Unos cuantos romances nuevos de finales del siglo XVI, conocidos como

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El tema de la venganza: de los romances de las mocedades del Cid a la jácara de 1689 Augustin Redondo Université de la Sorbonne Nouvelle-CRES

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nos cuantos romances nuevos de finales del siglo XVI, conocidos como los de las mocedades del Cid, hacen de Rodrigo un fogoso rapaz que desea vengar el agravio recibido por su padre lo que le lleva a matar al ofensor. Estos romances, en particular uno de ellos, van a transmitirse por escrito y por oralidad y, después de haber sido utilizados más o menos por Guillén de Castro, van a nutrir, bajo una forma algo diferente, una jácara de 1689. En este trabajo deseamos examinar el recorrido señalado pero sobre todo el significado que cobran unos cuantos elementos vinculados al tema de la venganza en función de las variaciones introducidas y de los contextos. * * * El Cid, el héroe castellano por excelencia, ha suscitado desde épocas antiguas una serie de leyendas que se han vertido en diversos textos, entre ellos el Cantar de Mío Cid, varias crónicas y algunos romances vinculados a unos cuantos episodios de su vida, romances que han de recogerse en pliegos sueltos en el siglo XVI, y más allá, en el Cancionero de romances de Amberes de 1547-1548 (Cancionero de romances, 1945, 144sq.). Si bien en uno de ellos se alude a la muerte del Conde Lozano por mano del Cid (se trata del romance de Ximena Gómez “Cada día que amanece”), nada se indica ni en éste ni en ninguno de los demás romances viejos acerca de las circunstancias de tal muerte, que se trate de las reediciones del Cancionero de Amberes o de las diversas silvas que se publican en 1550-1551 (Menéndez Pidal, 1968, 70-71). Pero, en su Historia del muy noble y valeroso cavallero el Cid Ruy Díez de Bivar, en romances, en lenguaje antiguo, publicada en Lisboa en 1605, Juan de Escobar difundió varios romances nuevos centrados en la afrenta sufrida por Diego Laínez, el padre de Rodrigo, a causa del Conde Lozano, lo que había de ocasionar la venganza del futuro Cid, entonces un rapaz,

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matando al Conde en combate singular y recuperando así la honra perdida (Escobar, 1973, 1, 3, 4). Entre estos romances, conocidos como “romances de las mocedades del Cid”, el más célebre es “Pensativo estaba el Cid”, denominado frecuentemente “Rodriguillo venga a su padre” (Menéndez Pelayo, 1900, X, 189; Trapero, 1993; Cid, 2008, 191-192). Se trata de un romance nuevo que debió de escribir uno de esos jóvenes poetas que, valiéndose de la popularidad alcanzada por el romancero nuevo, hacían méritos en la década 1580-1590, como Lope de Vega, Góngora, Cervantes, etc. Como es de suponer, figura en el Romancero general de los años 1600-1605, de donde es probable que lo recogiera Escobar (Romancero general, 1947, 180). Este romance se hizo muy célebre, transmitiéndose gracias a la imprenta y a la oralidad. Ha llegado a difundirse mucho, de modo que se ha insertado en la tradición oral moderna del romancero y ha llegado hasta el siglo XX, alcanzando una gran vitalidad, de Canarias, Baleares, Madeira y Sevilla hasta Asturias, con una llamativa hipertrofia narrativa, como lo demuestran las versiones recogidas en el Catálogo general del Romancero (Catalán et al, 1982-1984, II, 66-85). En estos romances, el motivo de la ofensa aparece de una manera más alusiva que expresada claramente. Por ejemplo, en “Rodriguillo venga a su padre”, hay una referencia a “el castigo que merece / tan infame lengua y mano”, lo que es una manera discreta de mencionar los improperios y la bofetada dada por el Conde al viejo padre de Rodrigo. En un sistema regido por el código de la honra –no se olvide que estamos a finales del siglo XVI y principios del siglo XVII–, se trata de un agravio insoportable. En efecto, perder la honra es semejante a perder la vida y, además, esa mancha se trasmite a todo el linaje. Es pues necesario vengarse para restituir dicha honra, vertiendo la sangre del ofensor, única manera de lavar la afrenta. Toda la mitología de la sangre purificadora y redentora, profundamente enraizada en las concepciones judeocristianas, permite comprender el deseo de venganza, eliminando de manera sangrienta al culpable de tal infamia (Roux, 1988, 143 sq.; Frigolé, 2004, 288-290; etc.). No obstante, la venganza no puede llevarla a cabo Diego Laínez en persona por ser ya un anciano y por ello se lamenta y lo invade una profunda tristeza. Es al hijo, generalmente al mayor, a quien le corresponde el papel de vengador, en las sociedades mediterráneas (Peristiany, 1968). Sin embargo, ese hijo ha de ser capaz de asumir tal papel. De ahí las pruebas iniciáticas (Eliade, 1959; etc.) a las cuales, como en diversos relatos folklóricos, el padre somete al hijo o mejor dicho a los hijos, ya que son varios. En el romance “Cuidando Diego Laínez”, se trata de dolorosos apretones de manos, lo que conduce a los vástagos a pedirle al padre que los suelte, reacción tan floja que los hace inhábiles para ejercitar la venganza pues carecen de arrestos.

