Universidad Panamericana Facultad de Filosofía y Ciencias Sociales Departamento de Humanidades. Hombre y mundo contemporáneo

Universidad Panamericana Facultad de Filosofía y Ciencias Sociales Departamento de Humanidades Hombre y mundo contemporáneo Nota técnica Luis Xavie

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Universidad Panamericana

Facultad de Filosofía y Ciencias Sociales Departamento de Humanidades

Hombre y mundo contemporáneo Nota técnica

Luis Xavier López Farjeat Venancio Ruiz González

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Debemos construir una sociedad en que las acciones personales mismas requieran de un valor más alto que el de fabricar cosas y manipular gente. Iván Illich

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Temario general Introducción I. Modernismo y Posmodernismo En esta sección se analizan varios diagnósticos en torno a las sociedades modernas, caracterizadas por una serie de rasgos como son su afán de conquista, su confianza en el progreso científico, su obsesión por la producción y la innovación y su frágil esperanza en un futuro prometedor. Podemos detectar con toda claridad la siguiente paradoja: el progreso técnico que trajo consigo la modernidad no ha sido proporcional al progreso moral de los seres humanos. II. Las paradojas del racionalismo y la era económica En esta sección se lleva a cabo un análisis de la evolución histórica moderna del capitalismo y el neoliberalismo, con la intención de delinear el proceso sinuoso por el que hemos llegado a construir modelos y estructuras económicas que coartan la libertad y que instrumentalizan a las personas. También pretendemos evidenciar cómo esta configuración actual suele pasar desapercibida o en algunos casos ni siquiera es cuestionada, al tiempo que damos a conocer algunas vías emergentes que buscan construir una economía más humana. III. Las paradojas de la racionalidad científica La presente sección se centra en las consecuencias tanto favorables como desfavorables del progreso científico, y deja ver cómo en algunos casos nuestra apuesta por dicho progreso ha conducido a excesos y a la instrumentalización de las personas. En definitiva, el progreso científico no implica necesariamente progreso moral y ha despertado nuevos desafíos éticos que ponen en entredicho el estatuto mismo del ser humano, quien incluso ha sido tratado como un objeto de manipulación científica. IV. Las paradojas del racionalismo en las sociedades modernas Los dilemas éticos que se han suscitado tanto en el ámbito económico como en el científico también han repercutido en el ámbito social. Parece que nuestra vida y nuestras decisiones morales se ven limitadas y están subordinadas a una serie de normas y criterios técnicos. La 3

presente sección critica la instrumentalización y la mercantilización de las personas, fenómenos que contribuyen a la fragmentación del tejido social y minan las relaciones humanas. V. Pluralidad y multiculturalismo En esta sección nos concentramos en aquellos dilemas éticos que se suscitan en un mundo pluricultural, en el que pueden existir algunas tensiones entre el respeto a la diversidad cultural y el relativismo moral. Si bien las culturas son valiosas, lo son sólo en función de su origen humano y, por tanto, los valores culturales no deben anteponerse a la dignidad personal. VI. Las paradojas de la era tecnológica No cabe duda de que la tecnología se ha vuelto indispensable en las sociedades modernas. Su presencia ha sido tal que incluso ha moldeado el carácter y anhelos de las nuevas generaciones. Sin embargo, se debate si el progreso tecnológico representa necesariamente un logro positivo, o si no ha acarreado también algunos efectos negativos cuando su empleo es irresponsable y el ser humano queda subordinado a ella. VII. La nueva sensibilidad En la presente sección se analizan algunos de los cambios de actitud y reacciones actuales que buscan servir como vías de solución a problemáticas contemporáneas. Entre dichas propuestas y estrategias se encuentran el ecologismo y la atención al cuidado del medio ambiente, los movimientos pacifistas y la defensa de los derechos humanos, así como los grupos feministas y los distintos abordajes interreligiosos. Aunque ninguna de estas actitudes es completamente resolutiva, cada una de ellas ofrece alternativas de las que pueden desprenderse propuestas constructivas. VIII. Repensar el mundo contemporáneo desde una visión humanista Como hemos podido observar a lo largo de las secciones anteriores, los excesos de la razón instrumental han minado la dignidad humana. Dicha instrumentalización incluso ha justificado estos efectos nocivos en nombre del desarrollo tecnológico, científico, económico y social. Las humanidades juegan un papel esencial para poder enfrentar las crisis contemporáneas que nos aquejan, insistiendo en el carácter primordial de la dignidad humana.

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Introducción Comprender nuestro momento histórico exige que reconozcamos la amplitud de un escenario multifactorial que, desde luego, remite no sólo a eventos puntuales, sino también a una evolución de las ideas políticas, filosóficas, económicas, sociológicas, científicas e incluso artísticas. Resulta complejo explicarse por qué nuestra situación actual está marcada globalmente por un estado de crisis: la inestabilidad de los mercados y los gobiernos, la creciente oleada de violencia, el descrédito de las instituciones y las autoridades, la banalidad de la ética, la falta de proyecto vital, la ausencia de cohesión social, etc. Somos testigos de un mundo en conflicto. El diagnóstico que de la sociedad contemporánea nos han proporcionado pensadores de distintas disciplinas y áreas del saber —filósofos y sociólogos, antropólogos y economistas, historiadores y politólogos, etc. — coincide en una serie de síntomas: la pérdida de horizontes, en palabras de Charles Taylor (n. 1931), los límites difusos de la era del vacío, como destaca Giles Lipovetsky (n. 1944), o las contradicciones del proyecto neoliberal, en palabras de David Harvey (n. 1935). Hay quienes han intentado conferirle un nombre a nuestro momento histórico, una etapa en curso y vertiginosamente cambiante, una fase todavía en espera de un referente que la defina. Entre estos esfuerzos por delimitarla, es común encontrarse con dos categorías: lo “moderno” y lo “posmoderno”. Hace ya varios años Octavio Paz (1914-1998) apuntaba cuán complejo es interpretar los propios tiempos cuando aún se es protagonista de ellos.1 No en balde Hegel insistía en la necesidad de guardar distancia histórica antes de diagnosticar cualquier época. “Modernidad” y “Posmodernidad” son dos términos acuñados con la intención de expresar el rompimiento, la transición o la continuidad, entre dos momentos que parecen identificarse con el mundo actual y que por tanto aportan las claves que perfilan nuestra realidad. Paz afirmaba que llamar “posmoderno” a este período histórico es equívoco. Algo de razón tenía. ¿Por qué autodenominarnos “posmodernos”? ¿Por una mera sucesión temporal? ¿Porque ha habido verdaderamente un cambio radical en los valores, creencias y prácticas sociales? ¿Existe una fractura entre lo moderno y lo posmoderno? ¿No será más bien que nuestros tiempos se

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Cf. Octavio Paz: La otra voz. Poesía y fin de siglo, Seix Barral, Barcelona, 1990, pp. 5-8.

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definen por una conjunción entre los ideales de la modernidad y la desilusión experimentada tras su fracaso? Todo esfuerzo por definir nuestro momento histórico revela su carácter híbrido: por un lado, somos herederos de la modernidad y, por lo tanto, podemos afirmar que existe continuidad entre lo moderno y lo posmoderno; por otro lado, los rasgos distintivos que existen entre ambos momentos, lo moderno y lo posmoderno, sugieren que también hay cierta ruptura que en algunos casos puede ser vista como un proceso de transición. Según Octavio Paz, en la llamada “posmodernidad”, asistimos al quiebre de dos ideas constitutivas de la modernidad: a) la concepción lineal del tiempo orientada hacia el progreso y, como tal, hacia un futuro promisorio, y b) la noción de cambio, considerada como la forma más adecuada para propulsar dicho progreso (en el orden político, dice Paz, la idea de cambio cristalizó en la idea de “Revolución” y, en el orden del arte y la literatura, en la idea de “novedad”).2 No obstante, aunque en parte tiene razón, resulta un tanto complejo disociar por completo de la posmodernidad lo mismo la idea de progreso que la de revolución o transformación. En otras palabras, no es una labor fácil distinguir entre lo moderno y lo posmoderno. Los pilares ideológicos y culturales que caracterizan a una y otra época parecen mezclarse de una forma tan compleja como caótica, que provoca que todo diagnóstico de nuestros tiempos sea parcial, impreciso y, al mismo tiempo y por paradójico que parezca, acertado. Las notas que aquí presentamos no son sino un grupo de apuntes y reflexiones que intentan abrir distintas rutas y alternativas que ayuden a comprender en la medida de lo posible los tiempos que corren. Hemos elegido ocho ejes que nos han permitido entretejer múltiples rasgos y características del mundo contemporáneo: 1) las tensiones entre modernismo y posmodernismo, 2) las paradojas del racionalismo en la economía, 3) las paradojas del racionalismo en la ciencia experimental; 4) las paradojas del racionalismo en la sociedad; 5) los retos que enfrentamos al cohabitar en un mundo pluricultural; 6) las paradojas en la era del desarrollo tecnológico; 7) los logros y dificultades que nos plantea la apuesta por una mentalidad más constructiva reflejada en actitudes como el ecologismo, la defensa de los derechos humanos, el pacifismo, el feminismo y la interreligiosidad; 8) las complejidades y al

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Cf. Octavio Paz: La otra voz. Poesía y fin de siglo, Seix Barral, Barcelona, 1990, pp. 6-7.

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mismo tiempo las ventajas de enfrentar las crisis y dificultades que nos aquejan, desde una visión ética y humanista.

I. Entre modernismo y posmodernismo Uno de los diagnósticos socioculturales de la así llamada “modernidad” y del modo en que se habría dado el tránsito hacia la “posmodernidad” aparece en el conocido ensayo del sociólogo francés Gilles Lipovetsky La era del vacío. Ensayos sobre el individualismo contemporáneo. A grandes rasgos, de acuerdo con su diagnóstico, las sociedades modernas se caracterizaban por su afán de conquista, por su confianza en el progreso científico y técnico, por su obsesión por la producción y la innovación, por su esperanza en un futuro prometedor. Un análisis quizá más penetrante de la modernidad puede leerse en La ética de la autenticidad del filósofo canadiense Charles Taylor. Las sociedades modernas, de acuerdo con su diagnóstico, son capaces de reconocer ciertas actitudes sociales que han propiciado el declive de la humanidad. Dicho en nuestros propios términos, podemos detectar con toda claridad la siguiente paradoja: el progreso técnico que trajo consigo la modernidad no es proporcional al progreso moral de los seres humanos. La modernidad se interpreta con cierta frecuencia, según Charles Taylor, como un proceso decadente incoado aproximadamente a partir del siglo XVII. Éste, en efecto, funciona sólo como un marco temporal, pero puede variar según la temática: política, filosofía, arte, etcétera. A grandes rasgos, sostiene Taylor, el siglo XVII es clave para comprender una serie de transformaciones en el orden social: son los tiempos de gestación de los espíritus ilustrados y su confianza depositada en la razón. No obstante, a pesar del impacto que tuvo el racionalismo ilustrado, poco tiempo después —aproximadamente a mediados del siglo XIX y los años subsiguientes— dicha confianza en la razón comenzó a menguar notoriamente. Varios filósofos post-hegelianos, por ejemplo, Søren Kierkegaard (1813-1855), Arthur Schopenhauer (1788-1860), Friedrich Wilhelm Nietzsche (1844-1900), son críticos de los excesos de la racionalidad ilustrada y quizá son ellos quienes tempranamente auguran un momento crítico para la razón, un desencantamiento del mundo que, en efecto, se extiende hasta nuestros días. Vivimos tiempos de crisis: crisis social, crisis de la razón, de los individuos y las instituciones. 7

Estas crisis se manifiestan, de acuerdo con Charles Taylor, en tres malestares de la modernidad: el individualismo, la razón instrumental y la tecnocracia. El individualismo puede ser visto como uno de los grandes logros de la modernidad y, al mismo tiempo, como una fuente de actitudes negativas, entre ellas el aislamiento narcisista. Taylor reconoce que la defensa del individualismo permite que cada uno sea capaz de elegir y construir su propio anhelo de autorrealización. No obstante, también detecta que en dicho afán de autorrealización se corre el riesgo de que las personas tiendan a centrarse en su propia individualidad y a desentenderse del mundo. Esta paradoja conduce a una máxima: el aislamiento y la autoreferencialidad tienen como consecuencia la estrechez mental y el angostamiento de la vida de las personas. No es que neguemos las ventajas que se han derivado de la férrea defensa del individuo y sus derechos. No obstante, querríamos destacar aquí que existe un lado oscuro de la individualidad: los seres humanos somos proclives a centrarnos en nosotros mismos con el peligro de exacerbar el individualismo y, de este modo, empobrecer el sentido de la vida y perder el interés por el mundo, por las demás personas y la sociedad. La consecuencia inmediata de esta pérdida de interés es la fragmentación social. Vivimos actualmente en sociedades fragmentadas, aisladas, en las que, por paradójico que parezca, existe una tendencia, de acuerdo con las exigencias de la globalización, a homologar y unificar todo, incluyendo los valores culturales. En un mundo tan plural como fragmentado, se han promovido la igualdad y la tolerancia como valores esenciales para la consecución de la cohesión social. Sin embargo, la igualdad sin reconocimiento conduce a una débil unidad social. En una democracia ideal hace falta reconocernos moralmente como personas. Por otro lado, la tolerancia puede tornarse en un ejercicio discriminatorio en tanto que clasifica taxonómicamente a los que no comulgan con nuestras ideas, y pasamos entonces a describirlos como “respetables”, aunque en el fondo nos resulten indiferentes. La tolerancia, aunque es siempre necesaria, corre el riesgo de convertirse en un límite social. El reconocimiento, a diferencia de la tolerancia entendida como un método disuasivo para evitar el conflicto entre individualidades, apuesta por la aceptación del otro como un agente digno y racional que está abierto al diálogo, y no necesariamente representa un obstáculo para concretar metas individuales.

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El segundo malestar, los excesos de la razón instrumental, es igualmente paradójico. La razón instrumental, en palabras de Taylor, es la racionalidad que empleamos cuando calculamos la aplicación más económica de los medios a un fin dado.3 La eficiencia máxima, la mejor relación costo-beneficio, es su medida del éxito. La sociedad moderna concibe el mundo como mera fuente de materia prima que puede ser transformada, dominada y explotada. En buena medida, realidades vinculadas a la razón instrumental, como son la tecnología y el progreso, han contribuido a hacer la vida humana más amable, dotándola de comodidades y alcances insospechables. Sin embargo, la otra cara de la razón instrumental se manifiesta en el extendido desasosiego que ésta genera, basado en temores bien fundados que se despiertan al percatarnos de cómo hoy en día nuestras vidas están sometidas a ella: nuestro hacer cotidiano depende en buena medida de la tecnología, todas nuestras dinámicas sociales y políticas están determinadas por criterios de eficacia y análisis costo-beneficio, se utiliza el crecimiento económico para justificar la desigual distribución de la riqueza y hemos explotado los recursos de nuestro planeta de manera descomunal. Si perdemos de vista que los avances tecnológicos son un medio para auxiliar a los seres humanos, entonces sus efectos serán perjudiciales. Por el contrario, adecuadamente dirigida, la tecnología puede ser un instrumento al servicio del bien común. Frente a la amenazadora situación de un mundo regido por la razón instrumental, tiene sentido reflexionar sobre las consecuencias de su alta incidencia en nuestras vidas. El problema radica en que para combatir de manera efectiva los excesos de la razón instrumental, el rango de acción debe abarcar tanto el nivel personal como el institucional. Aunque la tensión entre individuo e instituciones será una constante en la interacción social, la superación de estos conflictos y la efectiva transformación de las instituciones dependerán de la participación política, de la responsabilidad ciudadana y de la solidaridad comunitaria, tres requisitos indispensables para impulsar cualquier cambio social. El tercer malestar es de carácter político: tanto el individualismo como la razón instrumental tienen claras consecuencias políticas. Las instituciones y estructuras de la sociedad tecnológicoindustrial conllevan cierta pérdida de libertad en el nivel individual y colectivo. Esto significa

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Charles Taylor, The Ethics of Authenticity, Harvard University Press, Cambridge/London, 1991, p. 5.

