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XIV CONGRESO INTERNACIONAL DE HISTORIA AGRARIA
A.1.- JORNALERAS, CAMPESINAS Y AGRICULTORAS. LA HISTORIA AGRARIA DESDE UNA PERSPECTIVA DE GÉNERO Título del trabajo: “La baserritarra en el caserío atlántico vasco en los siglos XIX y XX” Autor: Pedro Berriochoa Azcárate (Universidad del País Vasco-Euskal Herriko Unibertsitatea)
RESUMEN La baserritarra/etxekoandre era la esposa labradora en el caserío/baserri. El caserío vasco es el modo de explotación agroganadera propio de la vertiente atlántica vasca. El llamado baserri deriva de etxe, casa, que tiene una serie de connotaciones ideológicas, sociales, económicas y culturales ligadas al solar. Al margen de ideologías de origen diverso que afirman el matriarcado vasco de diversos matices en épocas pretéritas, y con proyecciones actuales, el trabajo analiza empíricamente el papel de la mujer en el caserío. Se trataría de un doble recorrido: temporal y espacial. Por un lado, cronológico, sobre las edades de la mujer baserritarra, y, por otro, topográfico, con su quehacer en ámbitos diferentes: en el hogar, en el campo, en el mercado, en la iglesia y en la aldea. El estudio pretende huir de forzadas dicotomías como doméstico/productivo, dentro/fuera, relaciones sociales de producción/reproducción, etc. El artículo subraya el enorme activismo femenino, su complementariedad con respecto a su marido (etxekojaun), y cómo la importancia de su poder relativo derivaba de esa asombrosa ubicuidad.
ABSTRACT The baserritarra or etxekoandre was the working wife in the Basque farming economy of the caserío or baserri. The Basque farm constitutes the basis of the agricultural and livestock farming economy of the Atlantic dimension of the Basque rural economy. The name baserri is derived from etxe, house, which has a series of ideological, social, economic and cultural connotations which are linked with the idea of the homestead. Leaving on one side the ideologies of diverse origin which the idea of Basque matriarchy in times long past, and which have been projected into the present, this paper offers an empirical analysis of the role of women in the farmhouse. The paper has both temporal and spatial dimensions. On the one hand, chronological, covering the life course of women in the farmhouse, and on the other, topographical, examining her duties in different settings: hearth and home, fields and orchards, market, church and hamlet or village.
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This study retreats from over-simplified dichotomies such as domestic/ productive, inside/ outside, social relations of production versus reproduction, and so on. The article underlines the enormous levels of female activity, the complementary roles of wife and husband (etxekojaun or lord of the household), and the ways in which the importance of the relative power of women derived from their remarkably ubiquitous range of activities.
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LA BASERRITARRA EN EL CASERÍO ATLÁNTICO VASCO EN LOS SIGLOS XIX Y XX
La importancia de la mujer en la sociedad vasca es un tema recurrente en los estudios científicos o pseudocientíficos, un lugar común, un estereotipo que ha calado profundamente en la sociedad. Hoy, es un tópico referirse al inmenso poder de la mujer vasca, esto es, al matriarcado vasco. El debate sobre el matriarcado vasco se retrotrae hasta fines del siglo XIX. El evolucionismo de Bachofen, Morgan, Engels y otros creyó ver un sistema maternal fuerte basado en la matrilinealidad de las familias primitivas. Otros como los antropólogos de la Escuela de Viena lo ligaron a un ciclo matriarcal-agrícola. Las descripciones de Estrabón en su Geografía sobre los pueblos del Norte de la península, el avunculado, la terminología del parentesco, la importancia de la mujer en la legislación foral, la mujer como una sacerdotisa en la casa (etxe) vasca o la mitología vasca, de fuerte raigambre femenina, serían algunos de los argumentos de muchos autores que retrotraen hipótesis a un pasado prehistórico poco empírico. Así para fines del s. XIX y principios del XX surge una pléyade de investigadores centroeuropeos que sostiene esta tesis que en su momento fue desmontada por Telesforo de Aranzadi, antropólogo y arqueólogo de principios del siglo XX. En los años 70 y 80 cobra importancia una tesis en cierto sentido similar. A. Ortiz-Osés desde presupuestos jungianos saca a la palestra el llamado “matriarcalismo” vasco (una versión atenuada del “matriarcado”). Esta tesis se apoya en arquetipos simbólicos de la mitología vasca para afirmar que existiría un inconsciente colectivo vasco basado en un fondo preindoeuropeo de base mediterránea. La gran diosa Mari, los
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númenes femeninos como las lamias avalarían este presupuesto. A su vez, esta tesis simbólica mayor, se vería apoyada por el euskara preindoeuropeo, el peso de la etxekoandre en la casa, los cultos lunares femeninos o, incluso, la devoción mariana vasca. Según esta visión el “matriarcalismo” vasco supondría una isla ligada al propio paleolítico, no solamente con valencias mitológicas sino psicosociales: “una estructura matriarcal-naturalista y comunalista” en medio de un mar patriarcal, racionalista, individualista de proveniencia indoeuropea (Ortiz-Osés y Mayr, 1982: 8-97). T. Hornilla en La ginecocracia vasca recorre un surco similar siguiendo presupuestos más freudianos (Hornilla, 1981). La fuerte presencia de la brujería en el país ha sido analizada por Hornilla como otra muestra del matriarcalismo, que se encontraría ligado al akelarre, una adoración indirecta a la vieja diosa Mari, en donde quedaría patentizado lo dionisíaco, el matrimonio grupal anterior a la monogamia, sustentado en el hedonismo y la promiscuidad. Juan Aranzadi ha calificado estas tesis como “hipótesis metafísicas” basadas en pruebas falsas. “El Matriarcado Vasco es un Mito”1 que ha contagiado tangencialmente a Barandiaran y al propio Caro, y del que se nutren ideólogos y estetas de la izquierda abertzale y escritores de un esoterismo muy en boga (Aranzadi, 1982: 491-533). Por otro lado, hay autores que defienden, también sin demasiada contundencia empírica, exactamente lo contrario. El geógrafo “progresista” Caballero no hacía ascos al “patriarcalismo”, pues los caseríos vascos se distinguían por “una autoridad paternal, robusta y patriarcal” (Caballero, 1864: 32).
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Suyas son las mayúsculas y las cursivas.
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Un prohombre del liberalismo conservador español dedicó todo un opúsculo a la “mujer en Guipúzcoa”, toda una perla del envaramiento masculinista de aquellos políticos del moderantismo: “La campesina guipuzcoana es la mujer genuina de la raza euskara; perseverante en sus afectos, en sus costumbres y en sus deberes; laboriosa; ingenua hasta la tosquedad; respetuosa sin afectación con sacerdotes, señores y ancianos, pero al mismo tiempo independiente y libre como el viento de sus montañas. No es ni encogida, ni astuta, ni pedigüeña, ni maliciosa, como lo son, por lo común, en mayor ó menor grado, las aldeanas de otras provincias. Pone de manifiesto su alma con toda la sencilla verdad de la naturaleza, y cifra únicamente su grandeza moral en el sosiego de su conciencia.” (Valmar, 1880: 246) Como podemos observar nos movemos en terreno resbaladizo y entre arenas movedizas. Este pequeño trabajo no persigue esbozar hipótesis arriesgadas en épocas pretéritas, no verificables por los hechos y que presentan débiles apoyaturas. Su objetivo es, más bien, el realizar un análisis de tipo histórico y antropológico y ponderar el peso de la mujer en el caserío vasco antes de la última guerra civil. Primeramente, nos centraremos brevemente en las características del caserío vasco, posteriormente analizaremos el papel de la mujer dentro y fuera de él, en sus manifestaciones productivas y sociales.
