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¿Por qué existe el mundo?
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JIM HOLT
¿POR QUÉ EXISTE EL MUNDO? Una historia sobre los orígenes del universo y la existencia Traducción de
roc filella
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1 AFRONTAR EL MISTERIO
Y este gris espíritu anhelante de deseo de perseguir el saber como una estrella que se hunde allende los confines del pensamiento humano. alfred, lord tennyson, «Ulises» Quisiera prevenirte de todo corazón del empeño de hallar la razón y la explicación de todas las cosas... Intentar averiguar la razón de todo es muy peligroso y no conduce más que al desengaño y la insatisfacción, inquietando la mente y, al final, haciendo de ti una desdichada. reina victoria, en una carta a su nieta la princesa Victoria de Hesse, 22 de agosto de 1883 ... quién fue la primera persona en el universo antes de que hubiera nadie que lo hizo todo quién ah ellos no lo saben ni yo tampoco... soliloquio de molly, de Ulises, de James Joyce
Recuerdo vívidamente la primera vez que se me metió en la mente el misterio de la existencia. Fue a principios de la década de 1970. Era yo por entonces un estudiante de bachillerato inmaduro y de futura actitud rebelde en la Virginia rural. Como hacen a veces los estudiantes de bachillerato inmadu11
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ros y de futura actitud rebelde, había empezado a interesarme por el existencialismo, una filosofía que pensaba que podía resolver mis inseguridades de adolescente o, por lo menos, elevarlas a un plano superior. Un día fui a la biblioteca del college local y me fijé en unos tomos de aspecto impresionante: El ser y la nada, de Sartre, e Introducción a la metafísica, de Heidegger. Fue en las primeras páginas del segundo libro, con su prometedor título, donde me enfrenté por primera vez a la pregunta «¿Por qué hay algo en vez de nada?». Aún recuerdo que su contundencia, su pureza y su fuerza inapelable me dejaron pasmado. Ahí estaba la pregunta más que definitiva del «¿por qué?», la que alentaba en el fondo de todas las demás que la humanidad jamás haya planteado. ¿Dónde había estado, me preguntaba, toda mi vida intelectual (breve, lo admitía)? Se ha dicho que la pregunta «¿Por qué hay algo en vez de nada?» es tan profunda que solo se le podía ocurrir a un metafísico, pero al mismo tiempo tan simple que solo se le podría ocurrir a un niño. Por entonces yo era demasiado joven para ser metafísico. Pero ¿por qué no se me había ocurrido la pregunta de niño? Visto en retrospectiva, la respuesta era evidente. Mi educación religiosa había ahogado mi natural curiosidad metafísica. Desde mi más tierna infancia me habían dicho —mi madre y mi padre, las monjas de la escuela, los monjes franciscanos del monasterio de la colina donde vivíamos— que Dios creó el mundo y que lo creó de la nada. Por eso existía el mundo. Por eso existía yo. La cuestión de por qué existía el propio Dios era un tanto vaga. A diferencia del mundo finito que libremente había creado, Dios era eterno. También era todopoderoso y poseía en grado sumo todas las demás perfecciones, de modo que tal vez no necesitara una explicación de su propia existencia. Al ser omnipotente, pudo Él mismo iniciarse en la existencia. Era, para decirlo con la expresión latina, causa sui.
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Esta era la historia que me enseñaban de pequeño, una historia en la que aún creen muchos estadounidenses. Para estos creyentes no hay ningún «misterio de la existencia». Si se les pregunta por qué existe el universo, dicen que existe porque Dios lo hizo. Si a continuación se les pregunta por qué existe Dios, la respuesta dependerá de la complejidad de la teología que profesen. Tal vez digan que Dios es autocausado, que es la base de su propio ser. Su existencia está contenida en su propia esencia. O quizá digan que la gente que hace estas preguntas sacrílegas debería arder en el infierno. Pero supongamos que pedimos a los no creyentes que expliquen por qué existe un mundo en vez de nada. Lo más probable es que no nos den ninguna respuesta muy satisfactoria. En las actuales «guerras de Dios», quienes defienden la creencia religiosa acostumbran a utilizar el misterio de la existencia de garrote con el que atizar a sus adversarios neoateos. Richard Dawkins, el biólogo evolucionista y ateo profesional, está cansado de oír hablar de este supuesto misterio: «Una y otra vez —dice Dawkins—, mis amigos teólogos vuelven a la cuestión de que debió haber una razón de que haya algo en vez de nada».1 Christopher Hitchens, otro infatigable proselitista del ateísmo, se enfrenta a menudo a la misma pregunta de sus adversarios. «Si no se acepta que Dios existe, ¿cómo se explica que pueda existir el mundo?», le preguntó a Hitchens un presentador de televisión conservador y de aspecto un tanto matón, con tono de triunfo. Otro de esos presentadores, en este caso de la variedad femenina, rubia y de piernas largas, dejaba traslucir la misma inquietud religiosa: «La idea de que todo salió de la nada... parece contradecir la lógica, la razón. ¿Qué había antes del Big Bang?». A lo que Hitchens contestó: «Me encantaría saber qué había antes del Big Bang». ¿Qué posibilidades hay de resolver el misterio de la existencia una vez descartada la existencia de Dios? Bueno, cabe
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esperar que algún día la ciencia explique no solo qué es el mundo, sino por qué es. En esto, al menos, confía Dawkins, que busca una respuesta en la física teórica. «Tal vez la “inflación” que los físicos postulan que ocupó una fracción del primer yoctosegundo de la existencia del universo resulte, cuando se comprenda mejor, que sea la grúa cosmológica que se levante al lado de la biológica de Darwin»,2 dice Dawkins. Stephen Hawking, que en realidad es un cosmólogo practicante, adopta una postura diferente. Hawking plantea un modelo teórico en que el universo, aunque finito en el tiempo, es completamente autocontenido, sin principio ni fin. En este modelo «sin fronteras», dice, no hay necesidad de un creador, ni divino ni de otra índole. Sin embargo, Hawking duda de que su conjunto de ecuaciones pueda resolver en su totalidad el misterio de la existencia. «¿Qué es lo que arroja fuego a las ecuaciones y fabrica un universo para que estas lo describan?», pregunta. «¿Por qué iba tomarse el universo la gran molestia de existir?».3 El problema de la opción científica sería el siguiente: el universo comprende todo lo que existe físicamente. Una explicación científica ha de implicar algún tipo de causa física, pero toda causa física es, por definición, parte del universo que hay que explicar. Por lo tanto, cualquier explicación puramente científica de la existencia del universo está condenada a ser circular. Aun en el caso de que parta de algo más que diminuto —un óvulo cósmico, un pequeñísimo trozo de vacío cuántico, una singularidad— sigue partiendo de algo, no de nada. Es posible que la ciencia rastree cómo evolucionó el universo actual a partir de un estado anterior de realidad física, remontándose en el proceso nada menos que hasta el Big Bang, pero al final la ciencia se encuentra con un muro. No puede explicar el origen del estado físico primigenio a partir de la nada. Esto es, al menos, lo que los defensores de la hipótesis de Dios arguyen con insistencia.
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A lo largo de la historia, cuando la ciencia ha parecido incapaz de explicar algún fenómeno natural, los creyentes religiosos se han apresurado a invocar un artífice divino que llenara ese vacío —para después, cuando por fin la ciencia consigue llenarlo, avergonzarse—. Newton, por ejemplo, pensaba que Dios era necesario para, de vez en cuando, hacer pequeños ajustes en las órbitas de los planetas y evitar que colisionaran, pero un siglo después, Laplace demostró que la física era perfectamente capaz de explicar la estabilidad del sistema solar. (Cuando Napoleón le preguntó dónde estaba Dios en su esquema celestial, Laplace la contestó con las conocidas palabras: «Je n’avais pas besoin de cette hypothèse».) En tiempos más recientes, muchos creyentes sostienen que la selección natural ciega sola no puede explicar la aparición de organismos complejos, de modo que Dios debe «guiar» el proceso evolutivo, opinión que Dawkins y otros darwinianos refutaron de forma definitiva (y con regocijo). Estos argumentos del «Dios de las brechas», cuando se refieren a las minucias de la biología o la astrofísica, les suelen estallar en la cara a los creyentes religiosos que los utilizan, pero esos creyentes piensan que la pregunta «¿Por qué hay algo en vez de nada?» les da una base más segura. «Ninguna teoría científica, al parecer, puede salvar el abismo entre la nada absoluta y un universo con todas las de la ley», dice Roy Abraham Varghese, apologista religioso con inclinaciones científicas. «Esta cuestión del origen último es una cuestión metafísica, en la que la ciencia puede preguntar pero no responder».4 Owen Gingerich, distinguido astrónomo de la Universidad de Harvard (y ferviente menonita) está de acuerdo. En una conferencia que, con el título de «El universo de Dios», dio en la Memorial Church de Harvard en 2005, afirmaba que la pregunta definitiva de «por qué» era una pregunta «teleológica» («con la que la ciencia no debe forcejear»).