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Sólo el más joven, Rodrigo, reacciona muy violentamente, pues si bien le pide a Diego Laínez que le suelte, también añade que si no fuera su padre ya le hubiera sacado las entrañas con el dedo en vez de puñal o daga. En otro romance, “Ese buen Diego Laínez”, el padre muerde fuertemente el dedo del mayor de sus hijos y de los dos siguientes, los cuales se contentan con pegar un grito terrible de dolor, pero nada más. El más chico, Rodrigo, reacciona violentamente, haciendo el ademán de darle un bofetón al padre –agresión física, simétrica y emblemática, pero de valor invertido, que corresponde a la que perpetró el Conde Lozano– y pidiéndole que afloje sus dientes “si no seré mal criado” –dice–. Diego Laínez abraza entonces a Rodrigo porque ha manifestado su arrojo y su aptitud para vengar la afrenta recibida (Escobar, 1973, 1; Durán, 1955, 726). Sin embargo, antes de seguir adelante, es necesario fijarse en las pruebas utilizadas. El muy fuerte apretón de mano y la violenta mordedura del dedo evocan la mano cortada o el dedo cortado en los procesos iniciáticos estudiados por Propp, símbolos de la muerte que corresponde a la iniciación (Propp, 1974, 127-129). Soportar dichas pruebas le da al héroe la posibilidad de renacer en otro universo y lo capacita para emprender sus aventuras triunfantes. Es lo que ocurre asimismo en el caso de Gaiferos (Redondo, 2007, 151-153). Así pues, a pesar de sus pocos años (en algún romance, se indica que sólo tiene quince años), Rodrigo es el único digno de desagraviar al linaje, de manera que la venganza puede llevarse adelante. Para ello, Rodrigo empuña una espada, y monta a caballo en algunos textos, para salir al encuentro del Conde. Le echa en cara su actitud y le dice que viene a vengar el agravio infligido, retándole a combate singular. Su adversario le contesta con soberbia, se burla de él y de sus cortos años (Romancero general, 1947, 797). El enfrentamiento conduce a la muerte del ofensor. Así, con la sangre vertida, el joven ha lavado el ultraje. En algunos romances Rodrigo le corta la cabeza al Conde –símbolo por excelencia de la muerte afrentosa– y, se presenta con ella ante su padre, lo que transforma la tristeza del progenitor en profunda alegría (Escobar, 1973, 3, 4). La sangre que sale de la cabeza es emblema de la purificación y resurrección alcanzadas gracias a ese derramamiento. En la tradición oral moderna de “Rodriguillo venga a su padre”, la venganza del joven va más allá pues en una versión recogida en Málaga y en otra de Madeira, no sólo le corta la cabeza al adversario sino también la mano con la cual abofeteó a Diego Laínez, y hasta en la última versión citada, la lengua con la cual le insultó (Catalán et al, 1982-1984, II, 83-85). No sabemos a partir de cuándo empezaron a añadirse estos detalles macabros suplementarios al texto que figura por ejemplo en el libro de Escobar.