1.- EL CASERÍO VASCO El caserío es el modo de explotación de la tierra correspondiente a la vertiente hidroclimática atlántica del País Vasco, desde el río Nervión (las Encartaciones corresponderían a un tipo algo diferente) hasta la Baja Navarra, en la parte vascofrancesa. Además de ser un tipo de explotación agraria, es también una institución de reproducción familiar, social y cultural que hunde sus profundas raíces en la historia y en la identidad del país. El caserío otorga la identidad nominal a su familia y a su grupo
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doméstico, que pierden en la práctica su apellido civil para ser conocidos por su nombre y por el nombre del caserío en que viven o en que nacieron. El grupo doméstico estaba compuesto por una familia nuclear amplia o “extendida” trigeneracional: el matrimonio joven y sus hijos, el matrimonio mayor, algún solterón (mutil zaharra) o solterona (neska zaharra), algún criado (morroi) y algún proahijado. A principios del XX el número de miembros se situaba entre 7 u 8 de media; pero para los años 60 se habría reducido a unos 5 de media (Douglass, 1977: 81-82). El caserío corresponde a un tipo de poblamiento disperso en mayor o menor grado. Se trata de una explotación minifundista basada en el trabajo doméstico familiar. Su extensión media se situaría entre las 4 y las 5 ha. Es una explotación agroganadera e incluye la casa de labor y los pertenecidos, que tienen diferentes vocaciones agrarias: la huerta, los campos de labor, los manzanales, las praderas, el monte bajo y el alto. El ganado vacuno (4-5 vacas) es el principal activo ganadero; igualmente los caseríos ligados a los pastos montañeses incluían rebaños de ovejas. En la mayoría de los caseríos se criaban uno o dos cerdos destinados al autoconsumo. Asimismo, el gallinero tenía su importancia. Menor peso tenían los conejos, las palomas, las abejas o el ganado caballar. La cabra fue un animal casi maldito por su peligro forestal, especialmente en Gipuzkoa. La mula fue episódica, mientras que el asno se convirtió en omnipresente. Frente a la imagen de esencialidad y eternidad del caserío, este ha sido una entidad histórica, sujeta a los vaivenes de los tiempos. El caserío, como hoy lo entendemos, surgió a fines de la época medieval, cuando los belicosos linajes nobiliarios fueron pacificados. Se trata de una entidad que surge con el espinazo moderno del país: las instituciones forales y la hidalguía universal. Sin embargo, hasta el s. XIX el número de caseríos fue creciendo imponiéndose una auténtica colonización
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del monte, en perjuicio de los comunales concejiles que se fueron privatizando. Baserri (lugar entre montes) es el término que lo designa en euskara, una acepción que fue imponiéndose sobre otras más antiguas, debido a este proceso de dispersión y colonización del bosque. Su orientación también cambió. En el siglo XVII se conoció la revolución del maíz que sustituyó al mijo. En el siglo XIX y el XX el policultivo cerealista, y la rotación tradicional (trigo-nabo-maíz, con leguminosas asociadas) fueron perdiendo peso. A su costa crecieron la huerta y, especialmente, los cultivos forrajeros. El ganado vacuno fue convirtiéndose en el dueño del establo. Las razas lecheras (Schwitz, frisona y otras) fueron relegando a la pirenaica autóctona. El caserío, sin prisa pero sin pausa, fue orientándose hacia un mercado urbano que crecía al albur de la industrialización y de la modernización. La leche, la carne, las hortalizas, la fruta, los huevos, etc. fueron sus mercancías. El paisaje y los colores del país cambiaron. El bosque fue el gran perjudicado, la deforestación fue in crescendo desde el siglo XVIII. Una especie alóctona de crecimiento rápido y de consumo industrial, el pinus radiata, lo salvó. El autoconsumo del s. XIX fue desdibujándose. En suma, el caserío vasco sufrió antes de la Guerra Civil unas transformaciones similares a las de los otros agros cantábricos (Berriochoa, 2012: 140-269). Corren tópicos falsos sobre el caserío y su propiedad. Cerca de dos tercios de los labradores eran inquilinos en vísperas de la Guerra Civil, sujetos a la renta y con contratos mayormente orales y, en general, indefinidos. El señor de la casa (etxekojaun) y la señora (etxekoandre) y sus pomposos nombres se correspondían con la ideología igualitarista del fuero, pero no con su realidad. En su mayor parte fueron campesinos muy pobres y que trabajaron con ahínco frente a las condiciones físicas y la pequeñez
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de sus predios. Nekazari (derivado del verbo nekatu, cansarse) es el término que los ha designado en euskara. Por otra parte, hasta principios del siglo XX la población mayoritaria de Gipuzkoa y Bizkaia fue rural. El peso de lo casero, de lo baserritarra ha pesado formidablemente en el imaginario simbólico del país. En una época de cambios económicos, sociales, demográficos, religiosos, políticos y culturales de enorme calado, el caserío fue imaginado como la muralla frente al cambio. Las ideologías conservadoras lo convirtieron en un dique frente a lo nuevo: el liberalismo, el socialismo, la secularización, la inmigración… hasta convertirse en el sancta sanctorum de la nación vasca.
2.- LA MUJER EN EL CASERÍO Acabamos de comentar que la acepción baserri para designar al caserío es relativamente moderna. En el siglo XVII Echave nos habla de eche o etse (casa). En el siglo XVIII había otras denominaciones. A los caseríos lejanos se les denominaba bordak, y los nombres más antiguos de los caseríos de valle eran los de etxalde o etxondo, los dos provenientes de etxe (casa) (Larramendi, 1969: 81); además estaba el término de baserri. Tampoco olvidemos que el matrimonio titular de la casa estaba compuesto por el etxekojaun y por la etxekoandre, y que todo el grupo doméstico que habitaba la casa de labranza se denominaba como etxekoak. Todo nos remite a esa palabra clave de la bóveda social vasca. Etxe tendría un gran parecido con la griega oikos, en el sentido que no solo significaba la propia edificación, sino también la familia, los pertenecidos, los cultivos, el ganado y los esclavos (evidentemente, estos últimos en el caso griego). Se trataba de aquella democracia agraria capaz de armar a un hoplita que soñó Aristóteles. Estamos tendiendo
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un hilo histórico que nos lleva desde la polis ateniense hasta el siglo XX, dos milenios y medio de una forma de explotación que no ha sido suficientemente ahondada históricamente. La unidad económica campesina (Chanayov, 1985) o el estudio en clave marxista del modo de producción doméstico (Meillasoux, 1975) discurrirían por este sendero que aquí no podemos recorrer. Recordemos que el ideal del oikos era la autarquía, el ser autosuficiente; para el mito foral sería algo parecido; de ahí derivarían las eufónicas etxekojaun y etxekoandre. Sin embargo, los modelos son eso, esquemas teóricos que ni en el caso griego ni en el vasco se cumplieron. Ya Echave, a principios del siglo XVII, nos muestra una génesis del baserri cuando todavía no se llamaba así: “Llámase a la casa Ichia que quiere decir cerrado, y agora Echea y también Etsea, y a la que está cerrada de pared o tapia, llamaban Ormaychia” (Echave, 1970: 653). Azurmendi, igualmente, hace derivar etxe de itxi (cerrar). De nuevo nos hallaríamos inmersos en el mundo autárquico. Frente a lo cerrado, está lo de fuera, at en euskara, de donde provendrían ate (puerta), atari (portal) o atzea (lo de atrás) (Azurmendi, 1988: 99-100). Pero no podemos olvidar que, como en el oikos, etxe se extiende hasta los límites de los pertenecidos en donde se colocaban los mojones2 (mugarriak) y hasta un espacio en donde la física y la metafísica se confunden: la sepultura de la iglesia, allá en donde hasta el s. XIX se enterraron a los etxekoak, y que continuó siendo un lugar simbólico representativo de etxe en la iglesia y en la eternidad. La mujer que había dado a luz permanecía en casa hasta la benedictio post partum (elizan sartzea) o su presentación en la iglesia, y si salía lo hacía debajo de una teja, que reflejaba la protección del hogar. Esta costumbre se mantuvo hasta principios del s. XX, cuando la teja fue sustituida por un pañuelo: “Orain nolanai
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Los mojones eran piedras que marcaban los límites de los pertenecidos del caserío. Para remarcar su pertenencia a etxe, se asentaban sobre dos elementos simbólicos sustantivos: la teja (que siempre significó propiedad) y la ceniza (proveniente del hogar, el mirhab del sancta sanctorum del caserío, la cocina, sukalde, que proviene de su, fuego).