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Ante este tipo de argumentos, lo habitual es que el ateo se encoja de hombros y diga que el mundo «simplemente es». Tal vez existe porque siempre ha existido. O quizá irrumpió en la existencia sin causa alguna. En ambos casos, su existencia no es sino un «hecho bruto». La idea del «hecho bruto» niega que el universo en su conjunto exija una explicación de su existencia, de modo que evita la necesidad de postular algún tipo de realidad trascendental, como la de Dios, para responder la pregunta «¿Por qué hay algo en vez de nada?». Sin embargo, desde un punto de vista intelectual, suena un poco a arrojar la toalla. Una cosa es aceptar un universo que no tenga sentido ni finalidad —todos lo hemos hecho en alguna noche oscura del alma—. Pero ¿un universo sin explicación? Parece absurdo, al menos para una especie como la nuestra, siempre deseosa de encontrar la razón. Nos demos cuenta o no, instintivamente nos aferramos a lo que el filósofo del siglo xvii Leibniz llamó el «principio de razón suficiente», según el cual, la explicación lo abarca todo. Para toda verdad ha de existir una razón de que así sea y no de otra forma; y para toda cosa, ha de haber una razón de su existencia. Algunos se ríen del principio de Leibniz y lo tachan de «exigencia del metafísico», pero es un principio básico de la ciencia, en cuyo campo ha conseguido un notable éxito; tanto, en realidad, que se puede decir que los hechos avalan su verdad: funciona. Parece que el principio es inherente a la propia razón, ya que cualquier intento de argumentar en su favor o en su contra ya presupone su validez. Y si el principio de la razón suficiente es válido, debe existir una explicación de la existencia del mundo, podamos averiguarla o no. Sería desconcertante vivir en un mundo que existiera sin razón alguna —un mundo irracional, accidental, que simplemente «ahí está»—. Así lo creía, al menos, el filósofo estadounidense Arthur Lovejoy. En una de las clases sobre «La gran
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cadena del ser» que impartió en Harvard en 1933, afirmaba que un mundo así «no tendría estabilidad ni merecería confianza; la incertidumbre lo infectaría todo; podría existir cualquier cosa (a excepción, quizá, de lo que se contradice a sí mismo) y ocurrir cualquier cosa, y ninguna sería en sí misma ni siquiera más probable que cualquier otra».5 ¿Estamos, pues, condenados a elegir entre Dios y el absurdo bruto y profundo? Es un dilema que ha estado merodeando por mi mente desde que me topé con el misterio del ser. Y me ha llevado a considerar a qué equivale el «ser». El término del filósofo para designar los constituyentes últimos de la realidad es «sustancia». Para Descartes, el mundo está compuesto de dos tipos de sustancia: la materia, que define como res extensa («sustancia extensa»), y la mente, que define como res cogitans («sustancia pensante»). En la actualidad, hemos heredado gran parte de esta perspectiva cartesiana. El universo contiene materia física: la Tierra, las estrellas, la radiación, la «materia oscura», la «energía oscura», etc. También contiene vida biológica, que, como la ciencia ha desvelado, es de naturaleza física. Además, el universo contiene conciencia. Contiene estados mentales subjetivos, como la alegría y la desdicha, la experiencia del rojo, el sentir el dedo al golpearse. ¿Se pueden reducir estos estados a procesos físicos objetivos? La filosofía no ha dado aún su veredicto al respecto. Una explicación no es más que una historia causal que incluye elementos de una o la otra de estas categorías ontológicas. El impacto de la bola causa que los bolos caigan. El miedo a la crisis económica causó una caída de la bolsa. Si esto es todo lo que hay en la realidad —materia y mente, con un entramado de relaciones causales entre ambas—, parece que el misterio del ser no tiene solución. Pero tal vez esta ontología dualista sea excesivamente pobre. Yo mismo empecé a pensarlo así cuando, siguiendo mi flirteo de adoles-
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cente con el existencialismo, me encapriché de las matemáticas puras. Los entes a cuya ponderación dedican sus días los matemáticos —no solo números y círculos, sino las potencias y los sistemas de Galois y cohomologías cristalinas— no se encuentran en parte alguna del reino del espacio y el tiempo. Son claramente cosas no materiales. Y tampoco parece que sean mentales. No hay forma, por ejemplo, de que la mente finita del matemático pueda contener unos números infinitos. ¿Existen, pues, realmente las entidades matemáticas? Depende de lo que se entienda por «existencia». Platón pensaba que existían. De hecho, sostenía que los objetos matemáticos, al ser intemporales e inmutables, son más reales que el mundo de las cosas que percibimos con los sentidos. Lo mismo cabe decir, pensaba, de ideas abstractas como las de bondad y belleza. Para Platón, estas formas son la realidad genuina. Todo lo demás es simple apariencia. Quizá no queramos llevar tan lejos la revisión de nuestra idea de realidad. La bondad, la belleza, los entes matemáticos, las leyes lógicas: no son exactamente algo, como lo son las cosas de la materia y las de la mente. Pero tampoco son exactamente nada. ¿Pueden desempeñar algún tipo de papel en la explicación de «Por qué hay algo en vez de nada»? Hay que reconocer que las ideas abstractas no pueden figurar en nuestras explicaciones causales habituales. No tendría sentido decir, por ejemplo, que la bondad «causó» el Big Bang, pero no todas las explicaciones deben adoptar esta forma de causa-efecto; pensemos, por ejemplo, en la explicación de la razón de un movimiento en el ajedrez. Explicar algo es, fundamentalmente, hacerlo inteligible o comprensible. Cuando una explicación es buena, «sentimos girar la llave en la cerradura», como dijo con acierto el filósofo estadounidense C. S. Peirce. Hay muchos tipos distintos de explicaciones, y cada uno implica un sentido diferente de «causa». Para Aristóteles, por ejemplo, hay cuatro tipos de causas diferen-
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tes que se podrían aducir para explicar las ocurrencias físicas, y solo una de ellas (la causa «eficiente») corresponde a nuestra limitada idea científica. La especie de causa más insólita de la estructura aristotélica es la causa «final»: el fin o propósito con que algo se produce. En las explicaciones muy malas suelen aparecer las causas finales. (¿Por qué llueve en primavera? Para que crezcan los cultivos.) Voltaire parodia estas explicaciones teleológicas en Cándido, unas explicaciones que la ciencia moderna rechaza como forma de dar cuenta de los fenómenos naturales. Pero, cuando se trata de explicar la existencia en su conjunto, ¿hay que descartarlas con la misma contundencia? Nicholas Rescher, eminente filósofo actual, dice que el supuesto de que las explicaciones siempre deben implicar «cosas» es «un prejuicio de raíces tan profundas como las de cualquier otro de la filosofía occidental».6 Es evidente que para explicar un determinado hecho —como el de que existe un mundo— hay que referirse a otros hechos, pero de ello no se sigue que la existencia de una determinada cosa solo se pueda explicar refiriéndose a otras cosas. Tal vez haya que buscar en otro sitio la razón de la existencia del mundo, en el reino de esas «nocosas» como los entes matemáticos, los valores objetivos, las leyes lógicas o el principio de incertidumbre de Heisenberg. Quizá algo similar a la explicación teleológica pueda al menos dar pistas de cómo se podría resolver el misterio de la existencia del mundo. En el que fue mi primer curso de filosofía como alumno en la Universidad de Virginia, el profesor —en su día un distinguido estudiante de Oxford con el evocador nombre de A. D. Woozley— nos hizo leer los Diálogos sobre la religión natural de David Hume. En ellos, tres personajes ficticios —Cleantes, Demea y Filón— debaten diversas tesis sobre la existencia de Dios. Demea, el más ortodoxo de los tres en cuestiones religiosas, defiende el «argumento cosmológico»,
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que, en esencia, dice que la existencia del mundo solo se puede explicar postulando una deidad necesariamente existente como su causa. Al escéptico Filón —el que más se aproxima a las ideas del propio Hume— se le ocurre un razonamiento sugestivo. Parece que la existencia del mundo necesita una causa de tipo divino, observa Filón, pero tal vez se deba a nuestra propia ceguera intelectual. Considérese, dice Filón, la siguiente curiosidad aritmética. Si se toma cualquier múltiplo de 9 (18, 27, 36, etc.) y se suman sus dígitos (1 + 8, 2 + 7, 3 + 6, etc.), el resultado siempre vuelve a ser 9. Al poco avezado en matemáticas le podrá parecer una casualidad. En cambio, el buen conocedor del álgebra enseguida verá en ello una cuestión de necesidad. «¿No es probable —pregunta Filón a continuación— que toda la economía del universo esté dirigida por una necesidad similar, aunque no haya álgebra humana que pueda dar la clave que resuelva la dificultad?».7 Esta idea de un álgebra cósmica oculta —¡un álgebra del ser!— me pareció irresistible. La propia expresión parecía ampliar la diversidad de explicaciones posibles de la existencia del mundo. Tal vez, en última instancia, no había que elegir entre Dios y el hecho bruto. Quizá había una explicación no teísta de la existencia del mundo: una explicación que la razón humana podía descubrir. Aunque una explicación de este tipo no necesitaría postular una deidad, tampoco tendría que descartarla necesariamente. En efecto, incluso podría implicar la existencia de algún tipo de inteligencia sobrenatural, y con ello proporcionar una respuesta a la temida pregunta del niño precoz: «Pero, mami, ¿quién hizo a Dios?». ¿A cuánto estamos de descubrir esa álgebra del ser? En cierta ocasión, en un programa de televisión, Bill Moyers le preguntó al novelista Martin Amis cómo creía que pudo llegar a existir el universo. «Creo que estamos por lo menos a cinco Einsteins de responder esta pregunta», contestó Amis.
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Sus cálculos me parecieron bastante acertados, y me preguntaba si había hoy entre nosotros alguno de esos Einsteins. Evidentemente no me correspondía aspirar a ser yo uno de ellos, pero ¿y si podía encontrar uno, o quizá dos o tres y hasta cuatro, y luego, por así decirlo, disponerlos en el orden correcto?... pues sería un empeño fantástico. Y eso es lo que me dispuse hacer. Mi investigación para encontrar los inicios de una respuesta a la pregunta «¿Por qué hay algo en vez de nada?» ha dado con muchas pistas prometedoras. Algunas no han conducido a buen fin. Una vez, por ejemplo, llamé a un cosmólogo teórico que conozco, muy renombrado por sus brillantes especulaciones. Le dejé un mensaje en el buzón de voz diciéndole que tenía una pregunta que hacerle. Contestó y me dejó un mensaje en mi contestador: «Deja la pregunta en el buzón de voz y te dejaré la respuesta en el contestador», decía. La cosa prometía. Hice lo que me dijo. Al regresar al piso aquella misma tarde, vi que parpadeaba la lucecita del contestador. Pulsé con un poco de miedo la tecla de reproducir. «Bien —empezó la voz grabada del cosmólogo—, en realidad de lo que hablas es de violación de la paridad materia / antimateria...». En otra ocasión, me dirigí a un conocido profesor de teología filosófica. Le pregunté si se podía explicar la existencia del mundo postulando un ente divino cuya esencia contuviera su existencia. «¿Bromea usted? —dijo—; Dios es tan perfecto que no tiene por qué existir». Y otra vez, en una calle de Greenwich Village, me encontré con un budista zen al que me habían presentado en un cóctel. Se decía que era una autoridad en cuestiones cósmicas. Después de hablar de las cuatro cosas insustanciales de costumbre, le pregunté —quizá, visto ahora, de forma precipitada—: «¿Por qué hay algo en vez de nada?». Por toda respuesta, se limitó a darme un coscorrón. Debió de pensar que se trataba de un k an zen.
