historia, de su irrenunciable responsabilidad. Por el contrario, justamente en razón de la fe, no a pesar de ella, él se hace responsable por las personas que encuentra en los caminos de la vida y que son sus compañeras de jornada.

Un Dios de comunión Después de la meditación sobre el tema de un Dios misericordioso y compasivo, redescubriendo un rostro divino que permaneció oculto durante siglos, es mi preocupación concentrar la reflexión sobre otro tema de extraordinaria relevancia: un Dios como fuerza de vida que lleva a la comunión. La experiencia del pecado, que es el mal responsable, lleva a la separación, a la ruptura, a la exclusión. Si Dios, conforme se reflexionó en la

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meditación anterior, obra de forma misericordiosa y compasiva en referencia al ser humano es porque desea verlo superando las rupturas y abriéndose a una vida de comunión. Se debe resaltar, que en el sentido de dar destaque a la absoluta gratuidad de Dios, que su actitud misericordiosa y compasiva es iniciativa previa e incondicional. Y esto justamente para que el ser humano pueda responderle buscando siempre la comunión como la mejor realización de todas sus ansias más profundas. Con el tiempo, con la profundización de las experiencias humanas, se llega progresivamente a percibir que la comunión, en verdad, es el único camino capaz de asegurar plenitud de vida. Otros caminos, incluso pasando la impresión de estímulo al verdadero crecimiento humano, desembocan inevitablemente en formas de mayor degradación. En medio a tal perspectiva, cabe preguntar: ¿sumergirse en la profundidad de las experiencias humanas hace posible discernir ahí una fuerza de comunión? Toda persona atenta y responsable, que aprendió a conocerse en profundidad en atenta meditación, sabe que el ser humano es portador de una dimensión esencialmente relacional. Eso quiere decir que él no establece relaciones de forma circunstancial, atendiendo a determinados intereses. El es relación en su propia estructura de ser. Aunque sea una totalidad y no pueda ser transformado en objeto, el hecho es que tal totalidad, para tener consistencia, necesita relacionarse, abriendo espacios de comunicación. Tal vez se pudiera decir, en términos antropológicos, que el ser humano es una individualidad convergente. Con esto quiero afirmar que la relación no es opcional. Desafortunadamente, hay que reconocer que este es el pensar de la mayoría de las personas. Para ellas, ser individuo es la cuestión esencial e irrenunciable. Ser comunidad, por el contrario, podría hasta ser un aspecto interesante que se desarrollará para quien esté eventualmente interesado, no, sin embargo, algo esencial, sin lo que la vida humana sería simplemente inviable. Contrariando esta tendencia en perspectiva egocéntrica, las experiencias más auténticas llevan el ser humano a darse cuenta de que, excluyendo una vida de comunión, no le resta cualquier posibilidad de alcanzar la plenitud de la vida. Así, se impone una conclusión natural: el ser humano es esencialmente individuo y comunidad. A partir de tal constatación, exactamente en razón del dinamismo de comunión, se entra plenamente en el corazón de la experiencia religiosa. Aunque tal experiencia no siendo alternativa a alguna otra ni reivindicando credibilidad mayor que otras experiencias

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humanas, hay que reconocer que ella es profundamente verdadera. Y este dato no depende de la existencia de su objeto – Dios, en este caso. La pregunta que surge ahora puede ser explicitada de la siguiente forma: a partir justamente de la experiencia religiosa, ¿sería posible percibir, en su interior, un fuerte llamado de comunión? Llevando en consideración la larga historia de la humanidad, la caminada de las comunidades cristianas y las vivencias personales, me parece posible sustentar con seguridad que las experiencias religiosas auténticas son inspiradoras de comunión. No se trata de mera casualidad, una vez que, como ya dejamos evidente, toda la estructura del ser humano está orientada para este objetivo. Hay un hecho interesante que se debe indicar: todas las expresiones de fe religiosa tienden a llevar a las personas a alguna forma de asociación, a encontrarse y establecer lazos más profundos en vistas de una vida de comunión. Es este, en efecto, el fundamento antropológico de la Iglesia. A tal fenómeno se acostumbra denominar estructuración de experiencias significativas. La fe desemboca naturalmente en la religión. La creación de la estructura, así, no depende de un principio de autoridad. En verdad, responde a una tendencia natural del ser humano de crear estabilidad y de huir de la penosa necesidad de recomenzar todo a cada momento, o de siempre contar con improvisaciones. A esto se podrían añadir dos elementos. El primero se relaciona a la dimensión de historicidad: no hay historia fuera de la interacción entre las personas. El segundo, ya en perspectiva cristiana, afirma el hecho de que la revelación sólo puede leerse e interpretarse en la comunidad. De todos modos, me parece importante no perder de vista que siempre existe el peligro de la estructura sofocar el Espíritu, haciendo perder de vista el elemento más gratificante de la experiencia religiosa. Es a partir justamente de esta tendencia que nace la Iglesia como núcleo de comunión. Fue lo que ocurrió en el encuentro con el Resucitado. Tal encuentro se reveló tan profundo y significativo que la propia Iglesia surgió también como forma de compartir y de crecer en su expresión continua. La vida de comunión, como quise mostrar anteriormente, nace del propio corazón del ser humano, que es portador de una dimensión esencialmente relacional. Así, no tiene mucho sentido intentar saber quien, de hecho, dio origen a la Iglesia: Jesucristo, el grupo de los Doce o el apóstol Pablo. La raíz que determina el nacimiento de la Iglesia es el propio gesto creador que modeló el ser humano a su imagen y semejanza. Tenemos aquí, por tanto,

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una verdad que ya está presente al momento de la creación, cuando Dios distingue la nueva creatura de todo lo demás que había creado. También es a partir de esta verdad de referencia que al ser humano, mujer y hombre, le es confiada la tarea de dominar la tierra, abriendo espacios para formas siempre más elevadas de comunión. No deja de ser sugestiva la invitación que Dios le dirige en el sentido de que dé nombre a los animales. Como, en tal contexto cultural, el nombre revelaba la propia realidad de aquello que se denominaba, dar el nombre es una forma de crear. En tal gesto creador, por lo tanto, el ser humano revela su condición de imagen y semejanza de Dios. Es posible que no haya quedado clara la razón por la que la estructura del ser humano lo lleva naturalmente para la comunión. Especifico que lo naturalmente no indica facilidad o ausencia de resistencias. En su radical ambigüedad, él es capaz de oponer resistencia aun aquello que lo promueve y eleva. Cabría preguntar: si busca la comunión, ¿no sería porque el Dios, a cuya imagen y semejanza fue creado, es la más profunda fuerza de comunión? Con seguridad, en tal hipótesis está contenida ya la primera indicación de respuesta. Hay datos que necesitan explicitarse, aunque ya estén contenidos ahí. Se trata de beber en la fuente de la que brota agua cristalina en abundancia. En el testimonio bíblico, con frecuencia la súplica dirigida a Dios hace llamado a la misericordia y al perdón: “Perdona nuestras culpas y nuestros pecados y acógenos como propiedad tuya” (Ex 34,9b). Al invitar a los cristianos de Corinto a que busquen una convivencia fraterna, el apóstol Pablo enfatiza que por el espíritu de esta comunión está asegurada la presencia de Dios: “[...] vivan en paz, y el Dios del amor y de la paz estará con ustedes” (2Co 13,11). En el decir de este apóstol, por consiguiente, el Dios de nuestra fe es esencialmente amor y comunión, y está presente donde quiera que haya personas viviendo en comunión. Quien, en lo cotidiano, vivencia la experiencia gratificante de la fe sabe como esta experiencia, lejos de ser una ilusión o un factor que lleva a la alienación, es una verdad indescriptible. Hay un estribillo bien Antiguo, unido al canto gregoriano, que se expresa de la siguiente forma: “Donde hay caridad y amor, allí está Dios”. Así, está claro que el ser humano busca comunión de forma esencial porque fue creado a imagen y semejanza de Dios, que es esencialmente comunión en el misterio de la

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Trinidad. Pero, ¿de qué manera es posible saber que el Dios de la fe cristiana es justamente así? Aquí me parece necesario volver para aquello mismo que es permitido a conocer al ser humano: su propia realidad como creatura humana. ¿Qué es que la experiencia ha revelado a este respecto? Tomando distancia del llamado sentido común e intentando explicitar aquello que es consenso en la humanidad, diría que el amor es la expresión más alta, más profunda y más significativa de la realidad humana. En tal reconocimiento, cabría preguntar: ¿qué es el amor sino una forma radical del ser humano proyectarse para fuera de sí en búsqueda de formas elevadas de comunión? ¿Sería posible, en medio de la perspectiva adoptada, afirmar que Dios es comunión porque el ser humano es comunión? ¡Creo que sí! Es el reverso de la medalla, pues, en verdad Dios lo creó a su imagen y semejanza. Pero hay un dato de fe que revela aún más la grandeza de Dios como dinamismo que lleva, de forma irresistible, para la comunión: “De hecho, Dios amó tanto al mundo, que dio su Hijo único, para que todo los que en él creen no perezcan, sino que tengan la vida eterna” (Jn 3,16). Es este Dios-Comunión que la fiesta de la Santísima Trinidad quiere recordar. En la escuela de Dios el ser humano redescubre el llamado irrenunciable para una vida de comunión, que es siempre plenitud de vida.