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aterata ibiltzen dira” (“Hoy en día salen de cualquier modo”) decía una informante de Andoain en 1924 (Etxeberria, 1924: 56-59). Los niños no bautizados fueron enterrados bajo el alero del caserío en ciertas localidades hasta el siglo XX. Todas estas costumbres nos hablan de un pasado remoto en que la casa fue templo y sepultura doméstica. Toda esta larga digresión sobre el campo social y simbólico de etxe nos marca los límites del terreno de juego de la mujer, la etxekoandre. Muy alegremente se ha reducido el trabajo de la mujer a un espacio doméstico. Tendríamos que decir a un espacio doméstico interior, pues ya hemos establecido que los límites del oikos y de etxea llegaban muy lejos, mucho más allá que las paredes del caserío.
2.1.- Aspectos teóricos de la división sexual del trabajo Engels en su obra clásica El origen de la familia, la propiedad privada y el Estado estableció una división sexual del trabajo en función de un lógica evolucionista discutible. La abolición del derecho materno, el auge de la propiedad privada masculina, el desarrollo de la familia monógama supondrían “la gran derrota del sexo femenino”, y la mujer “siendo envilecida, domeñada, trocóse en esclava de su placer y en simple instrumento de reproducción” (Engels, 1968: 56). Los hombres se dedicarían a las labores productivas y las mujeres a las “domésticas”. Algunas antropólogas feministas como R. Coward han criticado esta división “natural” del trabajo engelsiano (Coward, 1983). Otros han criticado el “punto de vista burgués” de Engels, que poco se fijó en los campesinos de su tiempo. Lo que para Engels fue una sociedad igualitaria en tiempos prehistóricos, cuando al no existir la propiedad privada el trabajo de hombres y mujeres tenía un valor similar, se convirtió en el dominio del hombre en una “sociedad productiva”. L. Vogel critica también la división marxista ortodoxa de “relaciones sociales de producción” y “relaciones sociales de reproducción” (Vogel, 1983).
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Ciertamente, esta separación es más propia de las sociedades contemporáneas y poco tiene que ver con los pueblos “tradicionales” en donde las relaciones de familia, parentesco, género, edad y otras no pueden separarse de las relaciones económicas o políticas. Meillassoux ha reorientado las ideas marxistas poniendo en primer plano el modo de producción doméstico y las relaciones sociales de reproducción (Meillassoux, 1981); sin embargo el feminismo antropológico le ha acusado de establecer una “división artificial” entre un trabajo doméstico y otro no doméstico (Moore, 2009: 6773). Al margen de estas coordenadas ideológicas queremos reflejar cómo en el caserío no tiene un valor esencial el establecer la dicotomía doméstico/productivo, dentro/fuera. La mujer trabajaba en toda la casa, etxe, como la hemos definido anteriormente. Tampoco la otra relación diádica producción/reproducción tiene excesivo interés, pues ambos tipos de relaciones sociales se entreveraban en una unidad dentro del caserío. Hacemos nuestra la definición extensiva de T. Shanin respecto a la familia campesina como “la unidad básica de propiedad, producción, consumo, reproducción social, identidad, prestigio y sociabilidad” (Shanin, 1987: 1-11). Todavía en estudios realizados mucho más tarde y partiendo de presupuestos antropológicos feministas se ve el gran poder decisorio de la mujer en el mundo rural, muy superior al del mundo urbano, derivado de su “mayor incorporación en la economía agrícola”, con “un mayor poder decisorio (…) principalmente en la esfera doméstica, mientras que el hombre sigue dominando en la pública” (Valle, 1985: 59).
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2.2.- Las edades de la mujer baserritarra Al margen del género, otra distinción importante es la de la edad. De niña a anciana el papel de la mujer variaba. Así pues, quisiera establecer unas fases de la vida de la mujer casera, valiéndome de les rites de passage de Van Gennep. No es ninguna ocurrencia forzada. Le Roy Ladurie destaca la importancia de la religión y sus sacramentos: “El bautismo, la primera comunión y el matrimonio funcionan además como ritos de tránsito; los tres inauguran respectivamente la primera infancia, la joven adolescencia y la edad madura del hombre y de la mujer” (Le Roy Ladurie, 1988: 307). Caro Baroja habla de los sacramentos como “escalones de ciudadanía” (Caro Baroja, 1974: 225-265) y Barandiaran los utiliza para su trabajo en Sara (Barandiaran, 2000: 246-263). La mujer encinta trabajaba hasta el final de su gestación. La esterilidad era vista como una tragedia, lógicamente mucho mayor que en el mundo urbano: suponía la falta de heredero, de sucesión troncal y el desastre para el caserío. Siempre era valorada como culpa de la esposa. Había toda una panoplia de remedios mágico-religiosos para evitar tan funesta situación. Como primera carta se esperaba un varón, si no, también era culpa de la pobre madre (Alustiza, 1985: 58). Así pues, desde el comienzo la asimetría es más que evidente. La partera era una mujer experimentada, pero ya en el siglo XX hizo su presencia la matrona titulada. Antiguamente, la madre paría de una forma algo épica (sobre el peldaño del hogar, agarrada a la campana de la chimenea); en la época que relatamos lo hacía en la cama. El bautismo era raudo. El limbo acechaba. Se trataba de un rito sencillo, que se celebraba a cualquier hora del día, pero cargado de identidad: la niña adquiría un nombre, unos padrinos protectores y la categoría religiosa de hija de Dios y miembro de
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la Iglesia. La tasa de mortalidad era alta, pero menor que en la ciudad y que en el contexto español (Gómez Redondo, 1992). Tanto si era niño o niña permanecía bajo la influencia materna durante la niñez. Incluso la abuela o alguna tía soltera podían tener más contacto, pues la madre estaba demasiado ocupada con trabajos y embarazos. Bajo la influencia femenina, la niña aprendía los rezos, los cantos, los cuentos, las primeras letras… Bloch apunta a esta influencia de la generación precedente en la pervivencia del elemento tradicional (Bloch, 2002: 496-497). Hacia los 6 años comenzaba a ir a la escuela. Por esta época cambiaba su tratamiento lingüístico de la segunda persona más respetuosa (zuka) para los primeros años a otra más informal (hika). La niña recibía las primeras lecciones para su entrada en la sociedad: empezaba a acudir a la iglesia, iba a alguna fiesta, conocía a sus parientes… La situación de la educación, sin ser buena, era mucho mejor que la española y evolucionó muy favorablemente desde mediados del XIX hasta los años 30. En 1930 Álava tenía 20 puntos menos de analfabetismo que España, Gipuzkoa 17, Bizkaia 15 y Navarra 13. Pero, especialmente, la situación era mejor en cuanto a la equidad, pues no había diferencia sustancial entre sexos, a diferencia de España en donde se primaba la enseñanza masculina (Dávila, 1985). Todos los autores de la época coinciden en señalar que la enseñanza rural era muy inferior a la urbana. Las instalaciones, los maestros (no necesariamente titulados), el material pedagógico, etc. corrían en su contra, pero especialmente la inasistencia por causa del trabajo rural, por el cuidado de hermanos menores o por la lejanía de los caseríos. Por las memorias de los maestros de Andoain (Gipuzkoa) podemos ver la diferencia de los objetivos a lograr para chicos y chicas. En ellos el fin era inculcar “en
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sus corazones el amor de Dios para conseguir nuestra felicidad eterna, el amor al trabajo como fuente de riqueza, y el amor y respeto a nuestros padres, a la patria y la región como consecución de la paz y felicidad temporal”. En las chicas era “labrar la felicidad del hogar enjuagando las lágrimas del dolor y sembrando la paz y el bienestar en la familia y en la sociedad”. El mundo exterior para ellos, el familiar para ellas3. Una inciativa profesional interesante fue la Escuela doméstica de muchachas (1921-1927), creada por la Diputación de Gipuzkoa para adolescentes, y que incluía toda la panoplia de actividades domésticas caseras del hogar, del establo y del campo. Sin embargo, si la comparamos con la Escuela masculina de Fraisoro, su importancia era minúscula en cuanto a duración, y en cuanto a estudios teóricos y prácticos. A pesar de tener mayor aceptación que la escuela masculina, fue suprimida al primer apuro presupuestario, y justificada mediante mentiras inexcusables (Berriochoa, 2009: 285288). Las niñas vestían ya faldas, ropa interior y un blusón que todo lo tapaba. La ropa era de prestado: todo se alargaba, acortaba, petacheaba y aprovechaba. Lucían dos coletas (txoris), llevaban una vida separada de los chicos y hacia los siete años hacían su primera comunión. También se iniciaban en los trabajos del interior de la casa (cuidados del hogar, cuidados de hermanos menores) y del exterior (traída de agua de la fuente, de ramas y leña para la lumbre, pastoreo de animales… y siempre la fastidiosa tarea de traer o llevar algo que a los mayores siempre se les olvidaba). Quedaba poco lugar para los juegos, pero en el camino a la escuela cabría algún nicho lúdico. Hacia los 12 años se celebraba la comunión solemne (komunio handia). Era una fiesta mayor, con foto en el siglo XX, con un traje especial, un día especial en la que la niña era la protagonista de la casa, se celebraba una comida extraordinaria, etc. Los
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Archivo Municipal de Andoain, B.10, 31 H, 1.