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En esa búsqueda de luz para desentrañar el misterio del ser, dirigí mis pesquisas a toda una multitud de espacios: hablé con filósofos, teólogos, físicos de partículas, cosmólogos, místicos y un gran novelista estadounidense. Buscaba, ante todo, inteligencias versátiles y de amplio espectro. Para decir algo realmente provechoso sobre por qué pudiera existir el mundo, el pensador ha de poseer más de un tipo de complejidad intelectual. Imaginemos, por ejemplo, a un científico con cierta perspicacia filosófica. Podría entender que «la nada» de la que hablan los filósofos equivale conceptualmente a algo científicamente definible, digamos que a una variedad de espacio-tiempo cuatridimensional cerrado cuyo radio se reduce progresivamente. Con la introducción de una descripción matemática de esta realidad nula en las ecuaciones de la teoría cuántica de campos, se podría demostrar que un pequeño fragmento de este «falso vacío» tuvo una probabilidad no cero de aparecer de forma espontánea —y que este trozo de vacío, mediante el maravilloso mecanismo de la «inflación caótica», sería suficiente para conseguir poner en marcha un universo con todas las de la ley—. Si el científico fuera versado también en teología, podría entender que este suceso cosmogónico pudo ser construido como una emanación anterior en el tiempo a partir de un futuro «punto omega» que poseyera alguna de las propiedades que tradicionalmente se adscriben a la deidad judeocristiana. Y así sucesivamente. Para entregarse a este tipo de consideraciones especulativas se requiere mucho brío intelectual. Y brío era lo que abundaba en la mayoría de mis encuentros. Uno de los placeres de hablar con los pensadores originales sobre un tema tan profundo como el del misterio del ser es que uno llega a oírles pensar en voz alta. A veces decían las cosas más sorprendentes. Era como si yo tuviera el privilegio de espiarles en sus razonamientos. Era una experiencia sobrecogedora. Pero también pensaba que me daba una extraña fuerza. Cuando
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uno escucha a estos pensadores mientras reflexionan sobre la pregunta de por qué existe un mundo, empieza a darse cuenta de que sus propios pensamientos sobre esta cuestión no son tan triviales como había imaginado. Ante el misterio de la existencia, nadie puede reivindicar de forma segura una superioridad intelectual. Porque, como dijo William James: «Aquí todos somos unos pordioseros».8
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interludio ¿ES POSIBLE QUE UN HACKER CREARA NUESTRO UNIVERSO?
¿De dónde procede el universo? ¿Su propia existencia no apunta a la intervención de una fuerza última creadora? Es una pregunta que, cuando el creyente se la plantea al ateo, genera una de dos respuestas. La primera, diría el ateo, es que si se postula esta «fuerza creadora», hay que estar dispuesto a postular otra para explicar su existencia, y luego otra que explique la segunda, etc. En otras palabras, se entra en una regresión infinita. La segunda respuesta del ateo es que, aun en el caso de que existiera esa fuerza última, no hay razón para imaginarla como Dios. ¿Por qué iba a ser la fuerza última un ser infinitamente sabio y bueno, y menos aún un ser preocupado por el más mínimo detalle de nuestros pensamientos y nuestra vida sexual? ¿Por qué incluso iba a tener mente? La idea de que el cosmos de algún modo fue «hecho» por un ser inteligente puede parecer simplista, si no sencillamente desatinada. Pero antes de descartarla por completo, pensé que sería interesante consultar a Andrei Linde, que ha hecho más que cualquier otro científico por explicar cómo se puso en marcha nuestro universo. Linde es un físico ruso que emigró a Estados Unidos en 1990 y hoy es profesor de la Universidad de Stanford. De joven, en Moscú, ideó una teoría nueva del Big Bang que respondía tres preguntas desesperantes: ¿qué estalló?, ¿por qué estalló? y ¿qué ocurría antes de que estallara? La teoría de Linde, llamada «inflación caótica», explicaba la forma general del espacio y la formación de las 24
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¿es posible que un «hacker» creara nuestro universo? 25
galaxias. También predecía el patrón exacto de la radiación de fondo dejada por el Big Bang que el satélite COBE observó en la década de 1990. Entre las curiosas implicaciones de la teoría de Linde, una de las más sorprendentes es que no es tan difícil crear un universo. No hacen falta recursos a escala cósmica ni poderes sobrenaturales. Incluso sería posible que alguien de una civilización no mucho más avanzada que la nuestra cociera un nuevo universo en el laboratorio. Lo que lleva a una reflexión fascinante: ¿pudo ser así como llegó a existir nuestro universo? Linde es un señor apuesto, corpulento y de cabello frondoso y plateado. Entre sus colegas es legendaria su capacidad de realizar acrobacias y asombrosos juegos de manos, incluso con una copita de más. «Cuando ideé la teoría de la inflación caótica, me di cuenta de que lo único que se necesita para obtener un universo es una cienmilésima de gramo de materia —me decía Linde en su inglés con acento ruso—. Es suficiente para crear un pequeño trozo de vacío que estalle y genere los miles y miles de millones de galaxias que vemos a nuestro alrededor». Parece una broma, pero así funciona la teoría de la inflación: toda la materia del universo se crea a partir de la energía negativa del campo gravitatorio. ¿Qué nos va a impedir, pues, crear un universo en el laboratorio? ¡Seríamos como los dioses! Hay que decir que Linde es conocido por su talante de pícaro pesimista, y en las palabras anteriores dejaba entrever cierta ironía, pero me aseguró que este escenario de una cosmogonía de laboratorio era verosímil, al menos en principio. «Mi argumentación tiene algunas lagunas —reconoció—, pero lo que he demostrado —y Alan Guth [coformulador de la teoría de la inflación caótica] y otros que han considerado este tema han llegado a la misma conclusión— es que no podemos descartar la posibilidad de que nuestro universo fuera
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creado por alguien de otro universo al que simplemente le apeteció hacerlo». Me angustiaba que este esquema tuviera una pega. Si iniciábamos un Big Bang en el laboratorio, ¿el universo bebé que acabáramos de crear no se expandiría a nuestro propio mundo, matando a las personas, demoliendo edificios, etc.? Linde me aseguró que no existía tal peligro. «El nuevo universo se expandiría dentro de sí mismo —dijo—. Su espacio sería tan curvo que a su creador le parecería del tamaño de una partícula elemental. De hecho, podría terminar por desaparecer por completo de su propio mundo». Pero ¿por qué molestarse en hacer un universo si se nos va a escapar, como Eurídice escapó al alcance de Orfeo? ¿No quisiéramos tener cierto poder cuasi divino sobre cómo se desplegara nuestra creación, alguna forma de monitorizarla y asegurar que las criaturas que evolucionaran a partir de ella pudieran salir adelante? El creador de Linde se parecía mucho al concepto deísta del Dios que postulaban Voltaire y los padres fundadores de América: un ser que puso en movimiento el universo, pero después dejó de interesarse por él y por sus criaturas. «Tiene usted razón —dijo Linde, con un pequeño resoplido de placer—. Al principio imaginé que el creador podría enviar información al nuevo universo, para enseñar a sus criaturas cómo debían comportarse, ayudarlas a descubrir lo que son las leyes de la naturaleza, etc. Luego empecé a pensar. La teoría de la inflación dice que un universo bebé estalla como un globo en una diminuta fracción de segundo. Supongamos que el creador intentara escribir algo en la superficie del globo, por ejemplo: “por favor, recuerda que yo te hice”. La expansión inflacionaria agrandaría este mensaje de forma exponencial. Las criaturas del nuevo universo, que vivirían en un pequeñísimo rincón de una de las letras, nunca podrían leer todo el mensaje». Pero luego Linde pensó en otro canal de información entre
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¿es posible que un «hacker» creara nuestro universo? 27
el creador y la creación —a su entender, el único posible—. El creador, manipulando adecuadamente la semilla cósmica, tendría el poder de ordenar determinados parámetros físicos del universo que pone en existencia. Podría determinar, por ejemplo, cuál será la ratio numérica de la masa del electrón con la del protón. A nosotros, estos números, llamados las constantes de la naturaleza, nos parecen completamente arbitrarios: no hay razón aparente de que tomen el valor que toman y no otro. (¿Por qué, por ejemplo, la fuerza gravitatoria de nuestro universo está determinada por un número que contiene los dígitos «6673»?) Pero el creador, al fijar determinados valores para estas constantes, podría escribir un sutil mensaje en la propia estructura del universo. Y, como señaló Linde con manifiesto deleite, ese mensaje solo sería legible para los físicos. ¿Estaba bromeando? «Pensará usted que es una broma —dijo—, pero tal vez no sea absurdo del todo. Podría facilitar la explicación de por qué el mundo en que vivimos es tan raro, tan alejado de la perfección. Todo apunta a que el universo no fue creado por un ser divino. Lo creó un hacker de la física». Desde una perspectiva filosófica, la pequeña historia de Linde subraya el peligro de dar por supuesto que esa fuerza creadora que se esconde en nuestro universo, si es que existe, se debe corresponder con la imagen tradicional de Dios: omnipotente, omnipresente, de una benevolencia infinita, etc. Aun en el caso de que la causa de nuestro universo sea un ser inteligente, bien es posible que fuera lastimosamente incompetente y falible, un tipo que podría echar a perder la tarea cosmogénica produciendo una creación absolutamente mediocre. El creyente ortodoxo, por supuesto, siempre puede responder a un escenario como el de Linde diciendo: «De acuerdo, pero ¿quién creó al hacker de la física?». Esperemos que no se trate de una sucesión interminable de hackers.
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2 RECORRIDO FILOSÓFICO
El enigma no existe. ludwig wittgenstein, Tractatus Logico-Philosophicus, proposición 6.5
El quid del misterio de la existencia, como he dicho, se resume en la pregunta «¿Por qué hay algo en vez de nada?». William James decía de ella que es «la más oscura de toda la filosofía».1 El astrofísico británico sir Bernard Lovell señalaba que su consideración podía «partir en dos la mente de la persona».2 (En efecto, se sabe que obsesiona a los pacientes psiquiátricos). Arthur Lovejoy, que fundó el campo académico conocido como la «historia de las ideas», observaba que el intento de responderla «constituye uno de los empeños más grandiosos de la inteligencia humana».3 Como ocurre con todo lo que es incomprensible, deja un resquicio abierto a la jocosidad. Hace ya varios años, cuando le planteé la pregunta al filósofo estadounidense Arthur Danto, contestó, un tanto airado: «¿Quién dice que no existe la nada?». (Como se verá enseguida, no todo es broma en esta respuesta.) Otra respuesta aún mejor fue la que dio Sidney Morgenbesser, profesor de la Universidad de Columbia y bromista legendario, ya fallecido. «Profesor Morgenbesser, ¿por qué hay algo en vez de nada?», le preguntó un día un alumno. A lo que Morgenbesser contestó: «Vamos, aunque no existiera nada, no quedaría usted satisfecho». Pero las bromas no pueden soslayar la pregunta. Como observó Martin Heidegger, a todos «nos hiere su fuerza oculta».4 28
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La pregunta aparece en momentos de gran desesperación, cuando las cosas tienden a perder todo su peso y se oscurece todo significado. Está presente en momentos de júbilo, cuando todo lo que nos rodea se transfigura y parece que existe por primera vez... La pregunta se cierne sobre nosotros en el aburrimiento, cuando nos distanciamos por igual de la desesperación y el júbilo, y todo nos parece tan irremediablemente anodino que deja de preocuparnos si existe algo o no.