Un Dios que ama a su pueblo En la meditación anterior hablé sobre el tema de Dios como comunión. En esta meditación, siempre con la intención de profundizar de forma reverente en el misterio de la fe, intentaré reflexionar sobre un tema que aparece con frecuencia en el testimonio bíblico: Dios ama a su pueblo. El punto de unión entre los dos temas aparece en el hecho de que el impulso para la comunión sólo puede nacer de un amor verdadero. Fuera de este dinamismo sólo es posible el surgimiento de relaciones marcadas por la conveniencia y por el espíritu de interés. Dios lleva a sus hijos a encontrarse, a superar las diferencias que los separan y a establecer lazos de comunión porque los ama y los quiere reunidos en búsqueda de aquello que Jesús definió como el elemento esencial de su predicación y de su persona: el Reino de Dios y su justicia. Es el mismo dinamismo que expresa vigor al interior de las familias. Los padres que ama a sus hijos y los ven separados hacen todo lo posible para que vuelvan a

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encontrarse y descubran que tienen mucho a perder en la división y todo a ganar en la comunión. Cuando la meditación se orienta para la realidad de Dios, la característica más relevante que sobresale es el espíritu de gratuidad. ¿Sería posible decir lo mismo cuando está en juego la realidad del ser humano? La respuesta, ciertamente, será positiva si pensamos en lo que el ser humano es en su dimensión de mayor profundidad. Conforme fue posible observar en la meditación anterior, él carga la imagen y semejanza de Dios de una forma tan consistente que ni mismo la mayor degradación humana es capaz de destruirlas. Pero la respuesta será negativa, por lo menos en gran parte, cuando se observan en lo cotidiano las opciones en las que él se envuelve con más frecuencia. Lo que quiero destacar es que las experiencias humanas, aún cuando marcadas por la gratuidad, siempre traen consigo algún espíritu de interés. Por más que se esfuerce, el ser humano sabe que, en cuanto dure su peregrinación en la historia, eso siempre va, de alguna forma, a acontecer. Es el precio inevitable que tiene que pagar justamente como consecuencia de la condición humana. Así, su vida oscilará constantemente entre la prevalencia de la gratuidad y la supremacía del interés. Él nunca será enteramente gratuito (¡este es el elemento de tristeza!) y nunca será totalmente interesado (¡tenemos aquí un elemento de consuelo!). En síntesis, podemos decir que el ser humano es siempre alguien profundamente dividido. Expresando esta situación, el apóstol Pablo es llevado a reconocer, hablando de sí mismo y de la humanidad, que en el obrar él no hace el bien que quiere sino que realiza el mal que no quiere. Esta constatación se percibe al interior de las culturas desde que el ser humano existe. Lo que ocurre es que ni siempre se tuvo consciencia o ni siempre se logró expresar en forma de lenguaje. De ahí surge otra conclusión: la existencia humana es esencialmente conflictiva. Esta situación, con los elementos que componen la llamada condición humana, presenta algunas consecuencias justamente a nivel de las relaciones humanas. La primera de ellas se refiere al hecho de que el ser humano, a partir de aquello que puede observar en sí mismo, en gestos y actitudes, en acciones y reacciones, llegando muchas veces a la constatación dolorosa de una deformación de aquello mismo que busca con autenticidad, se hace desconfiado en la trama de las relaciones humanas. De alguna forma, ocurre una proyección en el mundo de la alteridad de aquello que es posible captar en su interioridad.

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La mayoría de veces, sin embargo, aunque teniendo como orientación perceptiva aquello que es posible captar en términos de autoconsciencia, no es la percepción de la incidencia del espíritu interesado en su propia persona que ocurre primeramente. Más perceptible, y hasta con cierta dosis de sensibilidad herida y de decepción, es la postura interesada que emerge en los comportamientos y actitudes de otras personas, con las que entra en contacto por las más variadas razones. El ser humano tiende a ser indulgente para consigo mismo, al paso que se revela rigoroso y hasta cruel en relación a los otros. Siempre es una constatación dolorosa observar que las personas se aproximan exclusivamente porque están necesitando alguna cosa o porque la proximidad, que jamás puede ser confundida con la amistad, puede traer dividendos. Sentirse usado, percibirse evaluado en medio de un principio de utilidad: esta es una de las experiencias más frustrantes que es dado al ser humano vivir. Y lo que es peor, al interior de tal postura, es el hecho de que las personas ni se dan cuenta de esta verdadera iniquidad o entonces, llegan al punto de juzgar que eso es enteramente normal. Muchas veces se observa una aceptación tácita de la instrumentalización recíproca como forma de complicidad ante las condiciones razonables de convivencia... La segunda consecuencia presenta como elemento de gravedad el hecho de que el ser humano, al verse envuelto en una vasta red de posturas interesadas, pasa a tener dificultad en comprender el alcance y la profundidad de la absoluta gratuidad de Dios. Si él percibe, en sí mismo y en los otros, una incidencia tan fuerte del espíritu interesado y, al mismo tiempo, sustenta que todos fueron creados a imagen y semejanza divinas, la tendencia más espontánea será la de reproducir, en la relación con Dios, la misma dinámica que se expresa con vigor en las relaciones humanas. Como es fácil percibir, ocurre aquí la incidencia de un vicio de raíz: la persona de Dios pasa a ser visualizada como la de un comerciante que solo entrega la mercadería si hay un pago correspondiente. Quien desarrolló la mala costumbre de comprar al propio semejante mediante regalos y favores imagina que lo mismo puede ocurrir en la relación con Dios. Quien tiene alguna experiencia de vida al interior de las comunidades religiosas y, más aún, de las comunidades pastorales, se da cuenta de que, para muchos cristianos, especialmente para los católicos, las llamadas buenas obras tienen valor de monedas que permiten la posesión de determinados bienes. La misma orientación es posible observar en

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las promesas: se promete a Dios algunas cosas a cambio de beneficios que entran en el área de interés. No es difícil darse cuenta de que tal postura provoca de forma trágica un envenenamiento de las relaciones humanas en todos los niveles. Cabe preguntar: ¿Dios haría cualquier exigencia al ser humano? A respecto de esta cuestión nunca está por demás una cierta cautela, porque hay una clara e inequívoca exigencia de rectitud y de justicia: “Ahora, si realmente oyes mi voz y guardas mi alianza, serás para mí la porción escogida entre todos los pueblos” (Ex 19,5). ¿Qué significa esto? El sentido es claro: a la gracia, que le es ofrecida como posibilidad independientemente de sus méritos, el ser humano debe responder con sentido de responsabilidad. Esto, a rigor, no es una forma de exigencia, como si Dios estableciera condiciones previas. En el fondo, se tiene ahí la indicación de que el ser humano detiene el extraordinario y paradójico poder de frustrar la dádiva divina, que respeta incondicionalmente la libertad humana. Puede parecer extraño, pero la eficacia de la acción divina está en la dependencia de la respuesta del ser humano. Así, solo la superación de un espíritu interesado, aliada al sentido de responsabilidad, puede viabilizar históricamente la gracia de Dios. Pero si él hace exigencias es porque su preocupación va en sentido de que sus hijos e hijas alcancen la plenitud de la vida. Este es su verdadero interés, en la acepción más positiva que se pueda imaginar: es el espíritu interesado y no con interés. Un dato fundamental que expresa la identidad del Dios testimoniado en las Escrituras Sagradas, es el hecho de que sus elecciones siempre preceden la responsabilidad humana, de tal forma que no se puede hablar en méritos: “Con efecto, cuando todavía éramos débiles, fue entonces, en el debido tiempo, que Cristo murió por los impíos” (Rm 5,6). Así, no hay como sustentar que él pone condiciones previas. Algunos ejemplos de esto aparecen claramente en el ministerio público de Jesús. Él dice que el Padre hace nacer el sol sobre los buenos y los malos y hace llover sobre los justos y los injustos. En la parábola del hijo pródigo, otra vez citada en estas meditaciones, el padre acoge al hijo y lo reintegra en la familia antes que él se declare pecador. Eso quiere decir que el arrepentimiento del hijo no tuvo cualquier influencia en la acogida del padre. El propio Jesús va a la casa de Zaqueo sin imponer condiciones. Aquí la conversión viene después, como respuesta al don incondicional de Jesús. Conforme señalé en la meditación anterior,

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ella es consecuencia y no condición, como los cristianos, en general, y la teología tienden a pensar. La Biblia está llena de ejemplos semejantes. Actuando en espíritu de absoluta gratuidad, Dios expresa compasión y amor en relación a su pueblo. Viendo en la historia el penoso peregrinar de sus hijos e hijas, en Jesús Dios manifiesta toda su infinita compasión: “Al ver a las multitudes, Jesús se llenó de compasión, porque estaban cansadas y abatidas, como ovejas que no tienen pastor” (Mt 9, 36). De esta actitud compasiva, expresión de un amor sin límites, brota la decisión de escoger apóstoles para que dediquen sus energías y su tiempo a la mies (vv. 37-38). Y al indicar el espíritu que debe animar tales enviados, vuelve a aparecer el tema de la gratuidad: “De gracia recibiste, de gracia deben darlo” (Mt 10,8). En el recibimiento y en la entrega, el espíritu es el mismo. El ser humano, incluso fuera de una perspectiva religiosa, es llamado a ser apóstol para dar testimonio de que sólo hay vida plena cuando las relaciones sean gratuitas, superiores y más allá de cualquier perspectiva de méritos. Y siempre que el ser humano obra con gratuidad, Dios está manifestando incansable y compasivo amor por su pueblo.