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Queda en pie otro problema. Fundamentalmente, después de los años 1580 van apareciendo esos romances de las mocedades que han de recogerse luego en el Romancero general de principios del siglo XVII y en la obra de Escobar. Nótese que nos presentan a un Rodrigo joven, fogoso y hasta insultante, muy diferente del personaje maduro, lleno de prudencia y mesura que es el que cobra una mayor dimensión en el Romancero nuevo (Cid, 2008, 193). Y precisamente estos años, después de la bancarrota de 1575, son los que corresponden a una grave crisis económica, demográfica, social y moral en la España de finales del siglo XVI y de comienzos del siglo XVII. Son también los años del desastre de la Armada Invencible, los años en que las críticas hacia la política de Felipe II se hacen más numerosas y violentas. Es entonces cuando se propaga ese sentimiento de la caída de España y cuando los primeros arbitristas reflexionan sobre la situación del país e intentan encontrar soluciones para restaurar los reinos hispánicos en su antiguo esplendor, recuperando asimismo la honra y los valores perdidos. Frente a tal situación, también vuelven a tener nueva vigencia las profecías milenaristas que pronosticaban la llegada de un príncipe regenerador (Redondo, 2011, 69-70). En este contexto, la ideación del joven Rodrigo, lleno de ímpetu, restaurador de la honra malograda y de los valores del linaje, capaz asimismo de oponerse a los poderosos, ¿no vendrá a ser una especie de metonimia de esa nueva heroicidad que aparece indispensable para llevar a cabo los esfuerzos esperados de regeneración de la realeza y de España? * * * Es también por esos años, entre 1605 (pero después de la salida del libro de Escobar) y 1615, cuando Guillén de Castro escribe su famosa comedia Las mocedades del Cid. En este trabajo no se trata de examinar las fuentes de esta obra teatral, empresa que otros críticos ya han llevado a cabo. Lo que podemos decir, no obstante, es que a la hora de escribir los diversos episodios de la afrenta y de la venganza, el poeta ha tenido presentes y ha reelaborado varios romances del Romancero general y de la obra de Escobar. Sin embargo, el comediógrafo marca siempre su originalidad. Por ejemplo, particulariza el motivo del agravio, originándolo en una rivalidad palaciega, vinculada a la tutoría del príncipe, causa de la bofetada que el Conde Lozano le da a Diego Laínez. Éste se halla desesperado, preso de una profunda tristeza por ser viejo y no tener las fuerzas suficientes para limpiar su honra mancillada, valiéndose de una espada. Recurre pues a las pruebas de los hijos con una novedad que marca una subida progresiva de la violencia,

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es decir que utiliza el apretón de mano para los hijos mayores y el mordisco para Rodrigo, el más joven, quien reacciona tan violentamente como en el romance “Ese buen Diego Laínez”, amenazando con darle una bofetada a éste, de no ser su padre. El progenitor está ahora lleno de esperanzas pues su hijo menor, por la manifestación de su arrojo, se ha mostrado digno de ser el vengador del linaje (Castro, 1996; Cazal, 1998; etc.). La escena del reto pone de realce las mismas particularidades que en los romances, aunque aquí el dramatismo se halla acentuado pues está presente Jimena, la mujer amada y la hija del Conde Lozano. Este último reacciona con la soberbia ya conocida, burlándose del joven que considera inexperto y de su padre, pero el duelo conduce a la muerte del ofensor. El heroico rapaz ha desagraviado su linaje ya que la sangre ha lavado la infamia, pero el dramatismo se acentúa porque el muerto es el padre de Jimena. Pero, por lo que hace a los diversos elementos del tema de la venganza, a sus peculiaridades y a su significado, lo que hemos dicho acerca de los romances, se puede repetir con referencia a la comedia de Guillén de Castro. Claro está que aquí nada de cortar la cabeza del Conde, lo que de todas formas prohibía el decoro. Sin embargo, esa violencia posterior se halla recuperada de otra forma, al crear una relación conflictiva entre Jimena y Rodrigo. Por lo demás, la obra se hizo muy célebre y muchos de sus versos fueron conocidos y memorizados tanto como los de los romances de las mocedades del Cid evocados anteriormente. Es que esa nueva heroicidad, esa exaltación del Cid, el castellano ejemplar por excelencia, en la época de triunfo y expansión en que le tocó vivir, venían a proponer un sueño de evasión que permitía dejar de lado momentáneamente el sentimiento general de desdoro y abatimiento que reinaba a principios del siglo XVII, como lo hemos indicado ya. * * * Unos ochenta años después, probablemente en 1689, y acaso en Córdoba, se publica un texto en verso de romance, titulado Famosa xácara nueva en que se da cuenta de la justa vengança que el Capitán Don Francisco de Torres tomó de una injusta bofetada que le dio a su padre un Cavallero de la Ciudad de Córdoba, llamado Don Pedro de Guzmán…, pliego que se encuentra en la Biblioteca Nacional de España. Antes de seguir adelante es necesario caracterizar este texto. La jácara de que se trata no tiene nada que ver con el espectáculo teatral ni con los textos burlescos y violentos en lengua de germanía de la gente del hampa, ideados por ejemplo por Quevedo (Pedraza, 2005). Si bien el vocablo no aparece en el Tesoro de Covarrubias, sí figura en el Diccionario de Autori-