Ignorar esta pregunta es síntoma de deficiencia mental; así al menos lo dice el filósofo Arthur Schopenhauer: «Cuanto más inferior es el hombre en un aspecto intelectual, menos desconcertante y misteriosa le es la propia existencia»,5 dice. Lo que eleva al hombre por encima de las otras criaturas es la conciencia de su finitud; la perspectiva de la muerte lleva consigo la posibilidad de concebir la nada, el impacto del no ser. Si mi propio yo, el microcosmos, es ontológicamente precario, tal vez lo sea también el macrocosmos, el universo en su conjunto. Conceptualmente, la pregunta «¿Por qué existe el mundo?» concuerda con la pregunta «¿Por qué existo yo?». Como señala John Updike, son los dos grandes misterios existenciales. Y si resulta que uno es solipsista —es decir, si piensa, como pensaba el primer Wittgenstein, que «yo soy mi mundo»— los dos misterios se funden en uno.
Siendo una pregunta que se supone intemporal y universal, es extraño que nadie se preguntara explícitamente «¿Por qué hay algo en vez de nada?» hasta la era moderna. Tal vez lo que hace a la pregunta verdaderamente moderna sea la parte de la «nada». Las culturas premodernas tienen sus mitos de la creación para explicar el origen del universo, pero son unos mitos que nunca parten de la pura nada. Siempre presuponen algunos seres o materia primigenios de los que surgió la rea-
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lidad. Según un mito nórdico presente hacia el año 1200 de nuestra era, por ejemplo, el mundo empezó cuando una región primigenia de fuego fundió una región primigenia de escarcha, dando lugar a unas gotas líquidas que adquirieron vida y adoptaron la forma de un sabio gigante llamado Ymer y una vaca llamada Audhumla, de los que al final surgió el resto de la existencia tal como la conocían los vikingos. Según otro mito un tanto más económico de la creación, el de los bantús africanos, todo el contenido del universo —el Sol, las estrellas, la tierra, el mar, todos los animales, la humanidad— es vomitado literalmente de la boca de un ser asqueado llamado Bumba. Pocas son las culturas que no tienen un mito de la creación, pero las hay. Una es la de los pirahã, una tribu curiosamente obstinada del Amazonas. Cuando los antropólogos preguntan a los pirahã qué había antes del mundo, su respuesta invariable es: «Siempre ha sido así».6 A las teorías sobre el nacimiento del universo se las llama cosmogonías, del griego cosmos, que significa «universo», y gonos, que significa «producir» (la misma raíz de «gónada»). Los griegos clásicos fueron los pioneros de la cosmogonía racional, en oposición a la variedad mítico-poética que los mitos de la creación ejemplifican. Sin embargo, los griegos nunca plantearon la pregunta de por qué existe un mundo en vez de «nada en absoluto». Sus cosmogonías siempre implicaban algún tipo de material de partida, normalmente bastante caótico. El mundo natural, decían, llegó a la existencia cuando se impuso orden a ese caos primigenio: cuando el caos se convirtió en el cosmos. (Es interesante que las palabras «cosmos» y «cosmética» tengan la misma raíz: la palabra griega que significa «adorno» o «disposición».) En cuanto a qué pudo haber sido ese caos original, los filósofos griegos imaginaban diversas cosas. Para Tales, era acuoso, una especie de protoocéano. Para Heráclito, era fuego. Para Anaximandro, era algo más abstracto, un material indeterminado llamado
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«el infinito». Para Platón y Aristóteles, era un sustrato amorfo que se podría considerar una idea precientífica del espacio. A los griegos no les preocupaba mucho de dónde procedía esa protomateria. Simplemente se daba por supuesto que era eterna. Fuera lo que fuese, desde luego no era nada, cuya propia idea era inconcebible para los griegos. La nada también era ajena a la tradición bíblica. En el libro del Génesis, Dios crea el mundo no de la nada, sino de un caos de tierra y agua «amorfo y vacío» —tohu bohu en hebreo original—. Sin embargo, en los primeros tiempos de la era cristiana empezó a imponerse una nueva forma de pensar. La idea de que Dios necesitaba algún tipo de materia para producir un mundo parecía limitar su poder creador supuestamente infinito. De modo que, en torno al segundo o tercer siglo de nuestra era, los padres de la Iglesia adujeron una cosmogonía radicalmente nueva. El mundo, proclamaron, fue convocado a la existencia por la sola palabra creadora de Dios, sin ningún material preexistente del que obtenerlo. Esta doctrina de la creación ex nihilo pasó después a formar parte de la teología islámica, presente en la argumentación kalam de la existencia de Dios. También penetró en el pensamiento judío medieval. En su interpretación del pasaje inicial del Génesis, el filósofo judío Maimónides afirma que Dios creó el mundo de la nada. Decir que Dios creó el mundo «de la nada» no significa elevar la nada a la categoría de ente, equiparable con lo divino. Solo significa que Dios no creó el mundo a partir de algo. Así lo subrayaba Santo Tomás de Aquino, entre otros teólogos cristianos. Pero la doctrina de la creación ex nihilo parecía corroborar la idea de la nada como genuina posibilidad ontológica. Hacía conceptualmente posible preguntar por qué existe un mundo, y no nada en absoluto. Y unos siglos después, alguien por fin lo hizo: un cortesano alemán vanidoso y conspirador que también figura entre las personas de más preclara inteligencia de todos los tiem-
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pos: Gottfried Wilhelm Leibniz. En 1714, Leibniz, que por entonces tenía sesenta y ocho años, se aproximaba al final de una larga carrera de consideraciones del absurdo. Había inventado el cálculo, al mismo tiempo que Newton y de forma completamente independiente. Había revolucionado sin ayuda alguna la ciencia de la lógica. Había creado una metafísica fantástica basada en una infinidad de unidades similares al alma llamadas «mónadas», y en el axioma de que este es «el mejor de todos los mundos posibles» —un axioma del que después Voltaire se mofaría con crueldad en Cándido—. Pese a su fama de filósofo-científico, Leibniz quedó relegado en Hanover cuando su empleador real, el elector Georg Ludwig, se fue a Gran Bretaña para convertirse en el rey Jorge I. Leibniz tenía una salud muy precaria, y murió a los dos años, expirando (según su secretario) mientras de su boca escapaba una gran nube de gas tóxico. En estas deprimentes circunstancias compuso sus últimos escritos filosóficos, entre ellos un ensayo titulado «Principios de la naturaleza y la gracia, fundados en la razón». En él postulaba el que denominó «principio de razón suficiente», que en esencia dice que existe una explicación para todos lo hechos, una respuesta para todas las preguntas. «Afirmado este principio —dice Leibniz—, la primera pregunta que tenemos derecho a formular es: “¿Por qué hay algo en vez de nada?”».7 Para Leibniz, la respuesta era fácil y evidente. Para evitarse obstáculos en su carrera, siempre había simulado acatar la ortodoxia religiosa. En consecuencia, decía que la razón de la existencia del mundo era Dios, que lo creó por decisión propia y libre, movido por su infinita bondad. Pero ¿cuál era la explicación de la existencia del propio Dios? Leibniz también tenía respuesta para esta pregunta. A diferencia del universo, cuya existencia es contingente, Dios es un ser necesario. Contiene en sí mismo la razón de su propia existencia. Su no existencia es lógicamente imposible.
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De ahí que la pregunta «¿Por qué hay algo en vez de nada?» se desestimaba en el mismo momento en que se planteaba. El universo existe por Dios. Y Dios existe por Dios. La naturaleza esencial y divina de Dios, afirma Leibniz, basta para resolver definitivamente el misterio de la existencia. Ahora bien, la solución leibniziana del misterio de la existencia no prevaleció mucho tiempo. En el siglo xviii, David Hume e Immanuel Kant —dos filósofos que discrepaban en muchas cuestiones— rebatieron la idea de «ser necesario», que consideraban un engaño ontológico. Hay, sin duda, entes cuya existencia es lógicamente imposible —por ejemplo, el círculo cuadrado—. Sin embargo, Hume y Kant convenían en que la lógica pura no garantiza la existencia de ningún ente. «Todo lo que podamos concebir como existente también lo podemos concebir como no existente —dice Hume—. Por consiguiente, no hay ser alguno cuya no existencia implique una contradicción»8 (Dios incluido). Pero si Dios no existe de forma necesaria, entonces se abre una posibilidad metafísica completamente nueva: la posibilidad de la nada absoluta —ni mundo ni Dios ni nada—. Es curioso, sin embargo, que ni Kant ni Hume abordaran en serio la pregunta «¿Por qué hay algo en vez de nada?». Para Hume, cualquier respuesta que se propusiera a esta pregunta sería «mera sofistería e ilusión», ya que nunca se podría basar en nuestra experiencia. Para Kant, intentar explicar la totalidad del ser conllevaría necesariamente una extensión ilegítima de los conceptos que utilizamos para estructurar el mundo de nuestra experiencia —conceptos como los de «causalidad» y «tiempo»— a una realidad que trasciende de este mundo, la realidad de «las cosas en sí mismas». La consecuencia, dice Kant, solo podrían ser el error y la incoherencia. Los filósofos posteriores, tal vez acosados por las rigideces de Hume y Kant, evitaron durante mucho tiempo enfrentarse a la pregunta «¿Por qué hay algo en vez de nada?». El
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gran pesimista Schopenhauer, que proclamaba que el misterio de la existencia es «el volante que mantiene en movimiento el reloj de la metafísica»,9 llamaba, no obstante, «locos», «engreídos vanos» y «charlatanes»10 a quienes pretendían resolver la pregunta. El romántico alemán Friedrich Schelling afirmaba que «la función principal de toda filosofía es la solución del problema de la existencia del mundo».11 Sin embargo, pronto decidió que era imposible dar una explicación racional de la existencia; lo máximo que podemos decir es que el mundo surgió del abismo de la nada eterna por un salto incomprensible. Hegel escribió mucho y en tono oscuro sobre «el ser que desaparece en la nada y la nada que desaparece en el ser»,12 pero Søren Kierkegaard, el irónico pensador danés, desechó sus maniobras dialécticas, que calificaba de un poco mejores que «las del vendedor de especias».13 En los inicios del siglo xx se produjo un renacimiento del interés por el misterio de la existencia, gracias sobre todo al filósofo francés Henri Bergson. «Quiero saber por qué existe el universo»,14 proclamaba Bergson en 1907 en su libro La evolución creadora. Toda existencia —la materia, la conciencia, el propio Dios—, cree Bergson, es «una conquista sobre la nada». Pero, después de ponderarlo mucho, concluye que esta conquista no es realmente tan milagrosa. Toda la cuestión del algo frente a la nada se basa en una ilusión: la ilusión de que es posible que no haya nada en absoluto. Mediante una serie de argumentos, Bergson pretende demostrar que la idea de la nada absoluta es tan autocontradictoria como la del círculo cuadrado. Dado que la nada es una pseudoidea, concluye, la pregunta «¿Por qué hay algo en vez de nada?» es una pseudopregunta. Esta decepcionante conclusión no impresionó lo más mínimo a Martin Heidegger, para quien la nada es completamente real, una especie de fuerza negadora que amenaza con aniquilar el reino del ser. En una serie de conferencias impar-