Un Dios solidario En la meditación anterior hablamos de Dios, que, en gestos y actitudes, ama a su pueblo. El tema que desarrollaremos en la presente meditación es la solidaridad de Dios. ¿Sería posible vislumbrar alguna vinculación entre los dos temas? Me parece posible sustentar que hay, entre ellos, una profunda afinidad. En efecto, una de las actitudes más expresivas por parte de quien ama es justamente la solidaridad. La persona amada, con frecuencia, pasa por experiencias de sufrimiento y desolación. Son alianzas que se rompen, encuentros que se frustran, proyectos que no llegan a buen término. Tenemos aquí la experiencia dramática de la condición humana. Por las más variadas circunstancias, el ser humano enfrenta dificultades para acertar el camino de la vida, encuentra muchas formas de resistencia y, en consecuencia de ello, sufre hasta la tentación del desánimo e incluso del desespero. El gesto de solidaridad por parte de quien ama sugiere que el ser humano no está sólo y puede contar con la comprensión y apoyo de alguien. Hasta se puede decir que la actitud del amor deja a desear si no es capaz de ser

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solidaria con la persona amada. Los gestos, mucho más que las palabras, expresan el amor verdadero. Cuando está en juego la realidad de Dios, que el evangelista Juan define justamente como amor, el ser humano no puede olvidar que salió de sus manos y que trae impresa en la profundidad del ser su imagen y semejanza. Todo es muy sencillo: si el ser humano es semejante a Dios, Dios es semejante al ser humano, aunque se deba tener en cuenta la infinita diferencia. Así, lo que acontece con el ser humano, en términos de orientación de fondo, pode aplicarse igualmente a Dios. Es posible decir, por lo tanto, que el amor determina la identidad humana profunda porque hay, allí, un reflejo de la identidad divina. Prosiguiendo en la reflexión, me parece posible sustentar que mucho más profunda será la solidaridad en cuanto más intensa sea la relación afectiva. Como, en la experiencia de fe, reconocemos que la realidad de Dios es amor en plenitud, allí la solidaridad no conoce límites. Ya el amor humano, por ser siempre limitado, se deja dominar, muchas veces, por las más variadas formas de preconcepto. Con eso, la solidaridad tenderá siempre a ser restrictiva, asegurando mayor incidencia no donde sea mayor la necesidad, sino donde más fuertes sean los vínculos afectivos. En razón de esto, el ser humano consigue pasar a margen de las mayores formas de sufrimiento. Jesús decía que el corazón, en el interior de las relaciones humanas, está donde esté el tesoro. Cabe apenas observar que, en la complejidad de los afectos humanos, muchas veces ocurre un fenómeno inverso: el tesoro está donde esté el corazón. Alguien afectivamente preso se revela capaz de pisar en los más elementales principios éticos con una ausencia de escrúpulos y de remordimiento que llegan a impresionar. Con eso, se consigue pasar al margen de las mayores formas de sufrimiento o, entonces, arriesgar la vida en radical solidaridad. Dios, que es gracia, es decir, absoluta ausencia y exclusión de preconcepto, ama a su pueblo de forma incondicional y es presencia de solidaridad donde la necesidad sea mayor. Es este, al final, el sentido de la opción preferencial por los pobres. Y esta debería ser también la perspectiva de la solidaridad humana. Es simplemente imposible cualquier forma de convivencia, en la sociedad, en las comunidades pastorales y en las comunidades religiosas si a las personas en situación de mayor necesidad no se les asegura una efectiva prioridad, en gestos y actitudes. De todos modos, el Dios incondicionalmente solidario es

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para el ser humano, la mayor inspiración en términos de solidaridad. Con él se aprende el camino de la vida. No suele ser fácil detectar las formas como Dios expresa personalmente su solidaridad en referencia a su pueblo. ¿Sería posible afirmar que Dios es solidario por la mediación de la solidaridad humana? No me parece posible dar una respuesta en términos de sí o no. Un primer elemento que me parece importante resaltar es que el lenguaje de Dios es la sucesión de los acontecimientos de la historia. En otras palabras: nada acontece por acaso, porque en cada acontecimiento Dios está profiriendo una palabra. Eso significa que, para captar lo que él habla, es necesario, en la experiencia de fe, hacer un serio discernimiento. Se trata de un esfuerzo de interpretación que sólo puede ser emprendido de forma eficaz en la fuerza del Espíritu. Pero no puede ser negligenciado el hecho de que Dios constantemente escoge personas, a las que confía la tarea de hablar en su nombre. Esto, en la verdad, es muy problemático, porque el ser humano, movido por las más variadas formas de interés, tiende a confundir la propia voz con la voz de Dios. Cuando eso acontece, se manifiesta toda forma de arbitrariedad y el ser solidario puede contaminarse por un espíritu espurio, ciertamente distante de la intención divina. ¿Se podría, entonces, decir que Dios convoca testigos para que sean la voz de su Palabra? Creo que sí, aún destacando las reservas hechas anteriormente. Esto es comprobado no apenas por las Escrituras Sagradas, sino igualmente por la experiencia humana del cotidiano, dentro y fuera del espacio eclesial. Digo eso porque, no teniendo Dios cualquier especie de preconcepto, su Palabra viene muchas veces en la voz de personas que no mantienen algún vínculo con la experiencia de la fe. Cabe aquí recordar el episodio envolviendo la burra de Balaam (Nm 22), que llega al punto de profetizar. Otro episodio es el que muestra al rey Ciro, de Persia, como instrumento de Dios en la relación con Israel. En medio de la experiencia de fe son numerosos los casos de testigos convocados para la proclamación de la Palabra de la verdad. El hecho de que muchas veces falte generosidad en la respuesta no es signo de que Dios no esté convocando. El ser humano carga el poder extraordinario del rechazo y, por causa de eso, del atraso del proyecto divino. Hablo aquí de atraso porque nada y ni nadie puede impedir que tal proyecto acontezca. Es siempre de Dios la última palabra, aunque las apariencias, en lo cotidiano, digan exactamente lo contrario.

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Hablé un poco de forma general, de testigos a través de los cuales Dios ejerce su solidaridad en relación a su pueblo. Voy a intentar ejemplificar eso mostrando cómo Dios se revela solidario en referencia a los propios testigos que él mismo escogió y envió. Este dato es importante porque pone en destaque el hecho de que en el origen de toda auténtica vocación hay siempre un gesto divino. Así, en el proyecto de Dios nadie está autorizado a atribuir a sí mismo cualquier especie de servicio, en los moldes de lo que acontece en la sociedad civil. La búsqueda del poder es incompatible con el espíritu del Reino, para el que solamente la dimensión del servicio reviste valor y dignidad. Esta es una lección que los apóstoles tuvieron enorme dificultad en aprender y que muchas veces la Iglesia, por lo menos en su dimensión institucional, resiste para acoger. Cabe recordar la palabra de Pablo: no es quien se autorecomienda que es aprobado, sino a aquel a quien el Señor recomienda. El profeta Jeremías, al meditar sobre su vocación, siente que hay, en el origen, una elección de Dios. Es interesante notar que, para alcanzar el objetivo que se prefijó, Dios viene con una fuerza de seducción, a la que es imposible resistir: “!Tu me sedujiste, SEÑOR, y me dejé seducir!” (Jr 20,7). Tenemos aquí un elemento que me parece importante no perder de vista: Dios ejerce su poder de seducción, pero respeta la respuesta libre y responsable de aquellas y de aquellos que son llamados para ser testigos. Al llamado Jeremías responde con docilidad. Es esto lo que, de hecho, determina que se torne un testigo, porque no obra a partir de sí mismo y, menos aún, en función de sí mismo. La respuesta de quien es llamado es siempre difícil en razón de los peligros que acompañan la propia dinámica del llamado en términos de disponibilidad. En verdad, lo que torna difícil la respuesta de la persona llamada es el hecho de que el desempeño de la misión, lejos de asegurar prestigio y gloria, conduce el testigo, muchas veces, por caminos de sufrimiento: “He sido irrisión cotidiana: todos me remedaban” (Jr 20,7). Es el momento más terrible de la crisis, que acompaña todo gesto de fidelidad cuando el propio testigo sufre la tentación de abandonar todo para asegurar la propia sobrevivencia. El hecho de encontrar resistencia, en sí mismo, no es por sí sólo indicio de un deseo, secreto o explícito, de responder negativamente. Por mejor que sea su estructura moral, el ser humano sabe, en razón de la condición humana, que la virtud siempre le parecerá difícil y que el vicio ejercerá atracción casi irresistible. Eso significa que la fidelidad del testigo

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exigirá disposición de nadar contra la corriente y de no ceder a las trampas del sentido común. En esta actitud de resistencia se encuentra uno de los elementos fundamentales de una vocación profética. Los verdaderos profetas, por el hecho de tener que andar en la contramano de la opinión pública, tienden a huir de la responsabilidad, aunque siempre seducidos por la fuerza de atracción de Dios. Sería ingenuo cerrar los ojos y negar que algunas personas llamadas respondan negativamente o, entonces, busquen ventajas personales a través de la misión. Estos son los falsos profetas. Jeremías, gimiendo bajo el peso de la seducción divina, enfrenta no a partir de sus fuerzas sino porque siente a su lado un Dios solidario que le permite superar todas las adversidades: “!Tu, sin embargo, SEÑOR estás conmigo como luchador invencible! Por eso, los que me persiguen tropiezan, no escapan. Fracasan [...]” (v. 11). Dios no asegura vida fácil para sus escogidos ni les promete gloria o alguna especie de honores. Pero él no los abandona y quiere que tengan consciencia de que el proyecto llegará a buen término, a pesar de todas las resistencias que puedan aparecer.