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dades del siglo XVIII, con seis acepciones. La primera es precisamente la que corresponde a nuestro texto: ‘concepción poética que se forma en el que llaman romance, y regularmente se refiere en ella algún sucesso particular o extraño’. Se trata pues de una relación de suceso en verso de romance, como las que cantaban los ciegos. Además, el término xácara se halla utilizado con plena justificación si nos fijamos en el último sentido que el Diccionario de Autoridades le atribuye: ‘se toma también por mentira o patraña tomado de que las más veces lo es el suceso que en ella se refiere’. Es una manera inequívoca de insistir sobre el carácter de narración novelada que caracteriza al texto, lo que viene reforzado por la ausencia del consabido adjetivo ‘verdadero’ que aparece en el título de tantas relaciones de sucesos. Esta jácara cuenta un caso, que hubiera ocurrido en Córdoba a primero de septiembre de 1689, entre un caballero importante de la ciudad, don Pedro de Guzmán, y un hidalgo del mismo lugar. Desde el principio, el autor se esfuerza por dar verosimilitud al relato. No sólo hay una evocación de la ciudad andaluza sino que el caballero lleva el nombre de una rama del poderoso linaje de los Guzmanes, afincada efectivamente en la ciudad cordobesa (Cabrera Sánchez, 2006). Sin embargo, desde el comienzo, ese noble aparece como un personaje muy negativo, soberbio y avasallador de pobres. El día indicado, un hidalgo de sesenta años, ya viejo pues (según los criterios de la época), y con poca vista, pasa al lado del caballero sin verle, de modo que no le saluda. Don Pedro de Guzmán se considera ultrajado por el anciano y lo increpa. El buen viejo le pide perdón, pero el caballero no quiere saber nada y le da una gran bofetada. La violencia infamante se manifiesta así casi desde el principio del texto. El hidalgo, lleno de pesadumbre por la afrenta recibida, regresa a su casa. Viene a ver a su hijo de diez meses, que está en la cuna, y “de un carrillo / un gran bocado le saca”, mordisco que corresponde al que Diego Laínez da al dedo de Rodrigo. Poco después, el anciano se muere de disgusto y su esposa va a criar al hijo, llamado don Francisco de Torres. Al cumplir los quince años, el joven se alista en el ejército del rey Carlos (o sea Carlos II) y llega a ser capitán. Un día pide autorización para ir a Córdoba. Allí, mientras está paseando en un jardín con unas damas, llegan hasta él otras dos mujeres y le dicen: “Mejor fuera que vengaras / essa señal de tu rostro, / pues tanta afrenta te causa”. El capitán, muy turbado, regresa a su casa y le pide una explicación a su madre, la cual le indica que esa señal corresponde a la bofetada que recibió su padre y es para que lo vengue. Entonces, don Francisco de Torres sale a la plaza, encuentra a don Pedro de Guzmán, muy soberbio con él, y el joven le desafía a duelo a causa del agravio recibido y en el combate singular que sigue, don Francisco de