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chicos y chicas se suponía habían aprendido el catecismo. El periodo de estudio podríamos catalogarlo siguiendo a Turner como el “periodo liminar” entre las dos edades, un cambio ontológico que llevaría a un nuevo estatus, aquel en el que “entre instructores y neófitos se da una autoridad y una sumisión plena”, la debida al cura o al maestro, y “los neófitos entre sí mantienen una igualdad absoluta” (Turner, 1980: 110). Esta edad era también el fin de la enseñanza obligatoria, aunque muchos niños la abandonaban antes. Al fin y al cabo, a lo primero que se daba valor era al conocimiento de la doctrina cristiana. En otro tiempo, hasta el siglo XIX, era la época en que su padre les reservaba una pieza de terreno para sembrar su lino e ir preparando su ajuar. Así como hasta entonces habían desempeñado tareas similares a los chicos, ahora había una divergencia: los chicos entraban bajo la autoridad directa del padre y se iniciaban en las herramientas y las labores de los hombres; las chicas entraban en el gineceo; comunicaban a su madre la primera regla que era seguida por las admoniciones y las derivadas correspondientes; intensificaban las labores del hogar: la cocina, la limpieza de la casa, de la ropa, la costura, el planchado…; sin embargo, también proseguían su aprendizaje de las tareas fuera de la cocina: el corral, la escarda, la cosecha, la huerta… Era la época en que surgían las individualidades tanto masculinas como femeninas: a una se le daba mejor la costura, a otra la cocina, otra era más “casera” y dada a los trabajos del campo, etc. Su indumentaria cambiaba; las coletas eran sustituidas por las trenzas o trenza única larga, a veces semicubiertas por una pañoleta de colores vivos. El peinado y el tocado fueron tradicionalmente un modo de distinguir una doncella de una mujer casada, que llevaba moño y pañuelo (burukozapi). En la protonovela Peru Abarka (1802) se remarca por dos veces esa diferencia, que ya se estaba convirtiendo en un recuerdo.
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Era la época de lo que Caro llama “la edad difícil”, especialmente para los chicos que emergían, y siguen emergiendo, de sus viejos condicionantes sociales de una manera bárbara y desmañada. A las chicas, entonces, no se les estaban permitidas estas “libertades”. Todo jugaba en su contra. Así como hubo ciertas fratrias masculinas, a la chica le esperaba la congregación de célibes de las Hijas de María, que a través de sus celebraciones mensuales, sus cintas y escapularios, su estandarte, su procesión y sus celadoras-controladoras formaban un sólido cuerpo represivo religioso. En la sociedad tradicional las mujeres de varias generaciones constituyeron una agrupación informal de hiladoras que se reunían en las cocinas, en torno a la lumbre para hilar, contar, cantar y transmitir experiencias. Estas reuniones demasiado nocturnas e invernales no eran muy bien vistas por los hombres que recelaban de lo allí dicho. El adagio euskaldun “gure ama goruetan behar ez diren orduetan” (nuestra madre hilando a horas intempestivas) ha pasado a designar que no se está a lo que se debe estar, perdiendo el misterio y la poesía originales. El deshojado del maíz (artozuriketa) era una reunión intersexual y festiva, por la cual chicos y chicas, y también mayores, pasaban las veladas nocturnas en un ambiente distendido. Era un topos para el amor, al igual que la fuente, la romería, la compañía hasta la casa de la chica, etc. La “retirada a casa” era también un problema femenino; el Ángelus de la tarde sonaba demasiado pronto, en especial en las tardes largas de verano, y las chicas debían estar en casa: “Illunabarrean pertza laratzean ta neskatxa etxean”4 (Thalamas, 1975: 143). Los chicos tenían más libertad; luego de la romería, del baile todavía podían reunirse con su cuadrilla, acudir al bar (sitio que no era pisado por ninguna mujer)… El control masculino era mucho más liviano que el femenino.
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Trad.: “Al anochecer el caldero en el llar y la muchacha en casa”.
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Era también la época de salir “a servir”. Había algunas niñas que lo hacían nada más acabada la primera comunión. Lo narramos imperturbablemente, pero tendríamos que valorar la salida de una niña de 7 años de su hogar parental a un destino más o menos incierto. Normalmente acudían a casa de familiares o amigos para el cuidado de los niños o para realizar labores livianas. Allá eran escolarizadas y acudían a la doctrina. Eran las hermanas mayores las que salían de casa y formaban un ejército de criadas (neskameak) mantenidas y sin salario (tripa truke). Cuando celebraban la comunión solemne, el servicio se convertía en más frecuente, y existía una cierta división social según los caseríos: las más pobres acudían de criadas a otros caseríos; las de caseríos más acomodados a la urbe, a donde las “buenas familias”, como doncellas, añas, cocineras, etc. (Azkue, 2000: 361-376). Muy frecuentemente nutrían el servicio del “amo” (Trueba, 2000: 115). En el siglo XIX, además del mantenimiento y de un pequeño salario, eran retribuidas con tantas “canas” de lienzo de lino como años tuvieran. Las chicas de servicio en la villa se acostumbraron a un estilo de vida muy diferente al de su casa, y muchas veces aborrecieron del viejo caserío, prefiriendo casarse con un obrero que con un etxekojaun. Ellas, antes que ellos, optaron en muchos casos por abandonar para siempre el mundo rural, con lo que el futuro del caserío, al igual que el maysou bearnés (Bourdieu, 2004: 65-68) quedó en entredicho. Otras salidas eran la emigración a América o el ingreso en el convento. La peor, socialmente hablando, la soltería perpetua, la neska zaharra. Si todos los solterones eran vistos como personas fracasadas, incompletas, las solteronas en mayor medida. Aún los solterones trabajarían fuera del caserío, saldrían los domingos con libertad y se correrían sus buenas juergas. La solterona en un rincón de la cocina, bajo la autoridad de su madre o de su hermana o cuñada casadas, siempre dependiendo de su personalidad individual, renunciaría a su dote, quizás, y se contentaría otorgando todo su amor hacia
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sus sobrinos. Solamente a los sobrinos de una tía así se nos pueden humedecer los ojos al escribir estas líneas. La boda marcaba la entrada en la madurez, una etapa que no terminaba más que con la muerte. El problema de la sucesión en el caserío era un problema peliagudo para los padres. El caserío era indivisible5; lo contrario suponía una tragedia y era un caso raro. Los padres disponían del derecho de elección del heredero/a. Douglass lo ha estudiado en Etxalar (Navarra) en donde no había preferencia alguna y en Murelaga (Bizkaia) en donde primaba el modelo de hijo mayor. En el primero de los casos la virilocalidad era del 58%, pero en el segundo de los casos la regla perfecta (primogénito y varón) no se cumplía ni en un tercio de los casos (Douglass, 1977: 91-95). Así pues, el que la sucesión pasara a la hija no era extraño. En dicho caso, la heredera debía de casarse (aunque los procesos podían ser simultáneos) con un chico “adecuado” (egoki) para el caserío: un segundón de otro caserío o, incluso el propio morroi de casa, con disposición y salud adecuadas. Ser el heredero/a era un honor, y podía degenerar en un conflicto en la familia. Posteriormente, en la segunda mitad del siglo XX, la tensión fue la contraria: escapar cuanto antes y dejar al último o al más corto de luces tan pesada carga. El honor se convirtió en oprobio. En el caso de chica heredera había un factor añadido: su marido debía pasar por el nihil obstat del amo. Las estrategias incluían muchos agentes (novios, padres, casamenteros…), dotes, equilibrios sociales y factores familiares varios. “La familia era la que casaba y uno se casaba a la familia” resume Bourdieu para su país natal en la época de la Gran Guerra (Bourdieu, 2004: 21). También en el país el matrimonio de
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Aunque el derecho vizcaíno y el navarro, de posible herencia indivisible, y el guipuzcoano (ligado al derecho castellano y, por tanto, regido por las Leyes de Toro desde el s. XVI al XIX y por el Código Civil a partir de entonces) de necesaria división de la herencia entre hijos difirieran en la teoría, toda una serie de estrategias desembocaban en lo mismo: el mantener indivisa la casa.