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que existen ciertos límites instrumentales porque las decisiones humanas se ven marcadas y, en muchas ocasiones configuradas, por factores de ese orden. El problema es complejo: no se trata de considerar la presencia de la razón instrumental en la sociedad como un límite puramente negativo. La razón instrumental es inevitable en nuestro modus vivendi y, como ya adelantábamos, correctamente dirigida, puede ser un medio para facilitar muchas de las actividades humanas. Sin duda alguna, ha contribuido en ciertos sectores y en unas naciones más que en otras, a mejorar la calidad de vida. No obstante, vuelven las preguntas y las paradojas: ¿por qué la razón instrumental ha entrado en conflicto con la vida individual? ¿Por qué se ha involucrado en el orden político abriendo paso a mecanismos estatales impersonales, ocupados más por la economía que por el verdadero ejercicio de la libertad de los miembros de una sociedad? En otras palabras, ¿por qué existe la tecnocracia? Creemos que estas interrogantes podrían resumirse en una sola pregunta: ¿por qué si la razón instrumental puede incidir positivamente en la vida humana, lo ha hecho también de una manera tan negativa? La razón instrumental y sus optimistas promesas para el futuro de la humanidad, se tornaron una pesadilla: lo que gestamos fue nuestra propia destrucción. El ejemplo más palpable según los pensadores de Frankfurt es el poder de la técnica puesto al servicio de las armas de destrucción masiva: una misma racionalidad, un mismo creador, nosotros mismos, optamos por construir una bomba atómica. Los análisis críticos sobre una cultura con las características mencionadas son abundantes en la literatura actual. Sus diagnósticos son más bien desalentadores, y resaltan aquellos rasgos que se traducen en la decadencia social. Sin embargo, frente a las críticas de autores como Allan Bloom (1930-1992), Christopher Lasch (1932-1994), Daniel Bell (1919-2011) y Gilles Lipovetsky, sostenemos junto a Charles Taylor que a pesar de las tendencias narcisistas, hedonistas e individualistas que caracterizan nuestra cultura, es posible identificar un elemento positivo, a saber, el ideal de autorrealización. Según Charles Taylor, el afán de autorrealización responde a un ideal moral que se construye en estrecha relación con el entorno social en el que los individuos están inmersos. Ahora bien, si el diagnóstico de los críticos de la sociedad contemporánea es acertado, aunque el impulso de la autenticidad dirija a todo individuo, parecería que el medio circundante no siempre es el mejor referente para orientarlo y moldearlo. Si es cierto que el hedonismo, el relativismo y el consumismo se han instaurado como los modelos más influyentes de autorrealización y, en este sentido, han nublado — 10

desviado e incluso contaminado— el ideal de autenticidad, entonces la propuesta de Charles Taylor corre el riesgo de colapsar. La realidad, sin embargo, es que predominan los estereotipos provenientes de ciertos paradigmas de supuesta realización vital: la lógica de la productividad, el imperativo de la eficacia para valorar la propia vida, la capacidad adquisitiva como sinónimo de estatus, y la opulencia como un estilo de vida superior. Son estos modelos los responsables de que se hayan adoptado ideales de autorrealización pervertidos, desviados y degradados. Ahora bien, aun dentro de este panorama tan negativo, Charles Taylor piensa que es posible recuperar e incluso —diríamos nosotros— reorientar el ideal de autenticidad. De esta manera, como el propio Taylor sostiene, podríamos dar con una postura distinta tanto de la de los críticos como la de los defensores de la cultura contemporánea. Por una parte, Taylor no piensa que haya que ensalzar nuestra cultura; por otra, considera igualmente reprobable descartar la posibilidad de que la autenticidad sea un ideal moral lo suficientemente serio. Rechaza también lo que denomina “posiciones intermedias”, es decir, aquellas que sostienen que nuestra cultura posee algunas cosas buenas y algunas otras peligrosas. En definitiva, Taylor se decanta por la recuperación de un ideal que, como ya decíamos, se ha degradado. Ahora bien, la recuperación de dicho ideal implica la aceptación de tres postulados bastante controvertidos: 1) que la autenticidad puede fungir como un ideal moral válido; 2) que es posible argumentar de manera razonada sobre estos ideales y su práctica, y que 3) las prácticas argumentativas son las que hacen toda la diferencia.4 En pocas palabras, el ideal moral de autenticidad no puede desligarse de argumentos racionales que lo legitimen.

II. Las paradojas del racionalismo y la era económica Tanto los diagnósticos de Charles Taylor como los de los críticos de la cultura contemporánea, confluyen en una temática de interés común: la influencia del sistema económico capitalista y su estrecha relación con los rasgos característicos de nuestra época. Varios filósofos y analistas han dirigido la atención, desde distintas perspectivas, al fenómeno

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Charles Taylor, The Ethics of Authenticity, Harvard University Press, Cambridge/London, 1991, p. 23.

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económico, aunque sus respectivos análisis no pretenden fungir como un detallado recuento de la evolución histórica del capitalismo, sino evidenciar sus contradicciones actuales. El objetivo de esta sección es precisamente delinear el proceso sinuoso por el que el capitalismo terminó por convertirse en el sistema económico que rige hasta nuestros días, y cómo encontró en el discurso posmoderno un medio fértil para florecer y fortalecerse hasta adueñarse del discurso mismo. La economía domina nuestra era, y es difícil encontrar ámbitos que escapen a su influencia. La solidez y eficacia de las políticas de mercado parecen ser indispensables para la prosperidad económica y la mejora de la calidad de vida a nivel mundial. Dada la centralidad que hoy en día tienen los criterios económicos, éstos se vuelven prioritarios y condicionan a fin de cuentas tanto el ejercicio político como las relaciones sociales. Sin embargo, a pesar de la relevancia de la economía en nuestras vidas y las promesas de la prosperidad económica, el mundo contemporáneo sigue enfrentando una serie de problemas ocasionados y mantenidos por una distribución inequitativa de la riqueza. La paradoja ahora es la siguiente: a mayor crecimiento económico, mayor es también la disparidad social y la pobreza. Nuestros sistemas económicos son disfuncionales. Originalmente, la economía fungía como una ciencia destinada a la organización y distribución de bienes y ganancias en miras a la subsistencia humana. Esta función se encontraba originalmente anclada a bienes tangibles, pero progresivamente se ha ido rarificando hasta convertirse en un discurso dominante que lejos de preocuparse por la condición humana, la relega a segundo término, y opta en cambio por operar con su propia lógica que es la de la ganancia y el costo-beneficio. ¿Cómo fue posible que llegáramos a estos excesos, a la hegemonía de las prácticas económicas? ¿Cuál ha sido la sucesión de eventos y la evolución de las ideas que ha culminado en la actual crisis económica en la que nos vemos inmersos? En 1903 Max Weber (1864-1920) redactó La ética protestante y el espíritu del capitalismo. La intención central de Weber es precisamente conocer las características particulares del racionalismo occidental que ha resultado en el actual sistema capitalista. Con este fin, como indica el título de su obra, se concentra en la “determinación del influjo de ciertos ideales religiosos en la constitución de una “mentalidad económica”, particularmente la génesis de la ética racional del protestantismo ascético. Así, Weber incursiona en una investigación 12

etnográfica de la religión y el papel protagónico del protestantismo en la configuración de la economía y la estructura social occidentales. Sólo comprendiendo el desarrollo e inoculación de la noción luterana de “profesión” podremos captar el fenómeno del profesionalismoracionalización del trabajo que Weber denuncia. El término utilizado para designar la profesión en la lengua germánica es Beruf, o calling en inglés. Ambos términos, entendidos en el contexto de Weber, representan un concepto ético-religioso de la profesión al modo de una “misión impuesta por Dios” (también encontramos esto en el uso del término castellano “vocación”: el vocare latino se corresponde con el Beruf germano. Dentro de esta concepción luterana del trabajo, el ejercicio de una profesión específica se convierte en un mandato que Dios destina a cada individuo. Todavía en esta fase la concepción de profesión sigue siendo tradicionalista, una misión establecida y asignada por Dios. Sin embargo, con la irrupción del calvinismo y la introducción de su robusta noción de predestinación, se crea el eslabón que conecta la ética protestante con el espíritu capitalista. Si bien Weber es consciente de que las pretensiones protestantes no eran desarrollar el capitalismo ni contribuir a la consideración de los bienes terrenales como entidades cargadas de valor ético, no por ello descarta que estas influencias religiosas tomaran parte del desarrollo de la civilización capitalista. Es cierto que en alguna medida las creencias religiosas podrían motivar determinadas maneras de comprender la relación entre los seres humanos y el mundo, y en este sentido es relativamente sencillo establecer el tipo de vínculos que Weber detecta. No obstante, varias de sus tesis pueden ser — y de hecho han sido— fuertemente cuestionadas como, por ejemplo, la interpretación que hace del calvinismo como si éste fuera la única fuente de la ética ascética del trabajo. En la misma dirección, quizá habría que preguntarse por el papel que haya podido jugar el judaísmo en la consolidación de la ética ascética del trabajo, y su papel al justificar las formas capitalistas de dominio. Al perder sus raíces religiosas, el capitalismo se fue instaurando en la forma de un utilitarismo cada vez más alejado de sus originales motivaciones trascendentes del puritanismo, y se fue convirtiendo paulatinamente en un crudo anhelo de productividad que se justificaba en el discurso de la salvación a través del cumplimiento de la vocación personal de los individuos, es decir, su profesión, explotando así el ascetismo de las clases trabajadores. Concluye Weber que “el espíritu ascético del cristianismo fue el que originó uno de los factores que intervinieron, a su vez, al nacimiento del moderno espíritu capitalista y hasta de la propia civilización de hoy 13

día, la racionalización del comportamiento en base al concepto de la profesión.” 5 Aunque esta conclusión, como hacíamos notar, podría ser discutible, lo interesante en este planteamiento es el vínculo tan estrecho que Weber establece entre las creencias religiosas más arraigadas y el modo en que se comprende la producción. Weber no reparara en que las creencias religiosas en su estado puro no son las que determinan el desarrollo del capitalismo, y parece que su énfasis en el calvinismo es excesivo. No por ello su abordaje resulta despreciable, y más bien funge como una explicación de cómo es que en algún momento ciertos sectores llegaron a justificar el utilitarismo capitalista a partir de una serie de argumentos religiosos. Los excesos del utilitarismo capitalista fueron duramente atacados por varios de los pensadores de la Escuela de Frankfurt quienes vieron en el abuso de dicha mentalidad utilitarista los orígenes de los excesos de la razón instrumental. Tiempo después, en su famoso libro Las contradicciones culturales del capitalismo (1976) Daniel Bell se ocupó también de dos fenómenos relacionados con los excesos de la razón instrumental. El primero es la alienación de la juventud (la pérdida de la autenticidad) y el segundo, el advenimiento de la sociedad postindustrial. La fuente estructural de la alienación es la imposición de ataduras organizativas. Bell explica el fenómeno postindustrial desde el siguiente esquema: Preindustrial

Industrial

Postindustrial

Recursos

Materias primas

Energía

Información

Modo

Extractivo

Fabricación

Procesamiento

Tecnología

Trabajo intensivo

Capital intensivo

Conocimiento intensivo

Propósito

Juego contra la

Juego contra la

Juego entre personas

naturaleza

naturaleza fabricada

La sociedad postindustrial no desplaza a ninguna de las otras dos. Las asume y, además, genera una dinámica difícil y vulnerable a las crisis por las siguientes razones: remodela la economía (en ese proceso, hay ganadores y perdedores), convierte la educación en el medio de acceso al poder, y, por último, fomenta la existencia de diversas élites6 (la comunidad científica, la militar, los políticos) y apuesta sin medida al desarrollo técnico. Estos son elementos que 5 6

Max Weber, Le ética protestante y el espíritu del capitalismo, Premia, México, 1991, p. 148. Cfr. Christopher Lasch: La rebelión de las élites, Paidós, Barcelona, 1996.

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derivan en un sinnúmero de dificultades que ni siquiera los Estados Unidos han terminado de inventariar y que han sido bien identificadas por David Harvey en su Breve historia del neoliberalismo (2005). Harvey expone cómo desde la década de 1970 se ha dado en todo el mundo y de distintas maneras un giro neoliberal que sigue impregnando el pensamiento político-económico actual. Éste se refleja en una serie de prácticas como, entre otras, la propensión a la desregulación del poder estatal en cuestiones económicas, la creciente oleada de privatizaciones y la tendencia del Estado a abandonar áreas de provisión social que previamente eran su responsabilidad. Harvey opina que a nivel mundial los Estados parecen estar abrazando en mayor o menor medida el discurso neoliberal —la noción de que el bien social se maximiza en relación directa al aumento de la actividad comercial y el dominio del mercado— y que actualmente están avanzando en la misma dirección, aunque con ritmos distintos debido a sus propias peculiaridades geográficas y culturales. En palabras de Harvey, “El neoliberalismo es, ante todo, una teoría de prácticas políticoeconómicas que afirma que la mejor manera de promover el bienestar del ser humano, consiste en no restringir el libre desarrollo de las capacidades y de las libertades empresariales del individuo, dentro de un marco institucional caracterizado por derechos de propiedad privada, fuertes mercados libres y libertad de comercio. El papel del Estado es crear y preservar el marco institucional apropiado para el desarrollo de estas prácticas.”7 En otras palabras, la acción estatal ha tendido a disminuir su acción directa en cuestiones del mercado y se ha desentendido de sus responsabilidades de bienestar social hasta convertirse en un garante de la libertad comercial y económica, descuidando sus funciones originales en materia de servicios de educación, seguridad y bienestar. La crítica hecha por Harvey revela la propagación de una política de mercado caracterizada por su avidez, agresividad y el imperio de las transacciones rápidas y efímeras, y cómo esta mentalidad comercial refuerza —pero también se alimenta de— las actuales tendencias profesionales, emocionales, culturales y relacionales que otros autores como Lipovetsky y Bell han destacado en sus propios diagnósticos. Si se pone atención al recuento de Harvey, resulta evidente que rasgos posmodernos tales como el individualismo, el hedonismo y el narcisismo alimentan el discurso neoliberal y, a su vez, éste ha logrado

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David Harvey, Breve historia del neoliberalismo, Akal, Madrid, 2007, p. 8.

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fortalecerse gracias al contexto posmoderno que propicia aquellas actitudes que facilitan su desarrollo. En Breve historia del neoliberalismo, Harvey muestra el desarrollo histórico e ideológico del neoliberalismo concentrándose principalmente en una serie de fenómenos históricos acaecidos en Estados Unidos, el Reino Unido y el peculiar y reciente giro neoliberal de China. Sin embargo, su abordaje no deja de lado la influencia neoliberal imperialista en otros países, entre los que destaca el caso particular de México. Su interpretación histórica narra cómo tras la Segunda Guerra Mundial acaeció una reestructuración en los Estados y las relaciones internacionales para evitar perder el rumbo capitalista que se había instaurado para ese entonces. Ante la evidencia de que el comunismo y el capitalismo en sus versiones puras no operaban adecuadamente, la tendencia fue hacia una combinación entre Estado, mercado e instituciones democráticas, a un nuevo “orden mundial”. Harvey describe la transición desde el “liberalismo embridado”, una configuración económica en la que el Estado intervenía activamente en la economía y representaba un obstáculo para las tendencias visionarias del neoliberalismo, hacia una forma de neoliberalismo caracterizada por la liberación del poder financiero de las corporaciones y el reestablecimiento de las libertades de mercado. Harvey es muy crítico con Estados Unidos y afirma incisivamente que el discurso neoliberal sirvió a esta nación como un pretexto que justificaba sus intervenciones en otros países. Hilvanadas en la retórica neoliberal corrupta, las nociones de defensa de la libertad y de los derechos humanos podían ocultar airosamente los verdaderos intereses económicos de sus intervenciones. En palabras del propio Harvey, “Una parte de la genialidad de la teoría neoliberal, ha sido proporcionar una máscara benévola sembrada de deleitosas palabras como libertad, capacidad de elección o derechos, para ocultar la terrible realidad de la restauración o la reconstitución de un desnudo poder de clase, tanto a escala local como transnacional pero, más particularmente, en los principales centros del capitalismo global.”8 En esta tónica, Harvey afirma que el discurso posmoderno sobrevalora la individualidad, y que toda vía parece justificada con tal de defender la libertad. En palabras de Harvey, “la suposición de que las libertades individuales se garantizan mediante la libertad de mercado y de comercio, es un

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David Harvey, Breve historia del neoliberalismo, Akal, Madrid, 2007, p. 126.

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rasgo cardinal del pensamiento neoliberal, y ha dominado durante largo tiempo la postura de Estados Unidos hacia el resto del mundo”.9 En otras palabras, parecería que una visión acrítica del régimen neoliberal implica que no hay otra alternativa que la acumulación de capital y el crecimiento económico, independientemente de las consecuencias sociales, ecológicas, políticas e incluso violentas que se deriven de esta elección.10 Entre la serie de “derechos capitalistas” que irían de la mano de la libertad entendida como libertad de mercado y de comercio, Harvey enuncia la autonomía individual en contraposición con la regulación estatal, el derecho a la igualdad de oportunidades de competición en el mercado, la recompensa a la iniciativa empresarial, la defensa de la propiedad privada, la apertura del mercado a la contratación y al intercambio, y el derecho a la propiedad sobre el propio cuerpo como fuerza de trabajo. Harvey indica que el desafío del neoliberalismo será lograr el fortalecimiento de los derechos que han sido relegados por su propia lógica de mercado y comercio: los derechos de libertad de opinión y expresión, los derechos a la educación, a la seguridad económica y a la formación de instituciones que defiendan a los trabajadores. Otro rasgo característico de la mentalidad neoliberal es la tendencia a tratar con todo como si fuese mercancía. Éste es el mismo síntoma que Charles Taylor detecta en su Ética de la autenticidad, cuando se refiere a que el criterio que parece regir nuestras sociedades actuales es el costo-beneficio. En efecto, tal parece, como lo indica Harvey, que el mercado se ha convertido en la única “guía apropiada”, en una ética que invade y domina todas las relaciones sociales. Harvey hace ver cómo hemos dotado de valor mercantil a realidades que en sus orígenes estaban exentas de éste, como serían el patrimonio histórico y cultural, la originalidad creativa y la celebración de eventos religiosos. Además, los individuos se han convertido en meros entes de producción, que se diferencian unos de otros en la medida en que han logrado comercializar de manera eficaz sus capacidades productivas y, por tanto, resultan rentables. En palabras de Harvey, “En la neoliberalización, la figura del ‘trabajador desechable’ emerge como prototipo

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David Harvey, Breve historia del neoliberalismo, Akal, Madrid, 2007, pp. 13-14. Cf. David Harvey, Breve historia del neoliberalismo, Akal, Madrid, 2007, p. 188.