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Torres mata al adversario. Luego, el capitán da tres bofetadas al muerto (la una porque es su gusto, la otra por su madre, la tercera por su padre) y corta la mano derecha del ofensor. Con ella vuelve a Córdoba y la clava en la esquina de la calle en que vive, con un letrero que dice: “Si huviere tío o pariente / que salgan a la demanda, / salga uno, salgan dos, / salga Córdova la llana”. Como ha recuperado una honra nítida y nadie se ha presentado para responder a su reto, ensilla su caballo blanco y se lleva a su madre en las ancas. La deja en Madrid y él vuelve al ejército. Ya estamos en condiciones de comentar los elementos unidos al tema de la venganza tales como aparecen en este pliego de cordel, el cual debió de alcanzar extensa difusión por escrito y por oralidad. En primer lugar, desde el título, las cosas están claras ya que existe una oposición significativa entre la injusta bofetada y la justa venganza. Toda la tradición de los romances de las mocedades del Cid y de la comedia de Guillén de Castro llega hasta el autor de la jácara quien reelabora esta materia. Aunque el caso no ocurre en Castilla la Vieja sino en Andalucía, bien se ve que don Pedro de Guzmán es el descendiente, en cierto modo, del Conde Lozano, tan poderoso, altivo e injusto como él. Asimismo, el viejo hidalgo entronca con Diego Laínez, ancianos los dos, sin fuerzas suficientes para limpiar la afrenta recibida y, a causa de ello, dominados por la pesadumbre. No obstante, el castellano pertenece a un linaje equivalente al del Conde, mientras que el cordobés es de un rango nobiliario inferior al de don Pedro, lo que dificulta todavía más la posibilidad de venganza. Aunque por razones diferentes, existe un agravio homotético, que se materializa por una bofetada, más bien por un bofetón en el pliego, lo que implica una violencia superior, acorde con las peculiaridades de la literatura de cordel, muy efectista (García de Entería, 1973, 191-197; Ettinghausen, 1993; etc.). El autor de la jácara innova decididamente al crear una situación diferente después de la afrenta. En el romancero y en la comedia, Rodrigo que, a pesar de ser joven, ya tiene buenos arrestos que suplen su relativa inexperiencia, se encamina rápidamente hacia la venganza. En el pliego, el hijo (único) es un nene y no puede asumir inmediatamente esa venganza. Por esta razón, las pruebas desaparecen y están reemplazadas por una señal indeleble, en otro sistema connotativo, pero siempre con referencias corpóreas. No hay que olvidar, en efecto, que el cuerpo individual, inserto en el cuerpo social de la república; está ordenado en un campo de significaciones vinculadas al patrimonio cultural de los ciudadanos. Por ello, toda marca corporal tiene un significado, a mayor abundamiento si es pública. El único problema es el del desciframiento y de la interpretación correcta de dicha marca (L’homme et son corps, 1978; Maertens, 1978; Baillette, 2003; etc.).