La vida de Dios pasa por la cruz En la meditación anterior se reflexionó sobre el tema de la solidaridad divina en relación a las personas que él llama y, por ellas, a su pueblo. En esta meditación el tema que desarrollaremos se refiere no propiamente a la realidad de Dios, sino a la forma como ella se reveló en el evento Cristo, con su misterio pascual de muerte y resurrección. Es así que vamos a hablar de la vida de Dios tal como se manifiesta en el escándalo de la cruz. Ciertamente, es una dimensión, en términos de fe cristiana, que no puede ser ignorada, a pesar de las resistencias que se expresan en la confrontación entre la muerte y la vida. El apóstol Pablo sustentaba que la cruz es escándalo para los judíos y locura para los paganos. La unión con el tema de la meditación anterior es tan evidente a punto de parecerme posible afirmar que, en verdad, estamos frente a un solo tema, que se desdobla en una segunda meditación con la intención de alcanzar una profundización mayor, a medida en que un tema complementa y es abordado como tema central. Hay, incuestionablemente, un elemento de novedad, porque aquí se hace referencia a los gestos y actitudes de Dios tales como se revelan en la persona y en la acción de Jesús de Nazaret.

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Como tengo la preocupación de situarme siempre en medio de la comunidad eclesial, profeso que en la historia de Jesús de Nazaret se hace presente la fuerza personal de Dios, que viene a armar su tienda en el corazón de la humanidad y que busca reunir en unidad a sus hijos dispersos. Así, hay un reconocimiento explícito de que el seguimiento del Señor Jesús atiende a un llamado de Dios. Él mismo dice que la persona que pretenda estar con él en el seguimiento tiene que renunciar a sí mismo y tomar su cruz en sus hombros. Pero es lícito preguntar: ¿de qué forma se revela, en la historia de Jesús de Nazaret, que Dios es comunicador de una vida que pasa por la cruz? Aunque pueda parecer extraña, la pregunta, a mi modo de ver, tiene sentido, hasta porque no pocas personas suponen que toda sugerencia de sufrimiento sea incompatible con la dignidad humana. Reservando que no se trata, a rigor, de presentar el sufrimiento como un bien, sino de visualizarlo como componente esencial de la condición humana, el abordaje no puede ser evitado en razón de que el misterio de la encarnación signifique un sumergirse de Dios en el corazón de la condición humana. Hay un primer elemento que me parece importante resaltar: la cruz, entendida como privación, es componente esencial de la condición humana, que no es consecuencia de un pecado cometido en el origen de la humanidad, sino la forma normal da existencia humana en la historia. El existir humano presenta una forma de conflicto estructural que hace fácil el camino de la mentira y difícil el camino de la verdad. En efecto, el ser humano (mujer y hombre) es capaz de trabajar contra sí mismo y de buscar por todos los medios a su disposición aquello que será su mayor desgracia. Aunque en él habite un poderoso impulso de vida, con más frecuencia acaban prevaleciendo impulsos y proyectos de muerte. Eso significa que la búsqueda de la vida, en la plenitud de sus manifestaciones, exige discernimiento y capacidad de buscar siempre los valores fundamentales, aunque eso pueda ocurrir con enorme carga de sacrificio, de renuncia y de entrega. La verdadera grandeza nunca viene por fuerza de inercia. Las grandes riquezas minerales no suelen encontrarse en la superficie, sino en el corazón de la tierra. Después de estas observaciones, cabe preguntar: ¿cuál era, en realidad, la preocupación de Jesús al invitar personas para su seguimiento? ¿Siempre había un proyecto bien definido, capaz de ejercer fuerza de atracción? Me parece posible decir que el camino,

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a rigor, no es exactamente este. Es más, un hecho que siempre llama la atención, en la lectura del Evangelio, en tantos casos de vocación, es que la invitación de Jesús raras veces se hace preceder de la explicitación de un programa. Este dato es importante porque muchas personas imaginan que Jesús era un líder religioso y/o político, con grandes ideas para ser viabilizados a través de proyectos. Jesús, sin embargo, era un hombre de acción y no propiamente un pensador, aunque revelase incomparable sabiduría. Él normalmente invita a las personas a seguirlo sin nada decir de lo que pueda pretender con el seguimiento. Eso deja entrever que el elemento esencial del Evangelio es justamente el seguimiento y no el desempeño de tareas, por más importantes que puedan revelarse en la realización del Reino de Dios. La explicitación de un programa viene después, ya como resultado del seguimiento. Jesús dice de sí mismo: quien me sigue no anda en tinieblas, sino que tendrá la luz de la vida. Él mismo, al final, es el propio Reino de Dios. Dos ejemplos pueden revelarnos esta verdad. El primero se refiere a los discípulos de Emaús. Si Jesús está definitivamente muerto, no hay nada más que hacer. Es necesario volver para casa. Pero si el volvió a vivir, es necesario regresar a Jerusalén porque el proyecto continúa. El segundo indica para el hecho de que, en cuanto Jesús anunció el Reino de Dios, la Iglesia de los orígenes, en especial el apóstol Pablo, anuncia Jesucristo crucificado y resucitado. Este hecho configura la situación de una verdadera fidelidad creativa. Quien acoge al Señor Jesús está acogiendo el Reino. Alguien podría preguntar: ¿no parece evidente que Jesús siempre revela preocupación con la vida de aquellas y de aquellos a quien llama en el sentido de que tengan conciencia de lo que implica naturalmente el seguimiento? La respuesta, a mi ver, es claramente positiva. En el celo constante por la formación de sus discípulos, con destaque para aquellos a quienes escogió para ser apóstoles, es decir, sus enviados, Jesús insiste en que la proximidad con él es un elemento esencial de la misión que pretende confiarles. Es aquí, justamente, que Jesús da pruebas de extraordinario realismo, no escondiendo que el camino por él propuesto es la puerta estrecha. Y como las observaciones del cotidiano envolviendo su propia persona, con los constantes conflictos con fariseos, escribas y sacerdotes, no fueron suficientes para abrir los ojos de los discípulos, Jesús les

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recuerda que la cruz es inseparable de la misión: “Quien no toma su cruz y me sigue, no es digno de mí” (Mt 10,38). No tenemos ahí cualquier indicio de complacencia en el sufrimiento, como si fuera un valor a ser buscado. Pero Jesús deja trasparecer dos elementos de mayor importancia. El primero de ellos recuerda que, en consecuencia de la condición humana, el camino que conduce a la vida siempre es el más difícil. El segundo llama la atención para el hecho de que el sufrimiento, aunque no sea considerado un valor en sí, siempre es una escuela extraordinaria de educación humana. Muchas de las mejores lecciones de vida suelen venir a través del sufrimiento, de la privación y hasta de la muerte. Hay un proverbio latino que se expresa de la siguiente forma: ad astra per aspera (“por caminos ásperos se llega a los astros”). Esta es la situación normal de la humanidad. Pero la palabra de Jesús no termina, evidentemente, ahí. Además de alertar para las dificultades inherentes a la misión que los aguarda, Jesús les recuerda a los apóstoles que no están en juego proyectos personales. Suyos, en cuanto apóstoles, pasando por el propio Jesús, se llega al Padre, que es quien realmente envía. Aquí debe residir la confianza de quien va en misión porque Dios no abandona a todas y todos los que, en total desprendimiento y disponibilidad, colocan sus vidas al servicio del proyecto del Reino: “Quien los recibe, a mí recibe, y quien me recibe, recibe aquel que me envió” (Mt 10,40). En el sentido de evitar protagonismos, es decir, de evitar la tentación de ponerse como comienzo y fin de la misión, suponiendo que todo dependa de las calidades y actitudes de los agentes, es importante resaltar que la identificación del apóstol con la persona de Jesús y, por él, con el Padre, solamente acontece en medio de una fidelidad misionera propia de quien tiene consciencia de ser enviado. Las propias persecuciones, que muchas veces acompañan el desempeño de la misión, pueden hacerse una bienaventuranza a medida en que se derivan naturalmente de la fidelidad. Por eso, no es cualquier persecución que puede considerarse una bienaventuranza. Hay personas que, en consecuencia de actitudes equivocadas, hacen por merecer persecuciones. Este sería el llamado sufrimiento por justa causa. Otra cosa bien diferente es la persecución que deviene de la propia predicación misionera, cuando, en la fidelidad al anuncio del Evangelio, las personas pasan a ser odiadas por quien en todo y por todo privilegia la injusticia. Y esto porque el Evangelio, de la misma forma como la persona de

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Jesús, es siempre e inevitablemente un signo de contradicción. En un mundo que tiende a hacer prevalecer la ley del más fuerte, Jesús proclama bienaventurados a los pobres, los pacíficos, los mansos, los que tienen hambre y sed de justicia. Cabe preguntar ahora: ¿el camino indicado por Jesús no sería también el camino recorrido por él? Si fuera así, ¿existiría alguna forma de proximidad entre la cruz del(a) discípulo(a) y la cruz del Maestro? La entrega sin reservas al proyecto de Dios, pasando por el sufrimiento y por la muerte de cruz, incluye a los seguidores en el misterio de Jesucristo, por quien viene la vida: “Sabemos que Cristo, resucitado de entre los muertos, no muere más. La muerte no tiene más poder sobre él” (Rm 6,9). En la predicación del apóstol Pablo, la cruz es inseparable de la resurrección. Él tenía consciencia de que el olvido de la cruz traería enormes facilidades para el anuncio misionero porque siempre es complicado aceptar un Dios crucificado. Pablo, sin embargo, resiste a la tentación de la facilidad, aun sabiendo, conforme se vio anteriormente, que un Dios crucificado es escándalo para los judíos y locura para los paganos. Por razones diferentes, judíos y paganos rechazaban la idea del sufrimiento asociada a la divinidad. Es por esta razón que la encarnación es una piedra de escándalo para los sabios e inteligentes. La verdad que la vida pasa por la cruz contradice el espíritu del mundo. Pero nunca es de más recordar que ahí está en juego el corazón del mismo Evangelio.