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de las relaciones laborales a escala mundial”.11 La fuerza de trabajo se ha convertido en una mercancía cualquiera. Harvey sostiene que la neoliberalización ha sido un gran fracaso para el estímulo del crecimiento a nivel mundial, y apunta irónicamente que “la reducción y el control de la inflación es el único éxito sistemático que la neoliberalización puede atribuirse”12, aunque no tarda en afirmar también que “el logro más sustantivo de la neoliberalización ha consistido en redistribuir, no en generar, la riqueza y la renta”.13 En líneas generales, la propuesta de Harvey incluye algunas proposiciones y alternativas, como el desligamiento del poder de la globalización neoliberal, la lucha por la justicia social y medioambiental, disolviendo instituciones como el Fondo Monetario Internacional, la Organización Mundial de Comercio y el Banco Mundial. Harvey también propone la experimentación y puesta en práctica de nuevos sistemas de producción y consumo como los LETS14 (Local Exchange Trading Systems), dar renovada atención a los movimientos de la sociedad civil en oposición al neoliberalismo, y el fortalecimiento de los partidos políticos de trabajadores para ganar posicionamiento y reformar el orden económico. Aunque la postura de Harvey no está exenta de críticas y opositores, no deja de evidenciar la tendencia a la mercantilización y la industrialización como nuevos rectores sociales, posicionando los criterios económicos por encima de los criterios morales. Más adelante, en la cuarta sección, aludiremos a algunos de los problemas sociales generados por el modelo económico neoliberal. Como Harvey hace notar, en nombre de la libertad de intercambio, de elección y de consumo, el neoliberalismo justifica un esquema económico que no tarda en decantarse por beneficiar a unos pocos que acaparan las directrices de la economía. La codependencia entre las prácticas esclavistas del neoliberalismo y el discurso de libertad e individualismo que las justifica, evidencia ese malestar que Charles Taylor ha identificado con los excesos de la razón instrumental.

David Harvey, Breve historia del neoliberalismo, Akal, Madrid, 2007, p. 176. David Harvey, Breve historia del neoliberalismo, Akal, Madrid, 2007, p. 163. 13 David Harvey, Breve historia del neoliberalismo, Akal, Madrid, 2007, p. 165. 14 Los sistemas de intercambio local son una forma de comercio alternativo diseñado para comunidades que pretenden reducir el consumo a un nivel adecuado con la intención de regenerar y mantener a salvo el medio ambiente. Además, la idea es generar una cultura económica radicalmente distinta de la que tenemos a través de la sustitución de la moneda institucional por una moneda local establecida por los miembros de cada comunidad. 11 12

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III. Las paradojas de la racionalidad científica En su obra Ciencia y técnica como ideología, Jürgen Habermas (n. 1929) se detiene en el análisis del concepto de “racionalidad” pues, en su opinión, es en nombre de éste que se han justificado una serie de ideales, estructuras y directrices que rigen la sociedad moderna. Dicha racionalización puede observarse en fenómenos como la creciente urbanización y la tecnificación tanto de la comunicación como de las interacciones sociales, la formalización de las relaciones jurídicas y la burocratización de la autoridad. Habermas afirma que la progresiva racionalización de la sociedad ha dependido de la exitosa institucionalización del progreso científico y técnico, y cómo “en la medida en que la ciencia y la técnica penetran en los ámbitos institucionales de la sociedad, transformando de este modo a las instituciones mismas, empiezan a desmoronarse las viejas legitimaciones.”15 En opinión de Habermas, somos testigos de la consecuente secularización y la desilusión ante las cosmovisiones que de antaño imperaban y orientaban la acción cultural. La principal preocupación de Habermas será evidenciar cómo estos dos paradigmas —la ciencia y la técnica— han permeado el discurso moderno, y exponer cuáles han sido sus consecuencias y posibles desenlaces en el futuro. Nuestras expectativas actuales de dicho desarrollo parecen no tener límites y han generado un mercado insaciable en los ámbitos de la innovación tecnológica, los medios de comunicación, el transporte, el empleo del ocio e incluso en la industria bélica. En todos estos casos podemos detectar cómo la ciencia hoy en día ha servido mayoritariamente al progreso técnico. Sin embargo, ha despertado nuevos desafíos éticos que ponen en entredicho el estatuto mismo del hombre como rector y al mismo tiempo han hecho de él un objeto manipulable de la acción científica. Cabría preguntarse, por lo tanto, si el progreso científico ha ido de la mano de alguna forma de progreso social y moral. Habermas expone cómo en nombre de la razón y empleando el discurso del progreso, se ha logrado ocultar la intención subyacente de emplear la técnica y la ciencia para favorecer

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Jürgen Habermas, Ciencia y técnica como ideología, Tecnos, Madrid, 1986, pp. 53-54.

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agendas y fines capitalistas. Esta “acción racional dirigida a fines”, el modo en que Habermas se refiere al trabajo, es una forma de control, un dominio institucionalizado, una ideología que se presenta como un tipo específico de racionalidad: la racionalidad técnica. Ésta se identifica como la aplicación de un dominio sobre la naturaleza y los hombres a través del cálculo metódico y científico, ejerciendo así un poderío material sobre la historia humana y su organización social. De esta manera, la razón técnica se presenta como racionalmente justificada y funge como un modo de opresión velada que substituye a la opresión en su versión flagrante. Concretamente, este tipo de mensajes se insertan en la mentalidad de las personas, que aceptan como dogma la necesidad de una organización técnica de la sociedad para alcanzar un mejor nivel de vida y una mayor prosperidad. De esta manera se justifican las relaciones de producción como algo necesario y racionalmente coherente. Habermas propone definir al trabajo como una “acción racional con respecto a fines”, y a la interacción social como una “acción comunicativa”. Ambos aspectos interactúan simbióticamente en el ámbito moderno, y Habermas se concentra en la disociación que surge entre ambas realidades. La “acción racional con respecto a fines” se orienta a la consecución de metas a partir del seguimiento de reglas técnicas que se constituyen a partir de observaciones empíricas y que permiten cierto pronóstico para su aplicación y reproductibilidad. Ahora bien, la “acción comunicativa” comprende la interacción social simbólicamente mediada que se orienta “de acuerdo con normas intersubjetivamente vigentes que definen expectativas recíprocas de comportamiento y que tienen que ser entendidas y reconocidas, por lo menos por dos sujetos agentes.”16 En su exposición, Habermas hace ver cómo la acción comunicativa se convierte en un marco de referencia o, en sus propias palabras, en un “marco institucional” que idealmente debería dirigir la acción racional con respecto a fines. En resumidas cuentas, el ámbito productivo-técnico del trabajo es modulado y regido por el ámbito institucional-social. Sin embargo, Habermas detecta una singular problemática en el proceso de institucionalización capitalista: bajo esta forma de producción, es tal el énfasis puesto en los sistemas de acción racional con respecto a fines, que éstos acaban suplantando el marco institucional. En otras palabras, la esfera productivo-técnica toma el lugar del marco

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Jürgen Habermas, Ciencia y técnica como ideología, Tecnos, Madrid, 1986, pp. 68-69.

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institucional-social y deja de estar regido por este último. Habermas subraya que es precisamente con la institucionalización del capitalismo que ocurre la transición de las sociedades tradicionales a la sociedad moderna, caracterizada por ser dependiente de los intereses capitalistas de producción y dominio. Como explica Habermas, el paso a la modernización pone en entredicho el marco institucional y éste queda rebasado permanentemente por las tendencias de dominio de las fuerzas productivas. Se cuestionan las cosmologías que daban orden a la sociedad y la justificaban, ya fueran éstas de origen mítico, religioso o metafísico, y dejan de tener validez las respuestas que desde ahí podía darse a los problemas centrales de la sociedad y el destino individual del hombre. Éste es exactamente el problema al que alude Charles Taylor en su Ética de la autenticidad. Ambos, Habermas y Taylor, parecen coincidir en que la reestructuración de los marcos institucionales en la modernidad supuso un cambio de ideales que en cierto modo desvió y en otros eliminó los horizontes de sentido. La lógica técnico-científica funge como un sustituto de la cosmovisión “divina” institucional de la tradición. Por otro lado, Habermas reporta la creciente tendencia del Estado por asegurar la estabilidad del sistema económico orientado a la producción: al volverse evidente la falta de equivalencia en las relaciones de intercambio comercial, se requirió una nueva legitimación donde el Estado compensara las disfunciones del libre intercambio. Esta metamorfosis hizo que el Estado se convirtiera en una institución preventiva más que activa, reduciendo su acción a meras tareas técnico-administrativas. De igual manera, se ha dado una despolitización de la masa poblacional, y en la medida en que esta actividad política disminuye, la acción comunicativa a la que se refiere Habermas pierde fuerza y sentido, o bien se orienta en la misma dirección que marcan las tendencias productivas. El proceso de despolitización se justificó precisamente a través de la ciencia y la técnica como ideología: la cientifización técnica —elevar la productividad con el empleo de tecnología, a través de la organizada reciprocidad entre progreso científico y técnico, con sus respectivas avances de investigación e innovación— es otra de las tendencias del capitalismo. Esta tendencia vuelve casi incuestionable el hecho de que la evolución del sistema social dependa del progreso científico y técnico. Consecuentemente, con la implantación de este dogma se 21

legitima la función rectora de la ciencia y la técnica en la vida social; la democracia ha dado paso a la tecnocracia, que ha empapado la ideología de las masas hasta obtener su aprobación. En esta dirección, Habermas afirma que esta ideología impone un modelo científico que sustituye el entramado referencial que permitía a la sociedad comprenderse a sí misma e, igualmente, sustituye el modo en que los hombres se conciben a sí mismos, al grado de establecerse la “autocosificación” humana, es decir, el hombre como producto. La tendencia tecnocrática evita el ejercicio de la reflexión y justifica el sistema productivo, evitando cuestionar los fundamentos sobre los que actualmente está organizada la vida social. De esta manera, el incremento de la fuerza productiva se ha vuelto dependiente del progreso científico y técnico. Si las legitimaciones tradicionales se critican esto se debe precisamente a que chocan con los actuales criterios de racionalidad dirigidos a fines productivos, y el conocimiento técnico contrasta fuertemente con los paradigmas tradicionales, obligando a reconstruir las interpretaciones del mundo. Tal como sostuvo Herbert Marcuse (1898-1979), recuerda Habermas: ciencia y técnica se han convertido ellas mismas en ideología. Se ha trasladado la dominación técnica de la naturaleza al ámbito social, según el modelo de los sistemas autorregulados de la acción racional con respecto a fines. La “autocosificación” de los seres humanos, según Habermas, torna sus interacciones sociales en una técnica manipulable al modo del “hombre-máquina”, y llega incluso a plantearse la posibilidad de que en un futuro no tan lejano la técnica servirá como un medio de control: la manipulación psicotécnica hará que prescindamos de las normas interiorizadas y susceptibles de reflexión. Cuando la ciencia y la técnica dominan el ritmo y la orientación sociales, y se instauran como el modelo ideal y confiable para el progreso social, entonces el resto de las actividades humanas terminan subordinándose a ellas. Habermas se muestra preocupado por las complejas implicaciones de la técnica y, de manera especial, por la manipulación biotécnica de seres humanos como si se tratase de un producto patentable y comercializable, rebajado a mero objeto de producción. Existen variedad de ejemplos en los que la biotécnica ha despertado nuevas interrogantes sobre el estatuto de lo humano y los límites de la investigación en humanos y otras entidades vivas. Algunos ejemplos paradigmáticos son la clonación, el aborto, la eutanasia y la experimentación animal. Con la 22

finalidad de abarcar ampliamente las distintas perspectivas desde las que estos fenómenos pueden analizarse, y con la intención de enfatizar las tensiones a las que la razón instrumental ha conducido, cada una de estas temáticas será abordada desde la visión de autores que se sitúan en extremos polarizados de la discusión y se presentarán los argumentos que cada uno emplea para defender su postura. Es claro que en estos ejemplos viene al caso ponderar cuidadosamente los presupuestos filosóficos en cada discusión, ponderar las consecuencias positivas y negativas en cada caso pero, sobre todo, es indispensable comprender la discusión dentro de un margen moral que no pierda de vista la dignidad humana. Por ejemplo, en referencia a la clonación, Jeremy Rifkin (n. 1943), en su artículo Por qué me opongo a la clonación humana,17 presenta una serie de argumentos con los que defiende que la clonación humana debería detenerse, independientemente de sus fines terapéuticos o reproductivos. El problema central que encierra la clonación, en opinión de Rifkin, es que pone en duda qué es lo que significa ser humano, y cuestiona hasta qué punto tenemos autoridad para tratar la clonación bajo parámetros como los impuestos por los controles de calidad y el cribado selectivo de las características deseables que se manifiesten en el producto. Desde una postura opuesta a la de Rifkin, John Harris (n. 1969), en su artículo La pobreza de las objeciones contra la clonación reproductiva humana,18 defiende que la clonación humana está éticamente justificada y desmonta una serie de argumentos que se oponen a la clonación humana reproductiva. Además, enuncia algunas de las bondades de la clonación, como el hecho de poder tener hijos genéticamente relacionados con sus padres, los nuevos ámbitos de investigación de enfermedades genéticas y de desarrollo genético, el potencial para poder evitar enfermedades relacionadas al ADN mitocondrial, prevenir enfermedades vinculadas al cromosoma X, y poder gestar hijos sin enfermedades autosómicas recesivas que de otro modo se heredarían a la siguiente generación. Harris opina que Rifkin forma parte de aquellos que están evitando que muchas personas que ahora se beneficiarían de estos avances lo puedan hacer, y no lo están haciendo por la resistencia puesta ante los métodos terapéuticos de la biotecnología, que beneficiaría tanto a aquellos ya enfermos como a aquellos que en un futuro podrían no estarlo a partir de una prevención terapéutica gracias a la clonación. Jeremy Rifkin, “Why I oppose human Cloning” en Contemporary Debates in Applied Ethics, A. I. Cohen y C. H. Wellman (eds.), Blackwell, USA, 2005, pp. 141-144. 18 John Harris, “The Poverty of Objections to Human Reproductive Cloning” en Contemporary Debates in Applied Ethics, A. I. Cohen y C. H. Wellman (eds.), Blackwell, USA, 2005, pp. 145-158. 17

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Otro de los temas que ha sido debatido intensamente en la esfera pública es el del aborto. En este caso intervienen multitud de intereses relacionados con el perfeccionamiento de técnicas médicas, los intereses lucrativos que envuelven al aborto y, principalmente, la cuestión de si la comunidad científica tiene la autoridad para establecer el criterio final sobre el estatuto de un embrión. Patrick Lee (n. 1952) y Robert P. George (n. 1955), en su artículo El error del aborto,19 afirman que la opción del aborto es objetivamente inmoral, es decir, la opción en sí misma ya es errada, independientemente de la culpa subjetiva del agente, y sostienen también que en el aborto no sólo se elimina una entidad viviente, sino también un ser humano. Estos autores defienden que los embriones y fetos humanos son seres humanos completos, aunque inmaduros. Los defensores del aborto hacen la distinción entre “ser humano” y “persona”, y afirmaran que los embriones son seres humanos, mas no “personas”. La pregunta que subyace a esta cuestión es qué es lo que constituye a una persona, y la discusión ontológica en el caso del aborto se refiere a si el embrión-feto es exclusivamente un ser humano o si puede dársele el título de persona. Ahora bien, desde la perspectiva de otros autores, el aborto debería considerarse una opción moralmente lícita. Un ejemplo de esta postura es la de Margaret Olivia Little, en su artículo La permisibilidad del aborto.20 En líneas generales, su postura se apoya fundamentalmente en los derechos de la mujer sobre su propio cuerpo y su proyecto de vida. En opinión de Little, aquellos que se oponen al aborto o sólo lo permiten en ciertos casos o están concentrándose exclusivamente en defender la vida del embrión, pero olvidan el derecho de la madre a una vida plena. Lo que esta postura olvida es la autonomía personal que el propio embrión ya de suyo tiene, aun cuando biológicamente dependa de la madre gestante. En referencia a la eutanasia, en su artículo En defensa de la eutanasia activa voluntaria y el suicidio asistido,21 Michael Tooley sostiene que, en situaciones apropiadas, ni la eutanasia activa voluntaria (EAV) ni el suicidio asistido (SA) son moralmente reprochables. Para facilitar la comprensión de la discusión, Tooley analiza de manera ilustrativa los distintos tipos de