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tidas en 1935 en la Universidad de Friburgo —donde se le concedió el cargo de rector después de que proclamara su adhesión al nacionalsocialismo de Hitler—, declaró desde el principio que la pregunta «¿Por qué hay algo en vez de nada?» es la «más profunda», «la de mayor alcance» y «la más fundamental de todas las preguntas».15 ¿Y qué hizo Heidegger con esta pregunta a medida que se sucedían las conferencias? No mucho. Se extendía en su patetismo existencial. Se deleitaba en cuestiones etimológicas de aficionado, acumulando palabras griegas, latinas y sánscritas relacionadas con Sein, la palabra alemana que significa «ser». Elucubraba sobre las virtudes poéticas de los presocráticos y los trágicos griegos. Al concluir la última conferencia, Heidegger señaló que «ser capaz de hacer una pregunta significa ser capaz de esperar, incluso toda la vida»,16 una observación que a buen seguro hizo que aquellos que de entre el público habían estado esperando algún indicio de respuesta asintieran fatigados. Heidegger fue, sin lugar a dudas, el filósofo más influyente del siglo xx de la Europa continental. Sin embargo, en el mundo de habla inglesa, fue Ludwig Wittgenstein quien más influyó en la filosofía. Wittgenstein y Heidegger nacieron en el mismo año (1889). Tenían un carácter totalmente opuesto: Wittgenstein era valiente y ascético; Heidegger, vanidoso y desleal. Pero a ambos les seducía por igual el misterio de la existencia. «Lo místico no es cómo están las cosas en el mundo, sino que exista», afirma Wittgenstein en una de las lapidarias proposiciones numeradas —la 6.44, para ser exactos— de la única obra que vio publicada en vida, el Tractatus Logico-Philosophicus. Unos años antes, en los cuadernos que escribía siendo soldado del ejército austríaco durante la Primera Guerra Mundial, en la entrada del 26 de octubre de 1916 Wittgenstein decía: «Estéticamente, el milagro es que el mundo exista».17 (Más tarde, ese mismo día, escribía: «La
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vida es seria, el arte es alegre» —y lo hacía mientras luchaba en el frente ruso—). La admiración y el asombro por la existencia del mundo, dice Wittgenstein, fueron una de las tres experiencias que le permitieron establecer su mente en el valor ético. (Las otras dos fueron el sentimiento de estar absolutamente seguro, y la experiencia de la culpa). Sin embargo, como ocurre con todas las cuestiones importantes de verdad —el valor ético, el sentido de la vida y la muerte—, intentar explicar el «milagro estético» de la existencia del mundo es un empeño vano; le lleva a uno más allá de los límites del lenguaje, dice Wittgenstein; al reino de lo indecible. Aunque «respetaba profundamente» el impulso de preguntar «Por qué hay algo en vez de nada», pensaba que en definitiva la pregunta no tiene sentido. Como dice con crudeza en la proposición 6.5 del Tractatus: «El enigma no existe». Por inefable que pudiera ser para Wittgenstein, el misterio de la existencia le sobrecogía y le producía una sensación de claridad espiritual. En cambio, a muchos de los filósofos británicos y estadounidenses que le siguieron les parecía una ambigua pérdida de tiempo. Un caso típico de su actitud despectiva fue la de A. J. «Freddy» Ayer, el adalid británico del positivismo lógico, enemigo acérrimo de la metafísica, y que se autoproclamó heredero de David Hume. En una emisión de la BBC en1949, Ayer debatió sobre la existencia de Dios con Frederick Copleston, sacerdote jesuita e historiador de la filosofía. Resultó que gran parte de aquel debate giró en torno a la pregunta de por qué hay algo en vez de nada. Para el padre Copleston, esta pregunta era una entrada a lo trascendente, una forma de entender que la existencia de Dios es «la explicación ontológica última de los fenómenos».18 Para Ayer, su oponente ateo, era una bobada ilógica. «Supongamos —decía Ayer— que hacemos una pregunta del tipo “¿De dónde proceden todas las cosas?”. Es una pregunta perfectamente significativa para cualquier suceso dado.
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Preguntar de dónde surgió es preguntar por algún suceso anterior a él. Pero si generalizamos esta pregunta, acaba por perder todo sentido. Pasamos a preguntar entonces qué suceso es anterior a todos los sucesos. Es evidente que ningún suceso puede ser anterior a todos los sucesos porque pertenece a la clase de todos los sucesos en la que se debe incluir y, por consiguiente, no puede ser anterior a ella».19 Wittgenstein, que escuchó aquel debate en la radio, le dijo después a un amigo que el razonamiento de Ayer le pareció «increíblemente superficial».20 Sin embargo, se consideró que el debate fue tan ajustado que, unos años después, se programó una versión televisiva. Ayer y Copleston acumularon tanto whisky mientras se solucionaban unos problemas técnicos que cuando el debate empezó ambos cayeron en la incoherencia. El desacuerdo entre Ayer y Copleston sobre el carácter significativo de la pregunta «¿Por qué hay algo en vez de nada?» se convirtió en una disputa sobre la propia naturaleza de la filosofía. Y la inmensa mayoría de los filósofos, al menos en el mundo de habla inglesa, se pusieron del lado de Ayer. Había dos tipos de verdades, decía la ortodoxia: las verdades lógicas y las verdades empíricas. Las verdades lógicas dependían solo del significado de las palabras. Las necesidades que estas expresan —por ejemplo, «Ningún soltero está casado»— son necesidades meramente verbales. De ahí que las verdades lógicas no puedan explicar nada acerca de la realidad. En cambio, las verdades empíricas dependían de la evidencia que proporcionan los sentidos. Son el ámbito de la indagación científica. Y en general se concedía que la pregunta de por qué existe el mundo estaba fuera del alcance de la ciencia. Al fin y al cabo, una explicación científica podía dar cuenta de un trozo de realidad solo desde la perspectiva de otros trozos; nunca podría explicar la realidad en su conjunto. Por lo tanto, la existencia del mundo solo podía ser un hecho bruto.
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Bertrand Russell resumía el consenso filosófico: «Yo diría que el universo simplemente está ahí, y eso es todo».21 La ciencia, en general, estaba de acuerdo. La idea del hecho bruto sobre la existencia es bastante cómoda si se da por supuesto que el universo siempre ha estado ahí. Y esto era, en efecto, lo que pensaba la mayoría de los grandes científicos de la era moderna —entre ellos Copérnico, Galileo y Newton—. Einstein estaba convencido de que el universo no solo era eterno, sino también, en conjunto, inmutable. Y así, cuando en 1917 aplicó su teoría general de la relatividad al espacio tiempo en su conjunto, se quedó perplejo al ver que sus ecuaciones implicaban algo radicalmente distinto: el universo debe o expandirse o contraerse. Le pareció algo ridículo, por lo que añadió a su teoría un factor-trampa que hiciera posible que el universo fuera a la vez eterno e inmutable. Fue un sacerdote quien tuvo el desparpajo de llevar la relatividad a su conclusión lógica. En 1927, Georges Lamaître, de la Universidad de Lovaina, desarrolló un modelo einsteiniano del universo en el que el espacio se expandía. Retrocediendo en su razonamiento, el padre Lamaître propuso que todo el universo debió haberse originado en un punto definido del pasado a partir de un átomo primigenio de energía infinitamente concentrada. Dos años después, el modelo del universo en expansión de Lamaître fue confirmado por el astrónomo estadounidense Edwin Hubble, cuyas observaciones en el Observatorio del Monte Wilson de California establecieron que, en efecto, todas las galaxias de nuestro alrededor se están alejando. Tanto la teoría como la evidencia empírica apuntaban al mismo veredicto: el universo tuvo que tener un inicio súbito en el tiempo. Los eclesiásticos se regocijaron. La prueba científica de la versión bíblica de la creación, pensaban, estaba ahora en su terreno. El papa Pío XII, en el acto de apertura de una conferencia en el Vaticano en 1951, declaró que esa nueva teoría de
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los orígenes cósmicos atestiguaba «aquel primordial Fiat lux pronunciado en el momento en que, junto con la materia, estalló de la nada un mar de luz y radiación... Así pues, la creación se produjo en el tiempo; por consiguiente, hay un creador; por consiguiente, Dios existe».22 A quienes se encontraban en el otro extremo ideológico les rechinaban los dientes; en particular, a los marxistas. Al margen por completo de su aura religiosa, la nueva teoría contradecía su creencia en la infinitud y la eternidad de la materia, que era uno de los axiomas del materialismo dialéctico de Lenin. En consecuencia, la teoría se rechazaba por «idealista». El físico David Bohm, de ideas marxistas, reprendía a los formuladores de la teoría por ser «científicos traidores a la ciencia, que descartan los hechos científicos para llegar a conclusiones gratas a la Iglesia católica».23 Ateos no marxistas se mostraban también aferrados a sus ideas. «Algunos científicos más jóvenes se sentían tan alterados por esas tendencias teológicas que decidieron simplemente bloquear su fuente cosmológica»,24 comentaba el astrónomo alemán Otto Heckmann, eminente investigador de la expansión cósmica. El decano de la profesión, sir Arthur Eddington, decía: «La idea de un principio me repugna... Sencillamente no creo que el orden actual de las cosas empezara con un estallido... el universo en expansión es absurdo... increíble... me deja frío».25 También había algunos científicos creyentes preocupados. El cosmólogo sir Fred Hoyle pensaba que una explosión era una forma de empezar indigna, algo parecido «a la chica que en las fiestas sale de repente de la tarta».26 En una emisión de la BBC de los años cincuenta, Hoyle se refirió con sarcasmo a ese supuesto origen como «el Big Bang». La expresión cuajó. No mucho antes de su fallecimiento en 1955, Einstein consiguió superar sus escrúpulos metafísicos sobre el Big Bang. Calificó su primer intento de eludirlo mediante un dispositivo teórico ad hoc de «la mayor metedura de pata de mi carrera».