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conveniencia fue regla hasta el siglo XX. “Ezkontza amodiozko, bizitze dolorezko” (matrimonio por amor, vida con dolor) (Azkue, 1935: 270-272) fue la máxima antigua del país: el amor conyugal se caldeaba poco a poco, como el agua del cazo puesto al fuego. Sin embargo, el matrimonio evolucionó hacia cierto amor o hacia atracción previa por parte de los esposos. El noviazgo era muy ceremonial y poco físico. Un embarazo prematuro no era buena tarjeta de presentación, aunque el oprobio fuera menos que en la urbe. Los padres de ambos contendientes discutían, se hacían visitas alternas; los novios intimaban más con sus familias opuestas que entre ellos; la novia perfilaba el ajuar, limpiaba la lana de los colchones y los ponía al verde; la comunidad aldeana recibía las señales inequívocas de una boda; en la misa mayor de los domingos iban cayendo las tres amonestaciones. Era hora de acudir al notario, firmar las capitulaciones, y establecer un calendario de dotes, deudas y promesas. La boda se celebraba normalmente en otoño, cuando menguaba el trabajo. Las celebraciones báquicas de hasta tres días y tornaboda, fueron convirtiéndose en más sencillas y burguesas. Lo extraordinario, el comer y beber hasta reventar, fue atenuándose. El viaje de bodas, al contrario, fue ganando en tiempo y alargándose en espacio. Tras la boda comenzaba el extenuante trabajo, el lan da lan (trabaja que te trabaja) casero. Todavía hoy en el valle del Deba se cantan unos bertsos que reflejan esa cruda realidad6.
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“Josepa Anttoni,/ kolore gorri,/ kapitan baten alaba;/ aittak doterik/ eman ez arren/ topatu det nik/ senarra./ Astelenian/ ezkondu eta martizenian/ basora;/ eguatenian/orbela batzen,/ eguenian/ etxera;/ egokotxian/ bedarra ebaten,/ sapatuan/ laixetara./ Domeka goixian/ apaindu eta/ amarretako/mezetara”. Trad: “Josepa Antoni,/ de sonrosadas mejillas,/ hija de un capitán;/ aunque mi padre/ no me dotó/ he encontado/ marido./ El lunes/ boda y el martes/ al bosque;/ el miércoles/ a recoger hojarasca,/ el jueves/ a casa;/ el viernes/ a cortar hierba,/ el sábado/ a layar. El domigo por la mañana/ preparada y/ a misa de diez.” (Aranegui, 1985: 162-163)
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Con la boda la mujer se convertía en etxekoandre, la señora de la casa, adquiría el máximo honor de la sociedad tradicional agraria. La trenza desaparecía a favor del moño, y el tocado blanco o azul (burukozapi) se imponía. Los esposos, que antes quizás se habían tratado con la segunda persona del singular cercana (hika), empezaban a tratarse con la segunda persona más respetuosa (zuka). La nueva etxekoandre imponía su autoridad en la casa, bien internamente a través de la posesión del cucharón (burruntzalia)7, o externamente, en la iglesia, sobre la sepultura. Al siguiente domingo de la boda, en misa mayor, tenía lugar la ceremonia por la que la mujer adquiría la virilocalidad (Barandiaran, 1979: 61); la joven casada tomaba “posesión” de la sepultura de su casa, y ofrecía pan y cera, activando la cerilla de la argizaiola. La joven cubierta con un velo negro, arrodillada sobre el reclinatorio, detrás de las ceras y cerillas encendidas, sobre la fría losa de piedra cubierta con un paño negro recordaba a los muertos de la casa (no exclusivamente de la familia). Era una ceremonia sencilla, pero con un simbolismo denso que recordaba el principio cristiano de la comunión entre vivos y muertos. Hay una vieja medida vasca gozosa del tiempo: el día en que se cuece el pan, la semana en que se mata el cerdo y el primer año de casados. El sexo, y más el sexo matrimonial, era discreto en las manifestaciones de los vascos. Un cura autor de un gran estudio etnográfico dice con la autoridad de que está revestido: “nos consta positivamente que hubo madres de hasta 4 y 6 hijos que jamás experimentaron el placer del sexo” (Aranegui, 1986: 189). El matrimonio era muy duro para hombres y para mujeres, pero más para ellas. Una hija le pregunta a su madre por su sentido. La madre
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Bourdieu ratifica el mismo símbolo para el Bearne. De todas formas, no podemos olvidar la lucha por el pequeño poder intergeneracional. A veces la mujer mayor de la casa se resistía (“no quiere soltar el cucharón”, se decía en bearnés) o en el Bidasoa se decía en caso contrario: ha cogido con ganas el cucharón (“ongi hartu du burruntzalia”) (Caro Baroja, 1974: 251)
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le responde lapidariamente: hilar, parir y llorar (“irutea, erditzea eta nigar egitea”). Este pesimismo de las hijas de Eva nos muestra que ese primer año era demasiado corto. Luego venían los trabajos y los días. El trabajo diario, las semanas de siete días, las estaciones agrarias siempre repetidas, año va y año viene, los embarazos numerosos, las tristezas de los hijos enfermos y muertos, de los mayores que se apagaban, de las cargas familiares… La mujer campesina perdía aquella elasticidad y plasticidad de la juventud. “Labores penosas y extenuadoras (…) abrevian su vida (…) destruyen prematuramente la lozanía de su cuerpo”, aunque algunos “se extasían celebrando la energía y las cualidades casi masculinas de la vigorosa matrona vascongada” (Villabaso, 1887: 294). “Las mujeres vascongadas, tan bonitas a los veinte años, se arrugan y encanecen a los treinta, porque tienen que trabajar con su maridos catorce horas al día en las faenas del campo” (Maeztu, 1977: 173-174). Cada pintor tiene su propia paleta de colores. Sabino Arana constata la misma realidad, pero su conclusión es bien diferente: “se ha hecho varonil a los rudos golpes de la laya y se marchita para los treinta años. Pero es más bella de alma” (Arana, 1901). Los lutos empezaban a teñir la vestimenta y el tocado. Para cuando se enteraba ya había que buscar el testigo entre la siguiente generación, “para casa”. La vida social de los esposos, pero sobre todo el de ella, se retraía. No iba más allá de la iglesia. La muerte ponía fin a una vida dura con un estoicismo tranquilo en sus últimos momentos. Los toques de campana por su funeral, uno más para el hombre, reflejarían de nuevo su estatus inferior. El camino que conducía desde el caserío a la iglesia (elizbide, gorputzbide, gurutzebide, andabide…) era una especie de cordón umbilical que unía la casa con el solar sagrado en la iglesia, la sepultura o jarleku. Por allí discurría la procesión. La posición de las mujeres dentro de ella, bien como parientes luego de los familiares
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masculinos, o bien como vecinas detrás de los hombres, refleja una posición subordinada.