Patrick Lee y Robert P. George, “The Wrong of Abortion” en Contemporary Debates in Applied Ethics, A. I. Cohen y C. H. Wellman (eds.), Blackwell, USA, 2005, pp. 13-26. 20 Margaret Olivia Little, “The Moral Permisibility of Abortion” en Contemporary Debates in Applied Ethics, A. I. Cohen y C. H. Wellman (eds.), Blackwell, USA, 2005, pp. 27-39. 21 Michael Tooley, “In Defense of Voluntary Active Euthanasia and Assisted Suicide” en Contemporary Debates in Applied Ethics, A. I. Cohen y C. H. Wellman (eds.), Blackwell, USA, 2005, pp. 161-178. 19

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eutanasia en términos de su carácter activo, pasivo, voluntario, involuntario y no voluntario, y procede a defender algunas de estos escenarios como lícitos. Como contraparte a la propuesta de Tooley, Daniel Callahan, en su artículo Un caso contra la eutanasia,22 presenta las razones por las que la eutanasia no sería un acto moralmente lícito. Tal vez la aportación más distintiva de Callahan a la discusión sea el hecho de que dirija la atención no tanto al dolor, sino a la pérdida de control como razón principal por la que se desea la eutanasia. En su opinión, la eutanasia no confiere dignidad al proceso de la muerte, y sólo crea la sensación de dignidad en aquellos que creen que no pueden soportar la pérdida de control. La cuestión de los derechos animales y su empleo con fines de experimentación médica ha sido otro tema de debate que cuenta con defensores y detractores de la vivisección animal. Tom Regan, en su artículo Jaulas vacías: derechos y vivisección animal,23 claramente se opone a la “vivisección” animal, a saber, el empleo de animales en la investigación médica sin intenciones terapéuticas, donde la intención de la experimentación se conoce de antemano como dañina y no terapéutica para el animal, pero de la que podrían obtenerse beneficios para los sujetos humanos. Regan analiza los posibles elementos que legitimarían la vivisección animal, y dirige su crítica contra lo que denomina el “argumento del beneficio”, en el cual detecta tres omisiones: la sobreestimación de los beneficios humanos, la subestimación de los daños humanos y la no comparabilidad entre especies. En su opinión, ni la capacidad cognitiva avanzada ni la autoconciencia son razón suficiente para dotar a la especie humana de una superioridad que justifique el empleo de animales en la experimentación, pues humanos y animales son igualmente “sujetos para una vida” y, en este sentido, compartimos el mismo derecho a la integridad corporal y a la vida. Otros autores defienden ciertas circunstancias en las que la experimentación médica en animales sería pertinente. Éste es el caso de Raymond G. Frey, quien en su artículo Los animales y su uso médico24 se pregunta si la vivisección animal está justificada. En su opinión, sí hay razones suficientes para elegir entre la vida animal o humana para la experimentación, pero no con base en cierta superioridad absoluta de la vida humana

Daniel Callahan, “A Case against Euthanasia” en Contemporary Debates in Applied Ethics, A. I. Cohen y C. H. Wellman (eds.), Blackwell, USA, 2005, pp. 179-190. 23 Tom Reagan, “Empty Cages: Animal Rights and Vivisection” en Contemporary Debates in Applied Ethics, A. I. Cohen y C. H. Wellman (eds.), Blackwell, USA, 2005, pp. 78-90. 24 Raymond G. Frey, “Animals and their Medical Use” en Contemporary Debates in Applied Ethics, A. I. Cohen y C. H. Wellman (eds.), Blackwell, USA, 2005, pp. 91-103. 22

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sobre la animal, sino por la gradación del valor de la vida, es decir, dependiendo de la calidad de vida tanto en animales como en humanos. Estos ejemplos muestran los cuestionamientos morales que se han suscitado a partir de que la ciencia interviene en los procesos naturales con intenciones exclusivamente instrumentales. Consciente de esta clase de riesgos, Habermas advierte la necesidad de una “moralización de la naturaleza humana”, misma que podría expresarse con las palabras de Wolfgang van den Daele: “Lo que la ciencia hace técnicamente disponible, los controles morales deben hacerlo normativamente indisponible”.25 En otras palabras, la ciencia experimental requiere de cierta normativa moral. Evidentemente, no es fácil trazar un marco moral lo suficientemente completo en un área que se desarrolla aceleradamente y plantea interrogantes cada más complejas. Uno de los debates más arduos a este respecto es el que ha de suscitarse frente a los partidarios del determinismo biológico, pues algunos de ellos como por ejemplo Richard Dawkins, han defendido que la conducta humana se explica a partir de disposiciones genéticas que determinan los comportamientos y tácticas de supervivencia tanto de los humanos como de los animales, al margen de cualquier consideración que excediera las explicaciones biológicas. El defecto central de este tipo de posturas es su reducida visión de la naturaleza humana pues excluye muchos otros factores que también influyen en la conformación de la identidad humana, como por ejemplo, la interacción social, las relaciones intersubjetivas, los patrones de crianza, los eventos traumáticos en las biografías personales y el desarrollo de creencias a partir de la experiencia. Además de parcial, la visión de los deterministas biológicos fácilmente puede utilizarse como un instrumento discriminatorio que justificaría la superioridad de algunas razas e individuos sobre otros con base en procesos evolutivos naturales y cargas genéticas privilegiadas. Ello conduciría a un abordaje darwinista de la condición humana, donde la rivalidad entre miembros de la especie conduciría no a las formas de sociabilidad propiamente humanas construidas sobre la base de la solidaridad y la democracia, sino a la aplastante hegemonía de los más fuertes sobre los más débiles que irremediablemente conduciría a la fragmentación social.

Jürgen Habermas, El futuro de la naturaleza humana ¿Hacia una eugenesia liberal?, Barcelona, Paidos Ibérica, 2002, p. 39. citando a Wolfgang van den Daele, Die Natürlichkeit des Menschen als Kriterium und Schranke technischer Eingriffe, pp. 24-31. 25

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IV. Las paradojas del racionalismo en la sociedad A lo largo de los dos apartados anteriores se han detectado distintos dilemas éticos en los ámbitos económico y científico. Es claro que nuestras decisiones en ambos órdenes repercuten en el terreno social y de ninguna manera pueden desvincularse ni anteponerse a la condición humana. De otro modo, los papeles se invierten: no somos los seres humanos quienes nos valemos de la economía y la ciencia para contribuir al bien común y al cuidado de nuestra especie y de la naturaleza como nuestro escenario vital sino que, por el contrario, parece que nuestra vida y nuestras decisiones morales se ven limitadas y están subordinadas a una serie de normas y criterios técnicos. La cantidad de problemas que enfrentamos por haberlo instrumentalizado y mercantilizado todo, incluyendo a las personas, vuelve evidente que ni el progreso económico ni el progreso científico suponen necesariamente progreso moral. El trasfondo de esta paradoja es claro: lo que en los apartados precedentes hemos denominado “los excesos de la razón instrumental” han minado nuestro mundo vital. Uno de los ámbitos en los que el protagonismo de la razón instrumental es muy evidente es en el tecnológico. Si bien el progreso tecnológico ha facilitado el trabajo y nos ha llenado de comodidades, también hemos visto que ha generado varias dificultades. Por ello, no es raro que para algunos el advenimiento de la razón tecnológica represente un declive social y moral. Piénsese, por ejemplo, en la tecnología aplicada a la industria armamentista, a la producción de alimentos transgénicos o el daño ambiental derivado del empleo de productos no biodegradables. Críticos de la tecnología como por ejemplo los filósofos de la Escuela de Frankfurt aducen que ésta ha derivado en un proceso de desnaturalización y deshumanización. La razón instrumental ha fracturado la relación entre el ser humano y la naturaleza y también las relaciones interpersonales. Por ello, para contrarrestar este efecto tan perverso algunos han propuesto la vuelta al mundo natural, y han promovido el ecologismo y el rechazo absoluto a lo que Daniel Bell denomina la “civilización postindustrial”. El debate, pues, está polarizado entre los partidarios del desarrollo tecnológico y los defensores de la naturaleza. El análisis de ambas posturas es complejo puesto que nos encontramos con múltiples contradicciones. Es una vez más Charles Taylor quien observa cómo en medio de este debate podemos encontrarnos con “los conservadores derechistas al estilo norteamericano [quienes] hablan 27

como defensores de comunidades tradicionales pero al mismo tiempo atacan el aborto libre y la pornografía; por otro lado, en sus políticas económicas abogan por una forma indómita de empresa capitalista que ha contribuido como ninguna otra cosa a disolver las comunidades históricas, que ha fomentado el atomismo, que no conoce fronteras ni lealtades, y está dispuesta a cerrar pueblos mineros o a devastar el hábitat forestal con el pretexto del estado de cuentas.”26 Y no sólo eso, “por otro lado —continua Taylor—, encontramos partidarios de una postura atenta y reverente hacia la naturaleza, que estarían dispuestos a arruinarse por defender el hábitat forestal, pero que se manifiestan a favor de la libertad de abortar, sobre la base de que el cuerpo de una mujer es de su exclusiva propiedad. Algunos adversarios del capitalismo salvaje llevan el individualismo posesivo aún más lejos que sus más imperturbables defensores”27. Ambas posturas, como bien apunta Taylor, están más o menos equivocadas. Los detractores de la razón instrumental tienen sus aciertos: es verdad que ésta se impone y ha dañado el orden natural. Pero también es cierto que la tecnología no ha sido un simple imperativo de dominación y ha tenido importantes contribuciones para nuestro bienestar. Ante este panorama puede plantearse la existencia de mejores y peores modos de vivir con la tecnología. A este tema volveremos en la sección seis cuando discutamos si el progreso tecnológico representa necesariamente progreso humano. La problemática de la razón instrumental no es tan sencilla: es fácil percatarse, en efecto, de que el uso indiscriminado de la técnica y la tecnología se vuelca contra la naturaleza y los seres humanos; el ejemplo más evidente es quizá el de las dificultades que enfrentamos actualmente en el terreno ecológico. Como hemos insistido, lo que más preocupa a varios de los críticos de la razón instrumental es cuando la mentalidad de la eficiencia y la productividad se convierte en un criterio definitivo y transgresor que, lejos de contribuir al desarrollo vital y crecimiento moral de las personas, coarta y restringe su mundo vital. No queremos decir con esto que no sea necesario que las personas se desempeñen de modo eficiente en su trabajo. La esfera laboral es uno de los ámbitos más importantes de autorrealización personal. Sin embargo, cuando éste se vuelve prioritario y en vez de mirarse como una actividad que verdaderamente 26 27

Charles Taylor, The Ethics of Authenticity, Harvard University Press, Cambridge/London, 1991, p. 95. Charles Taylor, The Ethics of Authenticity, Harvard University Press, Cambridge/London, 1991, p. 95.

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repercute en la autorrealización de las personas, se somete a la lógica de la eficiencia productiva, entonces se le reduce a una actividad puramente mecánica o automática, en donde los trabajadores son vistos como energía cuantificable que se traduce en ganancia. La preponderancia de la productividad y la ganancia se han impuesto en nuestra sociedad instaurando una mentalidad utilitarista que sobrevalora la acumulación de riqueza por encima de la dignidad personal. La preocupación tan desmesurada por producir y generar riqueza es tan acuciante, que ha minado las relaciones humanas generando formas de violencia tan sutiles como la explotación o la dependencia de un sinnúmero de necesidades superfluas que en vez de ensanchar nuestra libertad y nuestro mundo vital, restringen nuestro rango de posibilidades y nos encarcelan. Los excesos de la razón instrumental y de la sociedad tecnológica nos han vuelto rehenes de lo que Max Weber denominó la “jaula de hierro”.28 Subyace cierta verdad en esta imagen carcelaria de la razón tecnológica. Weber utiliza la imagen de la jaula de hierro para referirse a una etapa industrializada que serviría de preparación ideológica para el capitalismo moderno. De modo que si bien la industrialización, tal como lo muestran Weber y Bell, representa un cambio histórico, en el fondo también representa un cambio social. En otras palabras, los cambios tecnológicos repercuten en nuestras formas de organización social. Dado que una de las consecuencias de algún modo positivas del progreso tecnológico es que hemos aprendido a dominar fenómenos que en realidad podrían dominarnos —condiciones climáticas, enfermedades, etc.—, es fácil mirar en la razón técnica un logro bastante loable de la humanidad. No puede negarse que el control que hoy podemos ejercer sobre nuestro entorno ha facilitado muchas actividades humanas. Sin embargo, también es cierto que nuestra afán de control y dominación ha ido demasiado lejos y algunas de las medidas que hemos tomado para la resolución de determinados problemas no ha sido del todo acertada. Podríamos pensar en algunos ejemplos en donde lo que está en juego es la fragmentación social: la pena de muerte, la inmigración, la acción afirmativa, las hambrunas o la pornografía. Tal vez una de las prácticas más controvertidas en la historia de la humanidad haya sido la aplicación de la pena de muerte o pena capital, y existe una multitud de argumentos tanto a

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Charles Taylor, The Ethics of Authenticity, Harvard University Press, Cambridge/London, 1991, p. 93-108.

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favor como en contra. Louis P. Pojman, en su artículo Una defensa de la pena de muerte,29 sostiene que tanto desde la perspectiva retributiva (aplicación de justicia) como la disuasoria (prevención de futuros crímenes), la pena de muerte está moralmente justificada. Pojman indica que los defensores de la postura retributiva parten del presupuesto de que los seres humanos son agentes racionales autoconscientes, que actúan moralmente y merecen una condena proporcional al acto criminal. Por otro lado, las propuestas que apuntan al poder disuasorio de la pena de muerte sostienen que las ejecuciones podrían evitar que futuros asesinos potenciales cometieran este tipo de actos criminales. En contraste, otros autores como Stephen Nathanson abogan por la abolición de la pena de muerte. En su artículo Por qué deberíamos detener la pena de muerte,30 Nathanson concluye que la pena de muerte no es necesariamente la mejor manera de disuadir a futuros asesinos y que el castigo proporcionalmente atribuible a quienes han cometido asesinato no forzosamente debe ser la pena de muerte. Mientras el debate sigue en pie, la realidad es que en varios lugares la práctica de la pena capital está vigente. El fenómeno migratorio es una cuestión por demás compleja que toca de cerca el contexto mexicano. En su artículo Inmigración: abogando por los límites,31 David Miller sostiene por qué los Estados están justificados para imponer políticas restrictivas a la inmigración como una forma de defensa personal de la propia nación. Opina que se pueden desmantelar los argumentos empleados para defender la inmigración libre, basados en el derecho al libre movimiento, el derecho a la salida e ingreso a un nuevo Estado de residencia y el derecho a la justicia distributiva internacional. Por otro lado, Chandran Kukathas, en su artículo La defensa de una inmigración abierta,32 sostiene que tanto por el principio de libertad de movimiento como por el principio de humanidad, deberían permitirse la libre inmigración entre Estados. Kukathas, en referencia a la libertad de movimiento, indica que al cerrar las fronteras se impide la posibilidad de huir de regímenes injustos y tiránicos, y se coartan las libertades de trabajo y asociación. Por

Louis P. Pojman, “A Defense of the Death Penalty” en Contemporary Debates in Applied Ethics, A. I. Cohen y C. H. Wellman (eds.), Blackwell, USA, 2005, pp. 107-123. 30 Stephen Nathanson, “Why We Should Put the Death Penalty to Rest” en Contemporary Debates in Applied Ethics, A. I. Cohen y C. H. Wellman (eds.), Blackwell, USA, 2005, pp. 124-138. 31 David Miller, “Immigration: the Case for Limits Use” en Contemporary Debates in Applied Ethics, A. I. Cohen y C. H. Wellman (eds.), Blackwell, USA, 2005, pp. 193-206. 32 Chandran Kukathas, “The Case For Open Immigration” en Contemporary Debates in Applied Ethics, A. I. Cohen y C. H. Wellman (eds.), Blackwell, USA, 2005, pp. 207-220. 29

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otro lado, el principio de humanidad indicaría que los habitantes de países menos favorecidos deberían tener acceso a oportunidades de desarrollo en otros países, independientemente de la implementación de planes por parte de los países ricos para solventar las problemáticas de los países pobres. Mientras el debate continúa, muchos Estados han sido incapaces de formular leyes migratorias justas y los derechos humanos de los inmigrantes siguen siendo pisoteados indiscriminadamente. La acción afirmativa se refiere a aquellas estrategias que buscan resarcir los daños causados a grupos que históricamente han sido discriminados socialmente y se les ha imposibilitado el acceso a la igualdad de oportunidades educativas y de otra índole por cuestión de raza, género, religión o etnicidad. En su artículo Una defensa de la acción afirmativa,33 Albert Mosley califica como imperativas una serie de políticas públicas y privadas para lograr detener activamente el legado de discriminación, ofreciendo un acceso y oportunidades reales que contrarresten los actos discriminatorios e injusticias del pasado. La acción afirmativa busca así asegurar que la selección y los procesos de evaluación no estén contaminados por requerimientos innecesarios o cuestiones inconscientemente selectivas. Por otro lado, Celia Wolf-Devine, en su artículo Las políticas preferenciales se han vuelto tóxicas,34 aboga por la inefectividad y carácter innecesario de las estrategias de acción afirmativa, y deja en claro que las políticas preferenciales no son de inclusión, sino que necesariamente implican la exclusión de otro. En su opinión, ni los argumentos compensatorios (que buscan resarcir injusticias del pasado), ni los argumentos correctivos (que buscan anular los sesgos existentes en los procesos selectivos en la educación y la contratación), ni los argumentos futuristas (que pretenden generar modelos ejemplares en poblaciones discriminadas y diversidad en el ambiente educativo y laboral) instauración

de

estrategias

de

acción

afirmativa

y,

de

hecho,

justifican la

pueden

resultar

contraproducentes.

