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FRAGMENTO DE “CONEJO CIEGO EN SURINAM” Miguel Antonio Chávez Random House Mondadori Colombia, 2013

Ya he dicho que soy muy buen observador; lo reafirmo. Y como tal, en algunas ocasiones vale la pena hacer una petite investigación de campo. Una noche en que no podía conciliar el sueño y solo se escuchaba el croar de las ranas y la única luz en el patio era la del departamento de M., tuve la acertada idea de ir hasta allá a ver qué pasaba. Debo confesar que lo que más alimentó mi curiosidad fue la puerta entreabierta. Moví entonces mis patas y me dispuse a saltar; valga decir, unos saltos muy discretos para no distraer a M. en su hábitat. La escena fue digna de estudio: una hembra de la especie estaba encima de M., brincando como poseída. La silla de plástico sobre la que estaban, acusaba cierto bamboleo. Luego de algunos gruñidos ciertamente grotescos, propios del rito humano de apareamiento, la secuencia de brincos cada vez más intensos se vio frustrada al ceder una de las patas de la silla. La caída fue estrepitosa. M. cayó de espaldas al piso y la hembra humana, encima

suyo. Decenas de pedazos de plástico se pegaron a la espalda sudorosa de M. y las rodillas de la hembra tuvieron una leve contusión. Nada del otro mundo: se mataron de la risa un largo rato, se levantaron y se ducharon. Yo veía todo esto mientras inclinaba mi cabeza hacia la derecha y se doblaba mi orejita izquierda. Fiel a mi espíritu de discreción, estuve por emprender la retirada hasta que ambos salieron del baño mucho antes de mis cálculos. De inmediato, me escondí debajo de lo primero que encontré: un viejo y despellejado sofá, digno de un departamento de soltero. Era la perfecta madriguera hasta pensar mi siguiente paso. Sin embargo, unos crueles resortes me aprisionaron. Cuando pensé que había logrado zafarme, los resortes empezaron moverse una, otra y otra vez. ¡Era como cargar el peso de la humanidad encima de mi hermoso cuerpo! Pese a un dolor que me gané en la tercera y cuarta vértebra lumbar, pude obtener una valiosa información: cuando M., durante el frenesí, llamó inexplicablemente a la hembra humana con el nombre de B., ella arqueó las cejas y: 1). Lo miró fijamente. 2). Le dio una cachetada. 3). Se mató a carcajadas frente su cara durante varios minutos. 4). Le lamió la cara. 5). Y abandonó el departamento…

Al día siguiente, los restos de la silla habían amanecido en una de las esquinas del patio. Las tres patas y media apuntaban hacia arriba, la media pata restante estaba enroscada a un fragmento en forma triangular; y los demás pedazos estaban uno encima de otro sobre el apoyo original de la silla, en la cual aún se ajustaban las patas sobrevivientes, formando una interesante composición plástica que estuvo días, semanas, expuesta al aire libre, que hasta la misma B. contempló mientras tendía su ropa. Me di cuenta que M. era, quizá sin que él lo supiera, un entusiasta cultor de la instalación y el performance. ¿Será M. capaz de entender lo que digo? Sueño con el día en que podamos hablar de zanahorias, de Stockhausen o al menos de meteorología.

                           

Cuando hace buen sol, B. suele estudiar en el patio. Tiende una manta sobre el césped y se echa de lado mientras toma mate y deja ver una parte de sus caderas. No tengo elementos suficientes para juzgar el atractivo físico de estas porque para mí, en ese aspecto, las hembras humanas son todas iguales. Sin embargo, no hay que negar que B. tiene lo suyo. Aparte de tomarme aquella foto sin mi permiso, hay una conducta curiosa que seguramente debo atribuírsela a algún trastorno mental: cuando nadie la ve, o al menos cuando creería que nadie lo hace, ella habla sola. La he escuchado hablar consigo misma de un artículo que debe enviar a la revista de su universidad y que aún no es de su agrado; de la fruta podrida que le vino dentro de las compras que hizo en la frutería del barrio y que piensa reclamar cuando tenga tiempo; de una llamada a su familia en el extranjero que aún tiene pendiente; de lo aburrido que le resulta el capítulo que habla sobre los antecedentes históricos del “Plan Cóndor” ya que B. quiere saltarse lo más posible hasta llegar hasta donde está la acción: las bombas lacrimógenas, las balas, los tanques que se toman palacios presidenciales; de aquella frase que le dijo alguna vez M. –“siento una debilidad por las porteñas”– que pese a ser un piropo barato y cursi, le resultó gracioso, tal

como para mí es gracioso observarlos a M. y a B. mientras se observan por la ventana de sus departamentos creyendo que el otro no se da cuenta. En una visión hipotética y fantasiosa en la que M. tendría la inteligencia suficiente para poder comunicarse conmigo, M. posiblemente me hubiera contado que de pequeño solía observar subrepticiamente a su madre mientras ella se miraba en el espejo y hablaba también consigo misma. En esa misma visión hipotética y fantasiosa en la que M. tendría la inteligencia suficiente para poder comunicarse conmigo, ante su reacción, yo seguro hubiera movido mi cabeza y mis graciosas orejas, le hubiera dado unas palmaditas en el hombro, y unos valiosos consejos sobre cómo lograr que B. desarrolle lazos un poco más empáticos hacia él.

Soy hermoso, es un hecho que no puedo negar. Si gobernara sobre todos los patios del mundo, decretaría que se viva el hedonismo con la misma alegría con que doy mis saltos o que doblo a mi antojo mis graciosas orejitas. Sin embargo no necesito todos los patios del mundo, con el mío me basto y me sobro. Mucho más si ya he delimitado mi territorio con el olor de la grandeza, con ese olor que emiten mis glándulas odoríferas situadas a ambos de lados de mi culito. Soy un conejo libre en el amplio sentido librepensador de la palabra. Nunca tuve un amo vestido como coronel Sanders, dueño de los cultivos de algodón en Alabama; no necesité, por tanto, de ningún Lincoln, Rosa Parks o Martin Luther. Nunca dependí de ningún mago que me diera zanahoria a cambio de que yo me dejara agarrar las orejas para emerger de su sombrero de copa. Es más, nunca necesité salir del fondo de un sombrero de copa y complacer a una audiencia de humanos para sentir eso que ellos llaman autoestima. Aquí no necesito ni siquiera que alguien me aplauda, porque yo mismo soy el mago, yo mismo el sombrero, yo mismo el conejo, yo mismo el público… y mi misma existencia es mágica. No soy un conejo-mico, ni un conejo-foca, ¡soy el conejo orquesta! El bello conejito de cola espumosa y de hocico de pucheros ejemplares que gobierna como nadie su propio territorio porque cree que no hay mejor gobierno que gobernarse uno mismo. El

gobierno de uno mismo en pos del placer de uno mismo. Ergo, el hedonismo es el gobierno perfecto. ¡Que viva en cada centímetro de hierba de este patio la fuerza liberadora del hedonismo! Y que no se os olvide, gusanitos, mariposas y mamíferos bípedos subyugados por mi superdotada inteligencia: vosotros vivís en este patio. Y el Patio soy yo.

             

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