¿Llegar a Dios sin el prójimo? En la meditación anterior se reflexionó sobre la vida de Dios que pasa por la cruz. El tema de la presente meditación aborda la espinosa cuestión de la relación entre la persona de Dios y la persona del prójimo. Se trata de una cuestión espinosa, porque el ser humano siempre revela dificultad para conciliar estas dos dimensiones, tendiendo a interpretarlas no como propiamente alternativas, sino como difícilmente conciliables. El riesgo permanente, que es en realidad mucho más frecuente de cuanto se consiga reconocer, se expresa en la elección de una de ellas en desprecio de la otra. La proximidad temática entre las dos meditaciones es mucho mayor, aunque sin la misma evidencia de la meditación inmediatamente anterior en relación a aquella que la precedió. Sin querer forzar en exceso la situación de tensión, no hay como negar la percepción de que el prójimo sea una verdadera cruz. Cuando se piensa en términos de vida

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cristiana, de convivencia fraterna, la realidad del prójimo parece ser una barrera casi insuperable. Hasta es posible observar cierta postura de inconformidad en razón de no poder evitar el prójimo en vista a una relación de plenitud con Dios. Esta situación deja trasparecer, entre otras cosas, que la gran tarea de la existencia humana es la construcción de las relaciones. Aún reconociendo que son incontables los elementos que los seres humanos tienen en común, que ellos son esencialmente relacionales, de tal forma que la única manera de vivir con dignidad es organizar la convivencia, hay resistencias sin cuenta. Por esta razón, parece evidente que la convivencia humana nunca es un problema resuelto de una vez por todas. Muchos son los mecanismos que el ser humano acciona en el sentido de huir a la espinosa tarea de convivir. A partir de lo que fue dicho hasta aquí, cabe preguntar: ¿cuál sería la razón para abordar la cuestión de la convivencia en medio de la temática que nos ocupa en esta serie de meditaciones, que centran su mirada sobre la realidad de Dios? La respuesta, en verdad, aunque evidente, es menos sencilla de cuanto se pueda imaginar. Un personaje del escritor ruso Dostoievski dice que ama la humanidad, pero que no suporta a los individuos. ¿Sería este realismo sabiduría de la vida, o simplemente insensatez? No solo me parece posible, sino hasta necesario, afirmar que, en la cuestión sobre Dios, el tema del prójimo es esencial. Jesús asoció inseparablemente el amor a Dios y el amor al prójimo porque la realidad humana es una unidad fundamental. Así, no existe cualquier posibilidad de que alguien ame a Dios si excluye a la persona del prójimo. No puede olvidarse el hecho de que todos los seres humanos (mujeres y hombres) cargan en lo más profundo de sí mismos la imagen y semejanza de Dios, conforme fue enfatizado en varias de las meditaciones anteriores. ¿Cómo sería posible pretender amar a Dios ignorando y/o excluyendo aquellas y aquellos que fueron criados a su imagen y semejanza? Así, la cuestión de la convivencia fraterna entra totalmente en la cuestión sobre Dios. Aquel mismo Dios, cuyo rostro más verdadero Jesús nos reveló, no ofrece cualquier posibilidad o cualquier base, para una separación de esta especie. Es en este sentido que se dijo anteriormente que el prójimo, en la trama de las relaciones humanas, constituye una verdadera cruz. Para mucha gente, la posibilidad de una separación ciertamente traería una sensación de alivio.

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No hay persona humana, por más elevada que sea su forma de vida en términos de relación, que desconozca la dificultad de la convivencia. Pero ni todas se detuvieron un minuto para reflexionar sobre las razones de las variadas formas de bloqueo que impiden, o por lo menos dificultan, que ellas se encuentren. La meditación en la profundidad donde se anidan las más auténticas inspiraciones es tarea complicada y exige dosis considerables de amor a la verdad y de ansias por autenticidad. La pregunta que surge, a partir de tal profundización, es la siguiente: ¿cuál sería el mecanismo que está en el origen de esta situación tan sufrida? En razón de la complejidad del ser humano, de su dimensión de misterio nunca totalmente desvelado, no es nada fácil discernir los factores que actúan en el sentido de tornar siempre espinosa la convivencia humana. Aquí será hecha una tentativa de respuesta a partir de aquello que la experiencia milenaria de la humanidad hizo posible comprender. La respuesta, por mejor que sea, será siempre fragmentaria, y dejará en la sombra elementos ciertamente decisivos. Retomando la cuestión del personaje de Dostoievski, que decía amar a la humanidad pero no soportar los individuos, diría que la humanidad tiene un rostro indefinido, que puede ser imaginado en medio de conveniencias, y no suele pasar la sensación de proximidad. La relación que se establece en este nivel genérico no llega a trasparecer los defectos y las limitaciones, que constituyen, por el menos en términos inmediatos, los factores de bloqueo. Ya el individuo tiene nombre, semblante definido, defectos y limitaciones que, generalmente, ni incluso una máscara consigue esconder. La misma postura acostumbra revelarse en la cuestión concerniente a la persona del pobre, hasta aún con manifestaciones en medio de la realidad eclesial. El pobre en general, indefinido, es siempre, de alguna forma, interesante. Es alguien concientizado, comprometido políticamente en la creación de una nueva sociedad, constituyéndose en una verdadera fuerza histórica. Ya el pobre concreto con frecuencia nos parece insoportable. Es acomodado, no tiene conciencia política ni compromiso eclesial. No se baña... Dijo alguien: “Estoy realmente convencido de que Jesucristo está en el pobre. El problema es que ellos no se parecen”. Muchas posturas humanas sobreviven apenas porque abstractas. Surge ahora, inevitablemente, una pregunta: ¿guardando siempre la originalidad de cada situación, las mismas observaciones valdrían en la cuestión concerniente a Dios y al prójimo? Personalmente, no tengo dudas de que sea realmente así. Los mecanismos de

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resistencia son los mismos, aunque muden los objetos. El Dios que no vemos encarna la belleza, la bondad, la misericordia infinita, despertando actitudes de alabanza y acción de gracias. A esto se une la tendencia frecuente del ser humano construir para sí un Dios a su propia imagen y semejanza. Este Dios, que en verdad es un ídolo, nunca es incómodo y hace todo lo que se desea. Diría que se trata de un Dios perfecto y ampliamente conocido. Ya el prójimo que vemos nos muestra muchas veces la cara del mal: para sobrevivir, preferimos negar su existencia. Se nota que este tipo de postura acontece en todas las experiencias humanas. Es por esta razón que mucha gente idealiza los personajes de las novelas, de las telenovelas, y los deportistas que se destacan. Todos son óptimos porque distantes. No es casual que se transformen en ídolos. No faltan personas que evitan toda proximidad con tales personajes justamente para que el encanto no se pierda. Experiencia análoga acontece en relación al enamoramiento y al frecuente desenlace, que es el casamiento. El noviazgo es el tiempo de la convivencia limitada, en el espacio y en el tiempo, que lleva a las personas a siempre pasar lo que ellas son y tienen de mejor. Ya el matrimonio es el tiempo de la convivencia constante, que posibilita la revelación de aquello que las personas son y tienen de verdad, más allá de cualquier artificio. Los ídolos son siempre interesantes. Eso explica la capacidad de seducción que tienen. El Dios verdadero es siempre incómodo. A respecto de la cuestión que se está abordando en esta meditación, ¿qué puede decirnos el Evangelio? Jesús, hablando del tema del juicio escatológico (Mt 25,31-43), muestra la unión inseparable entre el próximo y su propia persona. Se nota que ahí Jesús revela un realismo impresionante. Jesús no dice, a título de ejemplo, que la persona necesitada es como si fuera él mismo. Muy por el contrario, queda claro que se trata de su propia persona, de tal forma que se puede decir que la aceptación o rechazo del próximo es rechazo o aceptación de la persona del propio Jesús. A los apóstoles: quien a ustedes recibe, a mi me recibe. Con esto está claro que hermanas y hermanos constituyen una mediación necesaria para llegar al Padre. Yo diría hasta que el rostro del prójimo es el propio rostro de Dios. O también: que el prójimo es la visibilidad de Dios. Así, quien coloca a Dios y al prójimo en términos alternativos se sitúa completamente fuera del Evangelio. Con su predicación, con sus gestos y actitudes, Jesús no se limitó a revelar la verdadera cara de Dios. Más aún: él