Albert Mosley, “A Defense of Affirmative Action” en Contemporary Debates in Applied Ethics, A. I. Cohen y C. H. Wellman (eds.), Blackwell, USA, 2005, pp. 43-58. 34 Celia Wolf-Devine, “Preferential Policies Have Become Toxic” en Contemporary Debates in Applied Ethics, A. I. Cohen y C. H. Wellman (eds.), Blackwell, USA, 2005, pp. 59-74. 33

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Muchos han visto en la hambruna a nivel global una problemática en la que se entrelazan complejas cuestiones sociales, distributivas, económicas y éticas. Christopher Heath Wellman,35 en su artículo La solución de la hambruna: los deberes con los demás, resalta la responsabilidad moral de rescatar y auxiliar incluso a personas anónimas en caso de que estén en peligro cuando estamos en condiciones de hacer algo, si esto no implica un costo enorme o irracional para nosotros. Otros, como Andrew I. Cohen se cuestionan, sin embargo, si la responsabilidad moral de solucionar un problema cercano es equiparable a la responsabilidad de atender un problema distante y ajeno a nosotros. En su artículo Remediando la hambruna y virtud humana,36 Cohen arguye que los fenómenos en los que se nos podría demandar una respuesta de auxilio y que se diferencian por ser cercanas o lejanas a nuestro contexto diario, no guardan la misma proporción. Cohen concluye que en muchos casos la ayuda local resulta más beneficiosa y virtuosa que la ayuda distante, pues al concentrarnos en problemas locales y que por ende nos resultan más familiares, estamos en una mejor posición para ayudar. En referencia a la pornografía, su distribución, producción y consumo, autores como Andrew Altman en su artículo El derecho a ser excitado: pornografía, autonomía e igualdad37 defienden una forma de autonomía sexual por la que se debe garantizar que los individuos puedan definir y ejercer su propia sexualidad, incluyendo otros aspectos como el empleo de anticonceptivos, las relaciones extramaritales y la actividad homosexual, aunque imponiéndosele ciertos límites a actos que transgreden la libertad de otros como sería la actividad sexual forzada o con menores. Por otro lado, Susan J. Brison, con su artículo El precio que pagamos: pornografía y daños,38 da voz a otra postura que se concentra en demostrar cómo hay suficientes pruebas sobre los efectos sociales de la pornografía como para regular su producción y consumo, y cómo esta actividad degrada más que potencia la autonomía sexual, concluyendo que la pornografía es una forma de violencia sexual que no se justifica en nombre de dicha autonomía sexual. De cualquier modo, a pesar de los críticos de la pornografía y de quienes han

Christopher Heath Wellman, “Famine Relief: the Duties We Have to Others” en Contemporary Debates in Applied Ethics, A. I. Cohen y C. H. Wellman (eds.), Blackwell, USA, 2005, pp. 313-325. 36 Andrew I. Cohen, “Famine Relief and Human Virtue” en Contemporary Debates in Applied Ethics, A. I. Cohen y C. H. Wellman (eds.), Blackwell, USA, 2005, pp. 326-342. 37 Andrew Altman, “The Right to Get Turned On: Pornography, Autonomy, Equality” en Contemporary Debates in Applied Ethics, A. I. Cohen y C. H. Wellman (eds.), Blackwell, USA, 2005, pp. 223-235. 38 Susan J. Brison, “The Price We Pay? Pornography and Harm” en Contemporary Debates in Applied Ethics, A. I. Cohen y C. H. Wellman (eds.), Blackwell, USA, 2005, pp. 236-250. 35

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denunciado que detrás de ésta puede haber formas de violencia y explotación intolerables, el consumo de pornografía en cantidades considerables, es una realidad cotidiana. Los retos éticos y políticos de las sociedades actuales reclaman acciones que contribuyan a la construcción de una sociedad libre y próspera pero que, al mismo tiempo, encuentran mecanismos de gobierno y de regulación lo suficientemente efectivos como para encarar el tipo de problemas a los que acabamos de aludir. Charles Taylor reconoce al menos cinco áreas en las que habría que poner especial atención: 1) las asignaciones del mercado, 2) la planificación estatal, 3) las disposiciones colectivas en casos de necesidad, 4) la defensa de los derechos individuales, y 5) la iniciativa y el control democráticos efectivos.39 Lo más conducente sería lograr cierta restricción del mercado (1) a partir de los otros cuatro modos. Sin embargo, si la restricción no es moderada, puede producirse una coyuntura económica que repercutiría en la justicia y la libertad. Dicho en otros términos, no puede abolirse el mercado, pero tampoco puede el mercado dominar y ser el regulador por antonomasia de la sociedad. Las restricciones al mercado son delicadas: si no se promueven puede generarse un capitalismo salvaje; si se exageran, la justicia y la libertad se verían vulneradas. Por ello, los gobiernos actuales están obligados, como afirma Charles Taylor, a “(…) recrear continuamente un equilibrio entre requisitos que tienden a menoscabarse unos con otros, encontrando constantemente nuevas soluciones creativas conforme los viejos equilibrios quedan anulados”40. En otras palabras, gobernar significa generar equilibrios que nunca conducen a soluciones definitivas. Como se ve, la situación política de las sociedades modernas es muy similar a la situación cultural que hemos descrito a lo largo de estas páginas: la lucha irresuelta entre distintos puntos de vista, entre diversas maneras de enfocar los ideales de la modernidad. Conseguir equilibrios entre las distintas posiciones no es algo sencillo. Somos testigos a cada momento de cómo se generan conflictos y fracturas entre los individuos y el Estado y entre el mercado y el Estado. Hoy como nunca, somos testigos de poderosas alianzas que se establecen entre el sector mercantil y el sector gobierno. Es difícil en muchos casos reconocer a la parte dominante en esta clase de vínculos. Lo peligroso, sin embargo, es que estas alianzas vulneran las prácticas democráticas: la cooperación entre el sector gobierno y el sector mercantil o 39 40

Cfr. Charles Taylor, The Ethics of Authenticity, Harvard University Press, Cambridge/London, 1991, p. 111. Charles Taylor, The Ethics of Authenticity, Harvard University Press, Cambridge/London, 1991, p. 111.

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empresarial se mira frecuentemente con suspicacia puesto que ambos se comportan como dueños y administradores de los recursos y la riqueza de las naciones. Cuando la sociedad civil mira con desconfianza a estos sectores, ésta tiende a percibirse a sí misma como pieza de una estructura invencible e indispensable que regula la vida de todos, que se vale de la fuerza de trabajo de los individuos que la integran con la intención de generar más riqueza para el privilegio de una minoría y, en consecuencia, en vez de concebir que es posible participar de manera constructiva con aquellos sectores en aras del bien común, aquella se mira a sí misma como rehén en la jaula de hierro. Si la actitudes predominantes en una sociedad son la desconfianza —frente al Estado, frente a la empresa y entre los demás miembros que integran la comunidad— o el afán de explotación —del Estado y las corporaciones mercantiles frente a los miembros de la sociedad civil—, entonces la interacción entre los distintos agentes sociales estará destinada al fracaso. Cuando las comunidades se fragmentan y se desarticulan por la falta de confianza y la ausencia de virtudes en sus integrantes, los problemas sociales se agravan y la resolución de dificultades se torna más compleja. Muchas naciones atraviesan actualmente por crisis socio-políticas bastante graves y los ciudadanos de pie son víctimas de la impotencia y el desasosiego. Pero frente a estos sentimientos existen todavía alternativas que pueden contribuir al impulso de un cambio de mentalidad con la finalidad de transitar hacia una sociedad más justa y participativa. Charles Taylor sostiene que “una de las causas importantes de la sensación de impotencia es que se nos gobierna mediante Estados a gran escala, centralizados y burocráticos. Lo que puede contribuir a mitigar esta sensación es la descentralización del poder, tal como observó Tocqueville. Y de este modo, en general, la devolución o la división de poderes, como en los sistemas federales, especialmente en los que se basan en el principio de subsidiaridad, puede ser buena para recobrar el poder democrático. Tanto más si las unidades a las que se les devuelve ese poder figuran ya como comunidades en las vidas de quienes las componen.”41 Taylor da en el blanco al sugerir un tránsito hacia formas de organización tanto social como económica que podríamos denominar confederaciones democráticas o pequeñas comunidades en las que los integrantes están dispuestos a colaborar unos con otros, a participar solidariamente y a construir una forma de convivencia sobre la base del principio de

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Charles Taylor, The Ethics of Authenticity, Harvard University Press, Cambridge/London, 1991, pp. 118-119.

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subsidiaridad. Esta propuesta se ajusta a los sistemas de intercambio local denominados LETS (Local Exchange Trading Systems) a los que nos referimos líneas arriba, y que David Harvey concibe también como una alternativa para contrarrestar tanto nuestras crisis económicas como las sociales y ecológicas. Podríamos pensar también en el confederalismo democrático, es decir, una forma de organización democrática autosuficiente que emerge de la sociedad civil con la finalidad de crear comunidades más justas y equitativas, y que no depende por tanto de las decisiones gubernamentales ni tiene que subordinarse a las decisiones del imperio financiero. Aunque estas formas de organización social son controvertidas, lo importante es que surgen como una forma de recuperar a la sociedad civil y contrarrestar la fragmentación y la división entre sus integrantes. Viene al caso, pues, replantear el modo en el que operan las sociedades modernas. La recuperación de una serie de ideales éticos como la justicia, la igualdad, la solidaridad y la participación cívica, sería el punto de partida para rearticular la ética y transitar hacia formas de sociabilidad más humanas y con una postura más crítica y reflexiva frente a los excesos de la tecnificación. Los primeros pasos para la rearticulación de la ética serían, de acuerdo con el planteamiento de Charles Taylor, los siguientes: 1) asimilar las paradojas en las que estamos insertos, tal como hemos hecho en las secciones precedentes; 2) diagnosticarlas, analizarlas, dialogarlas; 3) fomentar la ética de la autenticidad y la política del reconocimiento. No son pasos sencillos. Todo lo contrario. Ganaríamos bastante si estuviésemos dispuestos a ensayar aproximaciones a nuestros problemas éticos y sociales de la manera más objetiva posible. Esto es, sin radicalizar, sin polarizar, esforzándonos por comprender posiciones y al mismo tiempo crear vínculos desde las aportaciones más razonables de cada sujeto ético. No estamos actuando sobre un escenario fácil. Estamos insertos en un debate multifacético, problemático y de lento avance. Sólo puede desarrollarse con la suficiente consistencia, si estamos dispuestos a razonar nuestras acciones y a ejercitar nuestras capacidades racionales y dialógicas.

V. Pluralidad, multiculturalismo y cosmopolitismo Si algo es característico en el mundo contemporáneo es la diversidad cultural. Las democracias actuales están llamadas hoy como nunca antes a reconocer, respetar e integrar la variedad de valores culturales, morales, religiosos, que identifican a todos los miembros de una 35

sociedad plural. Sin embargo, ahí en donde las diferencias son marcadas es común que emerjan una serie de conflictos sociales, políticos y éticos. La llamada política del multiculturalismo ha hecho lo posible por promover el reconocimiento de la diversidad y ha abogado por el respeto de toda clase de valores que resulten definitorios para una persona o grupo social. La inserción de las políticas multiculturales ha sido relevante en muchos casos para evitar conflictos sociales, proteger valores culturales de grupos minoritarios y, por supuesto, para fomentar el respeto entre seres humanos con distintas visiones, creencias y costumbres. El reconocimiento de la diversidad de culturas y su integración a la esfera pública es esencial. Sabemos que no configuramos nuestra identidad de manera puramente autónoma sino que el entorno social juega un papel activo y contribuye de modo importante a que construyamos la imagen que tenemos de nosotros mismos. Por lo anterior, los prejuicios sociales o los estereotipos que se construyen alrededor de una persona o un grupo social pueden afectarlos gravemente. De ahí la importancia de no discriminar, de respetar, reconocer e integrar, toda identidad cultural. A nivel teórico la política del multiculturalismo y su objetivo de admitir la diversidad y reconocer la identidad de cada quien como digna de respeto y de derechos, es bastante coherente. Sin embargo, como es lógico, en la práctica se suscitan muchas dificultades raciales, religiosas, de identidad, etc. Existen sectores que no siempre están dispuestos a admitir la diversidad y a reconocer los valores y formas de vida que no le resultan familiares o admisibles moralmente. Para enfrentar problemas de este tipo, las democracias actuales han adoptado una postura neutral. En efecto, a pesar de la particularidad y la diferencia de las distintas identidades culturales, es posible reconocer una serie de derechos y necesidades universales que todo gobierno estaría obligado a procurar y proteger de manera neutral. La política neoliberal, de hecho, ha apostado por esta forma de neutralidad. No obstante, aunque esta también se antoja una resolución bastante objetiva y coherente, no ha sido capaz, sin embargo, de resolver el choque que sigue dándose entre distintas culturales. Las confrontaciones entre distintas identidades culturales no han sido superadas y de hecho la defensa radical de civilizaciones dominantes sigue siendo parte de ciertas formas de pensamiento que siguen impactando en la esfera pública. Piénsese por ejemplo en el planteamiento de Samuel Huntington en dos de sus trabajos más conocidos El choque de las civilizaciones y ¿Quiénes somos? Los retos de la identidad nacional americana. La tesis de Huntington 36

puede resumirse así: la coincidencia cultural facilita la cooperación y la cohesión entre la gente, mientras que las diferencias culturales, en cambio, promueven escisiones y conflictos. No es extraño que Huntington piense que los grupos musulmanes y latinos representan una amenaza para los Estados Unidos. Si bien existen, en efecto, algunos norteamericanos que comparten este punto de vista, hay otros que han asimilado que habitamos en un mundo culturalmente híbrido y, por tanto, lo conducente es promover las políticas multiculturales y abrirse a la diversidad. No obstante, hay formas de apertura que también resultan problemáticas. Por ejemplo, es fácil inferir que, si estamos llamados a respetar la diversidad cultural, entonces estamos obligados a aceptar cualquier práctica o creencia puesto que, al provenir de una cultura distinta, juzgarla o descalificarla sería una muestra de nuestra incapacidad para asimilar lo distinto. Dicho en otros términos, si la asimilación del pluralismo y el multiculturalismo implica la aprobación de toda creencia, práctica y costumbre, entonces se impondría el relativismo moral. La imposición del relativismo moral es problemática. De adoptarlo tendríamos que renunciar a nuestras propias posturas morales y no podríamos condenar prácticas que a toda vista son inaceptables y de ninguna manera pueden reducirse a una cuestión cultural. Piénsese por ejemplo en prácticas culturales que denigran a la mujer o que consienten la tortura de inocentes. Si la moral fuese relativa, tendríamos que descartar la existencia de una serie de derechos, valores y necesidades que sobrepasan nuestras particularidades culturales y que nos identifican a todos como seres humanos. Una de las vertientes filosóficas que más ha debatido este relativismo moral, promovido por un sector representativo de la antropología social, es el denominado cosmopolitismo. A grandes rasgos el cosmopolitismo es una postura moral concentrada en la defensa de los derechos humanos, las leyes internacionales, el gobierno global y las relaciones pacíficas. A pesar de sus distintas facetas lo que comparten la mayoría de los cosmopolitas es la lucha contra los prejuicios culturales establecidos por las disciplinas sociales, la insistencia en la necesidad de reconocer la interdependencia humana a nivel mundial y la construcción de teorías prescriptivas sobre ciudadanía mundial, justicia global y democracia. De este modo, el cosmopolitismo promueve la extensión de las leyes internacionales por encima de la soberanía de los Estados y, por tanto se concentra en los derechos y responsabilidades de los ciudadanos 37

mundiales como una manera de contrarrestar la violación de derechos por parte de los Estados. En efecto, la postura cosmopolita es controvertida puesto que genera una tensión entre las leyes internacionales y la soberanía de los Estados. Por ello, la mayor parte de sus adeptos critica las posturas que insisten en la necesidad de fortalecer la soberanía de los Estados y tratan la idea de “soberanía” como un producto de la historia absolutamente caduco que ha sido antepuesto a los derechos y la dignidad de las personas. Aunque estas críticas han sido sumamente discutidas, lo cierto es que el cosmopolitismo representa una postura moral en donde el centro son las personas, cualquiera que sea su identidad cultural y, por tanto, ninguna ideología y ninguna institución puede estar por encima de ellas. El cosmopolitismo tiene, como decíamos, distintas facetas, distintas vertientes y distintos representantes. El planteamiento más atractivo y sugerente, a nuestro juicio, es el de Kwame Anthony Appiah, explicado a detalle en Cosmopolitismo: ética en un mundo de extraños. Un aspecto central en el planteamiento de Appiah es precisamente la tensión que existe entre la diversidad cultural y el universalismo moral. Appiah critica la visión positivista que admite la existencia de valores morales empíricamente universales, pero afirma que no hay fundamentos racionales desde los que podamos determinar si éstos son correctos o no. Tanto los valores como los juicios morales formarían parte de esas proposiciones frente a las cuales es difícil concluir con la verdad o la falsedad. En la mentalidad positivista no sucede lo mismo con los hechos, mismo que se pueden analizar y verificar porque se dan: si el hecho se da, entonces la creencia puede ser considerada verdadera o válida. Muchos antropólogos culturales, según Appiah, han adoptado esta visión. Desde esa perspectiva los valores morales son sustituidos por los hechos. Un positivista argumentaría de la siguiente manera: a) existen hechos y existen valores; b) a diferencia de los valores, los hechos —aquello que hace de las creencias algo verdadero o falso—, son los habitantes naturales de este mundo, aquello que la ciencia puede estudiar o que podemos explorar con nuestros sentidos; c) en consecuencia, si las personas de otros lugares tienen deseos básicos diferentes de los que tienen las personas que nos rodean —y por lo tanto, tienen deseos diferentes—, eso no es algo que nosotros podamos criticar racionalmente. Ninguna apelación a razones puede corregirlas; d) y si ninguna apelación a razones puede corregirlas, entonces tratar de cambiar sus mentes debe involucrar la apelación a algo más que la razón, es decir, a algo no razonable; e) por lo tanto, parece no haber alternativa al relativismo