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En cuanto a Hoyle y el resto de los escépticos, fueron derrotados finalmente en 1965 cuando dos científicos de los Laboratorios Bell de Nueva Jersey detectaron de forma accidental un siseo de microonda omnipresente que resultó ser el eco del Big Bang. (Al principio, los científicos pensaron que el siseo se debía a los excrementos que las palomas dejaban en la antena.) Si se enciende el televisor y se sintoniza en una zona intermedia de cadenas, más o menos el 10 % de ese fondo moteado en blanco y negro que se ve está provocado por los neutrones residuales del nacimiento del universo. ¿Qué mejor prueba del Big Bang?: se puede ver por televisión. Tuviera o no un creador el universo, el descubrimiento de que nació en un momento finito del pasado —13.700 millones de años, según los últimos cálculos cosmológicos— parecía mofarse de la idea de que era ontológicamente autosuficiente. Parece razonable presumir que todo lo que existe por su propia naturaleza debe ser eterno e imperecedero. Parecía ahora que el universo no lo era. Del mismo modo que entró en la existencia en un abrir y cerrar de ojos con un Big Bang inicial, expandiéndose y evolucionando hasta su forma actual, también podría salir de la existencia en algún futuro lejano con un Big Crunch aniquilador. (Hoy, sigue abierta en la cosmología la cuestión de si el destino final del universo será un Big Crunch [Gran Implosión], un Big Chill [Gran Enfriamiento] o un Big Crack-up [Gran Quiebra]). La vida del universo, como la de todos nosotros, puede ser un simple interludio entre dos nadas. Así pues, el descubrimiento del Big Bang hizo mucho más difícil eludir la pregunta «¿Por qué hay algo en vez de nada?». «Si el universo no había existido siempre, la ciencia se enfrentaba a la necesidad de una explicación de su existencia»,27 señaló Arno Penzias, que compartió el Premio Nobel de Física por haber detectado la radiación cósmica de fondo del Big Bang. La pregunta original de «¿por qué?» no solo seguía
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viva, sino que ahora había que complementarla con la de «¿cómo?»: «¿Cómo pudo algo salir de la nada?». La hipótesis del Big Bang, además de dar una renovada esperanza a los apologetas de la religión, abría una indagación nueva y puramente científica sobre el origen último del universo. Y parecía que se multiplicaban las posibles explicaciones. En el siglo xx se produjeron dos avances revolucionarios en el campo de la física. Uno de ellos, la teoría de la relatividad de Einstein, llevó a la conclusión de que el universo tuvo un principio en el tiempo. La otra, la mecánica cuántica, tenía unas implicaciones aún más radicales. Ponía en duda la propia idea de causa y efecto. Según la teoría cuántica, a micronivel los sucesos se producen de forma aleatoria: violan el principio de causalidad clásico. Esto abría la posibilidad conceptual de que la semilla del universo pudiera haber llegado a la existencia sin una causa, fuera esta sobrenatural o de otra índole. Tal vez el mundo surgió espontáneamente a partir de la pura nada. Toda existencia se podría atribuir a una fluctuación aleatoria en el vacío, a un «tunelaje cuántico» que fuera de la nada al ser. Cómo pudo haber ocurrido exactamente esto se ha convertido en el campo de estudio de un pequeño pero influyente grupo de físicos a los que a veces se denomina los «teóricos de la nada». Con una mezcla de ingenuidad y osadía metafísicas, estos científicos —en cuyas filas milita Stephen Hawking— creen que podrían resolver un misterio hasta hoy considerado intocable por la ciencia.
Tal vez alentados por este fermento científico, los filósofos han estado mostrando una mayor osadía ontológica. El positivismo lógico, que había desechado la pregunta «¿Por qué hay algo en vez de nada?» por carecer de sentido, estaba caduco en la década de 1960, víctima de su propia incapacidad de llegar a una distinción práctica entre el sentido y el sinsen-
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tido. Tras él, ha renacido la metafísica: el empeño de describir la realidad en su conjunto. Los filósofos, ni siquiera en el mundo anglosajón, ya no se avergüenzan de emplearse en cuestiones metafísicas. El más audaz de los muchos filósofos profesionales que se han enfrentado al misterio de la existencia en las últimas pocas décadas fue Robert Nozick, de la Universidad de Harvard, fallecido en 2002 a los sesenta y tres años. Aunque es más conocido por ser el autor del clásico libertario Anarquía, Estado y utopía, a Nozick le obsesionaba la pregunta «¿Por qué hay algo en vez de nada?», a cuyas posibles respuestas —algunas completamente disparatadas— dedicó un apartado de cincuenta páginas de su posterior libro Philosophical Explanations. Invita al lector a imaginar la nada como una fuerza «que succiona las cosas hacia la no existencia».28 Postula un «principio de fecundidad» que sanciona la existencia simultánea de todos los mundos posibles. Habla de algún tipo de indagación mística en el fundamento de la realidad. En cuanto a sus colegas a los que sus intentos de responder la pregunta definitiva les pudieran parecer un tanto extraños, Nozick no se anda con rodeos: «Quien propone una respuesta que no sea extraña demuestra que no entendió la pregunta».29
En la actualidad, la pregunta «¿Por qué hay algo en vez de nada?» sigue dividiendo a los pensadores en tres bandos. Los «optimistas» sostienen que tiene que haber una razón de la existencia del mundo, y que la podemos descubrir. Los «pesimistas» creen que pudiera haber una razón de la existencia del mundo, pero que nunca lo sabremos a ciencia cierta —tal vez porque la realidad que vemos es demasiado escasa para poder ser conscientes de la razón que se oculta en ella, o porque cualquier razón de ese tipo debe estar más allá de los límites intelectuales de los humanos, a quienes la naturaleza
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equipó con lo necesario para la supervivencia, pero no para penetrar en la naturaleza interior del cosmos—. Por último, los «rechacistas» persisten en la creencia de que no puede haber una razón de la existencia del mundo y, por lo tanto, la propia pregunta carece de sentido. No hay que ser filósofo ni científico para decidirse por uno de estos bandos. Todo el mundo tiene derecho a hacerlo. Marcel Proust, por ejemplo, parece que se situaba entre los pesimistas. El narrador de su novela En busca del tiempo perdido, al meditar sobre el caso Dreyfus y cómo dividió a la sociedad francesa en dos bandos enfrentados, señala que el saber político puede carecer de fuerza para acabar con los conflictos civiles, del mismo modo que «en filosofía, la lógica pura carece de fuerza para abordar el problema de la existencia».30 Pero supongamos que somos optimistas. ¿Cuál es el enfoque más prometedor sobre el misterio de la existencia? ¿El teísta tradicional, que busca en un ente semejante a Dios la causa necesaria y el sustentador de todo ser? ¿El enfoque científico, que parte de las ideas de la cosmología cuántica para explicar por qué el universo tuvo que saltar de un estallido a la existencia desde el vacío? ¿Es un enfoque puramente filosófico, que se propone deducir una razón de la existencia del mundo a partir de consideraciones de valor abstractas, o de la pura imposibilidad de la nada? ¿Es alguna especie de enfoque místico, cuyo objetivo es satisfacer el ansia de un principio cósmico mediante la iluminación directa? Todos estos enfoques tienen hoy sus defensores. Parece, a primera vista, que merece la pena considerarlos todos. En efecto, solo reflexionando sobre el misterio de la existencia desde todos los ángulos posibles se puede confiar en resolverlo. A quienes consideran que la pregunta «¿Por qué hay algo en vez de nada?» es irremediablemente difícil de aprehender o incoherente sin más, se les puede señalar que el progreso intelectual consiste a menudo en pulir precisamente este tipo
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de preguntas, de forma que quienes las formularon por primera vez no podían prever. Tomemos otra pregunta, planteada hace dos mil quinientos años por Tales y sus colegas presocráticos: «¿De qué están hechas las cosas?». Hacer una pregunta tan general y de tan gran alcance puede parecer ingenuo, incluso infantil. Pero, como señala el filósofo de Oxford Timothy Williamson, los filósofos presocráticos «estaban haciendo una de las mejores preguntas que jamás se hayan hecho, una pregunta que ha conducido entre arduos esfuerzos a gran parte de la ciencia moderna». Haberla desechado desde el principio por la imposibilidad de responderla habría sido «una rendición lastimosa e innecesaria a la desesperanza, el filisteísmo, la cobardía o la indolencia».31 El misterio de la existencia, sin embargo, puede parecer genuinamente fútil entre este tipo de preguntas. Porque, como dice William James, «no existe puente lógico entre la nada y el ser».32 Pero ¿se puede saber esto antes de iniciar cualquier intento de construir tal puente? Se han construido con éxito otros puentes que parecían imposibles: de la no vida a la vida (gracias a la biología molecular), de lo finito a lo infinito (gracias a la teoría matemática de conjuntos). En la actualidad, quienes se ocupan del problema de la conciencia intentan tender un puente entre la mente y la materia, y quienes tratan de unificar la física intentan hacerlo entre la materia y las matemáticas. Con esos vínculos conceptuales que van adquiriendo forma, tal vez se pueda empezar a vislumbrar el borroso perfil de un puente que vaya de la nada al algo (o quizás un túnel, si los teóricos cuánticos están en lo cierto). Solo cabe esperar que no sea un «puente de los asnos».*
* Expresión que se refiere a una prueba elemental que, caso de no ser superada, demuestra la falta de habilidad en una materia. Los que no su-
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Los motivos para indagar en el misterio de la existencia no son solo intelectuales, sino también sentimentales. Nuestros sentimientos normalmente tienen su objeto; son sobre algo. Estoy triste por la muerte de mi perro. Estamos entusiasmados porque los Yankees están en la World Series. Otelo está encolerizado por la infidelidad de Desdémona. Pero parece que algunos estados emocionales son de «flotación libre», carentes de objeto alguno que los determine. El terror de Kierkegaard, por ejemplo, no va dirigido a nada, o va dirigido a todo. Algunos estados de ánimo como la depresión y la euforia, si es que tienen algún objeto, parece que se refieren a la propia existencia. Heidegger dice que, en lo más profundo, así ocurre con todas las emociones. ¿Qué tipo de sentimiento es el adecuado cuando su objeto es el mundo en su conjunto? Esta pregunta divide a las personas en dos categorías: la de quienes sonríen a la existencia y la de quienes desconfían de ella. Un desconfiado notable es Arthur Schopenhauer, cuyo pesimismo filosófico influyó en pensadores posteriores de la talla de Tolstoi, Wittgenstein y Freud. Si la existencia del mundo nos asombra, declara Schopenhauer, es un asombro de consternación y angustia. Por esto «la filosofía, como la obertura de Don Juan, empieza en tono menor». No vivimos en el mejor de todos los mundos, prosigue, sino en el peor. La no existencia «no solo es concebible, sino incluso preferible a su existencia».33 ¿Por qué? En la metafísica de Schopenhauer, todo el universo es una gran manifestación de esfuerzo, una vasta voluntad. Todas las personas, con nuestras voluntades peren esa prueba se habrán quedado siendo unos asnos. Los demás, habrán traspasado el puente. Su origen está en los Elementos de Euclides, una de cuyas proposiciones se considera la primera auténtica prueba de inteligencia del lector y funciona como un puente por el que se llega a otras proposiciones más complejas. (N. del t.)