2.3.- Las labores de la mujer A partir del capítulo precedente hemos atisbado algunas de las responsabilidades de la mujer. En este capítulo querríamos pasar revista a sus tareas, atribuciones y funciones. Lo primero que quisiéramos es huir de esa dicotomía, doméstico vs. productivo, que ha provocado las iras justificadas de los estudiosos de los temas femeninos. Planea la eterna realidad de “la invisibilidad del trabajo de la mujer”. A través de las edades hemos dejado traslucir muchas de sus prácticas vitales. Nos vamos a centrar en los de la mujer madura casada, la etxekoandre en sus diferentes topoi.
2.3.1.- La mujer en el hogar Podría parecer que el ámbito de lo interno a la casa fuera potestad de la mujer, que lo era mayormente, y lo externo del hombre. Pero la segunda proposición no se cumplía. La mujer desplegaba una multiplicidad de tareas sorprendente. La etxekoandre era ayudada por los otros componentes femeninos, ascendientes y descendientes. El cuidado de los hijos, la cocina, el vestido y su costura, la colada, la limpieza de las habitaciones, el planchado, la fabricación del pan, la elaboración del queso, etc. eran algunas de esas múltiples tareas que punteaban las interminables horas del día. De todas estas actividades algunas eran sumamente engorrosas. La preparación de la comida con el caldero colgado del llar, en el fuego bajo era particularmente penosa
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por su frecuencia diaria, y por mantener la llama viva con su correspondiente leña. Mientras el hombre se ocupaba del establo, la mujer encendía el fuego a primera hora del alba. Ella se ocupaba de echar ceniza sobre las brasas del hogar cuando ya todos se habían retirado a sus habitaciones. Desde luego, la cocina económica que ya apareció en los años 20 y 30, supuso una gran ayuda para las labores femeninas. Seguramente, la operación más dura era la del lavado de la ropa (Amezaga, 1980 448-449)8, menos mal que se hacía muy espaciadamente: semanal o quincenalmente. Había que separar la ropa blanca de la de color, preparar la colada en la cocina a base de sucesivos pases por agua caliente, tamizados con la ceniza del hogar. Posteriormente, en el carro de bueyes se llevaba al lavadero, que normalmente se encontraba en algún arroyo; especialmente el batido de la ropa en invierno era de una dureza extrema. Luego venía poner la ropa limpia al verde, el planchado… El agua corriente en la fregadera constituyó otro avance coetáneo a la cocina económica, al igual que la luz eléctrica. Ya hemos comentado las labores del hilado, que habían sido relegadas al museo etnográfico ya para comienzos del siglo XX. El varón apenas desarrollaba labores hogareñas. Como mucho, tejía la lana. Aparte quedaban sus operaciones de fabricación de muebles, aperos, arreglos varios, etc. Pero los trabajos de la mujer no acababan en la cocina. El corral era su monopolio. El cuidado del cerdo, sobre todo su alimentación, era también compartida con su marido o con los hijos. También tomaba parte del ordeño de la tarde, aunque la labor más fuerte en el establo correspondía al etxekojaun. Hay una relación estrecha entre el hombre y el ganado. Había pues una complementariedad de actividades entre los esposos. 8
Curiosamente este libro titulado La mujer vasca, escrito por una mujer, y con una etxekoandre en la portada se ocupa de una sola mujer casera entre 38 entrevistas reales e imaginadas a mujeres vips: reinas, poetas, santas, políticas…
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2.3.2.- La mujer en el campo Es en campo en donde se resalta más su labor, quizás por comparación con otras regiones peninsulares o europeas. La mujer participó en los trabajos más duros. Se ganó su respetabilidad social a pulso. La huerta fue mayormente su predio. Pero también los trabajos en los campos de labor: el layado, las escardas de los cultivos, el desherbado del trigo, su recolección, la recogida de la alubia y del maíz, el arranque de los tubérculos forrajeros y no forrajeros… Particular esfuerzo constituía el layado, una operación singular. Se trataba de arar manualmente la tierra en profundidad con un par de bidentes que debían ser clavados a 30 cm de profundidad y volteados, valiéndose de brazos y piernas. Se realizaba en aquellos lugares más difíciles en los que los pequeños arados no podían realizar una labor profunda, o bien, más tarde, cuando la yunta de vacas era incapaz de arrastrar el pesado brabant. Filas de layadores, las mujeres en el centro y los hombres en las esquinas, realizaban esta labor hercúlea, que dejó anonadados a propios y a extraños. Después de ver layando a una mujer, y también a un hombre, las teorías sobre las teorías asimétricas masculinistas tenían poco lugar. Los viajeros quedaron asombrados: “Elles travaillent aux champs comme les hommes et avec plus d´assiduité” (Laborde, 1808: 149). Setenta años más tarde Mañé y Flaqué las ve “dedicándose a los trabajos corporales al igual que los hombres; pues se las ve en el campo manejando la laya con una fuerza y una destreza que darían envidia a nuestros más famosos labriegos” (Mañé y Flaqué, 1969: 98). El trabajo en el monte, el corte de troncos y leña, el carboneo, la fabricación de la cal, la carretería, el uncido de los bueyes, el manejo del arado y de las rastras… serán trabajos más bien masculinos.
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No solo el trabajo del hogar fue silenciado e invisibilizado por todas las estadísticas, igualmente lo fue el trabajo “productivo” femenino. El Censo de la población de 1920 de Gipuzkoa dio por primera vez la primacía de la población activa al sector secundario, pero nos encontramos con la sorpresa que solo el 6,18% del sector primario correspondía al trabajo femenino, mientras que en la industria este sobrepasaba el 15%. La estadística puede jugarnos malas pasadas.