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en lo que respecta a los valores fundamentales.42 Appiah descarta que toda creencia verdadera deba corresponder a un hecho que está “ahí”, en el mundo. Al ser el “hecho” el criterio que nos permitiría asumir una creencia como verdadera, estaríamos obligados a eliminar las posibilidades, los problemas numéricos, las verdades universales, etc. Pero la debilidad más notoria de la postura positivista es, tal como afirma Appiah, que si no es posible criticar racionalmente los deseos básicos y las elecciones de otras personas puesto que ello supondría situarse en un plano no razonable, entonces tampoco es posible argumentar que esos deseos básicos deben ser aceptados o tolerados. En otros términos, los valores no pueden ser sustituidos por los hechos puesto que son éstos los que motivan nuestras acciones, pensamientos y sentimientos. Los positivistas han planteado exactamente lo contrario. La postura de Appiah, en contraste, opta por un tipo de axiología en donde los valores morales son motivaciones fundamentales de las acciones y las creencias, de los modos de pensar y de sentir. Sin embargo, estos valores no pueden entenderse únicamente como algo individual sino que hace falta comprender la relevancia que tienen entre personas que tratan de compartir sus vidas. Este aspecto es relevante para comprender el cosmopolitismo de Appiah: cohabitamos el mundo con los demás. Somos muchos habitantes y aunque podemos encontrarnos con que existen coincidencias axiológicas, es evidente que existe gran diversidad cultural y, en efecto, tal como lo planteábamos antes, es frecuente encontrarse con dilemas morales. Ante éstos, el relativista cultural se mantiene en la impostura y se conforma con reducir cualquier discusión a una simple diferencia entre puntos de vista opinables. A diferencia del relativista, Appiah sostiene que el cosmopolita sí toma postura porque confía en que existen valores y exigencias morales universales. Éstas no entran en conflicto, como podría pensar el relativista, con la diversidad cultural. De hecho, es precisamente cuando estamos dispuestos a comprender los valores morales y culturales de otros cuando reconocemos que, a pesar de las diferencias, puede haber coincidencias. Si bien Appiah insiste en que existen valores objetivos y universales no asume, en ningún momento, un compromiso esencialista, pues piensa que el diálogo entre personas con identidades culturales distintas debe

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Kwame Anthony Appiah, Cosmopolitanism: Ethics in a World of Strangers, Allen Lane, Gran Bretaña, 2006, p. 22.

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iniciar con el menor número de presupuestos o precondiciones teóricas; se trata de conversar con apertura. En una entrevista con Daniel Gamper, Appiah explica: “Sólo se les debe presuponer la disposición a participar en la conversación. Si me pregunta si pienso que existen exigencias morales universalmente válidas, la respuesta es sí. Pero también hay una cuestión etnográfica: estas exigencias morales, ¿se hallan implícitamente en todas las tradiciones del mundo? No las conozco todas, ni siquiera puedo afirmarlo de las que conozco, a lo que debo añadir que mi propio falibilismo es un elemento muy importante en mi modelo.”43 Desde esta perspectiva, no hace falta optar por un esencialismo de los valores. No se sabría a ciencia cierta qué querríamos decir con ello. Lo cierto es que si tras la conversación encontramos coincidencias morales, ello es una razón para concluir que todo indica o que es altamente probable, que sí existen valores y exigencias morales universales. Aunque hay quienes podrían argumentar la falta de un ontologismo duro o un compromiso metafísico, este modelo, en buena medida pragmático, tiene algunas ventajas notables: a) Tras el debilitamiento del positivismo y el escepticismo como fuentes del relativismo cultural, Appiah defiende que, con todo y la diversidad, es posible argumentar en temas éticos; b) Defiende la existencia de una verdad universal, en cierto modo regulativa, puesto que muy posiblemente nadie la ha encontrado todavía; sin embargo, lo atractivo es que el cosmopolita no es un escéptico sino un realista en busca de la verdad, a sabiendas de lo difícil que resulta encontrarla;44 c) A pesar de lo anterior, el cosmopolita acepta una verdad que funge como un elevado ideal moral: tenemos obligaciones morales con todos los seres humanos. A partir de este ideal moral, Appiah defiende que podemos valorar éticamente otras culturas y encontrar que quizá alguna de sus prácticas es reprobable. En este sentido, su cosmopolitismo se aleja por completo del multiculturalismo partidario del relativismo cultural y la tolerancia absoluta argumentando que las distintas culturas no son comparables entre sí, que todas son válidas y que por tanto es imposible justificar que una cultura esté en lo correcto y 43 44

Kwame Anthony Appiah, Mi cosmopolitismo, Katz Editores S.A., Buenos Aires/Madrid, 2008, p. 46. Kwame Anthony Appiah, Cosmopolitanism: Ethics in a World of Strangers, Allen Lane, Gran Bretaña, 2006, p. 144.

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otra no. Appiah es cuidadoso: no piensa que una cultura o un sistema ético pueda ser superior a otro, puesto que ello derivaría tarde o temprano en una cultura dominante e impositiva que terminaría por anular la diversidad. Ahora bien, con todo y la particularidad de cada identidad cultural sostiene, como ya lo decíamos, que existe un valor absolutamente estable: las obligaciones morales con el prójimo. Este aspecto es altamente relevante: no se respeta la diversidad cultural porque las culturas sean valiosas por sí mismas; se respetan porque las personas son importantes y a ellas les importa su cultura. Las personas, pues, son más importantes que las culturas y, por ello, enérgicamente afirma que “allí donde la cultura perjudique a las personas —a los hombres, a las mujeres y a los niños—, el cosmopolita no tiene por qué tolerarla. No tenemos por qué tratar el genocidio o la violación de los derechos humanos como un aspecto más de la pintoresca diversidad de la especie o como una preferencia local que casualmente tienen algunos totalitarios.”45 En este tipo de cosmopolitismo, todas las personas importan. Ninguna cultura, ninguna ideología, puede estar por encima de ellas y nuestra obligación moral primordial es el cuidado y la preocupación de nuestros congéneres: escuchando y comprendiendo sus modos de ser y sus motivaciones morales, podemos entenderlos, valorarlos e incluso aprender de ellos al grado de que podríamos adoptar algunas de sus ideas. Para interesarnos por nuestros congéneres, sin embargo, hace falta saber de ellos y reconocer que en nuestro mundo global unos y otros nos influimos inevitablemente en distintas esferas, desde la económica y la política hasta la ecológica. El mundo global, las tecnologías de la comunicación y la información, han logrado que, con mucha facilidad, todos estemos más cerca de todos. Nunca había sido tan sencillo estar al tanto de la existencia de los demás. Nunca había sido tan fácil percatarnos de que las decisiones morales de las demás personas repercuten en nosotros sin importar qué tan lejos estemos. Las crisis actuales son crisis mundiales. El cosmopolitismo tal como lo entiende Appiah, parece una alternativa razonable para argumentar ante los dilemas morales que enfrentamos en esta clase de crisis. La defensa de la diversidad requiere de una sincera comprensión de las motivaciones morales que hay en las personas que son distintas a nosotros. Ello se descubre a

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Kwame Anthony Appiah, Mi cosmopolitismo, Katz Editores S.A., Buenos Aires/Madrid, 2008, p. 24.

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través de la conversación coloquial. Cuando se conocen sus deseos, sus creencias, sus ideales, estamos entonces en condiciones de reconocer los ideales morales que son viables y aquellos que necesitan ser revisados y, tal vez, refutados y hasta eliminados. El ideal cosmopolita exige por encima de todo un compromiso con las personas y con los valores culturales que son relevantes para ellas. ¿Por qué importan las demás personas? Importan porque no son entidades extrañas y ajenas a nosotros, sino que cada una de ellas es nuestro prójimo.

VI. Las paradojas de la era tecnológica No cabe duda de que la tecnología se ha vuelto indispensable en las sociedades modernas, y ha jugado un papel esencial que ha repercutido en distintos ámbitos, desde el político y el económico, hasta el educativo. El protagonismo de la tecnología ha sido tal que incluso ha llegado a moldear el carácter y anhelos de generaciones enteras. Don Tapscott (n. 1947), en su libro Creciendo digital: cómo la generación red está cambiando tu mundo (2009)46, expone la cantidad de desarrollos tecnológicos que han surgido a lo largo de las últimas tres décadas y el consecuente advenimiento de nuevas formas de comunicación, de tónica relacional y conductas sociales. Entre las principales novedades tecnológicas de las que la denominada “generación red” goza, se encuentran la conexión a Internet, los sistemas avanzados de telefonía celular que permiten la navegación en la red, las plataformas que permiten realizar videoconferencias, intercambio de mensajería instantánea, correos electrónicos y en general una capacidad interactiva y alcances de velocidad sin precedentes. Tapscott ha denominado “generación red” a este grupo característico de personas que ha surgido y se ha desarrollado en contacto estrecho con todos estos recursos. La generación red, en opinión de Tapscott, ha seguido una maduración progresiva hasta quedar bien cristalizados sus rasgos definitorios. Su influencia ha invadido el ámbito laboral, el mercado, la política, la educación y otros campos sociales, y se caracteriza por su poder adquisitivo y por nuevos modos de desenvolverse a nivel familiar, relacional, laboral y profesional.

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Don Tapscott, Grown Up Digital: How the Net Generation is Changing Your World. McGraw-Hill, Nueva York, 2009.

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El fenómeno de la generación red, como apunta Tapscott, representa un estadio que contrasta con las tendencias de los “baby-boomers”, una generación que surgió por la explosión de la natalidad en países anglosajones al terminar la Segunda Guerra Mundial y que Tapscott sitúa entre los años de 1946 y 1964. Este contraste generacional ha despertado críticas, alarma y sospecha frente a las nuevas tendencias que se han fraguado en la generación red. Tapscott sintetiza dichas críticas, procedentes de académicos, expertos y de los propios padres de dicha generación en diez grandes rasgos definitorios. En primer lugar, se considera que aquellos que pertenecen a la generación red cuentan con un menor desarrollo intelectual que los individuos que les precedieron, y que esta generación se caracteriza por ser distraída, incapaz de concentrarse en la consecución de metas concretas, ajena a la lectura y con pobres habilidades de comunicación y análisis. En segundo lugar, apuntan, sus integrantes son adictos a la red y los medios audiovisuales, no cuentan con habilidades sociales pues evitan el contacto cara a cara, tienden a aficionarse fácilmente con los videojuegos y no parecen interesados en desarrollar actividades deportivas reales y que fomenten la salud. Tercero, no tienen sentido del pudor y la vergüenza, como puede observarse en las manifestaciones afectivas banales en línea, y la publicación de todo tipo de información personal, incluyendo fotografías, declaraciones y comentarios que podrían dañar su imagen para futuras oportunidades profesionales. En cuarto lugar, la generación se resiste a madurar, y muchos individuos regresan al hogar tras haber terminado los estudios universitarios y parecen incapaces de independizarse, elegir un camino personal fijo y temen profundamente las responsabilidades que se derivan del compromiso (independencia económica, matrimonio, paternidad; en pocas palabras, fidelidad a un proyecto vital). Quinto, esta generación es propensa al robo, en el sentido de que transgreden los derechos de propiedad intelectual, proliferan las plataformas peer-to-peer de descarga ilegal de música y otros medios, y la accesibilidad a la información ha aumentado los casos de plagio. En sexto lugar, el fenómeno del bullying también ha contaminado las redes sociales y los medios de difusión masiva que pueden convertirse en herramientas victimarias. Aunado a este aspecto, en séptimo lugar, la generación red es propensa a la violencia, una tendencia que se adjudica a la alta carga violenta de los videojuegos y aquellos medios de entretenimiento que fomentan el odio, el racismo y el sexismo. 43

Octavo, de acuerdo con los críticos de la generación red, sus integrantes no cuentan con una ética de trabajo y son malos empleados, se encuentran sin rumbo y no saben qué quieren ser en el futuro. Además, se sienten poseedores de derechos sobre sus empleados y sus propios jefes. En noveno lugar, se trata de una generación narcisista, y las plataformas y redes sociales no hacen sino fomentar los rasgos egocéntricos. En décimo y último lugar, se sostiene que esta generación no se interesa por nada, no tiene valores ni se preocupa por las condiciones sociales, sino que exclusivamente se concentra en la cultura popular, las banalidades de las celebridades y sus amistades, y los eventos periodísticos de gravedad no son de su interés. Resulta llamativo observar cómo esta percepción no se aleja mucho de la descripción que Lipovetsky hace del posmodernismo. Por mencionar algunos puntos en común entre su diagnóstico y el “lado obscuro” de la generación red, basta remontarse a los rasgos narcisistas, la apatía, el miedo al compromiso y, en general, la sensación de vacío y pérdida de directrices. No obstante, Tapscott describe estas características de la generación red como un reflejo de la actitud suspicaz de las generaciones que la han antecedido y que no alcanzan a comprenderla. No obstante, Tapscott no se detiene en la perplejidad negativa que despierta la generación red, sino que pretende señalar las intenciones positivas, motivaciones y deseos auténticos de esta particular generación. Así, a partir de encuestas masivas que llevó a cabo entre los años 2006 y 2008 a nivel mundial, Tapscott expone a lo largo de su obra los resultados arrojados por su estudio en más de 6,000 individuos de la generación red. A grandes rasgos, Tapscott describe la generación red como más brillante, rápida y tolerante a la diversidad que sus predecesores, y afirma que sus integrantes están genuinamente preocupados por la justicia y los problemas sociales. Muchos representantes de la generación red están más involucrados en la política que sus antecesores, y consideran que la democracia y el gobierno son elementos clave para la prosperidad mundial. En su análisis, Tapscott resume sus observaciones en ocho características que describen a la generación red, a saber: 1) valoran la libertad de elección (toman por sentado la proliferación de opciones y marcas, anhelo de expresión, desean escoger y encontrar el lugar ideal para trabajar, usan la tecnología para escapar del trabajo tradicional de las oficinas y adaptar el trabajo a su vida social y el hogar, buscan libertad para cambiar de trabajo, seguir su camino y expresarse); 44