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En esta concepción, todas las partes del cuerpo que se ven directamente (especialmente las manos y el rostro) desempeñan un papel importante. En particular, la cara está en el centro del sistema de marcas, reales y simbólicas, que se han practicado desde tiempos remotos y han llegado hasta el siglo XVII inclusive. Sobre el rostro, se concentra con frecuencia la violencia que la sociedad del Siglo de Oro no llega siempre a canalizar. Así, las mutilaciones y marcas corporales de infamia afectan de manera privilegiada las manos, las orejas, las narices, la frente y los carrillos. No se trata aquí de evocar esas señales y su significado dado que les hemos dedicado otro trabajo (Redondo, 1990). Sólo queremos llamar la atención sobre la marca simbólica que corresponde a la bofetada infamante y la marca real de infamia que deja el mordisco como recuerdo público del suceso pasado, señal que es necesario descifrar, lo que hacen las dos mujeres y luego la madre de don Francisco. Por otra parte, es necesario advertir que en el ejército el joven se va a formar, va a aprender a manejar la espada. Asimismo, al alcanzar el grado de capitán, se alza a la altura de don Pedro y su pericia explica que pueda triunfar en el combate singular. También son interesantes las reacciones de don Francisco después de haber matado a don Pedro. Lo de las tres bofetadas es un desquite y una verdadera inversión de la infamia, triplicada, comunicada ahora al adversario, transformado en cadáver. El corte de la mano derecha (y no de la cabeza como en los romances, pero sí en alguna versión de la tradición oral de “Rodriguillo venga a su padre”) es muy significativo pues con dicha mano don Pedro había abofeteado al padre. Además, es una manera de desvirilizar y de deshonrar aún más al adversario (Pagès, 1983, 12sq.), al quitarle el emblema de la fuerza nobiliaria pues esa mano es la que empuña la espada. Nótese también que el derecho penal castellano, heredero del derecho romano, preveía que se cortaría la mano en ciertos casos de homicidio. Don Pedro de Guzmán, al afrentar al viejo hidalgo, le ha quitado la vida, simbólica y realmente, ya que el anciano ha muerto de pesar, casi a raíz del agravio. Esa pena –la que consiste en cortar la mano–, particularmente infamante, cobra además un carácter espectacular pues el capitán la clava cerca de su casa en un lugar en que todos los cordobeses pueden verla y nadie se atreve a oponerse a la justa venganza, como dice el título del pliego. Por otra parte, resulta revelador que don Francisco se marche de Córdoba en un caballo blanco, símbolo de esa honra que se ha vuelto nítida. Por fin, lo de llevarse a la madre es una manera de protegerla de los Guzmanes, en ausencia del hijo. * * *

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La jácara de 1689 pone de relieve la gran difusión que han alcanzado el romancero de las mocedades del Cid y la obra de Guillén de Castro. Al reelaborar la materia primitiva, sin dejar de conservar la mayoría de los elementos significativos de la afrenta y de la venganza, el autor se ha esforzado por innovar, arraigando el caso en la ciudad de Córdoba, a finales del siglo XVII, y transformando a Rodrigo, el héroe castellano, en un vengador de la época moderna, lo que ha debido de entusiasmar a numerosos receptores que bien debían de conocer los romances aludidos, en particular el de “Rodriguillo venga a su padre”. Además, en una época de decadencia, el reinado de Carlos II es un fracaso, tanto de la Corona (que ni siquiera tiene un heredero directo) como de los próceres, inmersos todos ellos en un sistema de degradación y de corrupción generalizadas, en que se han perdido los valores que habían permitido la grandeza de España. En este contexto, homotético del que imperaba a finales del siglo XVI y principios del siglo XVII, pero tal vez más negativo, don Francisco de Torres, el joven hidalgo que se opone al poderoso prócer, viene a ser, salvando las distancias, otro Rodrigo, un modelo de comportamiento heroico que no podía sino provocar la adhesión de lectores y oyentes, en particular populares, como en el caso de los romances de las mocedades del Cid.

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Resumen: En este trabajo se examinan, en la tradición y los romances del siglo XVI, el tema de la venganza del Cid frente al Conde Lozano y se caracteriza el sentido antropológico que cobra. A través del lento caminar de escritura y oralidad que pasa por la comedia de Guillén de Castro, se llega al pliego de 1689 que reutiliza varios de los motivos precedentes, dándoles particularidades algo diferentes, los cuales se estudian poniendo de relieve su significado. Palabras clave: Venganza, romances del Cid, comedia de Guillén de Castro, jácara de 1689, escritura y oralidad, intertextualidad, antropología. Abstract: In this study we examine, through tradition and the romances of the XVIth century, the topic of the revenge of El Cid against Count Lozano, and we determine the anthropological meaning

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it acquires. By following the slow progression of the writing and the orality which passes through the comedia by Guillen de Castro, we get to the 1689 chapbook, where several of the preceding motives are reused, acquiring somehow different specifications, which we analyse while underlining their meaning. Keywords: Revenge, romances del Cid, comedia by Guillén de Castro, 1689 jácara, writing and orality, intertextuality, anthropology.

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