2.2.3.- La mujer en el mercado Vimos que la autarquía era una utopía del oikos y de la etxe. El caserío tendió a abrirse al mundo exterior a nada que este le demandara trabajo o mercancías. La relación de los cónyuges con respecto al mercado es también dual. El hombre se vuelve a relacionar con el ganado, se ocupa de su compraventa. El matadero y, sobre todo, la feria es su mundo urbano. Allí acude periódicamente, aunque no tenga negocios directos: ve, charla, come, bebe, echa algún bertso. Si tiene qué comprar o vender, llevará el dinero entre los pliegues de la faja, escondido, su destino es la compra de la vaca o la arkatila o kutxatila, la caja mayor del caserío en caso de venta. Es el dinero extraordinario: para la renta, para la dote, para gastos fuera de lo normal. El etxekojaun, se relaciona con sus iguales: otros hombres y siempre en euskara; apenas utiliza el castellano. También se ocupa de acudir a casa del amo a pagar la renta, siendo obsequiado con una comida o un bacalao. La mujer se ocupa más bien de lo pequeño. No era ninguna novedad; Herodoto cuenta de las mujeres egipcias: “son las mujeres quienes van al mercado y realizan el comercio al por menor” (Herodoto, libro II: 35). Su mundo mercantil es el mercado semanal o diario y el reparto de la leche a sus clientes. Sus mercancías son muchas: la leche, el queso, los huevos, los pollos, las hortalizas, los frutos… Durante el siglo XIX
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estas mercancías eran escasas, bastaba el rodete en la cabeza y las marmitas en las manos. Desde fines de siglo y durante la primera mitad del XX, hasta que el automóvil hizo su presencia, el asno fue su inseparable compañero. Puede parecer una paradoja, pero el asno fue un indicio de la modernidad, de la apertura hacia el mercado: en Gipuzkoa entre 1859 y 1924 se pasó de 3.296 asnos mayores a más de 10.000. El asno inservible en los años 1970, objeto de las chanzas y de las perrerías de los niños, pastando en algún lugar inhóspito, era solamente cuidado por la abuela, pues había sido su gran compañero durante largos años. El resultado de la venta mercantil femenina, el capital “informal” (ixil poltsa), guardado en la faltriquera, tenía su destino en la compra del género que faltaba en el caserío y que se fue acrecentando: café, vino, azúcar, chocolate, garbanzos, galletas, aceite, ropa, calzado… La dieta mejoró mucho a lo largo de la primera mitad del XX. Este pequeño capital era utilizado por el propio hombre para sus pequeños consumos en la taberna. De aquí puede partir esa idea tan arraigada de que el etxekojaun recibía el dinero de su mujer, que actuaba como administradora. La etxekoandre se relacionaba más en la calle, tenía clientes que no hablaban en euskara, tenía más información que el hombre, era más vivaz, menos autista. Estos saberes le hacían tener más mano izquierda con los notables: el notario, el médico, el cura… El etxekojaun podía pedirle que le acompañara ante el amo: sabía regatear mejor, era más flexible. Estos
aspectos
que
vamos
analizando
nos
vuelven
a
señalar
una
complementariedad entre los esposos. El marido más carismático que real, más ceremonioso que práctico. La mujer apegada a la realidad, gobernante de lo diario, muñidora ante los muchos problemas que conllevaba el mundo complejo del caserío. “Una buena echecoandre es el alma del caserío” (Laffitte, 1924: 7). Sin embargo, el
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dicho “gizona agea ta andrea aizea; agea yauzi ta agur aizea”9 (Azkue, 1935: 121) refleja esa dualidad, pero dando al hombre el fundamento estructural. Algunos baserritarras han contado sus vivencias en libros (colección Auspoa) en donde se mezclan costumbres, bertsos, vivencias, etc. Todos ellos manifiestan un respeto reverencial hacia sus padres, pero una admiración ilimitada hacia sus madres o esposas. Bartolo Ayerbe, un casero de Gaintza, pueblo rural cercano a Ordizia y a su famoso mercado, contrapone de esta forma la relación de su padre y de su madre respecto a dicho mercado: “Aita
zana ere oso peri-zalea zan. Baiña geienean goiz bazkaldu ta arratsaldean joaten zan. Jakiña, ura bide lasterretik. Bide erdia ere ez noski arentzako. Baiña ez zion bein ere laguntzen etxera etortzen amari. Ama gaixoak astoa lagun; eta aita, lagunakin meriendatuta igual bapo etxera”10 (Ayerbe, 1988: 20)
Otro hijo recuerda a su madre a través de las palabras puestas en boca de su padre, recordando a las mujeres descalzas (para no estropear el calzado) del hinterland lechero de San Sebastián que bajaban de las aldeas, al alba, antes de que la ciudad se despertase: “oiñ-uts gorrian, beren oñetakoak saskian artuz; gañeko gona gerrira bilduz, arri zorrotz ta bide zakar oietan bera Donosti´araño, zortzi-amar kilometro bidean ia. Putzuren batean oñak garbitu, oñetakoak jantzi, oraindik jendea lotan zegola sartzen itun kalera. Bazter batean astoa lotu; txantilla ta marmita eskuan, bizitzaz-bizitza, artzallerik-artzalle, esne saltzen” (Zapirain, 198 : 150)11
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Trad.: “El hombre es la viga y la mujer el aire; si se cae la viga el aire se va” Trad. “Mi padre era muy aficionado a la feria. La mayoría de las veces, almorzaba temprano y solía ir por la tarde. Claro, iba por el atajo. No recorría ni la mitad del camino. Pero nunca ayudaba a volver a casa a mi madre. Mi pobre madre, acompañada por el burro; mi padre, quizás, después de merendar y ponerse morado, a casa” . 11 Trad. “con los pies descalzos, con el calzado en la cesta; levantada la sobrefalda a la cintura, por estos caminos duros y poblados de piedras cortantes hasta San Sebastián, casi 8 ó 10 kilómetros. Se limpiaban los pies en algún pozo, se calzaban, y entraban por las calles cuando todavía la gente estaba dormida. Ataban el burro en algún rincón, con la medida y la marmita en la mano, de casa en casa, de cliente en cliente, vendiendo leche”. 10
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2.2.4.- La mujer en la iglesia La mujer ha estado mucho más ligada a la religión que el hombre en el País Vasco. En un pasado precristiano de una forma que se antoja algo ambigua. La mitología vasca nos refiere la supremacía de la diosa Mari, que habitaba en cavidades subterráneas, ligada a lo ígneo y telúrico, y que no era siempre bienhechora para los seres humanos. Las lamias, númenes que poblaban ríos y arroyos, participaban también de esta ambigüedad. El fenómeno de las brujas es bien conocido por todos, y también está sujeto a visiones contrapuestas. Este pasado animista no había desaparecido totalmente de la mentalidad popular agraria, pero se encontraba muy desactivado, aunque todavía se recelaba de brujas o de mujeres que practicaban una suerte de magia negra y echaban el mal de ojo (begizko). Estas mujeres aparecen relacionadas con la ancianidad. Así pues, la mujer aparece como protagonista de un mundo sobrenatural, pero no siempre positivo. Adivinadoras, parteras, curanderas o seroras (una especie de sacristana de las iglesias) son personajes femeninos que se mueven en un mundo liminar entre lo animista y la religión católica. La religión católica tuvo un peso sustantivo en el País Vasco, en especial en el mundo agrario. Convenimos con Aranzadi que “el influjo que sobre el comportamiento de un vasco decimonónico” pudieran tener todos mitos “y todas las legiones de lamiak y basajaunak juntas, era con toda probabilidad difícilmente equiparable al derivado de un sermón dominical o la devoción al Santo Patrono del pueblo” (Aranzadi, 1981: 233). La identificación entre vasco y cristiano ha sido un lugar común hasta nuestros días. Todo el siglo XIX es un siglo de recristianización, y el caserío y el casero fueron presentados por la Iglesia como ejemplos frente al cambio y al conflicto que siguió a las Luces y a las reformas liberales (Altuna, 2012). En este contexto la mujer mantuvo aquel protagonismo de otra época.
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En el campo religioso el etxekojaun tenía un papel pasivo, de una débil representatividad. Al contrario, la mujer era enormemente activa. “Ministros de culto doméstico” (Barandiaran, 1979: 70-72). En casa era ella quien se encargaba de enseñar las oraciones, las jaculatorias, la doctrina a los niños. Normalmente, era ella quien dirigía los rezos comunitarios de la casa: las oraciones en la bendición de la mesa o el rosario. A veces de una forma harto cómica como aparece muy logradamente en el personaje de Ana Joshepa de la novela Garoa (Aguirre, 1912). La etxekoandre vasca no tenía semejanza con el misticismo de María de Betania, sino con el activismo de su hermana Marta. Mientras rezaba el rosario, intercalaba órdenes, trajinaba, se movía, actuaba… Esta labor de sacerdotisa doméstica llegaba al clímax con la muerte (Douglass, 2003). La mujer preparaba el cuerpo del muerto: cerraba sus ojos, lo lavaba con agua bendita, lo amortajaba con el traje de boda…, (Caro Baroja, 1974: 271-272), se ocupaba de toda la infraestructura para el velatorio, el banquete, la recepción de las visitas. La etxekoandre se encuentra en el alfa, como dadora de la vida, y el omega, acompañando al muerto a pasar de una fase activa a otra indiferenciada tras el primer aniversario de su fallecimiento. Pero, y mientras tanto, en la sepultura eclesial, en la losa fría del jarleku, desplegaba todo su abanico ritual. El hombre sentado, aparte, en el banco era un observador. El pan, la cera, la limosna. Ella se situaba en “el centro de la actividad ritual” (Leach, 1989: 112), en aquel espacio liminar entre lo terreno y la trascendencia. Con su manto negro, sobre la silla-reclinatorio, detrás de un bosque de hachas, velas y cerillas en llamas seguía la misa funeral, los responsos, el novenario, la misa mayor de los domingos, la misa de aniversario. Con esta última celebración el muerto entraba con
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los anteriores del caserío en una comunidad indiferenciada, que eran recordados en conjunto el día de difuntos, o en una festividad coincidente con las fiestas patronales. Una informante relataba la “experiencia existencial de pertenencia” que ya “tenía de niña al saber que tenía un sitio, la silla de su madre” y “dicha sensación iba más allá de ser un espacio provisional” (Valle, 1996: 19). Podemos afirmar con E. B. Tylor que “el culto a los antepasados ejerce una bienhechora influencia en los países en que subsiste todavía” (Tylor, 1973: 435). Pasados los rigores del duelo, la misa mayor de la etxekoandre seguramente significó un descanso, una ruptura con su vida de trabajos y de hijos. Vestida con dignidad, volvería conversando con sus iguales de la barriada (berriketan). Él se podía permitir tomar el vino (baxoerdi) en el bar de la plaza con otros caseros, hablar solemnemente de ferias, precios, cosechas y condiciones meteorológicas y, pausadamente, volver al caserío en donde le esperaba preparada la comida especial de los domingos.