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aparentemente individuales, no somos más que partes de esta voluntad cósmica. Hasta la naturaleza inanimada —la fuerza de atracción de la gravedad, la impenetrabilidad de la materia— forma parte de ella. Y la voluntad, según Schopenhauer, es esencialmente sufrimiento: no hay fin que, si se alcanza, produzca satisfacción; la voluntad está o frustrada y desgraciada, o saciada y aburrida. Schopenhauer fue el primer pensador en importar esta corriente budista al pensamiento occidental. La única forma de salir del sufrimiento, enseñaba, es extinguir la voluntad y así entrar en un estado de nirvana, que es lo más cerca que podemos llegar a estar de la no existencia. «No voluntad: no idea, no mundo. Ante nosotros solo hay realmente la nada». Hay que decir que Schopenhauer no fue precisamente un celoso practicante del ascetismo pesimista que predicaba: amaba los placeres de la mesa, disfrutó de muchas aventuras sentimentales, era pendenciero y codicioso y estaba obsesionado por la fama. También tenía un caniche que se llamaba Atma: «alma del mundo», en sánscrito. En el último siglo han predominado los desconfiados schopenhauerianos, al menos en el mundo literario. En los bulevares de París se podía encontrar una concentración especialmente densa de ellos. Pensemos en E. M. Cioran, el escritor rumano que llegó a París y se reinventó como flâneur existencial. Ni siquiera los encantos de su ciudad adoptiva podían mitigar su desesperación. «Cuando se llega a entender que nada es —escribía Cioran—, que las cosas no merecen siquiera el estatus de apariencia, ya no se tiene necesidad de ser salvado; se está salvado y se es desgraciado para siempre».34 A Samuel Beckett, otro expatriado en París, le afligía también el vacío del ser. «¿Por qué el cosmos se nos muestra indiferente?», quería saber. «¿Por qué somos una parte tan insignificante de él?». «¿Por qué existe un mundo?». Jean-Paul Sartre también podía ser negativo ante la existencia. Roquentin, el héroe autobiográfico de su novela La
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náusea, se siente «asfixiado de ira» en los «monstruosos pedazos» del «ser burdo y absurdo» que lo rodean mientras está sentado bajo un castaño en la ciudad imaginaria de Bouville. La pura contingencia de todo le sorprende no solo por absurda, sino sencillamente por obscena. «Ni siquiera puede uno preguntarse de dónde surgió todo, o cómo llegó a la existencia el mundo, en lugar de la nada», susurra Roquentin, lo que le lleva a gritar: «¡Inmundicia!» a las «toneladas y toneladas de existencia», para luego caer en una «fatiga inmensa».35 Las figuras literarias estadounidenses han tendido a llevar su pesimismo ontológico con más alegría. El dramaturgo Tennessee Williams, por ejemplo, simplemente decía que «un vacío es muchísimo mejor que parte de la repugnante naturaleza que lo sustituye»,36 y a continuación se tomaba otro whisky. John Updike canalizó su ambigüedad sobre el ser hacia su álter ego de ficción, Henry Bech, aquel novelista judío encerrado, priápico y dado a la desesperación. En un cuento de Updike, invitan a Bech a hacer una lectura de su obra en un college femenino del sur, donde es considerado una estrella de la literatura. En una cena dada en su honor después de la lectura, «miró alrededor al corro de hembras que estaban masticando y vio sus cuerpos como los pudiera ver un marciano o un molusco, como pedúnculos pulposos de fajos de nervios extrañamente recogidos en un moño sobre la cabeza, con un pasador de hueso sosteniendo unos gramos de gelatina en los que un billón de circuitos, en su mayor parte inactivos, registraban, codificaban operaciones motoras y generaban un exceso de electricidad que presionaba sobre el lado sin pelo de la cabeza y goteaba por los orificios, en forma de ruidos de dolor y desesperaración y una danza simiesca de arrugas». Bech experimenta una epifanía nihilista: «Debiera haberse dejado tranquilo al vacío, ahorrarle los problemas de la materia, de la vida y, lo que es peor, de la conciencia».37 Toda existencia, se dice a sí mismo, no es más que un «borrón
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sobre la nada». Sin embargo, en sus momentos más alegres —o cuando simula estarlo al grabar una entrevista literaria— el Bech de Updike es capaz de sonreír ante el ser: «Pensaba, por si le interesa a la grabadora... en la dignidad de lo inanimado, en lo intrincado de lo animado, en la belleza de la mujer media y el sentido común del hombre medio».38 En pocas palabras, Bech pensaba «en la bondad de algo frente a nada». El espasmo de optimismo ontológico de Bech recuerda a una famosa trascendentalista de Nueva Inglaterra del siglo xix, Margaret Fuller, a la que le gustaba exclamar: «¡Acepto el universo!» (a lo que el cáustico Thomas Carlyle respondía: «¡Dios! ¡Le conviene!»). Tal vez el refrendo más sonoro de la bondad del mundo no sea ni literario ni filosófico, sino musical. Es el que hace Haydn en su oratorio La creación. Al principio, todo es un caos musical, una mezcla de armónicos fantasmales y melodías fragmentarias. Luego llega el momento creador, cuando Dios declara: «¡Hágase la luz!». Al responder los cantores: «Y se hizo la luz», la orquesta y el coro subrayan el milagro con una tríada poderosa y sostenida en Do mayor (todo lo contrario del sombrío «tono menor» de Schopenhauer). La actitud que uno adopte ante la existencia en su conjunto no debe ser una mera cuestión de carácter —o de si uno es melancólico o no, o de si durmió bien o mal la noche anterior—. Debe estar sometida a la evaluación racional. Y solo analizando la pregunta «¿Por qué hay algo en vez de nada?» podremos llegar a ver el valor de la existencia a la luz de la razón. ¿Podría ser, por ejemplo, que el mundo existe porque, en conjunto, es mejor que la nada? Hay filósofos que así lo creen. Se llaman a sí mismos «axiárquicos» (palabra que procede del griego y significa «gobierno del valor»). Piensan que el cosmos pudo haber estallado y llegar a ser como respuesta a la necesidad de la bondad. Si están en lo cierto, el mundo, y
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nuestra existencia en él, pudiera ser mejor de lo que se nos muestra. Debemos estar al acecho de sus virtudes más sutiles, como las armonías ocultas y las cosas difuminadas. Otros sostienen que el triunfo del ser sobre la nada bien pudo ser consecuencia del azar ciego. Al fin y al cabo, hay muchas formas de que haya algo —mundos en que todo fuera azul, mundos hechos de queso cremoso, etc.—, pero solo una de que no haya nada. Suponiendo que en la lotería cósmica se dieran las mismas oportunidades a todas las realidades posibles, la probabilidad de que ganara uno de los muchos algos, y no la única nada, es abrumadora. Si resultara que esta visión del azar ciego de la realidad fuera acertada, tendríamos que revisar en cierto grado nuestra actitud hacia la existencia. Porque si la realidad es el resultado de una lotería cósmica, es probable que el mundo ganador sea mediocre: ni muy bueno ni muy malo, ni muy claro ni muy confuso, ni muy hermoso ni muy feo. La razón es que las posibilidades mediocres son comunes, y las verdaderamente excelentes u horribles son raras. Si, por un lado, la respuesta al rompecabezas de la existencia resulta ser teísta o cuasi teísta —es decir, si implica algo parecido a un creador— entonces la actitud que uno adopte ante el mundo dependerá de la naturaleza de ese creador. Las principales religiones monoteístas afirman que el mundo fue creado por un Dios omnipotente e infinitamente bondadoso. Si así es, entonces uno está más o menos obligado a contemplar el mundo con una luz favorable, pese a imperfecciones físicas como las partículas elementales y las estrellas explosivas, e imperfecciones morales como el cáncer infantil y el Holocausto. Pero algunas religiones han seguido una doctrina distinta de la creación. Los gnósticos, un movimiento herético que floreció en los primeros siglos del cristianismo, decían que el mundo material no fue creado por una deidad benevolente, sino por un demiurgo perverso, por lo
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que consideraban justificada su oposición a la realidad material. (Una útil solución de compromiso entre cristianos y gnósticos podría ser mi propia postura: el universo fue creado por un ser que es cien por cien malevolente, pero solo eficiente en un 80 %.) De todas las soluciones del misterio de la existencia, tal vez la más estimulante sería descubrir que, contrariamente a toda apariencia, el mundo es causa sui: la causa de sí mismo. La posibilidad la planteó por primera vez Spinoza, que razonaba con osadía (aunque de forma un tanto oscura) que toda la realidad consiste en una única sustancia infinita. Las cosas individuales, tanto las físicas como las mentales, no son sino modificaciones pasajeras de esta sustancia, como las olas sobre la superficie del mar. Spinoza se refiere a esta sustancia infinita como Deus sive Natura: «Dios o Naturaleza». No hay posibilidad de que Dios esté al margen de la naturaleza, argumenta, porque entonces se limitarían mutuamente. De modo que el propio mundo es divino: eterno, infinito y la causa de su propia existencia. Por consiguiente, merece nuestro temor y nuestra reverencia. La interpretación metafísica, pues, conduce al «amor intelectual» a la realidad: el fin supremo de los humanos, según Spinoza, y lo más cerca que podemos llegar de la inmortalidad. La imagen de Spinoza del mundo como causa sui cautivó a Albert Einstein. En 1921, un rabino de Nueva York le preguntó si creía en Dios: «Creo en el Dios de Spinoza», respondió, «que se manifiesta en la ordenada armonía de lo que existe, no en un Dios que se preocupe del destino y los actos de los seres humanos».39 La idea de que el mundo tiene de algún modo la llave de su propia existencia —y, por lo tanto, existe necesariamente, no como un accidente— cuadra con el pensamiento de algunos físicos de tendencias metafísicas, por ejemplo, sir Roger Penrose y el difunto John Archibald Wheeler (que acuñó la expresión «agujero negro»). Se ha llegado a pensar
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incluso que la mente humana desempeña un papel decisivo en el mecanismo de la autocausalidad. Aunque parece que somos una parte insignificante del cosmos, lo que da realidad al conjunto de este es nuestra conciencia. En esta imagen, a veces llamada el «universo participativo», la realidad es un bucle causal que se autosostiene: el mundo nos crea, y nosotros a nuestra vez creamos el mundo. Es un poco como la gran obra de Proust, que registra el progreso y los sufrimientos de su héroe a lo largo de miles de páginas hasta que, al final, este resuelve escribir la propia novela que hemos estado leyendo. Es posible que tal fantasía prometeica —somos el autor del mundo a la vez que su juguete— parezca demasiado buena para ser verdad, pero la consideración de la pregunta «¿Por qué hay algo en vez de nada?» obliga a cambiar nuestros sentimientos sobre el mundo y el lugar que ocupamos en él. El asombro que sentimos ante su sola existencia puede evolucionar hacia un nuevo tipo de sobrecogimiento cuando empecemos a vislumbrar, aunque solo sea su perfil más borroso, la razón que se oculta en la existencia. Nuestra ansiedad por la levedad del ser puede dar paso a la confianza en un mundo que resulte ser coherente, luminoso e intelectualmente seguro. O tal vez lleve al terror cósmico cuando nos demos cuenta de que todo el espectáculo no es más que una pompa de jabón ontológica que podría estallar y quedar en nada en cualquier momento, sin el mínimo aviso previo. Y el sentido que hoy tenemos del alcance potencial del pensamiento humano podría dar paso a una humildad recién hallada por sus limitaciones, o a una admiración recién descubierta por sus agigantados pasos. Tal vez nos sentiríamos como el matemático Georg Cantor cuando hizo un profundo descubrimiento sobre el infinito: «Lo veo —exclamó—, pero no lo creo».40 Antes de empezar a ahondar en el misterio de la existencia, parece justo darle su oportunidad a la nada. Porque, como dice el diplomático y filósofo alemán Max Scheler: «A quien,
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por así decirlo, no se haya asomado al abismo de la nada absoluta se le pasará por completo por alto el contenido eminentemente positivo del percatarse de que hay algo en vez de nada».41 Asomémonos, pues, brevemente a ese abismo, con la plena seguridad de que no nos iremos con las manos vacías. Porque, como dice el viejo refrán, quien no busca, no halla.