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reveló la incomparable dignidad del prójimo. No es casual que Dios haya sintetizado todo en el amor. ¿Y qué significa tal sentimiento a no ser la capacidad de hacer del prójimo una prioridad, aún con el riesgo de perderse? En nuestra catequesis, como momento de evangelización, se acostumbra a enseñar que dos son los mandamientos de Jesús: amor a Dios y amor al prójimo. En la medida en que sea mantenida esta dualidad, ¿no habría el peligro de privilegiar uno de ellos en menosprecio del otro? ¿No sería mejor decir que el mandamiento es uno sólo? Personalmente, estoy convencido que sí. Frente a un dualismo, hay siempre la tentación de la alternativa. Fácilmente se tiende a privilegiar uno en menoscabo del otro. Eso no es mera imaginación. Quien tiene algún conocimiento de la vida eclesial sabe que innumerables cristianos tienen verdadera adoración por Dios, pero toman distancia en relación al prójimo. Es lo que acontece en relación a la realidad de la gracia: los cristianos, especialmente los católicos, aprecian enormemente la gracia de Dios, pero son incapaces de establecer, en lo cotidiano de la vida, relaciones de gratuidad. Muchos de ellos actúan por interés en todas las iniciativas que emprenden. No logran efectuar una aproximación sin tener segundas intenciones. Así, de la misma forma como no es posible amar a Dios excluyendo al prójimo, es imposible que alguien esté en estado de gracia si vive con interés en su red de relaciones: con las cosas, con el prójimo, con Dios. El mandamiento, por lo tanto, es uno sólo.

La palabra que da testimonio de Dios En la meditación anterior se reflexionó sobre el tema de la presencia de Dios en la persona del prójimo. En la presente meditación el objeto de reflexión será la Palabra que da testimonio de Dios. La comunicación por la palabra, en medio del mundo creado, es característica específicamente humana. Ahí también encuentra expresión la verdad de fe, muchas veces mencionada a lo largo de esta serie de meditaciones, de la imagen y semejanza divinas que todo ser humano trae impresas en la estructura de ser. El Nuevo Testamento, en el prólogo del cuarto Evangelio, define al Hijo, que se hizo humanidad en Jesús de Nazaret, como la Palabra eterna proferida por el Padre. Lo que hay en común entre la presente meditación y la anterior es la centralidad de la persona de Dios y de su relación con el mundo que él mismo creó, con destaque para el ser

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humano (mujer y hombre), que, de alguna forma, sintetiza la globalidad del universo. El reconocimiento de Dios como autor de todo cuanto existe, aunque pueda ser vislumbrado a partir del esplendor y de la grandeza de la creación, sólo es posible a partir de una profesión de fe. Ni la existencia ni la no existencia de Dios son pasibles de demostración, aunque la teología cristiana siempre haya procurado demostrar lo contrario. En esta meditación, el objetivo es reflexionar sobre la palabra como mediación o forma de comunicación divina. Sin embargo, antes de entrar en el tema, me parece importante resaltar que la palabra no es la única ni la más importante comunicación de Dios. El más significativo lenguaje a través del que Dios se comunica es la propia historia, el conjunto de sus acontecimientos. Con eso, quiero decir que la comunicación de Dios se hace palabra para la humanidad en la medida en que esta, en la experiencia de la fe religiosa, consigue descifrar e interpretar los acontecimientos de su historia. Una conclusión importante, a partir de este dato, es que la llamada revelación es, en el fondo, una cuestión de lectura de fe. Las Escrituras Sagradas dan testimonio del vigor de una Palabra que fue leída e interpretada en un conjunto de acontecimientos extraordinariamente densos. Tal vez se pueda decir, con un poco de imaginación, que la historia está en embarazo de Dios y la fe es la obstetra que lo ayuda a nacer. Explicitando un poco más la cuestión, me parece importante recordar un dato muy sencillo, oído y meditado incontables veces: la Biblia contiene la Palabra de Dios. ¿Cuál es el sentido de tal afirmación que, como es ampliamente conocido, forma parte del contenido de la fe cristiana? La Biblia, en el conjunto de sus libros, da testimonio de la historia de un pueblo que, en la profundidad de sus experiencias más significativas, algunas de ellas marcadas por intenso sufrimiento, encontró al Dios de la vida. Hago esta afirmación con mucha cautela porque ni siempre los israelitas vivieron una experiencia religiosa iluminados por el verdadero rostro de Dios. Hay momentos en que la imagen de Dios, en vez del principio de la vida, parece revestir el bulto de los ídolos portadores de muerte. De todos modos, a través de las más diferentes experiencias, todas ellas marcadas por la ambigüedad, el momento final, también definido plenitud de los tiempos, que acontece en Jesucristo, pone de manifiesto justamente el semblante del Dios de la vida. Así, me parece posible decir que la lectura de los textos bíblicos abre camino

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para el encuentro con el Dios de la vida. Pues es exactamente en este sentido que se profesa en la fe que la palabra de las Escrituras Sagradas es justamente Palabra de Dios. Cabe ahora preguntar: ¿sería posible decir que hay un tema fundamental que atraviesa la totalidad del testimonio bíblico? Personalmente, creo que sí. Y esto incluso porque, siendo Dios quien conduce la historia a su objetivo (aunque no lo haga de forma linear, habiendo constantes retrocesos), puede concentrarse un sólo tema fundamental. Aunque la realidad sea una sola, las denominaciones son muchas. Aquí voy a citar tres que me parecen las más significativas: vida, gracia y amor. Cualquier una podría ser tomada como tema para comprender la globalidad. Así se puede decir, a título de ejemplo, que el gran tema de todo el testimonio bíblico es el amor infinitamente misericordioso de Dios en relación a la humanidad. Hablo aquí de la humanidad porque, aun revelándose de forma singular en la historia de un pueblo, el Dios de la Biblia se abre a una dimensión de universalidad. Hay, en efecto, una incompatibilidad de principio entre este Dios y el instinto de posesión. Tenemos ahí un aspecto de la manifestación de Dios que es siempre difícil de aceptar. La razón de ello está en el hecho de que toda persona que hace una experiencia original (lo mismo se puede decir de un grupo, de una comunidad, de un pueblo) tiende a transformar aquello que recibió como gracia en privilegio y exclusividad. Muchas veces el ser humano siente vanidad y asume una postura de presunción en razón de sus actitudes. Olvida que, simplemente, no es el autor de sí mismo y que todo lo debe a la dádiva divina. En esta perspectiva, el Dios que alimenta preconceptos e inspira exclusiones seguramente sea un ídolo. Quien lee con atención los textos de la Biblia percibe que la Palabra que allí es pronunciada, a través de los más diferentes géneros literarios, da testimonio de que Dios viene como juez. Alguien podría preguntar: ¿cómo es posible llegar a tal conclusión si allí todo se revela en la perspectiva de un amor misericordioso y compasivo? Como primera observación, diría que el juicio de Dios viene para defender y promover la justicia. Como en parte vimos en la meditación anterior, no hay cualquier incompatibilidad entre el amor y la justicia. El amor, que es siempre la dimensión más fundamental y decisiva, no puede ser menor que la justicia porque estaría perjudicando seriamente a las personas. Él, en verdad,

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tiene que ir más allá de la justicia. Después de ella viene la gratuidad, de la que el amor es la expresión mayor: aquello que no es debido, pero que acontece en la experiencia gratificante de la dádiva. Hay, en efecto, una diferencia esencial entre la justicia del sentido común, que consiste en asegurar a cada uno lo que le es debido, y la justicia del Reino de Dios, que también incluye aquello que jamás puede ser exigido como obligación. Hablando a los apóstoles, Jesús decía que, si su justicia no fuese mayor que la de los escribas y fariseos, no entrarían en el Reino de los Cielos. En tal perspectiva, nadie puede declararse satisfecho después del cumplimiento del deber. Y eso porque, tras el deber, lo más importante aún resta por hacer. Pero debo reconocer que, en lo cotidiano de la vida, el tema del juicio suele asustar a las personas. Por esta razón mucha gente le tiene miedo a Dios. Oraciones, sacrificios y penitencias pasan a veces la impresión de intentos de defensa frente a la ira de Dios o, entonces, de mecanismos buscando aplacarla. Allí ocurre simplemente una confusión entre el temor del Señor, que es un don del Espíritu, con el miedo a Dios, que es una actitud patológica propia de quien no maduró en la fe. Vuelve aquí un tema que ya estuvo presente en una meditación anterior: justamente el temor del Señor. En su sentido más profundo, se incluye en el contexto de un encuentro en vistas de una alianza: “Yo, el SEÑOR, te llamé para la justicia y te tomé de la mano. Te formé y te encargué de ser la alianza de mi pueblo y la luz de las naciones, [...]” (Is 42,6). Así, cuando es el amor que inspira el obrar, no hay cualquier espacio para el miedo. Quien descubre la verdadera cara de Dios ve brotar en sí actitudes de confianza. Es por esta razón que, muchas veces, los salmistas llaman la atención para el hecho de que solamente en Dios es posible confiar, porque sólo él es absolutamente fiel. Sólo puede sentir miedo a Dios quien nunca lo encontró en los caminos de la vida. Al comienzo de esta meditación dije que Dios se revela en la palabra, pero principalmente en los acontecimientos de la historia. ¿En el acontecimiento Jesús de Nazaret estaría ocurriendo lo mismo? Cuando digo que Dios se revela en los hechos, no es mi intención eliminar el facto de que la interpretación sea hecha siempre por personas llamadas, que sirven de mediadores para aquello que Dios quiere comunicar. Así acontece en todo el Antiguo Testamento y termina con el ministerio de Juan Bautista, a quien Jesús