2) quieren personalizarlo todo (conseguir lo que desean y adaptarlo a sus gustos idiosincrásicos); 3) son colaboradores naturales que disfrutan las conversaciones y evaden los discursos (colaboran y se relacionan, juegan con otros en línea, comparten documentos, trabajos o diversión, discuten con los demás sobre marcas, compañías, productos y servicios); 4) examinan detenidamente a los demás y a las organizaciones (analizan detenidamente los productos, promocionales y prácticas corporativas, saben que pueden demandar más de las compañías como consumidores y empleados); 5) insisten en la integridad (exigen integridad corporativa y apertura cuando deciden dónde trabajar y qué comprar); 6) quieren divertirse, tanto en el trabajo como en la escuela (piensan que hay más de un modo de lograr un objetivo, tienen perspectiva “out of the box”); 7) la rapidez les resulta normal (necesitan interactuar en tiempo real, desean contactos globales y rapidez comunicativa, mensajería instantánea y demandan respuestas inmediatas); y 8) la innovación es parte de su vida (se conciben a sí mismos como innovadores, desean productos que cumplan más funciones, y buscan aportar nuevas ideas). Tapscott pretende eliminar algunos mitos sobre la generación red para que las generaciones que le antecedieron y que ahora conviven con sus integrantes comprendan sus actuales motivaciones y modos de actuar. Por otro lado, enuncia algunas de las transformaciones que han acompañado a la generación red, como el abordaje colaborativo en el trabajo, el colapso de las jerarquías laborales, el cambio en las formas en que las organizaciones reclutan, desarrollan y supervisan el talento, la tendencia de los consumidores a convertirse en copartícipes de las tendencias de producción y servicios, y los cambios pedagógicos que están abandonando el modelo centrado en el profesor para abrazar un modelo enfocado en el alumno basado en la colaboración. También la brecha generacional se ha vuelto más profunda con el empleo de la Internet y ha cambiado el modo en que los ciudadanos conciben los servicios gubernamentales y la democracia, pues están siendo testigos de innovaciones políticas y sociales y la gran influencia de la Internet como una poderosa herramienta de activismo social. Tapscott augura una mayor eficiencia en el trabajo, nuevos métodos educativos, el florecimiento de corporaciones dedicadas a la innovación, familias con modelos educativos más abiertos, y una democracia en la que los ciudadanos estén más involucrados e interconectados. Si bien Tapscott se presenta optimista ante la generación red y los avances tecnológicos en los que ésta se ha desarrollado y sigue evolucionando y, en efecto, su diagnóstico puede ser 45

acertado en muchos aspectos, existe todavía un problema que vale la pena plantear con la intención de perfilar una respuesta: a pesar de las innegables ventajas que ha traído consigo la era digital, es también una realidad que la inequidad en el acceso a ésta ha ensanchado la denominada “brecha digital”, acarreando consigo algunos problemas de índole social, económico y educativo. La tecnología ha generado nuevas necesidades de consumo que incluso han llegado a considerarse imprescindibles, como es el caso de las computadoras, las redes cada vez más rápidas y difundidas de la Internet, los teléfonos celulares y los smartphones, las tablets, los reproductores de música en formato mp3, el acceso a bibliotecas digitales y un etcétera potencialmente infinito. No obstante, el nivel de participación y beneficio por estos avances y su asimilación cultural ha seguido un ritmo desigual a nivel global, por cuestiones relativas al mercado, la demografía y la economía. Como apunta Taspscott, muchas de las personas jóvenes que forman parte de la nueva oleada generacional que está poblando el mundo no tienen acceso a la Internet. En su estudio, resalta cómo la tasa de crecimiento entre el 2000 y el 2008 ha triplicado el número de personas que emplean la Internet. Sin embargo, este creciente acceso no ha favorecido a todas los Estados por igual, y sigue habiendo un acaparamiento de esta tecnología por algunas naciones, entre las que destaca los Estados Unidos de Norteamérica. Estos porcentajes de población que no tienen acceso a la red representan un abismo en lo que respecta a la distribución de la riqueza y las oportunidades de crecimiento económico y social. Este abismo no se da solamente entre países desarrollados y subdesarrollados; ocurre también entre comunidades, clases sociales, grupos y personas, “hacia adentro” de cada Estado nación. Si bien estas diferencias han sido una constante en la historia de la humanidad, es a partir de la Revolución Industrial que se han considerado como una brecha que se ha transformado hasta convertirse en una brecha digital. En ella, como explica Jeremy Rifkin, no se trata de la distribución de los bienes como acaecía en los siglos anteriores, sino de la posibilidad de acceso a la información, el conocimiento y la educación que proporcionan hoy en día las nuevas tecnologías. La magnitud de esta brecha no responde solamente a un problema de “servicios tecnológicos”. Implica factores culturales, educativos, sociopolíticos, demográficos y de infraestructura. En otros términos, nos enfrentamos a un radical cambio de paradigma, no sólo en las relaciones productivas o con el entorno, sino incluso en nuestros modos de relación interpersonal y en la propia definición de lo humano. 46

Estamos siendo testigos de cómo se ensancha la brecha entre quienes poseen, si no ya capital o medios de producción, oportunidades de crecimiento en sentido amplio, y quienes están privados de ellas. El desarrollo digital de nuestra “civilización de la información” según Rifkin, ha dado un nuevo giro a la importancia de las oportunidades de acceso: el uso de la Internet está directamente relacionado con la calidad de vida, y efectivamente, el desarrollo tecnológico es directamente proporcional al nivel socioeconómico de los grupos humanos. En los países subdesarrollados, las repercusiones son aun más sensibles, pues la monopolización de la tecnología agrava las condiciones de miseria, si bien el desarrollo tecnológico usado responsablemente debería ser una alternativa de solución a la pobreza y constituir incluso un espacio para la justicia. Paradójicamente, el mismo desarrollo digital que permite la tecnocracia obliga a una profunda transformación de nuestros conceptos de soberanía nacional, Estado y gobierno. El ciberespacio se desvincula de aspectos geográficos y nacionalistas, y supone un espacio social y comercial difícilmente controlable por los gobiernos locales; representa a la vez una oportunidad de diálogo y comprensión entre culturas y una amenaza para aquellos grupos que deciden cerrarse herméticamente sobre sí mismos para preservar su identidad, propiciando quizá indirectamente posturas fundamentalistas. Por otro lado, la incorporación de la tecnología a la vida político-social es un hecho palpable y conlleva muchas ventajas a las que no estamos dispuestos a renunciar. Por ejemplo, los gobiernos democráticos están obligados a una mayor rendición de cuentas frente a la contraloría, pero también frente a la sociedad civil, en buena medida gracias a los recursos técnicos de transparencia inmediata de la información por la Internet. Es precisamente por estas ventajas que resultaría deseable cierta equidad de oportunidades en lo que respecta al acceso tecnológico, puesto que aquellos que han sido marginados del mundo digital no cuentan con todos los elementos para emitir juicios de carácter político. En otras palabras, quien no pueda acceder a la tecnología ve coartado, incluso, su derecho a la participación política, y resulta evidente que la brecha tecnológica es una limitante para la vida democrática. Mientras el acceso universal a las oportunidades de crecimiento y comunicación sea una utopía, la democracia también lo será. Como Tapscott indicaba líneas arriba, las nuevas tecnologías amplían nuestra capacidad de acción política. Sin embargo, añadiríamos junto a Rifkin que, cuando las innovaciones tecnológicas se encuentran en manos de unos pocos, pueden ser 47

utilizadas como factores de control y exclusión. Los grupos humanos al otro lado de la brecha digital pueden ser presas de una nueva forma de colonialismo; en algunos casos, ya lo son. El círculo vicioso acecha otra vez: las naciones o los estratos sociales marginados requieren de fuertes inversiones en infraestructura para contar con tecnologías educativas e ingresar competitivamente al mundo digital. No contar con estos elementos formativos se convierte en un nuevo factor de pobreza. Hemos subrayado la doble cara del desarrollo tecnológico, que a la vez que agrava las condiciones de inequidad, ofrece alternativas insospechadas de transformación social que pueden orientarse positivamente. Debemos recordar que el desarrollo tecnológico no es una fuerza ciega e impersonal que opera en la historia; está bajo el control de agentes racionales llamados a la responsabilidad. Si bien todo indica que es remoto un momento de acceso universal a la tecnología, sí es posible abrir el abanico de oportunidades digitales con un criterio humanista, que trascienda la razón instrumental y los mecanismos del mercado.

VII. La nueva sensibilidad A lo largo de estas páginas hemos recurrido a las aportaciones de un número de pensadores que, desde diversas perspectivas, interpretan nuestro mundo contemporáneo. Sus diagnósticos dejan en claro que el panorama moderno es complejo y son muchos los factores que han contribuido al actual estado de cosas. Gran parte de estas descripciones son críticas y resaltan los aspectos negativos de esta “jaula de hierro” en la que nos encontramos presos, y recrudecen la opresiva y desesperanzadora sensación de falta de alternativas a las crisis globales actuales. No obstante, a pesar de este panorama poco optimista, han comenzado a suscitarse algunos cambios de actitud, como los que se descubren en la nueva relevancia que han cobrado estrategias reaccionarias orientadas a la ecología y al cuidado del medio ambiente, el empuje de los derechos humanos como defensa de la equidad moral humana, la proliferación de movimientos pacifistas que esgriman las armas de la no-violencia, aquellas vertientes feministas que devuelven el valor a la dignidad de la mujer y aquellos abordajes interreligiosos que apuntan a la comprensión, colaboración y comunicación afable entre una diversidad de credos.

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Uno de los problemas más graves es, como ya hemos mencionado, la modificación tan violenta del entorno natural. La ecología se ha convertido, por ello, en un área indispensable del conocimiento. La relación dominante del ser humano ante la naturaleza ha derivado en una serie de retos que han de afrontarse a la brevedad. La realidad es que el planeta se está consumiendo y ya enfrentamos las siguientes situaciones: escasez de agua, agotamiento de recursos como los hidrocarburos y, en consecuencia, los problemas de energía, el abandono del campo y el crecimiento exacerbado de los asentamientos urbanos. El problema de la escasez futura de agua es uno de los más graves. El consumo anual de agua en el mundo —que en 1995 alcanzó los 3000 kilómetros cúbicos— alcanzará en el año 2025 el imponente volumen de 5000 kilómetros cúbicos. Para ese entonces, el 80% de la población mundial enfrentará problemas de abastecimiento de agua.47 Al respecto, áreas del conocimiento como la ingeniería ecológica, la química alimenticia, la ingeniería urbana y también la arquitectura ya han comenzado a ofrecer algunas propuestas con las cuales enfrentar las dificultades ambientales y energéticas que se ciernen sobre nosotros. Sin embargo, no podemos pensar que los problemas que acabamos de enunciar requieran exclusivamente soluciones tecnológicas. Se necesita generar una nueva cultura que fomente el cuidado del entorno y que logre replantear las relaciones entre el ser humano y la naturaleza. Éstas deben dejar de pensarse en términos de dominación. Por mucho tiempo, la acción tecnológica ha explotado y actuado sobre el escenario natural: se han eliminado áreas verdes, talado los árboles, elevado escandalosamente los índices de contaminación, extinguido algunas especies animales, etcétera. Si en verdad se desea conservar el planeta, la relación de dominación tendrá que convertirse paulatinamente en una relación de cuidado y convivencia. Sociólogos, filósofos, ambientalistas, urbanistas y políticos deberán fomentar la conciencia cívica hasta lograr que los ciudadanos se percaten de que los seres humanos también somos parte de la naturaleza. En un trabajo interdisciplinario con ingenieros, empresarios, gobernantes, deberán descentralizarse las grandes ciudades e ir adaptando los cauces tecnológicos necesarios para rescatar el medio ambiente. En este apartado puede incluirse también el problema demográfico. Éste es uno de los más Igor Shiklomanov, “Los recursos hídricos hacia el año 2025”en Claves para el siglo XXI, Elena Grau (trad.), UNESCO-Crítica, 2002, p. 125. 47

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complejos y aún no hemos encontrado la mejor manera de resolverlo. Si bien es cierto que en algunas naciones la tasa demográfica de crecimiento es excesiva, también es verdad que en otras naciones avanzadas se ha invertido la pirámide poblacional. Esta última tampoco es la mejor alternativa. Una propuesta coherente tendría que nacer desde el trabajo interdisciplinario de los investigadores universitarios, con una fuerte tonalidad humanista. Así, por ejemplo, también los humanistas deberán plantearse el tema de la familia como centro social. Éste es un tema que ha sido discutido desde hace tiempo y que se inserta en debates religiosos, sociológicos y económicos. Lo cierto es que tradicionalmente la familia ha sido el núcleo y la base de la sociedad y las modificaciones que en aquélla se susciten tendrán una injerencia notable en ésta. Los cambios que se den en la sociedad, obligarán a modificar, también, la noción de ciudadanía. Por ello, será importante la labor de los humanistas —sociólogos, filósofos, psicólogos, educadores, juristas y teóricos de la política, por mencionar algunos. Si bien la constante interacción y enfrentamiento de conciencias en un mundo multicultural no es un fenómeno nuevo o exclusivo de la sociedad moderna, sí lo es la relevancia que ha ido adquiriendo la defensa de los derechos humanos. Éstos surgieron como institución a partir de 1945 con la promulgación de la Declaración Universal de los Derechos Humanos, como una reacción preventiva contra la repetición de los abusos inhumanos y las formas de opresión que ocurrieron durante la Segunda Guerra Mundial. El enfrentamiento entre conciencias individuales y los excesos de la razón instrumental han hecho ver la necesidad de establecer y defender una serie de derechos universales que garanticen un nivel mínimo de respeto que permita la estabilidad de la vida social. La inserción de los derechos humanos en la sociedad ha sido posible gracias a un consenso de voluntades legisladoras que se han pronunciado a favor de una serie de leyes o normas universalizables en miras del mayor acercamiento posible a la felicidad social, es decir, la justicia. El que los hombres sean entidades autolegisladoras, que posean dignidad, que no pueda adjudicárseles un precio y que puedan reconocer recíprocamente sus derechos, son algunos de los prerrequisitos para establecer el marco indispensable para la consecución de la justicia social. Las sociedades multiculturales no pueden determinar un único horizonte de 50

felicidad, pero pueden promover una actitud dialógica con el fin de definir algunos valores y derechos que puedan ser reconocidos y defendidos por todos. En otras palabras, hablar de derechos humanos supone, como condición de posibilidad, que antes del diálogo exista la intención de alcanzar decisiones éticamente correctas. El hecho de haber aceptado que hay derechos para todos los seres humanos representa un avance social de grandes dimensiones. Estos derechos no se defienden por un mero consenso superficial que haría nuestra vida más llevadera, sino porque se enraízan en nuestra condición humana, en nuestra naturaleza, en nuestra constitución ontológica. Los derechos humanos buscan dotar de consideración moral a todo ser humano, y su institución en el Estado y en los individuos es percibido por muchos como un indicador de “progreso moral”. Sin embargo, autores como Michael Ignatieff y David Harvey subrayan la distancia que existe entre este instrumento y su actual práctica, pues el discurso de los derechos humanos puede ser empleado a favor de agendas más sutiles de dominio que deben ser identificadas y erradicadas para que no pierda su legitimidad y se pueda garantizar de manera fáctica lo que estos derechos pretenden defender. Vivimos en una era preocupada por fomentar la cultura del diálogo y la tolerancia. Sin embargo, como ya decíamos antes, con frecuencia olvidamos que tolerar no implica necesariamente reconocer. Los diálogos serían más fructíferos si comenzáramos por reconocer al interlocutor como una persona libre, inteligente y con la suficiente capacidad para aportar algo relevante al mundo desde su punto de vista. De no acceder en lo anterior, incurrimos en “diálogos clausurados” que llegan a gestar conflictos violentos de orden mundial. Basta con mirar el entorno nacional para percatarnos de las colisiones que sacuden con persistencia las relaciones humanas. Las distintas aproximaciones a los conflictos de esta magnitud son polémicas. Independientemente de las posiciones que puedan sostenerse, las agresiones y los rechazos mutuos son dolorosos y, como en muchos otros casos, nos confrontan ante la incapacidad de los seres humanos para reconocernos, respetarnos y procurar en la medida de lo posible acercarnos con humildad y de manera no violenta entre nosotros. Fomentar el diálogo y el reconocimiento exige, en el fondo, elevar al plano más alto la condición de persona de cada uno de los interlocutores. Para ello, hace falta aproximarse a los 51

demás desde posturas no-violentas, ejercitando la capacidad humana para exponer los propios puntos de vista y entender los de los demás, utilizando argumentos algunas veces más y otras menos convincentes. Se trata de un ejercicio racional, deliberativo, por el que somos responsables de contextualizar nuestras acciones en función de la propia dignidad y la de los otros. En este sentido, la sociabilidad exige aprender a argumentar, estar dispuesto a intercambiar puntos de vista con los otros. La habilidad argumentativa no es una simple deducción lógica, sino que comprende elementos persuasivos cargados de apertura y entendimiento mutuo. El mundo moderno, tal como lo entendieron algunos filósofos de la Escuela de Frankfurt — en especial, Theodor Adorno y Max Horkheimer—, nubló las estrategias de la no-violencia al privilegiar una concepción utilitaria de las relaciones humanas. Son muchos los que han identificado los rasgos violentos y la barbarie de nuestra era, dominada por el escenario tecnológico y productivo que se instaura como un impulso por instrumentalizarlo todo: la naturaleza, el cuerpo, la política, la economía y cualquier tipo de relación humana. La falta de reconocimiento del otro como alguien igual a mí deriva en la cosificación de los demás. Bajo este panorama se pierde de vista que las personas no son piezas intercambiables de una maquinaria, y los abordajes de reconocimiento y no-violencia son imprescindibles para recuperar la ética social y el sentido de liberación de los seres humanos ante las constantes agresiones. No obstante, las personas somos agentes éticos dispuestos a razonar sobre nuestras acciones y, como apuntábamos anteriormente, el diálogo debería servir para enmendar rupturas ahí donde se han fraccionado las relaciones humanas. Deberíamos aspirar a relacionarnos sana y amistosamente con los demás. Según el propio Charles Taylor, el verdadero diálogo se opone a formas egocéntricas y narcisistas, e invita a adoptar el diálogo no-violento que se responsabiliza de las exigencias de nuestros lazos con los demás y con las realidades que están más allá de nuestros propios deseos. Junto a la pluralidad cultural y el fomento a la no-violencia, el mundo contemporáneo ha conducido al replanteamiento del papel social de la mujer. Los orígenes del feminismo se encuentran en la variada gama de discriminaciones que se han suscitado por mucho tiempo en un mundo construido desde la mirada masculina. En realidad, es muy complejo determinar en qué momento se relegó el papel de la mujer, y descubrirlo sería tanto como rehacer la historia 52