2.2.5.- La mujer en la aldea La aldea (auzoa) era una entidad intermedia entre la casa y el municipio. La dispersión del caserío nunca fue total. Las casas de labor se agrupaban en torno a una barriada rural que compartía ciertas estructuras comunes. No es el momento de detallar todos los lazos sociales basados en auzoa. Se trataba de una entidad sin personalidad jurídica, informal, pero que agrupaba caseríos en torno a una ermita, a una fiesta patronal, a una bolera, a una escuela rural (la mayoría de las veces totalmente improvisada), a una hermandad contra la mortalidad del ganado, a una hermandad contra incendios, a un sindicato, etc.
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Igualmente, existía un trabajo colectivo de reciprocidad (ordea) basado en labores que exigían mucha mano de obra: el layado, la cosecha, el deshoje de las mazorcas de maíz, etc. Asimismo, existía un trabajo comunal (auzolan) muy variado: arreglo anual del camino, vigilancia de los senderos de monte, arreglo de la ermita o de alguna otra instalación, la fabricación de la cal, etc. Todas estas labores exigían una cierta dirección que muchas veces era rotatoria: mayordomo, listeros, veedores… Particularmente importante era el arreglo de los caminos forestales hacia septiembre para permitir la corta de helecho para la cama del ganado (harrapazka). La mayoría de estos cargos correspondían al hombre, que de nuevo le vemos como representante de la casa. Sin embargo, también la mujer tenía sus funciones comunitarias vecinales. La limpieza y el cuidado de la ermita era una de ellas. Otras eran más singulares. Una de estas era la llamada bisita o atsolorra. Se trataba de la visita de cortesía que efectuaban las etxekoandres a la mujer que había dado a luz. Cuando ya se encontraba repuesta, a primera hora de la tarde, las etxekoandres vecinales rendían pleitesía a la madre. Le llevaban algunos regalos (galletas, chocolate, alguna botella de licor…) y merendaban, normalmente chocolate acompañado de galletas y vino dulce o licor. El tópico masculino (en muchas ocasiones era el padre quien servía) dice que algunas bebían algo más de la cuenta y que no dejaban títere con cabeza. (Zapirain, 1993: 153-155). Similar visita, menos festiva, se hacía a las casas en donde existía un enfermo. Otra tarea comunitaria femenina era el reparto de la matanza del cerdo (txerri puskak). En la mayoría de los caseríos se mataba algún cerdo a fines de otoño o en invierno. La mayor parte era salada y podía ser consumida parsimoniosamente a lo largo del año, pero la sangre convertida en morcillas o las vísceras no permitían demora en su
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consumo. Así, una matanza convenientemente diferida en el tiempo entre ciertos caseríos permitía un aporte cárnico a través del reparto. Era la mujer la que efectuaba los lotes, y eran los niños quienes los repartían con la fórmula “Amak esan dit gutxi dela, baina hartzeko” (“Mi madre me ha dicho que es poco, pero que lo cojáis”). Todas esta prácticas vecinales (ordeas, auzolan, visitas, reparto del cerdo…) eran vehículos importantes para establecer solidaridades diádicas o poliádicas y evitar que la casa cayese en el ostracismo comunitario.
3.- CONCLUSIONES Hay, ciertamente, atisbos, basados en perspectivas psicologistas y cargadas de un fondo mitológico psicosocial, que nos remitirían a un hipotético pasado vasco de corte matriarcalista. La mitología, las leyendas populares, el fuerte peso de la mujer en la brujería y la fuerza de este fenómeno hasta bien entrada la modernidad avalarían presuntamente estos indicios. Quizás, no sea más que otro mito. Cuando fallan los mitos fundacionales de la diferenciación del país (tubalismo, vascoiberismo, cantabrismo, monoteísmo primigenio…) se impone en ciertas ideologías y en ciertas voluntades ideológicas y esotéricas el mito del matriarcado en versiones más fuertes o más débiles. De cualquier modo, ya para antes del siglo XIX, aunque no habían desaparecido, estos epifenómenos cobraban un aspecto exclusivamente negativo. Las brujas, o las echadoras de mal de ojo tenían un carácter negativo, estaban ligadas a mujeres viejas y desastradas, aunque su capacidad y su fuerza para hacer el mal muestran de alguna manera su poder. La diosa Mari, señoria, es observada como una realidad lejana, episódica, y desactivada de cualquier capacidad de acción. Si algo va a determinar ideológicamente al campesino vasco, por encima de todo, es su fidelidad a la Iglesia católica, a sus vírgenes y santos, y a sus curas.
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Si hay un mundo donde la supremacía es femenina es precisamente en la religión. La mujer es dadora de la vida, cuidadora en los difíciles primeros años, y cuando llega la muerte se ocupa del cadáver ayudándolo a pasar por un rito de paso largo hasta la condición de muerto indiferenciado. Ella representa a etxe en la sepultura, es la sacerdotisa que activa la luz en su predio sagrado, convirtiéndose en una mediadora de los vivos y de los muertos del solar, del caserío. En el mundo rural, y más en el urbano, el hombre tenía preeminencia sobre la mujer. Disfrutaba de más libertad, de más poder tanto en la juventud, como en el matrimonio o en la soltería. La mujer, salvo en la iglesia, ocupaba un lugar detrás del hombre: en la aldea, en el concejo, en la taberna, en el duelo, en las campanadas de muerto… Etxekojaun era la cabeza visible de etxe, su representación exterior. Sin embargo, Caro, Douglass, Barandiaran, cualquier visitante se han visto sorprendidos por la estatura social femenina, especialmente en relación a los contextos vecinos al vasco. Ese peldaño social fue ganado por el rol femenino en las relaciones de producción y de reproducción social y cultural. Ni diosa ni amazona ni heroína, la etxekoandre fue, por encima de todo, una trabajadora incansable que se ganó su posición social, muy superior al de la mujer urbana. Fue un agente activísimo en la familia y en la transmisión cultural e ideológica. La mujer tenía una enorme dignidad en su espacio vital, reconocida por su marido, sus hijos y sus vecinos. El rasgo más sobresaliente del caserío fue el grado de complementariedad entre el marido y su esposa. La etxekoandre jugaba un rol complementario al del etxekojaun. Se trataba de piezas indispensables de la institución baserritarra. Un caserío no puede entenderse sin uno u otra. El análisis realizado nos muestra que existía una división sexual del trabajo y de las responsabilidades por parte del hombre y de la mujer. En el
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interior de la casa, en el establo, en los campos de labor, en el mercado, en la aldea o en la iglesia la mujer tenía unas funciones bien delimitadas.
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