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declara ser el mayor entre los nacidos de mujer, aunque menor que el menor del Reino. Hay, aquí, una novedad incomparable. Sirviéndose primeramente de mediaciones humanas, en la plenitud de los tiempos Dios viene a hablar personalmente, a través del Hijo: “Muchas veces y de muchas maneras, Dios habló antiguamente a nuestros padres, por medio de los profetas. En estos días, que son los últimos, nos habló por medio del Hijo, [...]” (Hb 1,1-2). Es más, como vimos anteriormente, el Evangelio de Juan, en su prólogo, comprende la propia persona de Jesucristo como la Palabra que Dios profiere: “Y la Palabra se hizo carne y vino a vivir entre nosotros [...]” (Jn 1,14). Así, es posible decir que Jesucristo es el más importante acontecimiento a través del que Dios habló a la humanidad. Más aún, él es la revelación definitiva de Dios. Es por eso que las Escrituras Sagradas comprenden a Jesucristo como la plenitud de los tiempos. Todo lo que vino antes preparaba este acontecimiento mayor. Aún reconociendo a Jesucristo como el acontecimiento/palabra que revela a Dios, ¿existiría algún mensaje que sea capaz de expresar tal verdad? Diría que, entre las muchas cosas que Jesús proclamó, ganan destaque las bienaventuranzas. Ellas expresan una forma de comprender la vida en contraste evidente con el espíritu del mundo. Por esta razón, meditar incesantemente la Palabra de Dios es mantener contacto con la fuente de agua viva, como trasparece en el diálogo de Jesús con la samaritana. Y su síntesis más perfecta está justamente en las bienaventuranzas, que determinan el estilo de vida de cuantas y cuantos son llamados a dar testimonio en la gratuidad de la salvación de Dios.

Las fronteras de Dios En la meditación anterior se reflexionó sobre la Palabra que da testimonio de Dios. En la presente meditación el tema de las fronteras de Dios será objeto de reflexión. ¿Habría algún vínculo entre los dos temas? Como primera observación, diría que en toda esta serie de meditaciones sobre el misterio de la fe la inspiración mayor siempre proviene de la Palabra de Dios, tal como se testimonia en las Escrituras Sagradas. No podemos olvidar que en el origen de tal Palabra siempre hay una experiencia de vida y una lectura de fe de los acontecimientos de la historia, conforme intenté mostrar en la meditación anterior.

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De todos modos, situándonos en medio de una visión de fe cristiana, está el reconocimiento de que es justamente ahí, en tales Escrituras, que es posible encontrar no solamente la verdadera cara de Dios, resultado de un largo proceso de purificación y de madurez, sino igualmente los criterios que permitirían reconocerla en la vasta gama de las experiencias humanas de sentido. Resta como cuestión no resuelta el lugar de las religiones no cristianas en el encuentro con la salvación de Dios. Así, a título de ejemplo, la Palabra que da testimonio de Dios revela cuáles son sus fronteras. La vinculación, por tanto, es muy clara, y ni podría ser de otra forma. Como las experiencias de fe, en razón de la condición humana, siempre son ambiguas, si llegaran a faltar verdaderos criterios de discernimiento no sería posible que el ser humano encontrara, de forma gratificante, el verdadero rostro de Dios ni tendría cómo evaluar críticamente toda experiencia religiosa. En todas las circunstancias, es la búsqueda de autenticidad, condición y expresión de vida plena, la que orienta el camino. No es difícil observar, para quien revela, además de la experiencia como tal, preocupación en comprenderla en profundidad, que existe el peligro constante de una deformación de la imagen de Dios justamente en razón de la ambigüedad del ser humano y, por consiguiente, de todas sus experiencias. ¿En qué consistiría el peligro? El encuentro con Dios, que asegura consistencia a la experiencia histórica de Israel, y que también es para nuestro tiempo un punto de referencia irrenunciable, sufre permanentemente la tentación de la secta. Este dato nos sitúa en el interior de algo que deja trasparecer posturas ni siempre conscientes de estrechez y mezquindad. De alguna forma es como si algo, que nace en el espíritu de una generosidad sin límites y que se abre a un horizonte sin fronteras, de repente se encierra como el caracol en su casita ante la aproximación de alguna cosa extraña. Se trata de una apropiación particular y exclusiva de algo que vino como riqueza para todos. Aquí es claramente perceptible una forma de egoísmo y se puede fácilmente comprender que se haga presente una terrible deformación de la imagen de Dios, cuya realidad más íntima es, toda ella, expresión de un amor que no conoce fronteras. Tomando como referencia justamente esta deformación de la verdadera imagen de Dios, ¿cuál sería la consecuencia más peligrosa? Quien lee con atención los testimonios de las Escrituras Sagradas va a percibir que la afirmación de un sólo Dios, cuyo nombre es

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Yahveh, resultó de un proceso educativo que llevó siglos en la exclusión de toda forma de idolatría. ¿Y qué sería, en verdad, el ídolo? Muchos son los elementos que lo caracterizan y que podrían ser detalladamente descritos. Aquí voy a atenerme a uno de ellos, porque me parece que logra definir lo esencial de aquello que quiero decir en esta meditación. El ídolo es siempre una creación del ser humano en la búsqueda de la afirmación de sí mismo en términos generalmente de autojustificación. El camino de la vida exige postura de renuncia a todo atentado contra la dignidad humana; apertura al próximo, haciéndolo una prioridad; espíritu de gratuidad y de misericordia; sentido de justicia y de compartir, con destaque para los bienes económicos, que son la medida de toda forma de compartir. Jesús dice claramente que el ser humano (mujer y hombre) orientado para sí mismo, preocupado en salvar la propia vida, tendrá como consecuencia la pérdida de aquello mismo que pretende preservar. Quien, sin embargo, esté dispuesto a perder la propia vida, no estúpidamente, sino por el Reino, en la afirmación soberana de la dignidad humana, encontrará aquello mismo que está dispuesto a perder. De esto surge una consecuencia importante: el ídolo, que representa también un mecanismo de facilidad, lleva el ser humano a la perdición. Cuando eso acontece, el Dios verdadero pierde su espacio porque el ídolo es por naturaleza mezquino e incapaz de permanecer abierto, en actitud de entrega y en espíritu de servicio. Además, la apertura, en la eliminación de todas las barreras y en la superación de todos los preconceptos, determinaría naturalmente su autodestrucción. En medio de esta perspectiva, que aborda la cuestión de las fronteras que incesantemente son consideradas en el sentido de impedir un verdadero crecimiento del ser humano, ¿cómo sería el Dios verdadero, cuyo rostro se revela por el testimonio bíblico? Antes de intentar una posible respuesta, me parece oportuno aclarar un elemento que, al menos a primera vista, pasa la impresión de ser contradictorio. Aunque la meditación tenga como tema la persona de Dios, la preocupación de fondo es la dignidad humana. ¿Por qué? La razón me parece bastante sencilla: la historia de la salvación lleva este nombre porque la preocupación de Dios es con la dignidad humana. Jesús explicitó con claridad tal cuestión.

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De acuerdo con el testimonio de las Escrituras Sagradas, el Dios verdadero combate de todas formas cualquier manifestación de idolatría. Y eso por dos razones. La primera de ellas recuerda que Dios quiere darse a conocer en su autenticidad, por eso se revela celoso frente a cualquier posible competidor. El no quiere ser confundido con pobres y mezquinas creaturas de la infidelidad humana, que todo proyecta en medio de una vasta red de intereses. La segunda razón llama la atención para el hecho de que la aproximación de Dios a la humanidad se inspira en profundo amor. Ahora, quien ama de verdad nunca se envuelve en falsas soluciones que pueden traer satisfacción, pero que incuestionablemente obstruyen el camino de la felicidad. Si la preocupación de Dios es la de llevar el ser humano a la plenitud de la vida, el propio ser humano, en la adhesión a tal preocupación que tiene como razón mayor, tiene que aprender a nadar contra la corriente. De cierta forma, él es solicitado hasta a hacer violencia contra sí mismo, contra sus tendencias más espontáneas, expresiones de la condición humana, en búsqueda de autenticidad. Si el ídolo inspira la ley del menor esfuerzo, el Dios verdadero lleva a aquello que hay de más profundo y más auténtico y, por lo tanto, también más difícil. En este sentido, se puede decir que el destino del ser humano se decide en la opción consciente entre la idolatría y la verdadera adoración. Pero, permaneciendo en medio del tema de la presente meditación, ¿cómo sería el Dios que tan fuertemente se opone a la idolatría? Una característica interesante de este Dios es su universalidad. Aun revelándose de forma privilegiada en la historia de un pueblo, su horizonte se abre a la creación entera: “Las naciones caminarán a tu luz, los reyes, al brillo de tu esplendor” (Is 60,3). Este aspecto me parece que reviste extraordinaria actualidad. Nuestro tiempo es pródigo en la creación de las más variadas formas de imágenes de Dios. En todas las tentativas, se percibe una preocupación en descubrir un Dios favorable, que no ejerza función crítica y que legitime posturas mezquinas. El Dios verdadero es incómodo porque lleva por caminos difíciles, a los que se tiende a resistir, pero que generalmente llevan las formas elevadas de vida, en conformidad con la vocación del ser humano. El poder humano de manipulación es tan grande que, después de crear a su Dios, usa los textos de las Escrituras Sagradas para probar que él es verdadero, aunque sea inspirador de las más variadas formas de interés y privilegio.