de la humanidad sin tener siquiera registros suficientes de lo acontecido. Lo que sí puede detectarse, en buena medida, son varios momentos en los que la voz de la mujer se ha alzado para reaccionar contra la antiquísima inferioridad a la que ha sido sometida. El feminismo, más que un simple movimiento se trata de una verdadera revolución con muchas facetas y distintas vertientes que, en términos generales, ha impulsado un cambio social que podría considerarse favorable para la mujer, aun cuando el debate sobre los roles de la mujer sigue vigente. No deja de ser criticable y paradójico que algunas formas de feminismo hayan planteado la equivalencia de derechos cuando en realidad también pudo haberse planteado desde la desigualdad. En otras palabras, ciertos movimientos feministas no deberían enfocarse exclusivamente en la igualdad frente al varón, sino que deberían enfatizar aquellos ámbitos en los que la “desigualdad” femenina en lugar de ser degradante resalta su grandeza única. Así, la igualdad del varón y la mujer, por ejemplo, debería enfatizarse en los derechos como personas morales, como individuos pertenecientes a regímenes democráticos, y en el ámbito laboral, donde se garanticen igualdad de salarios y oportunidades de desarrollo profesional. Sin embargo, en referencia a este último aspecto, lo que aquí hay que modificar no son las condiciones de vida de la mujer sino las condiciones laborales, de modo que la mujer puede abarcar aspectos como la maternidad, la atención y cuidado cercanos de los hijos y una serie de necesidades que le son propias. Es decir, tiene que haber justa promoción de los espacios educativos y laborales a favor de la mujer. Desde el siglo XX la situación de las mujeres ha cambiado radicalmente. La Revolución Rusa de 1917 concedió el derecho al voto femenino, y en 1930 ya votaban en Nueva Zelanda, Ecuador y Finlandia; hacia 1950 la lista ya incluía más de cien países. 1975 fue declarado el Año Internacional de la Mujer por la ONU y culminó con una gran concentración de mujeres en la Ciudad de México. En esa reunión se promovió el ascenso social y personal de la mujer en todas las naciones del mundo. A pesar de lo anterior, la realidad es que la verdadera inclusión de la mujer en ámbitos importantes de la esfera pública no se ha logrado todavía por completo. No obstante, el auge del feminismo ha sido lo suficientemente notorio: las revistas, los medios, los congresos, las campañas políticas, han abierto un espacio para la voz de las mujeres y, los grupos feministas, radicales y no radicales, tienen una gran fuerza en la opinión pública. Hay muchos feminismos, pero podríamos detectar cuando menos tres tendencias distintas: 53

a) Un feminismo construido esencialmente desde la noción de igualdad. Éste suele enfrentarse radical y violentamente con la masculinidad, abogando que la mujer debe tener exactamente los mismos derechos que el varón. No obstante, este feminismo se estanca en distintas paradojas porque no se ha percatado de que la cuestión femenina no puede plantearse exclusivamente en términos de igualdad y no logra, por tanto, conciliar ni equilibrar la relación entre hombre y mujer. b) El segundo tipo de feminismo representa una variante moderada que aspira a la igualdad, pero en el que la mujer se percata de la tensión que existe entre poner el énfasis en la búsqueda de igualdad respecto a los varones o remarcar los aspectos de desigualdad, es decir, defender aquellos rasgos apropiados como femeninos. En general, esta variante de feminismo se inclina por defender la desigualdad y ensalza aquellas características que ellas mismas identifican como definitorias de lo femenino. Lo paradójico es que al remarcar las diferencias, parece que las mujeres pasan a formar parte de un sector marginado que merece un trato “especial” corriendo el riesgo de que no exista equilibrio social y que esta vez ellas sean las privilegiadas. c) La tercera vertiente se refiere a un feminismo que no plantea el papel de la mujer desde la igualdad, sino que, enfatizando la desigualdad, busca crear un puente entre lo característico de lo masculino y aquello que apropian como femenino. Esta variante, lejos

de

considerar

una

relación

de

ruptura,

plantea

una

relación

de

complementariedad. Abordar la relación de lo masculino y lo femenino como elementos complementarios supone que hay que descubrir en qué aspectos hay igualdad y en cuáles desigualdad complementaria. Se trata, entonces de unir lo que es igual, y decantar lo que es desigual no con la finalidad de enfatizar la contrariedad sino de establecer la complementariedad. Las discusiones feministas han contribuido a que el tema de la inclusión de la mujer en la esfera pública se vuelva central. Algo similar ha sucedido con las discusiones alrededor de grupos raciales y otra clase de sectores que también han sido marginados y excluidos. La integración de todos a la sociedad y el reconocimiento de sus derechos y necesidades ha ayudado a que asimilemos la diversidad cultural. Un aspecto importante en este dirección es el de la diversidad religiosa. Las discusiones sobre el papel de las religiones en el espacio público 54

están actualmente polarizadas. Por una parte, vivimos en una época en donde el secularismo ha intentado eliminar cualquier referente religioso en el espacio público. Hay por otro lado, cierta tendencia tanto por parte de grupos extremistas como de sectores más moderados, a defender la relevancia de las creencias religiosas en la vida de los individuos dado que éstas aportan un marco moral y trascendente de gran valía para los creyentes. La realidad es que aun en la denominada “era secular” el valor de la religiosidad y de formas de espiritualidad de lo más variadas sigue latente y se manifiesta de distintas maneras. En las sociedades plurales coexisten formas de religiosidad variopintas y, aunque en algunos periodos ha habido enfrentamientos entre distintos credos, hemos llegado a un momento en donde representantes de las religiones con mayor número de adeptos se han dado a la tarea promover el acercamiento entre unos y otros con el afán de construir una sociedad más pacífica y solidaria en donde las creencias religiosas, lejos de promover la confrontación, se conviertan en promotoras de los valores humanos. El acercamiento entre judíos, cristianos, musulmanes, hinduistas, budistas, confucionistas y adeptos de otras religiones, ha implicado un esfuerzo conjunto por parte de cada una de las distintas comunidades religiosas. La globalización y la creciente interculturalidad han sido factores que han jugado un papel protagónico en el fomento de la interreligiosidad. Aunque en este terreno todavía hay mucho por construir, lo cierto es que el interés por comprender la mentalidad de quienes profesan un credo distinto del judío y el cristiano —hace algunos años las formas de religiosidad dominantes—, ha crecido considerablemente. La convivencia entre personas que profesan credos distintos ha vuelto inminente la necesidad de dialogar unos con otros, de conocer tanto los valores morales como las costumbres y las motivaciones de quienes profesan alguna religión. El diálogo interreligioso no debe confundirse con la intención de algunos como por ejemplo Hans Küng, de construir una especie de ética global capaz de instaurar una ética consensuada en la que las creencias son negociables en aras a la instauración de un orden mundial. La riqueza y al mismo tiempo la complejidad de la interreligiosidad es que se trata de reconocer las diferencias entre los credos sin que ello suponga la pérdida de las creencias propias de cada sector. Se trata, en otras palabras, de conservar la propia tradición dentro de la pluralidad de 55

tradiciones con una actitud comprensiva, constructiva, y destacando aquellos aspectos en donde hay una serie de coincidencias morales. El reconocimiento de la diversidad religiosa y la apuesta de varias autoridades de la Iglesia Católica y otras iglesias cristianas, de representantes de distintos sectores judíos, de grupos islámicos e hinduistas, por construir un entorno cada vez más humano y abierto a la trascendencia, ha sido un paso sumamente importante para combatir los intentos de los sectores extremistas —religiosos y no religiosos— que siempre han intentado homogeneizar a la humanidad a través de medios violentos. Hay quienes han pensado que la mejor forma de anular las tensiones que han llegado a existir entre los adeptos a los distintos credos es promover la secularización. Sin embargo, en medio de este debate han emergido propuestas mucho más agudas y moderadas que las de aquellos que han optado por ignorar y eliminar el papel de las religiones en la esfera pública. Por mencionar algunos ejemplos: en 2008 Martha Nussbaum publicó el libro Libertad de conciencia;48 en 2007 apareció La era secular49 de Charles Taylor; Jürgen Habermas se ocupó de la discusión en 2005 en Entre naturalismo y religión;50 en el sector islámico, Talal Asad, compiló en 2003 una serie de ensayos al respecto en La formación de lo secular: el cristianismo, el islam y la modernidad.51 A su manera, cada uno de estos personajes plantea las preguntas pertinentes y, sobre todo, enmarcan los términos correctos del debate. Si no se plantea la problemática de manera objetiva y atendiendo a todas sus dimensiones —socio-políticas y culturales, antropológicas y filosóficas, jurídicas y obviamente religiosas—, lo más probable es que los participantes del debate adopten posturas extremistas e intolerantes —religiosas o seculares—, y que se vuelvan partidarios de ideologías arrogantes y destructivas. Martha Nussbaum aporta una de las visiones más importantes construida sobre la base de la tolerancia religiosa y la libertad de conciencia. Nussbaum piensa que la tradición norteamericana tiene mucho que aportar a las naciones europeas —y podríamos pensar que también a Latinoamérica— en el modo como se ha enfrentado el debate. Muestra cómo a partir de la construcción de un Estado neutro pero incluyente, la tradición norteamericana ha dado pasos importantes: se ha protegido por encima de todo la libertad de conciencia y se ha Martha Nussbaum, Libertad de conciencia, A. E. Álvarez y A. M. Benítez (trads.), Tus Quets, Barcelona, 2009. Charles Taylor, A Secular Age, Harvard University Press, Harvard, 2007. 50 Jürgen Habermas, Entre naturalismo y religión, Paidós, Barcelon, 2006. 51 Talal Asad, Formations of the Secular: Christianity, Islam, Modenity. Stanford University Press, 2007. 48 49

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procurado que, en la medida de lo posible, todos participen en el espacio público. Esto no quiere decir, sin embargo, que Estados Unidos haya alcanzado su madurez ética y política de manera absoluta. En muchos Estados norteamericanos, como bien nos consta, sigue habiendo racismo, discriminación y confrontaciones religiosas. Se sabe que, como toda nación, los norteamericanos también tienen muchos temas pendientes. No obstante, al margen de lo que pueda recriminárseles, lo que Nussbaum aporta es el análisis de un “mapa conceptual” compuesto por varias nociones distintas pero relacionadas: libertad, igualdad y respeto, conciencia, protección de las minorías, neutralidad, separación, adaptación. Vemos en este planteamiento cómo la interreligiosidad no es únicamente una cuestión que involucre a los sectores religiosos sino también a los Estados. En otras palabras, a diferencia de lo que algunos partidarios del liberalismo de John Rawls han pensado, la religiosidad no es parte de la vida privada sino de la esfera pública. La presencia de las religiones en la esfera pública ha sido tal que Habermas ha pensado que Europa ha dejado atrás la era secular para dar paso a una era post-secular. Según Habermas, en estos tiempos ya no son los sectores religiosos los que tienen que adaptarse al Estado secular, sino que éste tiene que adaptarse a una sociedad plural en la que sigue habiendo creencias religiosas que influyen fuertemente en la vida de muchas personas. Las discusiones públicas en cuestiones como el aborto, la eutanasia, la medicina reproductiva, la ecología, etc., se dan en un marco moral dentro del cual los sectores religiosos deben, según Habermas, participar libremente como “comunidades de interpretación”. Y es que al ser las tradiciones religiosas capaces de articular intuiciones morales, el Estado ha de ser capaz de reconocer aquéllas que, de traducirse de modo adecuado, pueden resultar un factor vinculante en la sociedad. Habermas apuesta por una cultura política liberal en la que los ciudadanos secularizados participen en los esfuerzos requeridos para traducir las contribuciones relevantes de los sectores religiosos del “lenguaje religioso” a un “lenguaje públicamente accesible” (por ejemplo, afirma Habermas, “el ser humano como imagen de Dios” es una idea que se traduce en “la igual dignidad de todos los seres humanos —dignidad que ha de ser respetada

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incondicionalmente”. “Esta traducción expande el contenido de conceptos bíblicos más allá de los límites de una comunidad religiosa al público en general de heterodoxos y no creyentes”).52 Si bien es cierto que las religiones son capaces de aportar referentes morales y culturales que son relevantes para muchas personas, también es cierto, como han insistido tanto Habermas como Benedicto XVI, que los agentes religiosos deben ser responsables y asumirse a sí mismos como integrantes del Estado y escuchar con una actitud comprensiva y constructiva, no intransigente, las creencias y motivaciones morales de las personas. En este sentido, somos todos responsables de fomentar no solamente el diálogo interreligioso sino también la interculturalidad.

VIII. Repensar el mundo contemporáneo desde una visión humanista Los diagnósticos más concienzudos de las crisis que vivimos actualmente coinciden en que ante el aparente predominio de la racionalidad meramente instrumental se han generado una serie de problemas que podrían agravarse todavía más: es muy probable que las crisis financieras empeoren, que las brechas tanto económicas como sociales, culturales y digitales se sigan ensanchado, que crezca la desconfianza ante sistemas políticos tecnocráticos y centralizados, que emerjan nuevos fenómenos sociales que nos cuestionarán fuertemente y nos enfrentarán a una serie de dilemas morales de gran complejidad. Afortunadamente, poco a poco comienza a emerger un número de personas con un profundo sentido crítico y de responsabilidad social. Es esencial contar con una visión humanista de la realidad en la que estamos inmersos; es imprescindible una comprensión de los problemas que ponga a las personas en primer lugar y que fomente decisiones menos tecnocráticas y que apuesten por una visión más integral del ser humano y su dignidad. El fortalecimiento de la democracia y la solidaridad, la erradicación de la violencia, la pobreza extrema y la discriminación, solamente serán posibles en la medida en que estemos dispuestos a repensar los modelos políticos y socioeconómicos que hasta ahora hemos construido y que, Jürgen Habermas, “¿Fundamentos pre-políticos del Estado democrátido de Derecho?”, en Entre naturalismo y religión, Paidós, Barcelon, 2006, p. 116. 52

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en realidad, no han resultado tan funcionales como esperábamos. La creatividad con sentido humanista puede resultar sumamente funcional para encarar la cantidad de transformaciones técnicas, laborales, económicas, sociales, ecológicas, demográficas y científicas que nos esperan. La construcción de alternativas de resolución desde las humanidades se caracteriza por la búsqueda de sentido en lo individual y de solidaridad responsable en lo social, poniendo siempre al centro de cualquier resolución a las personas y los aspectos más fundamentales de la condición humana. Si la razón instrumental se ha encargado de degradar a las personas, el humanismo integral está dispuesto a recuperar la dignidad humana de manera radical. Los diagnósticos y los cuestionamientos ante los problemas que nos aquejan son el camino más adecuado para replantear el sentido de la vida humana, su direccionalidad y su finalidad, su trascendencia, su fragilidad ante los enigmas del dolor y la muerte. Las humanidades nos mantienen en contacto con ese núcleo de humanidad que se pregunta por aquello que nos supera, y que no puede ser satisfecho con el progreso tecnológico o las transformaciones culturales, pues exige una respuesta radical y definitiva. En última instancia, nos descubrimos a nosotros mismos cuando somos capaces de mirar más allá de nuestra particular condición: sólo entonces somos capaces de descubrir el sentido de nuestras vidas en los otros y en el Otro trascendente. Esta apertura es la única alternativa para encontrar, entre los signos del porvenir un destino menos oscuro y perturbador.

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* Esta nota funge como un guión general de la asignatura “Hombre y mundo contemporáneo”. Pretende dar un enfoque aproximado del objetivo y la orientación del curso.

Temario general Introducción I. Modernismo y Posmodernismo II. Las paradojas del racionalismo y la era económica III. Las paradojas de la racionalidad científica IV. Las paradojas del racionalismo en las sociedades modernas V. Pluralidad y multiculturalismo VI. Las paradojas de la era tecnológica VII. La nueva sensibilidad VIII. Repensar el mundo contemporáneo desde una visión humanista

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