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Las matemáticas tienen una palabra para referirse a la nada: «cero». Es de notar que la raíz etimológica de «cero» sea una palabra hindú: sunya, que significa «vacío» o «vacuidad». Y es que la idea de «cero» surgió entre los matemáticos hindúes. Para los griegos y los romanos, la idea de «cero» era inconcebible: ¿cómo podía ser algo la nada? Al carecer de un símbolo que la representara en sus sistemas numéricos, no podían aprovechar la práctica notación «posicional» (en la que, por ejemplo, 307 significa 3 centenas, ninguna decena y 7 unidades). Esta es una de las razones de que multiplicar con números romanos sea un suplicio. A los matemáticos indios la idea de vacío les era familiar por la filosofía budista. No tenían ningún problema con un símbolo abstracto que significara nada. Los eruditos árabes transmitieron su notación a Europa durante la Edad Media —de ahí nuestros «números arábigos»—. El sunya hindú se convirtió en el sifr árabe, que aparece en las palabras inglesas zero y cipher, y en otras similares de otras lenguas («cero» y «cifra»). Los matemáticos acogieron de buen gusto el cero como dispositivo notacional, pero al principio fueron reacios al concepto que encerraba. En sus inicios, el cero fue considerado más un signo de puntuación que un número por derecho propio. Pero pronto empezó a adquirir mayor realidad. Por extraño que parezca, en ello tuvo algo que ver el auge del comercio. Cuando en 1340 se inventó en Italia la teneduría 53
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de libros de doble entrada, el cero pasó a ser considerado un punto divisor natural entre el debe y el haber. Fuera descubierto o inventado, el cero era claramente un número con el que había que calcular. Las dudas filosóficas sobre su naturaleza remitieron ante los cálculos virtuosos de matemáticos como Fibonacci y Fermat. El cero era un regalo para los algebristas cuando se trataba de resolver ecuaciones: si la ecuación se podía formular como ab = 0, entonces se podía deducir que o a = 0 o b = 0. En cuanto al origen del número «0», los historiadores no han logrado ponerse de acuerdo. Según una teoría, hoy rechazada por los estudiosos, el número procede de la primera letra de la palabra griega que significa «nada»: ouden. Según otra —imaginativa, hay que reconocerlo—, su forma deriva de la huella circular que deja en la arena la ficha que se usaba para contar: la presencia de una ausencia. Supongamos que 0 representa nada y 1 representa algo. Obtenemos así una especie de versión de juguete del misterio de la existencia: ¿cómo se puede llegar a 1 a partir de 0? En las matemáticas de orden superior, hay un sentido sencillo en que el paso de 0 a 1 es imposible. Los matemáticos dicen que un número es «regular» si no se puede alcanzar con los recursos matemáticos que le son inferiores. Dicho con más precisión, el número n es regular si no se puede obtener sumando menos de n números que sean ellos mismos menores que n. Es fácil ver que 1 es un número regular. No se puede llegar a él desde abajo, donde con todo lo que hay que operar es con 0. La suma de 0 ceros es 0, y no hay más. De modo que no se puede llegar a algo desde nada. Curiosamente, el 1 no es el único número que no se puede obtener de esta forma. Resulta que también el 2 es un número regular, ya que no se puede obtener con la suma de menos de dos números que sean menores de 2. (Inténtelo el lector.)
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De modo que no se puede llegar a la pluralidad a partir de la unidad. El resto de números finitos carecen de esta interesante propiedad de la regularidad. Se pueden obtener desde abajo. (El número 3, por ejemplo, se puede obtener sumando dos números, el 1 y el 2, cada uno de los cuales es él mismo menor que 3.) Pero resulta que el primer número infinito, que se representa con la letra griega omega, sí es regular. No se puede obte ner con la suma de ningún conjunto finito de números finitos, de modo que no se puede llegar al infinito a partir de lo finito. Pero volvamos al 0 y el 1. ¿Hay alguna otra forma de salvar la brecha que los separa: la brecha aritmética entre nada y algo? El caso es que nada menos que Leibniz pensaba que había encontrado ese puente. Además de destacada figura de la filosofía, Leibniz también fue un gran matemático. Inventó el cálculo, más o menos a la vez que Newton. (Ambos contendieron con acritud sobre quién fue el verdadero inventor, pero una cosa es cierta: la notación de Leibniz era muchísimo mejor que la de Newton.) Entre otras muchas cosas, el cálculo trata de las series infinitas. Una de estas series infinitas que Leibniz derivó es: 1/(1–x) = 1 + x + x2 + x3 + x4 + x5 + ...
En una auténtica exhibición de sangre fría, Leibniz introduce el número –1 en su serie, lo que da: 1/2 = 1 – 1 + 1 – 1 + 1 – 1 + ...
Con los adecuados paréntesis, se llega a la interesante igualdad: 1/2 = (1–1) + (1–1) + (1–1) + ...
o: 1/2 = 0 + 0 + 0 + ...
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Leibniz se quedó perplejo. Había ahí un análogo matemático del misterio de la creación. La igualdad parecía demostrar que, en efecto, algo pudo salir de nada. Pero, ¡ay!, se dejó engañar. Como pronto se dieron cuenta los matemáticos, las series de ese tipo no tenían sentido a menos que fueran series convergentes, es decir, a menos que la suma infinita en cuestión se dirigiera a un único valor. La serie oscilante de Leibniz no cumplía este criterio, ya que sus sumas parciales no dejaban de saltar de 0 a 1 una y otra vez. De modo que su «prueba» no era válida. El matemático que había en Leibniz sin duda debió de sospecharlo, incluso cuando el metafísico que en él había se alegró. Pero quizá se pueda rescatar algo de estas ruinas conceptuales. Consideremos una igualdad más simple: 0 = 1–1
¿Qué puede representar? Que 1 y –1 suman cero, evidentemente. Pero es interesante. Imaginemos el proceso inverso: no el de la unión de 1 y –1 para resultar 0, sino el de 0 descomponiéndose, por así decirlo, en 1 y –1. Donde antes teníamos nada, ahora tenemos dos algos. Opuestos del mismo tipo, por supuesto. Energía positiva y negativa. Materia y antimateria. Yin y yang. Más sugerente aún es que, moviéndonos hacia atrás en el tiempo, –1 se podría entender como la misma entidad que 1. Esta es la interpretación de la que se aprovecha Peter Atkins, químico de Oxford (y ateo declarado): «Los opuestos —dice— se distinguen por el sentido de su viaje en el tiempo». En ausencia de tiempo, –1 y 1 se eliminan; se fusionan en cero. El tiempo permite que los dos opuestos se separen, y es esta separación la que, a su vez, marca la aparición del tiempo. Así fue, postula Atkins, como se puso en marcha la
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creación espontánea del universo. (John Updike se sintió tan impresionado ante tal escenario que lo utilizó en la conclusión de su novela La versión de Roger como alternativa al teísmo como explicación de la existencia.) Y todo esto a partir de 0 = 1–1. La igualdad tiene más carga ontológica de lo que uno hubiera imaginado. La aritmética simple no es la única forma en que las matemáticas pueden construir el puente entre la nada y el ser. La teoría de conjuntos también aporta materiales. A los niños, ya en su más temprana formación matemática, y desde luego a menudo en cursos posteriores, se les introduce a una cosa curiosa llamada el «conjunto vacío». Es un conjunto que no tiene ningún elemento —por ejemplo, el de mujeres presidentes de Estados Unidos anteriores a Barack Obama—. Se denota con {}, los paréntesis sin nada en su interior, o con el símbolo Ø. A los niños a veces la idea de conjunto vacío les extraña. ¿Cómo puede ser, preguntan, que una serie que no contiene nada sea una serie? No son los únicos escépticos. Uno de los más grandes matemáticos del siglo xix, Richard Dedekind, se negaba a considerar que el conjunto vacío fuera algo más que una ficción práctica. Ernst Zermelo, uno de los creadores de la teoría de conjuntos, lo llamaba «impropio». En años más recientes, el gran filósofo estadounidense David K. Lewis se mofaba del conjunto vacío como «una pequeña mota de pura nada, una especie de agujero negro en el tejido de la propia Realidad... un individuo peculiar con cierto tufillo a nada». ¿Existe el conjunto vacío? ¿Puede haber algo cuya esencia —en realidad, su única característica— es que abarca nada? Ni creyentes ni escépticos han dado argumentos sólidos a favor o en contra del conjunto vacío. En matemáticas sencillamente se da por supuesto. (Su existencia se puede demostrar con los axiomas de la teoría de conjuntos, con el supuesto de que en el universo hay al menos otro conjunto.)
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Seamos metafísicamente liberales y digamos que sí existe el conjunto vacío. Aunque lo que haya sea nada, ha de haber un conjunto que la contenga. Admitámoslo, y activaremos una orgía ontológica de carácter regular. Porque si existe el conjunto vacío Ø, también existe el conjunto que lo contiene: {Ø}. Y existe un conjunto que contiene Ø y {Ø}: {Ø, {Ø}}. Y existe un conjunto que contiene este nuevo conjunto más Ø y {Ø}: {Ø, {Ø}, {Ø, {Ø}}}. Y así sucesivamente. De la pura nada ha surgido una notable profusión de entes. Estos entes no están hechos de ninguna «materia». Son pura estructura abstracta. Pueden imitar la estructura de los números. (En el párrafo anterior, «construimos» los números 1, 2 y 3 a partir del conjunto vacío.) Y los números, con su rica red de interrelaciones, pueden imitar mundos complicados. Pueden imitar, en efecto, todo el universo. Lo pueden imitar al menos si, como especulan pensadores como John Archibald Wheeler, el universo consiste en información estructurada matemáticamente. (Una idea que se resume en el eslogan it from bit, «existencia por la información».) Todo el espectáculo de la realidad se puede generar a partir del conjunto vacío: a partir de Nada. Pero esto, evidentemente, presupone que para empezar hay nada.
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