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¿La vida de Jesús, a medida en que revela la más auténtica de todas las imágenes de Dios, pone fin a toda ambigüedad, de tal forma que supere definitivamente la idolatría? ¡Absolutamente! Con efecto, la idolatría no nace porque la imagen de Dios no fue revelada, sino porque el ser humano no se conforma en tener que cambiar el rumbo de su vida en búsqueda de una autenticidad cada vez mayor. Por esta razón, no es solamente el pueblo de Israel que enfrenta dificultades para reconocer en Yahveh a un Dios universal. La comunidad cristiana primitiva vivió momentos difíciles porque la consciencia del privilegio estaba muy acentuada. Nadie acepta perder privilegios de buena voluntad. Toda la Iglesia de los orígenes tuvo que pasar por un proceso de conversión, que revistió tensiones y conflictos. La apertura a los paganos era una exigencia irrenunciable: “[...] los paganos son admitidos a la misma herencia, son miembros del mismo cuerpo y beneficiarios de la misma promesa, en Cristo Jesús, por medio del evangelio” (Ef 3,6). El apóstol Pablo tuvo que usar de toda su fuerza de persuasión y de su incansable y rigurosa fidelidad para no permitir que el espíritu de los judaizantes sufocara la libertad traída por el misterio pascual de Jesucristo y que se abría a un horizonte sin fronteras. En nuestro tiempo, ¿aún se vive bajo la tentación de la idolatría? Diría que no apenas en nuestro tiempo, sino en todos los tiempos. Eso porque, conforme vimos anteriormente, el ser humano tiende espontáneamente no a la felicidad, sino a la satisfacción. La primera viene de Dios. La segunda viene del ídolo. Esta es, en pocas palabras, la trágica condición humana.

El Cordero de Dios En la meditación anterior reflexionamos sobre “las fronteras de Dios”, con la preocupación de superar la secta y la idolatría. En esta meditación volveremos nuestra reflexión para el “Cordero de Deus”. Quien acompaña el crecimiento de la conciencia mesiánica en la historia del pueblo israelita va a percibir una progresiva personalización y aproximación de Dios. A este respecto, es muy interesante la manera cómo inicia la carta a los Hebreos, en citación hecha en una meditación anterior: “Muchas veces y de muchas formas, Dios habló antiguamente a nuestros padres, por medio de los profetas. En estos días, que son los últimos, nos habló por medio del Hijo, a quien constituyó heredero de todas las cosas y por el cual también creó el universo” (Hb 1,1-2). Cuanto más se aproxima

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el tiempo de la salvación de Dios, más emerge su universalidad y mayor es su proximidad. Así, los dos temas son indicativos de que estamos en la plenitud de los tiempos cuando los mensajeros son sustituidos por la persona del Hijo enviado por el Padre. Pero, ¿qué aconteció en el tiempo que precede la manifestación de Jesús? Hay un elemento importante que no se puede perder de vista. La proximidad de Dios se intensifica con el aparecimiento del precursor Juan Bautista, que tiene la incumbencia de preparar los caminos del Señor. Su predicación, muchas veces cargada de santa indignación frente a la infidelidad del pueblo, especialmente de la clase dirigente, anuncia que el Reino de Dios está para llegar con la fuerza de un juicio. Es la justicia de Dios que desea restablecer al pueblo en la fidelidad, por eso llama a la urgencia de la conversión. Por lo que nos es dado percibir en la lectura de los Evangelios, la predicación de Juan Bautista despertó las consciencias y sensibilizó al pueblo sobre la necesidad de operar cambios sustanciales, según las exigencias de Dios. A su escucha acuden hasta sacerdotes y escribas, tal vez más preocupados en buscar una auto-justificación. Su fuerza se inspiraba en la seguridad de tener a Abraham como padre. La reacción del precursor es vehemente: Dios puede sacar de las piedras hijos de Abraham. El verdadero linaje es consecuencia de la fe y no de la sangre. Para Juan Bautista, incuestionablemente, el reconocimiento de los límites de su misión ofreció algún problema. Diría hasta que él tenía todo para emocionarse con las multitudes que acudían a las márgenes del Jordán para hacerse bautizar. Siempre es difícil superar la tentación de la auto-suficiencia. Más aún: es difícil reconocer que alguien es mayor de que nosotros y cederle el lugar, pues cada uno tiende a considerarse insuperable. Pero Juan Bautista revela toda su grandeza justamente en el reconocimiento de que su misión está llegando al fin y de que el surgimiento de Jesús de Nazaret significa la manifestación definitiva de Dios. Al bautismo en las aguas del Jordán sigue justamente el reconocimiento de Juan Bautista: “Este es el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo” (Jn 1,29). Hay que reconocer aquí que el éxito de la misión tiende a ser el principal obstáculo que bloquea la aceptación de que él tenga los días contados y que será necesario salir de escena. El precursor acepta con humildad que su misión no es un fin en sí mismo porque está al servicio de la misión de Jesús: “Yo no lo conocía, mas, para que él fuera

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manifestado a Israel, vine a bautizar con agua” (cf. v. 33). Aquel que él indica como el Cordero de Dios bautizará en el Espíritu Santo. Siguiendo la dirección del proyecto de Dios, los discípulos de Juan Bautista deberían dejarlo para ponerse en seguimiento de Jesús. Algunos hasta lo hicieron, conforme nos muestran los Evangelios. Pero hubo un número considerable que no dio este paso y, después de la muerte del precursor, vivieron la convicción de que él sería el propio mesías esperado. En algunos pasajes de los Evangelios es posible percibir una polémica entre los discípulos del Bautista y los discípulos de Jesús. Hasta en los Hechos de los Apóstoles, en pleno camino de la Iglesia de los orígenes, tenemos recuerdos de los discípulos de Juan. Pero, ¿se limitó Juan Bautista a indicar en medio al pueblo la presencia del Cordero de Dios? La pregunta tiene sentido porque es siempre difícil creer en una revelación sin que hayan signos convincentes de su verdad. ¿Cómo indicar en Jesús de Nazaret, que nada aparentaba de extraordinario, la presencia del Cordero de Dios? Una vez más, emerge con toda la fuerza la grandeza de Juan Bautista en términos de disponibilidad para el proyecto de Dios y de reconocimiento de los límites de su misión. Por esta razón, el testimonio más sorprendente está unido a la revelación de Dios. El Jesús de Nazaret que ahora inicia el ministerio público, no es un profeta más. Juan Bautista proclama una manifestación del Espíritu que confiere autenticidad a Jesús: “Yo vi el Espíritu descender del cielo, como paloma, y permanecer sobre él” (v. 32). Este aspecto es muy importante porque es un testimonio de toda la Iglesia primitiva a respecto de la filiación divina de Jesús. En eso, tal testimonio en mucho se parece con aquel que habla de la encarnación por obra del Espíritu Santo. Eso quiere decir que la redención viene por el Hijo en la fuerza del Espíritu Santo. Así, el testimonio de Juan Bautista viene a recordar que la salvación prometida a Israel y, por intermedio de él, a las naciones, finalmente pasó de la esperanza para la realidad. Pero mucho más que una consagración en vistas de un servicio, como siempre ocurría en el mundo de la Biblia en épocas pasadas, la manifestación del Espíritu proclama la encarnación del esperado de las naciones: “Yo lo vi, y por eso doy testimonio: ¡él es el Hijo de Dios!” (v. 34). Es interesante observar que esta misma perspectiva está presente en el texto de Isaías que suele leerse en liturgias del tiempo común: “[...] „Poco es que seas mi siervo para restaurar las tribus de Jacob, y para hacer volver los preservados de Israel [...]” (Is 49,6a). El Dios que llama y envía tiene metas más altas, que van más allá de la misión

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de los profetas: “[...] quiero hacer de ti una luz para las naciones, para que mi salvación llegue hasta los confines de la tierra” (Is 49,6b). En el momento decisivo de la redención, Dios dispensa intermediarios. La figura del cordero se revestía de extraordinaria significación entre los judíos. Pero, ¿en qué sentido ella pasa a ser aplicada a Jesucristo? Quien conoce las tradiciones israelitas referentes al cordero, que era sacrificado para una comida común en los núcleos familiares, debe recordar que la costumbre estaba unida a la celebración de la Pascua. En la ocasión, se comía pan sin levadura, para recordar que los hebreos tuvieron que dejar Egipto a las carreras, no habiendo tiempo para que el pan se fermentara, y hiervas amargas, para no olvidar las amarguras y toda especie de sufrimientos que tuvieron que enfrentar en el tiempo en que eran esclavos. El cordero, por lo tanto, era símbolo de vida nueva en la liberación. A medida en que Jesús de Nazaret reconcilia la humanidad por su misterio pascual de muerte y resurrección, trayendo la liberación definitiva, no había más necesidad de sacrificar ritualmente otro cordero porque Jesucristo se hizo el alimento y la bebida que posibilitan que el ser humano alcance la plenitud de la vida. Pero eso quiere decir también que este cordero es “de Dios” porque, al final, Jesús es la presencia del Hijo enviado por el Padre. Así, al proclamar en Jesús el Cordero de Dios, Juan Bautista hace una inequívoca y valiente profesión de fe en su divinidad.

[Traducción de Carlos Mario Vásquez Gutiérrez]

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